Liberalismo progresista - Miguel Ángel Quintana Paz
Liberalismo progresista
(o por qué no es del todo aconsejable apellidar “liberal” a cualquiera
que ansíe titularse como tal)
Miguel Ángel Quintana Paz
Profesor de la Universidad Europea Miguel de Cervantes
Miembro del Consejo Político de Unión Progreso y Democracia
Posiblemente pronto se den cuenta ustedes por sí mismos de ello, pero en todo caso voy a
comenzar por confesárselo: me dedico profesionalmente a la Filosofía. Quiero decir que tengo
la suerte de que me paguen por tratar, al menos supuestamente, de enseñar a algunos jóvenes
a pensar más nítida, más rigurosa y, tal vez también, más imaginativamente. A cuanto parece,
no me las arreglo del todo mal con ello: alguno sospecharía que eso es lo que quiere atestiguar
un pliego que tengo por algún lugar guardado y que, expedido nada menos que por el Rey de
España, afirma que soy doctor en tales materias. Sin embargo, cualquier oficio tiene su gaje; y
así, mi problema con la Filosofía reside en el hecho de que no puedo evitar pensar que
resulten bien útiles para cualquier avatar de nuestras vidas los consejos que ella nos hace
como disciplina –consejos como el de aprender a distinguir entre cosas a primera vista
parecidas, pero que luego no lo son tanto; o como el de explicar el sentido preciso en que
empleamos un término, si es que no queremos vernos abocados pronto a malentendidos
irremontables 1 –.
1 En el hecho de que sean precisamente estos dos los consejos concretos que espigo de entre los numerosos
aportes que ha hecho la labor filosófica en sus veintiséis siglos de existencia en Occidente, alguno detectará un
insobornable sabor wittgensteiniano. Y, en efecto, es Ludwig Wittgenstein el filósofo del cual, de modo
mayoritariamente callado (aunque sí explícito en esta nota a pie de página), me gustaría aprovechar en este
escrito cierta atmósfera filosófica con la que resolver la cuestión planteada por los organizadores de este debate
sobre el presente y futuro del liberalismo en España. Por lo demás, acaso sirva todo ello, aunque sea de modo
colateral, para contribuir a deshacer el prejuicio que liga a este filósofo austriaco con nociones meramente
conservadoras –vinculación en la que resultó paradigmático J. C. Nyíri: “Wittgenstein’s Later Work in Relation
to Conservatism”, en Brian McGuinness (ed.): Wittgenstein and His Times. Oxford: Basil Blackwell, 1982, 44-
68–; especies tradicionalistas –J. C. Nyíri: “Wittgenstein’s New Traditionalism”. Acta Filosofica Fennica, vol.
1
Es por lo tanto a buen seguro una secuela de esta mi querencia por lo filosófico la que me
inclina a recelar de todas aquellas personas que se empeñan en que no nos andemos con
distinciones en cuestiones donde uno sospecharía que las mismas son bien necesarias. Y sin
duda una de esas cuestiones resulta ser la que aquí nos convoca: la de qué es eso de ser
liberal. En efecto, muchos son los que porfían (como han porfiado y porfiarán también
algunos de los contertulios con los que comparto mesa en este Ateneo de Madrid, y con los
que compartiré libro cuando nuestras intervenciones se vean publicadas) en preconizar la idea
de que, en tratando del liberalismo, lo mejor será adoptar una postura lo más laxa posible por
cuanto concierna a la definición del mismo; lo mejor será no resultar demasiado rigurosos a la
hora de dar unas pautas con que distinguir lo genuinamente liberal de lo sólo llamado así por
causas espurias. Y si acaso alguien osare querer diferenciar entre unos liberalismos y otros
(por ejemplo, entre liberales progresistas y liberales conservadores, nada menos), muchos
serán asimismo los que denigrarán tal afán mediante el expediente de acusar, a los que traten
de propiciarlo, de cosas como “querer expedir carnés de liberalismo” o resultar “excluyentes”
(por usar las mismas expresiones que hoy han empleado aquí contertulios tan ilustres como
Joaquín María Nebreda o Ana Torme), cuando (según ellos) lo mejor sería aceptar en la gran
familia liberal a cuantos de este modo ansíen etiquetarse a sí mismos, sin distingos ni
calificativos que pudieren ayudar a los demás a formarse una idea algo más precisa de lo que
acaso se cele bajo el común deseo de llamarse “liberal”.
No deja de resultar llamativo que, normalmente, las personas que así rehúyen toda clase de
dilucidación entre unos liberalismos y otros suelan ser personas cuyas opiniones (más allá de
su deseo de llamarse “liberales”) coinciden bastante fielmente con las ideas que se suelen
denominar “de derechas” o “conservadoras”. También eso hemos podido comprobarlo hoy
fehacientemente aquí 2 . Uno, la verdad, ya está acostumbrado a que las personas que sostienen
este tipo de ideologías en España acostumbren a querer agazaparse bajo otros rótulos (como
“centrista” o “reformista”... o “liberal”), todo ello por mor de no querer ser tildados con
28, n. 1-3 (1976), 503-512–, e incluso elementos totalitarios –Harry Redner: Malign Masters: Gentile,
Heidegger, Lukács, Wittgenstein. Londres: Macmillan, 1997– o marxistas –Susan M. Easton: Humanist Marxism
and Wittgensteinian Social Philosophy. Manchester: Manchester University Press, 1983; Ferruccio Rossi-Landi:
“Il linguaggio come lavoro e come mercato”, en Il linguaggio come lavoro e come mercato. Milán: Bompiani,
1973, 61-104–, pero casi nunca liberales –resulta elogiable en este sentido Vicente Sanfélix: “¿Fue Wittgenstein
un liberal?”. Teorema, vol. 27, n. 2 (2008), 27-45–.
2 Ana Torme es diputada del conservador Partido Popular; Joaquín María Nebreda, aunque no afiliado, ha
reproducido fielmente el programa de ese partido en su intervención, si exceptuamos alguna que otra
extravagancia republicanizante.
2
palabras que ellos juzgan (y hay que reconocerles ahí una parte de razón) que aún acarrean
por estos parajes ibéricos un excesivo tinte peyorativo, tal que “conservador” o “derechoso”.
En principio, parecería que nada habría que objetar a los complejos de quien, por no querer
ser llamado “conservador”, prefiere buscar cobijo bajo el paraguas de lo liberal; parece que
nada habría que objetar a esta gestión personal de los propios traumas... si no fuese por dos
inconvenientes de este proceder que, con su permiso, pasaré sumariamente a relatar.
