Liberalismo progresista - Miguel Ángel Quintana Paz
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<strong>Liberalismo</strong> <strong>progresista</strong><br />
(o por qué no es del todo aconsejable apellidar “liberal” a cualquiera<br />
que ansíe titularse como tal)<br />
<strong>Miguel</strong> <strong>Ángel</strong> <strong>Quintana</strong> <strong>Paz</strong><br />
Profesor de la Universidad Europea <strong>Miguel</strong> de Cervantes<br />
Miembro del Consejo Político de Unión Progreso y Democracia<br />
Posiblemente pronto se den cuenta ustedes por sí mismos de ello, pero en todo caso voy a<br />
comenzar por confesárselo: me dedico profesionalmente a la Filosofía. Quiero decir que tengo<br />
la suerte de que me paguen por tratar, al menos supuestamente, de enseñar a algunos jóvenes<br />
a pensar más nítida, más rigurosa y, tal vez también, más imaginativamente. A cuanto parece,<br />
no me las arreglo del todo mal con ello: alguno sospecharía que eso es lo que quiere atestiguar<br />
un pliego que tengo por algún lugar guardado y que, expedido nada menos que por el Rey de<br />
España, afirma que soy doctor en tales materias. Sin embargo, cualquier oficio tiene su gaje; y<br />
así, mi problema con la Filosofía reside en el hecho de que no puedo evitar pensar que<br />
resulten bien útiles para cualquier avatar de nuestras vidas los consejos que ella nos hace<br />
como disciplina –consejos como el de aprender a distinguir entre cosas a primera vista<br />
parecidas, pero que luego no lo son tanto; o como el de explicar el sentido preciso en que<br />
empleamos un término, si es que no queremos vernos abocados pronto a malentendidos<br />
irremontables 1 –.<br />
1 En el hecho de que sean precisamente estos dos los consejos concretos que espigo de entre los numerosos<br />
aportes que ha hecho la labor filosófica en sus veintiséis siglos de existencia en Occidente, alguno detectará un<br />
insobornable sabor wittgensteiniano. Y, en efecto, es Ludwig Wittgenstein el filósofo del cual, de modo<br />
mayoritariamente callado (aunque sí explícito en esta nota a pie de página), me gustaría aprovechar en este<br />
escrito cierta atmósfera filosófica con la que resolver la cuestión planteada por los organizadores de este debate<br />
sobre el presente y futuro del liberalismo en España. Por lo demás, acaso sirva todo ello, aunque sea de modo<br />
colateral, para contribuir a deshacer el prejuicio que liga a este filósofo austriaco con nociones meramente<br />
conservadoras –vinculación en la que resultó paradigmático J. C. Nyíri: “Wittgenstein’s Later Work in Relation<br />
to Conservatism”, en Brian McGuinness (ed.): Wittgenstein and His Times. Oxford: Basil Blackwell, 1982, 44-<br />
68–; especies tradicionalistas –J. C. Nyíri: “Wittgenstein’s New Traditionalism”. Acta Filosofica Fennica, vol.<br />
1
Es por lo tanto a buen seguro una secuela de esta mi querencia por lo filosófico la que me<br />
inclina a recelar de todas aquellas personas que se empeñan en que no nos andemos con<br />
distinciones en cuestiones donde uno sospecharía que las mismas son bien necesarias. Y sin<br />
duda una de esas cuestiones resulta ser la que aquí nos convoca: la de qué es eso de ser<br />
liberal. En efecto, muchos son los que porfían (como han porfiado y porfiarán también<br />
algunos de los contertulios con los que comparto mesa en este Ateneo de Madrid, y con los<br />
que compartiré libro cuando nuestras intervenciones se vean publicadas) en preconizar la idea<br />
de que, en tratando del liberalismo, lo mejor será adoptar una postura lo más laxa posible por<br />
cuanto concierna a la definición del mismo; lo mejor será no resultar demasiado rigurosos a la<br />
hora de dar unas pautas con que distinguir lo genuinamente liberal de lo sólo llamado así por<br />
causas espurias. Y si acaso alguien osare querer diferenciar entre unos liberalismos y otros<br />
(por ejemplo, entre liberales <strong>progresista</strong>s y liberales conservadores, nada menos), muchos<br />
serán asimismo los que denigrarán tal afán mediante el expediente de acusar, a los que traten<br />
de propiciarlo, de cosas como “querer expedir carnés de liberalismo” o resultar “excluyentes”<br />
(por usar las mismas expresiones que hoy han empleado aquí contertulios tan ilustres como<br />
Joaquín María Nebreda o Ana Torme), cuando (según ellos) lo mejor sería aceptar en la gran<br />
familia liberal a cuantos de este modo ansíen etiquetarse a sí mismos, sin distingos ni<br />
calificativos que pudieren ayudar a los demás a formarse una idea algo más precisa de lo que<br />
acaso se cele bajo el común deseo de llamarse “liberal”.<br />
No deja de resultar llamativo que, normalmente, las personas que así rehúyen toda clase de<br />
dilucidación entre unos liberalismos y otros suelan ser personas cuyas opiniones (más allá de<br />
su deseo de llamarse “liberales”) coinciden bastante fielmente con las ideas que se suelen<br />
denominar “de derechas” o “conservadoras”. También eso hemos podido comprobarlo hoy<br />
fehacientemente aquí 2 . Uno, la verdad, ya está acostumbrado a que las personas que sostienen<br />
este tipo de ideologías en España acostumbren a querer agazaparse bajo otros rótulos (como<br />
“centrista” o “reformista”... o “liberal”), todo ello por mor de no querer ser tildados con<br />
28, n. 1-3 (1976), 503-512–, e incluso elementos totalitarios –Harry Redner: Malign Masters: Gentile,<br />
Heidegger, Lukács, Wittgenstein. Londres: Macmillan, 1997– o marxistas –Susan M. Easton: Humanist Marxism<br />
and Wittgensteinian Social Philosophy. Manchester: Manchester University Press, 1983; Ferruccio Rossi-Landi:<br />
“Il linguaggio come lavoro e come mercato”, en Il linguaggio come lavoro e come mercato. Milán: Bompiani,<br />
1973, 61-104–, pero casi nunca liberales –resulta elogiable en este sentido Vicente Sanfélix: “¿Fue Wittgenstein<br />
un liberal?”. Teorema, vol. 27, n. 2 (2008), 27-45–.<br />
2 Ana Torme es diputada del conservador Partido Popular; Joaquín María Nebreda, aunque no afiliado, ha<br />
reproducido fielmente el programa de ese partido en su intervención, si exceptuamos alguna que otra<br />
extravagancia republicanizante.<br />
2
palabras que ellos juzgan (y hay que reconocerles ahí una parte de razón) que aún acarrean<br />
por estos parajes ibéricos un excesivo tinte peyorativo, tal que “conservador” o “derechoso”.<br />
En principio, parecería que nada habría que objetar a los complejos de quien, por no querer<br />
ser llamado “conservador”, prefiere buscar cobijo bajo el paraguas de lo liberal; parece que<br />
nada habría que objetar a esta gestión personal de los propios traumas... si no fuese por dos<br />
inconvenientes de este proceder que, con su permiso, pasaré sumariamente a relatar.<br />
El primer inconveniente de que muchos conservadores, o mucha gente de derechas, prefiera<br />
ocultarnos a los demás la que sería su descripción ideológica mas precisa (esto es, la de<br />
“conservadores” o gente de “derechas”), para hacerse pasar más bien por “liberales” en un<br />
sentido laxo, muy laxo, de la palabra, es que esas personas han por fuerza de restringir luego<br />
el significado de “liberal” al único sentido que les puede resultar plenamente tolerable desde<br />
su mentalidad conservadora: que no es, naturalmente, el sentido en que se dice que uno es<br />
liberal en sus costumbres, o en su forma de pensar, o en su tolerancia hacia el cambio o hacia<br />
