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COLECCIÓN<br />

PENSAMIENTO DOMINICANO<br />

VOLUMEN II<br />

Cuentos


COLECCIÓN<br />

PENSAMIENTO DOMINICANO<br />

VOLUMEN II<br />

Cuentos<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO | SELECCIÓN ANTOLÓGICA – TOMOS I Y II<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | CUENTOS DE POLÍTICA CRIOLLA<br />

JUAN BOSCH | MÁS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO<br />

VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN | CRÓNICAS DE ALTOCERRO<br />

EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | TRADICIONES Y CUENTOS DOMINICANOS<br />

INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA Y SEGUNDA SECCIÓN: Diógenes Céspedes<br />

Santo Domingo, República Dominicana<br />

2008


Sociedad dominicana<br />

de BiBliófiloS<br />

CONSEJO DIRECTIVO<br />

Mariano Mella, Presidente<br />

Dennis R. Simó Torres, Vicepresidente<br />

Antonio Morel, Tesorero<br />

Manuel García Arévalo, Vicetesorero<br />

Octavio Amiama de Castro, Secretario<br />

Sócrates Olivo Álvarez, Vicesecretario<br />

VOCALES<br />

Eugenio Pérez Montás • Miguel de Camps<br />

Edwin Espinal • Julio Ortega Tous • Mu-Kien Sang Ben<br />

Marino Incháustegui, Comisario de Cuentas<br />

ASESORES<br />

José Alcántara Almánzar • Andrés L. Mateo • Manuel Mora Serrano<br />

Eduardo Fernández Pichardo • Virtudes Uribe • Amadeo Julián<br />

Guillermo Piña Contreras • Emilio Cordero Michel • Raymundo González<br />

María Filomena González • Eleanor Grimaldi Silié • Tomás Fernández W.<br />

EX-PRESIDENTES<br />

Enrique Apolinar Henríquez +<br />

Gustavo Tavares Espaillat • Frank Moya Pons • Juan Tomás Tavares K.<br />

Bernardo Vega • José Chez Checo • Juan Daniel Balcácer<br />

Jesús R. Navarro Zerpa, Director Ejecutivo


BANCO DE RESERVAS<br />

DE LA REPúBLICA DOMINICANA<br />

Daniel Toribio<br />

Administrador General<br />

Miembro ex oficio<br />

CONSEJO DE DIRECTORES<br />

Lic. Vicente Bengoa<br />

Secretario de Estado de Hacienda<br />

Presidente ex oficio<br />

Lic. Mícalo E. Bermúdez<br />

Miembro<br />

Vicepresidente<br />

Dra. Andreína Amaro Reyes<br />

Secretaria General<br />

VOCALES<br />

Ing. Manuel Guerrero V.<br />

Lic. Domingo Dauhajre Selman<br />

Lic. Luis A. Encarnación Pimentel<br />

Dr. Joaquín Ramírez de la Rocha<br />

Lic. Luis Mejía Oviedo<br />

Lic. Mariano Mella<br />

SUPLENTES DE VOCALES<br />

Lic. Danilo Díaz<br />

Lic. Héctor Herrera Cabral<br />

Ing. Ramón de la Rocha Pimentel<br />

Ing. Manuel Enrique Tavárez Mirabal<br />

Lic. Estela Fernández de Abreu<br />

Lic. Ada N. Wiscovitch C.


Esta publicación, sin valor comercial,<br />

es un producto cultural de la conjunción de esfuerzos<br />

del Banco de Reservas de la República Dominicana<br />

y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.<br />

COMITÉ DE EVALUACIÓN Y SELECCIÓN<br />

Orión Mejía<br />

Director General de Comunicaciones y Mercadeo, Coordinador<br />

Luis O. Brea Franco<br />

Gerente de Cultura, Miembro<br />

Juan Salvador Tavárez Delgado<br />

Gerente de Relaciones Públicas, Miembro<br />

Emilio Cordero Michel<br />

Sociedad Dominicana de Bibliófilos<br />

Asesor<br />

Raymundo González<br />

Sociedad Dominicana de Bibliófilos<br />

Asesor<br />

María Filomena González<br />

Sociedad Dominicana de Bibliófilos<br />

Asesora<br />

Jesús Navarro Zerpa<br />

Director Ejecutivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos<br />

Secretario<br />

Los editores han decidido respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores<br />

en las ediciones que han servido de base para la realización de este volumen<br />

COLECCIÓN<br />

PENSAMIENTO DOMINICANO<br />

VOLUMEN II<br />

Cuentos<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO | SELECCIÓN ANTOLÓGICA – TOMOS I Y II<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | CUENTOS DE POLÍTICA CRIOLLA<br />

JUAN BOSCH | MÁS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO<br />

VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN | CRÓNICAS DE ALTOCERRO<br />

EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI | TRADICIONES Y CUENTOS DOMINICANOS<br />

ISBN: Colección completa: 978-9945-8613-9-6<br />

ISBN: Volumen II: 978-9945-457-01-08<br />

Coordinadores:<br />

Luis O. Brea Franco, por Banreservas; y<br />

Jesús Navarro Zerpa, por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos<br />

Ilustración de la portada: Rafael Hutchinson | Diseño y arte final: Ninón León de Saleme<br />

Corrección de pruebas: Jaime Tatem Brache | Impresión: Amigo del Hogar<br />

Santo Domingo, República Dominicana. Junio, 2008<br />

8


CONTENIDO<br />

Presentación<br />

Origen de la Colección Pensamiento Dominicano y criterios de reedición ............................. 11<br />

Da n i e l Toribio<br />

Administrador General del Banco de Reservas de la República Dominicana<br />

Exordio .................................................................................................................................... 15<br />

Ma r i a n o Me l l a<br />

Presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos<br />

Introducción a la primera sección ....................................................................................... 17<br />

Di ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

SÓCRATES NOLASCO<br />

EL CUENTO EN SANTO DOMINGO. SELECCIÓN ANTOLÓGICA<br />

Tomo I: Aparición y evolución del cuento en Santo Domingo. Noticias preliminares ..... 37<br />

Tomo II .............................................................................................................................. 109<br />

J. M. SANZ LAJARA<br />

EL CANDADO<br />

(Prólogo): Ma n u e l Va l l D e p e r e s ....................................................................................... 193<br />

JUAN BOSCH<br />

CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO<br />

Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos ........................................................................... 259<br />

Cuentos escritos en el exilio ............................................................................................... 271<br />

Introducción a la segunda sección ...................................................................................... 363<br />

Di ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI<br />

CUENTOS DE POLÍTICA CRIOLLA<br />

(Prólogo): Un libro de cuentos políticos ............................................................................... 385<br />

Ju a n bo s C h<br />

JUAN BOSCH<br />

MÁS CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO ............................................................... 475<br />

VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN<br />

CRÓNICAS DE ALTOCERRO. CUENTOS<br />

(Prólogo): Ca r l o s Cu r i e l .................................................................................................... 599<br />

EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI<br />

TRADICIONES Y CUENTOS DOMINICANOS<br />

Presentación ...................................................................................................................... 655<br />

Semblanza de Julio D. Postigo, editor de la Colección Pensamiento Dominicano ........... 771<br />

9


PRESENTACIÓN<br />

Origen de la Colección Pensamiento Dominicano<br />

y criterios de reedición<br />

Es con suma complacencia que, en mi calidad de Administrador General del Banco de<br />

Reservas de la República Dominicana, presento al país la reedición completa de la Colección<br />

Pensamiento Dominicano realizada con la colaboración de la Sociedad Dominicana de<br />

Bibliófilos, que abarca cincuenta y cuatro tomos de la autoría de reconocidos intelectuales<br />

y clásicos de nuestra literatura, publicada entre 1949 y 1980.<br />

Esta compilación constituye un memorable legado editorial nacido del tesón y la entrega<br />

de un hombre bueno y laborioso, don Julio Postigo, que con ilusión y voluntad de Quijote<br />

se dedica plenamente a la promoción de la lectura entre los jóvenes y a la difusión del libro<br />

dominicano, tanto en el país como en el exterior, durante más de setenta años.<br />

Don Julio, originario de San Pedro de Macorís, en su dilatada y fecunda existencia ejerce<br />

como pastor y librero, y se convierte en el editor por antonomasia de la cultura dominicana<br />

de su generación.<br />

El conjunto de la Colección versa sobre temas variados. Incluye obras que abarcan desde<br />

la poesía y el teatro, la historia, el derecho, la sociología y los estudios políticos, hasta incluir<br />

el cuento, la novela, la crítica de arte, biografías y evocaciones.<br />

Don Julio Postigo es designado en 1937 gerente de la Librería Dominicana, una dependencia<br />

de la Iglesia Evangélica Dominicana, y es a partir de ese año que comienza la<br />

prehistoria de la Colección.<br />

Como medida de promoción cultural para atraer nuevos públicos al local de la Librería<br />

y difundir la cultura nacional organiza tertulias, conferencias, recitales y exposiciones de<br />

libros nacionales y latinoamericanos, y abre una sala de lectura permanente para que los<br />

estudiantes puedan documentarse.<br />

Es en ese contexto que en 1943, en plena guerra mundial, la Librería Dominicana publica<br />

su primer título, cuando aún no había surgido la idea de hacer una colección que reuniera<br />

las obras dominicanas de mayor relieve cultural de los siglos XIX y XX.<br />

El libro publicado en esa ocasión fue Antología Poética Dominicana, cuya selección y prólogo<br />

estuvo a cargo del eminente crítico literario don Pedro René Contín Aybar. Esa obra<br />

viene posteriormente recogida con el número 43 de la Colección e incluye algunas variantes<br />

con respecto al original y un nuevo título: Poesía Dominicana.<br />

En 1946 la Librería da inicio a la publicación de una colección que denomina Estudios,<br />

con el fin de poner al alcance de estudiantes en general, textos fundamentales para complementar<br />

sus programas académicos.<br />

Es en el año 1949 cuando se publica el primer tomo de la Colección Pensamiento Dominicano,<br />

una antología de escritos del Lic. Manuel Troncoso de la Concha titulada Narraciones<br />

Dominicanas, con prólogo de Ramón Emilio Jiménez. Mientras que el último volumen, el<br />

número 54, corresponde a la obra Frases dominicanas, de la autoría del Lic. Emilio Rodríguez<br />

Demorizi, publicado en 1980.<br />

11


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | POESÍA Y TEATRO<br />

Una reimpresión de tan importante obra pionera de la bibliografía dominicana del<br />

siglo XX, como la Colección Pensamiento Dominicano, presenta graves problemas para editarse<br />

acorde con parámetros vigentes en nuestros días, debido a que originariamente no<br />

fue diseñada para desplegarse como un conjunto armónico, planificado y visualizado en<br />

todos sus detalles.<br />

Esta hazaña, en sus inicios, se logra gracias a la voluntad incansable y al heroísmo<br />

cotidiano que exige ahorrar unos centavos cada día, para constituir el fondo necesario que<br />

permita imprimir el siguiente volumen –y así sucesivamente– asesorándose puntualmente<br />

con los más destacados intelectuales del país, que sugerían medidas e innovaciones adecuadas<br />

para la edición y títulos de obras a incluir. A veces era necesario que ellos mismos<br />

crearan o seleccionaran el contenido en forma de antologías, para ser presentadas con un<br />

breve prólogo o un estudio crítico sobre el tema del libro tratado o la obra en su conjunto,<br />

del autor considerado.<br />

Los editores hemos decidido establecer algunos criterios generales que contribuyen a<br />

la unidad y coherencia de la compilación, y explicar el porqué del formato condensado en<br />

que se presenta esta nueva versión. A continuación presentamos, por mor de concisión, una<br />

serie de apartados de los criterios acordados:<br />

� Al considerar la cantidad de obras que componen la Colección, los editores, atendiendo<br />

a razones vinculadas con la utilización adecuada de los recursos técnicos y financieros<br />

disponibles, hemos acordado agruparlas en un número reducido de volúmenes, que<br />

podrían ser 7 u 8. La definición de la cantidad dependerá de la extensión de los textos<br />

disponibles cuando se digitalicen todas las obras.<br />

� Se han agrupado las obras por temas, que en ocasiones parecen coincidir con algunos<br />

géneros, pero ésto sólo ha sido posible hasta cierto punto. Nuestra edición comprenderá<br />

los siguientes temas: poesía y teatro, cuento, biografía y evocaciones, novela, crítica de<br />

arte, derecho, sociología, historia, y estudios políticos.<br />

� Cada uno de los grandes temas estará precedido de una introducción, elaborada por<br />

un especialista destacado de la actualidad, que será de ayuda al lector contemporáneo,<br />

para comprender las razones de por qué una determinada obra o autor llegó a considerarse<br />

relevante para ser incluida en la Colección Pensamiento Dominicano, y lo auxiliará<br />

para situar en el contexto de nuestra época, tanto la obra como al autor seleccionado. Al<br />

final de cada tomo se recogen en una ficha técnica los datos personales y profesionales<br />

de los especialistas que colaboran en el volumen, así como una semblanza de don Julio<br />

Postigo y la lista de los libros que componen la Colección en su totalidad.<br />

� De los tomos presentados se hicieron varias ediciones, que en algunos casos modificaban<br />

el texto mismo o el prólogo, y en otros casos más extremos se podía agregar<br />

otro volumen al anteriormente publicado. Como no era posible realizar un estudio filológico<br />

para determinar el texto correcto críticamente establecido, se ha tomado como<br />

ejemplar original la edición cuya portada aparece en facsímil en la página preliminar<br />

de cada obra.<br />

12


PRESENTACIÓN | Da n I e l TorIbIo, aD m I n I s T r a D o r Ge n e r a l D e ba n r e s e rVa s<br />

� Se decidió, igualmente, respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores<br />

o curadores de las ediciones que han servido de base para la realización de esta publicación.<br />

� Las portadas de los volúmenes se han diseñado para esta ocasión, ya que los planteamientos<br />

gráficos de los libros originales variaban de una publicación a otra, así como<br />

la tonalidad de los colores que identificaban los temas incluidos.<br />

� Finalmente se decidió que, además de incluir una biografía de don Julio Postigo y<br />

una relación de los contenidos de los diversos volúmenes de la edición completa, agregar,<br />

en el último tomo, un índice onomástico de los nombres de las personas citadas, y otro<br />

índice, también onomástico, de los personajes de ficción citados en la Colección.<br />

En Banreservas nos sentimos jubilosos de poder contribuir a que los lectores de nuestro<br />

tiempo, en especial los más jóvenes, puedan disfrutar y aprender de una colección bibliográfica<br />

que representa una selección de las mejores obras de un período áureo de nuestra<br />

cultura. Con ello resaltamos y auspiciamos los genuinos valores de nuestras letras, ampliamos<br />

nuestro conocimiento de las esencias de la dominicanidad y renovamos nuestro orgullo de<br />

ser dominicanos.<br />

13<br />

Daniel Toribio<br />

Administrador General


EXORDIO<br />

Reedición de la Colección Pensamiento Dominicano:<br />

una realidad<br />

Como presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, siento una gran emoción al<br />

poner a disposición de nuestros socios y público en general la reedición completa de la Colección<br />

Pensamiento Dominicano, cuyo creador y director fue don Julio Postigo. Los 54 libros<br />

que componen la Colección original fueron editados entre 1949 y 1980.<br />

Salomé Ureña, Sócrates Nolasco, Juan Bosch, Manuel Rueda, Emilio Rodríguez Demorizi,<br />

son algunos autores de una constelación de lo más excelso de la intelectualidad dominicana<br />

del siglo XIX y del pasado siglo XX, cuyas obras fueron seleccionadas para conformar los<br />

cincuenta y cuatro tomos de la Colección Pensamiento Dominicano. A la producción intelectual<br />

de todos ellos debemos principalmente que dicha Colección se haya podido conformar por<br />

iniciativa y dedicación de ese gran hombre que se llamó don Julio Postigo.<br />

Qué mejor que las palabras del propio señor Postigo para saber cómo surge la idea o la inspiración<br />

de hacer la Colección. En 1972, en el tomo n.º 50, titulado Autobiografía, de Heriberto Pieter,<br />

en el prólogo, Julio Postigo escribió lo siguiente: (…) “Reconociendo nuestra poca idoneidad<br />

en estos menesteres editoriales, un sentimiento de gratitud nos embarga hacia Dios, que no<br />

sólo nos ha ayudado en esta labor, sino que creemos fue Él quien nos inspiró para iniciar esta<br />

publicación” (…); y luego añade: (…) “nuestra más ferviente oración a Dios es que esta Colección<br />

continúe publicándose y que sea exponente, dentro y fuera de nuestra tierra, de nuestros<br />

más altos valores”. En estos extractos podemos percibir la gran humildad de la persona que<br />

hasta ese momento llevaba 23 años editando lo mejor de la literatura dominicana.<br />

La reedición de la Colección Pensamiento Dominicano es fruto del esfuerzo mancomunado<br />

de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, institución dedicada al rescate de obras clásicas<br />

dominicanas agotadas, y del Banco de Reservas de la República Dominicana, el más importante<br />

del sistema financiero dominicano, en el ejercicio de una función de inversión social de<br />

extraordinaria importancia para el desarrollo cultural. Es justo valorar el permanente apoyo<br />

del Lic. Daniel Toribio, Administrador General de Banreservas, para que esta reedición sea<br />

una realidad.<br />

Agradecemos al señor José Antonio Postigo, hijo de don Julio, por ser tan receptivo con<br />

nuestro proyecto y dar su permiso para la reedición de la Colección Pensamiento Dominicano.<br />

Igualmente damos las gracias a los herederos de los autores por conceder su autorización<br />

para reeditar las obras en el nuevo formato que condensa en 7 u 8 volúmenes los 54 tomos<br />

de la Colección original.<br />

Mis deseos se unen a los de Postigo para que esta Colección se dé a conocer en nuestro<br />

territorio y en el extranjero, como exponente de nuestros más altos valores.<br />

15<br />

Mariano Mella<br />

Presidente<br />

Sociedad Dominicana de Bibliófilos


INTRODUCCIÓN<br />

A LA PRIMERA SECCIÓN<br />

Di ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

Sócrates Nolasco: El cuento en Santo Domingo<br />

a) Visión del presentador<br />

En la introducción titulada “Aparición y evolución del cuento en Santo Domingo”, que figura<br />

en el tomo I del libro El cuento en Santo Domingo, Sócrates Nolasco 1 afirma que el cuento<br />

antiguo como género cultivado en España desde el Renacimiento –y cita a El Conde Lucanor,<br />

de don Juan Manuel, y el “Rinconete y Cortadillo”, de Cervantes, como ejemplos– llegó a<br />

Santo Domingo, donde se conservó “sin esenciales alteraciones”. (I, 7)<br />

Afirma también Nolasco que “en El Conde Lucanor vino además el cuento correcto; y<br />

siguiendo los ejemplos del precavido y atildado don Juan Manuel, las Antillas pudieron<br />

producir cuentistas siglos antes de que el cuento y la leyenda se imprimieran en los países<br />

del continente americano. Pero si alguno de nuestros hombres de letras, pertenecientes a los<br />

siglos anteriores al siglo XIX, se entretuvo en un género que pasó a ser por mucho tiempo<br />

desestimado, carecemos de testimonio.” (Ibíd.)<br />

Existen pruebas documentales de remisión a las Antillas y Tierra Firme de estas obras<br />

de don Juan Manuel y Cervantes y otros autores de la misma época por parte de los mercaderes<br />

de libros de Sevilla, pero la ausencia de imprenta entre los siglos XV y XVIII, amén de<br />

la prohibición imperial de imprimir libros en las colonias, salvo que no trataran de asuntos<br />

religiosos o morales, explica la ausencia de escritores que escribieran acerca de temas profanos,<br />

mentirosas historias y fantasías 2 .<br />

No sé si Nolasco conoció la polémica entre Irving Leonard y Pedro Henríquez Ureña<br />

acerca de este tema, pero lo cierto es que el cuentista dominicano tiene su propia versión de<br />

por qué el cuento no fructificó en Santo Domingo si teníamos la fuente directa de España:<br />

“Aquel modelo de ‘cuento universal’, de enseñanzas y moraleja sin moral rígida, fácilmente<br />

traslaticio, sin otro sitio determinado ni sabor regional, ni juego descriptivo de una realidad<br />

impresionante, tan pronto se formaron nuestras ciudades abandonó el vecindario urbano, y<br />

antes que el romance, la décima y la copla, se refugió entre aldeanos logrando perdurar con<br />

variantes adquiridas y bautizado con el pintoresco apelativo de cuento de camino, familiar y<br />

repetido para entretenimiento en las veladas nocturnas.” (I, 7-8)<br />

Harto difícil es el creer que el cuento correcto al modo de El conde Lucanor o Cervantes,<br />

es decir, el género tal como lo conocemos hoy, se haya aposentado en las Antillas y que<br />

estas hayan producido cuentistas siglos antes de la introducción de la imprenta en América<br />

hispánica, sobre todo si carecemos de testimonios.<br />

1 Ciudad Trujillo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n. o 12, 1957 (dos tomos). Las citas<br />

remiten directamente al tomo y la página.<br />

2 Irving Leonard. Los libros del conquistador. México: Fondo de Cultura Económica, 1979, pp.12, 222, 265-280.<br />

17


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

El mismo Nolasco sugiere que después de la introducción de la imprenta en el continente<br />

americano, los grandes cuentistas hispanoamericanos son deudores del cuento francés del<br />

siglo XIX –Alfonso Daudet y Guy de Maupassant– y no del cuento español. Y cita Nolasco<br />

en apoyo de su tesis a Rubén Darío y Manuel Díaz Rodríguez, cuyos cuentos “no pierden la<br />

gracia de productos de escritorio.” (I, 9) El antólogo precisa que la primera gran antología<br />

de cuentos españoles de Antonio Paz y Meliá, publicada en 1890, no surtió la influencia<br />

esperada en América hispánica porque tampoco la tuvo en la Península, aparte de que en<br />

ultramar muy pocos poseyeron un ejemplar.<br />

De esto se desprende que si la cultura de lengua española ofrecía, con la picaresca,<br />

“modelos sobresalientes para el estudio y la pintura de tipos, y para entenderlo así bastaba<br />

con fijarse en “Rinconete y Cortadillo”, de Cervantes (I, 8), ¿por qué ir a abrevar en el naturalismo<br />

francés a fin de aprender a fijar en el marco del cuento artístico lo esencial de la<br />

vida circunstante?” (Ibíd.)<br />

La moda y la traducción, así como el acceso a tales traducciones, sumado a la demanda<br />

y la oferta del mercado francés y la prontitud de entrega con respecto al mercado español,<br />

atravesado por la crisis del imperio (guerra de Cuba y guerra hispano-norteamericana en las<br />

Filipinas), quizá expliquen la preferencia de los autores franceses, así como de otros extranjeros,<br />

rusos por lo demás, tales como Tolstoi, Gorki, Andreiev y Chéjov, citados por el propio<br />

Nolasco, los cuales ofrecían también lo mismo que los cuentistas franceses, pero además, el<br />

valor agregado de una moda diferente: el exotismo, según la expresión del referido antólogo,<br />

producido por “observadores de un mundo remoto y desconocido.” (Ibíd.)<br />

¿Cuál fue el resultado de la aclimatación de esos cuentos y autores naturalistas, modernistas<br />

y rusos en el ambiente literario y cultural dominicano? Un bello artificio, como lo prueba el<br />

caso paradigmático de Fabio Fiallo, un escritor de talento, modelo para otros aclimatadores<br />

de cuentos exóticos, pero que no cambia el ritmo de la cuentística dominicana hasta que no<br />

abandona esas frivolidades literarias plenas de exotismo y retórica contenidas en Cuentos<br />

frágiles, del tipo “Yubr”, que abre el libro, o “La domadora”, “Tiranías”, “Entre ellas”, “Ernesto<br />

de Anquises”, “La condesita del Castañar”, “Soika”, “Rivales” y “El nabab” 3 . Aunque<br />

Nolasco achaca el resultado de esa aclimatación a un historicismo: la aparición tardía del<br />

cuento moderno en América, este mito racionalista no explica la ausencia de grandes cuentistas<br />

en Santo Domingo cuando Nicaragua ofrece el ejemplo de un Darío y Cuba el de un<br />

Martí, un Casal o una Avellaneda y Venezuela el de un Díaz Rodríguez.<br />

La modernización, la técnica y la tecnología pueden explicar el desarrollo capitalista de<br />

un país con respecto a otro que no haya accedido a esa especificidad histórica, pero no su<br />

modernidad, ya que esta es criticidad radical de los discursos y prácticas de una sociedad.<br />

La aparición de esta criticidad radical es el verdadero “progreso” y “desarrollo” de una<br />

sociedad, si suscribiera yo, que no es el caso, esas dos nociones del sentido de la historia.<br />

La aparición de un poeta, de un escritor que asuma en su sociedad esta crítica radical,<br />

no obedece al alto grado de su sistema educativo, sino a la inteligencia personal de ese intelectual.<br />

Este tipo de intelectual (sea el cuentista, el novelista, el poeta o el ensayista) es el que<br />

Santo Domingo no produjo en aquel final de siglo XIX y principio de siglo XX. A finales del<br />

segundo decenio del siglo XX y hasta su muerte en 1946, Pedro Henríquez Ureña será ese<br />

intelectual crítico que la cultura dominicana no produjo en el período que he considerado<br />

3 Obras completas. Sociedad Dominicana de Bibliófilos. Volumen II. Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1980.<br />

18


INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

más arriba, con la salvedad de que los efectos de su labor se sintieron con toda eficacia en<br />

México y Argentina, España y los Estados Unidos y con menos peso en el Caribe y el resto<br />

de la América hispánica por razones explicables conforme a su exilio político e intelectual.<br />

De ahí el resultado obtenido por la cultura dominicana y que Nolasco explica tan lúcidamente:<br />

“Los críticos no han tenido la oportunidad de decir que aquel modelo exótico produjo<br />

en nuestro país engendros endebles, numerosos y afectados. Asombra que sin vocación ni<br />

necesidad tantas personas honorables se dieran a producir tan pobres resultados. Abogados,<br />

notarios, comerciantes, honestas señoritas y señoras, compitiendo por ser cuentistas llenaban<br />

La Revista Ilustrada de Miguel Ángel Garrido –1898-1900– creyendo seguir el dechado de<br />

Francia. Pararon de repente sorprendidos por los cuentos de dos maestros del modernismo:<br />

Manuel Díaz Rodríguez y Rubén Darío…” (Ibíd.)<br />

Nolasco suministra en nota al calce una lista larga de esos “cuentistas” y asiduos colaboradores<br />

de la revista de Garrido, carentes de vocación y que competían por figurear en la<br />

referida publicación. Esta observación del antólogo, a medio siglo de haber sido formulada,<br />

tiene hoy vigorosa vigencia en nuestro medio social: cantidad enorme de hombres y mujeres<br />

de todas las clases sociales, sin vocación ni necesidad, salvo que no sea el salir del anonimato<br />

y la chatura a que les reduce el capitalismo, el aparentar o el escalar socialmente, se pelean<br />

por aparecer con su firma en revistas, periódicos y suplementos, con los mismos resultados<br />

endebles y afectados de ayer.<br />

En el siglo XIX, dice Nolasco que quienes “le dieron realidad precisa al cuento en la República<br />

Dominicana”, aun con grandes y pequeños defectos, fueron Virginia Elena Ortea, José<br />

Ramón López, Augusto Franco Bidó, Fabio Fiallo, Rafael Justino Castillo, Rafael Deligne, Federico<br />

García Godoy, Ulises Heureaux hijo y ocasionalmente Federico Henríquez y Carvajal. Ha<br />

de suponerse que cada uno de estos autores aplicó en sus cuentos la teoría que define a finales<br />

del siglo XIX y principio del XX los rasgos distintivos del género, según Nolasco, a saber: 1)<br />

realidad del personaje, 2) lugar y ambiente, 3) dominio del idioma o corrección conveniente,<br />

4) la originalidad como virtud, y 5) la no confusión entre anécdota y cuento.<br />

Naturalmente, con esos rasgos distintivos o atributos del cuento no se mide el valor<br />

literario. Solo el dominio del idioma o corrección conveniente sí es uno de los atributos<br />

específicos del valor literario. Pero sospecho que en la época de la escritura de Nolasco esta<br />

corrección conveniente tenía que ver con la gramática normativa. La originalidad, ya se sabe,<br />

que no remite a nada y sí a lo indemostrable, lo inasible, aunque se la ha confundido con la<br />

novedad desde los tiempos de Aristóteles. La realidad del personaje remite a lo convincente,<br />

a lo verosímil, a un cierto nacionalismo como ideología literaria, pero si se le concibe como<br />

remisión a la especificidad cultural puede ser semánticamente productivo, mientras que el<br />

lugar y el ambiente son ideologías que oponen lo nacional a lo extranjero, pero como copia o<br />

imitación, tal como la rechaza Nolasco con respecto al uso que hicieron algunos aficionados<br />

al cuento con Alfonso Daudet y Guy de Maupassant o con los cuentistas rusos.<br />

Tres años más tarde, en 1960, Juan Bosch esbozará en el ensayo publicado en Caracas con<br />

el título de Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, nuevas reglas más específicas a lo literario,<br />

las cuales cambian las de Nolasco y las que se conocían acerca de este género en América<br />

hispana. Y luego de su llegada al país en octubre de 1961, Julio D. Postigo emprende la publicación<br />

del libro Cuentos escritos en el exilio, cuya introducción es nada más y nada menos<br />

que el célebre ensayo publicado en Caracas, cuyos antecedentes remiten a los años 40 del<br />

siglo pasado en La Habana.<br />

19


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

De modo que este texto teórico, que Nolasco leyó sin duda, sepulta las ideas acerca de<br />

lo que es el valor literario del cuento. A partir de 1964 y en la misma colección donde se<br />

publicaron los dos tomos de Nolasco en 1957, abrió Bosch el camino para una generación<br />

nueva que surgía sin una idea clara de las características del cuento. Creo que el libro de<br />

Nolasco no tuvo el tiempo necesario para ejercer influencia en la generación de cuentistas<br />

que surgió luego de la caída de la dictadura trujillista, pues las imágenes del mundo que<br />

surgió después del 30 de mayo de 1961 no cabían en el recetario de Nolasco, hombre literariamente<br />

conservador y políticamente vinculado con el trujillismo, del cual fue Senador<br />

en el Congreso.<br />

Tampoco ejerció Nolasco influencia en los antologados, muchos de los cuales estaban<br />

todavía vivos en 1957, ya que estos participan de las mismas ideas de Nolasco en política y<br />

literatura. Esto explica que los criterios de Nolasco para escoger los cuentos que forman su<br />

obra sean los de “una recopilación intentada sin mayor rigor de florilegio”, como él mismo<br />

aclara (I, 12) y como, tal vez, al copiar a su primo Max Henríquez Ureña y a la autoridad<br />

literaria de la cual estaba investido, sucumbió a la misma idea de don Max al escribir su<br />

Panorama histórico de la literatura dominicana en 1945 4 .<br />

Salvo que el libro de Emilio Rodríguez Demorizi titulado Cuentos de política criolla no<br />

tuviera en su edición de 1963 el prólogo de Bosch (reproducido en la segunda edición de<br />

1977), Nolasco no leyó la definición de lo que era el cuento para Bosch y esta le encaja perfectamente<br />

a casi todos los textos de su antología.<br />

Sin embargo, el valor de la antología de Noslasco es principalmente histórico como<br />

documento de primera mano para el estudio antropológico de la mentalidad y la cultura<br />

dominicanas de fin de siglo XIX y principio del XX, es decir, lo que aquella cultura de treinta<br />

años de autoritarismo entendió por cuento, literatura y sujeto.<br />

De acuerdo a la visión del presentador de la antología, Nolasco tenía la siguiente esperanza<br />

al entregar al público el primer tomo de su obra: “Responde a estas observaciones<br />

la recopilación que se entrega al público sin la severidad que requieren los florilegios, que<br />

implican selección obtenida mediante examen comparativo de los ejemplares de cada autor.”<br />

(I, 25) Y promete “pronto dar a la publicidad otro volumen en el cual tendrán cabida autores<br />

de no menor calidad y reputación que los comprendidos en el presente.” (Ibíd.)<br />

El párrafo final explica la selección sin rigor de florilegio hecha por Nolasco: “Librería<br />

Dominicana, entendiendo que el cuento en nuestro país ha alcanzado su plenitud durante<br />

la era de Trujillo, realiza ahora un nuevo aporte como entusiasta colaboradora en la obra del<br />

desarrollo cultural que le imprime sin desmayo a la república de las letras el Benefactor de<br />

la Patria y Padre de la Patria Nueva.” (Ibíd.) Este solo párrafo bastó para que la generación<br />

de escritores surgida luego del ajusticiamiento de Trujillo, rechazara en bloque la antología<br />

de Nolasco. A casi cincuenta años de aquellos acontecimientos, sin la pasión política que<br />

obnubila, la antología de Nolasco hay que verla, tanto en su prólogo como en su selección,<br />

con criterios estrictamente literarios y la propaganda trujillista contenida en sus páginas<br />

debe ser situada en sus efectos políticos e ideológicos, sin conciliación ni atribuciones de<br />

responsabilidad al tiempo o a las circunstancias. Es dicho párrafo una hábil maniobra literaria<br />

que responsabilizaba al editor del contenido de una alabanza a Trujillo que se convirtió en<br />

aquellos 31 años en un estereotipo obligado.<br />

4 Publicada en Río de Janeiro en 1945 para la época en que fue embajador en Brasil.<br />

20


INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

En la antología de Nolasco todos los cuentistas elegidos son funcionarios del régimen.<br />

Y sin embargo, el hombre que en 1933 cambió para siempre la forma de escribir cuentos en<br />

el país con Camino real quedó excluido de esa antología a causa de su condición de exiliado<br />

político y líder del partido de oposición más importante en el exilio. Aunque quienes siguieron<br />

su enseñanza y escribieron influidos por él (Hilma Contreras, Virgilio Díaz Ordóñez, Ramón<br />

Marrero Aristy, Ramón Lacay Polanco, J. M. Sanz Lajara, Néstor Caro y José Rijo, para citar<br />

a los más importantes), figuran en la antología de Nolasco. Hay que acotar que Hilma Contreras<br />

fue siempre una disidente discreta del régimen y que no llegó nunca ostentar cargos<br />

públicos de responsabilidad política en el régimen de Trujillo.<br />

Sanz Lajara no figura en la obra quizá debido a la ideología literaria del nacionalismo<br />

de la antología de Nolasco, la cual repugnaba por artificiales o exóticos los cuentos que trataran<br />

temas sin vinculación con la historia y la cultura dominicanas, como son Aconcagua<br />

y Cotopaxi. Nolasco debió leer estos dos libros de viajes y cuentos, el primero publicado en<br />

1949 y el segundo en 1950.<br />

Nolasco se incluyó en su propia antología, procedimiento que han seguido, salvo una<br />

que otra excepción, casi todos nuestros antólogos literarios, hombres o mujeres.<br />

En ese primer tomo, casi todos los textos son posteriores a Camino real, de Bosch, publicado<br />

en 1933, pero algunos de los cuentos contenidos en este volumen vieron la luz antes de su<br />

inclusión en el referido volumen, de modo que casi todos los escritores y escritoras incluidos<br />

en la obra de Nolasco debieron leer los cuentos de Bosch. Aunque pocas veces Nolasco da<br />

la procedencia de los textos incluidos en los dos volúmenes, se infiere, aunque no siempre,<br />

que el cuento antologado se encuentra en las obras de los autores que se citan al calce.<br />

b) Visión de cada obra<br />

Haré una lista de los textos que más se aproximan a lo que Bosch entendió por cuento,<br />

con sus dos leyes de la palabra precisa para describir la acción y la fluencia constante, pero<br />

que el propio Nolasco les encuentra defectos, ya que no cumplen con los rasgos que él ha<br />

dado a conocer en el prólogo a su libro:<br />

En “El forastero” (II, 159), de José María Pichardo, la acción no se detiene, pero contiene<br />

zonas donde la palabra precisa para la descripción de la acción no es la perfecta. Los dos<br />

libros de cuentos de Pichardo son de 1917 y 1927.<br />

En “Mujeres” (II, 37) y “El fugitivo” (II, 45), de Marrero Aristy, domina el procedimiento<br />

de los cuadros de costumbres.<br />

En “Pero él era así” (p.II, 9), de Ángel Rafael Lamarche, prevalece el procedimiento<br />

artificial y exótico de Fabio Fiallo, recusado por Nolasco, y que el lector puede encontrar en<br />

“El príncipe del mar” (I, 87).<br />

En “El tren no expreso” (II, 203) dominan la estampa y el exotismo, aunque aparece el<br />

contexto local, rasgo exigido por Nolasco, así como el nacionalismo literario que primó en<br />

la era de Trujillo y que luego fue recogido por la teoría marxista del compromiso literario.<br />

En “Floreo” (I, 179), de José Rijo, se cumplen las leyes del cuento boschiano.<br />

En “El regidor Payano” (II, 81), de Francisco Moscoso Puello, se cumple el procedimiento<br />

de la estampa literaria localista.<br />

En “Ma Paula se fue al otro mundo” (II, 95) y “Ángel Liberata” (II, 105) los dos temas<br />

son excelentes, propios del realismo mágico, pero las digresiones y desvíos a que el narrador<br />

somete a los personajes les inhabilitan para calificar como cuentos bien logrados. Nolasco<br />

21


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

aplicó a los dos textos el principio de la moraleja sin moral rígida y los dejó en estampas<br />

clásicas regionales del Sur.<br />

“Los diamantes de Plutón” (II, 123), de Virginia Elena Ortea, es considerado por Nolasco<br />

como “un puente entre el cuento moderno y el cuento antiguo” y personificación del “mito<br />

heleno de Perséfone” (I, 10), carente de sitio y tiempo, defectos del modelo de cuento del<br />

antólogo, pero con “estilo sobrio, claro y animado”, lo cual no significa nada.<br />

“A mí no me apunta nadie con carabina vacía” (I, 29), de Julín Varona, tiene, al igual que<br />

“El forastero”, de Pichardo, el mismo mérito: la acción no se detiene nunca y las palabras que<br />

describen las acciones del personaje principal, Ismenio, y del asaltante, Benceslao, son las<br />

precisas. Este es un cuento de la estirpe de los de Camino real. El pintoresquismo del idioma<br />

del Sur es igual al pintoresquismo del español cibaeño que tan bien domina Bosch. Es una<br />

ideología lingüística de época, propia del realismo de la novela de la tierra.<br />

En “Cielo negro” y “Guanuma” (I, 43, 48), de Néstor Caro, coexisten dos temas boschianos<br />

–el buey y el diablo como personajes– cultivados desde Camino real con “La pájara” y reanudados<br />

en Cuentos escritos en el exilio y Más cuentos escritos en el exilio con “El funeral”, “Maravilla” y “El<br />

Socio”. Igualmente, “La cuenta del malo” (II, 171), de Freddy Prestol Castillo, se queda en estampa<br />

del tema del diablo, muy ligado al cuento de camino que emigró al campo dominicano.<br />

En “La eracra de oro” (II, 131), de Virginia de Peña de Bordas, existe un mayor acercamiento<br />

a las reglas del cuento de Nolasco, pues la cultura taína empalma con la afrohispana como<br />

parte de la historia dominicana, es decir, que este texto responde a la exigencia de lo local,<br />

del sitio y tiempo, dominio del idioma y, también, a las dos leyes del cuento boschiano.<br />

Igualmente, responden a las mismas exigencias los cuentos “El centavo” (I, 39), de<br />

Manuel del Cabral, “La Virgen del aljibe” (I, 55), de Hilma Contreras, “Aquel hospital”<br />

(I, 79), de Virgilio Díaz Ordóñez, “Deleite” (I, 145), de Tomás Hernández Franco, y “Mi<br />

traje nuevo” (I, 163), de Miguel Ángel Jiménez. Con respecto a “La conga se va” (I, 123),<br />

de Max Henríquez Ureña, y “La sombra” (I, 139), de Pedro Henríquez Ureña, hay que decir<br />

que no responden a la exigencia nolasqueña de lo local, pues ambos textos están ubicados el<br />

primero, en Santiago de Cuba, y el segundo no determina sitio ni tiempo. Ambos responden<br />

a las dos leyes boschianas del cuento y en esta teoría no es pertinente la determinación del<br />

espacio geográfico o la fecha de la escritura para que un texto tenga valor literario, como lo<br />

prueban los cuentos de ambiente y época hispanoamericana escritos por Bosch, verbigracia<br />

“La muchacha de La Guaira”, “El indio Manuel Sicuri”, “El hombre que lloró”, “La muerte<br />

no se equivoca dos veces”, “Rumbo al puerto de origen”, “La mancha indeleble”, por no<br />

citar otros. Finalmente, el cuento “La bruja” (I, 189) anda cerca de la exigencia boschiana,<br />

pero hay digresiones y desvíos que matan el interés del lector.<br />

El texto de Gustavo Díaz “Dos veces capitán” (I, 73) es una ideología patriótica que cae<br />

perfectamente en la tradición al estilo de Penson o Troncoso de la Concha. Lo mismo se<br />

puede decir de “La cita” (I, 93) de Federico García Godoy. Igualmente, caen en las tradiciones<br />

dominicanas los textos de Antonio Hoepelman “Nobleza castellana” (I, 157) y “Honor<br />

trinitario” (I, 171) de Miguel Ángel Jiménez, ideología hispánica el primero e ideología<br />

patriótica el segundo, aunque este último tiene madera de cuento con final sorprendente.<br />

Pero en la teoría boschiana este es un rasgo que puede estar presente o ausente del cuento.<br />

El texto “El general José Pelota” (II, 53), de Miguel Ángel Monclús, y “Cándido Espuela”<br />

(II, 215), de Vigil Díaz, son, al igual que “El general Fico”, de José Ramón López, cuadros<br />

de costumbres de la época montonera o de Concho Primo.<br />

22


INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

En cambio, “Las tres tumbas misteriosas” (II, 149), ¿cuento gótico con moraleja sin moral<br />

rígida?, de José Joaquín Pérez, y “Una decepción” (II, 189) y “El proceso a Santín” (II, 196), de<br />

Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, así como “Humorada trágica” (I, 113), de Federico<br />

Henríquez y Carvajal, y “Modus vivendi” (I, 65), de Rafael Damirón, bien escritas, con las<br />

dos leyes boschianas presentes y con los requisitos nolasqueños en acción, son, sin embargo,<br />

tradiciones dominicanas en el mejor sentido.<br />

Los textos de Ramón Emilio Jiménez titulados “La escalera inesperada” (II, 179) y “Duelo<br />

comercial” (II, 183) son perfectos cuadros de costumbres pintorescos y picarescos, llenos de<br />

malicia cibaeña, de gracejo y humor.<br />

En “El sueño del guerrero” (I, 105), del general Máximo Gómez, existe determinación<br />

de sitio y tiempo (Cuba, Cuartel de la Demajagua, junio de 1889) y con una contra-ideología<br />

que recusa la matanza de los indios por Colón y los conquistadores del Nuevo Mundo y<br />

coloca al Almirante en un limbo o purgatorio donde expía sus crímenes, sin posibilidad de<br />

acceder al Paraíso.<br />

Y, finalmente, “Por qué el negro tiene la piel así” (II, 220) es, como su nombre lo indica,<br />

un verdadero cuento de camino, no exento de una ideología legendaria y mítica que no atina<br />

a explicar el racismo en contra de los negros sino por mediación de una fabulación.<br />

c) Visión de hoy<br />

Todos estos textos, sean estampas, anécdotas, cuadro de costumbres o tradiciones han<br />

envejecido con las circunstancias que les dieron origen.<br />

No han envejecido, sin embargo, “Floreo”, de Rijo, “Aquel hospital”, de Díaz Ordóñez,<br />

“Mi traje nuevo”, de Miguel Ángel Jiménez, “El centavo”, de Manuel del Cabral, y “Deleite”,<br />

de Hernández Franco.<br />

Hay que señalar que el envejecimiento no significa que no leamos dichos textos con<br />

curiosidad a fin de saber qué temas prefirieron nuestros escritores y cuáles teorías literarias<br />

e históricas pusieron en juego a finales del siglo XIX y un poco más allá de la mitad del siglo<br />

XX. Son documentos que simbolizan la arqueología del cuento dominicano y sus vicisitudes<br />

antes de llegar a las puertas del hecho-tema único y las leyes de la palabra precisa para<br />

describir la acción y la fluencia constante de Bosch.<br />

A pesar de las circunstancias de época, los cuentos que no han envejecido tienen un<br />

valor humano indudable y no han perdido el interés del lector gracias al ritmo que anima<br />

los sentidos y las acciones del hecho-tema único de cada uno de ellos.<br />

J. M. Sanz Lajara 5 : El Candado<br />

a) Visión del presentador<br />

Si existen dos temas ideológicos que definen la cuentística de J. M. Sanz Lajara, de acuerdo al<br />

diagnóstico de Manuel Valldeperes y al del propio autor, son el vitalismo y el americanismo.<br />

Esos dos leit-motiv son, por supuesto, conceptos pertenecientes a una teoría literaria:<br />

el nacionalismo literario, el cual surgió primeramente como metáfora política a partir del<br />

movimiento de independencia de las colonias americanas del imperio español y luego como<br />

5 Ciudad Trujillo: Editorial Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n.º 16, 1959, 154pp. Solo<br />

daré para las citas, el número de la página.<br />

23


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

concepto literario con Martí, Hostos, Pedro Henríquez Ureña y una legión de escritores, filósofos<br />

y críticos literarios. Ese nacionalismo literario tuvo diferentes aplicaciones y resultados<br />

según la especificidad de cada república hispanoamericana.<br />

En el prólogo de Valldeperes al libro de cuentos El candado, el conocido crítico remontaba<br />

al año 1949 la aparición del vitalismo y el americanismo de Sanz Lajara con la publicación<br />

de Cotopaxi, libro de viajes y cuentos “de ambiente americano” 6 . (I)<br />

Pero Sanz Lajara toma estas nociones literarias de un discurso ajeno, pues en la presentación<br />

de su obra afirmó: “Alguien dijo, hablando de la vida (en 1939, DC) que en ella existe<br />

toda plasmación. Añadiremos que la fantasía en literatura está desapareciendo, si no ha<br />

desaparecido ya. Este libro se formó en la vida, con ella y de ella. Los hombres que voy a<br />

presentar cruzaron sus caminos con el mío. Las mujeres pasaron por mi puerta y algunas<br />

–¡benditas sean!– dejaron un beso, una caricia y una que otra lágrima, que sin dolor no hay<br />

sentido del propio destino.” ( (Ibíd.)<br />

La teoría y la práctica son dialécticamente inseparables. Por eso pasaron idénticas de Cotopaxi<br />

a Aconcagua y de estas dos obras a El candado con el nombre de realismo o verismo literario.<br />

Existe quizá un malentendido que es preciso aclarar. Cuando Sanz Lajara dice que la<br />

fantasía está en camino de desaparecer, si no ha desaparecido ya en 1949, en modo alguno<br />

se refiere él a la capacidad de imaginar, fantasear, crear mundos no vistos o que no existen<br />

en la vida real, sino que se refiere a un subgénero entendido como evasión literaria donde<br />

el compromiso del texto en cuestión es el olvido de lo político.<br />

Esa es la característica de la literatura frívola, de ensueño o light. Ni siquiera el cuento<br />

fantástico escapa a lo político, como podía pensarse, pues sus sentidos están orientados al<br />

prevalecimiento de la justicia en contra de los desafueros de los poderosos.<br />

Quede claro, pues, que los cuentos de Sanz Lajara son ficción, no documentos o testimonios<br />

históricos. Y las crónicas de viaje, aunque no son cuentos, están salpicadas de ficción,<br />

son más signo que símbolo. Algunos cuentos de Sanz Lajara podrán no tener valor literario,<br />

pero son una invención, no una crónica de viaje. El nudo de sus cuentos radica en la experiencia<br />

del otro, de los demás. Ese trabajo artístico de la cotidianidad es lo simbolizado en<br />

los cuentos de El candado. Puede decirse incluso que casi todos los héroes de los cuentos de<br />

esta obra son negros, negras e indios elevados a la categoría de sujetos. Aunque Valldeperes<br />

sí reparó en este detalle, no toda la crítica de la época lo hizo. Si bien lo puramente rural<br />

jerarquizado por la teoría de la novela de la tierra va de paso, en los textos de Sanz Lajara<br />

prima más lo semi-urbano y lo urbano con su constelación de pobres y grupos étnicos olvidados,<br />

los cuales constituyen un significante social.<br />

¿Cuál fue la recepción de Valldeperes a los cuentos de El candado en 1959? ¿Con los<br />

términos de la Poesía Sorprendida? Oigamos lo que dice: “El americanismo de este libro<br />

–americanismo con anhelos y angustias para y por el hombre universal– no discrimina:<br />

presenta los hechos con toda su intrínseca e influyente veracidad. Por eso, precisamente,<br />

el hombre de América se reconoce en sus páginas. Se reconoce como colectividad con un<br />

destino común y con la sola ambición de este destino.” (III)<br />

Existen también ideas de época y puntos de contacto con el mesoamericanismo postumista<br />

de Moreno Jimenes y con la teoría y la práctica del cuento de Camino real de Juan<br />

6El prólogo no tiene numeración de página. Le he puesto números romanos para distinguirlo de los números<br />

arábigos de los cuentos.<br />

24


INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

Bosch. La vida del hombre o la mujer comunes es el tema por excelencia de los cuentistas<br />

del realismo dominicano. Ser humano y ambiente, según Valldeperes: “Y a descubrir esta<br />

felicidad, después de haber descubierto el hombre y el paisaje americanos –su naturaleza<br />

incitante–, tienden las inquietantes y sutiles páginas de El candado. A descubrir esta felicidad<br />

al través de la vida cotidiana, con todo lo que hay en ella de alegre y de bueno y también<br />

de angustia y sufrimiento.” (Ibíd.)<br />

Los rasgos pertinentes para el nacionalismo literario de Nolasco, Valldeperes y los partidarios<br />

de esta teoría son, como se ha visto, el ser humano y el ambiente, es decir, lo nacional,<br />

local o regional, la corrección conveniente, la originalidad como virtud y si universalizada,<br />

mejor. En la teoría de Bosch estos elementos pueden estar presentes o ausentes, pero no definen<br />

el valor del cuento, ya que solo el hecho-tema único, la ley de la palabra precisa para<br />

describir la acción y la ley de la fluencia constante constituyen la calidad de un cuento.<br />

Las características literarias de la escritura de Sanz Lajara han sido realzadas por Valldeperes,<br />

de la siguiente manera: “estilo impresionista, ágil; descripción clara y precisa; escritor<br />

de temple que sabe descubrir en la actualidad viva lo que hay de legendario en América,<br />

diversidad de tipos y temas americanos captados en un instante de vida, captación de la<br />

sana alegría de vivir, que es la gran esperanza y el gran estímulo del hombre.” (IV)<br />

Refuta Valldeperes la teoría que sostiene que “el cuento literario es la transformación<br />

de la verdad verdadera, al través de una mente apasionada, hasta convertirla en una mentira<br />

bella.” (Ibíd.) Para el crítico, Sanz Lajara es original y no se queda “nunca en el interés<br />

puramente descriptivo” y por eso “se mantiene en ese punto intermedio, vital y emotivo<br />

al mismo tiempo, entre el desprecio de los hechos, que conduce a un lirismo estéril, y la<br />

supervaloración de estos, que nos sitúa en el campo estricto del reportaje.” (V)<br />

El crítico literario también consideró que Sanz Lajara fue “un escritor original, de la estirpe<br />

de los grandes de América, porque contempla la vida con afán analítico.” (Ibíd.) Y agrega<br />

además que el autor de El candado “no desarma nunca la estructura interna de la realidad<br />

para narrar los hechos. Tampoco cae en el boceto costumbrista, porque en sus narraciones<br />

hay emoción.” (Ibíd.)<br />

¿Cuáles son los rasgos de los personajes de los cuentos de Sanz Lajara? Valldeperes los<br />

ve de esta manera: “son reales, vivos, arrancados de la desnuda y aleccionadora realidad de<br />

cada día y el autor no los aparta, al darles vida literaria, de esa realidad, de su realidad. Son<br />

seres que no se miran vivir, sino que viven. Sus miradas se vuelven hacia dentro para verse<br />

tal como son, para mostrarse, en la plenitud de su vigencia humana, tal como son.” (Ibíd.)<br />

Otra característica de los personajes de estos cuentos, según el crítico literario, es que<br />

no presentan “el más mínimo atisbo de falsedad.” (V-VI)<br />

Ha encontrado Valldeperes que lo más impresionante de los cuentos de Sanz Lajara no<br />

son los personajes y su existencia real, “sino su vida espiritual, con todo lo que hay en ella<br />

de videncia y de presentimiento, de sugestión de otras vidas. Se trata de un trasunto de lo<br />

individual a lo universal y humano al través del cual trata de descubrir el sentido superior<br />

del hombre como paso seguro hacia la fijación de su destino.” (VI)<br />

Rechaza también el crítico la teoría de una obligada nacionalidad de los temas de la<br />

cuentística de Sanz Lajara. Valldeperes ve solamente en lo textos del autor prologado, “una<br />

necesidad intrínseca de su obra y, por consiguiente, un atributo de esta: la fuerza y la vivencia<br />

del origen. Por eso, a pesar del ámbito americano de los cuentos de Sanz Lajara, la presencia<br />

del dominicano está latente en todos ellos.” (Ibíd.)<br />

25


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

b) Visión de cada obra<br />

A casi cincuenta años de la publicación de El candado, los distintos textos que componen<br />

la obra no han perdido su valor de época, excepto quizá “Ñico”, que se asemeja más a la<br />

tradición o a la estampa, si bien su técnica está elaborada con la recomendación boschiana<br />

del personaje central único, aunque las diferentes anécdotas contadas por Ñico a los niños,<br />

incluido el autor José Mariano, vuelto también personaje del cuento, disgregan lo que debe<br />

ser el hecho tema-único, si bien el hilo que sostiene las acciones corre por cuenta del mismo<br />

protagonista, quien es personaje-narrador.<br />

Mantiene la vigencia de los cuentos un humor que, manifestado de varias formas, produce<br />

en quien los lee una orientación del sentido en contra de la dominación y la injusticia<br />

que el sistema social y los poderosos ejercen sobre los personajes que pueblan el mundo<br />

americano que Sanz Lajara ha querido reivindicar, incluso en cuentos como “Curiosidad”, el<br />

cual no tiene que ver con un cambio o una crítica a lo social, aunque el personaje femenino<br />

ha experimentado una transformación de su concepción del amor al cambiar un sentimiento<br />

confuso previo entre amor y pasión que la había arrastrado a la infidelidad, a despecho de las<br />

razones valederas que pudo haber tenido a causa de la insatisfacción sexual en que la sumió<br />

su esposo, más interesado en los negocios que en el sexo con amor. Otras son las medidas<br />

por adoptar ante situación parecida, pero los personajes son lo que el texto nos presenta, no<br />

lo que quisiéramos que fueran, según nuestro deseo.<br />

c) Visión de hoy<br />

Pocos han sido los estudios que se han producido en la sociedad dominicana en torno<br />

a los cuentos, o incluso las novelas, de Sanz Lajara. Con excepción de las opiniones convencionales<br />

de las antologías y las historias literarias tradicionales, dos son los ensayos, que<br />

sobre este escritor –que vivió casi toda su vida en el extranjero en misión diplomática– han<br />

visto la luz en el país después de su muerte el 20 de junio de 1963 en Madrid7 .<br />

Di Pietro ha sido el primero en llamar la atención acerca de la cuentística y la novelística<br />

de Sanz Lajara8 y el estatuto contradictorio entre su vida y sus textos literarios.<br />

La pregunta que se ha formulado Di Pietro es cómo Sanz Lajara, a pesar de escribir cuentos<br />

que plantean el problema social de campesinos, obreros y proletarios, no llega nunca a<br />

oponerse a la dictadura de Trujillo. El crítico ha analizado novelas como El príncipe y la comunista<br />

y Caonex y concluye en que la primera es una “pornografía política” y la segunda un<br />

“respaldo incondicional a la dictadura de Trujillo.” (Temas, 86) ¿Cuál ha sido la única teoría<br />

literaria que desde los griegos hasta hoy lee las obras literarias como un reflejo de la vida del<br />

autor? Desde los presocráticos, desde Aristóteles y Platón y todos sus epígonos hasta hoy<br />

7 Véase “J. M. Sanz Lajara, su prosa de viajes y sus cuentos”, en Temas de literatura y de cultura dominicana.<br />

Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), 1993, pp.79-94. Di Pietro analizó parcialmente<br />

las novelas de Sanz Lajara en el libro citado y a “Caonex, una novela conservadora dominicana”, en Quince ensayos<br />

de novelística dominicana. Santo Domingo: Departamento de Publicaciones del Banco Central de la República<br />

Dominicana, 2006, pp.17-40.<br />

8 Cabe realzar que la primera antología de cuentos que incluyó profusamente a Sanz Lajara (con cinco textos) fue<br />

La narrativa yugulada, de Pedro Peix. Santo Domingo: Biblioteca Nacional, 1981, pp.271-287. La de Diógenes Céspedes<br />

contiene un solo texto, “Curiosidad”, pero esta antología se fija esa cantidad como límite por cada autor. Santo<br />

Domingo: Editora de Colores, 1996, 1ª ed., y 2ª ed. Santo Domingo: Editora Búho, 2000. Los estudios académicos más<br />

serios hasta ahora son los de Di Pietro y el extenso prólogo titulado “Noticias”, de Andrés L. Mateo, a la edición de<br />

los cuentos de Sanz Lajara publicados en Santo Domingo por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos en 1994. Ambos<br />

autores partieron de lo ya hecho por Manuel Valldeperes en sus dos artículos sobre Sanz Lajara.<br />

26


INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

esa ha sido la norma, el método de las poéticas aristotélicas, cuya culminación cierra una<br />