El primer inconveniente de que muchos conservadores, o mucha gente de derechas, prefiera
ocultarnos a los demás la que sería su descripción ideológica mas precisa (esto es, la de
“conservadores” o gente de “derechas”), para hacerse pasar más bien por “liberales” en un
sentido laxo, muy laxo, de la palabra, es que esas personas han por fuerza de restringir luego
el significado de “liberal” al único sentido que les puede resultar plenamente tolerable desde
su mentalidad conservadora: que no es, naturalmente, el sentido en que se dice que uno es
liberal en sus costumbres, o en su forma de pensar, o en su tolerancia hacia el cambio o hacia
otros modos de vida diferentes al propio. Si ser conservador significa algo, como mínimo
significará apostar por la preservación de “lo familiar” frente a lo “desconocido” y de lo
“cercano” frente a lo “distante” (como reza la famosa fórmula que Michael Oakeshott 3 logró
popularizar hace décadas entre su círculo de colegas conservadores); y ello ciertamente casa
bastante mal con lo que se entiende como liberalidad en las costumbres, o con ese carácter
“generoso” y “comprensivo” frente a la diferencia ajena que, incluso una fuente tan poco
sofisticada como el diccionario de la RAE 4 , atribuye al término “liberal” en su connotación
ética. Así, un conservador sólo podrá tolerar, en realidad, del auténtico liberalismo su
vertiente más economicista: la que alude al principio de que en general la iniciativa privada
lleva a cabo mejor que el Estado muchas de las tareas que este anhela reservar para sí. Y por
ello, un conservador, cuando se disfraza de “liberal”, a menudo será distinguible por el mucho
hincapié que ponga en esta área de lo económico al explicar su ideología, y la escasa atención
que preste a otras facetas de la realidad, como la ética (liberal), la tolerancia (liberal), las
costumbres (liberales), la apertura de mente o de fronteras (liberal) 5 . Un buen amigo, el
economista y profesor de la Universidad de Salamanca Gonzalo Fernández de Córdoba, que
3
Michael Oakeshott: “On Being Conservative” (1956) en Rationalism in Politics and Other Essays. Londres:
Methuen, 1962, 168-196.
4
Liberal: (Del lat. liberālis). 1. adj. Generoso, que obra con liberalidad. 5. adj. Inclinado a la libertad,
comprensivo (Real Academia Española: Diccionario de la lengua española –vigésima segunda edición–, en
http://buscon.rae.es/draeI/).
5
Si se me permite la autocita, he tratado de ampliar estas ideas en Miguel Ángel Quintana Paz: “Sobre la
tolerancia (hermenéutica y liberal)”, en Joaquín Esteban Ortega: Hermenéutica analógica en España. Valladolid:
Universidad Europea Miguel de Cervantes, 2008, 123-146.
3
también ha participado en los prolegómenos internáuticos del debate que ahora estamos
celebrando en vivo aquí al amparo de este Ateneo, tiene una frase magnífica para definir a
estos sedicentes “liberales” que en realidad acaso lo sean sólo como disimulo de otra cosa: él
los llama “conservadores que quieren pagar menos impuestos”. Y no deja de ser meritorio que
un economista como Gonzalo Fernández de Córdoba haya detectado tan cristalinamente que
para este tipo de presuntos liberales la economía no es más que un señuelo con que
distraernos de su sustancia, que es conservadora y no liberal. El resultado deplorable de todo
esto es que, por culpa de parejos “conservadores deseosos de pagar menos impuestos”, no es
inusual que el liberalismo sea contemplado por muchos ciudadanos tal como esos
conservadores quieren precisamente que se lo contemple: como un pensamiento que atañe
primordialmente a lo económico, y sólo subsidiariamente a lo ético... cuando la verdad es
justamente la contraria. Volveré sobre este aspecto más adelante; de momento básteme
constatar en posible apoyo de lo que vengo diciendo el hecho de que, verbigracia, uno de los
contertulios que me ha antecedido en el uso de la palabra, Pablo Casado, del Partido Popular,
haya tenido a bien desplegar ante nosotros una panoplia de propuestas que, según él,
ejemplificarían lo más granado que el “liberalismo” puede aportar a nuestra España actual...
propuestas que, sin embargo (e independientemente de sus aciertos o yerros concretos), es
significativo que conciernan todas ellas a la economía, y ninguna a lo ético, a las mores, a las
virtudes públicas. Sin duda, no es descartable que tal vez Pablo Casado, del Partido Popular,
haya tenido un pequeño lapsus que le haya hecho concentrase aquí en lo económico y
descuidar lo ético por mera coincidencia; pero también es posible que lo ocurrido
simplemente venga a corroborarnos que la frase que les citaba de mi amigo Gonzalo
Fernández de Córdoba posea mucha, mucha razón.
En cualquier caso, y antes de seguir adelante, no quisiera dejar de mencionarles el segundo
inconveniente que tiene esta obsesión de ciertos conservadores por camuflarse bajo el abrigo
del liberalismo; un inconveniente que, con G. W. F. Hegel, podríamos denominar el problema
de que, oscurecida la luz de la razón que discierne entre unas cosas y otras (entre unos
liberalismos y otros), entonces todas las vacas sean negras. O, como diríamos en castellano
castizo, entonces todos los gatos sean pardos. Efectivamente, difícil resulta ignorar que bajo la
capa de la adscripción “liberal” se acogen cosas muy heterogéneas. En países como Holanda,
Suiza o Austria, bajo el título de “partidos liberales” o “de la libertad”, nos podemos
encontrar al PVV de Geert Wilders, al Freiheits-Partei der Schweiz o al Freiheitlichen Partei
Österreichs del recientemente fallecido Jörg Haider: partidos todos ellos ligados a políticas
4
xenófobas o (en el caso austríaco) incluso complacientes hacia los más crueles totalitarismos
de derecha del pasado; partidos que aquí atribuiríamos pues rápida y correctamente a la
extrema derecha, y de los cuales seguramente nos querremos diferenciar los liberales
españoles... pero de los que, si seguimos el consejo que nos han brindado antes Torme o
Nebreda, no podríamos en realidad distinguirnos so pena de resultar, como dicen ellos,
“excluyentes” al querer marcar límites entre el liberalismo bien entendido y el que no se ha
entendido tan bien.
No es preciso, por lo demás, desplazarse hasta latitudes germánicas para constatar a qué cosas
más extrañas se las puede llegar a denominar “liberales” (y, por lo tanto, para constatar lo
muy proficuo, o incluso urgente, que puede sernos el hacer ciertas distinciones al
aproximarnos a la constelación liberal): en nuestra misma España tuvimos no hace tanto un
partido, el Grupo Independiente Liberal, del empresario Jesús Gil, que yo no dudaría en
apartar del verdadero significado de “liberal” si se me permitiera aplicar un mínimo criterio
definitorio (aunque no tengo claro que nuestros contertulios Torme o Nebreda no me tacharan
también de “excluyente” en este afán un tanto filosófico mío por señalar diferencias que creo
pertinentes aquí).