otros modos de vida diferentes al propio. Si ser conservador significa algo, como mínimo<br />
significará apostar por la preservación de “lo familiar” frente a lo “desconocido” y de lo<br />
“cercano” frente a lo “distante” (como reza la famosa fórmula que Michael Oakeshott 3 logró<br />
popularizar hace décadas entre su círculo de colegas conservadores); y ello ciertamente casa<br />
bastante mal con lo que se entiende como liberalidad en las costumbres, o con ese carácter<br />
“generoso” y “comprensivo” frente a la diferencia ajena que, incluso una fuente tan poco<br />
sofisticada como el diccionario de la RAE 4 , atribuye al término “liberal” en su connotación<br />
ética. Así, un conservador sólo podrá tolerar, en realidad, del auténtico liberalismo su<br />
vertiente más economicista: la que alude al principio de que en general la iniciativa privada<br />
lleva a cabo mejor que el Estado muchas de las tareas que este anhela reservar para sí. Y por<br />
ello, un conservador, cuando se disfraza de “liberal”, a menudo será distinguible por el mucho<br />
hincapié que ponga en esta área de lo económico al explicar su ideología, y la escasa atención<br />
que preste a otras facetas de la realidad, como la ética (liberal), la tolerancia (liberal), las<br />
costumbres (liberales), la apertura de mente o de fronteras (liberal) 5 . Un buen amigo, el<br />
economista y profesor de la Universidad de Salamanca Gonzalo Fernández de Córdoba, que<br />
3<br />
Michael Oakeshott: “On Being Conservative” (1956) en Rationalism in Politics and Other Essays. Londres:<br />
Methuen, 1962, 168-196.<br />
4<br />
Liberal: (Del lat. liberālis). 1. adj. Generoso, que obra con liberalidad. 5. adj. Inclinado a la libertad,<br />
comprensivo (Real Academia Española: Diccionario de la lengua española –vigésima segunda edición–, en<br />
http://buscon.rae.es/draeI/).<br />
5<br />
Si se me permite la autocita, he tratado de ampliar estas ideas en <strong>Miguel</strong> <strong>Ángel</strong> <strong>Quintana</strong> <strong>Paz</strong>: “Sobre la<br />
tolerancia (hermenéutica y liberal)”, en Joaquín Esteban Ortega: Hermenéutica analógica en España. Valladolid:<br />
Universidad Europea <strong>Miguel</strong> de Cervantes, 2008, 123-146.<br />
3
también ha participado en los prolegómenos internáuticos del debate que ahora estamos<br />
celebrando en vivo aquí al amparo de este Ateneo, tiene una frase magnífica para definir a<br />
estos sedicentes “liberales” que en realidad acaso lo sean sólo como disimulo de otra cosa: él<br />
los llama “conservadores que quieren pagar menos impuestos”. Y no deja de ser meritorio que<br />
un economista como Gonzalo Fernández de Córdoba haya detectado tan cristalinamente que<br />
para este tipo de presuntos liberales la economía no es más que un señuelo con que<br />
distraernos de su sustancia, que es conservadora y no liberal. El resultado deplorable de todo<br />
esto es que, por culpa de parejos “conservadores deseosos de pagar menos impuestos”, no es<br />
inusual que el liberalismo sea contemplado por muchos ciudadanos tal como esos<br />
conservadores quieren precisamente que se lo contemple: como un pensamiento que atañe<br />
primordialmente a lo económico, y sólo subsidiariamente a lo ético... cuando la verdad es<br />
justamente la contraria. Volveré sobre este aspecto más adelante; de momento básteme<br />
constatar en posible apoyo de lo que vengo diciendo el hecho de que, verbigracia, uno de los<br />
contertulios que me ha antecedido en el uso de la palabra, Pablo Casado, del Partido Popular,<br />
haya tenido a bien desplegar ante nosotros una panoplia de propuestas que, según él,<br />
ejemplificarían lo más granado que el “liberalismo” puede aportar a nuestra España actual...<br />
propuestas que, sin embargo (e independientemente de sus aciertos o yerros concretos), es<br />
significativo que conciernan todas ellas a la economía, y ninguna a lo ético, a las mores, a las<br />
virtudes públicas. Sin duda, no es descartable que tal vez Pablo Casado, del Partido Popular,<br />
haya tenido un pequeño lapsus que le haya hecho concentrase aquí en lo económico y<br />
descuidar lo ético por mera coincidencia; pero también es posible que lo ocurrido<br />
simplemente venga a corroborarnos que la frase que les citaba de mi amigo Gonzalo<br />
Fernández de Córdoba posea mucha, mucha razón.<br />
En cualquier caso, y antes de seguir adelante, no quisiera dejar de mencionarles el segundo<br />
inconveniente que tiene esta obsesión de ciertos conservadores por camuflarse bajo el abrigo<br />
del liberalismo; un inconveniente que, con G. W. F. Hegel, podríamos denominar el problema<br />
de que, oscurecida la luz de la razón que discierne entre unas cosas y otras (entre unos<br />
liberalismos y otros), entonces todas las vacas sean negras. O, como diríamos en castellano<br />
castizo, entonces todos los gatos sean pardos. Efectivamente, difícil resulta ignorar que bajo la<br />
capa de la adscripción “liberal” se acogen cosas muy heterogéneas. En países como Holanda,<br />
Suiza o Austria, bajo el título de “partidos liberales” o “de la libertad”, nos podemos<br />
encontrar al PVV de Geert Wilders, al Freiheits-Partei der Schweiz o al Freiheitlichen Partei<br />
Österreichs del recientemente fallecido Jörg Haider: partidos todos ellos ligados a políticas<br />
4
xenófobas o (en el caso austríaco) incluso complacientes hacia los más crueles totalitarismos<br />
de derecha del pasado; partidos que aquí atribuiríamos pues rápida y correctamente a la<br />
extrema derecha, y de los cuales seguramente nos querremos diferenciar los liberales<br />
españoles... pero de los que, si seguimos el consejo que nos han brindado antes Torme o<br />
Nebreda, no podríamos en realidad distinguirnos so pena de resultar, como dicen ellos,<br />
“excluyentes” al querer marcar límites entre el liberalismo bien entendido y el que no se ha<br />
entendido tan bien.<br />
No es preciso, por lo demás, desplazarse hasta latitudes germánicas para constatar a qué cosas<br />
más extrañas se las puede llegar a denominar “liberales” (y, por lo tanto, para constatar lo<br />
muy proficuo, o incluso urgente, que puede sernos el hacer ciertas distinciones al<br />
aproximarnos a la constelación liberal): en nuestra misma España tuvimos no hace tanto un<br />
partido, el Grupo Independiente Liberal, del empresario Jesús Gil, que yo no dudaría en<br />
apartar del verdadero significado de “liberal” si se me permitiera aplicar un mínimo criterio<br />
definitorio (aunque no tengo claro que nuestros contertulios Torme o Nebreda no me tacharan<br />
también de “excluyente” en este afán un tanto filosófico mío por señalar diferencias que creo<br />
pertinentes aquí).<br />
Por último, y no sólo en nuestro país sino también en nuestros días, hemos de recordar que<br />
contamos en España con el caso de Convergència i Unió (CiU), federación de partidos<br />
nacionalistas catalanes adscrita al Partido Liberal Europeo (ELDR), a pesar de que entre sus<br />
apuestas políticas se encuentren características tan poco “liberales” como el rechazo de la<br />
libertad de elección de lengua en la educación catalana, el rechazo (típicamente nacionalista)<br />
de la libertad del individuo a la hora de identificarse con uno u otro sentimiento nacional, el<br />
rechazo de la libertad de elección entre expresiones culturales diversas (pues defienden<br />
hipersubvencionar en su región las que se hacen en lengua catalana y dificultar por<br />
