tigre

-Pues, dígalo. –ordenó Juanchi.
-Sabatinelli.
-¿Acaso el señor Juan Pedro Sabatinelli fue su padre?
-Sí señor.
-¡No le crea nada! –enjuició el delegado dando un brinco.
-¿Y por qué no creerle? –preguntó Juanchi.
-Porque el señor Juan Pedro Sabatinelli, me consta que fue un hombre
recto, el hombre más honesto que he conocido y este sujeto no lo
es. –señaló el delegado y fue el principio de su fin.
Pedro saltó de la silla cual pantera negra, ante el asombro de todos
que no pudieron hacer nada para evitarlo, y le asestó tremenda trompada
al delegado que rodó por el piso de madera y polvillo con nariz rota
y todo. Desde el suelo y sangrante, el gobernador le ordenó al policía
que lo metiera preso a Pedro.
-Preso ya está. –dijo Juanchi y todos rieron, menos Pedro, el cura y
el que estaba en el suelo.
-Señor Laprida. –llamó el juez imponiendo orden y silencio en la sala.
–Deberá proceder a corroborar los dichos de éste, citando a una
persona de aquel lugar para que pueda confirmar o desmentir lo dicho,
para mañana, a esta misma hora.
-Sí señor.
-Mientras tanto que pasen los testigos y llévese al detenido.
Pedro fue alojado en el único calabozo que tenía aquel destacamento,
allí también estaba Pablo Hernández y el ebrio del pueblo, pero
no por ebriedad o hacer desorden, sino que pedía permiso para pasar la
noche ahí dentro ya que no tenía techo.
Había solamente un camastro que lo tomó Pedro sin que los otros
dijeran nada. Después de tres largas horas de silencio y de observaciones
mutuas, mientras el tiempo corría a velocidad de tortuga, el ebrio
abrió la boca y dijo:
-¿Y qué fue lo que hizo usted, pa’ tar acá?
-Hice lo que no es asunto suyo. –respondió Hernández que se había
sentado sobre la paja.
-Así no se responde a un compañero. –dijo el ebrio que no estaba tan
ebrio esa noche.