Por último, y no sólo en nuestro país sino también en nuestros días, hemos de recordar que
contamos en España con el caso de Convergència i Unió (CiU), federación de partidos
nacionalistas catalanes adscrita al Partido Liberal Europeo (ELDR), a pesar de que entre sus
apuestas políticas se encuentren características tan poco “liberales” como el rechazo de la
libertad de elección de lengua en la educación catalana, el rechazo (típicamente nacionalista)
de la libertad del individuo a la hora de identificarse con uno u otro sentimiento nacional, el
rechazo de la libertad de elección entre expresiones culturales diversas (pues defienden
hipersubvencionar en su región las que se hacen en lengua catalana y dificultar por
consiguiente las que comenten el error de usar el castellano)... todo ello, por no citar la
vocación intervencionista de CiU en economía, que a menudo va mucho más allá del famoso
3% que en su día osó mencionarles reprobatoriamente el socialista Pasqual Maragall. ¿No
podremos legítimamente considerar que CiU, por mucho que hoy en día se halle incardinada
en el Partido Liberal Europeo, no responde en puridad al concepto genuino de lo liberal a
causa de su nacionalismo rampante? Si hiciésemos caso de Torme y Nebreda, quienes
queramos relegar a estos nacionalistas catalanes fuera del marco de un liberalismo bien
comprendido estaríamos pecando de “excluyentes”... mientras que, a mi juicio, simplemente
5
estaríamos demostrando que tenemos muy claros los fundamentos teóricos según los cuales
las notas obsesivas propias del nacionalismo mal casan con el desprendimiento liberal 6 .
Como conclusión, pues, y si me toleran el uso de cierta terminología filosófica, cabría
aseverar sin grandes riesgos que el término “liberal” adolece no sólo de lo que Aristóteles
llamaría diversos significados análogos –cuya riqueza e interacción mutua pudieran, al fin y
al cabo, resultarnos fructíferas–; sino que muchos de los sentidos que se encierran bajo ese
nombre son ciertamente equívocos, y sólo pueden conducir a la confusión, si no al engaño
intencionado. Incluso alguien como todo un Rafael Termes, al que hoy nos resultaría difícil
calificar como “liberal progresista” pero no como “conservador”, no dudaba, tal vez en virtud
de su sólida formación tomista, en reconocer esta necesidad de discernir (o, como acaso dirían
Torme o Nebreda, “adjetivar”) entre diversos tipos de liberalismo 7 , pues no todo el campo
liberal es orégano (o, al menos, no todo es el mismo tipo de orégano). La obligación de
cualquiera que utilice el término “liberal” y quiera ser franco es, por consiguiente, la de
aclarar lo más cortésmente que pueda qué es aquello que entiende que esa palabra implica
(¿acaso sólo alude a aspectos económicos?, ¿tal vez va más allá e incorpora valores éticos
también?); y justamente al tratar de explicarnos a nosotros mismos qué es lo que entendemos
por liberalismo es como hemos venido a dar algunos con el epíteto de “progresista”, que no es
sino una forma de poner de manifiesto que –como liberal progresista– uno percibe que casa
bastante poco en numerosos aspectos con aquellos “conservadores deseosos de pagar menos
impuestos” a que nos hemos referido antes (aunque uno también quiera pagar menos
impuestos siempre que le sea posible, claro).
* * * * *
Ahora bien, lo que llevamos hasta ahora sopesado puede arrojarnos hacia un nuevo
interrogante no baladí: ¿Por qué hay tanta gente que desea (casi a toda costa) llamarse liberal?
Esta pregunta se nos vuelve aún más misteriosa si caemos en la cuenta que el liberalismo es
6 Tales fundamentos teóricos están tratados más explícitamente, si se me excusa la referencia propia, en Miguel
Ángel Quintana Paz: “Qué es el multiculturalismo (y qué no es)”. Manuales formativos ACTA, n. 51 (2009), 19-
34. Con todo, hablar de estas dificultades que tiene el nacionalismo para acatar el principio liberal de la máxima
libertad del individuo no debería ser hoy en día algo sorprendente, pues fue detectado eficazmente hace ya siglo
y medio por todo un Lord Acton, que arguyó sobre ello en uno de los textos más tempranos de toda la literatura
existente acerca de los movimientos nacionalistas: John E. E. Dalberg-Acton, Lord Acton: “Nationality”. The
Home and Foreign Review, n. 1 (julio 1862), 1-25.
7 Véase Rafael Termes: “Prólogo”, en Caridad Velarde: Hayek. Una teoría de la justicia, la moral y el Derecho.
Madrid: Civitas, 1994.
6
una de las formas de pensamiento político que más denuestos y calumnias ha venido
recibiendo tradicionalmente, y desde parajes ideológicos de lo más alejados entre sí: de
hecho, en España hemos pasado casi sin solución de continuidad de una época (la franquista)
en que a los liberales se nos intentaba vincular tergiversadoramente (por parte del régimen
gobernante) con el “libertinaje” 8 , a otros tiempos (los actuales) en que se nos difama a
menudo (por parte de los medios de comunicación gobernantes) como meros defensores de
“los ricos”. El que tanto una como otra acusación no sean más que simplezas no quita para su
relativo éxito en capas abundantes de la población de nuestro país, por lo que hay que reputar
en verdad como un gigantesco éxito el dato estadístico que uno de nuestros anfitriones,
Bernardo Rabassa, nos ofrecía al principio de este debate: que hasta un 14% de los españoles
se adscriban ideológicamente en nuestros días, a pesar de los pesares, al liberalismo; y que
esta sea la segunda opción preferida, sólo por detrás del socialismo, cuando a nuestros
compatriotas se les pregunta en una encuesta por su orientación política favorita 9 . ¿Qué tiene,
pues, el liberalismo para resultar con todo atractivo para casi uno de cada siete españoles 10 ?
8 No deja de resultar irónico que Sabino Arana, fundador de un movimiento que en apariencia tanto se quiere
diferenciar del franquismo como es el nacionalismo vasco, coincidiera milimétricamente con la mentalidad
franquista en este tipo de acusaciones contra el “malvado” liberalismo, y que incluso las llevara un puntito más
allá en sus connotaciones de moralina pseudorreligiosa: así, Arana llegaría a afirmar que “la peregrina libertad
del liberalismo es la libertad de Satanás” (Sabino Arana: De su alma y de su pluma. Bilbao: Verdes Achirica,
1932). Podrá acusarse a Arana de demasiado contundente, pero no de netamente despistado: volveremos más
adelante sobre esta animadversión mutua que el nacionalismo y el liberalismo no pueden sino profesarse entre sí.
9 Todos estos datos proceden del Estudio 2775, barómetro de octubre de 2008, realizado por el Centro de
Investigaciones Sociológicas, concretamente bajo el epígrafe “Autodefinición de ideología política”. Puede
hallarse un muy perspicaz análisis de esta investigación en la página web de la Unión Liberal Cubana:
http://www.cubaliberal.org/liberalismo/081107-preferenciaspoliticasenespana.htm (7 de noviembre de 2008). De
tal exploración pormenorizada se desprenden, además, algunos datos que vienen muy a cuento de lo que
llevamos dicho hasta aquí: por ejemplo, que el liberalismo supera o prácticamente iguala al socialismo en la
estima de los encuestados con niveles educativos más altos, mientras que el socialismo triunfa clarísimamente
sobre el liberalismo en aquellos individuos sin estudios; todo lo cual redunda en la necesidad de ir limando los
tópicos antiliberales a los que hemos aludido en líneas anteriores, pues aunque puedan parecernos ciertamente
grotescos (al asociar ridículamente a los liberales con el mero libertinaje o con la defensa de los grandes
potentados millonarios), sin embargo no hay que minusvalorar su efectividad, a cuanto se observa, a la hora de
conquistar el imaginario de ciertas capas de la población intelectualmente menos formadas. (Otro dato reseñable,
por cierto, si se me permite un breve excurso pro domo mea, es que la perspectiva liberal congrega de modo
simétrico tanto a votantes que se consideran de “derecha” como que se identifican con la “izquierda”: es decir,
cabe aseverar que el liberalismo se ha convertido en un gran aglutinante transversal de la política española.