época con Buffon cuando proclamó que el estilo era el hombre. Lo que hicieron después en<br />

los siglos XIX y XX las teorías del arte por el arte, la sociología marxista de la literatura y los<br />

estructuralismos lingüísticos y semióticos fue confirmar el dogma buffoniano.<br />

Pero la poética meschonniciana plantea, desde 1970, que casi nunca la ideología del<br />

escritor es la de su obra. La vida de los escritores está hecha de intereses muy contradictorios,<br />

de ideologías y creencias ancestrales que se remontan al seno de la cultura familiar,<br />

las tradiciones repetidas desde la infancia y de las cuales es muy difícil desembarazarse,<br />

sin que importen la inteligencia del escritor y los estudios realizados en prestigiosas universidades.<br />

Pero sea revolucionaria o conservadora, la ideología de un escritor no pasa como biografía<br />

a la obra, pues eso sería producir un reflejo mecánico que identifica y lee las obras artísticas y<br />

literarias como vida del autor. Cuando el escritor tiene conciencia de lo que es la obra como<br />

valor, ¿qué hace? Como su vida y sus opiniones carecen de interés para que figuren en su<br />

obra literaria, él o ella dota, consciente o inconscientemente, a uno o varios personajes o a<br />

estructuras del sistema del texto, de sentidos que se orientan políticamente en contra de las<br />

ideologías o creencias que funcionan como verdades en la sociedad y en la época donde vive<br />

el escritor o escritora.<br />

En este sentido, la poética meschonniciana postula entonces que existe una homogeneidad<br />

entre el decir-vivir-escribir del sujeto de la escritura y la obra. El sujeto de la escritura<br />

no es idéntico al autor. El primero es contra-ideología, mientras que el segundo es ideología.<br />

Son escasísimos los casos donde autor y sujeto de la escritura son homogeneidad entre el<br />

decir y el hacer y el vivir-escribir. Talvez José Martí sea un caso único en América.<br />

El siglo XX encumbró el mito de que el hombre era el estilo, es decir, que la obra literaria<br />

se explicaba a través de la vida del autor. Y ese mismo siglo XX acabó con semejante mito. Las<br />

obras anónimas, según ese cliché literario, jamás podrán analizarse, ya que no conocemos a<br />

su autor. Pero sabemos todo lo contrario, que esas obras han sido muy bien analizadas.<br />

En este contexto tiene sentido la respuesta que busca Di Pietro al analizar “Hormiguitas”,<br />

ese cuento de El candado que el crítico lee simbólicamente como un sentido político orientado<br />

en contra de la dictadura de Trujillo. Pero no es Sanz Lajara como diplomático al servicio de<br />

la dictadura quien es antitrujillista. Esto no se produce en toda su vida. Sus variados intereses<br />

no se lo permitían. Entonces, él, como escritor, consciente o inconscientemente, estructura<br />

dos instancias que en el cuento “Hormiguitas” simbolizan esa crítica en contra del sistema:<br />

a) el personaje del idiota, y b) la estructura del narrador, quien, en el sistema de la obra,<br />

distribuye en el discurso literario la crítica a las ideologías de época que el régimen encarna.<br />

Tales ideologías son analizadas casi en su totalidad por Di Pietro y Mateo, aunque este<br />

último manifieste en poco de recelo con respecto al método utilizado por el primero. Mateo<br />

dice entender la propuesta de lectura de Di Pietro, y “aunque sigue siendo una propuesta”<br />

o tesis, “parecería arriesgado asumir[la]. (“Noticias”, 29)<br />

Lo que produce la duda en Mateo es la doblez que Di Pietro imprime al personaje del<br />

idiota, el cual encarna la parte rebelde de Sanz Lajara como intelectual consciente de lo que<br />

sucedía durante la dictadura, mientras que el coronel encarna al Sanz Lajara diplomático,<br />

conservador, trujillista y ex miembro del Capítulo de la Falange en Santo Domingo.<br />

Esta es la tesis estilística que lee la obra literaria como reflejo de la vida del autor. En la<br />

poética se examina cómo está orientada la política del sentido que el ritmo ha organizado<br />

27


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

en el discurso literario, pero a partir de instancias o estructuras del sistema semántico<br />

de la obra, no con conceptos prefabricados ad-hoc por otros discursos que no tienen nada<br />

que ver con la especificidad de lo literario, como es el de la biografía del autor. El resultado<br />

obtenido con el uso de conceptos extraños a la especificidad de la obra literaria es, como<br />

lectura, un determinismo político, histórico, social o biográfico que no pasa de ser una metáfora<br />

improductiva.<br />

Los cuentos de Sanz Lajara son una mezcla de hechos-temas únicos extraídos de tres<br />

canteras: a) la vida campesina, b) la vida de los indios y negros de los países latinoamericanos,<br />

y c) la vida semi-urbana o urbana de esos mismos países. La trashumancia como<br />

diplomático es la responsable de que Sanz Lajara, hombre extremadamente conservador,<br />

se volcara, aunque de manera paternalista a veces, a valorar desde su cuentística, la vida<br />

de la gente humilde. ¿Por qué eligió a los humildes si él provenía de la pequeña burguesía<br />

alta, de sangre española y enquistada con el trujillismo a través de Peña Batlle, cuya esposa,<br />

Carmen Defilló Sanz, era prima de José Mariano Sanz Lajara? 9<br />

En esto también el responsable, con la teoría y la práctica en acción, fue Juan Bosch,<br />

quien en 1933 les dejó Camino real como herencia a los escritores que surgieron después de su<br />

salida al exilio en 1938. La tesis de Bosch acerca del arte de escribir cuentos está implícita en<br />

Camino real, pero comenzó a hacerse más explícita en las notas de presentación que escribía<br />

para el Listín Dominical 10 y finalmente el bosquejo en la revista Bohemia, de La Habana, de lo<br />

que habría de ser en 1958 el ensayo “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, publicado<br />

en la revista Shell, de Caracas 11 y reproducido en varios libros, revistas y antologías dominicanas<br />

y extranjeras y desde 1964 en Cuentos escritos en el exilio (Santo Domingo: Colección<br />

Pensamiento Dominicano n. o 23).<br />

Esta es la herencia teórico-práctica de Bosch a los cuentistas de su país y desde su salida<br />

a Puerto Rico en 1938, él se preocupó por que sus mejores textos llegaran a manos de dichos<br />

intelectuales, ya fuera por mediación de sus amigos Mario Sánchez Guzmán o de sus colegas<br />

escritores Emilio Rodríguez Demorizi, Héctor Incháustegui Cabral, Ramón Marrero Aristy<br />

y otros, así como a través de viajeros ocasionales de extrema confianza y discreción. Por eso<br />

Sanz Lajara, Hilma Contreras, José Rijo, Lacay Polanco, Virgilio Díaz Ordónez 12 y otros se<br />

beneficiaron de las ideas claras de Bosch acerca de cómo escribir cuentos y, sin duda, influyó<br />

decididamente en todos ellos y de todos fue amigo, relación que incrementó a su llegada<br />

al país en octubre de 1961.<br />

De igual manera, decisiva fue también su influencia en los cuentistas y novelistas surgidos<br />

después de la caída de la dictadura, pero esta influencia se atenuó un poco después de la<br />

irrupción del boom latinoamericano.<br />

9 El dato de los lazos familiares con la familia Peña Batlle-Defilló Sanz lo confirma Manuel Núñez en su libro Peña<br />

Batlle en la era de Trujillo. Santo Domingo: Letra Gráfica, 2007, p.20.<br />

10 En la carta dirigida a Silvia Hilcon (seudónimo de Hilma Contreras), de fecha 8 de marzo de 1937, están esbozados<br />

los grandes temas de la teoría del cuento de Bosch, tal como los conocemos hoy. Véase la carta en Hilma Contreras:<br />

La carnada. Cuentos. Santo Domingo: Editorial Letra Gráfica, 2007, pp.4-5. Para los escritos teóricos de La Habana que<br />

prefiguran el ensayo “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, véase su conferencia titulada “Características del<br />

cuento”, publicada en Mirador Literario. La Habana, julio de 1944, pp.6-9, reproducida en el libro de Guillermo Piña<br />

Contreras titulado Juan Bosch: imagen, trayectoria y escritura. Imágenes de una vida. Santo Domingo: Comisión Permanente<br />

de la Feria del Libro, t. I. pp.63-68.<br />

11 Año IX n.º 37, diciembre de 1960, pp.44-49.<br />

12 Hay que acotar que Bosch también fue amigo de Virgilio Díaz Grullón, hijo de Díaz Ordóñez, también buen<br />

cuentista que recibió la influencia boschiana, tal como él mismo lo confesaba a menudo y como se advierte en sus<br />

obras Crónicas de Altocerro, Un día cualquiera y Más allá del espejo.<br />

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INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

Para cerrar este excurso, creo que El candado, con su cuento que da títulado al libro,<br />

así como “El otro”, “Hormiguitas”, “El milagro”, y el último titulado “Curiosidad”, cuya<br />

influencia es patente en “El gato”, de Armando Almánzar Rodríguez, donde el felino y Ernesto<br />

simbolizan el gato, mientras que el perro simboliza al esperado amante innominado<br />

de “Curiosidad”; y, el ratón, a la amante asesinada.<br />

En el texto de Sanz Lajara, la amante se transforma en un sujeto femenino, mientras<br />

que en el de Almánzar Rodríguez la mujer es una víctima de su pareja, Ernesto, quien<br />

la asesina al regresar a su hogar luego de pasar un rato donde su amante Julián. Este<br />

asesinato simboliza en “El gato” un castigo a ese tipo de relación amorosa, condenado<br />

también por los Códigos Penales, mientras que en Sanz Lajara dicha relación simboliza<br />

la libertad y el fin de la moral convencional sobre el adulterio. Es decir, que en Almánzar<br />

Rodríguez no existe ni siquiera lo que Nolasco llama, como atributo del cuento, una<br />

moraleja sin moral rígida, mientras que en “Curiosidad” los sentidos están orientados<br />

políticamente a la ausencia total de castigo moral. En uno ideología, en el otro contraideología.<br />

Juan Bosch: Cuentos escritos en el exilio<br />

a) Visión del presentador<br />

Los antecedentes teóricos de “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” que figuran<br />

como prólogo o introducción a Cuentos escritos en el exilio 13 son la carta a Silvia Hilcon 14 (seudónimo<br />

de Hilma Contreras) que figura en su libro de cuentos La carnada y la conferencia<br />

“Características del cuento” 15 , dictada por Juan Bosch en 1944 en la Institución Hispanocubana<br />

de Cultura 16 .<br />

Esos mismos “Apuntes…” son los que figuran como visión del presentador 17 de los<br />

cuentos que integran los dos tomos de Cuentos escritos en el exilio y Más cuentos escritos en el<br />

exilio marcados con los números 23 y 32 de la Colección Pensamiento Dominicano publicados<br />

en 1962 y 1964, respectivamente.<br />

En los “Apuntes…” existen pocas referencias de Juan Bosch a los cuentos de estos dos<br />

volúmenes. La mayoría de las referencias a estos y otros cuentos, escritos o no en el exilio,<br />

figuran en entrevistas posteriores concedidas a los medios.<br />

Las dos referencias más famosas son las que Bosch asumió cuando dijo que su dominio de<br />

la técnica del cuento se consumó con la escritura de “El río y su enemigo” y que consideraba<br />

13 Santo Domingo: Julio D. Postigo e hijos, Editores, Colección Pensamiento Dominicano n.º 23, 1964. Fue publicado<br />

en forma de folleto en la revista Shell, IX n.º 37, diciembre de 1960, Caracas, como ya se dijo.<br />

14 En La carnada. Cuentos, bibliografía ya citada.<br />

15 Publicada en Mirador Literario, La Habana, julio de 1944.<br />

16 En Guillermo Piña Contreras, bibliografía ya citada.<br />

17 Existe una Nota de los Editores que sirve, más que de presentación, de advertencia a los lectores y, de ninguna<br />

manera, aunque contiene opiniones sobre los cuentos y los apuntes, puede ser considerada, en este contexto, como<br />

un estudio. Dice así: “Los cuentos del presente volumen no fueron seleccionados ni por el autor ni por los Editores. Se<br />

reunieron los que estaban más a la mano, entre los originales de Bosch, antes de que él pudiera reorganizar su archivo<br />

a su vuelta a la República Dominicana. […] Los editores recomiendan muy especialmente a los lectores interesados<br />

la introducción del libro que aparece bajo el título de “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, pues en esa materia<br />

hay muy poco escrito en lengua española, e incluso lo que sobre el arte del cuento, considerado el más difícil de los<br />

géneros literarios, se ha publicado en otros idiomas como material de texto para Escuelas Superiores y Universidades,<br />

es generalmente incompleto. Creemos que este trabajo de Juan Bosch es el más amplio producido por un escritor<br />

profesional de cuentos de todos los que se han publicado hasta ahora.”<br />

29


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

que los textos que figuran en su libro Camino real, aunque aceptables, no tenían todavía la<br />

maestría de los que escribió en el exilio.<br />

Acaso tenga razón y los únicos cuentos que se salvan de Camino real sean “La mujer” y “Dos<br />

pesos de agua”, tan llevado y traído el primero por el realismo cuya ideología hace previsible el<br />

mecanismo de la escritura, y menor en el segundo cuento debido al trabajo de lo fantástico. Si se<br />

los compara con “La mancha indeleble”, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El indio<br />

Manuel Sicuri”, “El hombre que lloró”, “Los amos” y “Luis Pie”, la apuesta política del sentido<br />

de estos textos de Cuentos escritos en el exilio es de transformación de las ideologías mayores de la<br />

sociedad dominicana y latinoamericana de la época: la crítica al partido único que es inseparable<br />

de cualquier dictadura de derechas o de izquierdas, en “La mancha…”; la crítica a la jerarquía<br />

militar y su espíritu corporativo en dictadura o democracia, en “La Nochebuena…”; la crítica a<br />

la justicia de los seres humanos prevista por los códigos en oposición al derecho natural donde<br />

las ofensas al honor se lavan con sangre, en “El indio…”; la crítica al racismo de los dominicanos<br />

en contra de los haitianos a causa de la enajenación ideológica, en “Luis Pie”; la crítica a la<br />

ética del deber y el sacrificio por la revolución opuestos a los valores del amor filial y familiar,<br />

en “El hombre que lloró” y, finalmente, en “Los amos”, la crítica a la explotación despiadada<br />

al campesino dominicano por parte de los terratenientes precapitalistas.<br />

Pero este excurso lo empalmo con los “Apuntes…”, lugar teórico donde todo lector de<br />

los cuentos de Bosch debe volver si desea constatar por sí mismo si la práctica de la escritura<br />

iguala y, luego, sobrepuja las ideas contenidas en el referido ensayo.<br />

En tres nudos de los “Apuntes…” debe concentrarse el lector de los cuentos boschianos<br />

para saber si estos responden al rigor implacable de la técnica: a) la ineludible ley de la<br />

fluencia constante, b) la ley ineludible de la palabra precisa para describir la acción, y c) el<br />

ineludible hecho-tema único.<br />

La primera ley, de la fluencia constante, consiste en que “la acción no puede detenerse<br />

jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose<br />

sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse<br />

al ritmo que imponga el tema –más lento, más vivaz– pero moverse siempre. La acción<br />

puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar<br />

el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero<br />

no puede detenerse.” (1962: 31)<br />

“La segunda ley –dice Bosch– se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse<br />

así: el cuentista debe usar solo las palabras indispensables para expresar acción. […] La palabra<br />

puede exponer la acción, pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto<br />

como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que dé paso a la acción, en el estado<br />

mayor de pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y<br />

con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.” (1962: 32)<br />

Un rodeo antes de pasar al hecho-tema único, el cual es, junto a las dos leyes definidas<br />

más arriba, una de las tres características esenciales, necesarias, para quien desee dominar la<br />

técnica del cuento concebido como lenguaje (=tema), acción (=ritmo y economía lingüística o<br />

las palabras indispensables para describir la acción). El resto son los detalles o las variantes<br />

combinatorias asociadas a las tres características.<br />

Los detalles más importantes confluyen y están subordinadas al hecho-tema único y<br />

las dos leyes del cuento. Por ejemplo, la definición del cuento: “un cuento es el relato de un<br />

hecho que tiene indudable importancia.” (1962: 7)<br />

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INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

Si el meollo del suceso o hecho carece de importancia, estamos en presencia de “un cuadro,<br />

una escena, una estampa, pero no de un cuento.” (Ibíd.) Según Bosch, “la importancia no<br />

quiere decir novedad, caso insólito, acaecimiento singular” (Ibíd.), sino que la importancia<br />

radica en que el hecho es de indudable valor humano o humanizado.<br />

La técnica es el ritmo y el ritmo es la técnica y esta consiste en “mantener vivo el interés del<br />

lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose.<br />

El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento.” (1962: 10)<br />

La técnica exige que si hay descripción, esta debe ser muy breve y debe poner de inmediato<br />

al protagonista en acción, física o psicológica (1962: 11) ¿Cómo evitar que el lector<br />

se canse o se aburra? Bosch señala que hay que colocar el principio a poca “distancia del<br />

meollo mismo del cuento”. (Ibíd.)<br />

Al citar a Quiroga, Bosch dice que “un cuento es una flecha disparada hacia un blanco”.<br />

(Ibíd.) Lo de la flecha, el aviador o el tigre que nunca se desvían de su objetivo son las<br />

metáforas con que Bosch define el cuento como unidad de un hecho-tema único y sus dos<br />

leyes ineludibles, todo lo cual significa que hay que saber comenzar y terminar un cuento,<br />

integrar al lector, atraparle y no soltarle: “comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final<br />

sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la<br />

técnica del cuento.” (1962: 12)<br />

De detalle es esconder o no al lector el hecho-tema único, pero el buen cuentista lo hace con<br />

sucesos secundarios subordinados a dicho hecho-tema, con palabras o ideas ajenas al hecho<br />

tema o “el cuentista esconde el hecho a la atención del lector” (1962: 16) y “lo va sustrayendo<br />

frase a frase de la visión de quien lee, pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y<br />

no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco a seis palabras finales del cuento.” (Ibíd.)<br />

Para Bosch es menos importante un final sorprendente en el cuento que el “mantener<br />

en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido<br />

como tema.” (Ibíd.)<br />

Cuando el cuentista escoge este tipo de técnica de ocultamiento del hecho, a lo cual se<br />

prestan todos los temas, tal procedimiento consiste, en quien domina la técnica, en llevar<br />

“al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué<br />

consiste el hecho. En ocasiones resulta útil desviar la atención del lector haciéndole creer,<br />

mediante una frase discreta, que el hecho es otro.” (1962: 17)<br />

La literatura de enredo, sobre todo en la comedia y el teatro, es especialista en ocultar el<br />

hecho-tema, pero en el cuento el desvío no puede ser tan brusco que el lector pierda el interés y<br />

se canse o se sienta descaminado y confundido: “El cuento debe ser presentado al lector como<br />

un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso.” (Ibíd.)<br />

Un hecho tiene varios ángulos, vertientes o perspectivas. Según Bosch, el buen cuentista<br />

“tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento.” (1962: 19)<br />

El hecho que da el tema deber ser “humano o por lo menos humanizado” y debe responder<br />

a valores universales positivos o negativos. (1962: 18)<br />

Otro detalle importante, según Bosch, es el que marca la diferencia entre novela y cuento:<br />

“en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento<br />

el tema es la acción.” (1962: 21) Esto determina, a juicio de Bosch, que “los personajes de<br />

una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la<br />

trama de la novela: en el cuento no debe mencionarse siquiera un cuadro si él no es parte<br />

importante en el curso de la acción.” (Ibíd.)<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

El lector y el tema del cuento están indisolublemente unidos. Son un significante y un<br />

significado, el anverso y el reverso de una hoja de papel. Si se corta la hoja, los dos componentes<br />

del texto –lector y tema– sufren la misma cortadura: “el lector y el tema tienen un<br />

mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro.” (1962: 22)<br />

En cuanto a las nociones trabajadas por Bosch en la tercera parte de sus “Apuntes…” (estilo<br />

como “el modo, la forma, la manera particular de hacer algo”), su concepto de la lengua como<br />

instrumento (1962: 23), su idea acerca del tema y la forma, su unidad indisoluble en música,<br />

pero no en la escritura (1962: 25), su creencia de que “en el cuento el tema importa más que<br />

en la novela”, son deudoras de la estilística dualista propia de las poéticas aristotélicas y de<br />

las cuales jamás saldría bien librado 18 , salvo en asuntos de intuiciones de escritor como la de<br />

que “el cuento es el relato de un hecho, uno solo, y ese hecho –que es el tema– tiene que ser<br />

importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.” (Ibíd.)<br />

El hecho es importante porque debe ser humano o humanizado y tiene categoría universal.<br />

El hecho es el tema y el tema es el hecho es un axioma que significa, en el método<br />

boschiano, una unidad indisoluble, es decir, una unidad dialéctica. Entendida la dialéctica<br />

como la contradicción indefinida, sin posibilidad de solución.<br />

b) Visión de cada obra<br />

La visión que tengo de los “Apuntes…” y de los cuentos incluidos en este volumen, y<br />

el de la crítica de mi generación, así como el juicio es, con respecto a la teoría, que esta será<br />

siempre una ayuda indispensable para los que se inician en la escritura del “género” cuento.<br />

Por lo menos, del cuento conocido y practicado hasta la época de Juan Bosch, es decir, el<br />

llamado cuento tradicional.<br />

¿A qué se llama cuento no tradicional? Al que ha cuestionado los fundamentos esbozados<br />

por Poe, Quiroga, Alone, Chéjov y sistematizado por Bosch: el del hecho-tema único<br />

que obedece a las dos leyes ineludibles: la fluencia constante y la palabra imprescindible<br />

para describir la acción.<br />

Todos los cuentos de este volumen responden de manera irrestricta y rigurosa a esas tres<br />

características del cuento esbozadas por Bosch y él se aventura, en muchos de estos, luego<br />

de dominar el “género”, a navegar o crear todos los ardides y trampas que el buen cuentista<br />

avezado lanza al lector para esconderle el hecho y atraparle en su interés.<br />

Por supuesto, unos cuentos más que otros responden cabalmente al dominio de la<br />

técnica –teoría y práctica en acción– contenida en los “Apuntes…”. Por ejemplo, pienso<br />

en “La mancha indeleble”, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El indio Manuel<br />

Sicuri”, “El hombre que lloró”, “Luis Pie”, “Los amos”, “Rumbo al puerto de origen”. En la<br />

medida en que la forma-tema del cuento se inscribe en el realismo puro, como “Los amos”<br />

o “Victoriano Segura”, las estructuras del sistema de los textos boschianos halan el sentido<br />

hacia soluciones morales binarias donde triunfa la fuerza del bien y se cumple el rasgo que<br />

Nolasco señala como “moraleja sin moral rígida”.<br />

En otros, como en “Los amos” no hay, de parte del sujeto de la escritura, condena moral<br />

en contra de don Pío, sino que se deja al lector, a quien se le ha presentado la acción, la<br />

posibilidad de orientar él mismo el sentido en contra de lo injusto del patrón.<br />

18 Para la crítica y una valoración de las nociones y creencias literarias de Bosch en estos apuntes, véase mi libro<br />

Lenguaje y poesía en Santo Domingo en el siglo XX. Santo Domingo: Editora de la Universidad Autónoma de Santo<br />

Domingo, 1985, pp.198-210.<br />

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INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA SECCIÓN | DI ó G e n e s Cé s p e D e s<br />

Pero aquí habría que escrutar el juicio de un lector que sea finquero y tenga la misma<br />

ideología precapitalista y los mismos intereses de don Pío para constatar si el cuento suscita<br />

el mismo espíritu de indignación y revuelta que en un proletario campesino o en un pequeño<br />

burgués revolucionario.<br />

c) Visión de hoy<br />

La dimensión nacional del liderato político ejercido por Juan Bosch desde octubre de<br />

1961 hasta su muerte en 2001 opacó, en el ámbito histórico y social, su dimensión de escritor<br />

y teórico de la literatura.<br />

Dentro de 50 ó 100 años, cuando las pasiones o el fanatismo de quienes él animó desde<br />

1940 hasta la hora de su muerte hayan desaparecido del escenario de la República Dominicana,<br />

no es principalmente por su condición de político que Juan Bosch será recordado,<br />

sino eternamente por su carrera de escritor, al lado de sus grandes cuentos, su novela La<br />

Mañosa y su teoría del cuento.<br />

Su magisterio en la política y su efímero paso por el poder merecerán, dentro de 50 ó<br />

100 años, la misma cantidad de páginas que un historiador dedica hoy en un manual de<br />

historia dominicana al gobierno de Ulises Francisco Espaillat o en Venezuela al período de<br />

Rómulo Gallegos. Los proyectos políticos de los tres intelectuales no cuajaron, no porque<br />

estuvieron muy adelantados a su época, como sugeriría cualquier racionalismo historicista,<br />

sino debido a los intereses que afectó el simple conocimiento de la catadura ética y moral<br />

de los tres presidentes.<br />

Lo político tiene un peso extraordinario, en la hora actual, para juzgar a Bosch desde<br />

esa tribuna y él mismo impuso ese ucase al declarar, siempre que se presentaba la ocasión,<br />

que había decidido abandonar la literatura desde el momento en que abrazó para siempre<br />

la política.<br />

De modo que en los dos partidos que fundó y que llegaron a ejercer el poder político<br />

del país, el primado de lo político ahogó lo literario y esta última práctica fue siempre vista<br />

como un complemento instrumental del líder político.<br />

Por supuesto, eso mismo ocurrió con Balaguer cuando al contrario de Bosch, que la<br />

abrazó para defender ideales en contra del patrimonialismo y el clientelismo, el hombre<br />

de Navarrete decidió, para resolver problemas económicos de su familia empobrecida por<br />

la crisis de 1922 al 29, abrazar la política al lado de Trujillo y abandonar la literatura. Para<br />

Balaguer la literatura fue siempre un adorno instrumental que prestigiaba al político y le<br />

daba un aire de intelectual culto. Este mito es una herencia del siglo XIX, sobre todo a partir<br />

del romanticismo y luego con el modernismo.<br />

La prueba de que este mito no funciona para los escritores de oficio es que allí donde<br />

los intelectuales o los escritores han gobernado, han dejado intacto, o lo han reforzado, el<br />

patrimonialismo y el clientelismo, las dos plagas que han impedido en Hispanoamérica la<br />

fundación de verdaderos Estados nacionales como los surgidos en Europa y América del<br />

Norte con los Estados Unidos y Canadá entre el siglo XVIII y el XIX.<br />

Tal como veo hoy el valor de las obras literarias de Bosch, es esta situación la que me lleva<br />

a considerar que será la literatura la que terminará imponiéndose como el rasgo distintivo de<br />

la personalidad de Juan Bosch. Sus obras teóricas, hijas del contexto y la cultura de su época,<br />

caducarán cuando las condiciones sociales que denunció hayan desaparecido. En cambio,<br />

sus grandes cuentos de valor literario hablarán por él eternamente.<br />

33


n o. 12 n o. 13<br />

SÓCRATES NOLASCO<br />

EL CUENTO EN SANTO DOMINGO<br />

SELECCIÓN ANTOLÓGICA<br />

–Tomos I y II–


Tomo I<br />

APARICIÓN Y EVOLUCIÓN DEL CUENTO<br />

EN SANTO DOMINGO<br />

Noticias Preliminares<br />

Cuando la cultura medieval se iluminaba con los albores del renacimiento embarcó en España<br />

y llegó el cuento antiguo a Santo Domingo, en donde lo conservaron sin esenciales alteraciones.<br />

En El Conde Lucanor vino además el cuento correcto; y siguiendo los ejemplos del precavido<br />

y atildado don Juan Manuel, las Antillas pudieron producir cuentistas siglos antes de que<br />

el cuento y la leyenda se imprimieran en los países del continente americano. Pero si alguno<br />

de nuestros hombres de letra, pertenecientes a los siglos anteriores al XIX, se entretuvo en<br />

un género que pasó a ser por mucho tiempo desestimado, carecemos de testimonio.<br />

Aquel modelo de “cuento universal”, de enseñanza y moraleja sin moral rígida, fácilmente<br />

traslaticio, sin sitio determinado ni sabor regional, ni juego descriptivo de una realidad<br />

impresionante, tan pronto se formaron nuestras ciudades abandonó el vecindario urbano, y<br />

antes que el romance, la décima y la copla, se refugió entre aldeanos logrando perdurar con<br />

variantes adquiridas, y bautizado con el pintoresco apelativo de cuento de camino, familiar<br />

y repetido para entretenimiento en las veladas nocturnas. 1<br />

La aparición del cuento moderno fue en América un fenómeno tardío y de expresión<br />

vacilante; y a pesar de Santo Domingo ser primero entre las sociedades del Nuevo Mundo,<br />

durante años aparecimos siendo de los rezagados en el cultivo de una expresión artística<br />

tan interesante.<br />

Ningún lector ignora que el señorío de las artes y su irradiante influjo, ni tienen patria<br />

ni residencia fijas: son veleidosos y las naciones alternan en la principalía. Autores y lectores<br />

cambian de gusto, y no fue raro que a fines del siglo XIX el lector dominicano, vástago<br />

desprendido del solar materno y sin frecuentes relaciones, no continuara viendo el cuento<br />

español como arquetipo del género, cuando los mismos peninsulares, de espaldas al caudal<br />

propio, pasaban a ser imitadores de los franceses. Si el florilegio de cuentos clásicos españoles,<br />

escogidos con exigente y depurado gusto en 1890 por don Antonio Paz y Meliá, no bastó<br />

para detener a los noveleros de allá, menos podía surtir efecto en el continente americano<br />

y en Santo Domingo, donde lo leerían muy pocos o no se le conocía.<br />

No parece reacción de pensamiento llegar a la conclusión de que no era indispensable<br />

esperar a que en Francia fructificara la escuela naturalista para que aprendiéramos a fijar<br />

en el marco del cuento artístico lo esencial de la vida circunstante. Modelos sobresalientes<br />

para el estudio y la pintura de tipos, ofrecía la picaresca, y para entenderlo así bastaba con<br />

fijarse en Rinconete y Cortadillo, de Cervantes. Pero el cuento francés moderno, esquema o<br />

trasunto de aspectos de una sociedad de viejo refinamiento, se puso de moda, facilitando<br />

su lectura entre nosotros la colección traducida por el francófilo Enrique Gómez Carrillo.<br />

Alfonse Daudet y Guy de Maupassant acabaron siendo los favoritos. Importadas sus obras<br />

y entregadas a la comprensión de un medio social todavía precario, de pronto no parece que<br />

estábamos preparados para aprovechar su incitación a fijar en dimensiones breves el calor<br />

humano y los rasgos distintivos, locales, que lejos de restar interés universalizan.<br />

1 En la página final del 2º tomo, se incluye un ejemplar de Cuento de Camino, o folklórico.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Los críticos no han tenido oportunidad de decir que aquel modelo exótico produjo en<br />

nuestro país engendros endebles, numerosos y afectados. Asombra que sin vocación ni<br />

necesidad tantas personas honorables se dieran a producir tan pobres frutos. Abogados,<br />

notarios, comerciantes, honestas señoritas y señoras, compitiendo por ser cuentistas llenaban<br />

La Revista Ilustrada de Miguel Ángel Garrido 2 –1898-1900– creyendo seguir el dechado de<br />

Francia. Pararon de repente sorprendidos por los cuentos de dos maestros del modernismo:<br />

Manuel Díaz Rodríguez y Rubén Darío; maestros que se entretenían y regodeaban jugando<br />

con el matiz, con los primores de forma, y que por la misma pulcritud del apurado estilo<br />

en vez de animar trataban el posible impulso. Todavía hoy, leídos con el respeto debido, los<br />

cuentos de Darío y Díaz Rodríguez pierden la gracia de productos de escritorio.<br />

A continuación de Maupassant y Daudet vinieron obras de León Tolstoy, Máximo Gorki,<br />

Leónidas Andreyev, Antón Chéjov, observadores de un mundo remoto y desconocido.<br />

¿Quiénes y cuándo le dieron realidad precisa al cuento en la República Dominicana?<br />

Los cuentistas que sobresalieron a fines del siglo XIX y a principio del XX fueron<br />

Virginia Elena Ortea, José Ramón López, Augusto Franco Bidó, Fabio F. Fiallo, Rafael J.<br />

Castillo, Rafael Deligne, Federico García Godoy, Ulises Heureaux hijo, ocasionalmente<br />

don Federico Henríquez y Carvajal, y abundaron otros de significación menor. La primera,<br />

culta relatora de sobrio, claro y animado estilo, en su más acabada producción<br />

personificó el mito heleno de Perséfone (Los Diamantes de Plutón) y sin determinar sitio ni<br />

tiempo, tendió un puente entre el cuento moderno y el antiguo. Lo más importante de ese<br />

ejemplar, que aparece en todos los propósitos de selección antológica realizados hasta la<br />

Colección Trujillo, así como En Tu Glorieta (primer premio de certamen celebrado el 27 de<br />

febrero de 1899) sigue siendo la personalidad de la escritora. El segundo, José R. López,<br />

miró hacia adentro tratando de enfocar lo genuinamente nuestro, aunque con desenfado<br />

notorio olvidó a menudo la corrección conveniente, y burlando la guardarraya entre lo<br />

suyo y lo ajeno, igual que varios autores antiguos no creyó que la originalidad era virtud<br />

y a ratos se sintió heredero de don Juan Manuel. Con regocijada ligereza confundió más<br />

de una vez la anécdota con el cuento y no se percibe a simple vista si al contar consiguió<br />

todo lo que se propuso. De su producción literaria suelen encomiar El Loco, “laureado<br />

en certamen con accésit al primer premio de prosa”. A pesar de la acción flaca, la carencia<br />

de realidad del personaje único y el olvido de lugar y ambiente, la tentativa podría<br />

aceptarse siquiera como cuento antiguo, si interesara. Al escribir El General Fico realizó<br />

José Ramón López, su esfuerzo más apreciable: trazó con brío y le dio realidad local a<br />

un rústico mandatario de carne y hueso, a quien hizo al fin morir en improvisada forma.<br />

Del conjunto de sus Cuentos Puertoplateños no están ausentes los rasgos característicos y<br />

la naturalidad y gracia corrientes, aunque dispersos en diferentes unidades. Que el autor<br />

fue un buen periodista, afirman. Acaso la facilidad adquirida en el ejercicio del periodismo<br />

se sobrepusiera, como enemiga, a las cualidades exigentes del cuentista. Pero es<br />

oportuno reconocer que con José Ramón López la literatura cuentística se inclinó hacia las<br />

costumbres campesinas nuestras. A pesar de sus defectos abundantes, los dominicanos<br />

le deben agradecer a López que en El General Fico se asomara a ver una fisonomía, en su<br />

tiempo intacta, de lo criollo.<br />

2 “Cuentistas” y asiduos colaboradores de La Revista Ilustrada fueron Alberto Arredondo Miura, Luis A. Bermúdez,<br />

Andrés Freites, Rafael O. Galván, Esteban Buñols, Jacinto de Castro, Jacinto B. Peynado, Luis Garrido, Amalia Freites,<br />

Amelia Francasci, Luisa O. Pellerano, E. Prud’Homme, Rafael Justino Castillo, etc., etc.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Preciso y cuidadoso de las dimensiones, elegante y casi siempre correcto en el estilo,<br />

Fabio Federico Fiallo se evadía de la realidad presente para darle vuelo a su imaginación<br />

de poeta lírico a la hora de escribir cuentos. A uno de los más interesantes por el feliz<br />

desarrollo le encontró escenario en la Rusia de los Zares, totalmente desconocida de él<br />

y de los demás dominicanos. Discurre la acción de otros en ámbitos indeterminados,<br />

vagos; pero nunca en Santo Domingo. El Príncipe del Mar, cuento de fantasía delicadísima,<br />

prueba que en cualquiera modalidad se logran triunfos, cuando se tiene el don de escritor<br />

que era natural en Fiallo. Difundió sobre esta obra un hálito de simpatía tan sugestiva que<br />

hará siempre agradable su lectura. Fabio F. Fiallo fue amigo personal de Díaz Rodríguez y<br />

Rubén Darío. Conoció sus cuentos; pero se mantuvo romántico y libre del avasallamiento<br />

de ambos.<br />

Don Federico Henríquez y Carvajal escribió seis cuentos en veinte y nueve años: en<br />

1895 Un Rey Destronado y Dualidad de Amor en 1924. Seis cuentos en tan largo tiempo dan<br />

testimonio suficiente para convencer de que el venerado maestro y periodista, aunque no<br />

desdeñó el género, se entretuvo en él sólo en momentos circunstanciales.<br />

Sorprenderá que en el presente volumen figure Máximo Gómez entre escritores con un<br />

cuento legendario. A uno de los que primero se atrevieron a mirar sin desdén esa forma<br />

literaria, porque fuera ante todo hombre de armas y no vislumbrara la importancia que el<br />

cuento alcanzaría en su patria después de cincuenta y ocho años de haber escrito, no se le<br />

debe excluir de una recopilación intentada sin rigor de florilegio.<br />

El Sueño del Guerrero es página de campamento bosquejada en tregua nocturna (1898). El<br />

viejo posó ahí la garra y marcó su huella. Del moribundo romanticismo puso lo desmesurado<br />

y el escrutar mirando atrás; del guerrero mandón la osadía con que Simón Bolívar dialoga<br />

todavía con el dios de Colombia sobre el Chimborazo. ¿Capricho? Oleaje de pesimismo,<br />

quizás, en humanísimo señor endurecido en sucesivas guerras. El último Quijote combate<br />

por cerrar la independencia del Nuevo Mundo. Abarca y pondera la suma de sacrificios a<br />

raíz de Martí y Maceo morir y, ensombrecido por el vaticinio de “la posible ingratitud de<br />

los hombres”, como premio, la mano fatigada se le cae sobre la pluma. Escudriña. Encarna<br />

en Cristóbal Colón el afán de los descubridores, la saña y los trabajos imponderables de los<br />

exploradores y conquistadores y finalmente de los libertadores, para, en resumen, beneficiarios<br />

extraños y de hostilidad disimulada.<br />

Cuando los críticos dominicanos rescaten nuestros valores literarios que ruedan dispersos<br />

en tierra ajena, ocupará Máximo Gómez el sitial de escritor que le corresponde. El crítico<br />

Juan Jerez Villarreal, de orgulloso abolengo dominicano, apuntó en Cuba irónicamente:<br />

—¡Y el viejo tuvo coqueteos literarios!… Fíjense: con menos desagrado hubiese tolerado<br />

él que le criticaran su estrategia que los frutos de su pluma”.<br />

¡Y qué coqueteos! La descripción de la Batalla de Mal Tiempo no ha sido superada en la<br />

épica antillana. Su relato de las andanzas y muerte de José Maceo tiene más valor de vida<br />

y emociona más que una de las Vidas Paralelas de Plutarco. En su pésame a María Cabrales<br />

late tan profunda angustia que su lectura emocionará mientras el dolor exista. Pero tratar<br />

de Gómez escritor ahora es salirse del marco destinado sólo a las noticias y apuntes que<br />

anteceden a la evolución del cuento en Santo Domingo, que autoriza la Colección Pensamiento<br />

Dominicano.<br />

El publicista Manuel de Jesús Troncoso de la Concha puso a un lado momentáneamente<br />

la leyenda, cultivada por él con pericia y jovial espíritu, para concurrir en 1909 a un certamen<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

y ganar el primer premio con Una Decepción. Por aquel triunfo figura como uno de los primeros<br />

cultores del cuento moderno en la República Dominicana. Puntualizó el momento<br />

definitivo en que se deja atrás la creación carente de realidad humana.<br />

Con medalla de oro le premiarona a Gustavo A. Díaz (1910) Dos veces Capitán, cuento<br />

de atisbos psicológicos, conflictivos, en que el autor redime a un seguidor del Gral. Pedro<br />

Santana en los azares de “la anexión” o eclipse de la soberanía dominicana. En el feliz ensayo,<br />

aunque el fondo histórico del motivo hace olvidar el ambiente de la manigua, se evidencian<br />

en su autor cualidades literarias postergadas desde entonces, o completamente desvanecidas.<br />

Quizás si aquella medalla de oro convenció al joven escritor de que la literatura es menos<br />

generosa que la política. El triunfo le sirvió de estribo para escalar posiciones en “la cosa<br />

pública”, y las buenas letras trocaron al escritor por un político alerta. Del mismo tiempo es<br />

Manuel Florentino Cestero, periodista, autor de Cuentos a Lila.<br />

Con Pan de Flor, volumen publicado en 1912 por José María Pichardo, Nino, confirma el<br />

cuento nacional la propia fisonomía. El veterano ensayista y crítico Federico García Godoy<br />

escribió Carmelita y Sor Clara en 1898 y 1899, y ya en 1888, con Margarita, había intentado<br />

realizar la novela corta. Por fin en 1914, en Guanuma –”episodio nacional”– intercaló un<br />

cuento que es joya de primer orden. El crítico Joaquín Balaguer, perspicaz y certero, lo desprendió<br />

y puso a vivir aparte. García Godoy no tuvo un capricho sin precedentes: igual que<br />

él procedió Cervantes enriqueciendo Don Quijote de la Mancha y Persiles y Segismunda, y en la<br />

antiquísima Ciropedia injertó Xenofonte aquella Pentea que, desvinculada de la obra histórica,<br />

se reproduce de tiempo en tiempo conservando vida fresca e imperecedera. Nuestro don<br />

Federico García Godoy fue superior cuentista en capítulos de sus “episodios nacionales”<br />

que en sus cuentos de juventud. Todas sus grandes cualidades de escritor están palpitando<br />

en el ejemplar admirable que se inserta en la recopilación presente; pero sobre todo, el<br />

insuperable don descriptivo, la embriaguez amorosa de los sentidos ante los panoramas y<br />

la maestría del narrador, palpitan, viven, resaltan y para siempre jamás serán testimonio<br />

cierto de cómo fueron aquellos bosques vírgenes y terrenos exuberantes hoy convertidos<br />

en potreros y cañaverales.<br />

El periodista Antonio Hoepelman vuelve la mirada atrás y refresca anécdotas y episodios<br />

insuflándoles vida y valor artístico. Aunque su cuento El Tesoro de Moncada es más<br />

interesante por el enredo y el estilo vivaz, se le da ahora preferencia a Nobleza Antillana por<br />

el escenario y el motivo de sabor histórico, y por lo que en las letras dominicanas significa<br />

como trasunto de la vida colonial.<br />

Enrique A. Henríquez y Rafael Vidal y Torres mantuvieron en certámenes las características<br />

y el realce adquiridos por el cuento moderno, con Tindito (historia de un toro joven)<br />

premiado al primero en certamen de 1916, y con un relato de ardiente nacionalismo, otro<br />

primer premio, ganado por el segundo. A continuación el poeta J. Furcy Pichardo alcanzó<br />

otro galardón con asunto igual, de nacionalismo auténtico, y en 1921 publicó Manuel Patín<br />

Maceo sus cuentos intitulados Serpentinas.<br />

El periodista y novelista Rafael Damirón incluyó en sus Estampas volanderas (1938) un<br />

cuento, de viejo escrito, que es acertada caracterización de un tipo de mujer capitaleña a<br />

quien el crecimiento de la ciudad y la multiplicación de las familias ricas descartaron de las<br />

costumbres y relegaron a la memoria de algunos sobrevivientes. No parece que Balaguer<br />

haya tenido la intención de agrupar en su Historia de la Literatura Dominicana a aquel veterano<br />

del periodismo entre los escritores que califica como pertenecientes a la Era de Trujillo.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Del mismo tiempo es el incatalogable y desconcertante Otilio Vigil Díaz, celebrado autor<br />

de Orégano (1949).<br />

¿Cuáles son los cuentistas sobresalientes que han llegado a la plenitud de sus facultades<br />

a partir de 1930? Anticipos admirables son Ramón Emilio Jiménez, poeta, periodista, ensayista,<br />

biógrafo, costumbrista y cuentista; y Miguel Ángel Monclús: autor de ensayos sobre<br />

el viejo caudillismo, de un Caleidoscopio de Haití loado en el extranjero, de la novela Cachón<br />

y de numerosos cuentos (Estampas Criollas), quien también ha completado su destreza de<br />

escritor durante los últimos lustros.<br />

En Archipiélago (1947), visión panorámica de las islas del Caribe, Ligio Vizardi señala con<br />

emoción reprimida la dispersión de diez y nueve millones de seres humanos. Preocupado<br />

por su existir presente, abre signos interrogantes a lo porvenir y nadie conseguirá cerrarlos<br />

sin perplejidad del ánimo. Apunta el caso único en América, y pocos sabrían exponer<br />

la ansiedad que sus problemas suscitan en prosa tan comedida y clara. El sentimiento de<br />

simpatía, el rigor depurador de la idea y el castigo de la frase resaltan en sucesivos cuentos<br />

intercalados. Atraído por una tentación del arte los enhebró en novela itineraria; pero en<br />

verdad se sobreentiende que Ligio Vizardi es cuentista que no ejercita con franqueza su<br />

vocación. El lector se olvida de la concepción vasta, deteniéndose a meditar al término de<br />

cada cuadro, cuando no se extasía ante las bellezas parciales levantadas con señorío por el<br />

concepto ponderado y el adjetivo exacto, bruñido y sugeridor. Aquel Hospital lleno de vidas<br />

en orto y ya lesionadas, estremece de entrañable misericordia. ¡Feliz el que sabe escribir<br />

cuentos así!<br />

Y llegan por fin los cuentistas de los últimos veinte y siete años. En el grupo figura Julín<br />

Varona (Julio Acosta hijo), autor de un volumen de cuentos muy bien escritos que guarda<br />

con celo para que lo publiquen, sin él incurrir en gasto… después que lo socorra la muerte.<br />

Con regocijado humor individualizó y animó en 1930 el sentimiento religioso del dominicano<br />

“común” en un azuano que anda por ahí desempeñando el oficio de músico de oído<br />

y viviendo de lo que Dios depare… Canta, peca, reza, sin que en ningún momento sienta<br />

que se le ha ensuciado el alma. Pero, por si acaso… promete ir de romero a Higüey. Prepara<br />

y aceita una carabina y, de ruta, mata porque matar le parece prudente y adecuado, para<br />

después, sintiendo fresca y aligerada la conciencia, arrodillarse en el templo ante la imagen<br />

de la Virgen de la Altagracia, seguro de que ella lo protegió durante la acción sangrienta y<br />

ahora lo cubre bajo su ancho manto florecido de piedad.<br />

La indigenista Virginia de Peña de Bordas, autora de la novela Toeya y de cuentos y<br />

novelas cortas, por la fértil imaginación, la ductilidad del estilo vigoroso y su encanto de<br />

narradora natural, se distingue sobre todo en el cuento de niño, o para niños, rama literaria<br />

que ningún dominicano ha sabido explotar como ella. Con esta fisonomía encantará a los<br />

niños, seguramente; pero ningún adulto de elevación moral terminará de leer La Eracra de<br />

Oro sin internos sacudimientos, hijos de pura emoción estética. A la autora le interesó el tema<br />

indígena en aspectos diversos y solía apuntar con disimulo que aquella familia rudimentaria,<br />

de endeble civilización, era fácil de absorberse por la española mediante la devoción a<br />

Jesucristo, sin necesidad de recurrir al sistemático y devastador imperio de la fuerza puesto<br />

en ejecución por Fray Nicolás de Ovando y sus imitadores.<br />

No en el estilo, elegante y evocador, ni en el cuidadoso estudio de los motivos autóctonos<br />

enriquecidos de leyendas: la virtud superior de esta cuentista se transparenta en un don de<br />

ternura maternal, que arroba. Que Tamayo fue implacable y duro defendiendo a los de su<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

raza, refirieron y se repite. Manso no era. Virginia de Peña lo limpia al presentarlo en edad<br />

adolescente; sin ñoñería reviste a aquel voluntarioso brote de hombre con atributos latentes<br />

que en los días de prueba levantaron hasta el heroísmo al guerrero irreductible.<br />

Flor del indigenismo, es La Eracra de Oro. Sumada como ilustración al lugar que hoy<br />

lleva el nombre de Tamayo, más que el tributo debido es la resurrección: la resurrección que<br />

perpetúa a una gran figura defensora en América del derecho a ser libre.<br />

Al sorprendente Ramón Marrero Aristy, autor de la novela Over y de Balsié (libro de<br />

cuentos publicado en 1938) lo estampó en los días de su aparición un eminente crítico de<br />

hispanoamérica con sólo dos adjetivos: ignorante genial. Con sus dos libros obtuvo dos<br />

ruidosos triunfos. Daba entonces la impresión de ser un guerrillero de las letras. Iba gradualmente<br />

cultivando el espíritu y ganando experiencia literaria, sin maestro, con particular<br />

lectura y a fuerza de tropezones, cuando de súbito torció el rumbo y se dio entero al mundo<br />

de la política. Comprueban la facultad extraordinaria que tiene para revelar al campesino<br />

hasta en los más íntimos repliegues y en los menores detalles, dos de sus cuentos: Balsié y<br />

Mujeres, comparables en el acierto de ejecución a La Conga se va, de Max Henríquez Ureña:<br />

cuento cumbre del realismo por la vitalidad, el colorido y movimiento de muchedumbres.<br />

En Mujeres Marrero no es el observador urbano que va con su libreta al campo a examinar<br />

y tomar apuntes para luego escribir, ni el que escribe saturado de vida rural: es un campesino<br />

más que tiene el don maravilloso de trasmutarse en cada uno de los personajes. Está<br />

en el paisaje y en cada hombre y mujer que pinta y, evidentemente, él es también el niño de<br />

la batata. El que estas líneas escribe es natural de la provincia Barahona y no conoce en las<br />

letras dominicanas copia más genuina de los campesinos de la región, que la de ese cuadro;<br />

si acaso le falta algo es un atisbo de la imponente belleza del Bahoruco y el vislumbre de<br />

esperanza, que en los corazones de allá nunca se pierde.<br />

También pertenece a este período el cuentista José Rijo: cauteloso, autocrítico, de preciso<br />

equilibrio mental, descriptor seguro, sin trucos, y de elegante y esmerada prosa. Y Miguel<br />

Ángel Jiménez, autor de varios cuentos premiados y cuya creación –Mi Traje Nuevo– puede<br />

parangonarse por la concepción curiosa, la realización cabal, la sutileza y un espolvoreo de<br />

fino humor, con ejemplares de Antón Chéjov. Al escribir esa pequeña obra maestra Jiménez<br />

se empinó hasta alcanzar insospechada eminencia.<br />

Del mismo ciclo es Tomás Hernández Franco, poeta, prosista brillante y relator<br />

bullente y salpicado de imágenes y giros impresionistas. En un volumen (Cibao) insertó<br />

cinco cuentos y un relato: Deleite, creación particularísima de un caballo loco sobre<br />

el cual pasa el jinete “asombrado por el poderío inédito que siente agigantarse bajo las<br />

rodillas”. En la prosa de Hernández Franco se suceden las sorpresas desbordadas en<br />

rasgos bellos y desorbitados. “Tierra para llamarla mía… Patrimonio sin código con<br />

fronteras de Dios… Agrimensura de génesis en palabra de varón sin pecado por haber<br />

pecado mucho”. “Bolas de equilibrio sobre las pértigas las gallinas recontaban las plumas<br />

de sus alas sin vuelo”.<br />

Revestir la imagen y las ideas de esa o de otra manera, para producir el estremecimiento<br />

nuevo, como dijo el viejo Hugo, cuando se escribe con talento a nadie debe asustar. ¿Qué es<br />

lo que ha sido? Lo mismo que será… En el retorno eterno, que apunta el Eclesiastés, quizás<br />

si varios giros de aquel cuento egipcio (La Historia del Náufrago) del Imperio Medio de los<br />

Faraones, cuya culebra vuelve ahora a formar el círculo por verse otra vez la cola, fueran ya<br />

retazos de un traje viejo de nuestro joven impresionismo.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

A Tomás Hernández Franco, de exuberancia vital y artista verdadero, le bastaría Deleite<br />

para mantener vivo su nombre, si no figurara ya entre los buenos escritores dominicanos. 3<br />

A continuación se distingue Freddy Prestol Castillo, contando con ojos anchos de azoro<br />

cómo pasaron en el Este de la República los pequeños labrantíos y las parcelas de bosques<br />

vírgenes, del ignaro entorpecido por la superstición al latifundio del extranjero ausente. El<br />

mal que Francisco Moscoso Puello expuso con criterio de sociólogo, a Prestol Castillo se le<br />

convierte en caso dramático, en cuento dramático. Sus cuentos, preñados de problemas, así<br />

como los de Rijo, están dispersos en los periódicos diarios: ¡infeliz manera de sostener la<br />

nombradía merecida!<br />

Entre los cuentistas jóvenes, por su cultura y cualidades sobresalientes se distingue Hilma<br />

Contreras. Sabe crear. Sus personajes viven naturalmente. Es artista, tiene conciencia de la<br />

importancia que ha adquirido el cuento y con pulso firme desde las primeras líneas agarra y<br />

subordina la atención del lector con interés que se mantiene encendido hasta el final. Quien<br />

tenga la suerte de leer sus cuentos, ricos de ocurrencias oportunas, comprenderá que la autora<br />

de La Virgen del Aljibe no necesita voces de estímulo ni adjetivos de ponderaciones.<br />

En cuento emocionante y breve (Cielo Negro) sugiere Néstor Caro problemas de los trabajadores<br />

en cañaverales del Este de la República, y de pronto el lector no sabe si admirar más<br />

la reducida exposición del drama contenido en cuadro tan limitado, o el nervio poderoso del<br />

escritor, la belleza formal o la recóndita simpatía a los explotados. En otra forma, se plantea<br />

el drama apuntado por Prestol Castillo que, afortunadamente, a la carrera y en gran escala<br />

está remediándose. En otro de los mejores cuentos de Caro (Chano) el personaje principal<br />

discurre sombrío y amargo como algunos tipos de Gorki. En el más reciente (Guanuma)<br />

el misterio va rodeándolo todo gradualmente y el interés crece en un cuadro cuyo asunto<br />

central es la superstición de rústicos que cuchichean acerca de un jinete de vivir dudoso,<br />

que asoma en paisajes bien descritos y pasa de escotero, siempre solitario.<br />

Néstor Caro es un escritor económico de frases. Ceñido a lo que juzga indispensable,<br />

elimina, retoca, lima; pero ni se amanera ni aminora la amplitud e intensidad del sentimiento<br />

decididamente trágico. Al disconforme las intenciones, desde antes de convertirse en ideas<br />

claras, le trabajan y punzan iguales que tumores en cuerpo dolorido, que se rebela. Sus<br />

cuentos merecen que un dramaturgo los amplíe, escenifique y lleve al teatro.<br />

La reputación, el renombre, se adquiere frecuentemente por diligencia personal o<br />

aupado por propaganda de amigos, y muchas veces valores de superior calidad quedan<br />

limitados en estrecho círculo. La modestia es virtud literaria que no abrillanta ni después<br />

de la muerte. Pero suele suceder que en el convencimiento del valer propio haya un grado<br />

de soberbia, que aísla.<br />

Autónomo cibaeño, representativo en legaciones distantes: en la Argentina, en Chile,<br />

en el Perú, en España y otra vez en la Argentina, cruzando océanos y en Tierra Firme, Manuel<br />

del Cabral anda con su patria adentro. El cibaeño es un dominicano que difícilmente<br />

se desvincula de la república, y del Cabral es el cibaeño. No importa que a la vez sea poeta<br />

de virtudes universales: en él todo se entremezcla y se le vuelve Compadre Mon. Hoy se<br />

imagina que no le basta ser así no más, y extiende la mirada al cuento con pretensión de<br />

revolucionarlo. A simple vista se diría que al dejar el camino real por la vereda Dios no le<br />

3 El crítico Pedro R. Contín Aybar, publicó en El Caribe un juicio nutrido de acertadas observaciones sobre Tomás<br />

Hernández Franco y su obra.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

indica el rumbo. Pero… En 30 Parábolas y 12 cuentos lanza un libro que sobresalta como una<br />

casa de orates. Lunáticos numerosos, en riesgoso pretil bailan un carabiné y son capaces de<br />

contagiar al lector que los analice. El autor no es un alcohólico, como Edgar Poe: es abstemio;<br />

pero desde que en uno de sus poemas se vio de cuerpo presente, asistiendo a sus propios<br />

funerales y oyendo lo que opinaban del difunto, asomó en él un bromista macabro. ¿Cuenta<br />

para asustar, por divertirse, o procura encontrarle al cuento fases nuevas? Cuenta. Penetra en<br />

la subconciencia y hurga hasta encontrar el asunto extravagante, revuelto, que le perturba,<br />

crece, le obsede impulsado por “idea-fuerza” que de repente salta del cráneo, se corporiza<br />

y se le escapa huyendo. El autor medita sobre el fenómeno y luego se va detrás apuntando<br />

silenciosas interrogaciones. En la calle, en el restaurante cercano o en la plazoleta, lo alcanza<br />

a ver y reconoce que es verdad que “aquello” ha adquirido vida independiente. Se llama<br />

Odorico… Lo encuentra hablando con otro ser que, igualmente, le había salido a Cabral de<br />

un desdoblamiento de las ideas. El instinto y la razón dialogan y dicen razones tan extrañas<br />

que el padre de las criaturas, intrigado, interviene en la conversación. Ellos se lo permiten.<br />

Entre los cuentos de Cabral que mejor caracterizan esa fisonomía figura Odorico, aunque<br />

Yepe y otras diferentes representaciones de la locura le superen por la forma literaria.<br />

