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JUAN<br />
Olga ha muerto. Cuando lo digo en voz alta, porque quiero<br />
asimilar que es verdad, convencerme de que ha ocurrido,<br />
el suelo se me hunde como si fuera de algodón y la angustia<br />
me aprieta la garganta hasta casi ahogarme y aún más todavía<br />
con esta corbata que intento ponerme y que no sé si es la<br />
adecuada.<br />
¿Por qué ha tenido que pasar? Aquel primer día en que <strong>nos</strong><br />
conocimos observé durante mucho tiempo sus ojos brillantes<br />
por el reflejo de los colores de las cuentas de cristal del rosario<br />
que llevaba en las ma<strong>nos</strong>. Ojos capaces aún de sorprenderse.<br />
Cada nuevo color sobre la piedra la hacía vibrar de emoción.<br />
También me cautivó su voz cuando <strong>nos</strong> saludamos. Benditas<br />
casualidades. Nos fuimos de aquel sitio, triste y desabrido, y<br />
disfruté de su charla, siempre risueña, aunque pude apreciar<br />
su fuerte carácter y su peligrosa sinceridad. No se cortaba con<br />
nada, siempre tenía algo que decir en cualquiera de las direcciones<br />
que tomara la conversación. Hablaba sin tapujos. Me<br />
sentí atraído, pero de lejos, que no se me acercara demasiado.<br />
Una mujer así, inteligente y de carácter, mejor cuanto más<br />
lejos. Ya casi cuarentón lo que necesitaba era una mujer que<br />
no me alterase, que no me arrastrara como un torrente... pero<br />
más tarde me dejé llevar por el torbellino de amor y de pasión<br />
que me ofrecía, bendito torrente de vida, y me entregué para<br />
siempre... y ahora está muerta.<br />
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