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Porque soy cristiano

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de menor talla que la de Bolívar, Sucre, Urdaneta, Páez y otros, no faltaron<br />

bárbaros que gustaban del olor de la sangre vertida por la mano de la saña y<br />

el odio. Para éstos la generosidad y el perdón eran extraños: los godos<br />

habían matado a sus padres, hermanos, hijos, siquiera a los amigos; les<br />

habían quitado sus bienes de fortuna, habían desolado sus pueblos, y era<br />

preciso matarlos sin misericordia. Esto no era justificable, pero ¿lo eran las<br />

atrocidades que provocaban tamaños y sangrientos desquites? Sin los<br />

Monteverdes y los Bobes, los Sámanos y los Enriles, los Payoles y otros<br />

tigres sostenedores del realismo en Colombia, no habríamos tenido entre<br />

los patriotas esotras fieras llamadas Camacaros, Otamendis, Mesas, Osas,<br />

etc.<br />

La guerra sin cuartel había deshumanizado, curémoslo así, los corazones<br />

de la mayor parte de realistas e insurgentes. Y si no siempre la crueldad y la<br />

fiereza, eran comunes la dureza y el despotismo, el ningún miramiento y lo<br />

descomedido del trato hasta con los propios compatriotas y amigos. El<br />

general don Bartolomé Salom, por ejemplo, era jefe lleno de méritos, pero los<br />

deslucía con la bronquedad de su trato. He tenido en mi poder un oficio<br />

escrito de su letra (por cierto letra de muy hermosa forma), que dirigió desde<br />

Latacunga al Corregidor de Ambato, en ocasión de hallarse aquél, de tránsito<br />

con un cuerpo de tropas. Ordenábale al empleado ambateño que para el día<br />

siguiente tuviera preparada la vitualla, y pedía, cien cargas de leña,<br />

terminando el oficio con estas palabras: "Advierto a usted que si no está lista<br />

la leña, la mandaré hacer de la casa de usted y de las de los alcaldes".<br />

Hay otra anécdota del mismo jefe aún más curiosa, y que no puedo resistir<br />

a la tentación de contarla aquí. Cuando Salom tocó en Ambato, hallábanse<br />

en el lugar tres oficiales, todos ambateños, y creyeron era deber suyo<br />

presentársele al punto, por si quisiera llamarlos al servicio. Vistiéronse de<br />

gala y aun se rociaron con esencia olorosa. Salom, vestido de amplios<br />

pantalones de bayeta, levitón del mismo género que le bajaba hasta los pies,<br />

y gorra de paño con tamaña visera de cuero, se adelantó a recibirlos; mas<br />

detúvose, los vio de arriba para abajo con ojos nada mansos, y con voz que<br />

armonizaba con la mirada les dijo: -"¿Soldados? ¿Ustedes soldados, eh?" y<br />

tras una interjección que no repito, pero que se adivina, añadió: -"¡El soldado<br />

hiede a pólvora y a demonio, y ustedes me vienen oliendo a mujercillas!" Y<br />

les volvió las espaldas dejándolos plantados y con las caras hechas ascuas.<br />

Sabido, pues, lo que eran esos hombres que gustaban heder a pólvora y a<br />

demonio, y que no hacían caso ninguno de nadie ni de sí mismos, y daban y

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