Pero su hallazgo extraordinario es El Centavo, cuento-parábola constreñido en sólo una<br />

página y escrito con sobriedad, sequedad y sencillez dignas de un sabio. No conozco en<br />

castellano, a excepción de El Pata de Palo, de José Espronceda, otro que le iguale en interés<br />

y extravagancia.<br />

Con menos de lo que a del Cabral está aleteándole en el cerebro le bastó a Maupassant<br />

para enloquecer y a Horacio Quiroga para acudir al suicidio; pero los poetas guardan en<br />

la convicción de la grandeza propia talismán preservativo. Almas, seres y cosas llenan el<br />

mundo con el fin único de servirle de escenario, espectáculo y divertimiento. Y siendo del<br />

Cabral un gran poeta, no se columbra ni el más lejano peligro de que se pierda.<br />

Y ahora, últimos en el tiempo, irrumpen los abundantes de promesas: los nuevos. Descuellan<br />

varios y entre ellos Ramón Lacay Polanco alzando el brazo y enseñando su enamorada<br />

Bruja, alabada en el país y reproducida con elogios en una revista extranjera. Reclaman el<br />

sitial que les corresponde: el primero…<br />

En un grupo de escritores mozos, como entre estudiantes de término, hasta en el de apariencia<br />

inofensiva se disimula un iconoclasta. Impetuosos y ávidos de sustituciones, avanzan<br />

con su carga de promesas que se cumplirán si trabajan más los motivos y no se engríen con<br />

los parabienes, que desvirtúan. Mañana llegará, para ellos también, el convencimiento de<br />

que aspirar a sustituir y ser el primero contrae el deber de estudiar y crear.<br />

¡El primero!… que entre intelectuales nadie se satisface en Santo Domingo sin ser<br />

el primero, empinándose arriba. ¿Los demás?… Ganímedes sirviéndole a Zeus “el divinal<br />

licor” en copa de bronce. Señales hay, no obstante, anunciando el día en que los<br />

escritores dominicanos aprenderán a entusiasmarse con la obra ajena, experimentando<br />

el placer elevadísimo de sentirse compañeros, sentimiento que es suma de fuerza y<br />

valores para la patria.<br />

¿Qué autor extranjero ejerció influjo en nuestros cuentistas?<br />

Flor de entelequia es la originalidad absoluta, que ningún pueblo ha conseguido: porque<br />

en el comercio espiritual las creaciones artísticas trascienden y repercuten por remotas<br />

que parezcan y en similares circunstancias suelen dar parecidos frutos. Puede afirmarse<br />

sin jactancia que el cuento criollo fue ascendiendo hasta encontrar madurez desde que<br />

44


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

el dominicano miró hacía adentro y comprendió lo suyo. Entre las provincias hispánicas<br />

del Nuevo Mundo ninguna ha corrido tantos azares, como la dominicana, hasta mantener<br />

libres sus persistentes características y los matices diferenciales adquiridos al través de los<br />

sucesivos eclipses de su fortuna. Es natural que los superficiales y los imitadores no abunden<br />

en una familia así, y que a menudo aparezca en su producción la nota sombría. Fuimos un<br />

pueblo sin temprana risa, y ahora, cuando la sonrisa asoma en obras ingeniosísimas y del<br />

más fino humor –El Tren no Expreso – Mi Traje Nuevo– es florescencia equívoca de un viejo<br />

padecimiento con que el autor se ha connaturalizado. El sano y jovial acento de un Manuel<br />

de Jesús Troncoso de la Concha, o del Ramón Emilio Jiménez de Al Amor del Bohío, es caso<br />

raro. Y como el nativo no es trabajador tenaz, con excepciones muy respetables, en la poesía<br />

y en el cuento encuentra el molde para su expresión más adecuada: no en la novela, que<br />

obliga a prolongado esfuerzo.<br />

Responde a estas observaciones la recopilación que se entrega al público sin la severidad<br />

que requieren los florilegios, que implican selección obtenida mediante examen comparativo<br />

de los ejemplares de cada autor. Labor ardua, en donde el cuento ha venido apareciendo con<br />

intermitencias y disperso en periódicos distintos y en fechas diversas. Pronto daremos a la<br />

publicidad otro volumen en el cual tendrán cabida autores de no menor calidad y reputación<br />

que los comprendidos en el presente.<br />

Librería Dominicana, entendiendo que el cuento en nuestro país ha alcanzado su plenitud<br />

durante la Era de Trujillo, realiza ahora un nuevo aporte como entusiasta colaboradora<br />

en la obra del desarrollo cultural que le imprime sin desmayo a la república de las letras el<br />

Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva.<br />

45


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

JULIO ACOSTA HIJO (Julín Varona) (N. 1888)*<br />

A mí no me apunta nadie<br />

con carabina vacía<br />

El cantor vale Ismenio hacía cuarenta años o más que debía una promesa y no había<br />

podido cumplirla porque en aquellos tiempos se contaban hazañas de bandoleros y para<br />

viajar desde Las Charcas hasta Higüey tenía el romero que portar una carabina de las que<br />

se cargaban con cartuchos de pistón y llamaban chisperos.<br />

Ismenio era muy pobre; y como vivía cantando mangulinas en las fiestas, siempre improvisaba<br />

alguna copla plañidera diciendo que iba a morir sin cumplir con la Milagrosa por<br />

faltarle aquella carabina.<br />

Por fin compadeció al cantor el jefe de un baile de enramada, quien le prestó un chispero<br />

en buen estado de uso, pero sin un solo cartucho. Al día siguiente partió de Las Charcas el<br />

bale Ismenio con su peregrinación hacia el lejano santuario de la Virgen de la Altagracia.<br />

Esperaba apertrecharse, mendigando los cartuchos en los pueblos de su ruta, antes de entrar<br />

en la zona peligrosa, entre Bayaguana y Hato Mayor, por donde, –se decía entonces– merodeaban<br />

los salteadores y no dejaban con sus alforjas a los romeros mal armados.<br />

Cabalgando en una mulita sanjuanera, sin acompañante para no dividir su macuto de<br />

comida, a los tres días de caminata ya había vaciado dos de sus tres canecas de aguardiente.<br />

En las repletas árganas de su aparejo llevaba cecinas de chivo, fundas de tostones de plátano<br />

y rosquetes de catibía, blancas panelas de dulce de leche, galletas de huevo, raspaduras,<br />

botellas de melado, café en polvo y calabazas y morritos para colarlo. Pero el tesoro de su<br />

peregrinación consistía, además del acostumbrado traje de penitente, (pantalones y saco de<br />

áspera coleta), en un par de muletitas de plata, ex-voto que llevaba colgado del cuello para<br />

ofrendarlo ante el altar del santuario y cumplir así la promesa que había hecho cuando era<br />

vagabundo mujeriego y estuvo a punto de quedar tullido a causa de un mal paso entre<br />

“ellas”.<br />

Animado en todo el camino por el contenido de sus canecas, cruzó las poblaciones sin<br />

acordarse de los cartuchos. Por este olvido se encontró indefenso cuando al oscurecer de una<br />

tarde, mientras vadeaba una cañada, le salió repentinamente al encuentro el salteador que<br />

tanto temiera. Tenía puesto un antifaz de cuero negro de puerco y avanzó contra Ismenio<br />

con un machete desenvainado, voceándole —¡Alto! Pero el vale romero se desmontó de su<br />

mulita, y dándole la espalda al enmascarado, a la carrera se puso lejos de su alcance. Cuando<br />

creyó que había salvado la pelleja, le dio el frente para desahogarse vomitando insultos<br />

que llenaron el monte circundante de resonancias de las enérgicas “erres” y “eses” de la<br />

pronunciación sureña. Voceó el asaltado:<br />

—Mira, hijo de la gran puta; si yo hubiera tenío mi cachafú carrgao, no hubiera sido tú<br />

quien me sarrteaba. ¡Ladronasso! ¡La Virgen te pudra er caco con tu careta de puerco!<br />

Y le contestó el bandido:<br />

—Epérame ahí, maihablao. Yo no quiero las polquerías de tus árganas! Pero no te me<br />

bas a dir con tu carabina. ¡Párate y no juigas!<br />

Pero cuando el salteador volvió sobre su víctima, ésta se metió en una espesura selvática<br />

tras de haber pasado, con la rapidez de un hurón, por entre espinosas cercas de mayas.<br />

*Julio Acosta hijo (Julín Varona). Periodista. Autor de un volumen de cuentos inéditos.<br />

46


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Entonces su perseguidor, deteniéndose ante las mayas, desde ellas habló con mucha dulzura<br />

en el tono de su voz, como la zorra de la fábula le habló a la oveja. Dijo a Ismenio que todo<br />

había sido una broma para asustarlo, que saliera del monte y viniera al camino para que<br />

hablaran como buenos amigos y comprarle su carabina.<br />

—Yo le juro que se la quiero comprá legalmente, viejo santo; y si usté no desea benderla,<br />

entonces benga a mi casa que allá le podré dar cartuchos de una cartuchera que<br />

tengo llenesita.<br />

Pero la oveja escondida, no respondió ni se dejó ver del taimado zorro.<br />

Había entrado la noche cuando el vale Ismenio salía del bosque donde estuvo desorientado.<br />

Destornillándolo, había quitado el martillo a su carabina, y lo llevaba ahora en un<br />

bolsillo de su ropa como medida de precaución. Andando un poco más, en busca de posada<br />

para pernoctar, la encontró en un bohío de aislados moradores de aquellos contornos casi<br />

despolvados. A ellos contó lo que una hora antes le había pasado por viajar “con este chispero<br />

que no tira”, según les dijo.<br />

—¿Y está descompuesta? –preguntó el hombre de la casa, escudriñando con la vista el<br />

arma del huésped y expresando pena en la pregunta.<br />

—Béala en sus manos. No más le farta el martillo; pero en cuantico llegue a Higüey la<br />

mando a arreglar.<br />

—Yo creía que con lo que le ha pasao, que por poco no lo cuenta, usté se diba a debolbé<br />

p’alas Charcas.<br />

—Yo me encomendé a la Virgen y bajo su amparo hasta su artar no paro. Sé que andando<br />

a pie llegaré con los pieses como mameyes de hinchaos y no me verá con la “ropa de<br />

promesa” que me han robado.<br />

—¿Y con qué alfoja ba a seguir caminando?<br />

—Le pediré limosna a los romeros cuando nos pechemo. Dios Todopoderoso siempre<br />

ayuda.<br />

La conversación se prolongó entrando los tres participantes en la intimidad de los informes<br />

biográficos. Entonces supieron ellos que el huésped se llamaba Ismenio de Jesús, y entre<br />

otros pormenores de su vida, que nunca se había casado, aunque había tenido incontables<br />

mujeres, hijos y nietos. Por su parte, el huésped supo muy poco de los parcos moradores<br />

del bohío. El hombre dijo llamarse Benseslao, su mujer Sinforosa, y tener tres hijos que<br />

habían dado a una abuela de ellos, los cuales no tenían nombre porque todavía estaban sin<br />

bautizar. En cuanto a los perros presentes durante la plática, uno se llamaba Sato Viejo, su<br />

compañera Garrapata Sata, y los retoños de esta pareja todos meneaban el rabo cuando los<br />

llamaban Saticos.<br />

Mientras hablaron en familia, hasta que se apagó la luz de un candil, el hombre de la<br />

casa, su mujer e Ismenio se bebieron una botella de ron misteriosamente sacada de algún<br />

escondite. Al paladear esa bebida el bale azuano recordó, como en una revelación providencial,<br />

el sabor inconfundible del aguardiente preparado con hojas de ajenjo que llevaba en<br />

sus canecas. Finalmente se dieron las buenas-noches para entregarse al sueño y el huésped<br />

subió a dormir en una alta barbacoa bajo el techo de su albergue. En este lecho se tendió<br />

encima de su carabina y no cerró los ojos. Veló en la oscuridad y el silencio de la noche como<br />

gato desconfiado.<br />

Muy en la madrugada se levantó el romero y despertó a toda la gente y a los perros de<br />

la casa para darles agradecido el adiós. Pero la buena siña Sinforosa no quiso que Ismenio<br />

47


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

se despidiera sin tomar el café, y mientras ella preparaba esa colación matinal, su marido se<br />

excusó del viajero, despidiéndole anticipadamente, por tener que irse a sacar unos “biberitos<br />

del conuco” antes de que saliera el sol.<br />

—Dios se lo pague todo; –dijo el peregrino al devolver vacío el morrito del café.<br />

—La Virgen lo acompañe y lo libre de mal en su camino; –le respondió ella con entonación<br />

cadenciosa de beata.<br />

Y el solitario romero volvió al camino del Este, hoyándolo esta vez con sus gastadas<br />

soletas. Cuando hubo andado largo trecho, alejándose de donde había pernoctado,<br />

sacó de un bolsillo de su pantalón el martillo de la carabina, lo atornilló en su sitio<br />

con una uña y la cargó con uno de los cartuchos que había sustraído de una cartuchera<br />

cuando la gente y los animales dormían, –la gente borracha– en la lobreguez del rancho<br />

donde se desveló.<br />

Poco después, para reforzar sus pasos, improvisó unas coplas de caminante:<br />

Soy azuano como epina, Benseslao.<br />

Tu serbana como er Soco, Sinforosa.<br />

Si me pinchas yo te rajo, Benseslao.<br />

No me juches tu marío, Sinforosa.<br />

Tolelá, Tolelá, talé la-lá.<br />

Asuanito cuar guasábara,<br />

Y der pueblo de Las Charcas<br />

con la epina prepará.<br />

Salía el sol cuando dejó de cantar y ya violaba el silencio mañanero del camino el<br />

rumor de la cañada donde el vale Ismenio había sido asaltado en el atardecer del día<br />

anterior. Allí se le apareció otra vez, a la orilla del mismo arroyo, el mismo salteador<br />

blandiendo su amenazante machete. En este asalto cabalgaba en la mulita que se había<br />

robado.<br />

—Agora si te quito el cachafú, ¡viejo mañoso! –voceó el bandido.<br />

—Ya te llegó tu hora, ladronasso! –le replicó Ismenio, abocándole el arma.<br />

—¡Ja, ja! A mí no me apunte con carabina vacía, ¡embustero!<br />

—Pero es con tu misma bala que te boy a tirar, ¡pendejo!<br />

Y le disparó certeramente a boca de jarro, tumbando al salteador de la montura. Entonces<br />

le quitó la careta y salió de las fauces del herido agonizante un tufo de aguardiente<br />

preparado con ajenjo, recuerdo de la revelación providencial que había tenido Ismenio en<br />

la víspera de esta vindicta.<br />

—Hombre, Benseslao: –le dijo al muerto– lo único que siento es no poder sacarte ahora<br />

del buche los tragos de mi caneca que vaciates. Pero dende hoy diré sin reírme como tú: ¡A<br />

mí no me apunta naide con carabina vacía!<br />

Y volviendo a montar su mulita sanjuanera prosiguió el azuano su camino hacia Higüey,<br />

ya armado caballero de chispero y machete, con una aventura más que agradecería a la Virgen<br />

en su santuario dominicano y que contaría en Las Charcas, al regresar, con su promesa<br />

cumplida y su conciencia limpia de culpas.<br />

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MANUEL DEL CABRAL (N. 1912)*<br />

El centavo<br />

Sequía, el avaro, no perdió dos minutos en dirigirse a su casa para guardar el último<br />

centavo que le cobró sin escrúpulos a uno de sus pobres inquilinos.<br />

El usurero era frío. Su silencio era cruel. Su casa sólo tenía un ruido: el oro de Sequía. Y<br />

una muda biografía: aquel centavo…<br />

Pero Sequía inquietóse… Iba a ver el centavo diariamente. Y una mañana se despertó<br />

sorprendido: encontró que la moneda tenía el doble de su tamaño. Poco tiempo después, el<br />

centavo ya no cabía en las manos ni en la caja de hierro de su dueño.<br />

Pero, ¿a quién comunicarle un hecho tan útil, tan valioso? Su dueño pensaba que aquello<br />

podría ser su gran mina de hierro.<br />

Sin embargo, fue inútil el silencio de Sequía. El centavo, en un rápido y extraño crecimiento,<br />

cubría ya la habitación de su amo, amenazando rajar y derrumbar las paredes de la casa.<br />

Desesperado, Sequía hacía astillas su silencio, y como un agua sin cauce, sale su grito<br />

en busca de caminos.<br />

La calle hecha ojos, rodea al avaro, rodea su casa. En tanto, el centavo, en una desenfrenada<br />

hinchazón derriba el caserón y, de súbito, invade el pueblo.<br />

Mas los picapedreros, las dinamitas… Todo ha resultado inútil; pues donde el centavo<br />

se le quita un pedazo crece inmediatamente renovando lo perdido.<br />

La gente huye hacia el campo.<br />

Se vuelven de metal calles y plazas. No queda hondonada ni agujero, ni llanura. El centavo<br />

por minutos crece más y más. Ahora, su gran masa de cobre se desplaza hacia los fugitivos;<br />

por momentos, da la sensación de que aquella fuerza sin límites es un instinto, un impulso<br />

premeditado y dirigido, porque el centavo es un huracán de hierro sin piedad…<br />

Hombres y bestias huyen a las montañas. Y el mundo comienza a morir bajo aquella<br />

extraña mole.<br />

Vegetación y agua han desaparecido.<br />

De pronto, la poca humanidad que quedaba en tierra alta ve a Sequía andando sobre<br />

la gran moneda.<br />

Y con las lágrimas que caían de la gente que estaba en las montañas, Sequía el avaro,<br />

se quitaba la sed.<br />

NÉSTOR CARO (N. 1917)*<br />

Cielo negro<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

El empujón del viento tiró las cañas a la vera del camino. La carreta, con Cielo Negro<br />

uncido al yugo, sigue por los trillos con su ruido penetrante. Clap, clap, clap.<br />

*Manuel del Cabral: 30 Parábolas y 12 Cuentos - Talleres Gráficos Lucania, Buenos Aires, 1956. Del Cabral ha<br />

escrito: Compadre Mon, Chinchina busca el tiempo, Trópico negro, Los huéspedes secretos, Sangre mayor, Un cuarto de siglo de<br />

poesía, Pilón, De este lado del mar. Manuel del Cabral es, de los poetas de la República Dominicana, el de más nombradía<br />

en habla castellana.<br />

*Néstor Caro publicó Cielo Negro, volumen de doce cuentos. Año 1949, en Impresora Dominicana, C. por A.<br />

Ciudad Trujillo. En periódicos ha publicado varios más, posteriormente. Es doctor en derecho, graduado en la Universidad<br />

de Santo Domingo.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—”Sube, Cielo Negro”. “Atrinca, Niña Linda”. “Cierra, Bagoruno”. “Arre, bueye”.<br />

“Arre, ¡carijo!”<br />

El sol mira desde muy alto. Se recrea en la espalda de Marcial el carretero, agitando su<br />

látigo de fuego, sol y tierra negra. Hombres y cañas de azúcar. Hombres vencidos antes<br />

de ganar la esperanza.<br />

—A este buey lo quiero porque me entiende. Cuando llamo mueve las orejas y mira por<br />

debajo del yugo. No sé por qué le pusieron Cielo Negro. “¡Arre, Cielo Negro! ¡Arre!”<br />

El cariño del boyero es ancho, como los brazos abiertos del cielo. No importa que sea<br />

estrecho el camino a los bateyes. Cuando la miseria le golpea la frente, entonces Marcial<br />

piensa mejor y pasa los días recordando a La Negra, la novia que dejó en el Sur con su<br />

palabra envuelta en un pañuelo.<br />

—Le dije que la quiero y tengo que traerla, pa que viva conmigo. Si espero la mejoría,<br />

pasarán muchas zafras y cuando venga no servirá ni “pa oír los truenos de mayo”. ¿No<br />

es verdad, Cielo Negro?<br />

En el “tiro”, el capataz saborea comentarios de la gallera.<br />

Cuando la carreta de Marcial entra en el batey, aún queda un borrón de sol trepado<br />

sobre la tarde. La bomba suena lejos. Nino, el muchacho aguador, cruza el potrero<br />

cercano.<br />

La noche va cayendo sobre el silencio y sobre los hombres…<br />

Como luceros encendidos con luces de brujería, los fogones le hinchan el hambre a la<br />

noche del batey. Las voces de los peones surgen apagadas y sin eco frente a la bodega, en<br />

donde la sombra del último vagón asecha la algazara de Leticia Sanetils.<br />

—Bon nuit, carretero. ¿Comme sa va? ¿Tú ta bián?<br />

—Sí, Leticia, estoy bien.<br />

—¿Cuándo venez tu negrita, carretero?<br />

—Agora en el pago mandaré por ella. Ya no espero más.<br />

—Sí, tráila, carretero. Se vive mejor entonce. Bon nuit, carretero.<br />

La última palabra, huida de la voz de Leticia, cae sobre la primera lamentación de Nonino<br />

de Vargas.<br />

—Ay, Marcial, he pasado todo el día meloso de una fiebre loca, y esta mañana le puse<br />

la mano a una palma verdecita.<br />

—Usté siempre quejándose, vale Nonino. Cuando no son la fiebre es la raquiña.<br />

—Marcial, por Dios, ¿qué quiere tú? Si te pasara dos o tres días entre el yerbaso del tablón<br />

aprenderías una cosa buena. ¡Desconsiderao! Estos blancos del dianche.<br />

—Cállate. Si te oye un yuncú 1 tienes que desgaritarte… Nonino, pronto traeré mi negrita.<br />

—Cuanto antes, Marcial. Así la vida te será mejor. Después que uno cae en este infierno<br />

no le queda otro camino.<br />

Cuando cantaron los ruiseñores la carreta de Marcial resbalaba ya sobre la grama: Clap,<br />

clap, clap…<br />

—”¡Sube, Cielo Negro!” “¡Eh, Niña Linda!” “¡Empuja Bagoruno!” “¡Arre, carijo!”<br />

El sábado en la tarde, cuando llegó La Negra del Sur, Marcial veía los cañaverales muy<br />

lejos y el árbol más alto lo miraba pequeño.<br />

1 Yuncú: hombre poderoso.<br />

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—Llegó La Negra de Marcial. ¡Es linda como la flor del cajuil! ¿Le viste los ojos, Belarminio?<br />

Son grandes y con ojeras. ¡Válgame Dios, qué mujer se ha echao ese hombre!<br />

—Nonino, es que pa los laos del Sur la mujer sabe a canela. Usté porque no ha dío.<br />

La casita de Marcial está pintada de cal, junto al camino que conduce al abrevadero;<br />

por la ventana asoma la cara linda La Negra, con una rosa en la selva negra de los cabellos<br />

y una sonrisa más blanca que la leche de la vaca moruna.<br />

Aquella noche –pensaba Marcial– en la casita dormiría el amor bajo los luceros. Los<br />

luceros vagabundos mirarían la casita con el rubor de los niños, y la chicharra echaría su<br />

grito feo en la alforja sin fondo del potrero.<br />

—¡Marcial, Marcial, te llama míster Bauer! Que vaya en seguida –anunció un peón<br />

sudoroso.<br />

—… Pero míster Bauer, Cielo Negro es un buey manso y cualquiera puede amarrarlo.<br />

Yo mandaré a Nonino.<br />

—No, Marcial, tiene que ir usted… Hasta luego.<br />

La silueta del amo blanco, jamás se pareció tanto al demonio como entonces. Marcial<br />

no pudo decirle que había llegado La Negra. Su Negra del Sur.<br />

—¿Ha visto a Cielo Negro?<br />

—Va p’arriba. Hace tiempo que lo vide.<br />

Marcial lo sigue con el lazo, pero el pensamiento se le quedó con La Negra en la casita<br />

pintada de cal.<br />

Los luceros de la noche lloran la suerte de Marcial. Aquella noche querían treparse<br />

sobre el techo de la casita en donde estaría durmiendo, como un ángel, el amor del Sur.<br />

El de Marcial y la negra bonita.<br />

En la madrugada Marcial regresó con Cielo Negro. El buey volvía amarrado; pero traía<br />

la cara levantada, porque había estado libre. ¡Libre! Sí, venía amarrado, pero sacudió los<br />

potreros con sus mugidos y vio en una cerca distante a su amigo Cacha e Palo. La casita<br />

blanca estaba muerta de frío con el techo mojado del sereno. Marcial traía los ojos como<br />

brasas. ¡Maldita noche! ¡Maldito Cielo Negro!<br />

—Negra linda, despierta. Dame café que ya es hora de volver a la lucha. Esta gente<br />

no respeta ni los domingos. Dame café, prieta linda.<br />

El sol se esconde tras una nube gruesa, temeroso de que Marcial crea que ha podido<br />

ayudar a Cielo Negro. El rocío le besa los pies al infeliz carretero mientras suena la carreta:<br />

“Clap, clap, clap”.<br />

—”¡Eh, Niña Linda! ¡Atrinca, Bagoruno! ¡Atesa tú, maldito Cielo Negro! ¡Cierren,<br />

carijo! ¡Cieeeerren!”<br />

La Negra linda llora en la casita. Hubiera sido distinto, si Marcial le hubiera pedido<br />

siquiera un beso. Ya no volverá hasta muy tarde. Desde lejos llega el ruido de la carreta:<br />

“Clap, clap, clap”.<br />

—¡Cierra, Niña Linda! ¡Atesa, Bagoruno! ¡Maldito seas, Cielo Negro!<br />

Guanuma<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

El llano verdeante está frente a los altos piramidales de Guanuma. Entre los cerros el<br />

camino alargado hasta perderse a la vista es sitio frecuente de “propios y recueros” que<br />

pasan cantando bajo espléndida luna o abrasados por el sol de fuego que hacia el mediodía<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

se prodiga en los lugares. Es camino con historias. Unas recostadas sobre las habladurías<br />

de los compadres y otras inverosímiles y crueles aferradas a la noche del viajante con<br />

luciérnagas y duendes que espantan el silencio.<br />

Badalillo es solamente un manso hilo de agua que sesea en el llano antes de hundir<br />

la cola en Charcambrienta, celosa laguna con la pupila de aguas azulosas y el fondo lleno<br />

de fango asesino.<br />

Los lugareños de los altos piramidales de Guanuma bajan al llano por el afán y las<br />

urgencias. En cada rezongo del potro cansado se agrietan, al igual que en un ladrillo machacado,<br />

la esperanza y el querer vivir mejor de los hombres que trabajan la tierra alta<br />

de Guanuma.<br />

Pero después de todo con afán y con urgencias, el llano del frente es verdeante y por él,<br />

antes de perderse entre las lomas, pasa el Pancho Valera mentao, macho sin entrega y sin<br />

lunares, varón de la madrugada y de los amaneceres; con una sonrisa para todos los días y<br />

un alegre cancionero en la mochila.<br />

¿Quién es el Pancho Valera mentao?, parecen preguntar los truenos que resuenan a lo<br />

largo del cielo de Guanuma. ¿Será uno de esos que detienen aguaceros con cruces de cenizas<br />

y señales de oración, o será un “parejero” con sombrero de cana que hace sonar las espuelas<br />

al pasar ante los ojos de una mujer?<br />

Más que al trueno los lugareños le temen al rayo, que no da tiempo a morir con oración.<br />

El Pancho Valera mentao ha visto morir a su lado a “propios y recueros” fulminados por los<br />

rayos que le temen a él, que tiene arreglos con el “socio” y viaja en la noche con la sonrisa<br />

de siempre y el cancionero madrugador.<br />

�<br />

Sol muy alto, el de esta tarde. Supremo vigilante del alto Guanuma. La voz del “socio”<br />

se anuncia en un trueno lejano que cruza veloz por todo el cielo asustando las nubes. Con<br />

el favor del sol la figura de un jinete comienza a escalar el alto. Detrás de la sombra rueda<br />

discreto un inmodesto cantar:<br />

Pancho Valera es mentao<br />

En el alto de Guanuma;<br />

No le importan pareceres,<br />

Ni come en plato prestao.<br />

Su sonrisa es de caimito<br />

Y el maldito es bien plantao;<br />

Usa sombrero de cana<br />

Y espolines plateaos…<br />

El caballo conoce el terreno que pisa y parece que cuenta las piedras del camino. Se<br />

sabe bien enjaezado y ya quisiera soldar su figura de bronce animado a la de su erguido<br />

jinete, que va siendo legendaria.<br />

Frente al rancho de Ceferino Constanzo un relincho sugiere la presencia de la hembra<br />

esclavizada al cabestro. La brida se estira junto al cuello de la bestia y sangra la boca de<br />

donde partió el relincho. El Pancho Valera mentao palidece antes de musitar respetuoso:<br />

—Buenos días, don Cefe.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Para oír solamente, un seco:<br />

—Buenos días, Valera.<br />

Estampa fuerte ésta del encuentro del Pancho Valera con Ceferino Constanzo. Lejos de<br />

parecer contrito y respetuoso, Ceferino Constanzo es altivo y clava su mirada de fiera en<br />

el hombre que tiene arreglos con el “socio” y llama Relámpago a su caballo. Pálido hasta<br />

parecer febril el Pancho Valera hunde sus espuelas en los ijares del caballo y se aleja dejando<br />

a su espalda un hálito de misterio que se acuna en el silencio. En el silencio ilímite del alto<br />

Guanuma.<br />

En el alto, apenas si hablan los lugareños. El sol acabará muy pronto su tarea y luego<br />

vendrá la noche. Sobre los árboles caerá un rosario de avemarías y todos los vecinos se<br />

persignarán y pedirán clemencia a las ánimas. El camino quedará borrado durante toda la<br />

noche y abrirá sus precipicios a la voluntad de los duendes. En el pico de Santa María la<br />

lechuza dirá su deseo y en el instante, en el “casi ya” de los vecinos, se oirá un grito largo,<br />

adolorido, proferido por los difuntos.<br />

¿Quién anda en la noche en el alto de Guanuma? Sólo el Pancho Velera mentao es capaz<br />

de recorrer todo el lugar, porque es amigo del “socio” y le tiene el alma vendida por unos<br />

cuantos placeres; sólo él con un farol pintado de rojo, irá cuesta arriba y cuesta abajo con<br />

los ojos desorbitados como le gustan al “socio”; sólo él es capaz de asomarse a los caminos<br />

en las noches largas del alto Guanuma.<br />

Los vecinos imploran al sueño que les haga olvidar las historias llenas de duendes que<br />

recorren todos los caminos. Si ocurre algo, que sea con Valera, el varón del sitio, el de los<br />

espolines de plata y el sombrero grande de cana.<br />

—El padre de toos los cuentos es el mismo Valera –informa una voz en el rancho que<br />

está frente al pico de Santa María.<br />

—No diga eso, don Cefe –contesta alguien desde un rincón cuajado de sombra espesa.<br />

—El Valera es hombre de cuidado. Tiene las mismas cosas de Badalillo, coquetea y coquetea,<br />

y si uno le coje confianza lo empuja pa la laguna. Yo recuerdo el lance que tuvo en<br />

Mata María con el Negro Trinidad. Los dos dizque eran buenos amigos, y hasta bebían tragos<br />

de la misma botella; pero vino la mala –el “no te mereces mis atenciones”, el tú o yo en<br />

este sitio– y cuando el Negro Trinidad quiso aclarar el punto, ya tenía el acero en la barriga<br />

y los cuajarones de sangre le cerraban la garganta. Después… se vido al Pancho Valera, que<br />

entonces no era mentao, secar el cuchillo con el pañuelo, treparse al caballo impaciente y<br />

seguir sin rumbo como un pedazo del viento.<br />

—Esos cuentos los ha inventao él pa’cojerse el sitio. Observen que cuando me mira se<br />

pone pálido. Pa’pleitos no tengo agallas; pero a este hombre no le temo, replica con bríos<br />

Ceferino Constanzo.<br />

—Pues a mí… que me reviente la rueda de una carreta en el camino o me parta un<br />

rayo en el conuco; pero eso de tener líos con un amigo del “socio” y quedarse uno sin<br />

una tumba en el cementerio no me parece negocio. La otra noche lo vieron hablando<br />

con el “socio” y cuando se dio cuenta de que lo miraban hizo una señal y donde él estaba<br />

parao lo que encontraron fue candela; –comenta con lengua temblorosa Simeón el<br />

higüeyano.<br />

—A Ceferino Constanzo no le venden ésa. Pa’mí to lo que se dice de él es mentira. Si está<br />

condenao con el “socio” cuando menos a mí me respeta.<br />

�<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Amanecer distinto éste del Alto Guanuma. Desde los cielos, luceros semiapagados miran<br />

hacia el camino irregular que se pierde entre los altos piramidales. Las gotas de rocío<br />

dormidas sobre las hojas de los árboles ven pasar a los recueros recién salidos del sueño de<br />

la madrugada.<br />

A lo largo del camino el silencio se divisa. Imposible pregonar la última ocurrencia. Todos<br />

los lugareños van contritos y azorados hasta donde lo exige el menester. La noche estuvo<br />

cuajada de sombras espesas y los perros aullaron como nunca. A medianoche se oyó en el<br />

sitio el galopar de un caballo magnífico y un grito prolongado, agorero.<br />

Lentamente bajan del Alto Guanuma hombres que buscan en el favor del camino la satisfacción<br />

de las urgencias. En el decir, lleno de miedo, baja con ellos la última ocurrencia:<br />

—El Pancho Valera mentao ya no vive en el Alto de Guanuma. ¡Se lo llevó el diablo!<br />

Sobre el llano verdeante el viento silba un inmodesto cantar:<br />

No come en plato de naide,<br />

Y el maldito es bien plantao;<br />

Usa sombrero de cana<br />

Y espolines plateaos.<br />

HILMA CONTRERAS (N. 1913)*<br />

La virgen del aljibe<br />

En el lugar había una casa abandonada y en la casa, un aljibe. La memoria pueblerina<br />

es prodigiosa. Todos conocían el motivo de ese abandono y tácitamente velaban por el mantenimiento<br />

de la interminable cuarentena impuesta a la vieja casona.<br />

Así, a fuerza de tejer y tejer suposiciones y comentarios, la verdad y la fantasía se confundían;<br />

porque en los pueblos existe el culto del barroco narrativo, de lo misterioso que va<br />

de mano por el mundo con la tiritante superstición.<br />

La malquerencia local llegaba hasta la calumnia; abusaban de la pasividad del aljibe; a<br />

él atribuían todo lo malo que en el pueblo acontecía, y a él pedían cuenta de los sinsabores<br />

padecidos por los moradores de Cueva.<br />

A tal punto subió la agresividad que por las noches apedreaban el ruinoso caserón; en el<br />

silencio nocturno semejaba un tiroteo contestado por la carcajada tosigosa del zinc. Dentro<br />

de la cisterna dormitaba el agua, con mechones de lama sobre el rostro cuadrangular, tan<br />

callado y sombrío. A veces, un escalofrío de renacuajo le recorría la carne húmeda; y en las<br />

épocas lluviosas, roncaba su garganta de batracio. Si sobrevenían aguaceros torrenciales, el<br />

aljibe lo pasaba mal: el agua, entregada al temporal en un desborde de lujuria, se contorcía<br />

en su ámbito, crecía incontenible, y en una hemorragia bullente, salía al patio por la nariz<br />

del aljibe.<br />

El agua de aljibe es una virgen agreste, que siempre se asusta al caerle encima la violencia<br />

del chorro de los caños. Pero el abandono de la gente tórnase maldición para su vientre, y<br />

como aquella doncella envidiosa de los cuentos, vomita sapos y mosquitos.<br />

*Hilma Contreras, profesora de francés. Ha publicado: 4 Cuentos, Edit. Stella, Ciudad Trujillo, 1953, y el ensayo:<br />

Doña Endrina de Calatayud. Impresora “Arte y Cine”, C. T., 1955.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Sí, el aljibe de la casona estaba maldito, pero era por culpa de los hombres.<br />

La casa pertenecía al sacristán Prudencio, que la había heredado de su abuela materna.<br />

Pero no la vivía. Y no dejaba de tener sus razones el viejo sacristán. Uno a uno se habían<br />

tuberculizado los miembros de la familia en esa casa, y uno a uno habían salido de ella para<br />

el cementerio. Tal desgracia les había acaecido a todos por testarudos y apegados a la propiedad;<br />

a todos, menos a él, que no era más que un bastardo y vivía al margen de la familia.<br />

Una vez segados por la guadaña niveladora los herederos legítimos, la abuela se la donó al<br />

nieto de la orilla, fruto de los amores ilícitos de su hija mayor con un beodo despreciable.<br />

Mas, no era tan tonto el favorecido, ni tan ávido de bienestar, como para instalarse en el foco<br />

infeccioso. Por algo se llamaba Prudencio. Y la vieja murió sola en medio de sus bacilos.<br />

Así las cosas, no había que pensar en alquilarla; nadie la quería. La Sanidad habló de<br />

quemarla, pero se temió una explosión en el puesto de gasolina contiguo; y en lo que discutían<br />

si derribarla o no, falleció el médico de servicio.<br />

—Déjenla ahí –dijo entonces el sacristán–, Dios dirá lo que convenga.<br />

—¡Maldito lugar! La tuberculosis primero, luego las apariciones y los lamentos, y por<br />

último esa historia siniestra del aljibe.<br />

Desde entonces la gente le sacaba el cuerpo al callejón “Córdoba”, después de la Oración.<br />

En la misma bomba se detenía poca gente; los tres o cuatro choferes de Cueva preferían<br />

abastecer sus carros de gasolina a cualquier hora del día, cuando el sol, como un centinela<br />

rubicundo, vigilaba sobre los solares que componían el resto de la cuadra.<br />

Una rigurosa sequía se había apoderado de Cueva. Dos meses sin lluvia, bajo un cielo<br />

de infierno, es casi castigo inquisitorial. Los hombres trabajan mal, y la sed y el hambre<br />

diezman el ganado.<br />

Los tanques se secaron. La corriente del riachuelo se afiló hasta la ridiculez, y en los<br />

recodos bostezaba una lama pestilente.<br />

Del cielo no caía ni una gota.<br />

En semejante trance pudo más el terror a la inanición que el miedo a la enfermedad. Los<br />

pobres recurrieron al aljibe abandonado. Como la cobardía individual suele trocarse en valor<br />

colectivo, abordaron el sitio en masa. El primer día casi alcanzaron el agua con las manos.<br />

El cántaro sonó en la oquedad como una profanación; mas la sed la mitigaron.<br />

Sólo Prudencio, que era algo anormal y muy cobarde, se abstuvo de probar el líquido<br />

embrujado. Porque lo estaba; y de ahí el miedo supersticioso de los moradores, además del<br />

provocado por el temor al contagio. Del aljibe salían gemidos al filo de la medianoche; unos<br />

gemidos muy quedos que erizaban los vellos a los trasnochadores.<br />

Pasaron varios días. Una semana, dos, casi tres.<br />

Ese viernes amaneció nublado; por fin iba a llover. Pero ya Prudencio no podía más.<br />

Necesitaba agua, agua y más agua, para dar de beber a sus poros calenturientos.<br />

¿Y si no llovía? ¿Cuántas veces anunciaron lluvia las nubes y no la dieron?<br />

Era indispensable que se bañara; precisamente ponerse en remojo para amortiguar la<br />

fiebre que le resecaba la piel.<br />

Y vino temprano al aljibe con un baño de zinc a cuestas.<br />

El agua andaba escasa, pero cubito a cubito reuniría bastante para refrescarse.<br />

El estruendo del cántaro en el fondo; un entrecejo contrariado porque apenas sube<br />

mediado, y con retemblores contra el brocal, la burla del agua pajosa y gusaraposa dentro<br />

del baño.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Sacaba el cubo por quinta vez.<br />

—No es posible –murmuró.<br />

Y se inclinó para explorar el fondo.<br />

—Sin embargo, eso parece –monologó desfalleciente– ¿Una qué…? Pero… ¡Ave María<br />

Purísima!<br />

Loco, aullante, con los pelos erizados, se dio a la fuga.<br />

Sus compueblanos abrían las puertas en ese momento, unos para atender a sus quehaceres,<br />

otros reclamados por la iglesia; y los demás para pendenciar.<br />

—Por ahí va Prudencio –voceó el alcalde a su consorte– como alma que lleva el diablo.<br />

Metióse el fugitivo en la sacristía, tembloroso, tartajoso, con los ojos desorbitados. El<br />

cura se asustó.<br />

—¿Qué le ocurre, Prudencio?<br />

—¡Una maldición, señor Cura!<br />

El Padre lo miró como quien observa a un bicho raro.<br />

—En el aljibe hay un muerto.<br />

—Un… ¡Bah! –pronunció el venerable sacerdote– ¡Eso nos faltaba, que se rematara el<br />

sacristán!… Y a propósito, Bolo acaba de irse con un dolor, ¿quiere subir y dar el tercer toque<br />

de misa?<br />

Aterrábale la idea de verse solo en el campanario. Pero debía obedecer y se levantó con<br />

las piernas de trapo.<br />

De repente, las campanas doblaron gravemente. El Padre arqueó las cejas, excesivamente<br />

sorprendido.<br />

—¿Qué es esto? –sofocó–. ¡Este hombre se ha vuelto loco declarado! ¡Eh, Pedritín, sube<br />

a ver lo que pasa!<br />

La sotana del monaguillo aleteó en la prisa que requería el suceso.<br />

Gravemente tocaban a muerto las campanas, y la misma gravedad se extendía por la<br />

cara criolla de Prudencio.<br />

Tlan, tin… tin…<br />

Había solemnidad tal en el espectáculo que Pedritín, acezoso por la rápida ascensión,<br />

se estuvo quieto, como idiotizado.<br />

—Prudencio –dijo al fin con recelo– ¿por qué doblas?<br />

La voz monaguil se diluyó en el intenso plañido de los toques.<br />

—¿Qué por qué doblas? –chilló entonces el muchacho.<br />

Oyóle el sacristán esta vez y contestó:<br />

—Por el descanso de ese muerto.<br />

—¡Qué muerto ni qué vieja tuerta! ¡Toca pronto dejar!<br />

En la sacristía el Cura se mesaba los escasos cabellos en medio de las beatas alarmadas<br />

y de los curiosos que había congregado la desbocada carrera del sacristán.<br />

—No quiere callarse –informó el monaguillo al entrar.<br />

—Déjenmelo a mí, que yo lo hago callar –prometió el dueño de la bomba.<br />

—Un momento –rogó el Cura, y dirigiéndose al monaguillo–: ¿por qué dobla Prudencio<br />

en vez de tocar tercero?<br />

El aludido abrió unos ojos entontecidos.<br />

—Por el descanso del muerto, dizque.<br />

Algunos rieron. Otros, los más, se persignaron.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

—Por… por… –tartamudeó el tonsurado– Bueno, esto es inaguantable… Vamos todos<br />

al aljibe.<br />

—¡Al aljibe! –gritaron varios.<br />

En el camino se agregaron muchos, de suerte que cuando llegaron al callejón “Córdoba”,<br />

parecía una manifestación obrera.<br />

Un silencio impresionante dormía su hastío en todo el patio. Densas nubes ocultaban el<br />

sol, y el aire electrizado oprimía los pechos de antemano agarrotados por la aprensión.<br />

Por encima de la cisterna vibraba el quejumbroso volteo de las campanas.<br />

Tin… tin… tin…<br />

Tlan…<br />

Inclinóse el religioso sobre el brocal, y con él los más cercanos.<br />

—No veo nada –dijo–. Aquí no hay nada, sino agua.<br />

—El miedoso de Prudencio vio visiones.<br />

—¡Jesús… María y José! –exclamó el monaguillo–. ¡Una calavera!<br />

Efectivamente, cuando la vista se acostumbraba a la penumbra del pozo, distinguíase,<br />

blanqueando en el fondo, un cráneo luciente con las dos cuencas hambrientas de luz.<br />

Importunado por la conversación, un sapo arrugado saltó de su escondite y se posó en la<br />

frente pelada.<br />

Una mujer del pueblo se deshizo en vómitos; desmayóse una jamona histérica; otras<br />

gritaron, y los hombres empalidecidos, sentían el agua estancada en el estómago, y en la<br />

boca el sabor putrefacto del cadáver.<br />

Cada uno urdió el drama conforme a su idiosincrasia. Suicidio. Homicidio. Muerte<br />

accidental. Cruel asesinato. Algo horrible, espeluznante y macabro.<br />

Los más simples se representaban el alma del difunto, que venía gimiendo en las tinieblas<br />

a calentar su osamenta.<br />

únicamente el Cura le restó importancia al hallazgo.<br />

—¡Bah! –dijo– algún bromista tiraría ese cráneo en el aljibe.<br />

—De todos modos –argumentó el alcalde– hay que bajar a investigar el caso. Es el deber<br />

de la justicia.<br />

—Hoy no será –advirtió el Cura, extrañamente regocijado–. El aguacero se nos viene<br />

encima.<br />

A lo lejos se oía el atropello del chaparrón. Venía galopando como un energúmeno, al<br />

viento la bufanda gris, y la mirada puesta en Cueva, jadeante.<br />

La gente corrió a guarecerse, la Autoridad a la cabeza.<br />

Un ruido ensordecedor lo ahogó todo, hasta la noción del tiempo.<br />

Dentro de la cisterna, la virgen de vientre maldito, bramó al caerle encima el chorro<br />

de los caños. Y así fue creciendo, hermosa y lujuriosa, hasta salir al patio por la nariz del<br />

aljibe.<br />

De nuevo, pudorosa y joven, el agua reía para ocultar la repugnancia de sus entrañas.<br />

Reía, reía, olvidada de su vergüenza…<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

RAFAEL DAMIRÓN (1882-1956)*<br />

Modus vivendi<br />

Ca uno es como ca uno, dice uno de los tres Baturros de la comedia argentina así intitulada.<br />

De modo que cuando los insidiosos vecinos de doña Nico no se explicaban cómo siendo<br />

tan pobre, primero dejara de comer que de comprar el diario que circulaba a las siete de la<br />

mañana, ella murmuraba entre dientes:<br />

—Tan entremetidos y tan groseros…<br />

Doña Nico tenía por verdadero nombre el de Nicolasa, pero de niña, las hermanitas del<br />

Hospicio Santa Clara le decían Nico, apodo que ella aceptaba como testimonio de afecto y<br />

simpatía.<br />

Doña Nico pasaba muy pocos días del mes en el seno de la pequeña casita que representaba<br />

su único haber en el mundo, y era ya muy notorio, que cuando faltaba en su casa,<br />

algún enfermo adinerado se encontraba en estado de gravedad.<br />

Y no andaban errados sus vecinos al suponer que doña Nico leía con tanta puntualidad<br />

el diario de la ciudad porque algo había en él que la interesaba.<br />

¿Qué cosa?<br />

¿Quizá la que luego la hacía ausentarse por semanas enteras de su casa?<br />

¿Quizá algún enfermo grave, naturalmente, miembro de una familia bien?<br />

Cuando doña Nico mandaba su precioso Niño Jesús de visita a casa de sus ricas creyentes,<br />

era cosa sabida, sin temor de caer en error, que la gente acomodada de la urbe gozaba de la más<br />

perfecta salud, y ya entonces, era seguro, que el divino mensajero de la cristiandad traería en las<br />

manos el devotísimo tributo que haría sonreír la cara alborozada de su fanática preceptora.<br />

Doña Nico, pues, se sabía al dedillo el padecimiento de cada uno de los ricos de la ciudad,<br />

y sabía, más que los mismos médicos igualados de las casas, el nombre de las inyecciones<br />

que servían para atenuar la neurosis de los viejos, y las que eran infalibles para aplacar el<br />

histerismo de las doncellas cuarentonas.<br />

Doña Nico hacía ya dos semanas que no regresaba a su casa, es decir, según aseguraban<br />

sus vecinos, desde que cayó en cama don Ramón.<br />

Sin embargo, cierta inquietud mantenía en expectativa a esos mismos vecinos, porque,<br />

por desgracia, una fuerte epidemia de gripe azotaba la ciudad, resultando más alarmante,<br />

precisamente, entre la gente pudiente, ya porque sabían pagar mejor sus solicitudes, ya<br />

porque los médicos, en estos casos, suelen ver mayores peligros en quienes mejor pueden<br />

retribuir sus servicios profesionales.<br />

Pero es lo cierto que el vecindario se preguntaba:<br />

—¿Dónde está doña Nico?<br />

Las telarañas cubrían ya totalmente la cerradura de la puerta de su casa.<br />

—¿Dónde estará doña Nico? –murmuraban, y con esto, que ahí viene ella, más gorda y<br />

más afanosa que antes, con un maletín en la mano que parecía repleto, más que de buenos<br />

consejos, de filosóficas providencias.<br />

*Rafael Damirón. Periodista y poeta. Autor de las novelas: Del Cesarismo –1911–, El monólogo de la locura –1914–,<br />

¡Ay de los vencidos! –1925–, La Cacica –1944–. Obras de teatro: Alma Criolla –1916–, Como cae la balanza, Mientras los otros<br />

ríen, La trova del recuerdo, Los yanquis en Santo Domingo, Una fiesta en El Castine, Sátiras teatrales. Cuadros de costumbres:<br />

La Sombra de Concho –1921–, Estampas –1938–, Pimentones (recopilación de artículos) –1940–, Revolución (cuadros de<br />

política) –1940–. Poesías dispersas en periódicos.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Cierta vecina que se llevaba bien con ella, en cuanto se dio cuenta de su presencia en la<br />

casa, llamó desde su ventana:<br />

—Doña Nico… doña Nico… dichosos los ojos…<br />

—¡Ay, hija de mi alma! ¡Estoy muerta! ¡Veinte noches sin dormir! No sé cómo me tengo en<br />

pies con tanto ajetreo como he tenido en estos últimos días; pero tú sabes que yo con don Ramón,<br />

no puedo menos. Ya te he contado cómo me trata su mujer, y cómo me quieren sus hijos.<br />

—¿Y cómo está él?<br />

—Regularcito, se ha visto entre la vida y la muerte; pero hoy ha amanecido un poquito<br />

animado. ¡Pero qué lucha!… Que cada hora una cucharada de esto; que cada media hora<br />

el gorro de hielo; que la inyección; que el purgante; que los sobos en el bajo vientre; que el<br />

termómetro; que las criadas; que las visitas; que el lechero; que el carbón; que, figúrate, ¡algo<br />

tremendo, hija!… Si no fuera porque soy mujer fuerte, me hubiera muerto primero que él…<br />

—Pero oye, parece que estás más gorda…<br />

—¡Ah!, eso sí, tú sabes como es esa gente.<br />

—Más buena que el pan.<br />

—Dios los conserve. A mí no me falta nada en esa casa: jamón, huevos, chocolate, pan<br />

fresco y mantequilla por la mañana; casi un banquete a mediodía; por la tarde, a las cuatro,<br />

chocolate, pan y mantequilla; a las siete, otro banquete; a las doce, un tentenpiés riquísimo;<br />

por la madrugada, leche con gengibre, galletas de soda, y queso rosqueforte.<br />

—¡Qué gusto! –exclama la vecina.<br />

—Si yo no fuera de tan poco apetito estaría como una bola, porque a la verdad, esa gente<br />

no tiene nada suyo.<br />

—¡Qué bueno! ¡Lo que vale ser servicial como tú!…<br />

—¡Ay, hija!, yo creo que si hay gloria, para allá voy el día que me muera.<br />

—Así mismito, bien te lo mereces.<br />

—Bueno, te dejo porque no vine más que a darle un vistazo a la casa. Tengo que irme<br />

enseguida. La pobre señora no puede moverse sin mí. ¡Adiós!<br />

—Adiós, y que vuelvas pronto, Nico.<br />

—Ojalá. Ahora mismo voy a ordenar una misa de salud.<br />

—¡Adiós!<br />

—¡Adiós!<br />

�<br />

Doña Nico comenzó a colocar las cosas, ya limpias, en su puesto. Sacó del maletín que<br />

había traído, dos trajes casi nuevos, que le regaló la esposa del enfermo; tres cortes de traje,<br />

regalo de la hija; algunas cajas de ampolletas sobrantes de suero; otras de cacodilatos; algunas<br />

latas de conservas; varios pares de media y un millón de menesteres más con que la<br />

habían obsequiado generosamente, por sus valiosos servicios, además de algunos billetitos<br />

de banco que ella cambiaría en oro acuñado para enterrarlo al pie del guayabo que crecía<br />

en el pequeño patio de su casa.<br />

—Ahora –se dijo– déjame volver, que esa pobre gente, tan sufrida y tan buena, no puede<br />

moverse sin mí.<br />

Ya de regreso en la casa, lo primero que hace es tocarle la frente al enfermo.<br />

—Está fresco –exclama–. ¿Se tomó las cucharadas?<br />

—Sí, doña Nico –contesta la esposa.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¿Le pusieron el lavado?<br />

—Ah, no; la esperábamos; usted sabe que él no quiere que nadie se los ponga más que<br />

usted.<br />

—Bueno, entonces, déjenme ir a la cocina a calentar el agua.<br />

Y empuja una puerta; cierra otra; cruza por entre las habitaciones; llama a las criadas;<br />

ordena, manda, discute, pone a hervir el agua, y entonces, con voz imperativa, pide a los<br />

familiares dejarla sola.<br />

—Con cuidado, don Ramón; no se apure; póngase así, así, así; no se mueva… ahora…<br />

ve usted que bien.<br />

�<br />

Pero don Ramón de súbito se ha agravado, y también súbitamente se ha ido de la vida.<br />

Doña Nico se adueña del muerto; recoge en su corazón las lamentaciones de la esposa<br />

inconsolable; los ayes de los hijos; los abrazos condolidos de los amigos; los comentarios<br />

generales alrededor de la irreparable desaparición, y entonces, toma posesión de la absoluta<br />

dirección de la casa.<br />

¿Cómo va la esposa, en tan duro trance, a atender a nada? ¿Cómo, los hijos y las hijas<br />

del difunto?<br />

Doña Nico enciende las velas de la ardiente capilla; doña Nico ordena y administra el<br />

reparto del café, pan y queso del velorio; doña Nico, en fin, estará al punto de todo, hasta<br />

que la cruz llegue por el cadáver.<br />

Doña Nico, así luego, fatigada, vencida casi, se iría a buscar el reposo en su casa abandonada<br />

desde hace cerca de dos meses; pero, es obligación que se ha impuesto la de estar<br />

presente los nueve días subsiguientes para dirigir los rezos en favor del alma del difunto.<br />

Durante estos nueve días, doña Nico aún conserva la casi total administración de los asuntos<br />

de la casa.<br />

—Yo quisiera irme ya –exclama dirigiéndose a la viuda inconsolada.<br />

Pero la viuda la dice suplicante:<br />

—No me deje, doña Nico. ¿Cómo voy a hacerme ahora sin Ramón?<br />

Y doña Nico se queda, asiste a la lectura de la testamentaria, y días después, recibe<br />

algún regalo que con pena y con cierta resistencia, al fin acepta, para dedicarse, en la tranquilidad<br />

de su casa, a leer las crónicas del diario que no tardarán mucho en hacerla saltar<br />

en un conmovido gesto de piedad hacia otro grave don Ramón que esté a punto de pasar<br />

a mejor vida.<br />

Mientras tanto, doña Nico vestirá lujosamente a su bello Niño Jesús, para que comience<br />

sus visitas y retorne de ellas con el tesoro de sus manos llenas de brillantes lentejas.<br />

GUSTAVO A. DÍAZ (N. 1882)*<br />

Dos veces capitán<br />

El Capitán Diego Molina había alcanzado su grado, cuando todavía en las milicias<br />

nacionales existían grados subalternos y cada marcial insignia rememoraba una épica<br />

*Gustavo A. Díaz. Licenciado en Derecho. Ha sido Encargado de Negocios, Presidente del Senado, Consultor<br />

Jurídico en la Presidencia de la República, y, finalmente, miembro de la Corte Suprema de Justicia.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

proeza. Su grado era su honra; y el despacho en que se lo consignaron, la siguiente<br />

mañana de la batalla de Santomé, era la única cosa escrita que guardaba, con honores<br />

de reliquia.<br />

Diego Molina hizo su carrera, desde soldado, a las órdenes del General Santana, su<br />

“padrino de sangre”, como él lo llamaba, y a quien se sentía sometido, más que por todo<br />

precepto disciplinario, por ese rudo cariño que engendra en el alma de los bravos la comunión<br />

de peligros y victorias. Tenía para el viejo Libertador, más que eso, una veneración ciega<br />

y fanática, cuya única forma de expresión era un respeto casi trémulo que hacía del héroe<br />

un siervo. El Libertador, que lo había visto erguirse, radiante de bélica grandeza, y empinar<br />

su coraje por sobre la eminencia de todos los peligros, lo agasajaba con su confianza, que<br />

es el severo cariño de los jefes. Lo había visto apoderarse, en un arrebato de acometividad<br />

salvaje, de un cañón enemigo; lo había visto, impasible ante la muerte, arreglar el freno de<br />

su caballo, que una bala había roto.<br />

Cuando volvió el rústico prócer, después de su última ruta, a su descuidada heredad<br />

de las orillas del Seybo, llevó al triste bohío: un recóndito orgullo en el alma, una cicatriz<br />

profunda en la cabeza y su inmaculado despacho de Capitán de cazadores, que el propio<br />

General Santana había firmado.<br />

Pero sobrevinieron días de tristeza y de oprobio para la Patria que él también, con su<br />

esfuerzo y con su sangre, había creado, y que allá en lo hondo de su pecho siempre tuvo la<br />

firmeza y el calor de las pasiones que acendran almas primitivas. La bandera dominicana,<br />

que a sus ojos de guerrero fue siempre como la visión radiosa de la propia victoria, y que<br />

jamás vio plegarse en derrota ante las acometidas enemigas, ahora caía como un sudario<br />

sobre las muertas glorias de la República.<br />

La lúgubre tragedia moral de la Anexión se había consumado. El General Santana –pensaba<br />

él– se había vuelto loco, o le habían echado algún maleficio.<br />

El día que en el Seybo se izó la bandera española, el Capitán Molina no entró a la población,<br />