Justamente ese carácter transversal en el tradicional eje izquierda-derecha es el que la formación política a la que
pertenezco, Unión Progreso y Democracia, porta como uno de sus blasones fundamentales a la hora de tratar de
representar a un electorado ya exhausto de la arcaica divisoria entre las dos Españas. Véase por cierto, con miras
a profundizar teóricamente en este novedoso concepto político de lo “transversal”, Carlos Martínez Gorriarán:
Movimientos cívicos: De la calle al Parlamento. Madrid: Turpial, 2008, especialmente 210-220; Ignacio Gómez
de Liaño: Recuperar la democracia. Madrid: Siruela, 2008).
10 Acaso no resulte carente de interés el mencionar que, siempre según el “barómetro” citado, en el caso de los
votantes menores de 34 años, esta proporción de liberales se eleva a uno de cada cinco ciudadanos, y es incluso
superior en los menores de 24 años. En ambos segmentos de edad (18-24 años y 25-34 años) el liberalismo es la
visión política más popular, hasta 5 puntos por encima del socialismo, que aquí se ve relegado a un segundo
puesto como adscripción ideológica entre los españoles (aunque luego venza claramente al liberalismo entre los
mayores de 55 años, por ejemplo, donde llega a triplicar su grado de aceptación).
7
Muchos pensadores han tratado a lo largo de todo el siglo XX de dar cuenta de este
enigmático poder de persuasión de las tesis liberales. Aquellos más inclinados a la versión
economicista del liberalismo, dirán (como nos han dicho algunos de nuestros contertulios en
este Ateneo): hemos de convencernos de que el liberalismo es la mejor teoría política y
económica porque es la que, cuando se aplica, más riqueza crea. Otros, sin embargo,
estimamos que el hecho de que el liberalismo cree riqueza es sin duda una bella virtud de lo
liberal; pero que, aun en un mundo imaginario (muy imaginario, bien es cierto) en que el
liberalismo no nos hiciera económicamente más prósperos que otras visiones rivales, aun allí
seguirían contando las nociones liberales con brillantes razones por las cuales merecería la
pena bregar.
¿Dónde reside pues, si no es en la prosperidad material que fomenta, la superioridad del
liberalismo y de su valor máximo, la libertad? Explicar aquí los encantos de este valor que a
Immanuel Kant le suscitaba, como consta en su epitafio, una “admiración y veneración
siempre nueva y creciente” 11 excede con mucho nuestro tiempo y capacidades (al propio Kant
le llevó varios tomos, entre su Fundamentación de la metafísica de las costumbres y su
Crítica de la razón práctica, el dar cuenta precisa de ello). Algo sí que podemos en todo caso,
ya que lo hemos aducido aquí, aprender del gusto kantiano por la libertad: que ese gusto,
cuando es genuino, no puede quedarse en un mero aprecio por la libertad personal de uno
mismo, al modo egoísta; sino que el liberal auténtico ama la libertad de un modo tan ilimitado
que no distingue a priori entre su libertad propia y la libertad de los otros: en eso se diferencia
del noto “banquero anarquista” de Fernando Pessoa 12 , que pensaba irónico que conseguir su
libertad a costa de la de los otros representaba, al menos, la mínima contribución que podía
hacer uno a la suma total común de la libertad humana. Por el contrario, desde el punto de
vista kantiano, cuando uno apuesta en serio por la libertad lo debe hacer así, con un artículo
determinado que la anteceda (“la” libertad), y sin posesivos que la fragmenten (“mi” libertad
frente a “tu” libertad o “nuestra” libertad). No hay que confundir el liberalismo por lo tanto
con el mero egoísmo, como querrían muchos de nuestros enemigos (y como me temo que, ay,
no tienen tampoco demasiado claro alguno de nuestros presuntos amigos liberales 13 ). A los
11 Immanuel Kant: Crítica de la razón práctica, 1788, 5:161.
12 Fernando Pessoa: “O banqueiro anarquista”. Revista Contemporânea, n. 1 (mayo 1922).
13 Me viene a la mente ahora un autor como Max Stirner (al que desgraciadamente una institución que se dice
liberal, como el Instituto Juan de Mariana, ha incluido en sus camisetas propagandísticas) y una obra como
Himno de Ayn Rand (1938); pero seguramente el lector podrá convocar a su recuerdo otros muchos ejemplos en
8
liberales (o, al menos, los liberales progresistas) nos complace tanto la libertad que la
queremos para la humanidad entera: pues, como ya dijera Lord Acton, “la libertad es el único
objeto que beneficia a todos por igual, y que no provoca una oposición sincera” 14 . Por ello
estos liberales estamos dispuestos a favorecer sin prejuicios estatalistas o individualistas
cualquier medida (colectiva o individual, estatal o empresarial) que redunde en mayor libertad
para más gente; ni el egoísmo individualista de Thomas Hobbes ni el colectivismo estatalista
de G. W. F. Hegel han de ser para nosotros dogma alguno (entre otros motivos porque, no lo
olvidemos, ni Hobbes ni Hegel fueron nunca genuinos liberales).
Mas ¿desea la gente verdaderamente la libertad? En principio, es imposible negar que los
humanos seguramente buscan con frecuencia un valor como ese; pero también, como nos
recuerdan siempre nuestros rivales antiliberales cuando discutimos con ellos, los individuos a
menudo aprecian otros muchos valores (seguridad, felicidad, respeto para sí mismo o para su
cultura, afectos, creencias religiosas, tradiciones, solidaridad...) que no siempre resultan
compatibles del todo con la libertad. Puestos en la tesitura de tener que elegir entre la libertad
y otro valor (por ejemplo, el respeto a una tradición cultural determinada), ¿qué derechos
tiene la libertad a considerarse superior a ese otro valor alternativo; qué derecho tenemos los
liberales a considerar que es mejor optar por la libertad, aunque ello vaya en detrimento de
tradiciones, afectos, o incluso de la felicidad de las personas? Este es el problema con el que
lidió durante la mayor parte de su vida un autor que, de nuevo, me gustaría enrolar en esta
reflexión sobre el liberalismo progresista: estoy pensando en un judío letón que se llamó
Isaiah Berlin. La respuesta de Berlin como filósofo a tales cuitas nunca acabó de ser del todo
concluyente (él pensaba que la pluralidad de valores dignos de ser perseguidos en nuestra vida
era uno de los aspectos más fascinantes de esta); pero, como historiador del pensamiento
político, Berlin apuntó correctamente a dos textos fundamentales que nos permiten a los
liberales entender qué tiene eso de la libertad como para pretender erigirse en un valor
supremo: me refiero a la Carta sobre la tolerancia (1689) de John Locke y al ensayo Sobre la
libertad (1859) de John Stuart Mill. Ambos libros, a pesar de su enorme distancia temporal,
sostienen de modo parejo una tesis que podríamos etiquetar bajo el título de “la libertad como
metavalor”; tesis que nos ayuda a entender por qué la libertad puede legítimamente aspirar a
distinguirse por encima de otros muchos valores éticos no menos atractivos prima facie.
que el liberalismo se ha acabado confundiendo con el mero egoísmo, y la defensa de la libertad con la mera
apuesta a favor del yo de uno frente a “los demás”, presuntamente “enemigos” de esa nuestra individualidad (y
libertad).