consiguiente las que comenten el error de usar el castellano)... todo ello, por no citar la<br />
vocación intervencionista de CiU en economía, que a menudo va mucho más allá del famoso<br />
3% que en su día osó mencionarles reprobatoriamente el socialista Pasqual Maragall. ¿No<br />
podremos legítimamente considerar que CiU, por mucho que hoy en día se halle incardinada<br />
en el Partido Liberal Europeo, no responde en puridad al concepto genuino de lo liberal a<br />
causa de su nacionalismo rampante? Si hiciésemos caso de Torme y Nebreda, quienes<br />
queramos relegar a estos nacionalistas catalanes fuera del marco de un liberalismo bien<br />
comprendido estaríamos pecando de “excluyentes”... mientras que, a mi juicio, simplemente<br />
5
estaríamos demostrando que tenemos muy claros los fundamentos teóricos según los cuales<br />
las notas obsesivas propias del nacionalismo mal casan con el desprendimiento liberal 6 .<br />
Como conclusión, pues, y si me toleran el uso de cierta terminología filosófica, cabría<br />
aseverar sin grandes riesgos que el término “liberal” adolece no sólo de lo que Aristóteles<br />
llamaría diversos significados análogos –cuya riqueza e interacción mutua pudieran, al fin y<br />
al cabo, resultarnos fructíferas–; sino que muchos de los sentidos que se encierran bajo ese<br />
nombre son ciertamente equívocos, y sólo pueden conducir a la confusión, si no al engaño<br />
intencionado. Incluso alguien como todo un Rafael Termes, al que hoy nos resultaría difícil<br />
calificar como “liberal <strong>progresista</strong>” pero no como “conservador”, no dudaba, tal vez en virtud<br />
de su sólida formación tomista, en reconocer esta necesidad de discernir (o, como acaso dirían<br />
Torme o Nebreda, “adjetivar”) entre diversos tipos de liberalismo 7 , pues no todo el campo<br />
liberal es orégano (o, al menos, no todo es el mismo tipo de orégano). La obligación de<br />
cualquiera que utilice el término “liberal” y quiera ser franco es, por consiguiente, la de<br />
aclarar lo más cortésmente que pueda qué es aquello que entiende que esa palabra implica<br />
(¿acaso sólo alude a aspectos económicos?, ¿tal vez va más allá e incorpora valores éticos<br />
también?); y justamente al tratar de explicarnos a nosotros mismos qué es lo que entendemos<br />
por liberalismo es como hemos venido a dar algunos con el epíteto de “<strong>progresista</strong>”, que no es<br />
sino una forma de poner de manifiesto que –como liberal <strong>progresista</strong>– uno percibe que casa<br />
bastante poco en numerosos aspectos con aquellos “conservadores deseosos de pagar menos<br />
impuestos” a que nos hemos referido antes (aunque uno también quiera pagar menos<br />
impuestos siempre que le sea posible, claro).<br />
* * * * *<br />
Ahora bien, lo que llevamos hasta ahora sopesado puede arrojarnos hacia un nuevo<br />
interrogante no baladí: ¿Por qué hay tanta gente que desea (casi a toda costa) llamarse liberal?<br />
Esta pregunta se nos vuelve aún más misteriosa si caemos en la cuenta que el liberalismo es<br />
6 Tales fundamentos teóricos están tratados más explícitamente, si se me excusa la referencia propia, en <strong>Miguel</strong><br />
<strong>Ángel</strong> <strong>Quintana</strong> <strong>Paz</strong>: “Qué es el multiculturalismo (y qué no es)”. Manuales formativos ACTA, n. 51 (2009), 19-<br />
34. Con todo, hablar de estas dificultades que tiene el nacionalismo para acatar el principio liberal de la máxima<br />
libertad del individuo no debería ser hoy en día algo sorprendente, pues fue detectado eficazmente hace ya siglo<br />
y medio por todo un Lord Acton, que arguyó sobre ello en uno de los textos más tempranos de toda la literatura<br />
existente acerca de los movimientos nacionalistas: John E. E. Dalberg-Acton, Lord Acton: “Nationality”. The<br />
Home and Foreign Review, n. 1 (julio 1862), 1-25.<br />
7 Véase Rafael Termes: “Prólogo”, en Caridad Velarde: Hayek. Una teoría de la justicia, la moral y el Derecho.<br />
Madrid: Civitas, 1994.<br />
6
una de las formas de pensamiento político que más denuestos y calumnias ha venido<br />
recibiendo tradicionalmente, y desde parajes ideológicos de lo más alejados entre sí: de<br />
hecho, en España hemos pasado casi sin solución de continuidad de una época (la franquista)<br />
en que a los liberales se nos intentaba vincular tergiversadoramente (por parte del régimen<br />
gobernante) con el “libertinaje” 8 , a otros tiempos (los actuales) en que se nos difama a<br />
menudo (por parte de los medios de comunicación gobernantes) como meros defensores de<br />
“los ricos”. El que tanto una como otra acusación no sean más que simplezas no quita para su<br />
relativo éxito en capas abundantes de la población de nuestro país, por lo que hay que reputar<br />
en verdad como un gigantesco éxito el dato estadístico que uno de nuestros anfitriones,<br />
Bernardo Rabassa, nos ofrecía al principio de este debate: que hasta un 14% de los españoles<br />
se adscriban ideológicamente en nuestros días, a pesar de los pesares, al liberalismo; y que<br />
esta sea la segunda opción preferida, sólo por detrás del socialismo, cuando a nuestros<br />
compatriotas se les pregunta en una encuesta por su orientación política favorita 9 . ¿Qué tiene,<br />
pues, el liberalismo para resultar con todo atractivo para casi uno de cada siete españoles 10 ?<br />
8 No deja de resultar irónico que Sabino Arana, fundador de un movimiento que en apariencia tanto se quiere<br />
diferenciar del franquismo como es el nacionalismo vasco, coincidiera milimétricamente con la mentalidad<br />
franquista en este tipo de acusaciones contra el “malvado” liberalismo, y que incluso las llevara un puntito más<br />
allá en sus connotaciones de moralina pseudorreligiosa: así, Arana llegaría a afirmar que “la peregrina libertad<br />
del liberalismo es la libertad de Satanás” (Sabino Arana: De su alma y de su pluma. Bilbao: Verdes Achirica,<br />
1932). Podrá acusarse a Arana de demasiado contundente, pero no de netamente despistado: volveremos más<br />
adelante sobre esta animadversión mutua que el nacionalismo y el liberalismo no pueden sino profesarse entre sí.<br />
9 Todos estos datos proceden del Estudio 2775, barómetro de octubre de 2008, realizado por el Centro de<br />
Investigaciones Sociológicas, concretamente bajo el epígrafe “Autodefinición de ideología política”. Puede<br />
hallarse un muy perspicaz análisis de esta investigación en la página web de la Unión Liberal Cubana:<br />
http://www.cubaliberal.org/liberalismo/081107-preferenciaspoliticasenespana.htm (7 de noviembre de 2008). De<br />
tal exploración pormenorizada se desprenden, además, algunos datos que vienen muy a cuento de lo que<br />
llevamos dicho hasta aquí: por ejemplo, que el liberalismo supera o prácticamente iguala al socialismo en la<br />
estima de los encuestados con niveles educativos más altos, mientras que el socialismo triunfa clarísimamente<br />
sobre el liberalismo en aquellos individuos sin estudios; todo lo cual redunda en la necesidad de ir limando los<br />
tópicos antiliberales a los que hemos aludido en líneas anteriores, pues aunque puedan parecernos ciertamente<br />
grotescos (al asociar ridículamente a los liberales con el mero libertinaje o con la defensa de los grandes<br />
potentados millonarios), sin embargo no hay que minusvalorar su efectividad, a cuanto se observa, a la hora de<br />
conquistar el imaginario de ciertas capas de la población intelectualmente menos formadas. (Otro dato reseñable,<br />