“porque eso él no lo había visto nunca, ni lo quería ver”. Y se quedó, fiero y huraño,<br />

en la rebelde soledad de su bohío, ¡que en medio de aquel tremendo naufragio moral fue<br />

un leño que no zozobró jamás!<br />

Un día le llevaron una carta en que el General Santana lo requería a la Capital. Dispuso<br />

en breve tiempo lo necesario para su viaje, y tras rápida jornada compareció ante<br />

su antiguo jefe.<br />

Se le había llamado para otorgarle una distinción que más le llenó de congoja y de rubor<br />

que de alegría. El General Santana, su protector; su “padrino de sangre”, había obtenido que<br />

se le reconociera su grado de Capitán, y ya lo había hecho inscribir en la llamada Reserva<br />

activa del ejército español.<br />

Fue como un viento de desolación lo que agitó su espíritu y aturdió su pensamiento,<br />

cuando oyó el severo acento del General:<br />

—Ya lo sabes. Desde hoy eres Capitán del ejército de la Reina de España, cuyas banderas<br />

defenderás conmigo. Es una alta merced que he alcanzado para ti, porque te creo digno de<br />

ella.<br />

A sus ojos asomó su alma, hosca y bravía, en una muda protesta. Y se alejó lleno de una<br />

callada turbación que parecía de orgullo, ¡que parecía de dolor!<br />

Se volvió a su retiro, inconforme y como abrumado por el peso de una tremenda infamación.<br />

¡El General Santana le había perdido! ¡Lo había hecho oficial de los españoles! ¡Y tener<br />

61


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

que resignarse! porque lo que era él no tenía voluntad para oponerse a lo que el General<br />

resolviera.<br />

Callado y taciturno, por confesión suya nadie supo en el Seybo el resultado de aquella<br />

entrevista. Un silencio amargo selló sus labios, hasta la hora en que, ante su propia conciencia<br />

redimido, los desplegó en un altivo reproche.<br />

�<br />

La hora se la anunció un día la voz que desde la áspera manigua llamó a los dominicanos<br />

a la guerra santa de la Restauración.<br />

En su atormentado espíritu renacieron los vigores de otros tiempos; iluminó su pensamiento<br />

el albo resplandor de sus altivos ideales, y se aprestó a renovar sus pasadas gallardías<br />

de soldado.<br />

De un lado lo llamó un absurdo deber, a defender la bandera de España. De otro lado,<br />

desde su propia conciencia, desde su pasado, lo reclamó la Patria.<br />

Y se fue a la manigua. Se incorporó bizarramente a las tropas revolucionarias, bajo las<br />

órdenes del General Antonio Guzmán.<br />

Las altas empresas de la intrepidez llegaron pronto, y le brindaron a la gloriosa ambición<br />

que ardía en su pecho el anhelado instante. Suya fue la primera victoria que se alcanzó<br />

después de su incorporación a las tropas. Se fue como un león sobre el enemigo; se batió<br />

desesperadamente, y, cuando se reconcentraron las tropas después de terminada la batalla,<br />

trajo entre sus manos trémulas, hecha jirones, una bandera arrebatada a los españoles. La<br />

presentó, radiante de altivez, y dijo:<br />

—Mi General, si es que esto vale algo, voy a pedir la recompensa que ambiciono.<br />

—Para los valientes son las recompensas.<br />

—¡Yo quiero mis galones de Capitán!<br />

El General Guzmán no comprendió aquella extraña petición, hecha por quien llevaba<br />

honrosamente el grado que solicitaba. O estaba aquel hombre trastornado por la emoción,<br />

o rechazaba inexplicablemente el ascenso.<br />

—Capitán –le dijo– me parece muy extraño lo que le oigo decir. Tengo entendido que<br />

es ése precisamente su grado.<br />

—No, mi General. Yo era Capitán; pero el General Santana me degradó. Yo quiero volver<br />

a ser el Capitán Diego Molina, bajo la bandera dominicana.<br />

Aquel mismo día, que inmortalizó el heroísmo, fue proclamado Capitán del Ejército<br />

Restaurador, el bizarro Capitán Molina.<br />

VIRGILIO DÍAZ ORDÓÑEZ (Ligio Vizardi) (N. 1895)*<br />

Aquel hospital<br />

Aquel hospital era tan moderno, de fachada tan elegante, que producía la impresión<br />

de un paredón de lujo contra el cual la muerte ejecutara una parte de sus habituales<br />

*Virgilio Díaz Ordóñez (Ligio Vizardi). Licenciado en Derecho, graduado en la Universidad de Santo Domingo.<br />

Poeta: autor de Los Nocturnos del olvido (1925), La sombra iluminada (1929), Figuras de Barro (1930); y de las novelas: Alma<br />

Antillana y Archipiélago. Actual Rector de la Universidad de Santo Domingo. Ha representado al país como Embajador<br />

en varias naciones y en las Naciones Unidas.<br />

62


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

fusilamientos diarios. Por el lado anterior, una escalinata de cinco gradas impecablemente<br />

blancas hacía pensar en un pentagrama sereno en donde el mármol soñara vibrar en<br />

melodías de vida y de esperanza. Del lado opuesto, otra escalinata más sencilla presenciaba<br />

cómo descendían a veces pequeños ataúdes, tan pequeños que parecían estuches de<br />

grandes violines.<br />

En el interior todo era nítido. Tabiques de cristal e instrumentos plateados daban<br />

la sensación de que se estaba frente a la vitrina de una joyería. Y por todas partes la<br />

nota blanca: en las paredes, en los lechos, en los uniformes de médicos y enfermeras. La<br />

sala de cirugía, con su lámpara cenital ovalada, imponía su austeridad silenciosa como<br />

si fuera una sagrada capilla. Se hubiera dicho que hasta el olor de aquel hospital era<br />

blanco, aséptico.<br />

Clínicos, especialistas, radiólogos, laboratoristas, cirujanos y enfermeras se deslizaban<br />

calladamente, como sombras blancas también, por los pasillos silenciosos. Movimientos<br />

precisos y economía de palabras parecía ser la tácita consigna. Pero el hospital era para niños;<br />

y los niños sonríen y juegan y cantan cuando el dolor, la fiebre o el delirio no los abaten. Y<br />

allí el silencio era ya el único juguete que ellos, elegidos precoces de la enfermedad, podían<br />

romper con frecuencia.<br />

La disciplina interior era estrictísima. Madres o padres, tutores o familiares, sólo podían<br />

visitar a sus niños, allí internados, los días viernes de cada semana, de dos a seis de la tarde,<br />

como regla invariable. Y aquel día era un viernes.<br />

Un ascensor silencioso, casi lúgubremente silencioso, me llevó en ruta vertical a uno<br />

de los pisos altos y me depositó calladamente sobre uno de los amplios corredores. Tanto<br />

silencio, tantas personas sin palabras, en marcha muda y rápida, producían un poco de<br />

angustia. Se adivinaba que detrás de aquel alineamiento de puertas cerradas bullía un<br />

pequeño mundo de niños enfermos, inocentes, que ignoraban la existencia de aquella<br />

discreta escalinata posterior por donde con frecuencia descendían las grandes cajas de<br />

violín y desde donde partían hacia el misterio los amiguitos que se ausentaban tendidos<br />

en un oscuro coche grande.<br />

Pasé junto a una de aquellas puertas, que estaba abierta. Pasé sin mirar al interior; pero<br />

en mis oídos quedó una voz que sonaba a música triste. Una voz infantil, suplicante, repetía<br />

una frasecita que no pude comprender y que era dicha con modulación enternecedora<br />

cada vez que alguien cruzaba frente a aquella puerta. Cuando llegué a la dirección todavía<br />

resonaba en mi oído la vocecita tenue, frágil, insistente.<br />

Las Oficinas de la Administración refulgían de orden y limpieza. Centenares de pequeñas<br />

gavetas blancas tapizaban gran parte de las paredes. Esas pequeñas gavetas guardaban<br />

millares de fichas, notas, diagnósticos, diagramas de temperatura, análisis: eran el registro,<br />

el archivo, la cronología y la historia de las enfermedades que habían pasado por miles de<br />

cuerpecitos que acaso ya no existían. Quizás, en forma inédita, aquello era una colección<br />

de errores de diagnóstico, de irreparables excesos de ciencia, de inútiles recordatorios del<br />

primo non nocere consagrado por el apotegma hipocrático. En aquellas gavetas estaban las<br />

enfermedades que habían perdido ya su cuerpo. En aquellos diminutos nichos la experiencia<br />

hablaba en estadísticas y tosía números.<br />

A la Dirección entraban y salían técnicos y enfermeras, con un rótulo rojo sobre el bolsillo<br />

izquierdo de las blancas blusas. Aquellos rótulos parecían escritos con la sangre de alguien.<br />

Junto al escritorio principal, masa cúbica y blanca como tope de cristal grueso que, como un<br />

63


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

espejo verdoso, se empeñaba en duplicar el rostro y los gestos del ocupadísimo Director,<br />

una pobre mujer humilde, con un pequeño bulto sostenido en sus manos chupadas<br />

por el hambre y supliciadas por trabajos rudos, esperaba una información que había<br />

solicitado.<br />

—No encuentro, doctor, a la internada número ciento cuarentitrés, –dijo una enfermera<br />

que se acercó al escritorio.<br />

—Yo dejé aquí a mi hijita el jueves pasado, –dijo la mujer–. Se llama Carmen, como yo.<br />

¡Por favor, llámela, búsquela usted! Quiero verla hoy que es día en que está permitido visitar<br />

los enfermos. No podría resistir otra semana más sin verla.<br />

Los registros fueron nuevamente consultados. Carmen, Carmen, Carmen, repetía el<br />

Director después de preguntar otra vez por la fecha de ingreso, la edad de la internada, el<br />

nombre de los padres. De pronto el Director detuvo el índice de su mano derecha y mostró<br />

en una columna del registro algo a la enfermera. Director y enfermera cambiaron una mirada<br />

rápida y llena de comprensión. Y yo no sé cuál fue la voz que dijo:<br />

—Carmen, de siete años, cama número ciento cuarentitrés, falleció el miércoles y fue<br />

sepultada ayer jueves, a las diez de la mañana…<br />

Mientras esas palabras caían, como una sentencia misteriosa e injusta, sobre la pobre mujer,<br />

yo vi cómo de sus manos resbaló el pequeño bulto envuelto en papel, y cómo, al golpear<br />

sobre el suelo, se rasgó la frágil envoltura dejando en libertad un par de manzanas frescas y<br />

rosadas que rodaron casi alegremente, con algo de travesura infantil y como buscando las<br />

ausentes manecitas para las cuales estuvieron destinadas.<br />

Durante una hora estuve en las oficinas de la Administración. Retorné hacia los ascensores<br />

por el mismo amplio corredor que me sirvió para llegar hasta la Dirección. Otra<br />

vez las batas blancas con los hilillos rojos, las enfermeras y médicos presurosos y callados.<br />

Y otra vez algo en que había dejado de pensar: la vocecita suplicante que repetía para mí<br />

una frase ininteligible. Pero esta vez contuve un poco la marcha al acercarme al lugar de<br />

donde salía aquella súplica triste. Me detuve al fin frente a la puerta abierta y allí, con<br />

un paquete de ropitas humildes sobre las rodillas, un niño, con huella de lágrimas en las<br />

mejillas, me dijo:<br />

—¡Agüita, señor!, ¡agüita, señor!<br />

Por fin conocí la letra de la música triste que había escuchado una hora antes. Aquel<br />

niño tenía sed y pedía agua. Se encontraba en la sala destinada a los que habían sido dados<br />

de alta. Supliqué a una enfermera que ofreciera un poco de agua a aquella criatura sedienta<br />

que decía a todos los que pasaban ante la puerta: ¡agüita, señor!<br />

La enfermera fue generosa en explicaciones. En aquella pequeña sala deben ser recogidos<br />

por sus familiares los enfermos dados de alta. A los interesados se les avisa con<br />

suficiente anticipación para que estén allí en determinado día y hora. Para esa sala no<br />

hay, como es natural, enfermeras asignadas. El pequeño debió ser reclamado desde hacía<br />

tres horas; pero los padres o familiares no acababan de llegar. Quizás hacía tres horas<br />

que sentía sed… Pero la disciplina es estricta: para aquella sala no hay asignado ningún<br />

servidor especial.<br />

Mientras la enfermera monologaba sus explicaciones (que nadie había solicitado), el<br />

pequeño se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre el bulto de sus modestas ropitas,<br />

acaso soñando felizmente con muchos, muchos vasos inagotables de agua fresca… No sé<br />

cuanto tiempo más tardaron en venir a buscarlo.<br />

64


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Y ya en el exterior, bajo un cielo espléndido, teniendo frente a mí la perspectiva alegre<br />

del camino y dejando a mis espaldas la masa simétrica y blanca, imponente y elegante del<br />

Hospital de Niños quedé sorprendido por mi propia voz cuando, pensando en voz alta, me<br />

oí decir: el Hospital es perfecto, moderno, admirable. Lo único que le falta es un poco, sólo<br />

un poco más de piedad…<br />

FABIO FEDERICO FIALLO (1866-1942)*<br />

El príncipe del mar<br />

Aquel cuartito de Octavio era un caprichoso museo de exquisitos despojos femeniles.<br />

Allí se encontraban trofeos de todas las conquistas, laureles de todos los triunfos.<br />

Pero, ni la cajita de palo de rosa, donde alguien había sorprendido el oculto tesoro de la<br />

más hermosa y rubia y ondulante cabellera; ni el fino pañuelo de batista que ostentaba una<br />

corona de marquesa por blasón; ni el abanico de blonda y nácar, evocador de cierta leyenda<br />

sangrienta; ni la blanca liga de desposada…; ni los dos antifaces, negro y rojo el uno, rojo y<br />

negro el otro, que aún parecían conservar, frente a frente, la misma actitud hostil que una<br />

noche adoptaron al encontrarse en aquella misma alcoba sus respectivas dueñas; ni la sugestiva<br />

zapatilla azul que Octavio no tocaba sin besar, digna del breve pie de la Cenicienta;<br />

nada, nada mortificaba tanto mi curiosidad como la sarta de lindos caracolitos guardada<br />

devotamente en rico estuche de marfil. ¿Acaso este ateo impenitente abrigaba la cándida<br />

superstición de los amuletos?<br />

Una noche, por fin, interrogué a Octavio:<br />

—¿Y esto?<br />

—¿Eso?… ¡Ay! Es una historia bien triste la que me pides, la historia de un amor irreal.<br />

Miré con extrañeza a mi amigo.<br />

—¿Te sorprende la palabra en mis labios?<br />

—¿A qué ocultártelo?<br />

—Pues, escucha:<br />

Todas las tardes ella bajaba a la playa y allí acudía yo tan sólo por verla saltar descalza,<br />

de roca en roca, hasta alcanzar el abrupto peñón que se erguía en el mar, casi a la orilla,<br />

frontero al viejo torreón del castillo. Y poniendo aquel soberbio pedestal a su temprana hermosura,<br />

se hacía contemplar de las ondas, de las ondas a las que ella hablaba con la gracia<br />

y la majestad de una reina enamorada.<br />

¿Qué les confiaba? No sé. Sin duda, embajadas de amor que las coquetuelas, modulando su<br />

canción de espuma, corrían alegres y presurosas a recibir, y presurosas y alegres se llevaban.<br />

Una tarde… ¡Oh!, ¡estaba más bella que nunca! Su flotante cabellera blonda parecía<br />

llenar el aire de átomos de oro, y en el azul de sus grandes pupilas se reflejaba algo de la<br />

imponente y bravía inmensidad del mar. Traía al cuello esa sarta de caracolitos que ha sido<br />

aguijón de tu curiosidad.<br />

Vino a mí, se sentó a mi lado sobre el césped, y me dijo:<br />

*Fabio Fiallo, poeta y prosista. Autor de Cuentos Frágiles –1908–, La Cita –1924–, Las Manzanas de Mefisto –1934–,<br />

Poema de la Niña que está en el Cielo –1935–, El Balcón de Psiquis –1936–, La Comisión Nacionalista Dominicana –1939–,<br />

Primavera Sentimental –1902–, Cantaba el Ruiseñor –1910–, Canciones de la Tarde –1920–, Canto a la Bandera –1925–, La<br />

Canción de la Vida –1926–.<br />

65


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¿Sabes que me llaman loca?<br />

—¿Quién?<br />

—Ellas, las envidiosas, las que odian mis cabellos porque él los besa, y mis ojos porque<br />

él se mira en ellos.<br />

—¿Él?<br />

—Sí, el Príncipe del mar, mi novio. Y al decir así, sacudió con arrogancia sus cabellos.<br />

—Cuéntame tus amores, preciosa niña.<br />

Miróme breves instantes en silencio; después, con acento que mi recuerdo doloroso<br />

convertía en murmullo, me contó:<br />

—Tú sabes que la tarde que enterraron a mi pobre madrecita quedé sola, sola en el<br />

mundo. Yo estaba muy triste, y una noche, para llorar con más desahogo, vine a orillas del<br />

mar y aquí caí dormida. Súpolo el Príncipe, y en su carro de perlas tirado por cuatro tritones<br />

acudió a consolarme. Me rogó que no sufriera y me dijo que yo era muy bonita y que él se<br />

casaría conmigo.<br />

—¿Cuándo es la boda?<br />

—No sé; ¡mucho tarda ya esa hora de suprema ventura! ¡Oh!, ¡esperar!… ¡Qué duro es<br />

esperar cuando el tiempo no marcha con la violencia que palpita el corazón!<br />

Y mientras exclamaba así, miraba con sus grandes pupilas azules las ondas que alegres<br />

murmuraban su canción.<br />

—¿Por qué esperar?<br />

—Mi palacio aún no está concluido. Un palacio hermosísimo de granito más blanco que<br />

el mármol, con galerías de nácar, grutas de perlas y bosques inmensos de coral. Serán mis<br />

pajes los delfines y las ondinas mis doncellas. ¡Qué feliz voy a ser! ¿no es verdad?<br />

—Sí, muy feliz.<br />

—Todas las noches durante mi sueño viene el Príncipe a visitarme. ¿Ves estos caracolitos?<br />

Cuentan las veces que nos encontramos. Tengo muchos, muchos; ellos alfombran mi cabaña.<br />

Hoy estamos a trece y ya tengo doce.<br />

Después prosiguió como en un ensueño:<br />

—Mi Príncipe, ¡cuán bello es! Tiene la cabellera negra y ensortijada, la frente pálida y<br />

hermosa, los ojos tristes y soñadores, el pecho alto y vigoroso, el talle elegante y fino, el<br />

ademán firme y cortés. Cuando cierro los ojos y le contemplo tan bello, siento impulsos de<br />

correr a su encuentro y lanzarme al mar…<br />

—Te ahogarías.<br />

—No. Los tritones me recogerían y en su carro conduciríanme al palacio; pero temo que<br />

mi Príncipe se enoje.<br />

Y se alejó susurrando dulcemente un canto de amor.<br />

Tres días después ocurrió el hecho fatal. Corrí a la playa donde yacía tendida sobre el<br />

abrupto peñón que tantas veces había servido de soberbio pedestal a su hermosura. Un hilo<br />

de sangre corríale por la sien y manchaba de púrpura el oro de sus cabellos; por sus labios<br />

amoratados parecía aún vagar una sonrisa, sonrisa de mujer enamorada que corre al encuentro<br />

del amado, y del cándido cuello pendía la sarta de caracolitos que habían marcado<br />

las horas felices de aquel mes.<br />

Los conté: ¡doce! ¡Eran los mismos que me había enseñado! Desde aquel día no había<br />

vuelto el Príncipe y la visionaria se había lanzado al mar en su busca.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

FEDERICO GARCÍA GODOY (1857-1924)*<br />

La cita<br />

Dormía voluptuosamente la siesta en una hamaca el coronel Virico García cuando un<br />

ruido de voces en la puerta del rancho en que se alojaba en compañía de dos oficiales de las<br />

reservas lo despertó de una manera algo brusca…<br />

—Coronel, aquí hay un hombre que quiere verle ahora mismo, –le dijo un fornido negro,<br />

especie de Hércules de ébano que le servía de asistente.<br />

—Que pase, que pase…<br />

La figura de un campesino vestido paupérrimamente, lleno de manchas de lodo, interceptando<br />

la luz, destacóse en el estrecho espacio de la puerta de la rudimentaria barraca…<br />

Un instante bastó para que el coronel Virico lo reconociese, a pesar de haberse por completo<br />

afeitado el bigote y llevar por todo calzado unas rústicas soletas. Caía en aquel momento<br />

una lluvia muy tenue.<br />

—¡Fonso! Acabas de llegar seguramente. Siéntate, siéntate, –y le señalaba dos sillas<br />

serranas desvencijadas que había en el cuarto–. Por dicha estamos solos… No te esperaba<br />

tan pronto, a pesar de lo que me dijiste ayer…<br />

Como una especie de incesante zumbido de colmena, los mil rumores confusos de<br />

un campamento en plena actividad venían de afuera, a veces como tenues susurros, a<br />

veces como encrespamiento de oleaje rugiente. Cerca de dos mil hombres allí acampados<br />

ponían sobre aquel trozo de llanura como una nota de vida continua e intensa.<br />

Empezaba a declinar la tarde, una tarde de cielo plomizo, fría, lluviosa, que esparcía no<br />

sé qué tonos de lúgubre opacidad, no sé qué tintes de cadavérica palidez sobre el paisaje<br />

circunstante. Cosas y personas parecían como sumergidas en un ambiente gris, de suprema<br />

melancolía…<br />

En la sabana de Juan Álvarez, conquistada a fuego y sangre al enemigo, hacía ya días<br />

que Santana había establecido el campamento de las tropas con que salió de Santo Domingo<br />

para aplastar la revolución estallada en el Cibao. Extensa y pintoresca, la sabana se dilataba<br />

hasta confundirse con los bosques que como espesa faja de un verde muy oscuro parecían<br />

por todas partes servirle de infranqueable límite. El río, el Guanuma, muy encajonado,<br />

corría sobre un lecho fangoso, a veces creciendo de manera rápida e imprevista hasta hacer<br />

muy difícil el paso. Diversas avanzadas, colocadas en puntos bien escogidos, mantenían<br />

a toda hora una cuidadosa vigilancia. El enemigo solía acercarse para desde el borde del<br />

bosque disparar a mansalva algunos tiritos… En la Bomba, bien resguardados se situaron<br />

el hospital y los almacenes. En desordenada profusión, desparramadas irregularmente,<br />

tiendas de campaña, chozas apresuradamente construidas, chicas y grandes, ocupan una<br />

vasta porción de la amplia sabana. Cobertizos muy prolongados sirven de alojamiento a la<br />

tropa. Aquí y allá, minúsculas cañadas, charcos de agua cenagosa cubiertos de obscura lama<br />

contrastan con el verde tierno del césped que se extiende hasta perderse de vista. En la larga<br />

y rústica casa que sirve de hospital se amontonan en catres y hamacas los numerosísimos<br />

*F.G.G. Obras: Crítica literaria: Recuerdos y Opiniones (1888), Impresiones (1899), Perfiles y Relieves (1907), La hora<br />

que pasa (1910), Páginas efímeras (1912), Literatura americana (1915), De aquí y de allá (1916), Americanismo literario (1918),<br />

Ensayos: José Martí, Alma Dominicana, Guanuma, El Derrumbe (obra ésta incinerada por el gobierno militar impuesto a<br />

la República Dominicana por Estados Unidos de América). Novela corta: Margarita (1888) y Cuentos: Sor Clara (1898).<br />

Hizo además labor de periodista; fue diputado al Congreso Nacional.<br />

67


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

enfermos de la tropa española. Por falta de catres o hamacas, algunos yacen tendidos en<br />

lechos de serones o de yaguas. Las fiebres palúdicas, las perniciosas, la disentería, se ceban<br />

en aquellos soldados peninsulares no acostumbrados al enervante clima de estos países<br />

intertropicales. Las deserciones frecuentísimas de las milicias del país y las numerosas<br />

enfermedades han reducida considerablemente el número de hombres de aquella fuerte<br />

columna…<br />

Hacía rato que había escampado, aunque el tiempo no presentaba trazas de serenarse.<br />

El crepúsculo, de un gris intenso, se diluía lentamente en las primeras sombras de una triste<br />

noche de octubre. Muy salteadas, en escaso número, principiaban a brillar tenues luces en<br />

algunas chozas. El coronel Virico y Fonso, el primero con un farolillo en la mano, tan pronto<br />

cerró la noche, a guisa de paseo, empezaron a recorrer en todos sentidos el campamento.<br />

Con las nuevas explicaciones de su compañero y con lo que había podido observar aquella<br />

tarde, creíase ya Fonso en capacidad de poder suministrar al gobierno provisional datos<br />

positivos que suponía de bastante importancia… Ambos avanzaban lentamente, desechando<br />

los pantanos, salvando las cortaduras del terreno, abriéndose camino al través de obstáculos<br />

en realidad insignificantes; pero que la creciente obscuridad revestía de temerosos aspectos.<br />

El coronel, acostumbrado a inspecciones de vigilancia nocturna y gran conocedor del<br />

terreno, guiaba expertamente. Reinaba sepulcral silencio en algunas chozas, que semejaban<br />

como tumbas de una vasta necrópolis. En una de las chozas, la mejor alumbrada, algunos<br />

oficiales jugaban al dominó. Agrupados en torno, familiarmente, algunos camaradas siguen<br />

con interés las jugadas comentándolas en alta voz…<br />

Noche, noche intensamente negra. El cielo obscurísimo, lleno de nubes, descubre, a<br />

raros intervalos, el resplandor de una que otra lejana estrella. Ambos, como movidos por<br />

la misma fuerza, se detienen repentinamente. De un bohío inmediato, quejumbrosas, sollozantes,<br />

se escapan las dolientes notas de una guitarra. Un sargento de Bailén mueve con<br />

hábil mano las cuerdas. En la silente noche, en aquel augusto recogimiento de las cosas,<br />

bajo el cielo sombrío, esos sonidos impregnados de hondas nostalgias parecen como la<br />

evocación plañidera de cosas amadas perdidas en melancólicas lejanías… Tal vez en esos<br />

arpegios palpita el recuerdo de la madrecita que reza por él en la iglesia de su aldea; tal<br />

vez en ellos flota la imagen de la mujer querida que lo aguarda; acaso palpita en esos sones<br />

la visión de alguna casa de Cádiz o de Sevilla, donde en tiempos desvanecidos en tristes<br />

realidades apuró sendas copas de manzanilla en compañía de fácil y garrida moza tocada<br />

con vistosa mantilla…<br />

Siguen, siguen… Ante los dos exploradores nocturnos, álzase ahora una choza más grande<br />

y mejor construida que las otras en cuya puerta hace centinela un soldado con bayoneta<br />

calada. Cerca del bohío, en un tosco banco, bostezan o dormitan sus compañeros de guardia.<br />

En el interior, un hombre corpulento, de rudo aspecto, de imperativo gesto, desde la hamaca<br />

en que está sentado dicta algo a un joven que sin levantar la cabeza escribe apresuradamente.<br />

El viento hace a cada momento oscilar las luces de las dos velas de un candelabro de metal<br />

colocado en la mesa que sirve de escritorio… El coronel Virico toca en un brazo a Fonso, y le<br />

dice en voz baja: el general… Como fascinado, Fonso se detiene clavado en el suelo por una<br />

fuerza superior. A la distancia, lejanos, óyense los ¡quién vive! de los vigilantes centinelas.<br />

Dos tiros lejanos interrumpen el silencio de la noche sin que parezcan llamar la atención<br />

del general y del secretario que llena con letra cursiva hoja tras hoja de papel. Fonso Ortiz<br />

continúa con la vista fija en el Marqués de las Carreras…<br />

68


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

II<br />

En las vastas profundidades del bosque tropical, a medida que avanzaban cautelosamente<br />

al través del ramaje entrelazado en busca de un paraje bien retirado del camino real donde<br />

pudiesen conversar a sus anchas sin el más leve temor de ser oídos, empezaba la tarde a<br />

revestirse de tonos grises, a esparcir jirones de tenue sombra sumergiendo los objetos en una<br />

semi-obscuridad que se espesaba lentamente… Afuera, en el llano, todavía reinaba bastante<br />

claridad. En el fondo de la llanura, en la lejanía, los picos de las primeras estribaciones de la<br />

cordillera central se recortaban con perfecta limpidez en el horizonte todavía iluminado por<br />

los resplandores de la tarde que caía. Sobre la llanura vasta y silenciosa, corría un vientecillo<br />

sutil haciendo oscilar el tostado pajonal en que, aquí y allá, como hundidos en un mar<br />

de extraño verdor pastaban sosegadamente algunos animales… Fonso Ortiz y el coronel<br />

Virico, uno detrás del otro, continuaban abriéndose paso por entre la maleza cada vez más<br />

inextricable. Ante ellos, a sus lados lo mismo que por detrás, surgían con profusión robustos<br />

troncos de árboles en cuyas copas frondosas, por entre las ramas estremecidas, penetraban<br />

los dardos solares a manera de largas rayas de luz, y a cada paso tropezaban con las raíces<br />

desparramadas sobre el suelo como formidables tentáculos de animales pertenecientes a<br />

no sé que misteriosa fauna desconocida… Suponiendo ya el lugar bastante resguardado,<br />

Fonso Ortiz se detuvo algo cansado de aquella fatigosa caminata. Virico lo estaba también.<br />

El coronel era un mulato muy claro, casi blanco, de treinticinco a cuarenta años, corpulento,<br />

de fisonomía expresiva siempre iluminada por una sonrisa, verdadero tipo militar que a<br />

todo el mundo resultaba extremadamente simpático… Nadie hubiera podido percatarse de<br />

la presencia de ambos en aquel oculto rincón del bosque visitado sólo por algunos animales.<br />

Era ya hora de que pusiesen en movimiento la lengua…<br />

—Y bien –interrogó Fonso– ¿qué ha sido de ti desde que nos separamos en Santiago, te<br />

acuerdas, aquella noche de Carnaval en que corrimos juntos tamaña juerga? Estabas alegre,<br />

lo que se dice muy alegre… Créelo, chico, con algunos tragos más eras hombre al agua…<br />

—Nunca he olvidado esa noche en que me salvaste el pellejo. Después de Dios, a ti te<br />

debo el estarlo contando. La culpa la tuvo aquella mascarita del baile a que fuimos en los<br />

Chachases. Coqueteó conmigo cuanto le dio la gana pero no pude conseguir nada de ella;<br />

nada, créelo, ni pizca… Era una gran hembra… ¡Pero qué hombre aquel tan celoso, Virgen<br />

Santísima! Desde que principié a bailar con ella estaba acechándome… Y si tú no le desvías el<br />

brazo y lo sujetas en el momento en que me fue encima con un puñal, adiós coronel Virico…<br />

Dos días después, sin despedirme de ti, pues me dijeron que estabas en el campo, regresé a<br />

Santo Domingo muy satisfecho de mi paseo a Santiago…<br />

—Se dijo poco después que te habías retirado del servicio…<br />

—Estaba disgustado con lo de la anexión. Me había dedicado al comercio y empezaba<br />

a prosperar lo más quitado de bulla cuando al estallar la revolución me llamó el general<br />

para que lo acompañase al Cibao. No podía negarme, pues ya sabes que cuanto valgo se lo<br />

debo al general. Pero soy dominicano, y cuando ayer en el campamento recibí el papel que<br />

me enviaste con el vale Goyo me dio el corazón un vuelco. Inmediatamente resolví acudir<br />

a tu llamada y aquí me tienes…<br />

—No esperaba menos de ti. Allá todos te consideran como un buen dominicano. Don<br />

Benigno me dijo que conocía mucho tu familia. En ella todos son santanistas, pero eso no<br />

quita que quieran la libertad de su país. En nombre de él te hablo. No pretendo que traiciones<br />

a Santana, pues ya sé que no lo harías. Lo que quiero es que me prestes tu ayuda para<br />

69


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

salir con bien de una empresa que me han confiado. Cumple con lo que crees tu deber no<br />

abandonando a Santana. No te lo censuro. La gratitud es el primer deber en todo hombre<br />

bien nacido. Pero eso no impide que puedas hacer algo por tu patria. La revolución avanza<br />

triunfante. En Santiago está ya instalado el gobierno provisional. Los españoles sólo tienen<br />

en el Cibao el fuerte de Puerto Plata. Dime con franqueza… ¿Viene o no Santana al Cibao?<br />

—Creo que ni aun él mismo lo sabe, amigo Fonso… ¡Pobre General! Él creía otra cosa.<br />

Él esperaba que los blancos gobernasen mejor. Si hizo la Anexión, júralo, puedes jurarlo,<br />

fue para salvarnos de los haitianos para siempre.<br />

—Y quedarse él y su gente con la batuta por los siglos de los siglos…<br />

—Entonces no hubiera renunciado el mando como lo hizo de su espontánea voluntad…<br />

Pero lo cierto es que el general está enfermo, aburrido, llevándoselo el diablo con las dificultades<br />

que para que fracase le pone día por día el Capitán General…<br />

—En el Bonao cuentan que los oficiales españoles le faltan el respeto a cada momento…<br />

—Embuste, embuste, –replicó presuroso el coronel Virico–. Bueno es el viejo para soportar<br />

que nadie le tosa en la cara. El sábado lo probó retebién. Había prohibido que los<br />

oficiales llevasen impermeables por “no ser prenda de vestuario”… Llovía que era un diluvio,<br />

¡Virgen de la Altagracia!… El General en su rancho se mecía en una hamaca mirando<br />

hacia fuera. Estaba ese día de pésimo genio. De pronto ve a un teniente que pasaba muy<br />

bien arrebujado en su impermeable… Rápido, de un salto, se tiró de la hamaca, y sin decir<br />

palabra, corrió tras el oficial, lo agarró por el cuello, y después de quitarle la capa lo metió<br />

a empujones en el calabozo…<br />

—Pero ¿qué se propone actualmente?<br />

—No creo que piense ir al Cibao; por lo menos tan pronto como se dice. El general tiene<br />

muy buen olfato y no quiere moverse sin dejar muy bien cubierta su espalda. Hay malos<br />

síntomas. Las deserciones y las enfermedades aumentan. En la Capital se asegura que de<br />

España viene una escuadra con mucha tropa. El general tiene el alma en un hilo temiendo<br />

que el Seybo se descomponga. Empieza ya a sospechar de algunos en quienes tenía confianza.<br />

Los jefes españoles dicen que con excepción de Suero, Contreras, los Puello y algunos otros,<br />

muy pocos, todos los dominicanos que sirven a España están jugando a dos manos.<br />

—Y es natural. Cada uno debe estar con los suyos. Si los nuestros llegan a ponerle la<br />

mano encima a Santana lo fusilan en lo que canta un gallo. El gobierno ha dado un decreto<br />

autorizando al jefe que lo aprese a romperle inmediatamente el pescuezo…<br />

—¡Pobre general! Créelo, Fonso, no es tan malo como dicen sus enemigos. Nunca supuso<br />

que al quitar la bandera iban a pasar tantas barbaridades. No creyó jamás que al hacernos<br />

españoles lloverían sobre su país mayores desgracias que las producidas por las guerras<br />

con los haitianos…<br />

Mientras conversaban, Fonso Ortiz se había levantado tomando ambos amigos la dirección<br />

del sitio en que habían dejado las monturas. Virico le seguía dando noticias pormenorizadas<br />

respecto del número y clase de tropa acampada en Guanuma. El general decía<br />

públicamente que tan pronto llegasen los refuerzos que había pedido a la Capital, para reponer<br />

las bajas sufridas por las deserciones y las enfermedades y pudiera dejar bien cubierta<br />

su retaguardia, continuaría su movimiento de avance; pero Virico creía, por muchísimas<br />

razones, que tal avance no sería posible por ahora…<br />

Con esa celeridad con que acostumbraba tomar sus resoluciones, decidió Fonso, acto continuo,<br />

trasladarse en persona al campamento de Guanuma, y de ahí, siempre trajeado como un<br />

70


campesino, seguir viaje hasta la misma Capital y comunicar algunas instrucciones a la Junta<br />

secreta que dirigía allí el cotarro revolucionario. El coronel Virico procuró disuadirlo de tan peligroso<br />

empeño. Si por cualquier casualidad se descubría quién era, cuatro tiros lo despacharían<br />

incontinente al otro mundo como espía. Y con los pésimos antecedentes que tenía…<br />

—Tengo que ir y lo haré aunque pierda la vida. Esta noche escribiré al general Salcedo<br />

informándole de todo lo que he podido saber y mañana me presento en el campamento fingiendo<br />

ser un peón de la finca del vale Goyo, que quiere colocarse en el servicio de convoyes<br />

que se mantiene con Santo Domingo. Lo único que exijo de ti es que pongas lo que puedas<br />

de tu parte para que me acepten… No creo eso cosa difícil…<br />

El coronel Virico no opuso a esto ninguna objeción seria. Le recomendó únicamente que<br />

no llevara sobre sí ningún papel que pudiera comprometerle. Había que prever cualquier<br />

endiablado percance…<br />

Avanzaban con trabajo por en medio del bosque espeso. Hilos de tenue claridad muy<br />

vaga, que iba atenuándose rápidamente, se filtraban aún al través del espeso ramaje. Al<br />

salir del bosque se dieron un fuerte apretón de manos. Momentos después ambos se alejaban<br />

por distinto rumbo espoleando sus respectivas cabalgaduras. Comenzaban a oírse<br />

vagos rumores. La naturaleza se aletargaba en una paz infinita, en un silencio solemne<br />

interrumpido solamente por el monótono estridor de los grillos y lejanos relinchos de<br />

caballos. Anochecía…<br />

MÁXIMO GÓMEZ (1836-1905)<br />

El sueño del guerrero<br />

Para Clemencita Gómez Toro<br />

…Desaparecía el sol; apenas doraba con sus últimos rayos las cimas de las altas montañas<br />

del Jatibonico: el alborotoso pájaro negro1 , escondiéndose en el ramaje de las altísimas palmas<br />

y de los corpulentos árboles, puso término a su atormentadora algarabía…<br />

…………………………………………………………………………………………………………<br />

Al fin el Corneta de Órdenes tocó silencio; los demás lo repitieron y apenas se extinguió<br />

el eco prolongado de esta consigna, cuando quedó todo el campamento sumergido en el más<br />

profundo silencio y obscuridad. Y yo me tendí cuan largo soy, en mi hamaca de campaña.<br />

Pasado un momento, un hombre, un anciano de aspecto venerable, con blando paso que<br />

apenas se siente, se acerca a mi tienda y, como quien no desea ser oído de otro, pide permiso<br />

para hablarme, entra y se sienta. Quedéme un tanto sorprendido al apercibirme de aquel<br />

extraño desconocido que así se atrevía a faltar a esas horas a la consigna; pero al fin accedí<br />

a su súplica, y le permití que hablase, lo que hizo de la manera siguiente:<br />

—”Mi nombre poco te importa saberlo; y la mansión de donde vengo, tampoco es del<br />

caso que lo sepas; es inútil que me lo preguntes pues no te lo diría; lo que quiero que sepas,<br />

y es lo que importa, es mi historia. Nací pobre, mi alumbramiento costó la vida a mi madre;<br />

apenas fui amparado por la Fortuna, pronto el Destino me dejó huérfano, y quedé solo<br />

vagando entre los hombres como el fragmento, en el espacio, de un planeta muerto. Para<br />

1 Alusión al Cao.<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

71


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

mi mayor tortura, puso Dios una idea en mi mente que a medida que el tiempo pasaba y<br />

los años maduraban mis juicios, quemaba mi cerebro como lava ardiente, comprimida en<br />

el fondo de apagado volcán, y me devoraba el corazón, como el apasionado de una belleza<br />

ideal que huyese al contacto de su ardiente mirada.<br />

¡Ah! ¡cuánto he sufrido antes, y cuánto he padecido después!… Cuántas veces he maldecido<br />

mi existencia, pesándome hasta haber nacido…”<br />

Al mismo tiempo que aquel anciano proseguía en su narración, su semblante se iluminaba<br />

con una aureola casi divina, y mi espíritu se sentía sobrecogido por una especie de religioso<br />

temor. Después de una breve pausa, continuó, y yo escuchaba asombrado.<br />

—”Sometido a varias torturas y contrariedades, víctima de infamias y desprecios, por<br />

entre peligros y escollos, solo, perdido y desamparado, sin más amparo que Dios, pude al<br />

fin realizar mi empresa, y arranqué al Mundo –para el Mundo mismo– un portentoso secreto.<br />

Entonces el Universo entero me saludó entusiasmado, y me apellidó El Glorioso. Las<br />

naciones todas me rindieron adoración y respeto, y reyes hubo que se sintieron humillados<br />

y empequeñecidos ante la majestad y grandeza de mi gloria. Los más pequeños me creyeron<br />

un Dios, y besaban de rodillas mis vestiduras. Rodeado de tanto agasajo y ovaciones<br />

humanas, colocado de pie encima de pedestal tan alto como el Sol; alumbrando los rayos<br />

de mi gloria dos Mundos a la vez, no sintió mi corazón –por fortuna mía– el tormento de la<br />

vanidad y la soberbia: antes por el contrario, yo sentía en mi alma un secreto dolor que me<br />

consumía sin podérmelo explicar. Sobre mi corazón y mi conciencia pesaba un insoportable<br />

remordimiento y en vano trataba de averiguar la causa. Era la tortura del criminal a solas<br />

temblando ante la presencia de su interno y severo juez. Inútilmente interrogaba mi pasado,<br />

y me detenía a escudriñar mi presente; ningún acto mío acusaba mi alma de maldad.<br />

La blanca túnica de mi inocencia no estaba manchada con ningún crimen mundanal; yo no<br />

había hecho más que obras de bien; yo no había amado nunca sobre la tierra más que a dos<br />

deidades: la Ciencia y la Virtud, que eso es amar a Dios.<br />

“Yo no había hecho, en fin, derramar una lágrima, sino más bien provocar sonrisas y<br />

alegrías. ¿Por qué, pues, tan tremendo castigo de la inquietud tan acerba y constante que<br />

acosaba mi espíritu y que no me dejaba gozar de las delicias que proporcionan la Gloria y la<br />

Fama?… Loco me fui adonde el cóndor hace su nido y desde allí –en la soledad del desierto–<br />

llamé a los espíritus para que dijeran la causa de mi secreta angustia; y ni el desierto ni<br />

los espíritus, me contestaron; tan sólo el silencio y el vacío me circundaban. No pudiendo<br />

resistir más mi existencia, pesada como un fardo, en un impulso irresistible de desesperación,<br />

quise arrojarme al torrente y una mano invisible me separó del peligro.<br />

“Crucé entonces el océano y suplicante interrogué al mar y a la tempestad; y el trueno<br />

ahogó mi voz. Desesperado me precipité a los abismos para concluir con el dolor de mi<br />

existencia desapareciendo en sus insondables misterios; pero una mano invisible me salvó<br />

medio muerto y me arrojó –como el despojo de un naufragio– sobre la arena de la playa.<br />

Incorporado apenas, sentí de nuevo en mi pecho el diente que me mordía y me devoraba…<br />

¿por qué, oh cielos, tan cruel tortura? Decídmelo… ¿Cuál ha sido mi gran culpa? Los cielos<br />

guardaron silencio. No contento el Destino con el suplicio a que eternamente me había<br />

condenado, preparó la Envidia y la Calumnia que armadas me asaltaron en el camino, y los<br />

hombres se hicieron mis enemigos y me vejaron y me despreciaron. Largo tiempo –como<br />

un mendigo– vagué entre ellos cual un desconocido y apestado. Y cuando creí curarme de<br />

mis dolores, porque se cumplió el plazo y abandoné la envoltura que aquí me retenía, me<br />

72


elevé a la mansión en donde termina el misterio de la vida. Yo aparecí entonces manchado<br />

de sangre”.<br />

—¿Y tú quién eres, asesino? –exclamé indignado, sin poderme contener y borrándose<br />

de improviso en mi ánimo la impresión de compasión y de ternura que aquel ente singular<br />

y desconocido me había inspirado, con la narración de sus desdichas.<br />

—”Aguarda –me dijo con calma y gravedad aterratoras– aún no he terminado;<br />

no me juzgues sin haber antes acabado de oírme. En vez de condenarme, con tu alma<br />

grande me tendrás lástima. Demasiado desgraciado he sido, –dijo–, y continuó: Si en<br />

la tierra fui un paria desheredado, sin asilo y sin fortuna, en la mansión de los justos<br />

me está prohibido entrar sin el perdón de dos razas; porque ha caído sobre mí –como<br />

lava ardiente de encendido volcán– la sangre de una raza inocente extinguida; y desde<br />

aquella terrible hecatombe quedó marcado sobre mi nombre y mi conciencia, como un<br />

hierro candente, el crimen de haber descubierto un mundo y el de haberlo entregado a<br />

la barbarie y la usurpación.<br />

“Recogieron los hijos de los nuevos pobladores la desgraciada herencia de tormentos y<br />

martirios que les legó la raza desaparecida al furor de los conquistadores, bárbaros y estúpidos.<br />

Y tú, insigne, ilustre guerrero, que ya estás en víspera de terminar la gran obra de la<br />

Redención de esta Tierra, por mí descubierta, vengo aquí –postrado a tus pies– a suplicarte<br />

me consigas el perdón de todos los tuyos y quede cumplida la Eterna Sentencia… Soy Colón”<br />

–dijo, y calló…<br />

Un sonido estridente me sacó de aquel estado: el corneta tocó diana. Era un sueño.<br />

Cuartel General de La Demajagua.<br />

Junio, 1889.<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

FEDERICO HENRÍQUEZ Y CARVAJAL (1848-1951)<br />

Humorada trágica<br />

…………………………………………………………………………………………………………<br />

Sita en la linde oeste de la villa, aislada en su solar urbano, había una casa de madera<br />

pintada a dos colores: azul i crema. Circuíala una galería de torneadas columnas. Por ellas<br />

subía en espiras la trepadora madreselva. El interior se distribuía en cinco piezas: sala,<br />

comedor i tres alcobas. En el patio –un cuadrado con arbustos florales– erguíase un árbol,<br />

atalaya i nido de ruiseñores, que convidaba a dormir la siesta bajo el quitasol esmeralda de<br />

su tupida fronda.<br />

Tres damiselas, no familiares, tenían su morada en ese alegre hogar sin fogones ni estufas.<br />

No eran las Gracias del helenismo ni las Marías del cristianismo. Eran cortesanas a la<br />

moda, con algunos rasgos de belleza juvenil i no pocos de buen humor, nacidas en andaluces<br />

lares, tal vez en cármenes granadinos, i sacadas de pila con sendos nombres de esos que<br />

guarda el santoral o que ofrecen las hojas diarias del calendario. Concepción, Susana e Inocencia<br />

–respectivamente– eran sus nombres de pila. Con esos fueron inscritas en el registro<br />

parroquial del templo católico en que cada una de ellas recibió el agua del bautismo.<br />

En el mundo era otra cosa. En el mundo –el suyo– conocíaselas con estos apelativos<br />

disílabos: Pura, Casta y Niña. Era evidente que de cada nombre propio fue deducido el que<br />

cada una de ellas llevaba i hasta con ufanía.<br />

73


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Las tres estaban en la primavera de la vida i las tres eran hetairas. Hacían la vida en<br />

común i como si fuesen hermanas: hermanas en la servidumbre del placer furtivo i efímero.<br />

Luego –en el medio día de su vida licenciosa– lo serían por el legado prematuro de su<br />

anómala existencia: el dolor, la inopia i el hospicio.<br />

¡Lástima de juventud florida que a diario se mustia i se deshoja al fuego de la lascivia!<br />

Dos de ellas –Casta i Pura– lucían el mismo color mate-moreno –suele decirse en el<br />

solar hispano– i ambas tenían, como los ojos, negro el pelo de ondulada caída. Las manos,<br />

mórbidas, eran pequeñas; los pies, menudos, les cabían en las manos. Coincidían también<br />

en gustos i carácter. Hacían, por eso, mui buenas migas.<br />

La Niña, por el contrario, era gruesa, casi redonda, cuellicorta. Tenía los ojos garzos y el<br />

cabello como oro en ascuas. La piel, mui fina, tenía el color i el brillo del alabastro; encendíasele,<br />

a menudo, en el rostro, con oleadas de sangre a flor de cutis. Su grosura no era óbice a<br />

su apetito desordenado. La gula había hecho presa en su insaciado organismo físico.<br />

—Vas a reventar, chica, como un globo inflado con aire –decíanle a menudo sus dos<br />

amigas, delgadas i esbeltas, que eran parcas en el comer i sobrias en el beber.<br />

En todo lo demás formaban un trío.<br />

Gustábales el canto. Bajo la copa del árbol, en horas de siesta, solían entonar canciones<br />

i puntos antillanos. Solían alternarlos con seguidillas i malagueñas o con soleares i cantares<br />

de la tierra de Mariasantísima. A veces, en la noche i a guisa de serenata, organizábase el concierto<br />

vocal en la galería i bajo la enredadera que ponía en la casa-quinta algo de misterio i<br />

algo de poesía. Entonces entraba en juego la guitarra a la par alegre i triste.<br />

Leían mui poco. Pero en veces saboreaban, como rara golosina, versos eróticos. Una<br />

los leía, o los recitaba, –no sin énfasis declamatorio– i todas los celebraban. El palique, en<br />

cambio, constituía para todas la comidilla cuotidiana. ¡Claro! En la charla se habla de todo<br />

i aún de todos. “La murmuración –se ha dicho i no de ahora– es un puntal de la vida”. Con<br />

él apuntalaban ellas la suya.<br />

El tránsito por aquella calle limítrofe era escaso. Entre los transeúntes, aves de paso, a<br />

la caída de la tarde, en ocasiones se veía pasar al venerable Cura de almas de la parroquia.<br />

Iba siempre, lentamente, sin volver la cara e inclinado bajo el peso de su edad provecta o<br />

de su espíritu lleno de virtudes.<br />

Era el anciano presbítero don Vicente Villanueva. Padre Vicente le llamaba el vecindario.<br />

Seis a siete lustros contaba en aquel curato. Era manso e ingenuo. Era un bueno i teníanle por<br />

un santo. El de Paúl le servía de modelo. Era, como él, caritativo i casto. Un aura de respeto<br />

i de cariño lo envolvía, como una aureola, dentro i fuera del templo.<br />

�<br />

Lucía la tarde de un día festivo. La villa estaba de gala. El trío había formado la tertulia<br />

en la galería i frente a la calle. Entreteníanse en ver la gente que iba o venía. El buen humor<br />

daba sueltas a la lengua i la lengua suelta destilaba acíbar sobre los transeúntes. Las damas<br />

salían peor libradas que los caballeros. En eso apareció el párroco. Iba cabizbajo, abstraído,<br />

según su costumbre. Tal vez lo llamaba la tierra… Memento homo…<br />

—Creí, por la falda, que el Cura era una de tantas… –dijo la Niña.<br />

—Anda, chica, deja en paz al señor Cura.<br />

—A ese viejo todos le debemos respeto. Es un santo.<br />

—¡Bah! Es un hombre i ha sido joven. ¡Quién sabe si todavía!…<br />

74


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

—Pues aseguran que nunca ha pecado.<br />

—Siempre ha vivido solo. Ni ama de llaves ni sobrino tiene…<br />

—¡Oh! cuando se muera, el pobrecito, será canonizado por sus virtudes i el almanaque<br />

traerá esta leyenda en su honor: San Vicente de la Aldea, Virgen i mártir.<br />

Una risa, clamorosa, coreó la irreverente burla de la atrevida hetaira.<br />

Ese mismo día, en la prima noche, hallábanse a la mesa. Era una cena opípara. Costeábanla<br />

dos apuestos jóvenes cogidos en la jaula del trío. El uno cortejaba a Pura; a Casta, el<br />

otro. La Niña echaba de menos un tercero. En todo era golosa. Se desquitaba comiendo i<br />

bebiendo. La conversación, por instantes, adquiría tonos subidos en color i ritmo. El vino se<br />

les subía a la cabeza. Entre sorbo i sorbo, como una saeta, volaba el dicho agudo i picante.<br />

El beso, a dúo, sellaba los labios agresivos. La Niña protestaba. Había comido i bebido con<br />

exceso. Estaba harta i un poco ebria; pero ayuna de caricias. Era un abuso.<br />

Hubo un rato de silencio. La Niña cavilaba. La austera figura del levita se dibujó en su<br />

imaginación enardecida. Se sonrió con una mueca satánica e hizo, en alta voz, esta afirmación<br />

provocativa:<br />

—Si el padre Vicente estuviese aquí lo haríamos caer en pecado…<br />

—No digas eso, Niña. El es inviolable. Sus canas le sirven de escudo.<br />

—El padre Vicente es un santo.<br />

—Apuesto –insistió la Niña– a que, si lo hiciésemos venir aquí, esta misma noche, se<br />

quemaría en el fuego de todos los besos que arden en mi boca.<br />

—¡Vanidosa! Pues yo apuesto a que te haría caer de rodillas i pedirle perdón por tu<br />

insolencia.<br />

—Eso mismo digo yo i voi en contra tuya.<br />

—Santurronas. Eso decís porque estáis acompañadas. Otra cosa diríais, egoístas, si<br />

estuviérais en mi caso.<br />

Los jóvenes, ajenos a la disputa, no cesaban de reír a mandíbula batiente. La Niña propuso:<br />

—Hágase la prueba. Yo me voi a la cama. Estoi enferma i necesito de los auxilios espirituales.<br />

Hai que llamar al Cura…<br />

—El caso es urgente i de conciencia… ¿Qué os parece?<br />

—La broma es pesada…<br />

—Pero digna de una tragicomedia –completó uno de los jóvenes.<br />

—Sea. Llamemos al párroco –concluyó Casta– antes de que la Niña se arrepienta o se<br />

despida en viaje por expreso para el otro barrio.<br />

Pura escribió unas líneas i –ya en la puerta de la calle– puso el papel i una moneda en<br />

las manos de un adolescente que acertó a pasar por allí en aquel instante. El mandadero,<br />

gustoso i listo, echó a correr con dirección a la morada del cura.<br />

�<br />

Media hora había transcurrido cuando –en ejercicio de su ministerio i llevando consigo<br />

el ánfora de los santos óleos– llegaba el padre Vicente a la casa de la enferma fingida. Desde<br />

la puerta hizo el saludo ritual del oficiante:<br />

—¿El Señor sea con vosotros!<br />

Pudo haber dicho “con vosotras”. Los jóvenes se habían refugiado en el lado opuesto<br />

de la galería.<br />

75


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Buenas noches, padre.<br />

—Entre. En aquella alcoba está la enferma.<br />

I le señalaban el aposento en donde estaba la Niña. La risa les retozaba en el cuerpo. El<br />

anciano sacerdote entró solo a la alcoba. Al entrar tuvo la sensación de la penumbra. Bajo<br />

una guardabrisa, color de ópalo, atenuaba la luz una lamparita.<br />

El anciano miró con su cansada vista. En el lecho había alguien. Una mujer, sin duda. Para<br />

confesarla había ido. Miró de nuevo… La joven hetaira, desnuda, parecía una estatua yacente.<br />

Oíase en la estancia un ronquido sordo. Allegóse a la cama, como quien mira i no ve; tomó la<br />

sábana de blanco lino, con mano trémula, i la subió hasta los hombros de la joven desnuda. Su<br />

mano rozó, ligeramente, con un seno de la enferma i lo sintió vibrar al contacto de su mano.<br />

No se inmutó por eso. Otro ronquido, sordo, se produjo en la abultada i enrojecida<br />

garganta de la Niña.<br />

—Hermana: aquí estoi. Vengo a confesarte. Pon tu fe i tu esperanza en el Cordero sin mancilla.<br />

Magdalena, la pecadora, fue perdonada por haber amado mucho i por haber creído.<br />

La joven hizo un esfuerzo, como si recuperase la conciencia, i se quedó mirando dulcemente<br />

al venerable anciano. Luego, casi afónica, como un eco sin palabra, articuló por<br />

sílabas esta frase de fe i de esperanza:<br />

—El padre Vicente es un santo i con su perdón i sus oraciones me abrirá las puertas del cielo.<br />

Se moría. La broma se había convertido en un drama. La Niña era presa de una apoplegía<br />

fulminante. ¡La infeliz! Había intentado salir del lecho, había querido gritar, i no pudo.<br />

Estaba a dos pasos de sus compañeras e iba a morirse abandonada i sola. ¡Pero ya no! El<br />

bondadoso Cura de almas se hallaba a su lado. Este volvió a llamarla. En vano: No contestó.<br />

La confesión era ya imposible. Se moría. Apenas había tiempo sino para administrarle la<br />

extremaunción. Eso hizo; la moribunda, con los ojos entreabiertos, sonreía…<br />

Así, sonreída, entró en el arcano del eterno sueño.<br />

El párroco tomó las manos de la muerta i se las puso en cruz encima del pecho. Le cerró<br />

los ojos. Oró por ella. E inclinándose, con piedad i ternura, ungió la frente de la pecadora<br />

con un ósculo de paz i de misericordia.<br />

�<br />

—¡La Niña ganó la apuesta!<br />

Era una algarada de voces ebrias i de risas locas.<br />

Las dos hetairas, seguidas por sus compañeros de orgía, habían creído ver que el anciano<br />

sacerdote deshojaba la flor de un beso en los burentes labios de la Niña. Entraban a la<br />

alcoba, para ver i celebrar el triunfo del placer i de la vida, harto efímero, i se hallaron con<br />

un cuadro de dolor y de muerte.<br />

El levita les salió al paso para decirles con voz unciosa:<br />

—Callaos. No la despertéis de su último sueño. No pude confesarla. Llegué tarde. Se<br />

moría con los ojos del alma fijos en el cielo. Sólo he podido ungirla, in extremi con los santos<br />

óleos i con el beso de paz i de amor en Cristo. ¡Dios la acoja en su seno i en su gloria!<br />

Casta i Pura –sobrecogidas de espanto i de angustia– cayeron a los pies del lecho mortuorio,<br />

musitando a dúo el padre nuestro. Luego, con un gesto fervoroso, cada una de ellas<br />

le tomó una de las manos al venerable Cura de almas para besársela.<br />

Era la atrición. Era el último dolor, medroso, de haber pecado con su complicidad en tal<br />

aventura sacrílega. I siempre de rodillas –como la cortesana de Magdala con el dulce Nazareno–<br />