14 John E. E. Dalberg-Acton, Lord Acton: op. cit.
9
A pesar de lo enrevesado de la palabreja (ya les advertí al principio de que tiendo al uso de un
excesivo instrumental filosófico), esto del “metavalor” de la libertad no reposa sino en una
constatación muy sencilla, a saber: la constatación de que para los seres humanos el hecho de
comportarse libremente dota a cualquier elección que hagamos (sea cual sea el valor concreto
que hayamos elegido en cada caso) de una especie de valía adicional, de la que carecería si la
elección no se hubiera hecho de manera autónoma. Resulta así que, por encima de la
corrección o incorrección de los valores (políticos, éticos, religiosos, culturales) concretos que
cada uno elijamos en cada caso, existe pues una suerte de valor adicional o “metavalor” (la
libertad con que se hayan elegido) sin el cual incluso los valores más elogiables pierden la
mayor parte de su mérito. Si mi amigo me ayuda en circunstancias difíciles es este un gran
acierto por su parte que fortalecerá nuestra amistad; pero si me entero posteriormente que su
ayuda fue obligada por las circunstancias o por alguna amenaza que se le hizo, y que él
realmente no quería prestármela, tal servicio perderá a ojos vistas gran parte de su encanto. Si
alguien me vota, me sentiré tal vez halagado o animado por su decisión; si sé luego que su
voto fue comprado, mi evaluación de ese mismo hecho ya no será la misma. Si alguien lee los
libros de la literatura nacional que más me agrada, ello creará cierta afinidad entre nosotros
que con toda probabilidad se romperá si averiguo que los leía forzado porque carecía de otros
ejemplares en su biblioteca. No sentiré tampoco la misma familiaridad ante quien comparte
mi fe religiosa libremente y ante quien lo hace porque no le cupo más remedio que actuar así
para poder sobrevivir.
A partir de esta constatación los liberales, con Locke y Mill como precursores, hemos caído
en la cuenta de que sin libertad cualquier otro valor (creencias religiosas, tradiciones, afectos,
amistades, respeto...) sufre un fuerte menoscabo; la libertad tal vez no sea, entonces, un valor
supremo en el sentido de que se pueda demostrar a todo el mundo que debe preferirlo siempre
por encima de todos los demás: pero sí es un valor que va en cierto sentido más allá de
cualquier otro (a eso es a lo que alude la palabra meta-valor), pues cualquier otro valor
necesita de él para acabar de tener todo su esplendor. Ahí se funda argumentativamente la
primacía de la libertad que los liberales defendemos: y que, si ustedes se fijan, incluso
nuestros enemigos contemporáneos no pueden sino acabar por reconocernos.
Pocos son, en efecto, los que hoy en día combaten en Occidente directamente en contra de la
libertad: la mayor parte de nuestras amenazas como liberales (o, al menos, nuestras amenazas
10
más temibles) no proceden de autodeclarados enemigos de la libertad, sino de personas que
disimulan su odio contra la libertad tout court precisamente bajo una máscara de cariño hacia
cierta libertad... “entendida de otra manera”. Los nuevos enemigos de la libertad, como ya
detectara paradigmáticamente George Orwell 15 hace seis décadas, son lo suficientemente
cobardes como para no declararse explícitamente hostiles a la misma 16 ; pero también son lo
suficientemente manipuladores como para intentar modificar el sentido de lo que todos
entendemos con el vocablo “libertad”, y ello con el fin de vendernos como favorable a la
misma cosas que bien poco tienen que ver con ella a la postre. Este aspecto es tan importante
en las contemporáneas contiendas que libramos los liberales, que si me lo permiten dedicaré
al mismo mis siguientes reflexiones de modo algo más detallado.
* * * * *
Los ejemplos de mistificaciones del concepto de “libertad” como las que temía Orwell han
sido de un número avasallante durante toda la pasada centuria, pero parece que el siglo XXI
no quiere andarle a la zaga. Durante decenios, los marxistas nos hablaron de (y en muchos
lugares del mundo impusieron) lo que ellos conocían como libertad real o, en palabras de
Antonio Gramsci o Paul Anderson, libertad proletaria: meras añagazas que, bajo la capa
acicalada del término “libertad”, escondía toda la putrefacción de un totalitarismo
empobrecedor y, ese sí, mucho más verídico que aquella presunta “libertad real” que decía
querer promocionar. También se nos ha venido hablando de la consueta libertad de los
pueblos, al menos desde que Johann Gottlieb Fichte transformara a principios del siglo XIX, y
en un sentido nacionalista que no tenían originariamente en absoluto, las tesis éticas kantianas
favorables a la autodeterminación: donde Kant decía libertad y autonomía del individuo,
Fichte empezó a decir libertad y autodeterminación de los pueblos, dando con ello inicio al
nacionalismo como teoría filosófica adulta 17 . Hoy esa obsesión por la “libertad de los
pueblos” ya no es sólo patrimonio de los nacionalismos, que tanto han sabido abusar de la
15 George Orwell: “Politics and the English Language”. Horizon, n. 76 (abril 1946).
16 En este sentido, hay que reconocer por ejemplo al ya citado Sabino Arana, en sus declaraciones recogidas en la
nota 8, una notable sinceridad y carencia de la citada “cobardía”, especialmente si se lo compara con sus
descendientes peneuvistas o batasunos actuales: quienes por supuesto nunca denostarán la libertad tan
explícitamente como hiciera su fundador aunque, como veremos a continuación, sí que pretenderán manipular su
sentido cuando dicen defenderla, y ello con el fin de atropellar la libertad correctamente entendida.
17 Al menos, esta es la tesis de Elie Kedourie: Nationalism, Londres: Hutchinson, 1960, que sin embargo ha sido
fuertemente combatida por otro gran estudioso del nacionalismo como fue Ernest Gellner (véase en este sentido
su Nations and nationalism. Ithaca: Cornell University Press, 1983).
11
libertad de los individuos por mor de esa presunta libertad del grupo nacional 18 (de la misma
forma que los marxistas bien supieron pisotear la libertad individual por mor de una sedicente
“libertad proletaria”): hoy diversos multiculturalismos de toda laya abogan asimismo por una
supuesta libertad de las culturas, según la cual habría que respetar cualquier costumbre o
valor de cualquier cultura (aunque estas resulten opresivas para sus miembros) con tal de
evitar comportarnos ante tales culturas foráneas de manera dominadora o etnocéntrica 19 .