por cierto, si se me permite un breve excurso pro domo mea, es que la perspectiva liberal congrega de modo<br />
simétrico tanto a votantes que se consideran de “derecha” como que se identifican con la “izquierda”: es decir,<br />
cabe aseverar que el liberalismo se ha convertido en un gran aglutinante transversal de la política española.<br />
Justamente ese carácter transversal en el tradicional eje izquierda-derecha es el que la formación política a la que<br />
pertenezco, Unión Progreso y Democracia, porta como uno de sus blasones fundamentales a la hora de tratar de<br />
representar a un electorado ya exhausto de la arcaica divisoria entre las dos Españas. Véase por cierto, con miras<br />
a profundizar teóricamente en este novedoso concepto político de lo “transversal”, Carlos Martínez Gorriarán:<br />
Movimientos cívicos: De la calle al Parlamento. Madrid: Turpial, 2008, especialmente 210-220; Ignacio Gómez<br />
de Liaño: Recuperar la democracia. Madrid: Siruela, 2008).<br />
10 Acaso no resulte carente de interés el mencionar que, siempre según el “barómetro” citado, en el caso de los<br />
votantes menores de 34 años, esta proporción de liberales se eleva a uno de cada cinco ciudadanos, y es incluso<br />
superior en los menores de 24 años. En ambos segmentos de edad (18-24 años y 25-34 años) el liberalismo es la<br />
visión política más popular, hasta 5 puntos por encima del socialismo, que aquí se ve relegado a un segundo<br />
puesto como adscripción ideológica entre los españoles (aunque luego venza claramente al liberalismo entre los<br />
mayores de 55 años, por ejemplo, donde llega a triplicar su grado de aceptación).<br />
7
Muchos pensadores han tratado a lo largo de todo el siglo XX de dar cuenta de este<br />
enigmático poder de persuasión de las tesis liberales. Aquellos más inclinados a la versión<br />
economicista del liberalismo, dirán (como nos han dicho algunos de nuestros contertulios en<br />
este Ateneo): hemos de convencernos de que el liberalismo es la mejor teoría política y<br />
económica porque es la que, cuando se aplica, más riqueza crea. Otros, sin embargo,<br />
estimamos que el hecho de que el liberalismo cree riqueza es sin duda una bella virtud de lo<br />
liberal; pero que, aun en un mundo imaginario (muy imaginario, bien es cierto) en que el<br />
liberalismo no nos hiciera económicamente más prósperos que otras visiones rivales, aun allí<br />
seguirían contando las nociones liberales con brillantes razones por las cuales merecería la<br />
pena bregar.<br />
¿Dónde reside pues, si no es en la prosperidad material que fomenta, la superioridad del<br />
liberalismo y de su valor máximo, la libertad? Explicar aquí los encantos de este valor que a<br />
Immanuel Kant le suscitaba, como consta en su epitafio, una “admiración y veneración<br />
siempre nueva y creciente” 11 excede con mucho nuestro tiempo y capacidades (al propio Kant<br />
le llevó varios tomos, entre su Fundamentación de la metafísica de las costumbres y su<br />
Crítica de la razón práctica, el dar cuenta precisa de ello). Algo sí que podemos en todo caso,<br />
ya que lo hemos aducido aquí, aprender del gusto kantiano por la libertad: que ese gusto,<br />
cuando es genuino, no puede quedarse en un mero aprecio por la libertad personal de uno<br />
mismo, al modo egoísta; sino que el liberal auténtico ama la libertad de un modo tan ilimitado<br />
que no distingue a priori entre su libertad propia y la libertad de los otros: en eso se diferencia<br />
del noto “banquero anarquista” de Fernando Pessoa 12 , que pensaba irónico que conseguir su<br />
libertad a costa de la de los otros representaba, al menos, la mínima contribución que podía<br />
hacer uno a la suma total común de la libertad humana. Por el contrario, desde el punto de<br />
vista kantiano, cuando uno apuesta en serio por la libertad lo debe hacer así, con un artículo<br />
determinado que la anteceda (“la” libertad), y sin posesivos que la fragmenten (“mi” libertad<br />
frente a “tu” libertad o “nuestra” libertad). No hay que confundir el liberalismo por lo tanto<br />
con el mero egoísmo, como querrían muchos de nuestros enemigos (y como me temo que, ay,<br />
no tienen tampoco demasiado claro alguno de nuestros presuntos amigos liberales 13 ). A los<br />
11 Immanuel Kant: Crítica de la razón práctica, 1788, 5:161.<br />
12 Fernando Pessoa: “O banqueiro anarquista”. Revista Contemporânea, n. 1 (mayo 1922).<br />
13 Me viene a la mente ahora un autor como Max Stirner (al que desgraciadamente una institución que se dice<br />
liberal, como el Instituto Juan de Mariana, ha incluido en sus camisetas propagandísticas) y una obra como<br />
Himno de Ayn Rand (1938); pero seguramente el lector podrá convocar a su recuerdo otros muchos ejemplos en<br />
8
liberales (o, al menos, los liberales <strong>progresista</strong>s) nos complace tanto la libertad que la<br />
queremos para la humanidad entera: pues, como ya dijera Lord Acton, “la libertad es el único<br />
objeto que beneficia a todos por igual, y que no provoca una oposición sincera” 14 . Por ello<br />
estos liberales estamos dispuestos a favorecer sin prejuicios estatalistas o individualistas<br />
cualquier medida (colectiva o individual, estatal o empresarial) que redunde en mayor libertad<br />
para más gente; ni el egoísmo individualista de Thomas Hobbes ni el colectivismo estatalista<br />
de G. W. F. Hegel han de ser para nosotros dogma alguno (entre otros motivos porque, no lo<br />
olvidemos, ni Hobbes ni Hegel fueron nunca genuinos liberales).<br />
Mas ¿desea la gente verdaderamente la libertad? En principio, es imposible negar que los<br />
humanos seguramente buscan con frecuencia un valor como ese; pero también, como nos<br />
recuerdan siempre nuestros rivales antiliberales cuando discutimos con ellos, los individuos a<br />
menudo aprecian otros muchos valores (seguridad, felicidad, respeto para sí mismo o para su<br />
cultura, afectos, creencias religiosas, tradiciones, solidaridad...) que no siempre resultan<br />
compatibles del todo con la libertad. Puestos en la tesitura de tener que elegir entre la libertad<br />
y otro valor (por ejemplo, el respeto a una tradición cultural determinada), ¿qué derechos<br />
tiene la libertad a considerarse superior a ese otro valor alternativo; qué derecho tenemos los<br />
liberales a considerar que es mejor optar por la libertad, aunque ello vaya en detrimento de<br />
tradiciones, afectos, o incluso de la felicidad de las personas? Este es el problema con el que<br />
lidió durante la mayor parte de su vida un autor que, de nuevo, me gustaría enrolar en esta<br />
reflexión sobre el liberalismo <strong>progresista</strong>: estoy pensando en un judío letón que se llamó<br />
Isaiah Berlin. La respuesta de Berlin como filósofo a tales cuitas nunca acabó de ser del todo<br />
concluyente (él pensaba que la pluralidad de valores dignos de ser perseguidos en nuestra vida<br />
era uno de los aspectos más fascinantes de esta); pero, como historiador del pensamiento<br />
político, Berlin apuntó correctamente a dos textos fundamentales que nos permiten a los<br />
liberales entender qué tiene eso de la libertad como para pretender erigirse en un valor<br />
supremo: me refiero a la Carta sobre la tolerancia (1689) de John Locke y al ensayo Sobre la<br />
libertad (1859) de John Stuart Mill. Ambos libros, a pesar de su enorme distancia temporal,<br />
sostienen de modo parejo una tesis que podríamos etiquetar bajo el título de “la libertad como<br />