76


cubrieron de besos i bañaron con sus lagrimas aquellas manos –lirios de castidad i de pureza–<br />

que acababan de administrar el último sacramento a la hetaira súbitamente fenecida.<br />

El padre Vicente trazó en el aire el signo de la cruz –símbolo de redención i de amor en<br />

Cristo– i las bendijo…<br />

Santiago de Cuba, 1922.<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

MAX HENRÍQUEZ UREÑA (N. 1885)<br />

La conga se va…<br />

—¡No sea freco! ¡No te conoco!<br />

—¡Deja la muchacha quieta! ¡Sinvergüenza!<br />

—¡Adió! ¿Qué se habrá figurao la negra vieja? ¡ni que la chiquita fuera de seluloide! ¿De<br />

dónde vendrán a la dos de la mañana? Pa mí que…<br />

El impertinente que así hablaba –un mulato vestido de blanco–, no pudo acabar la frase:<br />

junto a las dos mujeres apareció de súbito un mocetón de negra tez que le descargó en<br />

el rostro un tremendo puñetazo. Perdió el equilibrio el atrevido, que desde el borde de la<br />

estrecha acera se inclinaba con alcohólica efusión sobre la chiquilla, y rodó en el polvo.<br />

—¡Jesú! –gritó la negra, abrazándose a la niña.<br />

—No se asute bieja –exclamó con voz sosegada y firme el inesperado defensor–. Ese<br />

salao no se levanta deay en una hora. Si un polisía topa con él, pasará la noche en el bibac.<br />

¿Dónde biben utedes?<br />

—Aquí serquita, en San Mateo casi esquina Carbario.<br />

—Boy con utedes.<br />

Y los tres echaron a andar.<br />

—Mucha grasia, joben –dijo la vieja al doblar la esquina.<br />

—No la merese.<br />

—Si no’e por uté, ese condenao no jecha a perdé la noche. ¿Cómo ‘e su grasia?<br />

—Mario Luna, pa serbirle.<br />

—¡Qué bonito suena ese nombre! –murmuró la chiquilla, mirándolo con sus grandes<br />

ojos expresivos.<br />

Pareció vacilar un momento y tras breve pausa inquirió:<br />

—¿Y cuántos años tienes?<br />

—¿Yo? Ando en diesisei…<br />

—¿Na má? Pué parese tener má. Te pasa lo que a mí, que tengo trese y tó er mundo cree<br />

que ando en lo quinse.<br />

Él la miró a su vez y no dijo nada. Al cabo de un rato preguntó:<br />

—¿Y tú cómo te yama?<br />

—¿Yo? ¡Tengo un nombre má feo! Juaniquita Lafori…<br />

—No hay nombre feo si se sabe yebá bien.<br />

—¡Qué grasioso! Parese que ere tan baliente como tan fino…<br />

Los dos se miraron y sonrieron. Nuevo silencio, que a los pocos momentos rompió la<br />

vieja:<br />

—¡Ay! Entoabía me dura er suto. Mira, muchacho, que la jubentú de hoy no sirbe pa na,<br />

mejorando lo presente. Tós son uno perdío, como er freco ese que preguntaba aónde íbamo<br />

77


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

de madrugá. Beníamo de la tumba fransesa ¿sabe? Dende chiquita aprendí a bailala, pero ya<br />

no la bailamo má que lo biejo. ¡Ese si ‘e baile fino! Hay mucha gente de arriba que pasa por<br />

ayí pa bela bailá. Un fransé de Fransia tubo a bela una noche y dijo que se paresía a un baile<br />

de su tierra, del tiempo de lo reye; desía que la yamaban minué. Yo yebo siempre a mi nieta<br />

pa que me acompañe y pa que aprenda. Pero lo jóbene de ahora no tan má que por er son,<br />

cuando no tán pensando en que yeguen lo carnabale pa salí en la conga. Y esa conga que<br />

salen ahora no son má que un relajo…<br />

—¡Ay! ¡Ma Juana, no diga eso, que yo me muero por la conga! ¿No le guta ese cantico<br />

que dise:<br />

La conga se bá,<br />

Y yo me boy tras eya…?<br />

—Céllate, muchacha, que ni yo ni tu mamá, que en gloria eté, salimo nunca en una<br />

conga. Y tú no irá tampoco.<br />

—¿Y qué otra dibersión tenemo en lo carnabale de Santiago de Cuba? Mire, agüela, lo blanco<br />

jasen su carnabale en febrero, con flore y papelito; pero lo bueno son lo carnabale de nosotro<br />

en julio, con mucha conga… El año pasao pasó por casa una conga grande, grande… ¡Cuánta<br />

gente!… Cuando la cabesa yegaba a Carbario, la cola pasaba toabía por la otra esquina…<br />

—Ahí taba yo –dijo Mario.<br />

—¿No lo dije? –interrumpió la abuela–. Si eta jubentú tá perdía. ¿Qué saca un muchacho<br />

como tú, que paese buena persona, con andá en ese relajo? Un día saldrá deay con la boca<br />

rota y jata con puñalá en er corasón…<br />

—¡Ay, agüela, no diga eso, por su madre!<br />

Mario soltó la carcajada.<br />

—¿Qué quiere usté, bieja? –dijo–. La jubentú ‘e pa dibertirse. Tó er que entra en la conga<br />

se siente alegre. En lo periódico se quejan a vese de que la autoridá deja salí las conga. Pero<br />

si le quitan eso ar pueblo ¿qué le ban a dejá?<br />

—Aquí ‘e –dijo la abuela deteniéndose ante una vetusta casucha que en su reducido<br />

frente lucía un amplio portón y una ventana con barrotes de madera–. Ya sabe, Mario, que<br />

aquí tiene tu casa. Date tu bueta por acá uno de eto día. Y que Dió te bendiga…<br />

—Grasia, bieja. Adiós, Juaniquita.<br />

—Adiooós, Mario.<br />

II<br />

Mario volvió días después y gradualmente se habituó a frecuentar aquella casa y a oír<br />

de labios de Ma Juana el recuento de toda su vida. Ma Juana entretejía sus recuerdos como<br />

quien piensa en alta voz. El nombre de su marido, Esteban Lafori –criollo, mitad francés,<br />

mitad cubano–, brotaba a cada momento en su charla: Esteban fue en su tiempo el mejor<br />

carpintero de Santiago de Cuba; Esteban había torneado los barrotes de madera recia que<br />

lucía la ventana, y a él se debía casi toda la obra de carpintería de aquella casa, que era el<br />

fruto de sus ahorros. Cuando estalló la guerra de independencia, Esteban se fue al monte,<br />

y ella se puso a trabajar como lavandera para ganar su propio sustento y el de la única hija<br />

del matrimonio. Después no hubo más noticias de Esteban; parece que murió en la invasión<br />

a Occidente, no se sabe si de fiebre o de bala. ¡Qué lástima que Esteban no alcanzara a ver<br />

78


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

convertida en mujer, y en hermosa mujer, a la hijita que dejó de pocos meses! ¡A Juanita no<br />

había otra mulata que le pusiera el pie delante! ¡La pobre! Si Esteban hubiera vivido no pasa<br />

lo que pasó… Juanita, que tantos enamorados tuvo, dispuestos a casarse, y fue dejando pasar<br />

el tiempo sin decidirse por ninguno, puso un día los ojos en un desconocido que vino de<br />

otra provincia, y se dejó seducir por él. Después que la abandonó se supo que era casado.<br />

Esos amores fueron fatales para Juanita, que murió al dar a luz una niña… ¡Cómo se parecía<br />

Juaniquita a su madre: tenía su misma cara y su mismo cuerpo!<br />

Mario escuchaba entretenido, durante horas, esa animada reconstrucción del pasado;<br />

pero otras veces, como si esquivara la parlería torrencial de la vieja, daba desde la acera las<br />

buenas noches y se detenía en la ventana a hablar con Juaniquita.<br />

¿De qué hablaban? Juaniquita no hilvanaba recuerdos, como su abuela, sino anhelos.<br />

Ansiaba romper con la paz de aquella vida que su abuela le había impuesto: soñaba con<br />

fiestas populares, suspiraba por ser reina de carnavales, sentía temblar sus pies ágiles con<br />

sólo evocar la idea del baile. ¡El baile! Ya en la tumba fransesa le concedían alguna vez un<br />

turno. Majestuosa y esbelta, marcaba el paso con gracia, y todo su cuerpo se estremecía con<br />

la rítmica ondulación de sus caderas cuando, erguido el busto donde los senos eréctiles<br />

parecían horadar el corpiño, daba la vuelta al salón bajo la caricia de cien ojos codiciosos<br />

que sentía clavarse en cada uno de sus poros cual ósculos de fuego. En más de una reunión<br />

familiar celebrada en el vecindario, Mario la sintió languidecer de deleite entre sus brazos<br />

al bailar el danzón: se unía a él con flexibilidad de serpiente, y si se separaban momentáneamente<br />

para hacer figuras de capricho, complacíase en marcar el compás a contratiempo<br />

para girar después hasta el vértigo sobre sí misma y caer de nuevo en brazos de su galán,<br />

en señal de abandono.<br />

Al poco tiempo de conocerse eran novios.<br />

III<br />

Se acercaban los carnavales de verano. La época de la esclavitud implantó esta costumbre,<br />

en armonía con las necesidades de la industria azucarera. Consagrados los meses de invierno y<br />

primavera a la molienda de caña, sólo en el verano podían los esclavos libertarse del látigo del<br />

mayoral que les laceraba las espaldas y disfrutar de algunos momentos de solaz. Los amos les<br />

permitieron celebrar fiestas carnavalescas en los meses de julio y agosto. Después de extinguida<br />

la esclavitud, la tradición mantuvo la celebración de esa fiesta como diversión popular.<br />

—¡Estos carnabales sí que han a tar bueno! –decía Mario a Juaniquita en los primeros<br />

días de julio–. Ba a ber mucho jaleo, mucho baile y mucha recholata. Me han dicho que ban a<br />

sacá reina a una muchacha que trabaja en la fábrica de Martíne. ¡Ah! Y me han invitao a salí<br />

en una conga que dicen que ba a dejá chirriquiticas a toas las que se han bisto ata ahora.<br />

—¡Ay, Mario! ¡Yébame!<br />

—Pero muchacha, si tu agüela no te ba a dejá… a eya no hay quién la conbensa…<br />

—No importa: yébame. Dende chiquita toy loca por dir a una conga. Quiero dir manque<br />

sea una sola ves. ¡Qué gustaso tan grande me boy a dar si tú me yeba! ¡Y contigo, mi negro,<br />

eso será la gloria!<br />

—No sé cómo te bas a arreglá… Yo no me atrebo, bidita.<br />

—¿La conga no sale el benticuatro?<br />

—Sí, el día de Santa Cristina, y buelbe a salí al día siguiente, que ‘e Santiago, y al otro<br />

día, que ‘e Santa Ana.<br />

79


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Pué yo me hoy ar Santo de Critinita y de por ayí nos bamo… Ma Juana siempre me<br />

deja dir sola temprano y de ayí me traen. Esa noche le digo a Critinita que no pué sé que<br />

me quede, y tú me espera por ahí serca.<br />

—¿Y despué, si tu agüela lo sabe?<br />

—Ya beremo…<br />

—¡Jum! ¡No me guta!<br />

—¡Ay, Mario! Si tú me quiere de berdá, tú me yeba.<br />

—Bueno, prenda. Dios quiera que tó salga bien.<br />

—¡Cómo no! Si contigo tó tiene que salí bien… ¡Qué bueno ere! ¡Cómo nos bamo a<br />

dibertí!…<br />

IV<br />

Llegó el día de Santa Cristina, esperado por Juaniquita con viva ansiedad. Radiante de<br />

ilusión y de contento abandonó a temprana hora la fiesta familiar que le sirvió de pretexto<br />

para salir de casa con permiso de la abuela y fue a reunirse con Mario en una esquina próxima<br />

escogida por ambos como punto de cita.<br />

—Ni te ocupe, mi negro. Tú no sabe er gustaso que tú me da… ¿Por aquí biene la conga?<br />

—Por aquí tiene que pasá… ¡Ahí biene! ¡Óyela!<br />

Juaniquita prestó atención y percibió un vago rumor que por momentos se acrecentaba:<br />

ruido de atabal diluido en el viento, ecos confusos de voces humanas, de cantos y gritos…<br />

El rumor iba creciendo, y cada vez se hacía más distinto el rítmico tamborileo del bongó<br />

junto con el cuchicheo del güiro y el desenfrenado resonar de las maracas… Mil gargantas<br />

entonaban a un tiempo el canto popular, repitiendo sin desmayos la frase musical, primitiva<br />

y breve como su letra:<br />

Bururú, barará,<br />

Cómo tá Miguel.<br />

Bururú, barará,<br />

Bámono con él…<br />

La inmensa ola humana llegó, precedida de un grupo de chiquillos desarrapados que<br />

hacían cabriolas y marcaban el ritmo con el temblequeo incesante de sus hombros. Algunos<br />

portaban largas varas que remataban en farolillos de papel.<br />

—Bamos, ahí tán mis amigos –dijo Mario a Juaniquita–, señalando unos muchachones<br />

alegres que venían en primera línea.<br />

—¡Aquí toy, Panchito! –gritó.<br />

—¡Se acabó caña! –contestóle un joven de rostro ancho y regocijado–. ¡Aquí tá Mario!<br />

—¡Se acabó caña! –repitieron los demás– ¡Que biba Mario!<br />

—¡Bibaa!<br />

—Y viene acompañao –observó uno.<br />

—Ya lo creo. La muchacha tá pasá –agregó otro–. ¡Qué buena hembra!<br />

—Cuidao, señore –advirtió Mario–, que esa buena hembra ‘e mi nobia.<br />

—¡Pue que biba la nobia!<br />

—¡Que biba la buena hembra!<br />

—¡Bibaa!… –vocearon en coro.<br />

80


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

El oleaje multánime los arrollaba y los apretujaba unos contra otros. Juaniquita se sintió<br />

oprimida contra el joven de cara ancha a quien primero saludó Mario.<br />

—¡No arrempujen, caballeros! –gritó Panchito.<br />

—¡Y pá qué tamo aquí sino pa arrempujá? –contestó una voz fuerte detrás del grupo.<br />

—¡Arroyando, arroyando! –vociferaron algunos.<br />

Entre tanto, el canto seguía:<br />

En este mundo infinito,<br />

lo juro por San Antonio,<br />

la mujer ej’un demonio<br />

y el hombre ej’un angelito.<br />

Todos unieron sus voces para repetir en coro el estribillo que seguía a la estrofa:<br />

Bururú, barará,<br />

Cómo tá Miguel.<br />

—Con tu permiso, Mario –dijo Panchito.<br />

Y agarrando por el talle a Juaniquita la estrechó contra su pencho, marcó en el espacio<br />

vacío que precedía a la horda delirante algunos pasos de rumba, y soltando después su<br />

pareja, giró en redondo sobre sus pies; mientras Juaniquita, después de dar una vuelta<br />

vertiginosa volvía hacia él, pero cada vez que Panchito pretendía de nuevo ceñirle el talle<br />

se escurría con donaire.<br />

Bururú, barará…<br />

La ola humana los envolvió y siguieron la marcha juntos. Ya eran el juguete de la multitud<br />

gesticulante que los arrastraba entre contorsiones lúbricas y respiraciones jadeantes.<br />

—¿Y Mario? –preguntó Juaniquita.<br />

—No sé –contestó Panchito.<br />

Juaniquita, atemorizada al sentir la presión constante del enorme gentío, se abrazó a<br />

Panchito. Y abrazados, apretándose más y más el uno contra el otro hasta sentir adoloridos<br />

los músculos, se dejaron llevar por la muchedumbre.<br />

¿Cuánto tiempo transcurrió así? Juaniquita no habría podido decirlo. Las casas y los<br />

faroles danzaban ante sus ojos como fantasmas. La conga irrumpió en una de las calles de<br />

mayor tráfico, cruzó bajo la catarata de luz de las vidrieras comerciales, y tras de recorrer<br />

algunas manzanas torció hacia la parte baja de la ciudad. Juaniquita, siempre enlazada a su<br />

compañero, caminaba llevando el ritmo con todo su cuerpo, estremecida y palpitante…<br />

De súbito oyó la voz de Mario, seca y enérgica:<br />

—Bámono, Juaniquita.<br />

La agarró por el brazo y la separó bruscamente de Panchito. Ella se dejó conducir, atontada,<br />

mientras Mario se abría paso a empujones.<br />

—¡Maldita sea la hora en que te yebé a la conga! Por suerte no son má que las onse y tu<br />

agüela no sabrá ná.<br />

Esas fueron las únicas palabras que Mario profirió en todo el trayecto hacia la casa de<br />

Juaniquita. Ella guardó silencio; pero al llegar frente al viejo portón se detuvo y volviéndose<br />

rápidamente besó a Mario con furia en la boca.<br />

81


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¡Mario! –murmuró suplicante–. Mañana no puedo dir a la conga, pero me tienes<br />

que yebá pasao mañana. Como ‘e Santa Ana, yo conseguiré que Ma Juana me deje ir a<br />

ber una amiga, y de ahí nos bamo junto. ¡Pero no te desperdigue como eta noche, mi<br />

negro!<br />

—No me hable más de conga, que pué sé tu desgracia –contestó Mario en tono de disgusto,<br />

deshaciéndose de Juaniquita.<br />

Y se alejó.<br />

V<br />

Cuando al anochecer del día siguiente se acercaba Mario a la casa de su novia, alcanzó<br />

a distinguir un hombre que se despedía de ella en la ventana y se retiraba luego con andar<br />

presuroso.<br />

—¿Era Panchito el que hablaba contigo? –dijo al llegar, como único saludo.<br />

Juaniquita sonrió:<br />

—Bueno ¿y qué? Si tú no me quiere yebá a la conga, Panchito me yebará.<br />

Y al ver el rostro congestionado de Mario, agregó:<br />

—¿Jesú! No te ponga tan guapo. Paese que me ba a comé… ¿Tá seloso?<br />

—Óyeme –masculló Mario casi entre dientes, tratando de bajar la voz por temor a que<br />

la abuela se enterara de lo que pasaba–, ya entre nosotros no hay na, pero ten cuidao… ¡Que<br />

no te bea en la conga, porque!…<br />

Quiso agregar algo que vagamente se traducía en un gesto amenazador, pero la ira<br />

ahogaba las palabras en sus labios trémulos.<br />

—¿Qué? –inquirió Juaniquita en tono de desafío.<br />

—¡Na! –contestó él.<br />

Y echó a andar calle arriba.<br />

VI<br />

Al incorporarse con Panchito a la conga del día de Santa Ana no experimentó Juaniquita<br />

las mismas emociones del primer día. La muchedumbre ofrecía un aspecto extraño y lúgubre<br />

que le infundía temor. Al cabo de tres días consecutivos de euforia carnavalesca, las voces<br />

enronquecidas ponían graves notas de miserere en la tonada popular, que el cansancio hacía<br />

más pausada:<br />

Bu-ru-rú, ba-ra-rá,<br />

Có-mo-tá Mi-guel…<br />

El ritmo lento, los rostros desencajados, los gestos incoherentes, daban a aquella conga,<br />

aún más nutrida que la primera, un aspecto de aquelarre.<br />

En el aire flotaban, sacudidos por el viento quemante de la canícula, extraños símbolos<br />

que aparecían como absurdo remate de pértigas descomunales: un penacho de plumas rojas,<br />

a modo de plumero; un estandarte negro en cuyo centro sonreía una calavera…<br />

Junto al macabro estandarte Juaniquita vio refulgir un relámpago. Alzó los ojos y vislumbró<br />

muy cerca una mano negra que esgrimía un puñal; luego, un rostro sonriente y terrible<br />

de un gigante de ébano, iluminado por una doble hilera de blanquísimos dientes, que le<br />

parecieron enormes como los de un puerco cimarrón. –Bururú, barará– cantaba con voz de<br />

82


trueno el negro hercúleo, mientras con la hoja brillante y afilada trazaba rítmicamente en el<br />

aire signos cabalísticos.<br />

Juaniquita quiso huir, pero Panchito la atrajo hacia sí con violencia, y apretándola con<br />

frenesí la besó en la nuca. Un escalofrío de placer sacudió su cuerpo, y su cabeza cayó pesadamente<br />

sobre el hombro de Panchito.<br />

Poco a poco la conga fue cobrando vida. El calor era asfixiante. El olor acre y capitoso<br />

del sudor humano mezclado con el alcohol enardecía a la muchedumbre como un tufo<br />

afrodisíaco. A las voces veladas por la afonía se mezclaban alaridos que taladraban el aire<br />

como voceros de insania.<br />

Por momentos el ritmo de la tonada se hizo más y más vivaz; y el coro inmenso y jadeante,<br />

atropellando la frase melódica, sólo acertaba a balbucir las primeras sílabas del estribillo<br />

popular, repetidas con exaltación creciente hasta el infinito:<br />

Bururú, barará,<br />

bururú, barará,<br />

bururú, barará…<br />

Bongoes, claves, güiros y maracas sonaban de manera incesante, al conjunto de manos<br />

febriles. Niños, hombres y mujeres se agitaban con lúbricas contorsiones o saltaban ebrios<br />

de locura dionisíaca. La conga, epiléptica de lujuria, se retorcía y vibraba como si tuviera<br />

un solo cuerpo y una sola alma…<br />

Bururú, barará –repetía junto a Juaniquita el negro horrendo, al compás de su rítmico<br />

puñal.<br />

De súbito se volvió hacia Panchito, mostrando sus colmillos de jabalí:<br />

—No te lo quiera coger tó, que la muchacha tá pulpita…<br />

Y ciñendo con el brazo la cintura de Juaniquita, al par que marcaba el compás con los<br />

relámpagos del acero que llevaba en la diestra, la levantó casi en vilo y avanzó con ella<br />

algunos pasos, siguiendo el vaivén isócrono de la muchedunbre.<br />

Con furioso golpe, una mano fuerte separó de la cintura de Juaniquita el brazo fornido<br />

que la ceñía. Era Mario.<br />

El puñal frustró en el aire su rítmico centelleo y el brazo negro y lustroso se alargó en la<br />

altura para descender con ímpetu hacia Mario, trazando una parábola amenazante.<br />

—¡Mario, que te matan! –clamó Juaniquita.<br />

Mario se irguió como para defenderse y recibió el golpe en mitad del corazón.<br />

Mientras su cuerpo se desplomaba en brazos de Juaniquita, la conga siguió, frenética,<br />

su camino:<br />

Bururú, barará,<br />

bururú, barará…<br />

Desde el balcón vecino, voces infantiles rompieron a cantar:<br />

1920<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

La conga se va,<br />

Y yo me voy tras ella…<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA (1884-1946)<br />

La sombra<br />

En la tarde, al llegar a mi nueva casa cerca del mar, sentí la fruición de las cosas bien<br />

logradas: el jardín, que recibimos en desorden salvaje, iba definiendo formas; las enredaderas<br />

iban subiendo decididas; los rosales habían encogido su exuberancia de ramas dispares; en<br />

los naranjos se afianzaban las orquídeas familiares de las Antillas: la mariposa y la flor de<br />

lazo, que allí no se siente catleya vanidosa y envanecedora como en climas extraños.<br />

Pero en la galería encontré al perro desconocido. Echado en actitud vigilante. Me miró;<br />

lo miré; no se inmutó. Mediano de tamaño; afilado de hocico; piel negra con manchas claras.<br />

Nada extraño que hubiera atravesado el jardín y se hubiera plantado en la galería: en la feliz<br />

confianza de las tierras tropicales no hay verjas cerradas. En otro tiempo ni siquiera puertas<br />

cerradas. Pero ahora las puertas se cierran, y yo cerré la mía.<br />

Por la noche, a altas horas llamaron en la casa. Abrí una ventana de la galería, y mi cara<br />

estuvo a punto de chocar con otra cara, grande, envejecida, de cochero.<br />

—Aquí traigo al señor.<br />

—¿A qué señor?<br />

—Al inglés que vive aquí.<br />

—Aquí no vive ningún inglés.<br />

—Pero si yo lo he traído muchas veces…<br />

—Habrá vivido aquí antes que nosotros.<br />

—¿Y no sabe dónde vive ahora? Ha bebido mucho y no le entiendo lo que dice.<br />

—No lo conozco y no sé dónde vive. Lo siento mucho.<br />

—¡Adónde lo llevaré!<br />

Al dormirme, en la flojedad aprensiva de la somnolencia sentí desecha la felicidad de la<br />

tarde y envuelta la casa en aura de persecución: perros desconocidos… ingleses ebrios…<br />

Al día siguiente, al caer la tarde, el perro estaba de nuevo echado en mi galería. Me<br />

miró; lo miré; se levantó del suelo, con los ojos fijos en mí. Entré, cerré la puerta, y no<br />

hubo más.<br />

A la tercera tarde, el perro estaba allí otra vez. Al verme, se levantó del suelo gruñendo.<br />

Lo amenacé con el bastón y huyó.<br />

No volvió a echarse en la galería. Pero noches después divisé en la calle la sombra negra<br />

con manchas claras. Se lo mostré a mis hijos; salieron a mirarlo, y hablaron de él con niños<br />

del vecindario: supieron que había vivido en la casa y que su amo era inglés; al inglés lo<br />

pintaban ebrio, rojo, malhumorado.<br />

—¿No será que el amo lo trata mal y que quiere venir a vivir aquí? ¿Quieres que lo<br />

dejemos? Estará mejor que con el inglés.<br />

—Si quisiera… Pero de seguro está enojado porque vivimos en esta casa: él cree que es<br />

suya. Si volviera y no nos amenazara…<br />

El animal volvió, pero en actitud de amenaza. No entró a la galería delantera, como<br />

antes: se escurrió por el camino lateral hacia la cochera, en el fondo del terreno, y se<br />

instaló en la cocina, separado del cuerpo principal de la casa. Allí, al caer la tarde,<br />

recibió con gruñidos a la cocinera. La excelente Celia (¡qué tortugas!, ¡qué langostas!,<br />

¡qué camiguamas!) no tuvo valor para afrontarlo y me pidió socorro. Afortunadamente, la<br />

cocina tenía ventanas, y amenazando al perro desde una de ellas, bastón en manos, pude<br />

84


hacerlo huir. Se escapó, con ladridos cortos de despecho, de rabia contra los intrusos que<br />

le vedaban su hogar.<br />

Semanas después, cuando íbamos olvidándonos de él, lo encontramos inesperadamente<br />

en una confitería vecina, adonde acompañé a mis hijos en busca de caramelos y piñonates.<br />

Me miró fijamente, con ojos de conocido, sin aire de rencor.<br />

—Lo conozco bien –me dijo el dueño de la confitería. Sus amos vivían donde viven<br />

ustedes ahora. Ahí murió su ama, que era inglesa; el inglés se mudó en seguida.<br />

—¡Ah! ¿Pero la señora murió ahí? No sabíamos.<br />

—Sí. Se ve que el perro no sabe qué hacerse sin ella: al caer la tarde viene siempre a este<br />

barrio y ronda la casa.<br />

—Entonces… tendrá ganas de irse con nosotros. Si quiere, nos lo llevaremos.<br />

Miré al animal: me devolvió la mirada sin temor y sin ira. Lo llamé y se acercó, manso,<br />

amistoso: al fin comprendíamos sus deseos. Le hicimos señas para que nos acompañara y<br />

se puso en camino con nosotros. Mis hijos iban delante saltando.<br />

—¡Qué bueno! ¿No se peleará con el gatito?<br />

—Verás que no: él es grande ya; el gato es muy chico; yo creo que le hará gracias.<br />

Apenas abrimos la puerta de la casa, el perro corrió ansioso al aposento principal. Allí<br />

observó, olfateó… De cuando en cuando nos miraba: al fin vimos en sus ojos el desconsuelo<br />

del vacío. Después, pausadamente, como quien cumple el deber sin la urgencia de la esperanza,<br />

recorrió todas las demás habitaciones. Y entonces, cabizbajo, sin mirarnos siquiera,<br />

salió de la casa, y nunca lo volvimos a ver.<br />

1935.<br />

TOMÁS HERNÁNDEZ FRANCO (1904-1952)*<br />

Deleite<br />

(Historia de un caballo)<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Esto es historia muy antigua, pero alguna vez había que contarla, porque es fácil de<br />

hacerlo y porque no tiene mayores complicaciones. Es una simple historia de un paquete<br />

de músculos de acero y de un tremendo haz de nervios que se agruparon, por única vez en<br />

la historia, en el cuerpo flaco e inverosímil de un caballo de Puerto Rico.<br />

A los tres días de haber nacido, ya aquel potro defraudaba completamente las esperanzas<br />

y los cálculos del dueño de aquella finca en los alrededores de Humacao. Si la ciencia<br />

y la experiencia no fallaran, debió haber nacido de un suave color de oro puro que se iría<br />

enrojeciendo después con los años, guardando siempre, para mayor belleza, las crines y la<br />

cola mucho mas claras que el resto de la pelambre. Nació de una estupenda yegua andaluza<br />

traída para recreo y vanidad por un Capitán General y de un semental inglés con más<br />

abuelos que un sumarai. Pero, el potro desmentía todo aquello. Nació con un profuso pelo<br />

largo color de peña sucia, magnífico para cualquier burro, pero imposible de admitir en un<br />

caballo de raza. Con todo, era mucho más ridículo que feo. Cuando se agarraba a las tetas de<br />

su madre importada, tenía una tan horrible manera de poner los ojos en blanco, de estirarse<br />

*T. H. R. Publicó: Canciones del litoral Alegre (1936) y Yelidá (1942), obras poéticas. En 1951 publicó un volumen<br />

de seis cuentos: Cibao.<br />

85


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

sobre las patas traseras, de escarbar la tierra con las manos, que hacía, desde luego, reír a la<br />

peonada, satisfecha de aquel fracaso, y mover lentamente la cabeza al Patrón. Cada día le<br />

fueron descubriendo nuevas imperfecciones. Era imposible que empezara alguna de esas<br />

cabriolas que todos los potros del mundo y de todas las razas ejecutan con tanta gracia, sin<br />

que antes no disparara un par de coces sobre lo que tuviera más a su alcance: animal, cosa<br />

o persona. A esto y a que muy pronto dejó ver una irrefrenable voluntad de morderlo todo,<br />

se debieron las primeras palizas. Los primeros palos, naturalmente, se los administró la<br />

peonada fuera del alcance de la vista del Patrón y los recibía, invariablemente, por allí por<br />

donde más pecaba: las patas y la boca. El día en que logró introducirse, no se pudo averiguar<br />

mediante qué artes, en el jardín de la casa y tragarse deliberadamente un sembrado de<br />

claveles, sin contar las más bellas rosas de un rosal, azucenas, gardenias y lirios, recibió la<br />

primera tunda oficial, pública, ordenada con voz frenética por la Doña, la propia mujer del<br />

Patrón, que sostenía su histeria, su nostalgia y su aburrimiento, sembrando flores en aquel<br />

tropical olor de estiércol fresco y de caballo sudado.<br />

Mucho antes de cumplir el año de vida, ya tenía un nombre propio: “EL LOCO”, dado<br />

de común acuerdo por todos y cada día se las arregló para hacer algo que justificara más, si<br />

ello hubiera sido posible, aquel bautizo calificador.<br />

Sus principales y más extraordinarias fantasías fueron, al comienzo, realizadas en lo<br />

que se refería a su propia alimentación. Muy pronto dejó andar sola a su madre, la yegua<br />

andaluza, y se las arreglaba caminando desperdigado por el potrero, triscando y tragando<br />

hojas extrañas al pasto, mascando raíces amargas. Su predilección, sin embargo, fue siempre,<br />

entonces y después, la ropa mojada que ponían a secar al sol: le encantaban los pantalones<br />

azules y las camisas blancas y los pañuelos rojos ya tenían que ser secados al humo apestoso<br />

de la cocina para que “EL LOCO” no los viera. Con todo eso, las palizas aumentaron ya sin<br />

órdenes previas, a cualquier hora y por cualquier motivo. De cuando en cuando, también<br />

le llovía, de lejos, alguna tremenda pedrada.<br />

Así fue como, cuando “EL LOCO” llegó a cumplir dieciocho meses de edad, tenía un<br />

aspecto bien poco agradable. Los golpes le habían hinchado las cañas, los manudillos y<br />

las cernejas; tenía la testera pelada, roto el belfo, maltratados los ollares, enmarañadas las<br />

crines, deformados los cascos, hundidos los sulcos; pero, así y todo, tan lamentable como<br />

estaba, los peones no podían acercársele sin llevar algún leño en las manos; pateaba las vacas<br />

los terneros y cuando tiraba las orejas hacia atrás y agachaba la cabeza casi a flor de tierra,<br />

derrotaba a los perros y era el terror del patio.<br />

Como era “EL LOCO”, no supo de esos pacientes mimos que los demás potros de la finca<br />

recibían en las largas horas de limpieza, ni de la caricia larga y voluptuosa del cepillo. Cambió<br />

el pelo cuando buenamente se le quiso caer aquel ominoso de burro que trajo al mundo<br />

y le nació otro desteñido color de caoba sin brillo. Al fin y al cabo, llegó a parecer algo así<br />

como un alambre retorcido en forma de caballo y entonces comenzó la época en que debía<br />

fijarse su extraordinario destino.<br />

El Patrón sabía que “EL LOCO” no podía ser vendido a “nadie que tuviera ojos en la cara”.<br />

Felizmente, el mejor mercado para los potros de Puerto Rico había sido, desde siempre, la<br />

República Dominicana, situada al otro lado del Canal de la Mona y en donde guerras y<br />

distancias mantenían firme el medioeval concepto de “Dios y hombre a caballo”. Había que<br />

prepararlo, pues, para la exportación y con esa idea dio comienzo una de las más tremendas<br />

épocas en la vida de “EL LOCO”. A fuerza de cuerdas, voces y palos, estirado hasta romperlo<br />

86


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

casi, apresado, magullado, lleno de improperios y maldiciones, a pesar de toda su voluntad<br />

de no dejarse tocar, le cortaron y limaron los cascos, le cortaron casi regularmente los pelos<br />

de la corona, le limpiaron las orejas, le desenmarañaron las crines y cola, le arrancaron unas<br />

garrapatas enormes que tenía desde siempre y terminaron por amarrarlo, alto y corto, y<br />

molerlo nuevamente a palos. Había que “romperlo” un poco antes de tratar de venderlo.<br />

Entonces, “EL LOCO” sacó, en su batalla diaria y directa contra el hombre, todos los recursos<br />

de lucha que había espontáneamente aprendido en su existencia libre. No quedó hombre<br />

en la finca que no recibiera su golpe. Brazos, costillas y piernas rotas, iban, poca a poco,<br />

señalando los progresos de “EL LOCO” en el camino de la civilización. Le hacían tirar de un<br />

pesado carromato cargado de piedras durante todo el día y al anochecer un negro le metía<br />

el freno entre los dientes sangrantes y se le encaramaba al puro lomo magullado. Todavía<br />

entonces, desesperado, verdaderamente loco, encontraba fuerzas para lanzarse contra una<br />

pared o para revolcarse en el suelo. Así, muchos meses después, cuando ya casi no era ni<br />

siquiera un alambre retorcido, era una simple cosa viva, siempre iracunda, que podía tolerar<br />

por algunos minutos que un hombre le oprimiera los flancos y le pasara entre los riñones<br />

y la cruz.<br />

�<br />

El Patrón sabía aquello de que “no hay mejor engaño que la verdad”. Así fue como<br />

el pedigree de “EL LOCO” se copió en una larga carta para la República Dominicana, con la<br />

advertencia de “potro sin domar” y con el precio absurdo de “mil pesos”. Por aquella carta,<br />

“EL LOCO” tuvo una estupenda fama entre los estancieros del Cibao, desde los llanos de<br />

Montecristi hasta la Sabana de San Diego y hablaban de él, “del potro que hay en Puerto<br />

Rico”, en las largas veladas de las estancias de Higüey y de San Juan de la Maguana. Pero,<br />

el precio, realmente incomprensible para “un potro sin domar”, alejaba las proposiciones<br />

en firme. Se suspiraba por él como por una mujer imposible, se le discutía, se le comentaba,<br />

se le comparaba a otros caballos y se envidiaba ya a quien lograra ser su dueño.<br />

Por fin, un hombre del Cibao escribió una carta enviando el dinero y pidiendo que le<br />

embarcaran aquella maravilla. El Patrón leyó, regocijado, aquella carta a toda su peonada<br />

reunida en el patio, convencida, por una razón más, de la incurable estupidez de los dominicanos<br />

y, pocos días después, metido a fuerzas de palos y de gritos en el vientre mal oliente<br />

de una goleta, salió “EL LOCO” para el puerto de Santo Domingo de Guzmán.<br />

�<br />

El hombre del Cibao había hecho el viaje de cientos de kilómetros, con sus peones y sus<br />

caballos, atravesando montañas, sorteando precipicios, vadeando ríos, cruzando bosques<br />

y sabanas, para estar presente en el puerto, en las orillas sucias del Ozama, a la llegada de<br />

la “María Limpia”, Capitán: John. Así fue como pudo ver cómo “el potro de Puerto Rico”<br />

manoteaba en el aire sujeto en la primera lingada. Puesto en tierra, entre un gran chillido de<br />

paleas, enredado lastimosamente en la red, más magullado todavía por el roleo, “EL LOCO”,<br />

cuyo verdadero nombre era ya un misterio, presentaba un aspecto desdichado. Antes de<br />

que el hombre tuviera, en su estupor, tiempo de hablar, el Capitán John, bien aleccionado,<br />

le puso entre las manos un papel: certificado oficial del Señor Alcalde de Humacao, dando<br />

fe de que aquel potro correspondía exactamente al pedigree ya antes comunicado. No había<br />

engaño, ni posibilidad de protesta.<br />

87


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Agarre “eso” y salgamos ahora mismo otra vez… No diga a nadie que yo he comprado<br />

“eso”… ni que “eso” es mío.<br />

Así fue saludado “EL LOCO” a su llegada y así, sin que le dejaran tiempo de saber que<br />

estaba pisando tierra firme, emprendió el largo y fragoso camino que conduce a esa tierra<br />

de maravilla que es el Cibao.<br />

�<br />

Porque el caballo del hombre empezó a cojear, a las pocas horas de abandonada la ciudad,<br />

le vino a la boca la ocurrencia:<br />

—Ensillen “eso”, a ver lo que es…<br />

Cuando el hombre montó sobre aquel pelado paquete de huesos no tenía otra idea que<br />

no fuera la de sacrificarse para dejar descansar unas horas sus caballos; pero, perdido, extasiado,<br />

borracho en el ritmo de aquel paso, asombrado por la revelación de aquel poderío<br />

inédito que sentía agigantarse bajo sus rodillas, mecido en la firmeza sonora de aquellos<br />

cascos golpeando la tierra dura, haciendo volar rotas las piedras del camino, convencido<br />

de que estaba presenciando algo sobrenatural, dejó que “eso” se adelantara y así continuó<br />

por todas las horas del día y de la noche, estupefacto y feliz de ir descubriendo que se podía<br />

jinetear un relámpago o un torrente, sin mover la mano en las riendas, sin cambiar de<br />

postura en la silla, dejando que aquella cosa absurda de azogue quisiera detenerse, rota y<br />

deshecha en cualquier parte, que reventara en el aire aquel resorte animado por nadie sabe<br />

qué impulso. Pero “eso” ni se rompía, ni se gastaba, ni se detenía, apenas si martillaba con<br />

más fuerzas el camino y si los ollares, amplios y rojos, hacían silbar un poco el aire.<br />

Cuando, en la medianoche, se acercó a besar a su mujer y ésta, entre sueños, le preguntara:<br />

¿Qué tal, el potro?…, solamente pudo contestarle lo que era el fondo de su convicción:<br />

“¡No sé… tal vez el Diablo!”<br />

�<br />

Así estuvo llamándose durante muchos meses: “El Diablo”. No hubo forma de que<br />

aumentara en carnes. Apenas lograron sacarle un poco de brillo al pelo, a fuerzas de precauciones<br />

y caricias. Cualquier ruido imprevisto le hacía pasar días enteros sin probar bocado<br />

y los ejercicios en el picadero le ponían los ojos de un temible color morado de ira.<br />

Con todo, el hombre y “El Diablo” se entendían. Se entendían en ese borde mismo que es<br />

la tragedia inevitable, pero que tarda en llegar y como aquel caballo era siempre una especie<br />

de guerra y de aventura, el hombre le cambió el nombre. Se llamó “Deleite” durante dos<br />

años y durante esos dos años llegó a valer mil quinientos, dos mil, dos mil quinientos, tres<br />

mil pesos, para todos los estancieros de la comarca. De todos era sabido que era una especie<br />

de máquina incansable, un extravagante caso de resistencia atroz, unida a una insólita y<br />

firme suavidad de pasos.<br />

Sus iras, sus resabios, su increíble malgenio, eran un secreto entre él y su dueño. El tenía<br />

su particular criterio sobre un montón de cosas: forrajes, ruidos, arneses, personas, animales,<br />

horas del día. De tanto estudiarlo, observarlo, amarlo, llegó a ser un libro abierto para<br />

nosotros: el día que descubrimos que le irritaba caminar sobre su propia sombra, anotamos<br />

cuidadosamente ese capricho y evitamos sacarlo al sol alto de por el mediodía. Casi todos<br />

los días, el patrón nos comunicaba algún nuevo descubrimiento hecho por su cuenta y cada<br />

día modificábamos, contentos, nuestras relaciones con “Deleite”. Por el Patrón, sabíamos<br />

88


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

que éste, una vez en camino, tenía que estarse quieto en la silla, no mover las manos, no<br />

levantar la voz, no hacerlo cruzar agua sucia, no obligarlo a dar vueltas inútiles. En cambio<br />

de todo eso, “Deleite” era casi un milagro de docilidad, no variaba nunca el paso,<br />

obedecía ciegamente la más disimulada presión de las rodillas y si hacía estallar bajo sus<br />

cascos alguna ramilla seca, el Patrón tenía que perdonarle que pasara su buena media<br />

hora haciendo tonterías.<br />

Pero, un buen día, inesperadamente “Deleite”, nunca supimos exactamente por qué, mató<br />

de una coz al peón que le limpiaba la cuadra y, a ruegos de la Señora hubo que venderlo<br />

“al primero que pasara”. Para cumplir esa fórmula “Deleite” fue vendido por “cuarenta<br />

pesos”. Cuando lo sacaron de la cuadra, todos llorábamos en la finca y todos hicimos el<br />

mismo comentario: “Era… el único caballo que había en el mundo”.<br />

Después, de tiempo en tiempo, empezaron a llegarnos noticias: don Fulano lo compró<br />

en quinientos pesos, pero no lo puede montar… Ahora le dicen “El Bronce” y dizque lo<br />

han castrado para quitarle bríos… Le rompió una pierna a don Zutano… Ya lo vendieron<br />

en veinte pesos para el Este… Dicen que lo tienen cargando piedras… Lo trajeron otra vez<br />

para el Cibao y lo vendieron en mil pesos… Lo tiene el Presidente… Lo tienen tirando una<br />

carreta en la finca de doña Mengana…<br />

Se nos fueron pasando los años, moteados de noticias de “Deleite”. Sabíamos todas<br />

sus terribles aventuras por todo el territorio, tan enorme a pie y tan chico para sus bríos,<br />

de nuestro Cibao, de nuestra Patria. “El Loco”, “Deleite”, ‘El Bronce”, no se hacía viejo.<br />

Seguía de finca en finca, rompiendo brazos, costillas y piernas, oscilando en precio, de los<br />

veinte a los tres mil pesos, tejiéndose una leyenda prodigiosa que era mantenida cada día<br />

más fresca en la perenne evocación de nuestro recuerdo. La realidad de su existencia se nos<br />

confirmaba por rasgos invariables: sus iras inmotivadas, su tremenda capacidad de recibir<br />

golpes, su inaudita facultad de realizar todos los trabajos, su resistencia en el camino, sus<br />

bríos inagotables.<br />

A veces, de muy lejos, nos llegaban peones cansados que traían consultas: “¿Qué hay<br />

que hacer cuando “El Bronce” no quiere beber?”… “¿Qué qué se le hace al caballo cuando<br />

no quiere salir de la cuadra?”… “¿Qué qué se le hace cuando se muerde los ijares?”…<br />

Por esos mismos mensajeros sabíamos siempre historias nuevas de fracturas o de viajes<br />

tremendos realizados “de un tirón” por “Deleite” y nosotros aumentábamos todo eso en<br />

la finca, y lo contábamos luego con mejores y más brillantes detalles. A esos que venían<br />

a preguntarnos cosas, les inventábamos las fórmulas más pintorescas, pero siempre con<br />

la intención y la seguridad de halagar a “Deleite”, estuviera en la condición que tuviera:<br />

“que le pongan cerca unos pantalones azules del dueño empapados en agua de azúcar”…<br />

“que le den a comer media docena de pañuelos de seda”… “que entierren todas las espuelas”…<br />

Como con aquel caballo todo era posible, menos que se declarara vencido por<br />

algo, estábamos seguros de que todas nuestras recomendaciones eran, luego, seguidas al<br />

pie de la letra.<br />

Después, estuvimos mucho tiempo sin noticias. A veces, cuando llovía mucho o cuando<br />

el calor era asfixiante, alguno preguntaba: “¿Dónde estará “Deleite”, ahora?” Siempre<br />

vivimos en la esperanza de que volviera a la finca, pero se sabía que eso era imposible por<br />

no ofender la memoria del peón muerto en el patio.<br />

Una noche, un hombre “de por la costa”, que pidió posada en medio del temporal, nos<br />

dio la noticia:<br />

89


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Al “Bronce” lo mató un rayo…<br />

Nos cayó encima un silencio enorme. Habíamos vivido muchos años de la historia de<br />

ese caballo. El peón más viejo, el que más sabía de “animales”, hizo el único comentario:<br />

—Sólo de igual a igual podía perder.<br />

ANTONIO HOEPELMAN (N. 1874)*<br />

Nobleza castellana<br />

Don Nuño Valderrama y don Pedro Alcántara Ríos, eran dos bravos, jóvenes y<br />

apuestos cortesanos del Alcázar que alojaba a los Virreyes don Diego Colón y doña<br />

María de Toledo.<br />

Validos del favor de sus Altezas, gozaban de buenos miramientos y consideraciones<br />

en el seno de aquella pequeña corte y eran tenidos ambos por muy correctos y valientes<br />

caballeros, mantenedores de estrecha personal amistad.<br />

No era secreto que los dos habían puesto ojos interesados en la belleza y gracias miles<br />

de doña Consolación Olivo, dama joven en la servidumbre de la Virreyna y la requerían<br />

de amores con esperanzas, cada uno, de ser el agraciado y correspondido por la discreta<br />

castellana.<br />

No era secreto, tampoco, que los galanteos y requiebros de don Pedro eran los recibidos<br />

con mayores complacencias por parte de la bella joven, para desesperación de don Nuño,<br />

quien comenzó a odiar, agitado por los celos, al importuno rival.<br />

Una tarde en que observara que doña Consolación besó una perfumada flor que le<br />

obsequiara don Pedro, no pudo resistir la creciente ira que le consumía y tomando papel y<br />

pluma, escribió y envió la siguiente esquela:<br />

“Señor don Pedro Alcántara Ríos,<br />

Sus propias manos.<br />

Tened por cosa sabida que os odio de todo corazón. Vos me estorbais y suprimiros<br />

será mi mayor empeño. Ya que presumís de caballero, venid a demostrarlo<br />

en el campo del honor. A él os emplazo por estas líneas. Os aguardo en el solar<br />

yermo que está detrás de los muros que rodean el Alcázar. Allí estaré antes de<br />

la salida del sol. Sed discreto si no sois cobarde.<br />

Nuño Valderrama”.<br />

Recibió y leyó don Pedro, con notoria sorpresa, la inesperada misiva, preguntándose en<br />

cuál forma hubiese él ofendido a don Nuño, si bien presumió que tal airado reto era producto<br />

de los celos o despecho por causa de un amor no correspondido.<br />

Envuelto en su capa y con la espada al cinto, encaminóse el madrugador don Pedro al<br />

lugar de la cita cuando los celajes de la aurora desaparecían en el horizonte y surgían por<br />

el otro los tenues rayos del sol.<br />

*Periodista. Autor de un volumen de cuentos y narraciones, inédito. Ha sido diputado al Congreso Nacional,<br />

Secretario del Presidente de la República (1924) y Presidente de la Cámara de Cuentas.<br />

90


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

Allí estaba, madrugador también, el caballero retador que al verle llegar le dijo:<br />

—”Puntual sois a vuestra cita con la muerte”.<br />

—¿Muerte decís? Pues no la veo por parte alguna. No comprendo, don Nuño, ni vuestra<br />

misiva ni aquesta vuestra extraña salutación.<br />

—¡Pues tened por seguro, don Pedro, que la muerte la tenéis en la punta de mi espada!<br />

—Me asustaríais, don Nuño, si no estimara que ha escogido mal representante la pálida<br />

y descarnada señora.<br />

—Pues tirad de vuestra espada y ya veréis que sé cumplir el encargo que se me<br />

confía.<br />

—No dudo de vuestra valentía sino de vuestro brazo. Y ya que así lo queréis, me<br />

batiré con vos; pero, quiero preveniros antes, que acometéis una temeraria empresa.<br />

Tendréis la culpa del para vos, funesto resultado. Vos queréis matarme y yo quiero<br />

que viváis; pero sin esperanzas de ver cumplidas vuestras locas ilusiones. Sabed, si<br />

no estáis ya por fortuna avisado, que debéis renunciar al amor de doña Consolación,<br />

porque ella me ha entregado su corazón y la desposaré en breve con la venia de sus<br />

Altezas los Virreyes.<br />

—¡Mentis! ¡mentís! –replicó, pálido, tembloroso y enfurecido don Nuño acometiendo<br />

a don Pedro.<br />

Este, que estaba prevenido, paró el ataque con un quite maestro mientras gritaba al<br />

insensato atacante:<br />

—No os mataré; pero os arrancaré la lengua que me insulta.<br />

Don Nuño, cegado por la cólera tiraba mandobles, se lanzaba a fondo, con bravura pero<br />

sin tino, como quien solamente tenía un supremo interés: arrancar la vida a su rival.<br />

Don Pedro, en cambio, más sereno y dueño de sí, con más práctica en el uso del acero,<br />

paraba las acometidas desafortunadas de su atacante con quites oportunos que le enfurecían<br />

más y más.<br />

Y como la lucha se prolongaba y el ruido de la pelea podría atraer la atención de algún<br />

vecino que acertase a pasar por el lugar, ya alzado el día, determinó acabarla don Pedro<br />

quien, aprovechando un descuido de don Nuño, le descargó tremendo cintarazo sobre la<br />

diestra mano obligándole a dejar caer la espada.<br />

Iba don Nuño a lanzarse para recuperar su arma; pero don Pedro, poniéndole en el<br />

pecho la punta de la suya le dijo: –”Teneos, don Nuño, si no queréis que os atraviese de<br />

parte a parte”.<br />

—Matadme sí, matadme ya que me véis desarmado. Más quiero la muerte que el martirio<br />

de vivir sin esperanzas.<br />

—No os mataré, don Nuño; que no he de bautizar con sangre asesina la dicha que me<br />

posee. Recoged vuestra espada y vuestra capa e id en buen hora a roer vuestra desdicha y<br />

vuestro despecho. ¡Os perdono en nombre de aquella noble criatura, Consolación, que no<br />

tiene culpa de vuestra desventura!<br />

Capa y espada recogió don Nuño y humillado abandonó en silencio el solar.<br />

Días después, apadrinados por los Virreyes, se desposaron doña Consolación y don<br />

Pedro, con la natural alegría de damas y caballeros que asistieron a los festejos ocurridos<br />

en el Alcázar.<br />

Don Nuño, algunos días antes, había embarcado con don Diego Velázquez a la conquista<br />

de Cuba. Allí iba él a buscar olvido a sus pesares o la muerte en los campos siboneyes.<br />

91


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

MIGUEL ÁNGEL JIMÉNEZ (N. 1885)*<br />

Mi traje nuevo<br />

Aconteció en una de las calles principales de la ciudad. A esa hora de la tarde en que los<br />

establecimientos comerciales van quedándose sin voces.<br />

Los últimos clientes salían con paquetes debajo del brazo.<br />

Una luz opalina bañaba los seres y las cosas.<br />

En esa luz iba yo de regreso de mi oficina de trabajo.<br />

Caminaba despacio, como si paseara. La tarde invitaba a la contemplación y yo vestía<br />

mi mejor traje.<br />

¡Mi traje nuevo! Gris perla; paño inglés; confeccionado a la medida.<br />

¡Qué trazos; qué caída!<br />

¡Una obra de arte!<br />

Me lo había puesto aquella tarde por necesidad.<br />

Los dos restantes estaban en la lavandería; eran de buen paño también, pero con una<br />

larga hoja de servicio.<br />

Por las aceras iban y venían diversos transeúntes: hombres jóvenes, mozas garridas,<br />

ancianos, niños.<br />

Un agente de la policía, en la esquina cercana, movía los brazos constantemente.<br />

Pare; siga; a la derecha; a la izquierda…<br />

Aquel personaje anónimo tenía muchas vidas aseguradas en los hilos invisibles de sus<br />

señales.<br />

Cada indicación del placa 406 mantenía el equilibrio de aquel río interminable de<br />

vehículos.<br />

La muerte acechaba sus movimientos, pero no le era posible hacer nada.<br />

Con todo, sonó un grito de dolor y se oyó el ruido de unos frenos…<br />

El agente levantó las manos en cruz y al instante se pararon todas las máquinas.<br />

Yo me detuve al escuchar el grito; como yo, dejaron de caminar muchos transeúntes.<br />

—Ese carro ha aplastado a un hombre –gritó una mujer.<br />

Con la exclamación viajaron las miradas hacia el vehículo rojo, hacia el verde, hacia el<br />

negro…<br />

Pero estaba cogido por el automóvil gris.<br />

El placa 406 sonó su pito de reglamento y comparecieron dos agentes.<br />

—¿Qué ocurre?<br />

—Un accidente. El carro gris.<br />

—¡Vamos!<br />

Antes de llegar la policía, ya los curiosos rodeaban la máquina. Existen los apasionados<br />

del accidente.<br />

Los agentes ordenaron que se alejaran, pero hubo necesidad de amenazar. A mí me<br />

llamaron para que ayudara.<br />

No habían reparado en mi traje nuevo. Yo me había olvidado también. Uno de los<br />

agentes me indicó:<br />

*M. A. J. es autor de La hija de una cualquiera, novela; y de numerosos cuentos, varios galardonados en<br />

certámenes.<br />

92


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

—Trate de levantar esa rueda; tiene cogida la ropa del hombre.<br />

Obedecí. A mi lado hacía fuerza también el conductor del vehículo, un negro delgado<br />

a quien se le había perdido el color.<br />

El placa 406 dijo:<br />

—Mejor es que nosotros cuatro levantemos las dos ruedas delanteras y que usted hale<br />

al hombre.<br />

—Está bien, –contesté.<br />

—¡Listos!<br />

—¡Listos!<br />

El chofer aprovechó para decir:<br />

—Yo no tuve la culpa, yo no tuve la culpa…<br />

—¡Cálmese!; ¡y arriba!; ¡levantemos!<br />

Alzaron el carro y yo así al hombre y tiré de él como pude.<br />

—Ay, caballero, gracias: estoy casi muerto, –expresó desfalleciente.<br />

Era un hombre como de unos cuarenta años; de estatura mediana, gordo y blanco; sus<br />

facciones eran correctas, pero estaba sin afeitar. Tenía la ropa sucia.<br />

—Debe ser paciente, –le dije e iba a sentarlo, pero el placa 406 me lo impidió.<br />

—No lo tuerza, puede tener roto el espinazo.<br />

—No; todo ha sido aquí en el pecho, –explicó.<br />

—Lo llevaremos en seguida al hospital más cercano.<br />

—Sí, pongámoslo dentro del carro, hay uno poco distante.<br />

Uno de los agentes tuvo que apartar todavía a los curiosos.<br />

El placa 406, sus compañeros, el chofer y yo cargamos al hombre hasta el interior del<br />

automóvil.<br />

—Pónganme más a la derecha…<br />

—Sí.<br />

El placa 406 preguntó:<br />

—¿Este chófer podrá guiar bien?<br />

—Pero él no tuvo la culpa; yo…<br />

Al conductor le volvió la sangre a la cara; pero el contuso no pudo seguir hablando.<br />

—Este hombre está mal; llévenselo en seguida.<br />

—Yo puedo guiar; estoy seguro.<br />

—Pues andando; váyanse; yo tengo que continuar mi servicio.<br />

—Conforme; nosotros lo llevaremos.<br />

Iba a continuar mi camino, pero el desgraciado indicó con su voz desfalleciente:<br />

—Venga usted también, caballero.<br />

—Si quiere, puede subir. Venga; complázcalo.<br />

—Está bien, iré.<br />

—Conduce con tino, chofer.<br />

—Sí, agente.<br />

Nos colocamos como pudimos en el interior del automóvil y el placa 406 se alejó a reanudar<br />

el tránsito.<br />

El carro gris fue de los primeros en ponerse en marcha; a su interior volaron ahora las<br />

miradas de los curiosos.<br />

No había vuelto a pensar en mi traje nuevo, pero el contuso dijo:<br />

93


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—El señor bien vestido que me sostenga por el hombro.<br />