Si se fijan ustedes ahora, lo cierto es que estas engañifas de la “libertad real” o “proletaria”, la
“libertad de los pueblos” o la “libertad de las culturas” (todas ellas libertades bien poco
liberales y siempre despreciadoras del individuo en nombre del grupo-clase-nación-cultura-
etcétera) no nos resultan a nosotros en absoluto lejanas desde el contexto de la España actual
y de la que se encamina a la próxima década (por parafrasear el título de este debate que nos
congrega a todos hoy aquí). Así, todavía ocupan un espacio público relevante en nuestro país
los restos de todo un partido marxista ortodoxo como es el PCE, que jamás se ha desligado de
toda la retórica marxista de la “libertad real proletaria” y de toda la devastación que ha
causado sobre la faz de la Tierra. También estamos todos acostumbrados a la presencia de
partidos nacionalistas (en especial en su versión centrífuga –como en el caso de la ya citada
CiU, así como PNV, ERC, EA, Aralar, Batasuna, NB, BNG, CC...–; si bien ya hay atisbos
consistentes de un nacionalismo centrípeto español no menos deplorable, como el Democracia
Nacional); partidos nacionalistas todos ellos que hacen un uso inmoderado de la noción
fichteana de la “libertad de los pueblos” o “de las naciones”, responsable también de
innumerables quebrantos a lo largo de todo el siglo XX. Incluso contamos aún por desgracia
con una organización terrorista, tal que ETA, que bebe de esta misma agua de la sedicente
“libertad de los pueblos”, y extrae de ella toda la barbarie asesina que la caracteriza. Por
último, las tesis multiculturalistas de la “libertad de las culturas” tampoco son extrañas en los
discursos ni de Izquierda Unida (que, a través de su representante en el Senado, puso hace
unos años 20 como ejemplo el Al Ándalus medieval a la hora de proponer un modelo de
convivencia cultural –ignoramos si con dhimmitud incluida–), ni del PSOE (que en aquellos
mismos tiempos también se escandalizó estrepitosamente cuando el presidente del Foro para
18 Como, de nuevo, constató de forma pionera y casi visionaria Lord Acton en su temprano estudio de 1862 (op.
cit.), el nacionalismo “no busca ni la libertad ni la prosperidad, pues sacrifica ambos ante la necesidad imperativa
de hacer de la nación el molde y medida del Estado. Su curso por consiguiente estará marcado tanto por estragos
materiales como morales, con tal de que esta invención novedosa pueda prevalecer sobre la creación divina y los
intereses de humanidad”.
19 He ampliado la explicación del modo en que el multiculturalismo traiciona los principios liberales en mi “Qué
es el multiculturalismo (y qué no es)”, op. cit., si se me excusa de nuevo la autocita.
20 Véase Mikel Azurmendi: “Democracia y cultura”. El País, 23 de febrero de 2002.
12
la Integración Social de los Inmigrantes, Mikel Azurmendi, argumentó en contra de la
tramposa idea multiculturalista de libertad 21 ). En suma, prácticamente todo el arco
parlamentario español (PSOE, IU, CiU, PNV, ERC, EA, Aralar, NB, BNG, CC...) comulga
con una u otra de esas tretas que persiguen despacharnos como “libertad” lo que los liberales
en realidad hemos de tener muy claro que son otras cosas. Y si a ello le añadimos la más que
probable connivencia del único partido importante que falta por citar, el PP, con un
liberalismo conservador que tiene más de este último adjetivo (esto es, de conservadurismo,
movimiento que ya hemos visto que no es precisamente un gran fan de la libertad de
costumbres) que de su sustantivo (liberalismo), uno entenderá perfectamente que a muchos
liberales (progresistas) nos haga falta un partido nuevo que se aventure sin ambages por la
senda de una libertad sin ninguna niebla distorsionante, sea esta la niebla marxista,
nacionalista, multiculturalista o conservadora. Uno entenderá perfectamente que a muchos
liberales nos haga falta un partido como Unión Progreso y Democracia, la única formación
política que hoy en España rechaza con llaneza tanto los desvaríos marxistas o nacionalistas,
como las tesis multiculturalistas o las añoranzas clericales y conservadoras tan veneradas por
otros pagos.
* * * * *
Voy a ir concluyendo y, de alguna manera, recapitulando lo dicho. Unión Progreso y
Democracia representa un liberalismo progresista porque no pertenece a la legión de “quienes
son únicamente partidarios del libre mercado, tomando irresponsablemente la parte [la
libertad económica] por el todo [la libertad en general]”, y que por ello deberían llamarse más
bien “libre-mercadistas” en lugar de “liberales” 22 . Las libertades que a nosotros nos interesan
no son sólo la de libre empresa o la de comercio; no es tan sólo la libertad que nos otorga el
21 Guillermo Sánchez-Herrero: “Azurmendi desata la polémica al rechazar el multiculturalismo”. El Mundo, 20
de febrero de 2002. Me he ocupado asimismo de este avatar en Miguel Ángel Quintana Paz: “Del
multiculturalismo como ‘gangrena’ de la sociedad democrática”. Isegoría, n. 29 (diciembre 2003), págs. 270-
277.
22 Tomo los entrecomillados de un sugestivo artículo de Francisco J. Laporta (“Ser liberal”. El País, 18 de marzo
de 2006), que viene a subrayar igualmente la noción de que no a cualquier cosa le podemos llamar liberal, so
pena de adulterar flagrantemente este calificativo. En esta misma idea de la diferencia entre los liberales
auténticos y los meros “libre-mercadistas” incidieron muchos de los autores que, en los primeros años de nuestra
democracia, abogaron por un liberalismo progresista (encarnado principalmente en el Partido Demócrata Liberal
de Antonio Garrigues Walker), lejano de ese liberalismo conservador (cuando no conservadurismo a secas) que
el antiguo ministro de la dictadura franquista, Manuel Fraga, pretendió capitalizar con el invento de un partido al
que denominó “Unión Liberal”, y que insertó desde el principio en su Coalición Popular: véase, en este sentido y
a modo de ejemplo, Joaquín María Abad Buil: El liberalismo: desde dónde y hacia dónde. Madrid: Federación
de Clubs Liberales, 1984; Eduardo Merigó: El liberalismo: ¿conservador o progresista? Madrid: Federación de
Clubs Liberales, 1982.
13
que el Estado intervenga menos en nuestra cartera o la que nos concede nuestro legítimo
derecho de propiedad; no es tampoco únicamente esa libertad de elección que tiene uno como
consumidor pero que depende, en su cuantía, de cuán rico o pobre uno sea.
A nosotros, como liberales progresistas, nos interesa tanto o más la libertad del que no tiene
que someterse a ninguna autoridad, tradición o imposición arbitrarias, sino sólo a las normas
racionales que hemos acordado entre los humanos (y que son normas que acatamos porque
hemos venido a aprender que, a la postre, favorecen nuestra misma libertad).
