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el carro de madera. Un carro rectangular de rodachines que ella<br />
había construido con materiales reciclables y el cual se esmeraba<br />
en decorar con todo lo que se encontraba en las calles: plásticos,<br />
latas, cartón, botellas, puntillones, (puntillones que clavaba en<br />
todas partes y usaba como percheros) afiches de viejas campañas<br />
políticas, estampitas del Divino Niño: cuanta cosa recogía era<br />
susceptible de ser empleado en el diseño arquitectónico de una<br />
mente que no disimulaba su torpeza. La lluvia se colaba por todos<br />
los rincones. El frio era insoportable. El bebe de turno no cesaba<br />
de llorar y Esperanza con tres días de resaca maldecía su suerte.<br />
Recuerdo bien que traté de acomodarme en esa estreches. Me<br />
cobijé con papeles, cartón y todo lo que podía servirme de<br />
frazadas y dormí por espacio de una hora hasta que, de un<br />
momento a otro, empecé a sentir cómo una de sus manos se<br />
deslizaba suavemente por mis rodillas. Un escalofrió comenzó a<br />
invadirme, lenta; muy lentamente. La mano iba en ascenso<br />
haciendo pequeños círculos y apretando de cuando en cuando mis<br />
flácidos muslos. Para ser franco, no entendía esa repentina<br />
afectuosidad cuando todo el tiempo a su lado solo había sido<br />
objeto de toda clase de maltratos. Y, supuse por un momento que<br />
ese cambio de humor obedecía a las constantes alucinaciones por<br />
el consumo excesivo de drogas, a el alcohol que le agriaba la<br />
sangre y la sumía en un mundo de ensoñaciones, o quizás, a un<br />
deseo de desquite por la reciente golpiza que le había metido<br />
Felixberto Hurtado, un expendedor de bazuco cuando éste se<br />
enteró que la negra le andaba poniendo los cuernos a cambio de<br />
unas cuantas papeletas. Todo era confuso, ¿sabe?, y su mano en<br />
un continuo crescendo a mi entrepierna.