—Muy bien; sí.<br />

Así al desdichado por la parte superior de la espalda mientras uno de los agentes le<br />

indicaba al conductor la dirección del hospital.<br />

—Me siento mal de todos modos. No estoy herido, no he echado sangre, pero ¡cómo<br />

me duele el pecho!…<br />

—No hable; puede hacerle daño, –le recomendé–. Pronto llegaremos.<br />

—Está bien.<br />

El carro continuaba su marcha y ahora entraba en un sector muy tranquilo de la<br />

ciudad.<br />

—Ya estamos llegando.<br />

—Sí, es allí.<br />

El carro se detuvo delante de una magnífica construcción.<br />

—Entre todos podemos cargarlo, –expresé a uno de los agentes.<br />

—No es necesario; iré a avisar para que vengan con una camilla a buscarlo, –me contestó<br />

y se dirigió al interior del hospital.<br />

—Vendrán en seguida, –expresó el otro agente.<br />

El contuso estaba como desmayado; con los ojos cerrados y muy pálidos.<br />

Cuando retornó el agente, vino con tres mozos que acostaron al hombre en un pequeño<br />

catre y se dispusieron a llevarlo a un cuarto de emergencia. Detrás de la camilla íbamos los<br />

miembros de la policía, el chofer y yo.<br />

Primero cruzamos una gran puerta de hierro, caminamos por un amplio salón y ascendimos<br />

después por una espaciosa escalera.<br />

Olía a drogas y un silencio que caía como de los altos paredones, nos envolvía.<br />

En una habitación con ventanales de vidrio instalamos al contuso. Unas religiosas con<br />

tocas blancas ayudaron a acomodarlo.<br />

Los agentes se quedaron después, un momento, a solas con el hombre. Luego se dispusieron<br />

a marcharse llevándose al motorista.<br />

Yo también me iba, pero al despedirme del desafortunado, todavía me suplicó:<br />

—No se vaya, señor del traje nuevo; estoy asustado ¿Dónde está el doctor?<br />

—Vendrá en seguida.<br />

—Acompáñeme un poco más, señor; no se vaya.<br />

—Está bien; no se impaciente; lo acompañaré.<br />

Las religiosas salieron de la habitación y permanecí con el contuso. Las luces amarillas<br />

del atardecer lo volvían más pálido.<br />

—Esta vez me ha salido todo muy mal, caballero…<br />

—No desespere; quizás le diga el médico que no es cosa grave. Las monjas fueron a<br />

buscarlo, urgentemente.<br />

—No me refería al golpe; hablaba de mi trabajo. Se lo expliqué a la policía, porque el<br />

chofer no tuvo la culpa.<br />

Hizo una pausa y después prosiguió:<br />

—En otros tiempos vivía bien, era empleado de comercio y ganaba bastante, pero perdí<br />

la cabeza con el juego y la bebida, me retiraron y ahora me dedicaba a ese otro oficio: vivía<br />

del accidente.<br />

Miré al sujeto con extrañeza y pensé que deliraba, pero él prosiguió:<br />

94


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

—Me explico su asombro, pero es la pura verdad: esa era mi profesión, y me producía<br />

para vivir.<br />

Indiqué al desdichado que guardara silencio, que no se agitara; él estaba empeñado,<br />

empero, en continuar su relato.<br />

Se trataba de una labor arriesgada, me informó; pero él la dominaba. Era como uno de<br />

esos trabajos peligrosos que efectúa muchísima gente. No hacía más de dos semanas que<br />

le había producido cuarenta pesos. Aguardó a que pasara en su automóvil un rico de buen<br />

corazón, y ¡zas!… Simuló que quería suicidarse tirándose sobre un botafango.<br />

Hoy tenía que volver a trabajar y me había escogido a mí para que lo favoreciera; pero<br />

le habían fallado los nervios.<br />

—Quizás bebí demasiado con aquellos cuarenta pesos, –prosiguió diciéndome, y agregó<br />

quejándose y con la frente sudorosa–: ay, me vuelve el dolor, caballero. Me ataca por instante…<br />

Es como si quisiera destrozarme.<br />

No sabía qué contestar a aquel desgraciado y callé conmovido. El continuó:<br />

—Mi nombre es José Luna, pero me dicen Serrucho… Ya el Serrucho no cortará más…<br />

Siento otra vez el dolor. ¿Por qué no viene el médico?<br />

—Debe venir ya pronto; resista un poco más; usted es un hombre valiente.<br />

—¿Valiente?… Bueno, ¡quién sabe!… Se necesita serlo para vivir de lo que yo he vivido.<br />

Oiga, señor…<br />

—No converse más; le perjudica.<br />

—Tal vez; pero piense que pueden ser mis últimas palabras…<br />

Quise quedarme callado, pero aquel hombre parecía tan triste, tan solo…<br />

—Yo se lo dije porque a lo mejor si se excita…<br />

—No crea; estoy tranquilo. Iba a decirle que estoy muy satisfecho de usted. No me ha<br />

dado dinero, pero me ha consolado; yo no tengo madre, ni un hermano.<br />

—Todos los hombres somos hermanos.<br />

—¡Si así fuera realmente!<br />

Se llevó las manos al pecho y volvió a quejarse.<br />

—¿Le duele otra vez?<br />

—Siento que me he hinchado por dentro; siento que me voy.<br />

—El médico debe estar al llegar.<br />

—¡Maldito dinero; malditos errores!<br />

—No le doy algo porque no soy lo que usted ha imaginado, soy pobre también.<br />

—No se apure; me parece que el dinero no me molestará más.<br />

Tornó a llevarse las manos al pecho y se le humedecieron los ojos. Yo guardé silencio<br />

mientras él lloraba. Luego tuvo un sacudimiento y se quedó como dormido.<br />

Continué mirándolo con tristeza mientras de los altos paredones seguía cayendo aquel<br />

silencio compacto que lo envolvía todo.<br />

Cuando el médico llegó, dijo en un tono muy frío, después de levantarle los párpados<br />

y tomarle el pulso:<br />

—Pero con éste ya no hay nada que hacer.<br />

—¿Está muerto?<br />

—Sí. ¿Es familiar suyo?<br />

—Es mi conocido de esta tarde; un auto lo…<br />

El galeno ya no me oía, se mostraba cansado y con un bostezo agregó:<br />

95


—Avisaré al director para que disponga según los reglamentos.<br />

Después salimos de la habitación y yo volví a la calle. Me sentía triste y como avergonzado<br />

de mi traje nuevo.<br />

Era ya de noche y de las estrellas descendía el polvo de la eternidad.<br />

Honor trinitario<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Guata: dile a Pancho que me mande el caballo.<br />

El peón que se había quedado medio dormido, cerrada la noche, en el comedor de la<br />

casa de tablas de pino, abrió los ojos nerviosamente.<br />

—¿Cómo dice el don?<br />

—Que vaya a decirle a Pancho que me mande el caballo y que le ponga la silla nueva.<br />

Guara se apartó del rincón en donde estaba sentado sobre una mecedora vieja de baítoa.<br />

La luz de una lámpara jumiadora tiró su sombra contra la pared.<br />

—Está bien, don.<br />

El hombrecito moreno, de la Línea Noroeste, rechoncho, con la carne apretada, salió<br />

luego del cuarto sin desperezarse. La orden del viejo lo obligaba a salir de pronto porque le<br />

había hablado en un tono que empujaba.<br />

Ya en el camino, Guata se pasó dos veces las manos sobre los ojos para espantarse el<br />

sueño; después monologó:<br />

—¿Qué le pasará a mi don?… Me jabló como quien va pa un desafío. Hace dos días<br />

que viene preocupao. ¡Quizás es por el encargo que le hicieron al jijo. Pobre hombre! ¡Dios<br />

quiera que no pase na malo!<br />

Mientras Guata rompía las sombras, en dirección a los potreros, Marcelo se dirigió a la<br />

sala, hizo luz en ella encendiendo una lámpara de vidrio que había sobre la mesa, y entró<br />

luego al dormitorio.<br />

En la soledad de la vivienda, le crecía una resolución.<br />

Abrió el baúl grande y sacó de él un machete de pelea; lo miró fijamente, con emoción;<br />

después se lo terció pasándose sobre el hombro izquierdo el cinturón de tela que sostenía<br />

la vaina.<br />

Cuando acabó de colocarse el machete, no dijo una sola palabra, pero estaba pensando<br />

muchas. Con el arma puesta se veía bien; era un hombre vigoroso a pesar de sus años, de<br />

buena estatura, blanco, encanecido, con los brazos largos y las manos recias.<br />

Salió del aposento y volvió a la sala. Allí se sentó cerca de la puerta que daba al<br />

camino. La sala tenía un aire singular, con sus muebles severos y un no sé qué de rural<br />

señorío.<br />

En aquella casa solamente vivían él y Guara. Su mujer hacía tiempo que la habían enterrado<br />

debajo de aquella mata de jobo que estaba cerca de la morada, y Chano, su hijo único,<br />

ya tenía hogar aparte.<br />

—Le voy a dar una lección a ese muchacho que no parece de mi cata, dijo monologando.<br />

Volvió a meterse en su silencio por un rato, y luego agregó:<br />

—Ca hombre de vergüenza tiene su machete, y tú eres el mío.<br />

La noche era cada vez más negra, no se distinguía mi árbol ni nada; parecía que iba a<br />

llover, hacía calor y tronaba del lado de los pomares; era un ruido como de rocas que se<br />

despeñan; primero surgía una luz y después se escuchaba el estruendo.<br />

96


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

El viejo Marcelo no reparaba en nada, no estaba en el mundo exterior, continuaba pensando<br />

con profundidad, cegado de soberbia.<br />

¡Cuántas ideas cruzaban por aquella cabeza! Episodios de la juventud y de su vida de<br />

hombre maduro. Toda una larga historia de actividades varoniles, que caían como azotes<br />

sobre el recuerdo de su hijo.<br />

Los pasos del animal que había ido a buscar Guara, lo sacaron de su mundo adentro,<br />

se puso en pie y salió de la sala.<br />

—Has vuelto pronto –le dijo al peón.<br />

—Lo consiguieron con facelidá –contestó éste mientras se apeaba.<br />

—¿Estaba en el primer cerceo?<br />

—Sí, mi don; en el chiquito.<br />

Guara acabó de bajarse del animal y después preguntó:<br />

—¿Y usté va a salir de una vez?<br />

—Ahora mimo. Si no he vuelto de madrugá, dile a Pancho que atienda a la pulpería y<br />

que ponga al compay Lolo a cuidar los animales.<br />

—Está bien.<br />

Con las dos últimas palabras Marcelo subió con ligereza de joven sobre el caballo alto<br />

y brioso; luego agregó:<br />

—Y tú, Guara, te quedas aquí, encargao de las gallinas y de las cosas de la muerta. A mi<br />

jijo ya lo he borrao; más te estimo a ti, que parece que tienes vergüenza.<br />

—¡Mi don!…<br />

—En este momento estará él, seguramente, en su bojío, jugando barajas, mientras los<br />

compañeros aguardan que cumpla con su encargo.<br />

—Perdóneme, mi don; yo sé que no debo meterme, pero óigame: usted no debería intervení<br />

en eso; usted no debe eponerse. ¡Si no fuera porque quizás yo no sirvo!…<br />

—No, Guara, a mí es a quien le toca. Tú ayudarás en lo que puedas cuando te llamen.<br />

¡Cómo me duele que ese muchacho no haya cumplío!…<br />

Guara oyó con respeto y admiración a su amo. A poca distancia se escuchaba el rumor<br />

del río…<br />

—¡Esas aguas saben quién soy yo! ¡Ellas me vieron al lado de Serapio Reinoso!<br />

Las palabras finales del soldado de la Reconquista, ahora trinitario, cayeron sobre el<br />

peón como carbones encedidos.<br />

Después el guerrero picó el caballo y se fue a escape. Guara lo vio penetrar de pronto en<br />

la oscuridad, ágil, impetuoso, decidido, y se quedó pensando en lo que le habían referido<br />

de la pelea en La Emboscada.<br />

La luz que salía por las puertas y ventanas tenía forma cuadrada; había disminuido la<br />

amenaza de lluvia porque ya no relampagueaba, ni se oía el viento correr en el monte.<br />

Las pisadas del caballo de Marcelo sonaban ya del otro lado. Guara mordió una ruea de<br />

andullo, comenzó a masticar tabaco y luego se sentó sobre una piedra grande que había en<br />

la esquina de la vivienda.<br />

—El asunto es defici, monologó; yo no quise decirle más na al don; pero a lo mejor con<br />

el que debió trabajar Chano, es un vendío, un traidor.<br />

Terminó de hablar con una escupidura. La noche lo envolvía como polvo de carbón;<br />

recogió los pies descalzos, endurecidos de transitar; cruzó los brazos y se quedó pensando.<br />

En la oscuridad parecía otra piedra.<br />

97


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Todos los caminos estaban rebosados de tinieblas, pero Marcelo Figueroa estaba acostumbrado<br />

a ver en la noche; su montura conocía bien todos aquellos derrocaderos que llevaban<br />

a la vivienda de Chano y el viejo era buen jinete.<br />

Primero cruzó el vado del río, después anduvo por un pequeño valle, cortó tres veces<br />

más la corriente y luego hizo alto frente a una cerca de palos.<br />

Había llegado, se bajó de la silla, amarró el caballo y después echó a caminar por entre<br />

unos matojos.<br />

En los minutos se agrandaba su inconformidad.<br />

Cuando encontró un sitio apropiado, se encaramó sobre dos travesaños y salvó la<br />

cerca.<br />

Aquel vallado daba al patio de la casa de su hijo; caminó hacia ésta con sigilo y cuando<br />

pudo, pegó los oídos a uno de los setos de tablas de palma, pero no oyendo palabras, ni<br />

ruido, ni nada, miró entonces por un agujero y vio que la puerta del frente del bohío estaba<br />

abierta.<br />

Esperó ver a alguna persona, pero como no lo lograba, se apartó, se fue para adelante<br />

y llamó a su hijo:<br />

—¡Chano!… ¡Chano!…<br />

El hombre joven, alto, fornido, el retrato del padre en su mocedad, abandonó su hamaca,<br />

vestido como estaba, y salió en el acto.<br />

—¿Qué hay, viejo? ¡La bendición!<br />

Marcelo no profirió vocablo, pero su silencio quemaba.<br />

—Perdóneme, Marcelo; yo no sabía na. A mí tenía que decírmelo Olegario y ése no era<br />

puro, ¡ése era un traidor!<br />

El soldado miró de hito en hito a su hijo. Los dos rostros podían distinguirse bien ahora;<br />

el patio estaba claro; una lunilla de cuarto creciente se había comido las tinieblas.<br />

—¿Me sale con eso, después que no has sabido cumplir con tu deber?…<br />

—¿Cómo?…<br />

—Chano: tú no conoces el honor; ¡tú no tienes vergüenza! ¡Cómo nos estarán maldiciendo<br />

los trinitarios!<br />

El mancebo sintió que le habían herido el rostro y le costó trabajo contenerse.<br />

—Marcelo ¡usted es el primer hombre que me insulta, y si no fuera porque es mi taita!…<br />

—Eh, ¡porquería! ¿Tú ves este machete?…<br />

—¡No debe ser más cortante que éste!<br />

Marcelo clavó los ojos en el arma que el joven había sacado de la vaina que pendía de<br />

su correa.<br />

—¿Me desafías?…<br />

—Le explico que este colín tiene tuavía sangre de gente…<br />

—¿Cómo?<br />

—Y que Olegario no era trinitario; era un vendío, pero conseguí las armas y hace poco<br />

que las escondí en el rancho, debajo de los serones de guatapaná.<br />

—¿Y se fue Olegario?<br />

—¡A Olegario lo enterré en su propio cercao!<br />

Marcelo sonrió satisfecho y vio que su hijo se ponía grande, como un jabillo, como una<br />

palma.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

RAMÓN EMILIO JIMÉNEZ (N. 1886)*<br />

La escalera inesperada<br />

De los tibios en arreglo de cuentas, que han estado siempre al uso en todo tiempo y en<br />

cualquier medio, como azote de comerciantes, había una vez uno en la ciudad de Barahona,<br />

conocido generalmente por Perucho. Cogía fiado con facilidad y pagaba con dificultad, lo<br />

cual fue causa de que, a la larga, le fiaran con dificultad aunque pagara con facilidad.<br />

Perucho era de los que se acogían con el mayor buen humor del mundo a la apertura<br />

de crédito y con el peor humor de la tierra a la clausura del débito. Los cobradores éranle<br />

sencillamente detestables. Es el peor oficio que pudo haberse inventado, según él, y de tal<br />

modo se condujo con éstos, que llegó a inspirarles miedo, menos por la cara infernal que les<br />

ponía cuando se le acercaban con recibos, que por el duro trato que les daba.<br />

Las cuentas de Perucho eran siempre exigencias de buen apetito. Comía, según suele<br />

decirse, “como un desesperado”, bien que los desesperados venían a ser, a la hora del cobro,<br />

los que le fiaban los ricos jamones y los buenos quesos que eran su debilidad en un sentido,<br />

aunque su fortaleza en otro.<br />

Preocupábale, como nada en la vida, la despensa. Su mujer, que hacía mesa moderada, y<br />

sus hijos, que habían salido a él en lo goloso, aunque a la madre en lo de bien hablados a la hora<br />

del pago, le reprochaban a Perucho las señaladas muestras de disgusto con que recibía a cobradores<br />

que, en rigor, no hacían sino cumplir con su deber, cuanto más que no era culpa de ellos<br />

el haberles tocado el oficio de cobrar, que, antipático y todo, es tan viejo como el mundo.<br />

Pero aquel gastador de buena mesa, que llegó a ser terror de cobradores, porque los insultaba,<br />

llegó a serlo también de vendedores, porque no les pagaba, o porque, al menos, era<br />

lo que se llama, en boca de acreedores, “ser duro de pagar”. Llegó a faltarle aquella facilidad<br />

en girar por cuenta propia, y sufría cuando se hallaba flojo de dinero.<br />

Si era de alabar su afición a la buena mesa, era de lamentar su apego a la tacañería, que llegó<br />

a comprometer la envidiable serenidad de su despensa. Y para colmo de desdicha sucedióle lo<br />

que acontece por lo general en estos casos: a medida que se le cerraba el crédito, se le abría más<br />

el apetito. Ya la filosofía vulgar lo ha sentenciado: “mientras más calor, más ropa”.<br />

El sueldo de que disfrutaba en la agencia comercial de que era empleado, apenas si le<br />

alcanzaba para otro fin que el de la mesa, y su mujer solía desaprobarle esta conducta. Fina<br />

de gusto, como la naturaleza la había hecho, cobróle afición a los pájaros, para los que era<br />

extremosa, holgándose en cuidarlos en dorada pajarera que su amor, tocado de la magia de<br />

lo ingenuo, hizo construir en el patio de la casa para regalo de su oído y maravilla de sus<br />

ojos. Mas el temperamento de Perucho no se avenía con esta política de pájaros de su mujer,<br />

salvo lo de la crianza de palomas, a las que deseaba ver siempre, no vivas en su expresión de<br />

alas y de arrullos, sino muertas y servidas bajo sus manos armadas de cubiertos. Y como le<br />

riñera su mujer por esta irreverencia contra lo que fue siempre en ella regalo de buen gusto<br />

espiritual, respondióle con otra brutalidad por el estilo de la primera, diciendo que alababa<br />

el gusto de los romanos, que contaban entre sus platos favoritos las lenguas de ruiseñores.<br />

*R. E. Jiménez, poeta y prosista. Obras: Lirios del trópico –1910–, Espumas en la roca –1917–, El Patriotismo y la escuela<br />

–1917–, Diana lírica –1920–, Al amor del Bohío –1927-29–, La Patria en la Canción –1933–, Oración panegírica –1938–,<br />

Espigas Sueltas –1938–, Del lenguaje dominicano –1941–, Biografía de Trujillo –1945–, y trabajos dispersos en periódicos<br />

y revistas. Periodista, durante varios años director del diario La Nación. Maestro, fue director de la escuela Normal<br />

(C. T.) y Secretario de E. de Educación.<br />

99


¡Lástima de plato ya en desuso! –decía como para mortificar a la esposa, que tenía, entre<br />

las aves que cuidaba, un bello par de ruiseñores–. Y sabía esto acerca de tan original plato,<br />

de que hablaban las crónicas antiguas, no precisamente por lujo de conocimientos, sino por<br />

erudición culinaria adquirida en los manuales de cocina que no le faltaban cerca de su mesa,<br />

únicos libros que leía con devoción.<br />

Cierta vez, mientras paseaba por una de las calles de Barahona, divisó, con el brillo<br />

particular de cosa nueva, una recién abierta pulpería. Llegóse a ella y quedó boquiabierto<br />

ante unas piernas de jamón que pendían, provocadoras, de la parte más alta de los tramos.<br />

Inquirió el precio, y se lo dieron; la frescura del artículo, y también se la dieron. Cinco pesos,<br />

selecta clase y acabado de recibir; los datos no podían ser más interesantes. Su vista, con impertinencia<br />

de garra, se clavó en la flamante envoltura de henequén, y nuestro hombre ordenó<br />

al dependiente: “¡Bájeme una pierna de jamón!”; pero éste aparentó no haber escuchado la<br />

orden de Perucho, con un periódico en las manos fingiendo que leía, como para dar tiempo<br />

a que llegara el dueño del establecimiento, que no se hallaba lejos de aquel sitio.<br />

—”¡Bájeme el jamón!” –volvió a ordenar al empleado, que al fin le respondió:<br />

—“Será en otro momento, porque ahora me hace falta una escalera”.<br />

A lo que respondió Perucho sin demostrar la menor contrariedad y sacando de entre<br />

uno de los bolsillos del pantalón un billete de cinco pesos, que extendió al desconfiado dependiente<br />

mientras le decía, con dominio de la situación:<br />

—”¡Aquí tiene usted la escalera!”<br />

Un duelo comercial<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Pedro Antonio fue al establecimiento comercial de José Batlle, que era en Santiago de los<br />

Caballeros a fines del pasado siglo y principios del actual, el de más negocio en tabaco, pieles<br />

y cera, que exportaba a los Estados Unidos de América. Era una atienda mixta, preferida<br />

de la servidumbre casera, que allí iba de compras atraída por el cebo de la ñapa. Cromos,<br />

almanaques, confites de bolas, de los que se pegaban entre sí y de los frascos, y puñados de<br />

azúcar pardo, constituían el acicate de los mandaderos de oficio. Dependencias de la tienda<br />

eran el vasto almacén, destinado a tabaco y el pequeño a pieles de chivo que llenaban la<br />

calle de groseras emanaciones.<br />

Llevaba Pedro Antonio una marqueta de ocho libras con la forma del caldero en que<br />

había sido derretida la cera, y el avisado dependiente aplicó a la pesada masa rubia un<br />

asador caliente, que empujó hasta perforarla. Repitió la operación en varias direcciones y el<br />

agudo instrumento salía sin dificultad por el extremo opuesto al de su entrada en la pasta<br />

de oro, hecho lo cual retiró el utensilio y pagó las ocho libras que indicó la balanza, entre el<br />

loco volar de las abejas que allí no faltaban en los sacos de azúcar, atraídas por el olor que<br />

despedían, al que se agregaba el de la cera. Volvió otro día con nueva cera, y el punzante<br />

instrumento de demostración no reveló nada anormal en la masa dorada y aromosa, haciéndole<br />

el ambiente de confianza a Pedro Antonio.<br />

Otros vendedores de ese producto habían puesto piedras en el interior de la masa logrando<br />

mayor peso y burlando al comprador, y a esto se debía el procedimiento del asador<br />

sobre un brasero en el patio de la tienda, como aparato de escarmiento contra la industria y<br />

la malicia campesinas. No se corrían por esto los labriegos. Agudizaban su imaginación en<br />

el ardid para vencer en nuevas trampas, y decían, respecto de aquellos comerciantes:<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

—Buscan la piedra en lo que les vendemos, y no en el corazón de piedra que ponen<br />

cuando compran; semos como ellos son. Como nos toquen el merengue, lo bailamos.<br />

Hubo siempre lucha artera entre la astucia urbana y la rural. Comerciante y campesino<br />

tratábanse de mala fe. En las compras de tabaco el campesino dejaba, de ordinario, según<br />

típica frase: “el cuero en manos del comprador”. Había la romana corriente, que era la de<br />

vender, y la “cargada”, que era la de comprar, en la que una arroba venía a parar en treinta<br />

libras. Tabaco bien pesado en el campo se aligeraba demasiado en el pueblo. Tela al parecer<br />

bien medida en el pueblo, se acortaba mucho de medida en el campo. Solía mezclar el<br />

campesino, en la venta de naranjas “de china”, las dulces con las agrias, dando a probar las<br />

dulces en desquite de bebidas ligadas y libras incompletas. El del campo decía:<br />

—De hombre de pueblo no me fío.<br />

Y el del pueblo exclamaba:<br />

—¡El más bruto del campo sirve para arzobispo!<br />

Claro que todos los comerciantes no procedían de igual modo, y entre éstos debía de<br />

hallarse José Batlle; ni todos los agricultores procedían de tal suerte, pues habíalos ejemplares;<br />

pero el pecado de muchos en la violación del sexto mandamiento del Decálogo,<br />

en perjuicio de los agricultores, reunió la mayoría de éstos en un frente común contra el<br />

comercio cibaeño.<br />

La imaginación fue bien lejos en refinamientos de común superchería.<br />

Cierta vez llegó Pedro Antonio con seis cargas de tabaco a la tienda de don José Batlle.<br />

Era un rico tabaco de olor, elástico, penetrante. Rezumaba miel la hoja y se ofrecía a la vista<br />

como seda. Capa pura… Don José llamó al Encargado del Almacén. Fue abierto un serón,<br />

del que se extrajeron varias sartas. Estornudos… Picazón en los ojos… adherencia en los<br />

dedos… ¡Inmejorable!<br />

—¿Es de Hato del Yaque? –inquirió don José, interesado en conocer la procedencia del fruto.<br />

—No, de piedra adentro, –respondió el astuto vendedor.<br />

Se dio la orden de compra y Pedro Antonio salió, sonriente, de la tienda.<br />

Al día siguiente fueron vaciados los serones, con alarma de todos los que servían en el<br />

almacén. Largas piedras achatadas se hallaron entre las sartas de tabaco. Don José fue llamado<br />

en el acto a presenciar el burdo timo, y con asombro de hombres y mujeres ocupados en la<br />

faena, que esperaban la indignación del rico comerciante, prorrumpió éste en estrepitosas<br />

carcajadas, incomprensibles para los espectadores, que no sabían por qué reía el buen señor,<br />

burlado, más que engañado, por el astuto campesino que, barajando con agudeza la idea de<br />

lugar con la condición, aseguróle que el tabaco era “de piedra adentro”.<br />

RAMÓN LACAY POLANCO (N. 1925)*<br />

La bruja<br />

Sola en su rancho que ocultan las bayahondas, sus ojos son duros, y su cuerpo firme adopta,<br />

a veces, laxitudes sensuales. Es Nena, la bruja, vestal tenebrosa de las tierras del Sur.<br />

Esta mujer tiene las orejas traspasadas por relucientes argollas, y parece gitana. En la<br />

mejilla izquierda ostenta tatuajes extraños; gasta pañuelo de cuadros amarillos envuelto en<br />

*Ramón Lacay Polanco. Autor de una novela y de cuentos no publicados en volumen.<br />

101


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

la cabeza casi cana. A su manera, ella supo conquistarle a la vida todo lo que quiso. Es de<br />

esa estirpe que sabe vivir y morir en pie.<br />

Sola, siempre, su tristeza es hermana de la tierra, y de la cruz de Jericó del difunto, que<br />

luce a un lado del rancho llena de cascarones de huevos y trinitarias, donde cada día ella<br />

clava una oración y eleva un canto de recuerdos rogando a Dios por el descanso de aquella<br />

ánima que todavía está penando.<br />

Los lugareños le temen. A su paso se santiguan. Es Nena, la bruja, vestal tenebrosa de<br />

las tierras del Sur.<br />

�<br />

Pero antes fue estampa de caminos. Bella, de carnes duras como la sequía de la tierra;<br />

de ojos asombrados, como las tórtolas que huyen a la orilla del Yaque.<br />

Ella conoció a Lico Bueyón, hombre realengo del Sur, y sin meditarlo se ayuntó con él.<br />

Es la suya una historia de tierras enfebrecidas y noches ardientes. No oculta sus aventuras<br />

de contrabandista, y habla de sus tiempos cuando era caballo y se montaba con el espíritu<br />

de Ogún Balenyó. Entonces cruzaba la raya cuando los cielos de la frontera eran sendas<br />

nocturnas de estrellas. Debió bailar en Veladero y Las Caobas y conocer las rutas de Puerto<br />

Príncipe. La tambora enfebreció su carne al ritmo del vudú, en la ancestral orgía africana<br />

que enciende las noches de Haití. A su regreso, a través de las madrugadas foscas, sus<br />

monturas se inclinaban al peso del clerén. Y comenzaba la otra aventura, la venta ilegal. La<br />

marcha larga sobre los trillos secretos que cortan las montañas y conducen a los poblados<br />

de Barahona, Hondo Valle, San Juan de la Maguana… siempre de noche por zonas de angustia.<br />

Cruzando amaneceres en el viaje de vuelta, amparada por los espíritus del agua y<br />

de la tierra, llamando a Papá Legbá cuando el peligro la amenazaba o transformándose en<br />

piedra, o en tronco, o en perro cada vez que los bandoleros le cruzaban el paso. El calendario<br />

de Nena, la bruja, es un calendario de lunas y estrellas, con las distancias medidas<br />

por el paso de los ríos y las guardias ocultas, escalas de la novela del alijo haitiano. En sus<br />

anécdotas figura el gavillero Rafael Lucas, que asaltaba las recuas en el paso del Naranjal.<br />

Fue amante del negro Cinturón, asesino sin rival y vagabundo de rutas. Explica historias<br />

del Bagá (espíritu diabólico que se aparece en forma de perro, de jabalí o de pájaro y puebla<br />

de miedo los parajes oscuros). Estremece su relato el paso de la tarimba: la parihuela<br />

que conduce al muerto va rodeada de gentes vestidas con ropas de chillones colores, que<br />

beben, bailan y cantan el rito en patois. Y sus recuerdos del monte la Urca, en el camino de<br />

San Juan… Y sus noches de vela, junto a Telésforo, bailando Los Palos del Espíritu Santo,<br />

en junio, cuando las lomas, la selva y las sabanas se juntan y confunden en un paisaje gris<br />

que tiembla vacilante, ayuno de agua, con perros algebraicos y algodonales amplios, y<br />

cañadas sedientas que se duermen al son de los atabales…<br />

Pero entre esta mujer que ahora tiene carnes flácidas y el bandolero Lico Bueyón,<br />

creció una pasión avasalladora, tan violenta como crece el maíz en la menguante. Ella lo<br />

hizo cabecilla. Apegada a su hombre como la yedra al jabillo vigoroso, invocó una tarde a<br />

los espíritus del mal y lo preparó para las luchas de guerrillas, el maroteo de siempre, y el<br />

contrabando.<br />

—Ven –le dijo–. Quiero prepararte.<br />

Penetró en la habitación del rancho. Esta era una pieza atiborrada de imágenes de santos,<br />

cada una de las cuales poseía un velón encendido. En el fondo estaba un camastro pequeño<br />

102


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

cubierto con frazada roja. En el piso, dispersos, podían contemplarse unos cofrecillos<br />

oscuros y un baúl amarillento. Nena tomó a Lico por la mano y desnudó su cuerpo de<br />

ropajes. Le ordenó que se pusiera boca abajo, sobre la cama. Entonces abrió un maletín,<br />

sacó varios objetos de cera, un crucifijo, una esponja y una pluma de ánade incrustada en<br />

un frasco alargado que contenía un líquido verdoso. Inmediatamente empezó una extraña<br />

oración mezclada con cánticos ininteligibles. Con la pluma de ganso mojada en el líquido<br />

trazó diversos signos desde el nacimiento de la cintura hasta la parte alta de los pulmones.<br />

Lico sentía una comezón extraña en la piel dibujada. Luego encendió un mechón de aceite<br />

que traía consigo y una llama azulada dio perfiles siniestros en la habitación. Lico estaba<br />

asombrado. La bruja quedó en éxtasis. Primero sintió un golpe de muerte sacudir todo<br />

su cuerpo, y luego, envuelta en sopor enervante, pronunció palabras incoherentes, dio<br />

varios gritos espeluznantes y empezó a bailar alrededor del lecho donde estaba tirado su<br />

hombre. De sus manos parecían nacer hilos invisibles que alargaba con sus dedos amaestrados.<br />

Era un rito donde semejaban flotar duendes y vampiros de alas membranosas que<br />

le dejaban al paciente un raro calofrío en el organismo. La bruja invocaba los espíritus<br />

del agua y las montañas, y bajo el influjo de su voz profunda la estancia colmábase de<br />

corrientes magnéticas, como si un enorme generador de electricidad hubiese descargado<br />

toda su potencia.<br />

Luego la hechicera, siempre murmurando misteriosas frases, tomó un vaso de agua, echó<br />

en él varios paquetitos de polvos de colores y empezó a mirar concentradamente el líquido<br />

tornasolado. Sus mandíbulas se movían con inquietud, sus pupilas brillaban con extraño<br />

fulgor. Del vaso empezó a salir una espiral de humo perfumado que se extendía sobre las<br />

paredes y hacía pensar en los encantamientos. Inmediatamente le lanzó en la espalda a Lico<br />

Bueyón aquella poción y lo frotó con un paño negro, lleno de pinturas raras. Sacó de su<br />

seno una tibia de algún pobre difunto y volviéndolo de perfil dióle con el hueso tres golpes<br />

en la frente. Luego se separó y procuró en uno de los baúles una bolsita de hule, en la cual<br />

colocó unas insignias misteriosas, y cosiéndola con una aguja larga le puso un hilo oscuro<br />

y la colgó del cuello de su hombre.<br />

—Ya está. Lleva esto siempre encima y te acordarás de mí –dijo– sacudiéndose como si<br />

tuviese frío, y empezó a tomar sus objetos.<br />

—Nadie podrá contigo. Sólo yo, que tengo la contra –agregó la médium.<br />

El hombre, sonrió, tranquilamente.<br />

�<br />

El galope de su caballo, desde entonces, había sido un clarín de guerra en la comarca.<br />

Empezó a traficar en Clerén. Con el vudú y sus sortilegios, y el dolor de las recuas, aquel<br />

gavillero fornido, amarillento, con el pelo rojizo y la boca grande, de bigotes largos y largas<br />

manos de verdugo, empezó a seleccionar su grupo de forajidos, unos hombres duros como<br />

la tierra, que le seguían por todas partes y acataban sus órdenes sin recelo. Junto a ellos, a<br />

veces, estaba Nena, la mujer del jefe, quien cantaba lamentos y hacía ritos para la largueza<br />

de días de su hombre.<br />

Pero he aquí que el bandido, ya poderoso, se cansó de ella. Nena, la médium, fue suplantada<br />

por Cecilia. Lico Bueyón vivía apegado a la negra, ebrio de clerén y café cargado, y en<br />

los cantones donde moraban después de los latrocinios y las incursiones, Cecilia curaba a los<br />

heridos con sus ungüentos y pócimas y preparaba sahumerios para ahuyentar a las ánimas<br />

103


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

en pena. Pasaba el tiempo y Cecilia conservaba siempre un cuerpo de doncella. Maravilloso<br />

cuerpo de ébano que le hizo creer al bandolero en los misterios de la jungla. Cecilia tenía<br />

movimientos suaves y delicados, y sus ojos guardaban el poder de mantener encendido el<br />

amor de los hombres. Se había bañado en un río secreto en noches de luna llena, y su carne<br />

era carne esculpida en brisas, hojas y estrellas. Agüe, el dios de las aguas, de las fuentes<br />

misteriosas, le comunicó el hechizo.<br />

Fue una noche de humedad y estrellas pequeñas cuando Lico y Cecilia se unieron. Aquella<br />

noche se encendió un bongó detrás de las lomas. Allá lejos sus notas caían sobre los campos<br />

recién mojados, sobre las hojas que tumbó el viento y los luceros hundidos en las cañadas.<br />

Un coro humano, con grito ritual, se expandía en la noche que iba creciendo, creciendo en<br />

misterio y en extraña belleza, mientras de la tierra surgía un perfume angustiado de jazmines<br />

tronchados en las charcas y de guayabas exprimidas por el paso de los mulos. La cuadrilla<br />

avanza sudorosa y cansada. Lico Bueyón ha azotado a Bánica; y la cañada de Juan Felipe y<br />

el Cerro de San Francisco, en la distancia, han contemplado sus hazañas. Ahora, con fatiga<br />

y sueño, llevan dos heridos, y el jefe, con los ojos semicerrados, se deja guiar por el balsié<br />

que estremece la selva. Todo tiembla y vacila en el paisaje inhóspito. Lico lleva el ala del<br />

sombrero agachada sobre el rostro. La tropa, en silencio avanza entre los árboles, y parecen<br />

legionarios de un mundo fantástico. Pronto el escenario se ofrece ante sus ojos.<br />

—¡Alto!<br />

La voz del jefe sacude a los hombres. Desenfunda el revólver y se tira de la montura.<br />

Sus pasos son anchos y sus botas se clavan pesadas en el suelo. Detrás de los ramajes hay<br />

un claro iluminado por fogatas. Varios negros tocan los parches, en éxtasis, mientras en el<br />

centro una negra con cuerpo de junco mueve las caderas en el rito. Tirados a ambos lados los<br />

otros lugareños se confunden con el lodo, se pasan los calabacines de clerén, y las mujeres,<br />

con niños desnudos a horcajadas en las cinturas, se van retirando al caserío. La bailarina,<br />

sobre una estera, se ha ofrecido mirando a las estrellas. Brilla su rostro, sacude los hombros<br />

en frenesí vehemente, y lanza un grito estridente que hiere la noche:<br />

—¡Ohué! ¡Ohué!<br />

El sonido de los atabales empieza a adormecerse, y un silencio sobrenatural, pesado, sólo<br />

turbado por las gotas de agua que se balancean sobre las hojas y por los sapos que hablan<br />

en japonés, envuelve el ofrecimiento. Lico Bueyón, entonces, irrumpe entre los festejantes.<br />

Le sigue su cuadrilla.<br />

—Bon suá, gran Agüe.<br />

Todos se ponen en pie. Le rodean. Los más viejos le abrazan. Hablan en creole y la bailarina<br />

le contempla entusiasmada. Cecilia acaricia con sus ojos al bandolero. Este llama al<br />

sacerdote y le deja entre las manos un puñado de monedas. Beben clerén. En la alta noche<br />

traspasada de estrellas el bandido y su gente se acomodaron en los catres.<br />

Quien hubiera contemplado la sombra, descubriría a una figura de mujer deslizarse hasta<br />

el lecho de Lico Bueyón, aferrarse a su cuerpo, tibia y anhelante, y ofrecerle sus carnes y su<br />

alma. Desde esa noche el bandolero tuvo una concubina negra, con todo el sensualismo de<br />

su raza y toda la fiebre endemoniada de su tierra. Cecilia, que había contemplado cómo iba<br />

madurando su cuerpo en el espejo del río, por primera vez sintió como se angustiaron sus<br />

senos en aquella noche con estrellas grandes clavadas como ángeles de la brisa y del sueño<br />

sobre la selva. Ella que era la novia de las supersticiones africanas, se convirtió en la amante<br />

del contrabandista, en la hembra bravía del gavillero.<br />

104


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

�<br />

Todo esto lo recuerda Nena mientras prepara el cotidiano ramo de rosas para la tumba<br />

que luce a un lado del rancho agujereado.<br />

No han importado los soles implacables, las lluvias de mayo, el polvo de septiembre.<br />

Cada día, mientras el crepúsculo dora las copas altas de las guásimas, y los burros retozan<br />

en la tierra, y las gallinas acezan por el calor y la sequía, esta mujer desgarbada, flaca como<br />

cerbatana, eleva su cántico y deja una oración enterrada en el paisaje de La Culata.<br />

Ella convive con el muerto. Le habla. Dialoga con la tumba en las noches de luna, y cuida<br />

sus despojos con cariño enfermizo, arrancándole los hierbajos de cundeamor o cadillo que<br />

rastrean al lado del montículo.<br />

Cuando realiza estos menesteres su cara manifiesta regocijo, y sus dientes largos surgen<br />

amarillentos, triturando la breva que masca tesoneramente.<br />

De lejos, escondidos en las cejas de monte, los muchachos en cuero de los villorrios colindantes<br />

la contemplan asombrados, y corren a los ranchos llevando la noticia. Y las viejas<br />

atacadas del reuma, y las comadres, y los haraganes maridos, y la parida, y la doncella, se<br />

santiguan, temerosos. Y exclaman:<br />

—¡Animamea! ¡Jesú Manífica!<br />

Mientras los viejos murmuran por lo bajo:<br />

—¡Jú! Eto no e cosa de ete mundo. De momento Nena va a salí volando prendía en<br />

candela…<br />

�<br />

Nena no se conformaba con su soledad, con el desprecio de su hombre. Y le trituraba el<br />

ánima el saber que Cecilia gozaba de sus favores y sus aventuras y correrías. Y vivía apegada<br />

a su recuerdo. Y se tornaba más triste su rostro. Y su cuerpo, antes vigoroso, volvióse flaco<br />

en el cambio de una luna, y sus ojos, antaño expresivos, adquirieron un brillo acerado que<br />

sorprendía. Ella y su rancho se hermanaron en el infortunio.<br />

�<br />

Y he aquí que Lico, el bandolero de caminos, fuerte como el odio, tenaz como el dolor,<br />

se internó hacia el Norte. Asoló las comarcas de Hato Nuevo y La Piña, y los villorrios<br />

desnutridos sintieron en su desmirriada expresión el paso de muerte de aquel emisario<br />

del demonio.<br />

El miedo creció como fuego en hojarasca. Y la leyenda llenaba de espanto los caminos.<br />

Nadie osaba cruzar las rutas, aun en noches de luna. Y los lugareños sentían escalofrío<br />

cuando pronunciaban aquel nombre. Porque Lico Bueyón regalaba un pasaporte seguro<br />

hacia la muerte.<br />

Pero la ley la hicieron los hombres para los hombres. El Comisario Basilio Peña, de San<br />

Juan de la Maguana, era duro como róqueda o páramo. Tenía las cejas pobladas, el bigote<br />

crecido. Sus largos brazos de simio le rozaban las rodillas, y aunque pequeño, de cuello<br />

abotagado, poseía una voluntad de hierro. En su fabla gangosa ponía de manifiesto lo ladino<br />

de su espíritu.<br />

Para su disciplina la ley era la ley y había que cumplirla, de todos modos. Y hasta su<br />

celo llegó la noticia de las correrías de Lico Bueyón. Y sintió que el destino ponía a prueba<br />

su eficiencia.<br />

105


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Eto ya se va a acabá. El Lico Bueyón del diache ya me tiene jarto. Ahora dique va a<br />

saqueá a Pedro Corto. ¿Pero e que ese hombre no se quiere?<br />

Y llamando a su edecán agregó:<br />

—Guelo: organiza a lo muchacho. Hay que traé a Lico Bueyón vivo o muerto. Ese e jel<br />

parte de la capital.<br />

Y organizó su tropa. Eran hombres avezados en la guerrilla. Doblegadores de rutas y<br />

sabanas. Armados hasta los dientes. No importa el sol. Ni la sequía. Todo queda detrás,<br />

lejano, cuando los hombres del Comisario sacuden a sus cabalgaduras.<br />

La ruta larga y seca, que se recuesta en el Yaque y lo vadea, tiembla de miedo ante los<br />

soldados. Esos hombres no conocen la fatiga, ni el sueño. Avanzan y avanzan. Y la corneta<br />

grita, sacudiendo las lontananzas. Y a la cabeza de la legión, Basilio Peña, el Comisario: duro,<br />

cerrado como nublazón de mayo.<br />

Ellos han cruzado a Santomé y queda un naufragio de árboles y matojos. Y el crepúsculo<br />

les da de frente. Y cae la noche. Y avanzan, avanzan. Y vuelve el alba temblorosa. Y<br />

avanzan. Avanzan hacia Pedro Corto. Y aunque las montañas son interminables, y el calor<br />

es sofocante, Basilio Peña y su gente, avanzan. Avanzan.<br />

�<br />

Nena tuvo un sueño terrible. Soñó con cardosanto, y las hojas del arbusto sufrido se teñían de<br />

sangre. Se sobresaltó en la noche. Levantóse rápidamente y contempló la luna. Una luna redonda,<br />

colgada en el Este. Y el astro lucía encarnado, con signo de tragedia, como su sueño.<br />

El presentimiento le golpeó las sienes. Se amorró el madrás de cuadros amarillos en la<br />

cabeza, y tomó su camándula haitiana. Con la noche partió hacia Pedro Corto, el nuevo can<br />

de Lico Bueyón.<br />

Ella sabía que habría de caminar mucho antes de llegar a su destino. Por el olor del monte<br />

y la altura de las estrellas comprendió que estaba al filo de la medianoche. Y apretó el paso.<br />

Y salvó veredas, y lomas, y riachos. Y no se fatigaba. Iba rezando, rogando a los santos, con<br />

la camándula en la diestra, por la seguridad del cuerpo de su hombre.<br />

El amor, a veces, es una obstinación desesperada. No se arredra ante nada. Su sentimiento<br />

despierta una fuerza sublime, que llega hasta el sacrificio. Y esto lo experimentaba Nena por<br />

su hombre. Y esto lo sentía aquella mujer por el bandolero.<br />

�<br />

Con la madrugada llegó a Las Charcas. Era el recodo. El cruce. Áspera tierra caliza. Bohíos<br />

derrengados, perdidos en la sombra. Nena, la bruja, estaba cansada, pero alegre. Con<br />

la fatiga lucía más desmirriada su figura. Y el pecho se expandía con la respiración fatigosa.<br />

Y los ojos se le agrandaban en el resuello.<br />

Cuentan los lugareños que allí sucedió el encuentro. La mujer se sentó en una piedra,<br />

a la orilla del camino, y no se prolongó su espera. En la madrugada clarísima del Sur, por<br />

la ruta de Vallejuedo, venían Lico Bueyón y sus hombres. Regresaban de sus latrocinios e<br />

iban en pos de Pedro Corto. Marchaban cautelosos. No querían despertar a los del lugar.<br />

Ella lo columbró de in promptu.<br />

—Lico… Lico… –dijo, en un susurro.<br />

El hombre se volvió. Desenfundó el revólver.<br />

—¿Quién vive?<br />

106


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO I<br />

La mujer se incorporó, sumisamente.<br />

—Soy yo. Nena…<br />

La palabra le azotó el rostro. Sintió el odio brotarle de la entraña.<br />

—¿Qué quieres?<br />

—Que no vayas a Pedro Corto. Vine a avisarte. Yo soñé anoche…<br />

—Ja… ja… ja… ja… ¡Lárgate de ahí! ¡No me vengas con boberías!<br />

—No vayas, Lico. No vayas. Te tienen una en Pedro Corto. No vayas.<br />

Y se aferró a las riendas, suplicante. El hombre, violentamente, encabritó la montura.<br />

Nena rodó por el suelo, magullada. Cecilia sonreía.<br />

—Yo no quiero saber de ti. Quítate de mi camino. Creyendo en tonterías…<br />

—Lico… Lico…<br />

El caballo pisoteó a la hembra. El bandolero dejó en el aire su carcaja escalofriante. Y<br />

arrancándose la bolsita de cuero que llevaba pendiente del cuello, se la arrojó al rostro.<br />

Cecilia tuvo una expresión de triunfo, y sus ojos gozaron con el acontecimiento. Inmediatamente<br />

el hombre y su concubina, haciendo sangrar los ijares, se perdieron en el monte.<br />

Una nube de polvo cubrió sus siluetas. La voz de Cecilia, con su canto monótono, llenaba<br />

la madrugada caliente.<br />

�<br />

El encuentro fue trágico. Basilio Peña y su gente tocaron a degüello. Los cadáveres se<br />

amontonaron. Parecía un naufragio la sabana de Pedro Corto. Los perros alzados y los cerdos<br />

consiguieron festín lujoso. Y Lico Bueyón ya estaba enmadrinao. También Cecilia. Y dos<br />

forajidos más que se salvaron milagrosamente.<br />

El bandolero ya está preso. El toro del Sur había perdido. Las sogas le aprietan la carne.<br />

Los nudos son fuertes y le destrozan el pecho.<br />

Cuando llegaron a Las Charcas los vecinos quedaron asombrados. El sol fuerte calienta<br />

los caminos. Y el piquete ya está preparado. Basilio Peña gritó:<br />

—Guelo: Suéltale la mano a la fiera eta pa que jaga su propio hoyo. Vamo a fusilá a ete<br />

como ejemplo. Y a los otros lo llevaremo pal pueblo. Eto se pudrirán en la cárcel. La chirona<br />

amansa los guapos.<br />

La muchedumbre se agolpa. Lico Bueyón empieza a cavar su propia sepultura. Está flojo,<br />

triste. La muerte vela sus latidos. La fronda de los aromos, y el aire caliente, se le cuelan por<br />

los poros mostrándole la vida. Entre los curiosos se levanta una voz:<br />

—Padre nuestro que estás en los cielos…<br />

Lico Bueyón experimenta un sacudimiento. La plegaria de Nena lo estremece. Levanta<br />

los ojos, temeroso, y la mirada de amor, de la mujer, le llega como una caricia. Bajo el sol<br />

sureño, que reseca los árboles y las almas, aquel plañir melancólico anuncia la muerte.<br />

El bandolero está callado. Y suda. Ha terminado su faena. El Comisario Basilio Peña da<br />

la señal. Lo empujan hacia la guásima. Lo atan al palo. El corneta tocó: ¡Firme! … Y la voz<br />

de: ¡Fuego! salió de la garganta del Comisario como un rayo. Los disparos cruzaron el aire.<br />

La cabeza de Lico Bueyón se dobló sobre el pecho. Murió sin decir palabra.<br />

Inmediatamente se abrió paso entre los asombrados asistentes, una mujer. Lucía magnífica,<br />

soberbia. Nena, la bruja, sacó del seno un puñal y cortó las sogas que ataban el cadáver.<br />

Aquel hacinamiento de sangre le cayó en los brazos. Y encarándose a Cecilia, le gritó,<br />

desafiante:<br />

107


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¡Quítamelo, ahora!<br />

Todos quedaron estupefactos. El Comisario Basilio Peña ordenó la retirada. Nena buscó<br />

un yaguacil y colocó los despojos de su hombre. Bajo el sol del Sur que revienta las guazábaras,<br />

la bruja quedó sola con su muerto.<br />

�<br />

All está. Sola siempre a la orilla de su rancho de La Culata. Es de esa raza que sabe vivir<br />

y morir en pie. A pocos pasos está la cruz de Jericó, llena de cascarones de huevos y rosas<br />

encarnadas sobre el sepulcro de su hombre. Cada día Nena clava una oración, rogando a<br />

Dios por el descanso eterno de aquella ánima que todavía está penando, mientras el sol<br />

sureño sigue calentando la tierra.<br />

108


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

ÁNGEL RAFAEL LAMARHE (N. 1900)*<br />

Pero él era así…<br />

Tomo II<br />

Rupert Lowell hacía rato que había regresado a la casa, y aún Catharine, su mujer, no<br />

se había atrevido a preguntar.<br />

Cuando Rupert llegó estaba anocheciendo, y ella, que lo estuvo esperando con ansiedad,<br />

precisamente por eso, todo el día, se dijo: “Aguardaré a que pase la cena”. La cena había<br />

terminado, y Catharine tuvo tiempo de ponerlo otra vez todo en orden, sin que de sus labios<br />

brotara la pregunta.<br />

Ahora, sentados en la sala, frente a frente, por más de una ocasión lo intentó, pero apenas<br />

lo pensaba se arrepentía. Al fin logró decidirse:<br />

—Rupert… ¿traerán hoy el retrato de Sim?<br />

El hombre, redoblando las chupadas a su pipa, habló sin mirarla:<br />

—Esta noche… Eustace Addison me lo enviará con un mensajero.<br />

Tosió y tras de golpear la pipa en el viejo cenicero de peltre y atacarla nuevamente de<br />

tabaco rubio, continuó:<br />

—Tienen mucho trabajo…<br />

Hizo otra pausa para encender un fósforo. Con uno no le fue suficiente. Encendían mal.<br />

Y antes de proseguir, se cercioró de que estaban bien apagados los que tiró en el cenicero.<br />

—Trabajan también de noche.<br />

Había levantado los ojos grises de un azul acerado, como si realmente le interesaran<br />

las volutas de humo que arrojaba con alarde por la boca, y concluyó con voz indiferente en<br />

apariencia:<br />

—Me ha prometido que la ampliación quedará muy bien… Quiso que lo comprobara…<br />

pero yo no podía detenerme, y preferí que tú y yo lo viéramos aquí juntos.<br />

Catharine Lowell no pronunció una sola palabra. Se puso en pie, aparentemente para<br />

rectificar un pliegue indebido en el tapete de una mesa, y después salió de la sala.<br />

Rupert se volvió para verla salir. No ignoraba adonde se dirigía, y movió la cabeza con<br />

ese movimiento del que ve confirmada sus previsiones. Murmuró:<br />

—Va a ser imposible…<br />

*Impresas ya las noticias preliminares de El Cuento en Santo Domingo, hemos tenido la satisfacción de conocer<br />

Los Cuentos que New York no sabe, de Ángel Rafael Lamarche.<br />

Más que un juicio particular, formulado bajo la sugestión de su inmediata lectura, vale recordar que los cuentos<br />

de Lamarche han merecido elogios de los venerables Baldomero Sanín Cano, Federico de Onís y Ricardo Rojas; de<br />

críticos renombrados de México, Cuba, Colombia, Ecuador, Puerto Rico, Uruguay, Chile, Argentina; de los catedráticos<br />

norteamericanos Frank Tannebaun, Robert G. Mead, Allen W. Phillip, H. R. Werfeld; del crítico español Federico C.<br />

Sainz Robles; del célebre profesor florentino Oreste Macri; del novelista francés Francis de Miomandre y del crítico,<br />

también francés, George Pillment, quien afirma en su antología de cuentistas que Ángel Rafael Lamarche es “uno de<br />

los dos representantes del cuento en la República Dominicana”.<br />

Para prestigio del autor de Los Cuentos que New York no sabe, si en el reconocimiento no figurara la aprobación<br />

de un Federico de Onís, de B. Sanín Cano y Ricardo Rojas, bastaría el testimonio de tres grandes escritores<br />

de hispanoamérica: José María Chacón y Calvo, Enrique Gandía y Martín Luis Guzmán, el autor de El Águila<br />

y la Serpiente.<br />

Clara idea de la calidad y de la técnica del cuentista que es Ángel Rafael Lamarche, le dará al lector Pero él era<br />

así…, cuento psicológico admirablemente escrito, de intenso dramatismo, cuya acción discurre y termina en un momento<br />

y perdura en la memoria.<br />

109


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Como su marido lo había sospechado, ella avanzó por el pasillo hasta el cuarto de Sim.<br />

Tuvo que luchar con la cerradura porque la puerta estaba cerrada y por allí no se veía bien.<br />

Pero cuando abrió, la ventana de la habitación que caía a la calle amplia y llena de ruido,<br />

libre del obstáculo de las cortinas, dejaba penetrar la claridad de un farol próximo. Se acerco.<br />

Por esta ventana había visto regresar más de una vez a Sim, o algunos años antes lo vio<br />

jugar en la calle con sus compañeros. Levantando el brazo, buscó la bombilla e hizo luz.<br />

Todo se hallaba igual que cuando él se fue. La cama con su colcha de raso a franjas blancas<br />

y azules. Los cromos de lindas muchachas y el banderín triangular del equipo náutico de su<br />

escuela. En un rincón se recostaban, como si esperaran el término de aquellas prolongadas<br />

vacaciones, el bastón de esquiar y los puntiagudos esquís. Los libros vueltos de lomo en el<br />

pequeño estante, fingían abultarse más para que volviese a tomarlos una mano conocida.<br />

Abrió un cajón de la cómoda. Ahí estaban los “pull-overs” de bandas caprichosas, las botas<br />

de hule con que chapoteaba por los ríos y pantanos en las partidas de pesca, los calcetines<br />

y mitones de grueso estambre para los deportes de invierno… Todo se hallaba como él lo<br />

dejó la última noche que pasó aquí… Sí, Catharine lo sabía bien. Rupert y ella lo habían<br />

guardado cuidadosamente… Pero esta noche en que iba a ver la ampliación de la última<br />

fotografía que Sim se hiciera en Nueva York, sintió como nunca el deseo de visitar este<br />

cuarto. Aquella misma mañana lo había hecho. Lo efectuaba diariamente. Con frecuencia,<br />

muchas veces al día. Pero se le había ocurrido que, de visitarlo ahora, vería mejor el retrato<br />

de Sim, como si realmente necesitara revivir sus recuerdos. Y, sin embargo, no había olvidado<br />

la menor cosa… Ni aun era posible olvidar la afición de Sim por el pan de pasas y la<br />

sopa verde de guisantes… ¡Oh, no!… No era eso… Simón Lowell fue desde temprano un<br />

muchacho estoico. Si sus travesuras le proporcionaban un descalabro, lo ocultaba sin una<br />

queja. Ni Catherine ni Rupert tuvieron jamás que sufrir a causa de aquel hijo único… El hijo<br />

único. Esto lo medía todo. Actualmente le parecía muy raro que este hijo fuese sólo un hijo<br />

muerto. Muerto, y no un hijo como son y se quieren los hijos, para repasarle la ropa y verle<br />

todas las mañanas tomando el desayuno, con el libro al lado y metiéndose los dedos en los<br />

cabellos, o tocarle la puerta del cuarto de baño y advertirle, entre el estrépito de la ducha<br />

y la algazara de una canción: “¡Eh, Sim, que se te va la hora!”… No; aunque le pareciese<br />

increíble, ni siquiera Rupert y ella, por las noches desde la cama, le oirían entrar lo mismo<br />

que antes, diciéndose el uno al otro, como si fuera posible que pudieran tener dudas respecto<br />

de quien entraba: “Es Sim”…<br />

Miró el retrato de la muchacha que estaba en la mesilla de noche. Era Louise. Los grandes<br />

ojos negros sonreían con extraña expresión de incertidumbre, y sobre el pecho una letra<br />

cuadrada, esquinándose, había escrito: “Para que no dejes de pensar en mí constantemente,<br />

darling”. Catharine se reprochó casi con encono: “Fue una estupidez que no se casaran antes<br />

de que él se fuera”… Pero inmediatamente se arrepintió; debía ser justa: Louise era sólo una<br />

muchacha y únicamente hubiera conseguido crearse una serie de complicaciones, en tanto<br />

que hoy le quedaría como una pena dulce el recuerdo de Sim, y no tardaría en casarse con<br />

otro. Pensó que Louise vendría a ver también, dentro de un momento, la ampliación, pero<br />