metavalor”; tesis que nos ayuda a entender por qué la libertad puede legítimamente aspirar a<br />
distinguirse por encima de otros muchos valores éticos no menos atractivos prima facie.<br />
que el liberalismo se ha acabado confundiendo con el mero egoísmo, y la defensa de la libertad con la mera<br />
apuesta a favor del yo de uno frente a “los demás”, presuntamente “enemigos” de esa nuestra individualidad (y<br />
libertad).<br />
14 John E. E. Dalberg-Acton, Lord Acton: op. cit.<br />
9
A pesar de lo enrevesado de la palabreja (ya les advertí al principio de que tiendo al uso de un<br />
excesivo instrumental filosófico), esto del “metavalor” de la libertad no reposa sino en una<br />
constatación muy sencilla, a saber: la constatación de que para los seres humanos el hecho de<br />
comportarse libremente dota a cualquier elección que hagamos (sea cual sea el valor concreto<br />
que hayamos elegido en cada caso) de una especie de valía adicional, de la que carecería si la<br />
elección no se hubiera hecho de manera autónoma. Resulta así que, por encima de la<br />
corrección o incorrección de los valores (políticos, éticos, religiosos, culturales) concretos que<br />
cada uno elijamos en cada caso, existe pues una suerte de valor adicional o “metavalor” (la<br />
libertad con que se hayan elegido) sin el cual incluso los valores más elogiables pierden la<br />
mayor parte de su mérito. Si mi amigo me ayuda en circunstancias difíciles es este un gran<br />
acierto por su parte que fortalecerá nuestra amistad; pero si me entero posteriormente que su<br />
ayuda fue obligada por las circunstancias o por alguna amenaza que se le hizo, y que él<br />
realmente no quería prestármela, tal servicio perderá a ojos vistas gran parte de su encanto. Si<br />
alguien me vota, me sentiré tal vez halagado o animado por su decisión; si sé luego que su<br />
voto fue comprado, mi evaluación de ese mismo hecho ya no será la misma. Si alguien lee los<br />
libros de la literatura nacional que más me agrada, ello creará cierta afinidad entre nosotros<br />
que con toda probabilidad se romperá si averiguo que los leía forzado porque carecía de otros<br />
ejemplares en su biblioteca. No sentiré tampoco la misma familiaridad ante quien comparte<br />
mi fe religiosa libremente y ante quien lo hace porque no le cupo más remedio que actuar así<br />
para poder sobrevivir.<br />
A partir de esta constatación los liberales, con Locke y Mill como precursores, hemos caído<br />
en la cuenta de que sin libertad cualquier otro valor (creencias religiosas, tradiciones, afectos,<br />
amistades, respeto...) sufre un fuerte menoscabo; la libertad tal vez no sea, entonces, un valor<br />
supremo en el sentido de que se pueda demostrar a todo el mundo que debe preferirlo siempre<br />
por encima de todos los demás: pero sí es un valor que va en cierto sentido más allá de<br />
cualquier otro (a eso es a lo que alude la palabra meta-valor), pues cualquier otro valor<br />
necesita de él para acabar de tener todo su esplendor. Ahí se funda argumentativamente la<br />
primacía de la libertad que los liberales defendemos: y que, si ustedes se fijan, incluso<br />
nuestros enemigos contemporáneos no pueden sino acabar por reconocernos.<br />
Pocos son, en efecto, los que hoy en día combaten en Occidente directamente en contra de la<br />
libertad: la mayor parte de nuestras amenazas como liberales (o, al menos, nuestras amenazas<br />
10
más temibles) no proceden de autodeclarados enemigos de la libertad, sino de personas que<br />
disimulan su odio contra la libertad tout court precisamente bajo una máscara de cariño hacia<br />
cierta libertad... “entendida de otra manera”. Los nuevos enemigos de la libertad, como ya<br />
detectara paradigmáticamente George Orwell 15 hace seis décadas, son lo suficientemente<br />
cobardes como para no declararse explícitamente hostiles a la misma 16 ; pero también son lo<br />
suficientemente manipuladores como para intentar modificar el sentido de lo que todos<br />
entendemos con el vocablo “libertad”, y ello con el fin de vendernos como favorable a la<br />
misma cosas que bien poco tienen que ver con ella a la postre. Este aspecto es tan importante<br />
en las contemporáneas contiendas que libramos los liberales, que si me lo permiten dedicaré<br />
al mismo mis siguientes reflexiones de modo algo más detallado.<br />
* * * * *<br />
Los ejemplos de mistificaciones del concepto de “libertad” como las que temía Orwell han<br />
sido de un número avasallante durante toda la pasada centuria, pero parece que el siglo XXI<br />
no quiere andarle a la zaga. Durante decenios, los marxistas nos hablaron de (y en muchos<br />
lugares del mundo impusieron) lo que ellos conocían como libertad real o, en palabras de<br />
Antonio Gramsci o Paul Anderson, libertad proletaria: meras añagazas que, bajo la capa<br />
acicalada del término “libertad”, escondía toda la putrefacción de un totalitarismo<br />
empobrecedor y, ese sí, mucho más verídico que aquella presunta “libertad real” que decía<br />
querer promocionar. También se nos ha venido hablando de la consueta libertad de los<br />
pueblos, al menos desde que Johann Gottlieb Fichte transformara a principios del siglo XIX, y<br />
en un sentido nacionalista que no tenían originariamente en absoluto, las tesis éticas kantianas<br />
favorables a la autodeterminación: donde Kant decía libertad y autonomía del individuo,<br />
Fichte empezó a decir libertad y autodeterminación de los pueblos, dando con ello inicio al<br />
nacionalismo como teoría filosófica adulta 17 . Hoy esa obsesión por la “libertad de los<br />
pueblos” ya no es sólo patrimonio de los nacionalismos, que tanto han sabido abusar de la<br />
15 George Orwell: “Politics and the English Language”. Horizon, n. 76 (abril 1946).<br />
16 En este sentido, hay que reconocer por ejemplo al ya citado Sabino Arana, en sus declaraciones recogidas en la<br />
nota 8, una notable sinceridad y carencia de la citada “cobardía”, especialmente si se lo compara con sus<br />
descendientes peneuvistas o batasunos actuales: quienes por supuesto nunca denostarán la libertad tan<br />
explícitamente como hiciera su fundador aunque, como veremos a continuación, sí que pretenderán manipular su<br />
sentido cuando dicen defenderla, y ello con el fin de atropellar la libertad correctamente entendida.<br />
17 Al menos, esta es la tesis de Elie Kedourie: Nationalism, Londres: Hutchinson, 1960, que sin embargo ha sido<br />
fuertemente combatida por otro gran estudioso del nacionalismo como fue Ernest Gellner (véase en este sentido<br />
su Nations and nationalism. Ithaca: Cornell University Press, 1983).<br />
11
libertad de los individuos por mor de esa presunta libertad del grupo nacional 18 (de la misma<br />
forma que los marxistas bien supieron pisotear la libertad individual por mor de una sedicente<br />
“libertad proletaria”): hoy diversos multiculturalismos de toda laya abogan asimismo por una<br />
supuesta libertad de las culturas, según la cual habría que respetar cualquier costumbre o<br />
valor de cualquier cultura (aunque estas resulten opresivas para sus miembros) con tal de<br />
evitar comportarnos ante tales culturas foráneas de manera dominadora o etnocéntrica 19 .<br />
Si se fijan ustedes ahora, lo cierto es que estas engañifas de la “libertad real” o “proletaria”, la<br />
“libertad de los pueblos” o la “libertad de las culturas” (todas ellas libertades bien poco<br />