Los liberales progresistas ansiamos liberar a la especie humana de cualquier dogmatismo, sea
este religioso, ideológico o cultural; de cualquier tiranía, sea esta la de un solo individuo o esa
otra –a la que tan propensas son las democracias, como bien detectaron Alexis de
Tocqueville 23 y el ya mentado John Stuart Mill– de “la mayoría”.
Los liberales progresistas hemos aprendido de Thomas Jefferson que las iglesias, los
gobiernos y las fortunas económicas pueden ser cosas muy buenas cuando no entorpecen la
libertad humana: pero también hemos aprendido que esas tres instancias tienen una tendencia
inquebrantable a mancillar tal libertad, por lo que deben ser sometidas a un cuidadoso
escrutinio siempre que sus afanes vayan más allá de los límites apropiados.
No queremos los liberales progresistas un gobierno que nos imponga una religión (y en esa
reclamación nuestra, por fortuna, ya han consentido la mayor parte de las iglesias religiosas),
ni tampoco un gobierno que nos fuerce a sentir una determinada “pertenencia nacional” (algo
que, sin embargo, aún se resisten vehementemente a suscribir las “iglesias” nacionalistas):
queremos ser libres para decidir la identidad (religiosa o nacional) que queremos tener, y a
eso lo denominamos “laicismo identitario”, en la línea de autores como Jürgen Habermas,
Hans Kohn o John Keane 24 .
23 Alexis de Tocqueville: De la démocratie en Amérique. París: Pagnerre, 1848.
24 Véase Jürgen Habermas: Die postnationale Konstellation. Politische Essays. Fráncfort del Meno: Suhrkamp,
1998; Hans Kohn: The Idea of Nationalism. A Study in its Origins and Background. Nueva York: Macmillan,
1944; John Keane: “Nations, Nationalism and Citizens in Europe”. International Social Science Journal, vol. 46,
n. 2 (1994), 169-184. En España, contamos de reciente con un exhaustivo y magnífico análisis sociológico y
conceptual de esta tendencia laicista en lo nacional (que batalla contra la imposición de identidades propia de los
nacionalismos) en Helena Béjar: La dejación de España. Madrid: Katz, 2008, 27-82.
14
A los liberales progresistas no nos importa experimentar nuevas posibilidades que acaso
puedan hacer más feliz a la especie humana; pues somos conscientes de que las cosas, tal y
como están hoy en día en el mundo, aún deben modificarse mucho (y muy imaginativamente)
si queremos evitar las humillaciones, agresiones, dominaciones y discriminaciones que aún
pululan injustificadamente por ahí. Por este motivo, verbigracia, cuando los conservadores
chillan que aman a la familia y prohíben vehementes cualquier otro modelo familiar que no
sea el tradicional (como si este reuniera en sí la suma perfección y dejara ya satisfechos a
todos los seres humanos), los progresistas no tenemos miedo de dejar que algunas personas
prueben otras formas de vida en familia, tal que el matrimonio homosexual, si con ello
avanzamos hacia un futuro algo más feliz porque en él se humille menos a las personas por
motivo de su orientación sexual. Como buenos liberales, no queremos imponer a los demás
una forma de vida concreta como la mejor posible, pues sabemos que las cosas que hacen
dichoso al ser humano son tan diversas como lo es él: y si algunos individuos se sienten más
realizados casándose (aunque pertenezcan ambos al mismo sexo), y con ello no dañan a nadie
(excepto al que desea escandalizarse), los liberales progresistas desde luego no seremos
quienes se lo prohibamos, aunque bien sabemos que muchos de los sedicentes “liberales
conservadores” no dudarían curiosamente en quitarles a los demás esa libertad.
Frente a los comunistas y demás extremistas de ultraizquierda que, cegados por la pasión con
que persiguen sus rocambolescas utopías, sueñan con acallar a todos los que con ellos
discrepen (“delito de propaganda enemiga”, llaman en Cuba a tales discrepancias); frente a
quienes buscan imponer su Verdad única sobre los seres humanos (no olvidemos que la
publicación oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética se denominaba precisamente
así, “La Verdad”, esto es, Pravda en ruso), los liberales progresistas pensamos que la libertad
de expresión es la más delicada pero acaso también la predilecta entre todas las libertades
ciudadanas, pues sólo gracias a ella podremos denunciar (y, eventualmente, poner coto a) las
transgresiones que se hagan sobre el resto de derechos humanos. No en vano, tal vez fue por
este motivo por el que uno de nuestros antecesores ya varias veces citado, John Stuart Mill,
cuando decidió escribir un libro dedicado a la libertad (On Liberty, de 1959), otorgó a la
libertad de expresión sola más de un tercio del total de ese volumen: la libertad de expresión
se diría en principio que es una cosa aparentemente pequeña (todos sabemos, al fin y al cabo,
que a veces hay que callar ciertas opiniones por cortesía o conveniencia... ¿por qué, entonces,
no dar un “pequeño” paso más, y acabar callando siempre que lo ordena el déspota, con lo
cómodo que ello resultaría...?); pero la libertad de expresión, en realidad, representa la vara de
15
medir más fiable a la hora de detectar si alguien se comporta como genuino amante de la
libertad.
De hecho, los nacionalistas poseen el hábito de restringir la libertad de expresión, entre otras,
de una forma muy característica: limitándonos a los demás la lengua en que podemos
expresarnos, o en que podemos educar a nuestros hijos; por ello los liberales progresistas
estamos en contra del nacionalismo.
Los multiculturalistas acostumbran a decirnos que no tenemos libertad para criticar a otras
culturas o religiones (como se vio paradigmáticamente hace ahora tres años, durante el
famoso afer de las caricaturas de Mahoma que publicó el diario danés Jyllands Posten); por
ello los liberales progresistas estamos en contra del multiculturalismo –aunque, tal vez sobra
decirlo, nos encanta la multiculturalidad, como expresión libre de la naturaleza humana en
multitud de culturas y formas de vida diversas–.