“Sim se hallaba muerto”. Muerto: una sola palabra y, no obstante, qué resultados tan enormes.<br />

Desde que uno nace empieza a oír por dondequiera: la muerte… la muerte. Se dice la muerte,<br />

y todos, con los ojos en blanco, creen que comprenden su significación. En la actualidad,<br />

Catharine sí sabía lo que era la muerte. Pero su aturdimiento se renovó. La desconcertaba<br />

aceptar que Louise no tendría en lo adelante para ella el interés que tuvo anteriormente, y<br />

110


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

que cuando la propia Louise tuviese novio o se fuere a casar, sus consultas y su confianza<br />

serían para la madre de otro hombre…<br />

Y con lo fácil que había resultado todo aquello… Catharine estaba convencida de que<br />

las cosas más grandes suceden así, de un segundo a otro, con la mayor sencillez… Aun creía<br />

mirar a Sim aquel día: “Estamos en guerra”, dijo, y bajó los ojos, pero los volvió a levantar<br />

y sonreír… Sonriendo de esa forma se fue… Entonces vinieron las cartas: “No creo que se<br />

preocupen por mí; me molestaría; me siento sano y alegre… Ustedes saben bien que me<br />

gustaron siempre las empresas más peligrosas y las aventuras… Además, la guerra vista<br />

a distancia es muy distinta a como se ve entre sus “mismas conmociones”… Era un tono<br />

idéntico al que empleaba cada vez que Rupert o ella parecían flaquear ante las inevitables<br />

cuestiones de la vida: “¡Eh, padre, no olvides que me siento orgulloso de tu valor!”; o con<br />

cara muy seria, pero besándola con inocultable ternura, le decía a Catharine: “¡Hum, madre,<br />

recuerda que me gustan las mujeres fuertes!… Por Navidad escribió: “Me parece advertir que<br />

ustedes quieren saber cómo me va con la nieve. Pero ¡si nací y me crié entre ella!… Bueno,<br />

en realidad, ha sido mucha, pero no ignoran cómo me satisface. De modo que en vez de<br />

lamentar su abundancia, la he agradecido. Tocándola día y noche a campo raso me convertí<br />

un poquito en el héroe de todos los sueños que desde la infancia me despertó y no pude vivir<br />

allá, sino por momentos y como un muchacho esclavo de las horas y los libros; en resumen,<br />

como un muchacho enfadosamente “civilizado”. En “Christmas eve” fue mucho mejor. Me<br />

sirvió para celebrarla. Cubría con su blancura todo el terreno, y como abundan los pinos, y<br />

esa noche estaba el cielo muy azul, y la propia noche tenía una especie de oscuridad azulada,<br />

yo mismo llegué a creerme una de esas figuritas que aparecen en el paisaje de las lindas<br />

tarjetas de “Christmas”. Detrás de mí, mis camaradas, a la sordina, hacían música; yo había<br />

avanzado unos pasos, tantos como me lo permitieron el reglamento y la precaución; levanté<br />

la vista y parecían recién estrenadas las estrellas, y se me antojó que “eran todas las estrellas<br />

de los árboles de las “Christmas” que pasé en compañía de ustedes… ¡Oh! Los recordé, cómo<br />

los recordé… y aún los estuve viendo, de la misma manera que me pareció ver a Louise… Y<br />

como el viento aullaba con fuerza, imaginé todavía más: que estaba oyendo los hurras de<br />

toda la “banda”: de Bob, de Molly, de Sam, de Letty; o que oía cantar a Gail Walker, aquella<br />

muchacha de ojos verdiazules que me llamaba “Simón el pendenciero” y fue vecina nuestra<br />

y cantaba en Broadway, a quien si la encuentran por ahí, les ruego la saluden de mi parte. Y<br />

aun cuando “mother” lo dude, entonces, mirando las estrellas, canté también, con alegría,<br />

mi canción… ¿El peligro? Bah… No me importa, ni creo tampoco mucho en el peligro. Ya<br />

volveré. Y cuando vuelva, volviese como volviere, ni ustedes ni yo, ¿verdad?, derramaremos<br />

una sola lágrima”.<br />

Pero no volvió. Un día, ese día que no se parece a ningún otro, porque no es sino ése, vino<br />

el aviso intransformable. Desde luego, en eso no había dudas, el informe lo precisaba con<br />

claridad: “Murió como un valiente”. Pero no había vuelto… No; Catharine estaba segura<br />

que cuando Rupert viera la ampliación no podría resistir e iba a suceder lo que precisamente<br />

ni su marido ni ella, sin decírselo, querían que sucediera…<br />

Al regresar Catharine a la sala, Rupert pareció no apartar la atención del periódico que<br />

leía. Pero la observaba de reojo y no se le escapó que se sentaba lentamente como si en verdad<br />

la rindiese la fatiga.<br />

Fue un largo timbrazo, uno solo. Catharine, que se había llegado a incorporar, volvió<br />

a sentarse como avergonzada de su desconcierto. Rupert lanzó el periódico y echó a andar<br />

111


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

precipitadamente, como si temiera no llegar nunca; pero al fijarse en su mujer, caminó paso<br />

entre paso. El mensajero se cercioró:<br />

—¿El señor Rupert Loweil?<br />

Era un muchacho quizá un poco más alto y delgado que Simón. Rupert tuvo la certeza<br />

de que cuando Catharine lo viese pensaría lo propio que él había pensado: “Tiene la misma<br />

edad de Sim”. Con mano segura firmó el recibo y, ayudado por el mensajero, llevó el bulto<br />

hasta ponerlo sobre la inútil chimenea de la sala, en dirección de la puerta.<br />

Al entrar allí, el muchacho saludó:<br />

—Buenas noches, señora.<br />

Los ojos de Catharine, al verlo, brillaron de modo especial, pero permaneció muda. El<br />

mensajero bajó los ojos y se devolvió por el pasillo. Rupert lo había seguido y no se limitó<br />

en la propina.<br />

—Gracias, señor –dijo confuso el muchacho.<br />

Lowell sonrió; aparecía perfectamente en calma, pero se olvidó de cerrar la puerta.<br />

Cuando volvió, Catharine no se había movido aún y miraba como fascinada el bulto.<br />

Era de tamaño considerable y estaba cuidadosamente protegido por un papel castaño fuerte.<br />

Rupert, sin vacilar, empezó a romper la envoltura. Fue en ese momento cuando Catharine<br />

se aproximó. El papel estallaba como quejándose y resistiéndose. El retrato apareció; no<br />

comprendía mucho más del busto; Rupert retrocedió unos pasos. Era Sim, sin objeción el<br />

mismo Sim, un Sim vivo y alegre: el cabello casi rubio partido escrupulosamente a un lado;<br />

los ojos, de una transparencia infantil, diríase que tras de mirar a los dos, se levantaban un<br />

tanto para no perder un solo detalle de lo que ocurriese en la puerta; los labios, al sonreír,<br />

se entreabrían como si acabaran de hablar o por el contrario se impacientaran por hacerlo;<br />

se veía aún el principio de la chaqueta color de arena a grandes cuadros de un gris azulado;<br />

en la solapa rojeaba un tulipán… Catharine y Rupert, inmóviles, parecían impasibles, pero<br />

se clavaban fuertemente los dedos contraídos en la palma de la mano. Sí, era la imagen de<br />

Sim, de un auténtico Sim; la boca entreabierta quería, sin duda, comunicarles algo; pero tal<br />

vez el mejor mensaje se encontraba en ese soplo de vigilancia que sentían Rupert y Catharine<br />

bullir entre los dos, y apoyarse igual que una mano cariñosa en el hombro del uno y<br />

del otro, y que luego de escudriñarles ansiosamente la cara, ya más tranquilo, sonreía con<br />

enternecimiento al mirarles el corazón…<br />

Nervioso, Rupert se acercó y enderezó el cuadro un poco más. Catharine le observó con<br />

inquietud, y en su mirada apareció visiblemente el miedo, sí, un indecible miedo y gritó:<br />

—¡Es que no lo vas a dejar tranquilo!<br />

Rupert se volvió estupefacto, pero al mirarla no tardó en responder con agresividad:<br />

—No sabes decir más que estupideses.<br />

Ella estalló nuevamente:<br />

—Es preferible a ser un completo idiota.<br />

Las voces se alzaban y las injurias se enardecían. Alguien acabó de empujar la puerta.<br />

Era Louise. Deslumbrada al descubrir el retrato de Sim, la sacudió un estremecimiento. Y<br />

se detuvo. Estaba escuchando. Tapándose los oídos, retrocedió. Con los ojos húmedos, creía<br />

imposible que hubiesen esperado para conducirse de esa manera a que estuviese delante el<br />

propio Sim…<br />

Tan engolfados se hallaban en la disputa que no parecieron darse cuenta de la presencia<br />

de la muchacha. Al fin, Catharine vociferó:<br />

112


—¿Piensas pasar así toda la noche, imbécil?<br />

Rupert contestó con rabia:<br />

—Me voy a acostar… pero en el sofá… No puedo dormir junto a una infame de tu<br />

clase…<br />

Ella recalcó con agrio desdén:<br />

—Eso era lo que deseaba, mal hombre.<br />

Sin embargo, al separarse en opuestos rumbos, Rupert acertó a volverse en momento que<br />

Catharine no lo veía y en sus ojos relampagueó como una pícara ternura; quizá por coincidencia,<br />

y en otro instante semejante, a ella le pasó igual. En veinte años de matrimonio era<br />

ésta su primera disputa y la primera vez que no dormirían uno al lado del otro. Todo esto<br />

era extraño. ¿Sim, que los había unido tanto siempre, terminaba ahora por separarlos? No;<br />

hoy se sabían más unidos que nunca y Sim era el broche de esa unión. Pero mañana sería<br />

otra cosa… Ambos suspiraron con ese suspiro de los que acaban de pasar victoriosamente,<br />

no importa el sacrificio, por una gran prueba. Experimentaban orgullo, inmenso orgullo…<br />

Ahí estaba Sim, y que lo dijese él: no habían derramado ni “una sola lágrima”.<br />

JOSÉ RAMÓN LÓPEZ (1886-1922)*<br />

El general Fico<br />

A don Andrés Julio Montolío<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Venía cabizbajo de Las Escaleretas a la Palma, siguiendo a lo largo del camino en su<br />

caballo rucio avispado, al que soltó las riendas sobre el cuello, por lo que el rocín iba paso<br />

entre paso, imprimiendo al jinete un movimiento oscilatorio que le inclinaba tan pronto a<br />

uno como a otro lado de la bestia.<br />

El jinete era feo. Las piernas encorvadas por el hábito de montar a caballo, encajaban<br />

sobre el cuerpo del animal circunvalándolo como una cincha, y estaban envainadas en<br />

sendos pantalones, anchos y sobre-cortos, que dejaban en descubierto cuatro dedos de<br />

jarrete musculoso y peludo; y después unas medias de a real, caídas sobre los ZAPATOS DE<br />

OREJAS salpicados de lodo, con enormes espuelas de cobre bien aseguradas, rechonchos<br />

y sin lustre, fundas de los enormes pies que no se calzaban sino los domingos y fiestas de<br />

guardar. El tronco era robusto, cuadrado, ordinariote, terrible con su chaquetita corta y mal<br />

traída, de gusto y hechura rural, huyéndole a la pretina de los calzones, a dos dedos de<br />

ella, con anchos bolsillos donde guardaba el descomunal cachimbo de tape y la vejiga de<br />

toro henchida de picado andullo, y dejando ver los pliegues de la camisa listada y la ancha<br />

correa de que pendían el sable truculento, el cuchillo COLLIN de luciente y afilada hoja,<br />

y su revólver de MITIGÜESO, que así lo llamaba. Y como coronamiento de aquel sagitario<br />

tremebundo, de aquel ecuestre Hércules pigmeo, una cabeza sobre cuello apoplético, con la<br />

faz cetrina teniendo por frente una pulgada de surcos rugosos entre el cabello apretado y las<br />

alborotadas cejas tras las cuales brillaban, emboscados como salteadores, dos ojillos negros<br />

de expresión felina, entrecerrados ahora, mirando paralelamente a la nariz de forma cónica,<br />

rematada en trompa y como queriendo zamparse en la espaciosa boca de labios gordos y<br />

*Autor de: Cuentos Puertoplateños, un v., 1904. Tip. Olga, Santo Domingo (C. T.); Nisia (1898), novela corta; Geografía<br />

(1915), Manual de agricultura (1920), La alimentación y las razas (1896), folleto.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

negruzcos, que se abría hasta cerca del remate de las quijadas como agallas de tiburón que,<br />

con los pómulos salientes, le cuadraban la cara. De ésta, a manera de velamen, se destacaban<br />

una chiva larga y puntiaguda, y dos orejas espantadizas, desconfiadas, adelantándose en<br />

acecho para oír mejor. Y por sobre todo ese conjunto abigarrado y monstruoso un breñal de<br />

cabellera amoldada al sombrero y al pañuelo que llevaba atado, y afectando las formas de<br />

un paraguas o de un hongo.<br />

Era el General Fico, cacique el más temido en los alrededores. Machetero brutal y alevoso,<br />

holgazán consuetudinario que vivía cobrando el barato de todo en toda la comarca.<br />

De súbito se irguió como por resorte, arrendó el caballo, y en todo su ser se reflejó una<br />

expresión de fuerza bruta irritada, de tigre hambriento que olfatea la presa y se alista a caer<br />

de un brinco sobre ella. Aguzó el oído, y creció la ferocidad innata de su gesto, avivada por<br />

la pasión; sus ojos despedían relámpagos, y sus músculos se marcaban con brusquedad sobre<br />

la piel, como las venas hinchadas de sangre. Se apeó del caballo, sacó su revólver y se lanzó<br />

con paso cauteloso hacia la selva por entre la cual iba el camino. Cinco minutos hacía que<br />

andaba así, escudriñando por entre el claro de los troncos y las malezas, cuando vociferó<br />

una interjección de rabia, y se quedó parado entre dos ceibas de alto y grueso tronco.<br />

—Ei diablo me yebe. ¡Bien sabía yo que era beidá! Y me oyén eso do sinseibires, bagamundo<br />

je ofisio, y se han laigao! ¡Si yo cojo ese güele fieta y a esa arratrá!<br />

Aquí se contuvo, y volvió a examinar los árboles.<br />

—No hay dúa –continuó–. La señai no manca. Aquí taba ei picando el palo con su cuchiyo,<br />

sin atrebeise a miraila y eya detrá de lotro palo con lo sojo bajo, ei calabazo de agua<br />

en ei suelo y jasiendo un agujero en la tierra con el deo grande dei pié. Eso jueron lo golpe<br />

que oí. Pero ai freí será ei reí. No ar plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague.<br />

Y regresó mascullando tacos y maldiciones al camino, donde volvió a enhorquetarse<br />

sobre su caballo, y siguió marcha a la casa del vale Pedro, que se veía sobre un cerrito a<br />

distancia de un cuarto de milla, contrastando su techo pajizo y su maderamen de tablas de<br />

palma con el verde panorama, ondulado de colinas y vallejuelos, que la rodeaba.<br />

Ya no iba cabizbajo. El pensamiento airado no se refleja mansamente en la fisonomía: es<br />

el resplandor de un incendio que caldea el rostro y se propaga al ademán. Entre uno y otro<br />

parpadeo flameaban sus ojillos como brasas sopladas, y se aventaban sus narices a compás de<br />

las crispaduras de sus puños. De cuando en cuando espoleaba maquinalmente el rucio, que<br />

en la primera arrancada hacía traquetear el sable encabado, golpeándolo sobre un costado<br />

de la silla. Torció a la izquierda y ganó la vereda que conducía a casa del vale Pedro.<br />

Ideas salvajes de deseos, venganza y exterminio azotaban el pequeño cerebro del General<br />

Fico. Estaba locamente enamorado de Rosa, hija del vale Pedro, la más linda campesina de<br />

los alrededores; pero la muchacha se resistía a corresponder esa ferviente pasión carnal de<br />

groseras manifestaciones, y desechaba las oportunidades de encontrarse con el fauno que<br />

no le perdía pies ni pisadas, en su empeño de conquistarla a todo trance. El había perdido la<br />

tranquilidad de bestia saciada con los nuevos apetitos que le aguijoneaban. Su pobre mujer y<br />

sus chiquitines andaban ahora temblando cuando él estaba en casa, porque se quedaba horas<br />

y más horas meciéndose en la hamaca, con el gesto áspero de mastín en guardia, echando<br />

pestes como si para eso y para hartarse solamente tuviera la boca: cuando no les llovía una<br />

granizada de puntapiés y garrotazos sin motivo alguno. Recordaba en este momento las<br />

facciones de Rosa, dulces como una sonrisa; su lozanía robusta y graciosa, que parecía que<br />

iba a estallar como la concha de una granada y a avivar el sonrosado de las mejillas; sus<br />

114


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

ojos negros de miradas acariciadoras, su pelo reluciente, que de tan negro se tornasolaba, y<br />

aquel cuerpo de ondas firmes, acopio virgen de bellezas tentadoras…<br />

Y que un patiporsuelo que iba a las fiestas sin chaqueta le disputara la posesión de ese<br />

tesoro, a él, al primer varón de Los Ranchos, al que hacía temblar a hombres y a mujeres<br />

y con su nombre se acallaba a los pequeñuelos traviesos… a él, que disponía de todo, que<br />

cobraba primicias así de las labranzas como de las muchachas casaderas!… ¡No, no podía<br />

ser! Aquello acabaría mal, si esos tercos no entraban en razón. Porque no le cabía duda: las<br />

negativas empecatadas de Rosa provenían de que andaba en teje-menejes con ese perdido<br />

de Julián, a quien tenía que meter en cintura haciéndole sentir todo el peso de su autoridad.<br />

Había visto sus cuchicheos en la fiesta del domingo anterior, y aún recordaba que Rosa se<br />

puso como una amapola cuando Julián, con el güiro en la mano, entonó unas décimas cuyo<br />

pie forzado era:<br />

“La mujei que te parió<br />

puede desir en beidá<br />

que tiene rosa en su casa<br />

sin tenei mata sembrá”.<br />

Y ella también estaba esa noche más adornada que de costumbre: estrenaba un trajecito<br />

blanco con chambra y falda de arandelas; una mantilla rosada, y un ramito de clavellinas<br />

matizadas en el pelo ¡Qué muchacha! Olía a gloria y era de chuparse los dedos. Pero urgía<br />

proceder de firme y rápidamente, porque la cosa iba de largo: acababa de ver la señal de que<br />

hablaban en el monte, saliendo ella con pretexto de ir por agua al río. Y para ganar tiempo<br />

resolvía ponerlo en conocimiento del vale Pedro, cosa de que espantara a Julián y vigilara a<br />

Rosa, en lo que él ideaba algo que le asegurara la posesión de la muchacha.<br />

Al desembocar a un recodo de la vereda se encontró con aquella.<br />

—Bueno día le dé Dio –le dijo Rosa toda asustada. Llevaba su calabazo de agua pendiente,<br />

por el agujero, del índice encorvado. Efectivamente había estado conversando en el<br />

monte con Julián, tranquilizándole de sus celos de Fico, cuando oyeron los pasos de éste.<br />

Se le había adelantado, y la turbó encontrarse con él toda sudorosa, jadeante, temiendo que<br />

sospechara algo al verle los colores encandilados y el traje lleno de cadillo.<br />

—Bueno día –le contestó Fico acentuando mucho las silabas; y luego añadió:<br />

—¿Qué jeso? ¿Hay arguna laguna en ei monte, que no ba ja bucai agua po la berea?<br />

—No, jue que…<br />

—Sí, ya se lo que e. Agora memo iba a desíselo a tu taita, poique ésa no son cosa de<br />

donseya honeta. Qué poibení te quea co nese arrancao que no tiene conuco y anda de fieta<br />

en juego y de juego en fieta. Poique yo sor claro: de dai un mai paso se da con quien deje:<br />

con hombre que sean batante pa yebai qué comé y qué betí.<br />

—Pero, general si yo con ninguno… –tartamudeó Rosa.<br />

—No me digaj na que yo lo sé to. Y como tengo que mirai poi tojutede, si o acaban eso,<br />

bor a jasei que recluten pa soidao a Julián.<br />

—¡Binge santa! ¿qué dise uté, generai? A soidao… ¿Y poiqué? ¿Qué ha jecho ese bendito?<br />

Poi Dio… Déjelo quieto…<br />

—¡Y te atrebej a intereaite por ei alante mí. Un bagamundo que no tiene má sembrao<br />

que tre sepe plátano? Cuaiquiea te coje jata tirria. Mira: si diaquí a trej día no sé con seguridá<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

que lo haj dejao, ba pai pueblo. Hor é lune, Ei sábado, o me aj dicho que si o buela éi co nala<br />

de cabuya, camino e Pueito Plata.<br />

La pobre Rosa de deshizo en lágrimas y ruegos: que no lo persiguiera; que se habían<br />

visto por casualidad, y ella no podía ponerle mala cara a ese cristiano que se había criado<br />

junto con ella; que qué mal le habían hecho ellos para que los tratara como a jíbaros…<br />

Pero no alcanzaba nada. Fico al fin la dejó plantada en medio de la trilla, recordándole<br />

al volverse su amenaza: ¿Soy o no autoridad?, se preguntaba él. Vamos, Fico, ¿para qué te<br />

ha entregado el mando el Gobierno?… ¡No faltaba más: perderle así el respeto!…<br />

�<br />

El sábado siguiente, muy de mañanita, iba el pobre Julián entre cuatro cívicos, atados<br />

los brazos a la espalda, guiado como un marrano a la Fortaleza de Puerto Plata, donde le<br />

meterían en el siniestro Cubo con los criminales más atroces, para luego salir a montar la<br />

guardia y quedar condenado a envejecer bajo un fusil.<br />

En aquella mañana tan hermosa comenzaban sus amarguras. Mientras él ahogaba los<br />

sollozos de dolor y rabia, la naturaleza saludaba la dicha de vivir con la alegría de sus cantos<br />

aurorales. El inmenso azul se teñía de franjas purpurinas que asomaban como cabellera<br />

hirsuta por la cima de los montes negruzcos que se veían al Oriente, despertándolo todo;<br />

levantóse una brisita fresca y reposada, mensajera del perfume de la selva; cantando al pasar<br />

por entre las añosas ramas, e inclinándose a susurrar secretos a los inmensos pastos de yerba<br />

de guinea, esmaltados de rocío, que se inclinaban para oírla. El gorjeo de los ruiseñores se<br />

unía a los tiernos arrullos de la paloma, y al suave murmurar del Bajabonico; cantaban los<br />

gallos, sultanes de su harem y las vacas con la ubre repleta, mujían tristemente llamando a sus<br />

becerros. Y el hombre también comenzaba su labor: hendiendo las nieblas que se disipaban,<br />

subían alegres de las rústicas cocinas densas columnas de humo como matinal incienso al<br />

Dios que hizo del amor el génesis y el impulso de la vida.<br />

Y el infeliz Julián, aquel mozo robusto como una ceiba, de mirada enérgica y facciones<br />

agradables, aquel pobre muchacho, bueno y fuerte, amante y laborioso, veía todo eso con<br />

los ojos húmedos, y le parecía imposible que a su edad y entre esas lomas, bordes del inmenso<br />

tazón de suelo fértil en que había vivido, pudiera el dolor arrancarle lágrimas. Ni se<br />

fijaba en los sombríos verdes y olorosos, en los ganados relucientes y gordos que retozaban<br />

a distancia, ni en los bohíos encaramados como cabras en lo alto de las colinas y picachos.<br />

Solamente cuando pasó frente a casa de Rosa salió del atontamiento en que su repentina<br />

desgracia le tenía sumido. ¿Perderla?… ¿y por qué? Por el capricho de un asno satiriaco (sic)<br />

y omnipotente. ¿Cómo sería posible? Aquel trozo de alma, aquella hermosura como flor<br />

silvestre que se iba derechamente a él para que la recibiera en sus brazos y la trasplantara<br />

a su corazón, no había de ser suya? ¿Por qué andaban las cosas tan destartaladas en el<br />

mundo? ¿Por qué el Gobierno escogía para representar la autoridad a un truhán como el<br />

general Fico? ¿Acaso no había buenos hombres en los Ranchos? ¡Ah! pero los del campo<br />

son el ganado humano: les ponen un mayoral, mejor cuanto más malo, para que arree la<br />

manada a votar por el candidato oficial, o a tomar las armas y batirse sin saber por qué ni<br />

para qué. Nada de prédica, nada de escuelas, nada de caminos, nada de policía. Opresión<br />

brutal. Garrote y fandango: corromperlos, pegarles y sacarlos a bailar. Y en cambio de eso,<br />

que el mayoral haga lo demás. Que estupre, robe, exaccione, mate… con tal que el día de<br />

guerra o de elecciones traiga su gente.<br />

116


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Todo eso le trasteaba confusamente la cabeza a Julián: creía tener derecho a rebelarse<br />

contra tamaña iniquidad. ¿Eso era Gobierno?… ¿Si un toro furioso le embestía en el camino,<br />

no se defendería? ¿Y qué toro se igualaba al general Fico?…<br />

Luego pensó en su madre, en la pobre viejecita que estaría a estas horas hecha un río de<br />

lágrimas, sin amparo, sin auxilio, quizá maltratada por ese mala casta… Estiró los brazos<br />

como para quebrar las cuerdas, y tomó tal impulso que derribó a los dos que lo sujetaban;<br />

pero los otros lo dejaron sin sentido a culatazos, llevándole luego bien seguro y casi a rastras<br />

hasta la población.<br />

�<br />

Pasó una semana más sin que Fico se dejara ver por los alrededores de la casa de Rosa;<br />

pero a los ocho días la esperó a la vera del río, y cuando ella asomó pálida y ojerosa, pintado<br />

su dolor en el semblante, le preguntó que cuál era su resolución. Y ella volvió a deshacerse<br />

en ruegos y protestas: que sacara a Julián de soldado porque no había nada entre los dos;<br />

que si estaba desesperada era por la idea de que ella fuese la causa de la desgracia de un<br />

prójimo: fuera de ahí nada. En cuanto a lo otro no, no insistiera, porque primero moriría que<br />

tener frutos que no fueran de bendición.<br />

Él la contemplaba extasiado. Arrobábale su hermosura, ora grave de máter dolorosa,<br />

con la delgadez semitransparente arrebolada de ideales, y se arrodilló, suplicante a su<br />

vez, implorando un jirón de amor, por el que le ofrecía su poder omnímodo, su brazo<br />

omnipotente, su voluntad que dominaba las otras desde Tiburcio hasta Las Hojas Anchas,<br />

desde el mar hasta La Cumbre. Satanás enamorado debe tener la hermosura siniestra y<br />

tenebrosa que la fiebre del amor creó en Fico. Arrebatado por su pasión vehemente, como<br />

que tenía fuertes asideros en la carne, tomó una de las manos de Rosa, y estampó en ella<br />

besos de fuego, que resonaron en la soledad confundiéndose con el bullicio argentino de<br />

la corriente.<br />

—Jesús –gritó Rosa–, retirando con violencia la mano y haciendo un gesto de asco y<br />

de desprecio. Miró a todos lados buscando un salvador, pero allí, fuera del monstruo, sólo<br />

había pájaros y peces. Entonces echó a correr por el repecho de la hoya, hasta que salió al<br />

camino. El se quedó mirándola con los brazos cruzados, torvos los ojos, meciendo la cabeza<br />

sobre su cuello toruno. Estaba sentenciada. La miseria y el dolor, como círculo de fuego, no<br />

tardarían en rendirla.<br />

No transcurrió mucho sin que se esparcieran rumores funestos en toda la comarca que<br />

riega el Bajabonico. Rosa y el vale Pedro comenzaron a notar aislamiento, vacío en torno de<br />

ellos. Se pasaban los días sin que a su puerta se oyera el ¡Alabado sea Dios! o el ¡Dios sea<br />

en esta casa! de una visita. Rosa decía a veces con una sonrisa de enfermo que se le estaba<br />

olvidando ya el contestar ¡por siempre! Sospechaba el manejo oculto. Bien se le alcanzaba<br />

que todo era obra de Fico, quien los había señalado como objeto de su prevención y de su<br />

tirria, espantando a los atemorizados vecinos, que ninguna clase de solidaridad querrían<br />

con los amenazados por el tiranuelo. Así había excomulgado a muchos. Pero Rosa tranquilizaba<br />

a su padre achacándolo a lo afanados que andaban en todas las casas con la madurez<br />

de la cosecha.<br />

No sabía nada de Julián, lo que la traía desasosegada e inquieta. A veces se iba al monte<br />

para escapar a las miradas de su anciano padre, y allí daba rienda suelta a su llanto. Traía<br />

a la memoria las horas de dicha en que bajo los mismos árboles relamía a hurtadillas con<br />

117


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

la vista la varonil hermosura de su novio; y ahora se encontraba sola: el quién sabe cómo;<br />

ella bajeada y perseguida por el enemigo de su recato, que tal vez a cuáles extremos la<br />

conduciría.<br />

�<br />

Una tarde, al regresar del cercano monte, la encontró siña Nicolasa, y con misteriosos<br />

ademanes le indicó que quería hablarle de algo reservado, y la llevó tras una mata de bambú<br />

muy ahijada, como enorme mazo de plumas gigantescas.<br />

Allí le contó que había sabido lo que el general Fico quería contra ellos, pues lo oyó hablando<br />

a la vera del camino con tres de sus hombres, mientras ella recogía leña en el monte.<br />

Su plan era reclutar para soldado al vale Pedro; y cuando Rosa quedara sola, acabar poco<br />

a poco con cuanto tenían, mientras el viejo se pudriera haciendo guardias; hoy una vaca,<br />

mañana un caballo, después otra bestia… así irían llevándoselo todo, hasta dejarlos en la<br />

inopia y los tres bribones se encargarían de vender a medias en otra parte lo robado.<br />

Rosa, aunque no le sorprendió la noticia, pues ya lo venía temiendo, se aterró: Julián era<br />

mozo y podía esperar a que las cosas cambiaran; pero su pobre taita, viejecito que ya miraba<br />

al suelo, se le iba a morir en el servicio. Le debía más que la vida, que cualquiera la dá; le<br />

debía una consagración idólatra, con ternuras y delicadezas femeniles; había sido para ella,<br />

desde el mes de nacida, padre y madre al mismo tiempo: casi ni la había dejado ocasión de<br />

notar la falta de la que la echó al mundo. Y ahora que estaba en sus manos el salvarlo, ¿no<br />

lo haría? ¡Pero, qué sacrificio era necesario! Entregar su virginidad como flor a un verraco.<br />

Encenegarse con aquella fiera, y renunciar a la realidad de sus sueños, a la vida de amor<br />

idílico con Julián, que ya consideraba como cosa hecha. Desprenderse de la riqueza, de los<br />

goces materiales, es durísimo trance; pero deshacerse de un ideal, arrancarlo después que<br />

sus raíces profundizaron en el corazón, es la muerte del alma: sigue existiendo el cuerpo,<br />

pero no vive: las piedras crecen también.<br />

Y no daba espera la maldad del general Fico. A la mañana siguiente iba a empezar la<br />

ejecución de sus planes tenebrosos. Esa noche el vale Pedro notó la aflicción de su hija, y<br />

quiso averiguar la causa: ella estuvo tentada a confesárselo todo; pero previó la amargura<br />

del buen viejo; y quién sabe si su rectitud en materia de honra pudiera llevarlo hasta a un<br />

combate en que de seguro moriría… y quiso economizarle esos dolores: sonrió forzadamente<br />

y dijo que estaba indispuesta… poca cosa…<br />

¡Qué noche! ¡Cuánto ir y venir con la imaginación, buscando una salida para todos! Pero<br />

no había otro remedio: para salvar a los demás precisaba que ella quedara en prenda.<br />

Cuando asomaron los claros del día, ya su resolución era firme: se sacrificaba entregándose<br />

a aquel hombre implacable que le causaba horror. Coló el café y salió luego con dos<br />

calabazos, más que por buscar agua para aguardar a Fico en el camino y tratar accediendo<br />

a sus infamias.<br />

No esperó mucho. Desde lejos lo vio venir cabalgando en su rucio, y rodeado de sus<br />

cuatro hombres, los brazos de sus maldades, que venían a llevarse al vale Pedro. Le llamó<br />

aparte, y la horrible transacción quedó consumada. Ella estaría a media noche en la puerta<br />

tranquera, y él perdonaba al vale Pedro.<br />

Oíase el segundo canto de los gallos cuando Rosa se deslizó como una sombra y se detuvo<br />

en la tranquera, donde se recostó casi desvanecida. Otra sombra avanzó entonces y empezó a<br />

hablarle en voz baja; pero cuando se disponía a saltar las varas, sonó una interjección seguida<br />

118


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

del relampagueo de un cuchillo que se hundió en las entrañas del general Fico, para salir<br />

goteando sangre al caer el cuerpo de este bandido.<br />

El matador era Julián. Se había escapado de la Fortaleza, y venía a ver a Rosa para<br />

ocultarse en cuanto amaneciera, cuando reconoció en las tinieblas a Fico que entraba en la<br />

vereda. Lo siguió andando por el monte sin perderlo de vista, luchando entre los celos y el<br />

temor de alguna nueva infamia y, resuelto a saberlo todo, se apostó en acecho cuando Fico<br />

se detuvo frente a la tranquera del vale Pedro.<br />

Rosa, defendiéndose de las acusaciones que su amante, tentado de matarla, le imputaba,<br />

refirióle lo acontecido; y cuando el vale Pedro salió a las voces, tuvo que convenir en que era<br />

necesario escapar esa misma noche. Recogieron algunas bestias, y cargando con cuanto les<br />

fue posible, se encaminaron hacia los cortes de Jamao, refugio inviolable, saldo de cuentas<br />

de los que tienen alguna que arreglar con la justicia.<br />

En La Palma, cuidando la propiedad del vale Pedro mientras la vendían, quedó la madre<br />

de Julián, aguardando a que su hijo viniera una noche a buscarla.<br />

En cuanto al general Fico, hasta el Gobierno abandonó su causa cuando dio las espaldas<br />

a este mundo, y al cabo de un mes nadie se acordaba de él sino para bendecir al que libró<br />

la comarca de tan perniciosa alimaña.<br />

RAMÓN MARRERO ARISTY (N. 1913)*<br />

Mujeres<br />

Había junta en “El Arroyo”. Ese día se estaba sembrando maíz en las tumbas nuevas<br />

que se abrieron en el terreno de las múcaras, al Este. Varios hombres del lugar estaban en la<br />

siembra. Unos vinieron solos, otros con muchachos que ya podían tomar parte en el trabajo,<br />

echando cinco y seis granos de maíz en los hoyos y luego tapándolos con lo pies; los menos<br />

trajeron sus mujeres para que hicieran la comida en el bohío.<br />

Desde el rancho de palos parados, tendiendo la vista hacia el lugar de las siembras, por<br />

encima de batatales y guandules pequeños, se alcanzaban a ver los hombres como muñequillos<br />

bajo el sol; unos inclinados sobre la azada, otros echando el grano en el hoyo. De un<br />

lado de la tumba, al borde del monte, salía un tenue humillo de la candela que tenían para<br />

conservar brasas y encender los cachimbos. En el centro del batatal que había de por medio,<br />

se levantaba un viejo higo retorcido, gigantesco, negro y musculoso, con un sombrerito de<br />

hojas en lo alto.<br />

Las mujeres eran tres, y estaban en la cocina del bohío. Una era vieja, negra, delgada, con<br />

algunos dientes menos. En la cabeza tenía el inseparable pañuelo de madrás que le ocultaba<br />

las canas, y en la boca el cachimbo. La otra era de color amarillento, y la piel de su cara<br />

harto áspera, no había conocido más que agua del arroyo, agua de cielo y sol. Su cuerpo era<br />

lleno y fuerte. La más joven, una mulatita fresca, de diecinueve años, respondía al nombre<br />

de Tatica, y tenía bastante belleza. Negro pelo se le enroscaba en dos moños a ambos lados<br />

de la cabeza; todavía sus dientes no habían sido ennegrecidos por el cachimbo y su cuerpo<br />

tenía toda la belleza de una fruta sana madurada en la mata.<br />

*R. M. A. es autor de un volumen de cuentos: Balsié (1938) y de la novela Over (1939). Ha sido Diputado al Congreso<br />

Nacional y Secretario de Estado de Trabajo, etc.<br />

119


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

En una barbacoa había un caldero grande, tapado, lleno de locrio de gallina con auyama,<br />

despidiendo vapor por los hoyitos de una lata que le servía de tapa. Las mujeres estaban, una<br />

sentada en el pilón pelando plátanos; otra en cuclillas, arreglando las brasas y volteando los<br />

que estaban allí asándose, y otra, raspando los que ya lo estaban. Yo metía un cuchillo viejo<br />

en la candela tratando de mover una batata que pretendía asar. Como sólo tenía unos diez<br />

años y era de carácter muy apacible, las mujeres no se cuidaban de hablar en mi presencia.<br />

De ahí que charlaran como si estuvieran solas, sobre la parte más delicada de su pasado:<br />

aquella que se refería a los amores.<br />

—Cuando yo vivía con Julián, –decía la de tez amarillenta–, lo único que gané fueron golpe;<br />

¡ay jija! porque ese hombre na má sabía echale trozo a la mujer como si fuera una puerca,<br />

sin acordáse ni an siquiera de comprale un vetío. Dígame que él dende que una miraba a<br />

otro, ya se creía que se la diba a pegá… No jija, tá con hombre asina e una verdadera calamidá.<br />

Yo me metí con’él porque cuando a una le dentra la gana e tené macho, se vuelve loca…<br />

—La falta de iperencia, –dijo la más vieja de todas–; si cuando yo me fui con el difunto<br />

Maleno hubiera sabío cómo eran las cosa, hoy pudiera contá algo. Supónganse utede que a mí<br />

me querían llevá pal pueblo a la casa e don Luí, ese señor que é dueño de medio mundo e tierra,<br />

por loj lao del baoruco; y dipué de tó tá arreglao, antonce, por tá de pendeja, me llevé d’él y<br />

me juí… ¡Jesús! Cuando yo veo muchachitaj como eta que se meten en hombre sin calculá…<br />

Dijo esto dirigiéndose a la más joven. La aludida, que era la encargada de raspar los<br />

plátanos, se arregló la falda que le estaba dejando al descubierto los muslos, y creyéndose<br />

obligada a decir algo, murmuró:<br />

—Pa laj cosa no hay má que pedile suerte a Dió y confiá e n’El…<br />

—¿A Dió? –volvió a decir la más vieja–; é verdá, pero Dió dice: “ayúdate que yo te ayudaré”.<br />

Si tú viera pensao bien, a eta s’hora pudiera viví mejor. Una muchacha buena moza<br />

siempre jalla un hombre que la pueda poné en condición, mientras que dipué que se mete<br />

co n’un fuñío, no le queda má que aguantá.<br />

—¿Pero cómo se hace una? –preguntó resignada.<br />

—No me vengaj con n’eso. Lo que hay é aguantáse y no echase a perdé nuevecininga.<br />

Ya vé tú lo que hicite, que ni an amore teniaj con Julito cuando te fuite co n’él.<br />

—Yo no tenía amore, pero me pasó una cosa que me comprometió má…<br />

—¿Noj quiere decí que te forzó? –terció la de rostro amarillento– ¡ay, Tatica, por Dió! Toa<br />

nosotra semo maj vieja que tú…<br />

—Yo no he querío decí eso. Lo que a mí me pasó fue má grande. Y yo creo que a toa la<br />

mujer de vergüenza que le pase tiene que hacé lo mimo.<br />

—Vamo a vé, qué podría sé… –exigió la vieja.<br />

La llamada Tatica comenzó a relatar.<br />

—Dende hacía tiempo Julito andaba tirándome puya, pero yo nunca había pensao en<br />

meteme en ná co n’el, ni con nadie. En mi casa no lo veían con malo s’ojo, porque a mi pai<br />

tó se le diba en alabá lo trabajador que era y qué sé yó y qué sé cuando. Cuando un día se<br />

acabó e l’agua e bebé en la casa a eso de media tarde, y yo fuí a bucá un calabazo a l’arroyo,<br />

pa llená la tinaja. Me puse en el caño e llená, y como toavía el sol picaba, yo había llegao con<br />

mucho calor. Relojié pa toa parte, y como no vide a naiden me fuí por la barranquita del lao<br />

allá y me pasé al bañadero e la mujere. Me quité el camisón y una enagua, y con la otra me<br />

metí e n’e l’agua… Yo taba lo má quitá de bulla bañándome porque como por’ahí no andaban<br />

hombre, cuándo diba yo a creé que naide me tuviera mirando, y asina llena e confianza, dipué<br />

120


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

de refrecame bien, salí p’afuera. Me jinqué de epalda pa la chorrera, no fuera cosa que me<br />

viera alguno que viniera de l’otro lao, y me quité la enagua mojá. E n’eso me fijé que tenía<br />

e n’el pecho una cuanta s’hoja, y de un momento me puse a quitámela…<br />

—”¡Ay, señore!, yo taba encuerita en pelota e n’ese momento, cuando de ahí mismo en<br />

frente, de atrá e la piedra esa que tá e n’el sitio adonde uno se quita la ropa, casi pegao de<br />

mí, se paró Julio…<br />

—”¡Anja, Tatica! Ya te vide –me djo<br />

“¡Ay, que vergüenzas, Dió mío! Me dentraron gana e gritá, de salí corriendo… ¡de tó! Y<br />

lo que atiné fue a echame la ropa embollá en laj pierna y a cojeme lo pecho con la mano, pa<br />

que no me viera má de la cuenta.<br />

—¡Julio el Diache! –le dije–; ¡vete de ahí, condenao!<br />

“Y él me repondió:<br />

—”¡Qué voy yo a dí! Jata que no me prometa dite conmigo, no me meneo d’ete sitio.<br />

“¡Ay, Dió mío! Yo ni an sé cómo no me decalabré toa, señore. Porque me dentró una cosa<br />

que parecía como el prencipio de un insulto, y me largué en la chorrera, embollá en la ropa,<br />

pero con casi to el cuerpo afuera.<br />

—¿Y qué hizo Julio? –preguntó la más vieja con gran ansiedad.<br />

—El condenao, que al prencipio taba demigajao de la risa, al vé que yo me tiré como<br />

una loca y casi me tuve al matá, se asutó, y prencipió a vociame:<br />

—”¡Pero bueno Tatica!: ¿tú ere loca?<br />

“¡Pero bueno, muchacha!: ¿te ha dentrao lo malo?<br />

“Y yo le vociaba:<br />

—”¡Tú eré un abusador, malvao!<br />

“¡Jesú! Yo taba casi fuera e mi juicio. En’el l’agua me había pueto toa la ropa mojá, y entonce<br />

taba entripaita, pará en la corriente, con toa la ropa pegá del cuerpo y e l’agua a la rodilla, azorá<br />

como un animal cimarrón. Y él, parao en l’orilla, blanquito del suto, diciéndome:<br />

—”¡Pero bueno, Tatica!… ¡ofrécome!… Yo no creía que tú era loca…<br />

—”¡Quítate de ahí! –le vociaba yo–; quítate de ahí, y si no voy a dejá el condenao calabazo<br />

botao y entonce cuando me pregunten tú verá lo que voy a decí…<br />

—”¡Pero Tatica, por Dió! –volvía él a decí– ¿qué te ha dentrao, muchacha? ¡Si yo…!<br />

¡bueno… ! ¡yo no sé que…!<br />

—”¡Quítate de ahí! –volvía yo a gritá casi llorando.<br />

“Al fin se quitó. Yo salí má epantá que el Diache y a toa carrera l’eché mano a mi calabazo<br />

y me lo puse a la cabeza. E l’hombre que se había mantenío alejao, ahora vino a acercáseme.<br />

Yo prencipié a subí la barranca, y por má que quería apretá el paso, él diba ahí mimo,<br />

apariao, diciéndome:<br />

—¡Tatica, por Dió!… ¡Tatica!…<br />

”Y se le atrabancaba lo que me quería decí.<br />

“¡Señore! Utede han de creé que e n’ese momento tuve al cojele pena… ¡Qué se yo!…<br />

Y entonce le dije:<br />

—”Mira, Julio: lo que yo quiero e que te vaya, ¡por Dió! Y si tú no te vá, va j’a vé lo que<br />

te vá a pasá, porque se lo voy a decí a mi pai…<br />

“¡J’Ave María! Yo no sé qué fué lo que le dentró. Parecía que se le habían prendío la j’abipa,<br />

o que le habían mentao su mai. Me dió un sangulutión po r’un brazo que el calabazo fué a<br />

caé por casa e la porra debaratao en pedazo, y casi echando chipa por lo s’ojo, me gritó:<br />

121


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—”Mira, carajo, mojiganga, ¡mofia! ¡Si tú te cré que tú pai come gente tá equivocá, porque<br />

yo me le atrabanco a cualquiera e n’el gañote!… y ahora se lo va já decí, ¡Y bien dicho!…<br />

“Y enseguida me cerró a pecozone…<br />

—¡Critiana! –interrumpió la de la piel amarillenta–; ¿pero cómo se te pudo ocurrí, decalentale<br />

la sangre a u n’hombre?<br />

—Sí señóo… –afirmó la otra.<br />

—Animalá; animalá; –continuó Tatica–; que yo taba como loca dipué que él me había<br />

vito ejnúa, y eso fué tó.<br />

—Y dipué que te cayó a pecozone, ¿qué pasó? –preguntó la vieja.<br />

—¡Jesúu! Yo me taba volviendo loca, porque no podía darme cuenta de lo que tenía.<br />

Primero me había vito encuera, entonces me taba dando pecozone; en vé de otra cosa, lo<br />

único que me se ocurría pensá era que él tenía razón… ¡Utede han de cré!…<br />

—”¡Ay, Julio! ¡Ay, Julio! –principié a decile, llorando– ¡por Dió! que si viene gente se vá<br />

a dá cuenta…<br />

—”Cállese, carajo! –me gritaba él.<br />

“Yo le quería obedecé, pero no me podía aguantar y le volvía a decí:<br />

—”Por Dió, Julio: ¿qué vaj tú a cometé?… ¿Me va j’a matá?…<br />

“Ya me había dao como dié pecozone, y al yo decí asina, se paró. Pero casi loco de rabia,<br />

y jalándome po r’un brazo, me volvió a decí:<br />

—”¡Cállese, le he dicho! ¡Ahora mismo se va uté conmigo! ¡Camine po r’ahí, carajo!…<br />

“¡Ay señore! Consideren que yo me taba muriendo del miedo y de yo no sé qué, y lo<br />

único que pude fué decile:<br />

“¡Tá bien, Julio, tá bien!<br />

“Señore: me echó por delante, jipiando del llanto, sin hablá una palabra; ya utede conocen<br />

el reto: ¡jata el día de hoy!…<br />

—¡Pero esa te la ganate tú! –dijo la vieja, escupiendo.<br />

—¡Yo sí creo! –afirmó la otra.<br />

—¡Cómo va a sé, señore! –volvió a decir Tatica–; si dipué que un hombre la ha vito a<br />

una encuera ya se pué decí que la gobierna… digan su verdá…<br />

Esa frase desconcertó a las otras mujeres. Permanecieron un momento en silencio, como<br />

quien sabe que ha perdido una discusión y titubea antes de declararse vencido. Ambas se<br />

ocuparon, durante un momento, de remover los plátanos en las brasas. Al fin la razón pudo<br />

más que todo, y la más vieja comentó…<br />

—Bueno… dipué de tó… cuando un hombre le ha vito a uno laj parte…<br />

—Juu… –sopló la otra por la nariz.<br />

En ese momento se oyeron las voces de los hombres que venían del conuco. Las mujeres<br />

entraron súbitamente en gran actividad.<br />

—Ahí vienen… –dijo Tatica muy apurada.<br />

—¡Señore! –exclamó la más vieja, ya en pie–: si hemo perdío toa la mañana hablando<br />

zanganá…<br />

A lo que respondió la otra, poniendo en una yagua nueva los plátanos que había raspado<br />

Tatica.:<br />

—¡Jesú!… Verdá que aonde na má hay mujere…<br />

Ya mi batata estaba asada, negra y sucia de ceniza, a la vez. Envolví mi manjar en una<br />

hoja de plátano, y me fuí detrás del bohío a comer.<br />

122


No se movía una hoja. Las gallinas venían del conuco acezando, huyéndose al sol. Silbó<br />

una manjuilita que venía en largo y cansado vuelo y se metió en las ramas del gran jobobán.<br />

Mujió una vaca bajo la guázuma. Se revolcó el mulo.<br />

El fugitivo<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

El hombre dio media vuelta, se llevó la mano derecha al sobaco izquierdo y, exhalando<br />

un grito, cayó con medio cuerpo dentro del cuartel. Al otro se le encabritó el caballo mientras<br />

luchaba por dominarlo con una mano. En la otra le humeaba el revólver pavón blanco con que<br />

acababa de matar. Y sin perder un segundo que le hubiera sido fatal le hundió las espuelas<br />

en los ijares al bruto que saltó sobre un pelotón de cinco individuos armados de carabinas<br />

que pretendieron cerrarle el paso.<br />

Se desgranaron como una mano de plátanos que cae de lo alto.<br />

Dos se estrellaron de espaldas sobre las piedras sueltas. Un tercero, que el caballo pechó<br />

de frente, quiso volverse para defender la cara y rodó violentamente raspándose el rostro,<br />

el vientre y las manos. El cuarto se enredó en las patas del animal y quedó pisoteado e inservible.<br />

El quinto, desorientado, atolondrado, con las manos vacías no atinaba a coger la<br />

carabina que se le cayó al recibir el violento choque.<br />

El caballo se tendió a galope por la estrecha calle bordeada de bohíos cobijados de cana.<br />

El jinete se le acostó en el pescuezo. Al pasar frente a una casa de acera alta le hicieron un<br />

disparo. Un cañón que había salido por una ventana, desapareció humeando. Al llegar a<br />

la primera esquina, el hombre echó el cuerpo a un lado y tiró de la brida izquierda. Por<br />

un momento pareció que el caballo iba a resbalar y caerse. Una vieja que salía de su casa,<br />

fue encontrada por el animal y se estrelló contra el pedregal que hacía de acera en su<br />

bohío. El jinete no volvió la cara. Clavó otra vez las espuelas en los ijares del animal. Este<br />

recobró más velocidad. Parecía que se había estirado, que se iba a romper. Comenzó a oírse<br />

un tiroteo que venía por la otra calle. Pero antes de un minuto, caballo y jinete volaban por el<br />

camino real como una exhalación.<br />

Así corrió diez minutos, veinte, media hora. Los tiros venían detrás, siempre detrás, por<br />

el ancho camino que iba entre dos alambradas que cercaban potreros y conucos. El hombre<br />

pensaba que no había otro remedio que huir y llegar al paso del río. Allí terminaban los<br />

alambres y comenzaba el monte sin cercas.<br />

Volaba el caballo. De no ir el jinete ensordecido por el viento y por la fiebre de escapar,<br />

hubiera oído su resuello precipitado y recio. La roja tierra del camino que había mojado la<br />

llovizna de la noche anterior, impelida por las patas del caballo, se elevaba a sus espaldas.<br />

Pasaron otros diez minutos de vértigo. Apareció a la vista la ceja de monte que cubría la<br />

ribera del río. El hombre sintió deseos de caer del otro lado. El rojo camino hacía un recodo a<br />

la izquierda y comenzaba a bajar. El caballo no aminoró la velocidad. Había perdido el control<br />

y corría a precipitarse. El jinete tentó las bridas. Entonces el animal, con la boca abierta,<br />

espumajeando, cogió la bajada resbalando, sentándose en las cañas traseras. De cinco o seis<br />

resbalones cayó en el cascajal. Allí, ante el agua, quiso titubear. Las espuelas volvieron a<br />

herirlo. Enloqueció. Se disparó al cauce y se envolvió en millones de gotas que se elevaron<br />

como un surtidor. Tronó el fondo del río. El animal quedó ciego y tropezó. Fue un segundo<br />

nada más, pero un segundo que casi fue fatal. Bajaba la cuesta el tiroteo.<br />

Rugieron veinte voces que se ahogaron en los tiros:<br />

123


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¡Párate ahí!<br />

—¡Párate ahí!<br />

El hombre volvió la cara. Apuñaleó al animal con las espuelas, castañeando los dientes<br />

primero y luego lanzando una maldición. El bruto rompió el agua que se volvió a levantar en<br />

furioso surtidor. Veinte tiros se zambulleron a sus lados. Saltó el animal a la barranca que se<br />

elevaba ahí mismo. Veinte tiros más se enterraron en el barro. El animal se sintió asesinado<br />

otra vez por las espuelas y casi pegó el hocico en tierra cuando se tendió a lo largo de la<br />

cuesta. Un nuevo recodo a la derecha. Dos espolazos más. Nuevo acopio de bríos del animal.<br />

Veinte balas rompieron el monte. El trueno de los perseguidores cruzaba el río, detrás.<br />

—¡Hay que cojelo!<br />

—¡Hay que cojelo!<br />

—¡Párate ahí!<br />

—¡Párate ahí!<br />

¡Otra descarga! El fugitivo apretaba los dientes. Se abrazaba más al pescuezo del animal.<br />

—¡Vienen ahí! –le dijo al caballo– ¡Vienen ahí!<br />

Otro recodo. Una descarga más.<br />

—¡Vienen ahí!<br />

Espuelas. Casi estallaron los músculos del animal. ¡Tiros detrás!<br />

—¡Vienen ahí!<br />

Espuelas. El caballo estaba loco.<br />

—¡Párate ahí, carajo!<br />

—¡Párate ahí!<br />

Dentro de un minuto sería blanco de sus perseguidores. Aparecerían en la curva y comenzarían<br />

a cazarlo. ¡Espuelas! El caballo no podía dar más. Entonces el hombre rugió:<br />

—¡Carajo! ¡Ahora verán!<br />

Y tiró frenéticamente de las riendas.<br />

El caballo estaba loco. El tirón inesperado, lo hizo saltar de flanco. Se encabritó. El hombre<br />

se lanzó a tierra. Siempre aferrado a las bridas se fue hacia la derecha con el caballo en dos<br />

patas, parado como un canguro en las cañas de atrás.<br />

—¡Quieto que ahí vienen!<br />

Se tiró a los matojos en lucha con el animal. Su propio resuello le ahogaba.<br />

—¡Sitó! ¡Quieto!<br />

El caballo se encabritaba. Ahí venían los tiros. Llegaban los perseguidores. Se precipitaba<br />

el tropel.<br />

—¡Por ahí va!<br />

—¡Por ahí va!<br />

Sonó otra descarga. La lucha entre la bestia y el hombre seguía. El caballo ya comenzaba a<br />

asentar las patas delanteras en tierra, tembloroso, obedeciendo a la voz. El hombre lo sujetaba<br />

con la mano izquierda, en la misma barbada, y en la derecha sostenía el revólver. Cada vez<br />

dominaba mejor al animal. Lo hizo evolucionar para que pusiera las ancas hacia el camino y<br />

se le metió detrás del pecho cuyos músculos temblaban bañados en sudor. Decía resollando:<br />

—¡Sitó! ¡Quieto! ¡Me quedan cinco tiros!<br />

Tenía el brazo y el hombro bañado de la espuma y el sudor del animal. Ahí venía el<br />

tropel.<br />

—¡Párate ahí, carajo!<br />

124


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

—¡Párate ahí!<br />

Otra descarga.<br />

Galope desenfrenado. Humo. El hombre esperaba detrás del caballo, medio oculto en<br />

los matojos. Resoplaba:<br />

—¡Quieto! ¡Cinco tiros! ¡Cinco hombres!<br />

Ahí estaban. Gritos. Voces:<br />

—¡Por ahí va, carajo!<br />

—¡Por ahí va!<br />

Una nube de humo. Veinte caballos desbocados. Otra descarga más. Pasaron frente a<br />

los matojos como una exhalación.<br />

—¡Cinco tiros!<br />

Pero el caballo tiró de la brida. Le bañó el pecho de espuma y sudor. Con la cabeza le<br />

golpeó el codo. Era un todo estertor.<br />

Se perdió la tropa en un recodo. Siguieron los tiros. Se fue apagando la gritería y a poco<br />

no se oyó más.<br />

MIGUEL ÁNGEL MONCLÚS (N. 1893)*<br />

Una campaña del General Pelota<br />

En aquella ocasión era el General José Pelota, Jefe Comunal de La Matraca. Desde joven,<br />

fusil al brazo, el General había tomado parte en todas las asonadas que se provocaron en el<br />

Este o repercutieron en él y cuando fue jefe, adoptó militarmente una táctica propia, la táctica<br />

de los jarretes. Y era prodigiosa su movilidad. Siempre a pie, seguido por los más que podía<br />

arrastrar, en una noche, corta o larga, solía tirotear tres pueblos distantes y sin embargo, le<br />

salía el sol sobre el pico de una loma en el corazón de la Cordillera. Ya en campaña, cuando<br />

le anochecía en Guaza, le iba a amanecer al Jovero.<br />

A fuerza de curtido en estas ocurrencias, se hizo un personaje guerrero de proporciones<br />

nacionales. Se impuso en su lugar como batuta y su nombre era citado con frecuencia en los<br />

corrillos politiqueros de la Capital.<br />

Con los días, el José Pelota rústico, se convirtió en ente de mucha prosopopeya. Se pulió<br />

en el hablar y consiguió propiedades que eran plantíos que hacía cultivar a los presos y a los<br />

dragones, y manadas de reses que le pastoreaban sus compadres los pedáneos.<br />