liberales y siempre despreciadoras del individuo en nombre del grupo-clase-nación-cultura-<br />
etcétera) no nos resultan a nosotros en absoluto lejanas desde el contexto de la España actual<br />
y de la que se encamina a la próxima década (por parafrasear el título de este debate que nos<br />
congrega a todos hoy aquí). Así, todavía ocupan un espacio público relevante en nuestro país<br />
los restos de todo un partido marxista ortodoxo como es el PCE, que jamás se ha desligado de<br />
toda la retórica marxista de la “libertad real proletaria” y de toda la devastación que ha<br />
causado sobre la faz de la Tierra. También estamos todos acostumbrados a la presencia de<br />
partidos nacionalistas (en especial en su versión centrífuga –como en el caso de la ya citada<br />
CiU, así como PNV, ERC, EA, Aralar, Batasuna, NB, BNG, CC...–; si bien ya hay atisbos<br />
consistentes de un nacionalismo centrípeto español no menos deplorable, como el Democracia<br />
Nacional); partidos nacionalistas todos ellos que hacen un uso inmoderado de la noción<br />
fichteana de la “libertad de los pueblos” o “de las naciones”, responsable también de<br />
innumerables quebrantos a lo largo de todo el siglo XX. Incluso contamos aún por desgracia<br />
con una organización terrorista, tal que ETA, que bebe de esta misma agua de la sedicente<br />
“libertad de los pueblos”, y extrae de ella toda la barbarie asesina que la caracteriza. Por<br />
último, las tesis multiculturalistas de la “libertad de las culturas” tampoco son extrañas en los<br />
discursos ni de Izquierda Unida (que, a través de su representante en el Senado, puso hace<br />
unos años 20 como ejemplo el Al Ándalus medieval a la hora de proponer un modelo de<br />
convivencia cultural –ignoramos si con dhimmitud incluida–), ni del PSOE (que en aquellos<br />
mismos tiempos también se escandalizó estrepitosamente cuando el presidente del Foro para<br />
18 Como, de nuevo, constató de forma pionera y casi visionaria Lord Acton en su temprano estudio de 1862 (op.<br />
cit.), el nacionalismo “no busca ni la libertad ni la prosperidad, pues sacrifica ambos ante la necesidad imperativa<br />
de hacer de la nación el molde y medida del Estado. Su curso por consiguiente estará marcado tanto por estragos<br />
materiales como morales, con tal de que esta invención novedosa pueda prevalecer sobre la creación divina y los<br />
intereses de humanidad”.<br />
19 He ampliado la explicación del modo en que el multiculturalismo traiciona los principios liberales en mi “Qué<br />
es el multiculturalismo (y qué no es)”, op. cit., si se me excusa de nuevo la autocita.<br />
20 Véase Mikel Azurmendi: “Democracia y cultura”. El País, 23 de febrero de 2002.<br />
12
la Integración Social de los Inmigrantes, Mikel Azurmendi, argumentó en contra de la<br />
tramposa idea multiculturalista de libertad 21 ). En suma, prácticamente todo el arco<br />
parlamentario español (PSOE, IU, CiU, PNV, ERC, EA, Aralar, NB, BNG, CC...) comulga<br />
con una u otra de esas tretas que persiguen despacharnos como “libertad” lo que los liberales<br />
en realidad hemos de tener muy claro que son otras cosas. Y si a ello le añadimos la más que<br />
probable connivencia del único partido importante que falta por citar, el PP, con un<br />
liberalismo conservador que tiene más de este último adjetivo (esto es, de conservadurismo,<br />
movimiento que ya hemos visto que no es precisamente un gran fan de la libertad de<br />
costumbres) que de su sustantivo (liberalismo), uno entenderá perfectamente que a muchos<br />
liberales (<strong>progresista</strong>s) nos haga falta un partido nuevo que se aventure sin ambages por la<br />
senda de una libertad sin ninguna niebla distorsionante, sea esta la niebla marxista,<br />
nacionalista, multiculturalista o conservadora. Uno entenderá perfectamente que a muchos<br />
liberales nos haga falta un partido como Unión Progreso y Democracia, la única formación<br />
política que hoy en España rechaza con llaneza tanto los desvaríos marxistas o nacionalistas,<br />
como las tesis multiculturalistas o las añoranzas clericales y conservadoras tan veneradas por<br />
otros pagos.<br />
* * * * *<br />
Voy a ir concluyendo y, de alguna manera, recapitulando lo dicho. Unión Progreso y<br />
Democracia representa un liberalismo <strong>progresista</strong> porque no pertenece a la legión de “quienes<br />
son únicamente partidarios del libre mercado, tomando irresponsablemente la parte [la<br />
libertad económica] por el todo [la libertad en general]”, y que por ello deberían llamarse más<br />
bien “libre-mercadistas” en lugar de “liberales” 22 . Las libertades que a nosotros nos interesan<br />
no son sólo la de libre empresa o la de comercio; no es tan sólo la libertad que nos otorga el<br />
21 Guillermo Sánchez-Herrero: “Azurmendi desata la polémica al rechazar el multiculturalismo”. El Mundo, 20<br />
de febrero de 2002. Me he ocupado asimismo de este avatar en <strong>Miguel</strong> <strong>Ángel</strong> <strong>Quintana</strong> <strong>Paz</strong>: “Del<br />
multiculturalismo como ‘gangrena’ de la sociedad democrática”. Isegoría, n. 29 (diciembre 2003), págs. 270-<br />
277.<br />
22 Tomo los entrecomillados de un sugestivo artículo de Francisco J. Laporta (“Ser liberal”. El País, 18 de marzo<br />
de 2006), que viene a subrayar igualmente la noción de que no a cualquier cosa le podemos llamar liberal, so<br />
pena de adulterar flagrantemente este calificativo. En esta misma idea de la diferencia entre los liberales<br />
auténticos y los meros “libre-mercadistas” incidieron muchos de los autores que, en los primeros años de nuestra<br />
democracia, abogaron por un liberalismo <strong>progresista</strong> (encarnado principalmente en el Partido Demócrata Liberal<br />
de Antonio Garrigues Walker), lejano de ese liberalismo conservador (cuando no conservadurismo a secas) que<br />
el antiguo ministro de la dictadura franquista, Manuel Fraga, pretendió capitalizar con el invento de un partido al<br />
que denominó “Unión Liberal”, y que insertó desde el principio en su Coalición Popular: véase, en este sentido y<br />
a modo de ejemplo, Joaquín María Abad Buil: El liberalismo: desde dónde y hacia dónde. Madrid: Federación<br />
de Clubs Liberales, 1984; Eduardo Merigó: El liberalismo: ¿conservador o <strong>progresista</strong>? Madrid: Federación de<br />
Clubs Liberales, 1982.<br />
13
que el Estado intervenga menos en nuestra cartera o la que nos concede nuestro legítimo<br />
derecho de propiedad; no es tampoco únicamente esa libertad de elección que tiene uno como<br />
consumidor pero que depende, en su cuantía, de cuán rico o pobre uno sea.<br />
A nosotros, como liberales <strong>progresista</strong>s, nos interesa tanto o más la libertad del que no tiene<br />
que someterse a ninguna autoridad, tradición o imposición arbitrarias, sino sólo a las normas<br />
racionales que hemos acordado entre los humanos (y que son normas que acatamos porque<br />
hemos venido a aprender que, a la postre, favorecen nuestra misma libertad).<br />
Los liberales <strong>progresista</strong>s ansiamos liberar a la especie humana de cualquier dogmatismo, sea<br />
este religioso, ideológico o cultural; de cualquier tiranía, sea esta la de un solo individuo o esa<br />
otra –a la que tan propensas son las democracias, como bien detectaron Alexis de<br />
Tocqueville 23 y el ya mentado John Stuart Mill– de “la mayoría”.<br />