Los conservadores suelen tratar de imponernos a los demás un respeto sagrado por ciertos
valores que ellos reputan imprescindibles (los conservadores españoles, por ejemplo,
normalmente sienten una especial predilección por los valores del catolicismo romano, y no
dudan en censurar cualquier cosa que ellos estimen como ofensiva contra los mismos –aunque
sea algo tan inocente como un autobús con el rótulo “Probablemente Dios no existe” 25 –); por
ello los liberales progresistas no somos conservadores –aunque, por supuesto, podemos ser
25 Es importante recalcar que esta avidez por censurar expresiones contrarias a las propias creencias religiosas
pertenece muy característicamente a los católicos conservadores españoles, pero no necesariamente a los
católicos de otras naciones, como se vio claramente en la anécdota de los “autobuses ateos” de principios de este
año 2009. Pues mientras que en países más habituados a la libertad de expresión que el nuestro, como el Reino
Unido (patria a la par de Locke y Mill), incluso los obispos católicos saludaron como benéfico el hecho de que
alguien expresara su posición religiosa (aunque esta fuera atea), ya que ello redundaría según los prelados
británicos en una mayor presencia de la temática religiosa en el discurso público (véase Martin Revis: “Churches
say ‘atheist buses’ promote discussion about God”. Journey on Line,
http://www.journeyonline.com.au/showArticle.php?articleId=1882), sin embargo en España los también obispos
de la Iglesia católica condenaron como “blasfemo” el mero hecho de que existiera esa publicidad (véase Oficina
de Información de la Conferencia Episcopal Española: “Una publicidad lesiva de la libertad religiosa en los
autobuses públicos”, nota de prensa de 23 de enero de 2009,
http://www.revistaecclesia.com/index.php?option=com_content&task=view&id=8101); y ello aunque esa misma
Conferencia Episcopal Española no haya tenido nunca problema en usar la publicidad para defender sus propias
creencias en otros asuntos controvertidos (como el aborto, la eutanasia, la casilla del impuesto sobre la renta que
permite que una parte de nuestro pago sirva para la financiación de la Iglesia, etcétera). Sería interesante, por lo
demás, que un papa tan comprometido en la batalla contra el relativismo como el actual Benedicto XVI (que ha
llegado a considerar esta teoría filosófica como “el mayor problema de nuestra época”; véase Joseph Ratzinger:
Fede, verità, tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo. Siena: Cantagalli, 2003) tratara de conciliar las
posturas contrapuestas del episcopado español y el británico; pues es patente que los autobuses que en Gran
Bretaña resultan elogiables para la jerarquía católica no pueden convertirse relativistamente en nada menos que
blasfemos cuando pasan de aquellas islas a nuestra atribulada península.
16
católicos, protestantes, budistas, ateos o agnósticos: mas, seamos lo que seamos, nunca
mandaremos callar a los demás cuando expresen sus opiniones divergentes de las nuestras en
materia de religión– 26 .
* * * * *
Los liberales progresistas no somos pues ni utópicos totalitarios, ni nacionalistas, ni
multiculturalistas, ni conservadores. Pero alguien podría aún interpelarme: ¿qué somos los
liberales progresistas entonces?
Hay una respuesta rápida a esta pregunta: somos ciudadanos españoles que no tenemos
ningún problema en pertenecer o en apoyar con nuestro voto a UPyD, el único partido de
nuestro panorama político hodierno que no siente ni el menor impulso de andar coqueteando
con totalitarismos, nacionalismos, multiculturalismos o conservadurismos, los cuales sin
embargo tan a menudo seducen, como hemos visto, a una u otra de las demás formaciones
políticas hispanas.
Hay también una respuesta larga a esa misma pregunta (que no podremos aquí más que
esbozar): una respuesta que trazaría toda una genealogía del pensamiento político liberal-
progresista, remontándose (aparte de a los autores que ya hemos venido aquí citando como
asignables a esta corriente) a figuras como los alemanes Hannah Arendt y Ralf Dahrendorf,
los norteamericanos John Dewey, Richard Rorty, John Rawls o Martha Nussbaum (con todas
las sustantivas diferencias que existen entre ellos), el italiano Carlo Roselli o, ya en nuestros
lares hispánicos, Salvador de Madariaga o Fernando Savater; sin olvidarnos, por supuesto, del
austríaco Karl Popper, convencido de que sólo la libertad de lo que él denominaba “sociedad
abierta” 27 (que no era sólo ni principalmente una libertad económica, sino sobre todo una
26 Por cierto, no resulta arduo apreciar una patente “rivalidad mimética” entre los multiculturalistas y los
conservadores acerca de este asunto de la libertad de expresión: todo lo que los multiculturalistas quieren
restringir nuestra capacidad de crítica hacia los valores de culturas ajenas, anhelan asimismo los conservadores
reducir nuestra libertad de reproche hacia elementos de nuestra propia cultura judeocristiana u occidental. El
conservadurismo, pues, se presenta como una suerte de “multiculturalismo doméstico”, y por ello nos puede
atraer tan poco a los liberales progresistas como el multiculturalismo a secas. Ha sido perspicuo al detectar esta
semejanza entre los multiculturalistas y los conservadores (grupo al que él, por cierto, se adscribe) el británico
Roger Scruton: “Religion and Enlightenment”, en A Political Philosophy. Londres: Continuum, 2006, 118-145;
véase también Patrick West: The Poverty of Multiculturalism. Londres: Civitas, Institute for the Study of Civil
Society, 2005.
27 Karl Popper: The Open Society and Its Enemies. Londres: Routledge, 1945.
17
libertad en el contraste de ideas) podría favorecer el florecimiento de la razón y, con ella, el
progreso humano 28 .
Hay, en fin, una posible respuesta de tamaño mediano a esa pregunta sobre lo que es el
liberalismo progresista: se trata de la respuesta que aquí he venido tratando en compañía de
ustedes de pergeñar; una respuesta que, para que no pase de su tamaño mediano a un tamaño a
todas luces excesivo, me apresuraré a finalizar ahora mismo, no sin antes agradecerles a todos
ustedes, por haberme escuchado, su (en este caso no de tamaño mediano, sino más bien
enorme) amabilidad. 29
28 No deja de resultar paradójico que hoy muchos de los que se sienten reacios ante el término “progresista”
(achacándole no sé qué indefinición, o no sé qué creencia en un curso unívoco de la Historia humana), crean
poder apoyarse para ello en Karl Popper y su denuncia del “historicismo” (The Poverty of Historicism. Londres:
Routledge, 1957); Karl Popper, que si de algo estaba seguro era de que las dos cosas que más veneró en su vida,
la actividad científica y la política liberal, se diferenciaban de sus opuestos (la pseudociencia o el totalitarismo)
por la peculiaridad de que ambas tienen de ser capaces de refutar sus propios errores y, por lo tanto, de
progresar. Véase un magnífico artículo sobre la noción popperiana (tanto científica como histórica) de progreso
en Omar Moad: “Implications of Historical Progress”. Global Virtue Ethics Review, vol. 5, n. 9 (abril 2004),
http://www.spaef.com/file.php?id=618.
29 He de reconocer su imprescindible y amigable ayuda tanto para mi intervención en el debate liberal que tuvo
lugar en el Ateneo de Madrid el 20 de enero de 2009, como para la redacción de este texto, a tres compañeros
que saben llevar a su máxima altura la primera acepción de la palabra “liberal” según el ya citado (en la nota 4
de este escrito) diccionario de la RAE: liberal como persona “generosa y que obra con liberalidad”. Esos tres
compañeros son Félix Ortiz, Jorge Hernández García y Gonzalo Fernández de Córdoba. A ellos, por cierto, está
dedicado este escrito, con afecto. También he de agradecer a Bernardo Rabassa todo el empuje organizativo con
que logró poner en pie el debate aludido, y el empuje editorial con que ahora ha logrado sacar a la luz estas
intervenciones de los ponentes a los que nos tuvo la amabilidad de invitar. Por último, no puedo dejar de
mencionar de forma elogiosa al Ateneo de Madrid, con José Luis Abellán y Javier García Núñez (presidente y
vicepresidente, respectivamente, de tal institución), por haber ejercido de magníficos anfitriones de nuestro
invernal debate; y a Unión Editorial por ofrecerse a ser ahora anfitriona de este nuestro estival libro.
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