Los liberales <strong>progresista</strong>s hemos aprendido de Thomas Jefferson que las iglesias, los<br />
gobiernos y las fortunas económicas pueden ser cosas muy buenas cuando no entorpecen la<br />
libertad humana: pero también hemos aprendido que esas tres instancias tienen una tendencia<br />
inquebrantable a mancillar tal libertad, por lo que deben ser sometidas a un cuidadoso<br />
escrutinio siempre que sus afanes vayan más allá de los límites apropiados.<br />
No queremos los liberales <strong>progresista</strong>s un gobierno que nos imponga una religión (y en esa<br />
reclamación nuestra, por fortuna, ya han consentido la mayor parte de las iglesias religiosas),<br />
ni tampoco un gobierno que nos fuerce a sentir una determinada “pertenencia nacional” (algo<br />
que, sin embargo, aún se resisten vehementemente a suscribir las “iglesias” nacionalistas):<br />
queremos ser libres para decidir la identidad (religiosa o nacional) que queremos tener, y a<br />
eso lo denominamos “laicismo identitario”, en la línea de autores como Jürgen Habermas,<br />
Hans Kohn o John Keane 24 .<br />
23 Alexis de Tocqueville: De la démocratie en Amérique. París: Pagnerre, 1848.<br />
24 Véase Jürgen Habermas: Die postnationale Konstellation. Politische Essays. Fráncfort del Meno: Suhrkamp,<br />
1998; Hans Kohn: The Idea of Nationalism. A Study in its Origins and Background. Nueva York: Macmillan,<br />
1944; John Keane: “Nations, Nationalism and Citizens in Europe”. International Social Science Journal, vol. 46,<br />
n. 2 (1994), 169-184. En España, contamos de reciente con un exhaustivo y magnífico análisis sociológico y<br />
conceptual de esta tendencia laicista en lo nacional (que batalla contra la imposición de identidades propia de los<br />
nacionalismos) en Helena Béjar: La dejación de España. Madrid: Katz, 2008, 27-82.<br />
14
A los liberales <strong>progresista</strong>s no nos importa experimentar nuevas posibilidades que acaso<br />
puedan hacer más feliz a la especie humana; pues somos conscientes de que las cosas, tal y<br />
como están hoy en día en el mundo, aún deben modificarse mucho (y muy imaginativamente)<br />
si queremos evitar las humillaciones, agresiones, dominaciones y discriminaciones que aún<br />
pululan injustificadamente por ahí. Por este motivo, verbigracia, cuando los conservadores<br />
chillan que aman a la familia y prohíben vehementes cualquier otro modelo familiar que no<br />
sea el tradicional (como si este reuniera en sí la suma perfección y dejara ya satisfechos a<br />
todos los seres humanos), los <strong>progresista</strong>s no tenemos miedo de dejar que algunas personas<br />
prueben otras formas de vida en familia, tal que el matrimonio homosexual, si con ello<br />
avanzamos hacia un futuro algo más feliz porque en él se humille menos a las personas por<br />
motivo de su orientación sexual. Como buenos liberales, no queremos imponer a los demás<br />
una forma de vida concreta como la mejor posible, pues sabemos que las cosas que hacen<br />
dichoso al ser humano son tan diversas como lo es él: y si algunos individuos se sienten más<br />
realizados casándose (aunque pertenezcan ambos al mismo sexo), y con ello no dañan a nadie<br />
(excepto al que desea escandalizarse), los liberales <strong>progresista</strong>s desde luego no seremos<br />
quienes se lo prohibamos, aunque bien sabemos que muchos de los sedicentes “liberales<br />
conservadores” no dudarían curiosamente en quitarles a los demás esa libertad.<br />
Frente a los comunistas y demás extremistas de ultraizquierda que, cegados por la pasión con<br />
que persiguen sus rocambolescas utopías, sueñan con acallar a todos los que con ellos<br />
discrepen (“delito de propaganda enemiga”, llaman en Cuba a tales discrepancias); frente a<br />
quienes buscan imponer su Verdad única sobre los seres humanos (no olvidemos que la<br />
publicación oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética se denominaba precisamente<br />
así, “La Verdad”, esto es, Pravda en ruso), los liberales <strong>progresista</strong>s pensamos que la libertad<br />
de expresión es la más delicada pero acaso también la predilecta entre todas las libertades<br />
ciudadanas, pues sólo gracias a ella podremos denunciar (y, eventualmente, poner coto a) las<br />
transgresiones que se hagan sobre el resto de derechos humanos. No en vano, tal vez fue por<br />
este motivo por el que uno de nuestros antecesores ya varias veces citado, John Stuart Mill,<br />
cuando decidió escribir un libro dedicado a la libertad (On Liberty, de 1959), otorgó a la<br />
libertad de expresión sola más de un tercio del total de ese volumen: la libertad de expresión<br />
se diría en principio que es una cosa aparentemente pequeña (todos sabemos, al fin y al cabo,<br />
que a veces hay que callar ciertas opiniones por cortesía o conveniencia... ¿por qué, entonces,<br />
no dar un “pequeño” paso más, y acabar callando siempre que lo ordena el déspota, con lo<br />
cómodo que ello resultaría...?); pero la libertad de expresión, en realidad, representa la vara de<br />
15
medir más fiable a la hora de detectar si alguien se comporta como genuino amante de la<br />
libertad.<br />
De hecho, los nacionalistas poseen el hábito de restringir la libertad de expresión, entre otras,<br />
de una forma muy característica: limitándonos a los demás la lengua en que podemos<br />
expresarnos, o en que podemos educar a nuestros hijos; por ello los liberales <strong>progresista</strong>s<br />
estamos en contra del nacionalismo.<br />
Los multiculturalistas acostumbran a decirnos que no tenemos libertad para criticar a otras<br />
culturas o religiones (como se vio paradigmáticamente hace ahora tres años, durante el<br />
famoso afer de las caricaturas de Mahoma que publicó el diario danés Jyllands Posten); por<br />
ello los liberales <strong>progresista</strong>s estamos en contra del multiculturalismo –aunque, tal vez sobra<br />
decirlo, nos encanta la multiculturalidad, como expresión libre de la naturaleza humana en<br />
multitud de culturas y formas de vida diversas–.<br />
Los conservadores suelen tratar de imponernos a los demás un respeto sagrado por ciertos<br />
valores que ellos reputan imprescindibles (los conservadores españoles, por ejemplo,<br />
normalmente sienten una especial predilección por los valores del catolicismo romano, y no<br />
dudan en censurar cualquier cosa que ellos estimen como ofensiva contra los mismos –aunque<br />
sea algo tan inocente como un autobús con el rótulo “Probablemente Dios no existe” 25 –); por<br />
ello los liberales <strong>progresista</strong>s no somos conservadores –aunque, por supuesto, podemos ser<br />
25 Es importante recalcar que esta avidez por censurar expresiones contrarias a las propias creencias religiosas<br />
pertenece muy característicamente a los católicos conservadores españoles, pero no necesariamente a los<br />
católicos de otras naciones, como se vio claramente en la anécdota de los “autobuses ateos” de principios de este<br />
año 2009. Pues mientras que en países más habituados a la libertad de expresión que el nuestro, como el Reino<br />
Unido (patria a la par de Locke y Mill), incluso los obispos católicos saludaron como benéfico el hecho de que<br />
alguien expresara su posición religiosa (aunque esta fuera atea), ya que ello redundaría según los prelados<br />
británicos en una mayor presencia de la temática religiosa en el discurso público (véase Martin Revis: “Churches<br />
say ‘atheist buses’ promote discussion about God”. Journey on Line,<br />
http://www.journeyonline.com.au/showArticle.php?articleId=1882), sin embargo en España los también obispos<br />
de la Iglesia católica condenaron como “blasfemo” el mero hecho de que existiera esa publicidad (véase Oficina<br />
de Información de la Conferencia Episcopal Española: “Una publicidad lesiva de la libertad religiosa en los<br />
autobuses públicos”, nota de prensa de 23 de enero de 2009,<br />
http://www.revistaecclesia.com/index.php?option=com_content&task=view&id=8101); y ello aunque esa misma<br />
Conferencia Episcopal Española no haya tenido nunca problema en usar la publicidad para defender sus propias<br />
creencias en otros asuntos controvertidos (como el aborto, la eutanasia, la casilla del impuesto sobre la renta que<br />
permite que una parte de nuestro pago sirva para la financiación de la Iglesia, etcétera). Sería interesante, por lo<br />
demás, que un papa tan comprometido en la batalla contra el relativismo como el actual Benedicto XVI (que ha<br />
llegado a considerar esta teoría filosófica como “el mayor problema de nuestra época”; véase Joseph Ratzinger:<br />
Fede, verità, tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo. Siena: Cantagalli, 2003) tratara de conciliar las<br />
posturas contrapuestas del episcopado español y el británico; pues es patente que los autobuses que en Gran<br />
Bretaña resultan elogiables para la jerarquía católica no pueden convertirse relativistamente en nada menos que<br />
blasfemos cuando pasan de aquellas islas a nuestra atribulada península.<br />
16
católicos, protestantes, budistas, ateos o agnósticos: mas, seamos lo que seamos, nunca<br />
mandaremos callar a los demás cuando expresen sus opiniones divergentes de las nuestras en<br />
materia de religión– 26 .<br />
* * * * *<br />
Los liberales <strong>progresista</strong>s no somos pues ni utópicos totalitarios, ni nacionalistas, ni<br />
multiculturalistas, ni conservadores. Pero alguien podría aún interpelarme: ¿qué somos los<br />
liberales <strong>progresista</strong>s entonces?<br />
Hay una respuesta rápida a esta pregunta: somos ciudadanos españoles que no tenemos<br />
ningún problema en pertenecer o en apoyar con nuestro voto a UPyD, el único partido de<br />
nuestro panorama político hodierno que no siente ni el menor impulso de andar coqueteando<br />
con totalitarismos, nacionalismos, multiculturalismos o conservadurismos, los cuales sin<br />
embargo tan a menudo seducen, como hemos visto, a una u otra de las demás formaciones<br />
políticas hispanas.<br />
Hay también una respuesta larga a esa misma pregunta (que no podremos aquí más que<br />
esbozar): una respuesta que trazaría toda una genealogía del pensamiento político liberal-<br />
<strong>progresista</strong>, remontándose (aparte de a los autores que ya hemos venido aquí citando como<br />
asignables a esta corriente) a figuras como los alemanes Hannah Arendt y Ralf Dahrendorf,<br />
los norteamericanos John Dewey, Richard Rorty, John Rawls o Martha Nussbaum (con todas<br />
las sustantivas diferencias que existen entre ellos), el italiano Carlo Roselli o, ya en nuestros<br />
lares hispánicos, Salvador de Madariaga o Fernando Savater; sin olvidarnos, por supuesto, del<br />
austríaco Karl Popper, convencido de que sólo la libertad de lo que él denominaba “sociedad<br />
abierta” 27 (que no era sólo ni principalmente una libertad económica, sino sobre todo una<br />
26 Por cierto, no resulta arduo apreciar una patente “rivalidad mimética” entre los multiculturalistas y los<br />
conservadores acerca de este asunto de la libertad de expresión: todo lo que los multiculturalistas quieren<br />
restringir nuestra capacidad de crítica hacia los valores de culturas ajenas, anhelan asimismo los conservadores<br />
reducir nuestra libertad de reproche hacia elementos de nuestra propia cultura judeocristiana u occidental. El<br />
conservadurismo, pues, se presenta como una suerte de “multiculturalismo doméstico”, y por ello nos puede<br />
atraer tan poco a los liberales <strong>progresista</strong>s como el multiculturalismo a secas. Ha sido perspicuo al detectar esta<br />
semejanza entre los multiculturalistas y los conservadores (grupo al que él, por cierto, se adscribe) el británico<br />
Roger Scruton: “Religion and Enlightenment”, en A Political Philosophy. Londres: Continuum, 2006, 118-145;<br />
véase también Patrick West: The Poverty of Multiculturalism. Londres: Civitas, Institute for the Study of Civil<br />
Society, 2005.<br />
27 Karl Popper: The Open Society and Its Enemies. Londres: Routledge, 1945.<br />
17
libertad en el contraste de ideas) podría favorecer el florecimiento de la razón y, con ella, el<br />
progreso humano 28 .<br />
Hay, en fin, una posible respuesta de tamaño mediano a esa pregunta sobre lo que es el<br />
liberalismo <strong>progresista</strong>: se trata de la respuesta que aquí he venido tratando en compañía de<br />
ustedes de pergeñar; una respuesta que, para que no pase de su tamaño mediano a un tamaño a<br />
todas luces excesivo, me apresuraré a finalizar ahora mismo, no sin antes agradecerles a todos<br />
ustedes, por haberme escuchado, su (en este caso no de tamaño mediano, sino más bien<br />
enorme) amabilidad. 29<br />
28 No deja de resultar paradójico que hoy muchos de los que se sienten reacios ante el término “<strong>progresista</strong>”<br />
(achacándole no sé qué indefinición, o no sé qué creencia en un curso unívoco de la Historia humana), crean<br />
poder apoyarse para ello en Karl Popper y su denuncia del “historicismo” (The Poverty of Historicism. Londres:<br />
Routledge, 1957); Karl Popper, que si de algo estaba seguro era de que las dos cosas que más veneró en su vida,<br />
la actividad científica y la política liberal, se diferenciaban de sus opuestos (la pseudociencia o el totalitarismo)<br />
por la peculiaridad de que ambas tienen de ser capaces de refutar sus propios errores y, por lo tanto, de<br />
progresar. Véase un magnífico artículo sobre la noción popperiana (tanto científica como histórica) de progreso<br />
en Omar Moad: “Implications of Historical Progress”. Global Virtue Ethics Review, vol. 5, n. 9 (abril 2004),<br />
http://www.spaef.com/file.php?id=618.<br />
29 He de reconocer su imprescindible y amigable ayuda tanto para mi intervención en el debate liberal que tuvo<br />
lugar en el Ateneo de Madrid el 20 de enero de 2009, como para la redacción de este texto, a tres compañeros<br />
que saben llevar a su máxima altura la primera acepción de la palabra “liberal” según el ya citado (en la nota 4<br />
de este escrito) diccionario de la RAE: liberal como persona “generosa y que obra con liberalidad”. Esos tres<br />
compañeros son Félix Ortiz, Jorge Hernández García y Gonzalo Fernández de Córdoba. A ellos, por cierto, está<br />
dedicado este escrito, con afecto. También he de agradecer a Bernardo Rabassa todo el empuje organizativo con<br />
que logró poner en pie el debate aludido, y el empuje editorial con que ahora ha logrado sacar a la luz estas<br />
intervenciones de los ponentes a los que nos tuvo la amabilidad de invitar. Por último, no puedo dejar de<br />
mencionar de forma elogiosa al Ateneo de Madrid, con José Luis Abellán y Javier García Núñez (presidente y<br />
vicepresidente, respectivamente, de tal institución), por haber ejercido de magníficos anfitriones de nuestro<br />
invernal debate; y a Unión Editorial por ofrecerse a ser ahora anfitriona de este nuestro estival libro.<br />
18