En aquella ocasión, el General José Pelota, Jefe Comunal de La Matraca, tenía la confianza<br />

del Gobierno, que por llevar algunos meses en el poder se estaba haciendo irresistible.<br />

Una primanoche, a favor de la oscuridad del pueblo, el General recibió un mensajero.<br />

Venía de la Capital y era portavoz de la Junta Revolucionaria recién establecida.<br />

Se le requería para que se sumara al movimiento que en breve se precipitaría en el Cibao,<br />

en el Sur y con seguridad en la parte del Este. Le prometían dinero, carabinas, pertrechos y<br />

las copias de los manifiestos al país que se estaban escribiendo.<br />

El General trató la cosa con la marrulla consiguiente. Dijo que sí y dijo que no. Que él era<br />

el hombre que garantizaba los intereses y la propiedad, pero por fin, y después de muchas<br />

*M. A. M. ha publicado: Cosas Criollas (1929), cuentos; y Escenas Criollas, cuentos y novelas cortas (1941); Cachón,<br />

novela; Historia de Monte Plata, estudio histórico (1943); El Caudillismo en la República Dominicana, ensayos biográficos;<br />

y el examen sociológico: Caleidoscopio de Haití (1953).<br />

125


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

vueltas, convino en que si no había papeles por medio él entraba, si además de lo que le<br />

prometían lo nombraban Jefe de Operaciones.<br />

En esa inteligencia se fue el mensajero.<br />

No transcurrió mucho rato, cuando se le presentó el Ayudante de Plaza. Era un compadre<br />

suyo, campesino, agricultor acomodado, buen padre de familia, a disgusto con el cargo que<br />

sin paga alguna lo obligaba a permanecer en el pueblo.<br />

El Ayudante le informó, que le habían informado, que decían, que había entrado al<br />

pueblo un forastero…<br />

—Eso puede ser, compadre –replicó el General con aplomo. La paz reina en el país y<br />

si tiene sus pasaportes en regla, puede cruzar por donde quiera. Aquí, compadre –agregó–<br />

estoy yo para hacer respetar los derechos y la propiedad. Aquí no hay más que un hombre<br />

peligroso, como muchas veces se lo he dicho a usted; ese Juan Labraza, de Los Cerritos,<br />

que hasta aspira mi puesto y siempre me va a la contraria. Pero la República sabe –y aquí<br />

alteró la voz– y lo saben en la Capital, ¡que yo soy el horcón de La Matraca y la garantía y<br />

el respeto de la propiedad!<br />

El compadre aprobaba moviendo la cabeza.<br />

—¿Dice usted, Ayudante, que ha entrado un forastero?<br />

—Mis ojos no le han caído arriba, pero dicen que ha dentrao.<br />

—Pues haga las pesquizas y si lo encuentra, condúzcalo a la Comandancia.<br />

Pero con la idea de hacerle ganar tiempo al mensajero, apagó el tabaco que llevaba<br />

encendido y llamó al Ayudante:<br />

—Présteme sus fósforos, compadre.<br />

Rayó un palillo que se apagó; rayó al paso otro y comenzó a hablar con amplio ademán, y<br />

se apagó también. Encendió un tercero, un cuarto y hablando siempre, o bien se apagaban de<br />

inmediato o se consumían en idas y vueltas al tabaco, hasta que agotó la caja de fósforos.<br />

Entonces ordenó:<br />

—Vaya, vaya, Ayudante, con actividad a ver si logra en la plaza al forastero.<br />

Desde luego, fueron inútiles las diligencias del Ayudante.<br />

Al día siguiente, el telefonista apresurado, sacó al General de la hamaca en que estaba,<br />

con el aviso de que el Gobernador lo llamaba al aparato. Fue a la oficina y frente al teléfono,<br />

se colocó el auditivo con desconfianza, haciendo salir antes al empleado de la habitación.<br />

—¿Qué hay? ¿Cómo estamos?… ¡Anjá! Mire… y aquí ni propagandas.<br />

—…………<br />

—Juan Labraza, Gobernador, ese de Los Cerritos es el único peligroso; siempre está<br />

cabeciando y es muy enemigo de la situación… Pierda el cuidado, pierda el cuidado; se lo<br />

voy a remitir amarrado como un andullo; pero asegúrelo bien o disponga de él allá, porque<br />

es muy peligroso.<br />

—…………<br />

—Ah!, bueno, bueno, muchas gracias. Dígale al Gobierno que yo aquí me hago ceniza.<br />

Por aquí no habrá quien se menee. Sí, sí; voy a acuartelar las gentes; pero mándeme en seguida<br />

los cuartos para las raciones y que sean muchitos. Mándeme de viaje el despacho de<br />

Jefe de Operaciones y las carabinas y los pertrechos, que eso aquí está escaso, y descuídense<br />

de aquí.<br />

Se despidieron. El General volvió a mirar con desconfianza al aparato, y ya en la calle,<br />

tocó el pito repetidas veces en señal de alarma.<br />

126


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Acudieron presurosos el Ayudante, los policías y algunos vecinos. Dióles con energía la<br />

orden de acuartelarse y mandó a buscar su machete de cabo.<br />

A poco la tranquilidad habitual de La Matraca se transformó en un hervidero humano.<br />

El Cura y el Presidente del Ayuntamiento, iban y venían azorados y el único pulpero del<br />

pueblo, atrancaba presuroso las puertas de la tienda.<br />

En las esquinas se formaban corrillos.<br />

—Pero bueno, ¿y qué es lo que pasa?<br />

—Yo no sé, pero desde ayer se ve que la cosa está mala.<br />

—Sí, hombre, si seña Justa me dijo que uyó que poi el alambre decían: p’arriba se tá<br />

peliando; p’arriba se tá peliando.<br />

—Y el forastero que dentró anoche…<br />

—Ese de seguro que venía de casa de Juan Labraza…<br />

—Como eso sí que es así.<br />

—Eta va a sei goida.<br />

—Yo me vuá dí con tiempo.<br />

—Y jata yo…<br />

Y así por dondequiera.<br />

Una nueva revolución: ¿qué traía? Para La Matraca de seguro nada; nada bueno ni<br />

nuevo; otras habían acontecido, y el General Pelota, jarreteando o no, manejó las cosas de<br />

modo que se había quedado con el puesto, con las onzas recibidas para racionar la tropa y<br />

con varias mancornas de becerros de las contribuciones impuestas para mantener el cantón.<br />

El era el horcón de La Matraca.<br />

Cuando vino a anochecer, el grupo acuartelado se había engrosado considerablemente.<br />

Campesinos con fundas y fusiles casi llenaban la barraca que tenía por sede la Comandancia<br />

de Armas, bohío que le había costado treinta pesos al General y que cedió al Gobierno a<br />

cambio de cuarenta caballerías de los terrenos del Estado.<br />

A la luz de un mechero de gas, el General arengó a la tropa. Le dijo que el Gobernador le había<br />

comunicado que había un “meneo” contra el Gobierno. Que eso de seguro era la obra de tres o<br />

cuatro vagabundos y que el General Tal les daría cuatro patadas. Que a él lo habían nombrado<br />

Jefe de Operaciones y que, contando con ellos, respondería de los intereses y de la propiedad. Y<br />

como rigurosa consigna, les dio, que no respondieran sino vivas al General José Pelota.<br />

Llamó luego aparte al Ayudante y confidencialmente le dijo que como él iría pronto de<br />

jefe grande a otro lugar, lo iba a hacer nombrar Jefe Comunal de La Matraca; que contara<br />

con eso y no se apurara pensando en sus intereses.<br />

La vivienda del General no estaba lejos del cuartel. De una a otro se oía la voz cuando<br />

se levantaba. El patio de ambos era un platanal que colindaba con el bosque que rodeaba el<br />

pueblo. Muchas veces había usado el General ese escape al sentir movimiento sospechoso<br />

en el poblado.<br />

Un poco tarde de aquella misma noche, junto a la mesa adosada a un seto, el General se<br />

aplicaba a un plato enladrillado de trozos de plátano que coronaba como trofeo una prominente<br />

pieza de carne. El General era buen diente. Comía despacio, desplazando metódicamente<br />

los trozos de la orilla para acometer por último a la carne. En eso estaba, cuando sonaron en<br />

la puerta del patio, cerrada, unos golpecitos discretos. El General detuvo la labor y paró la<br />

oreja. Los golpes se sucedían insistentes.<br />

—¿Quién vá?<br />

127


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Yo.<br />

—¿Quién es yo?<br />

—Yo, primo José.<br />

—No atino, no atino…<br />

—Soy yo, Juan…<br />

—¿Juan?<br />

—Sí, primo José.<br />

—Pero, ¿y qué Juan?<br />

—Juan Labraza, primo José.<br />

—¿Eres tú, tú mismo, Juan?<br />

—Sí señó…<br />

—¿Y qué te pasa, muchacho?<br />

—Que quiero verlo, primo José.<br />

—¿Tú andas solo?<br />

—Sí señó.<br />

—¿No anda nadie contigo?<br />

—No señó.<br />

Se paró cautelosamente y se arrimó a la puerta cuya aldaba presionó con ambas manos<br />

y así siguió el diálogo.<br />

—Juan ¿quieres pasar?<br />

—Sería mejor que conversáramos afuera, primo José.<br />

—Muchacho, yo tengo mucha flusión y el frío de los plátanos me hace malo.<br />

—Pero, ¿ahí no hay gente, primo José?<br />

—No, el bohío está solo.<br />

—Po antonce baje la lú, primo José.<br />

—Está bajita, Juan.<br />

—Es que el negocio de que quiero hablarle…<br />

—No tengas cuidado, por todo esto no zumba una mosca.<br />

—Pué antonce, pasaré…<br />

En puntillas, el General se retiró a un extremo de la habitación y llamó alto:<br />

—Jacobo, ¡abre la puerta del patio!<br />

Un muchachón surgió de un rincón de la penumbra y abrió la puerta.<br />

—Ven a cenar, Juan, ven.<br />

—Que le aproveche, primo José –dijo el aludido sin entrar, guardándose de la claridad.<br />

—Entra, entra, Juan; aquí no hay nadie.<br />

Precisamente y husmeando, Juan Labraza avanzó algunos pasos hacia el interior.<br />

—Siéntate, Juan, siéntate, hacía tiempo que no te veía.<br />

—Asina mismo, primo José.<br />

—Pero asíllate, Juan.<br />

—No, primo José, ando de pronto y solamente viene…<br />

—Ve diciendo, Juan.<br />

—A decirle que el hombre me vido.<br />

Hubo una pausa embarazosa. El General avanzó como al descuido un paso hacia la<br />

puerta del patio que estaba semi–abierta a la espalda de Labraza.<br />

—Que te vió el hombre decía…<br />

128


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

—Sí, y me dijo del asunto, pero…<br />

—Yo tengo muchos asuntos, Juan, y la memoria se me está poniendo mala con tanta<br />

broma que dan las autoridades y el mando y los robos y los vagos, y el fijo y tantas cosas<br />

que día a día son más. No tengo tiempo, Juan, ni para rascarme la cabeza.<br />

—Yo considero, primo José.<br />

—¿Dijiste de un hombre?…<br />

—Sí, primo José, que lo vido a usted primero. Ese que vino de la Ciudá.<br />

—¿Y qué te dijo, Juan?<br />

Mientras hablaba, ya el General tenía en empuñado el canto libre de la puerta. Labraza<br />

quiso teminar:<br />

—Bueno, me dijo que usted también convenía en entrar, pero… ya yo tenía la cosa lista.<br />

—Tú tenías la cosa lista, Juan… Sí. Yo sé todo lo que pasa aquí. ¿Cómo no? Pero tú sabrás<br />

Juan, que soy aquí en La Matraca la garantía del orden y de la propiedad. –Iba alzando<br />

gradualmente la voz–. Yo soy el respeto y la garantía de la propiedad y eso lo saben aquí<br />

y en todas partes. Cuando se llega la hora –y la voz siguió subiendo– soy yo, José Pelota.<br />

Yo José Pelota, quien responde como quiera, porque yo me hago cenizas y respondo de la<br />

tranquilidad, y del orden; que mientras yo esté vivo…<br />

Al llegar a este punto las voces trascendían al extremo del caserío. El resultado no se<br />

hizo esperar. Apresuradamente irrumpieron en la sala de la casa el Ayudante seguido por<br />

un escuadrón de hombres armados. El General rápidamente apuntaló la puerta con las<br />

espaldas, y con voz autoritaria le gritó a los recién llegados:<br />

—¡Hagan preso a ese hombre!<br />

Cayeron sobre Labraza y lo despojaron del revólver y del puñal que portaba.<br />

—¡Ayudante!, ¡enciérrelo con buena custodia!<br />

Se lo llevaron en tumulto y tras él, iba la voz del General, remedada por el eco, retumbando<br />

en los vecinos cerros: Hor-hor-cón… garan… tíaaa… pro-pie…daddd.<br />

�<br />

El resto de la noche pasó en calma, pero no la madrugada. Antes de amanecer, sonaron<br />

tiros, gritos, y un tropel de gentes corría en todas direcciones. A poco sucedió la calma y<br />

surgió el General en el Cuartel.<br />

Había pasado que el preso se fugó en complicidad con la guardia, formada en su mayoría<br />

por gentes de Los Cerritos, sus parientes y parciales. El General con el machete en la<br />

mano, echaba escarabajos por la boca y partía el mundo por la mitad. La emprendió con el<br />

Ayudante, hombre flojo que no sabía de nada, poco militar y confiado. Lamentaba que se<br />

hubiera llevado algunas carabinas, pero por suerte con pocas cápsulas, gracias a su precaución<br />

de racionarlas a no más de cuatro balas.<br />

Pero, ¿a dónde se metía ese sarnoso que él no lo cogiera? El era el horcón de La Matraca.<br />

Con él no había quién se meneara. En eso estaba cuando volvieron a llamarlo por teléfono.<br />

Otra vez era el Gobernador. Las circunstancias –según decía– eran muy apremiantes y<br />

el Gobierno quería contar más que nunca con la lealtad y el celo de sus amigos. El General<br />

respondió que estaba dispuesto a hacerse ceniza en defensa del gobierno, pero reiteró con<br />

urgencia el pedido de parque, el dinero y el nombramiento que le habían ofrecido.<br />

—En cuantico lleguen esas cosas, no hay petíguere por aquí que chille, Gobernador.<br />

—…………<br />

129


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Bueno… –y el General miró con disgusto al aparato–. Bueno, pero usted sabe que ese<br />

hombre es mi compadre, pero no está civilizado en esas cosas.<br />

—…………<br />

—Eso sí, puede que acepte; pero a mí me parece…<br />

—…………<br />

—Oiga, pero es que él nunca ha hablado por este bejuco, Gobernador…<br />

—…………<br />

—Es que ahora mismo no esta aquí…<br />

—…………<br />

—Casualmente, y ya que usté lo manda le diré que venga; pero mire, mi compadre el<br />

Ayudante, de Ayudante está bien; yo no lo recomiendo para la Jefatura y más cuando yo<br />

puedo con las dos cosas…<br />

—…………<br />

—Bueno, se lo voy a llamar…, espérelo.<br />

Y el General se paró, sacó el sable y le cayó a machetazos al aparato, cuyos alambres y<br />

pedazos saltaron con estrépito. Entró apresuradamente el telefonista y se quedó pasmado<br />

frente a la hecatombe:<br />

—¡Por hablador, ese diablo de bejuco? –sentenció el General.<br />

�<br />

Era la guerra. Los habitantes de La Matraca liaban sus bártulos y las familias salían en<br />

cordón en todas direcciones hacia los campos, o se alojaban en la iglesia al amparo de los<br />

ruinosos paredones. Rodaban, abultándose de más en más las propagandas. El nombre de<br />

Juan Labraza estaba en todas las bocas y se le atribuían palabras y amenazas terribles que<br />

cumpliría con toda seguridad, pues contaba con más tropa que hormigas había en La Matraca,<br />

y tenía un cañón, dos cañones, tres cañones, cuatro cañones…<br />

En esas apretadas circunstancias, el General Pelota reunió el Ayuntamiento y requirió la asistencia<br />

del Cura. Frente a los atemorizados regidores, el General desató su conocida oratoria.<br />

—Como ustedes saben, yo soy la primera autoridad de la Común, el Jefe nato, y la<br />

garantía del orden y el respeto de la propiedad. Eso soy yo, pero hay un “meneo” contra el<br />

Gobierno y aquí mismo anoche se ha levantado ese bandolero de Juan Labraza. Yo salgo en<br />

operaciones y he pensao descargar la autoridad en ustedes para que no sufra la población.<br />

Mis intereses particulares se los dejo encargado al Cura que está presente.<br />

Los regidores acataron con un murmullo aprobatorio y el Cura juntó ambas manos con<br />

unción.<br />

Seguido, el General exigió que se levantara acta de aquello y el Secretario de la Corporación<br />

garrapateó en el libro: “En la Común y Pueblo de San Benito de la Matraca, a los…”<br />

Después, desfiló la tropa con el General al frente por un callejón que no iba hacia ninguna<br />

parte conocida. Sin embargo, a una hora de marcha a monte traviesa el General enderezó la<br />

ruta en sentido contrario al rumbo que había tomado a la salida, y llegó a un arroyo.<br />

—¡Por aquí muchachos!: arroyo arriba y por el cañón del río; el agua no pinta huellas;<br />

para alante, muchachos.<br />

La tropa chapoteaba con el agua a la rodilla y el General también; a trechos la arengaba:<br />

—¡Jarretes, muchachos!, ¡jarretes!; a fuerza de jarrete botamos a los españoles y botamos<br />

a Báez; ¡jarretes, muchachos!…<br />

130


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

El cauce del arroyo se iba estrechando y ya trepaban por los barrancones como chivos.<br />

—¡Jarretes, muchachos!… –voceaba el General.<br />

Por fin el arroyo se extinguió en la falda de una loma; la emprendieron loma arriba y<br />

anduvieron hasta que ya oscureciendo divisaron a lo lejos los fundos de Las Palmitas, una<br />

de las secciones más lejanas de la Común. Se acercaron al caserío. Los perros ladraron y fue<br />

como el aviso para que los vividores se escurrieran como sombras monte adentro.<br />

El General tocó muchas veces el pito y dio voces al Pedáneo, que por fin apareció agachándose:<br />

—Comandante; ¿ejusté?<br />

—Sí, hombre, ¿y quién va a ser?<br />

El pedáneo se acercó y hablaron.<br />

—¿Cómo está ésto, Anselmo?<br />

—Aquí tamos medio epantao, Comandante.<br />

—¿Y por qué?<br />

—Je… yo toi viendo que lo de uté no há sío ná…<br />

—¿El qué?<br />

—Po aquí se suena que en ei pueblo había la dei préquete y que tá ei mueito ñango y<br />

que a uté lo habían jerío, mai jerío…<br />

—¿Y quién es el de esa propaganda, Alcalde?<br />

—Esa voce andan asina porei mundo, Comandante, y ya de aquí mesmo parece que se<br />

han dío aiguno…<br />

—¿Adónde?<br />

—Como no va a séi pande Juan Labraza…<br />

—¿Y usted sabe de él?<br />

—Bueno, po yo lo hacía en ei Pueblo, asigún lo que dijeron…<br />

—¿Y qué dijeron?<br />

—Po como le iba diciendo, que había dentrao ai Pueblo a sangre y fuego y mire que seña<br />

Casiana que etaba en La Loma le pareció que uyó lo tiro…<br />

—Lo que pasó, Alcalde, fue que Juan Labraza, que estaba preso en el calabozo, se huyó<br />

y la guardia le hizo fuego y por cierto lo cortó, Alcalde; Juan Labraza está cortado y ya la<br />

ronda debe haberlo cogido. Hágalo saber así a la Sección. Pero antes consígame una mancorna<br />

de las reses que estén a la mano aunque sean de las ánimas, y busque víveres que la<br />

tropa no ha comido.<br />

Los víveres y la mancorna aparecieron y las pailas empezaron a hervir sobre grandes<br />

fogones encendidos en la plazoleta, los cuales incesantemente atizaba el General.<br />

Comieron y después de disponer la marcha, a tiempo de partir, el General le dio al Pedáneo<br />

sus últimas instrucciones:<br />

—Oiga, Alcalde: No haga por verlo, pero si casualmente usted se ve con Juan Labraza,<br />

dígale que yo ando con doscientos leones, pero que si no me tira, no le tiro.<br />

�<br />

El pueblo de La Matraca había quedado bajo la autoridad del Municipio, forma inocua<br />

que lo colocaba a merced del elemento de armas que deseara hacerse cargo de él. Al otro día,<br />

surgió Juan Labraza a la cabeza de sus parciales y lo ocupó militarmente en nombre de la<br />

Revolución. En seguida, reunió el Ayuntamiento e hizo comparecer al Tesorero Municipal y al<br />

131


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Cura. Exigió dinero. En la Caja Comunal no había más que dos pesos con sesenta centavos; cargó<br />

con ellos y con nueve pesos más que le reunieron en suscripción abierta en la Sala Capilar.<br />

La gente de Labraza eran en su mayoría vecinos de la sección de Los Cerritos, varios<br />

de los cuales, dos días antes, formaban en la tropa del General Pelota. Se dieron a la tarea<br />

de trastear por las cocinas abandonadas y perseguir las gallinas y lechones que andaban<br />

realengos por el pueblo.<br />

Juan Labraza, autonombrado General, arrastraba tras de sí un nutrido estado mayor,<br />

armado con machetes, y todo el contingente lucía, pendiente de los sombreros o amarradas<br />

en las chamarras, tiras de tela roja a manera de divisa.<br />

Sacaron de la iglesia un cañón que servía para celebrar las fiestas y lo cargaron imponentemente,<br />

hasta la boca; pertrechándolo con grapas, clavos, piedras y plomos rayados en cruz.<br />

Lo apuntaron hacia la entrada principal del Pueblo y para el caso de disparar, encendieron,<br />

no lejos, un fogón que constantemente atizaban los artilleros.<br />

Y sucedió que a media noche, cuando hasta los centinelas dormían, la población se<br />

estremeció y siguió un estruendo, tal como si hubiera estallado una bomba… Gritos, voces,<br />

carreras, ladridos de perros y escarceo de gallinas y el eco que se alejaba repercutiendo<br />

como un trueno.<br />

Los escasos vecinos que aún quedaban en el Pueblo, entre ellos el Cura, se tiraron de las<br />

barbacoas y de los catres, al suelo, de barriga. La tropa, en un ¡Sálvese quien pueda! Echó a<br />

correr cada quien por donde pudo, abandonando los fusiles. Al fin, una voz poderosa gritó<br />

obstinadamente:<br />

—¡No ha sío ná!… Señores, ei cañón que deplotó!…<br />

En Los Cerritos, un viejo veterano, desvelado en su tarima, oyó la explosión y le dijo a<br />

su compañera:<br />

—Acucha, Magalena, como tá Juan limpiando ei campo.<br />

�<br />

El General Pelota anduvo con su tropa hacia el norte, viró al sur, tomó nuevos rumbos,<br />

deteniéndose únicamente para comer, hasta que al clarear de un día, asomó a la sabaneta<br />

del batey La Batea. Las casas estaban situadas en hileras hacia el fondo. Se notó que de ellas<br />

se desprendieron jinetes, que en carrera desbocada, huían hacia los bosques. Eran pocos y<br />

portaban divisas rojas.<br />

El General encargó a la tropa que no disparara y, braceando, trataba de dirigirse a los<br />

jinetes:<br />

—¡Párense!, ¡párense!… ¡todos somos uno!… ¡párense!<br />

Ni oían, ni entendían y desaparecieron a escape.<br />

El General las emprendió entonces con el Ayudante. Le dijo improperios. Hombre poco<br />

previsor, inútil, que no era militar ni sabía de nada. Si la tropa hubiera llevado su divisa<br />

colorada, esas gentes no se hubieran ariscado:<br />

—¡Aquí mismo, Ayudante!, consígale a cada uno un trapo colorado; consígale también<br />

uno prieto y por lo que pueda suceder, consígale uno blanco. Consígalo, ¡aunque sea del<br />

faldón de las mujeres!…<br />

El Ayudante se vio negro para cumplir la orden. La tienda del Batey estaba cerrada y<br />

pocas mujeres no lo habían abandonado. Consiguió sin embargo los gallardetes y se los<br />

repartió a la tropa.<br />

132


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

De esa manera estaban cuando surgió sin zapatos, sin sombrero y desgarrado, Liquín<br />

Canela, el Jefe de Orden del Batey.<br />

Había tenido que salir huyendo, –contó–; cuando llegaron los revoltosos. No tuvo tiempo<br />

de coger ni los zapatos, ni el revólver, ni el puñal. Sintió que fueron directamente a su casa<br />

con malas intenciones. Eran de la gente de Juan Labraza, echando vivas a la Revolución y<br />

abajo el Gobierno.<br />

Liquín Canela era sobrino del Gobernador. Se le tenía por muy gobiernista y mandaba a<br />

la baqueta La Batea, de donde por derechos de juegos y otras alcabalas, sacaba por semana<br />

tajadas apreciables.<br />

El General y Liquín entraron en explicaciones.<br />

—¿Por qué no le había hecho fuego? –y Liquín reparó a la tropa y le extrañó el empavesamiento:<br />

—¿Y esa divisa roja?…<br />

El General trató de explicar y el disgusto sospechoso de Liquín crecía a medida que la<br />

explicación iba extendiéndose.<br />

El General, dijo, andaba en una operación muy importante que le había confiado el<br />

Gobierno. Trataba de averiguar los ánimos de la Común y desde hacía tres días caminaba<br />

en eso. Si era conveniente, debía hacerse boya frente a los ya declarados enemigos de la<br />

situación, para conocerlos bien; con eso, daba tiempo para que llegaran los refuerzos que le<br />

había anunciado el Gobernador y, entonces, con dos patadas acabaría con todo.<br />

Liquín era ardiente y rebosaba ira contra lo revoltosos. Le parecía que no se debía permitir<br />

que los enemigos cogieren alas, y el General debía…<br />

Pero ahí fue Troya. Cuando Pelota entendió que se mezclaba en sus atribuciones y<br />

pretendía dictarle normas y procedimientos, de seguro prevalido de su parentesco con su<br />

inmediato superior, entonces, montó el disco de su decantada autoridad y del horcón y<br />

alterando la voz, llegó a los elementos, enfurecido por el porfiado que no arriaba bandera<br />

y que alzaba el tono a la medida de él. Llegó un momento en que se volvió al Ayudante y<br />

le ordenó colérico:<br />

—¡Ajuste preso a este hombre!… ¡Tránquelo en la Ermita!<br />

Y se dirigió a la tropa, casi toda reunida en torno.<br />

—¡Viva el General José Pelota!<br />

—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! –contestaron.<br />

A poco, el General buscó al Ayudante para conferenciar:<br />

—Compadre: ¿Qué le parece ésto?<br />

—Yo, compadre…<br />

—¡Ese es un atrevimiento!, ¡el que manda soy yo!… ¡Yo!, –y se tocaba en el pecho.<br />

—Sí, compadre…<br />

—¡Yo no permito que se me abra gañote!<br />

—Sí, compadre…<br />

—De momento voy a fusilar uno para dar un ejemplo.<br />

—Sí, compadre…<br />

—Nadie sabe en lo que ando y ni el Gobierno tiene que meterse en eso.<br />

—Sí, compadre…<br />

Y bajando la voz:<br />

—¿Qué iba diciendo por el camino?<br />

133


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Que dique le diba a mandá un propio a su tío, contándole cómo taban la cosa…<br />

—Que se lo mande… que se lo mande…<br />

—Que dique uté taba a do boca…<br />

—¿Le dijo eso, compadre?<br />

—Sí, pero guárdeme el secreto.<br />

—Usted vé, compadre, usted vé… más le valiera al Diablo no jucharme, porque si yo<br />

doy un zapatazo…<br />

—Sí, compadre…<br />

—A mí me solicitan toditos porque se sabe que yo soy el horcón de La Matraca y si yo<br />

doy un zapatazo…<br />

Y se dirigió a la Ermita cuya puerta abrió y cerrándola tras sí, penetró en el interior.<br />

Aquello estaba oscuro.<br />

—¡Liquín!… ¡Liquín!… ¿dónde estás tú?<br />

—Aquí –respondió una voz áspera.<br />

—Acércate aquí, muchacho.<br />

Se oyen pasos involuntarios.<br />

—Mira, Liquín, mira; uno tiene sus actos bruscos y más cuando anda con las orejas<br />

calientes. Yo he procedido así contigo, por la confianza y para imponerle disciplina<br />

a la tropa. Calcula si no fuera así, cómo se pondrían esas gentes… A ti, Liquín, por la<br />

confianza yo puedo abrirte mi pecho. Oye, tanto el Gobierno, como el Gobernador, tu<br />

tío, me han encargado que antes de nada revise la Común y con toda la malicia estudie<br />

la gente. Ya por lo pronto sé en qué pie está parado Juan Labraza. Mira, ese es el único<br />

aspavientoso, pero no tiene más que cuatro gatos y le voy a cumplir la palabra que le<br />

dí a tu tío, de mandárselo amarrao como un andullo. Cuando yo meta mano, Liquín, y<br />

espéralo, ¡todo esto aquí se acabó! Ahora Liquín, de los refuerzos que espero y que hoy<br />

mismo voy a alcanzar, sé que me mandan hasta un cañón, te voy a mandar una columna<br />

para que defiendas tus intereses y hagas respetar aquí al Gobierno. –Y agregó con tono<br />

familiar– Ahora, como tú estás descansado y mi compadre el Ayudante no sirve para<br />

nada, vé a ver si de pronto procuras con qué coma la tropa; pero date de pronto porque<br />

casi estamos saliendo.<br />

La puerta se abrió y ambos salieron. Liquín llevaba otra cara. El Ayudante que no<br />

estaba lejos, viendo aquello, pensó en su simplicidad que él a la verdad no sabía de<br />

esas cosas.<br />

En marcha abigarrada desfiló la tropa sin tomar ninguna vereda, a través del pajonal.<br />

Así marchó mucho tiempo a la voz de: ¡Jarretes, muchachos!, hasta encontrar el camino<br />

real. Entonces, el General se dirigió a un sitio estratégico. Escalonó la tropa en sucesivos<br />

barrancones en el cauce de un arroyo y se situó personalmente a retaguardia, en un alto,<br />

poblado de mangos gruesos que dominaba el camino en una distancia considerable. De<br />

esta manera interceptaba toda comunicación entre La Matraca, la cabecera de provincia y<br />

la Capital. Allí esperó alerta.<br />

Con la tarde, asomó un jinete. A lo lejos acusaba ser persona extraña a la Común. El<br />

General se adelantó hacia él. Venía de la Capital enviado por la Junta Revolucionaria al<br />

General Pelota. Le entregó una talega que contaba veinte onzas y varias comunicaciones.<br />

El General las leyó atentamente e impuesto de su contenido le dijo al expreso que no<br />

contestaba por escrito porque no tenía papel, pero que como él era carta viva, le dijera a<br />

134


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

los Generales de la Junta que él estaba como un trinquete y que nadie le echaría un paso<br />

adelante. Que tuvieran confianza en él y le señaló hacia los barrancones en donde se veía<br />

hormiguear la tropa, cuyos gallardetes flotaban al aire.<br />

—Dígale a los Generales de la Junta, y no se le olvide, que aquí estoy luchando con dos<br />

hombres a cual de los dos peor. Uno es enemigo declarado de la Revolución y hombre muy<br />

peligroso, sobrino del Gobernador, se llama Liquín Canela y el otro es un “saltiador” que<br />

se ha metido para desacreditarnos. No se ocupa sino de granjearnos enemigos y se llama<br />

Juan Labraza. Juan Labraza por un lado y Liquín Canela por el otro, son capaces de acabar<br />

con nosotros, mi amigo…<br />

—General, ¡pero a gente así se le quita de en medio.<br />

—Justamente, justamente y me alegro que usted lo diga; se ve que usted es militar; pero<br />

quiero poner las cocas en claro y usted es una carta viva.<br />

—Descuide, General Pelota.<br />

Se despidieron. Cuando ya iba lejos el General le repitió a voces el encargo acerca de<br />

Labraza y Liquín Canela.<br />

El expreso había caminado media hora cuando se cruzó con dos viajeros a caballo que<br />

llevaban una mula del cabestro. Ambos portaban carabinas y el avío de los animales, eran<br />

largos serones como para llevar andullos. Unos y otros se lanzaron miradas cargadas de<br />

sospechas, y siguieron presurosos, cada cual a su destino.<br />

El General Pelota no tardó en divisar la recua y presuroso, se dirigió a su encuentro.<br />

Este era un expreso del Gobernador. Lo que parecía andullos eran carabinas, con buena<br />

provisión de balas. Aparatosamente y después de saludarlo, el encargado del convoy le<br />

entregó al General una funda larga que parecía un calcetín y le pidió que en su presencia<br />

contara el contenido. El General se puso en cuclillas, la vació en el suelo y una tras otra,<br />

contó veinticuatro morocotas.<br />

El expreso era un oficial despierto y el General lo comprendió. Le exigió recibo y contestación<br />

a las cartas que portaba.<br />

El General adujo que por estar en campaña, no tenía papel de oficio, pero como contraseña<br />

le llevara al Gobernador una prenda que aquel conocía y se despojó de un anillo<br />

grueso que montaba piedra, y de boca, porque el expreso era una carta viva, que ya Juan<br />

Labraza había caído en la trampa, que lo tenía cercado en el Pueblo y que sólo esperaba<br />

esos pertrechos para caerle encima y que pronto de Labraza no iban a quedar los ripios.<br />

Se despidieron.<br />

Menudamente, el Ayudante, de lejos, había observado aquellas cosas; además, notaba<br />

los bolsillos del General sobrecargados por el peso de los talegos. El tocino le olía y no encontraba<br />

forma cómo abordarle. Entrecortado se le arrimó al fin:<br />

—Compadre –dijo rascándose la cabeza– yo quisiera una licencia para dir a casa.<br />

—¿A su casa, Ayudante?, ¿a su casa, con la piña tan agria como se está poniendo?<br />

—Pero vea que…<br />

—Compadre, ¿así es como quiere usted ganar galones y jefaturas?<br />

—Compadre, es que yo tengo un compromisito de unos centavos…<br />

—No se ocupe, Ayudante; no se ocupe de compromisos ahora… ¡Déjese de eso!…<br />

—Pero es que tengo la mujei ai cogei la cama…<br />

—Pero de seguro que usted no la va a partiar…<br />

—¡Ah!, como eso no…<br />

135


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Pues entonces…<br />

—Pero tengo que jacei la paga porella y pa lo demá preventivo…<br />

—Mire compadre, mire; yo he recibido algunos chavitos que mandó el Gobernador; pero<br />

usted debe tener paciencia y tenerme confianza como a la Virgen de la Altagracia. Usted<br />

tiene su parte, compadre, usted la tiene, júrelo; pero aguántese, cristiano, aguántese.<br />

—Ello, así será, Compadre…<br />

�<br />

Amaneció otro día. Un soldado se le acercó al General, para avisarle que del lado del<br />

Pueblo venía un parlamentario con bandera blanca y por el color del bulto parecía ser el<br />

Cura.<br />

—Vaya, reconózcalo, y si es el Cura déjelo pasar hasta aquí.<br />

Era el Cura en efecto y habló al General. Debía evitarse el derramamiento de sangre<br />

entre hermanos. La República necesitaba a todos sus hijos para que la honraran con hechos<br />

contra sus enemigos y la engrandecieran con su trabajo.<br />

—Asimismo pienso yo, Padre; asimismo –repuso el General complacido.<br />

—Además, –prosiguió–, la lucha aquí en La Matraca, está demás; ya el Gobierno capituló.<br />

—Eso lo sé yo por oficio hace rato, Padre y tengo poderes de la Revolución…<br />

—¿Cómo?<br />

—Sí, Padre; siempre estoy diciendo que venga como venga el palo, no hay más que<br />

José Pelota en La Matraca. Mire, me han nombrado Delegado y ahora voy de Adjunto a la<br />

Gobernación…<br />

—¿Se va uted, Comandante?<br />

—Sí, Padre; en mi puesto queda Juan Labraza. Juan queda como Comandante de Armas.<br />

—Lo siento y me alegro al mismo tiempo. Lo mejor es que todo termine así como hermanos,<br />

así es lo mejor…<br />

—Ahora, Padre, vaya al Pueblo y dígale eso a Juan, si no lo sabe. Dígale que todos somos<br />

uno y que tengo una funda de dinero en oro que le han mandado de la Capital; pero que<br />

como yo soy hombre puro y delicado, deseo entregársela en presencia de todo el mundo y<br />

teniéndolo a usted, Padre, por testigo. ¿Oyó?<br />

El Padre había oído y después de esto, abrazó al General y partió foeteando el caballo<br />

que montaba.<br />

Juan Labraza recibió el parlamento entre inconforme y halagado; sobre todo, la anunciada<br />

funda de oro lo mareaba. Malo era eso de recibirla en presencia de todos. Cavilando<br />

en esto estuvo mucho rato, hasta que por fin invitó al Cura y ambos tomaron el camino del<br />

campamento del General Pelota.<br />

A prudente distancia. Labraza se plantó en medio de la sabana y envió al Cura de emisario.<br />

Que viniera el General, pero que viniera solo, que en aquel sitio hablarían.<br />

El Cura se fue y no tardó en retornar, siguiendo al General que, jarreteando, traía el<br />

caballo del Presbítero al trote.<br />

El General le dio a Labraza un abrazo efusivo que éste no esperaba y le repitió lo mismo<br />

que le había dicho al Cura; pero en cuanto al oro, esperaba la ocasión de entregárselo en el<br />

Pueblo, en presencia de todo el mundo, y eso no lo hacía por él, Juan, sino por la gente que<br />

era muy mal intencionada.<br />

136


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

—Pero mire, primo José –arguyó el interesado–. Mis cosas me gusta manejarla yo… Amá<br />

que aquí ta ei Cura de tetigo…<br />

—No digo lo contrario, Juan y más que lo ajeno llora por su dueño, pero como soy tan<br />

legal…<br />

—Por eso no tenga pena, primo José; yo no niego lo que recibo…<br />

—Bueno, pues mire Padre, entréguele a Juan, contadas, que yo mismo no sé lo que hay.<br />

Así como lo recibí lo entrego.<br />

El Cura desató la funda y fue sacando del fondo y depositando en las palmas de las<br />

manos de Labraza, onza por onza. Contó hasta nueve y el tintineo era grato.<br />

—¿Eran toas, primo José?<br />

—Ni una más, ni una menos.<br />

El contacto del oro, transformó el talento de Labraza; se hizo amable e invitó al General<br />

a que entrara al Pueblo con su tropa, ya que todos eran uno.<br />

—Iré con la fresca, después que mi gente coma. Guárdenme media botella…<br />

Con la fresca entró al Pueblo el General Pelota, seguido por la tropa. Era medio centenar de<br />

hombres, harapientos y derrengados por las marchas. Se refugiaron en el Cuartel, después de<br />

saludar jubilosos a los hombres de Juan, no más de veinticinco, pintorescamente armados.<br />

Dialogaban los soldados, con chanzas y risotadas; mas por obra de malas artes, no tardó<br />

en cundir por todas partes la noticia del dinero recibido por Labraza.<br />

—Fue una funda apretada de morocotas…<br />

—¡Adió!, pero aguáitenle lo bolsillo; lo tiene que no pué con ello…<br />

—Y ese agallú, ¿lo querrá tó parei?<br />

—A mí me da de cuaiquiei manera…<br />

—Y yo también quió lo mío…<br />

En presencia de uno de esos grupos, el General Pelota se hizo el aludido:<br />

—Por mis manos lo que hicieron fue pasar. El Cura es testigo de que en su presencia le<br />

entregué la talega de morocotas que de la Ciudad le mandaron.<br />

La intriga siguió ensanchándose. Cuestionado el Cura afirmó la declaración de Pelota<br />

y entonces la conjura tomó forma y se hizo estridente; parecía azuzada por alguien y menudeaban<br />

las botellas de ron.<br />

En autos, Labraza se refugió en la casa curial y hasta allí fue lo que era ya un tumulto<br />

vociferante.<br />

Uno de los más atrevidos, penetró en la casa y lo cuestionó sobre el dinero a voces, y<br />

manoteándole el rostro. Labraza indignado desenvainó el sable y lo castigó. Aquello fue lo<br />

bastante para que el grueso cargara sobre él, y la respetable mansión se convirtiera en un<br />

campo de Agramante.<br />

Mientras los vidrios saltaban y se estremecían los setos, todo acompañado de una gran<br />

algarabía, el levita, en la calzada, daba grandes voces al General Pelota.<br />

José Pelota compareció sable en mano, seguido por su tropa. Echando rayos por la boca,<br />

maldiciendo al condenado que ni la casa del Cura respetaba, hizo agarrar por sus gentes a<br />

Labraza y se lo entregó al Ayudante.<br />

—¡Péguele una soga, lléveselo, y entréguelo en la Ciudad, en la misma Fortaleza! –Y<br />

agregó:<br />

—Ayudante: ¡lleve otra soga para que amarre de camino a ese Liquín Canela y lo mancorne<br />

con él!<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Y acercándose al Ayudante le dijo, por lo bajo:<br />

—Juan lleva las morocotas, son nueve, y oiga: “¡con sus intereses, usted me responde<br />

de ellas!<br />

Y para dominar el tumulto, se empinó y gritó a todo pulmón: ¡Viva el Gobierno de la<br />

Revolución! ¡Viva el General Pelota!<br />

—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! –respondieron a granel.<br />

FRANCISCO E. MOSCOSO PUELLO (N. 1885)*<br />

El regidor Payano<br />

El Comandante Pantaleón Payano había nacido en los barrios altos de la ciudad. Era<br />

capitaleño, lo cual le colmaba de orgullo. Muy popular entre los obreros. Había sido carpintero,<br />

casi ebanista. Pero la política le había hecho abandonar su oficio.<br />

En los Montones, bajo las órdenes del General Cabrera, alcanzó envidiable prestigio.<br />

Demostró un valor extraordinario, al decir de sus compañeros. Fue un héroe. Desde aquella<br />

época Payano era considerado como uno de los hombres más valientes de la República. Pero<br />

no había tomado más las armas. Desempeñó algunos cargos en sucesivas administraciones,<br />

cargos de confianza, pero ahora vivía de negocios. Compraba y vendía propiedades, hacía<br />

de corredor. Cobraba cuentas comerciales. Hacía hipotecas, préstamos. Tenía sus asociados.<br />

Llevaba una lista de las personas que tenían necesidad de dinero y las ponía en relación con<br />

los prestamistas. Sostenía muy buenas relaciones con dos o tres notarios de la ciudad. No<br />

hacía grandes ganancias; pero vivía.<br />

El Comandante Payano tenía tres hijos naturales y dos legítimos. Estaba divorciado hacía<br />

años. Sus hijos naturales los tenía su madre, los legítimos vivían con él y Rosaura, una mulatica<br />

a quien le había puesto casa, dos años antes de separarse de su esposa. Estaba satisfecho<br />

de su nueva mujer, sobre todo, porque le trataba muy bien los hijos. Los quería mucho y<br />

estaba dispuesto a darles una buena educación. Aspiraba nada menos a que Pantaleoncito,<br />

el mayorcito, que contaba catorce años, fuera médico y José, que apenas tenía diez, fuera<br />

abogado. Payano era un hombre de aspiraciones. Continuamente se lamentaba de que no<br />

lo hubieran puesto a la escuela. Su padre, el Coronel restaurador Marcos Ledesma, no tuvo<br />

empeño en ello. No se lo reprochaba, sin embargo. Entonces no eran las cosas como ahora.<br />

Estuvo de aprendiz en una zapatería cuando tenía doce años, después se colocó en una<br />

pulpería ganando tres pesos por mes. Luego entró en casa del maestro Cabral a aprender el<br />

oficio de carpintería. En aquella época el taller estaba especializado en hacer catres y mesitas<br />

de pino barnizadas para salas.<br />

Más tarde trabajó con el maestro Cerón y entonces fue cuando aprendió todo lo que<br />

sabe. Trabajó mucho en caoba, obras finas, con lustre de puño que gustaban mucho.<br />

*F. Moscoso Puello, después de su novela Cañas y Bueyes, publicó Cartas a Evelina, obra que en su género no tiene<br />

par en nuestra producción literaria: contiene un caudal de observaciones sobre las costumbres y lacras de la familia<br />

dominicana reveladas con fino humor y sin asomo de amargura. Es autor, además, de dos volúmenes de cuentos,<br />

aún inéditos, y de una obra monumental relativa a la medicina y a los médicos que han vivido en este país desde los<br />

primeros días del descubrimiento de América. Es un estudio de valor imponderable. También inédita conserva la<br />

novela Sabanas y Fundos, y un examen sociológico e histórico intitulado La Odisea de la Española. Ha dictado numerosas<br />

conferencias de carácter científico. Navarijo, el último de sus libros publicados, abundante en erratas, es narración de<br />

motivos que revisten la obra del interés que los franceses califican de petite histoire. F. M. P. es doctor en medicina y<br />

cirugía, graduado en la Universidad de Santo Domingo.<br />

138


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Después, la política; hasta que en los Montones las circunstancias le hicieron desplegar un<br />

valor que le prestigió y le permitió cambiar de fortuna.<br />

Él mismo no se daba cuenta de la estimación que se le tenía. En San Miguel era casi<br />

un ídolo. Había que contar con él para todo empeño. Ninguna iniciativa lograba éxito si<br />

no tenía en su favor la influencia del Comandante Payano. Las fiestas en que él no tomaba<br />

una gran participación no quedaban lucidas. Las reuniones en las cuales no estaba presente<br />

resultaban frías. Sus servicios eran muy estimados. Sus hazañas en la pelea de los Montones<br />

eran muy conocidas. Había salvado la vida varias veces al General Cabrera, antes de que<br />

fuera herido. Rivalizó con él en valor.<br />

—Pero, cuando las cosas van a suceder, –solía decir en tono sentencioso– no hay quien<br />

las pueda evitar. Le había llegado su día al General.<br />

En diferentes ocasiones, después que Payano se retiró a la vida privada, había sido<br />

solicitado su concurso.<br />

—Hombres así, –se decían los políticos de San Miguel– son los que se necesitan. Como<br />

el Comandante entran pocos en libra.<br />

El Comandante mostraba una sonrisa de satisfacción.<br />

No pudo resistir a las solicitaciones de sus amigos y en las elecciones del 19… el Comandante<br />

Payano fue elegido Regidor de la Común de Santo Domingo. Allí aumentó su<br />

prestigio, porque fue un defensor celoso de los intereses de la ciudad y en particular de los<br />

obreros, gremio al cual se ufanaba en pertenecer, aún cuando hacía tiempo que no trabajaba<br />

la carpintería.<br />

Había dado órdenes a Rosaura de que le limpiara el paletó y le tuviera lista toda la ropa<br />

necesaria, pues tenía intenciones de asistir al banquete con que obsequiaría al Presidente del<br />

Ayuntamiento un grupo de sus amigos, con motivo de haber sido condecorado con la Orden<br />

del Libertador Simón Bolívar. Ese paletó lo había mandado a hacer para el 27 de Febrero, día<br />

en que lo estrenó con motivo de los actos oficiales a que tenía que asistir. Fue un día feliz<br />

éste para el Comandante Payano. A las nueve en punto estaba en el Ayuntamiento. Lucía<br />

su elegante paletó de paño negro, su corbata negra y blanca, de las mismas que usaban los<br />

diputados. Un pantalón a rayas, oscuro, unos zapatos de charol y su chistera plegadiza. Se<br />

encontró muy bien vestido. Marchó en compañía de sus compañeros a la Catedral. El Tedéum<br />

quedó solemne. Monseñor habló, elogió al gobierno y lo puso bajo la égida de la Virgen de la<br />

Altagracia; luego, en el Cabildo, teniendo a la espalda los retratos de los Padres de la Patria, su<br />

emoción llegó a sus límites. Se sentía orgulloso, henchido de patriotismo. únicamente lamentó<br />

ese día no haber sido un orador para poder expresar todo lo que sentía y pensaba en aquellos<br />

momentos en que las notas del Himno Nacional le habían hecho poner las carnes de gallina,<br />

recordando las historias que tantas veces le había oído repetir a su padre, el Coronel restaurador<br />

Marcos Ledesma. Pero, las palabras del Presidente del Cabildo lo dejaron satisfecho. Habló<br />

muy bien. El Comandante aplaudió varias veces con entusiasmos. Otros oradores tomaron la<br />

palabra, hasta diez, pero ninguno se expresó como el Presidente. Quedó agradecido cuando<br />

este funcionario se refirió a la obra del Municipio, y cuando aludió a la buena colaboración<br />

que había tenido de sus demás compañeros. Este rasgo de justicia lo dejó satisfecho. Porque<br />

él, Payano, se había entregado en cuerpo y alma a los intereses de la Común. Muchos informes<br />

y proposiciones había presentado, por los cuales había sido felicitado por personas de<br />

valer, por gente de primera, y en una ocasión por el propio Presidente de la República, que<br />

le aseguraba que estaba satisfecho de haberlo llevado ahí y de sus actuaciones.<br />

139


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

No había tenido ocasión de usar otra vez el paletó. Pero como ahora estaba invitado a<br />

ese banquete, Rosaura lo tenía ya al sol, para quitarle el polvo. Payano se disponía a salir,<br />

cuando llegó el Síndico.<br />

—¿Qué dice el Comandante Payano?<br />

—¡Qué va a decir! ¿En qué puedo servirle?, –contestó–. Pase adelante y siéntese.<br />

El Síndico se sentó en una mecedora, frente a Payano. Después de preguntarle por los<br />

hijos y tocar algunos puntos sin importancia agregó:<br />

—Lo he venido a buscar, Comandante, para que demos un paseíto por ahí, para que<br />

usted vea algunas obras ya terminadas de las que se me ordenaron ejecutar. Han salido un<br />

poco caritas, pero han quedado muy bien hechas. Como usted es Miembro Interino de la<br />

Comisión de Fomento, deseo que usted quede bien impresionado. Usted sabe, Comandante,<br />

que yo tengo mis enemigos en el Ayuntamiento y no quiero que el pago de estos trabajos se<br />

retarde ni que discutan los precios.<br />

—No se preocupe, –dijo el Comandante–. Usted sabe que puede contar conmigo en<br />

todo tiempo.<br />

—Por eso vine donde usted, –agregó el Síndico–. Basta que seamos hermanos masones.<br />

Se pusieron de pie y se dirigieron al carro, –un auto Packard con el escudo de la ciudad.<br />

Descendieron por la cuesta y se introdujeron en la calle Separación.<br />

Payano y el Síndico entraron en intimidades. Se habló de los chismes municipales y el Síndico<br />

volvió a repetir a Payano que contaba con él, para que con su voto le allanara dificultades.<br />

Hacía días que se decía en la Plaza de Colón que el Síndico Rodríguez sería destituido. Se le<br />

acusaba de mala administración. Dos o tres Regidores le habían ya puesto la proa, pero él contaba<br />

todavía con el resto y con su hermano Payano y gastaba muchas atenciones con éste.<br />

Al cruzar la calle 19 de Marzo alcanzaron a ver al General Pérez, y Rodríguez, tocando<br />

a Payano por el codo le dijo:<br />

—¿Y este tipo, en qué está?<br />

Payano le contestó que en su opinión era un cohete tirado. Toda la vida había vivido<br />

explotando su figura, sobre todo sus bigotes, pero ya eso se le acabó.<br />

Y añadió:<br />

—Según me han informando está haciendo curvasos. Le ha escrito varias cartas al Presidente,<br />

ofreciéndole sus servicios, pero no le tiene confianza, porque es muy compinche<br />

de los enemigos.<br />

Se dirigieron al Hospedaje Municipal y allí inspeccionaron los trabajos de desagüe.<br />

Payano le manifestó a su amigo que en realidad aquello hedía mucho antes, que el periódico<br />

tenía razón en haberse quejado. Encontró muy bueno el desagüe y mejor colocadas las<br />

plumas de agua.<br />

De allí siguieron para el Matadero. Payano celebró el trabajo. Lo encontró limpio y<br />

felicitó al Síndico.<br />

—¡Déjelos que hablen! Que vengan a ver este trabajo para que se convenzan de que el<br />

Ayuntamiento se ocupa. Como el nuestro no ha habido otro en la Capital.<br />

Y al subir de nuevo al carro exclamó:<br />

—¡Yo no sé lo que hacían con tanto dinero!<br />

—Eso pienso yo. Y conste que el presupuesto este año es más bajo que el otro.<br />

Rodríguez se sentía satisfecho de la aprobación que dio Payano a sus trabajos. Se informó<br />

del costo que no podía ser más bajo.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Payano rechazó una copita con la cual el Síndico quiso corresponder a sus cumplimientos.<br />

—¿Dónde consiguió esa pintura?, –preguntó Payano volviendo la cara para ver por<br />

última vez a través del vidrio del carro el Matadero–. Parece muy buena.<br />

Pensaba en esos momentos en que su casa estaba necesitada de una buena mano de<br />

pintura para remozarla, y que así presentaría mejor aspecto, ya que constantemente, con<br />

motivo de su cargo, recibía visitas hasta de los tutumpotes de Gazcue.<br />

—En el “Faro de Colón”. Allí es donde solamente se mandan las órdenes del Ayuntamiento.<br />

Por eso se había retrasado ese trabajo, porque no tenía existencia y hubo que esperar<br />

el vapor.<br />

El Síndico le manifestó enseguida que se podía conseguir una poca, si su trabajo no era<br />

muy grande.<br />

—Me parece que han sobrado algunos potes, –agregó.<br />

Payano levantó el brazo para subrayar un ¡no! seco y terminante.<br />

—¡Dios me libre de mal! Aquí las gentes hablan mucho y se fijan en todo. Usted me<br />

obsequia con esa pintura sobrante y dicen de una vez que estoy desfalcando al Municipio.<br />

Usted sabe que aquí no van muy lejos para menear la lengua. ¡Dios me ampare!<br />

El Síndico le advirtió que tampoco había que ser demasiado escrupuloso. Y le recordó<br />

el desastre del pasado Ayuntamiento.<br />

—¡Esos sí hicieron su agosto, compadre! y, sin embargo, ¿qué les pasó? Si quiere la<br />

pinturita me avisa.<br />

De regreso Payano encontró algunas personas en su casa. Le aguardaban. Uno le entregó<br />

una tarjeta del Diputado Díaz. Había un cargo vacante en la Secretaría y su amigo el Diputado<br />

Díaz le recomendaba al portador, que era del partido y persona competente. Otro venía<br />

a exponer una queja con motivo de un trabajo del que lo habían despedido. El tercero quería<br />

hablar en privado. El Comandante Payano pidió permiso para quitarse alguna ropa y volvió<br />

en mangas de camisa. Dirigiéndose al primero, un jovencito flacucho y casi blanco, le dijo:<br />

—¿Qué cargo es ése?<br />

—Auxiliar de la Secretaría, –le dijo el joven tembloroso.<br />

—¡Ah sí!, ¿el que desempeñaba la Señorita Castro?<br />

—El mismo.<br />

—Bueno, a mí no me gusta comprometer mi voto. Aquí han venido ya varias personas<br />

a verme para eso y yo no me he comprometido todavía. ¿Usted vio al Presidente?<br />

—Sí, señor. Le llevé otra tarjeta. Usted sabe, Comandante, que yo trabajé mucho en las<br />

elecciones. Yo arrastré mucha gente, rompí muchos votos contrarios, yo hablé mucho. ¿Usted<br />

recuerda el molote que se armó en Santa Bárbara? Yo estaba ahí y si no es por mí rompen la<br />

urna. Usted sabe que yo tengo una hermana muy amiga del Síndico Rodríguez.<br />

—¡Ah! ¿Usted es Ricardito Peláez?<br />

—El mismo, para servirle.<br />

—Bueno, vuelva mañana, que yo hablaré de eso.<br />

Y lo despidió amablemente. Y dirigiéndose al otro, morenito presuntuoso:<br />

—¿Y usted qué desea?<br />

—Me dijeron que viniera donde usted, porque me podía arreglar eso. Resulta que yo<br />

vendí mi sueldo a don Remigio y tenía que entregarle un piquito que le debo; pero parece<br />

que él se ha entendido con un joven de la Tesorería y no sé por qué no me quieren pagar.<br />

—Pero si hay fondos, –exclamó el Comandante.<br />

141


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Sí, yo sé que hay; pero me ponen inconvenientes. Ese muchacho es el que está encargado<br />

de cobrarle a don Remigio los cheques que le corresponden. Y parece que como yo no<br />

se lo he vendido esta vez, me ponen inconvenientes.<br />

—Bueno, yo le arreglaré eso. Vuelva mañana.<br />

El Comandante hizo una señal al tercero y entraron a un departamento que hacía de<br />

oficina privada. Un escritorio de caoba, que el propio Comandante había hecho hacía quince<br />

años y tres sillas modestas, un retrato de la Tabacalera y un bouquet de flores de papel, dentro<br />

de un florero, sobre una mesita de caoba también, eran los objetos que más se destacaban<br />

en la habitación. Tomaron asientos.<br />

—Yo he venido, Comandante, a informarle de algo que oí en los bajos del Palacio Municipal<br />

esta mañana.<br />

Como se trata de usted no perdí tiempo.<br />

—¿Y de qué se trata?<br />

—Bueno, allí decía esta mañana un grupo, que a usted lo iban a sacar del Ayuntamiento.<br />

Que le habían dicho al Presidente que usted era un inconveniente. Que usted le negó el voto<br />

a Pedro Soto, el que recomendó el Presidente para la oficina de Impuestos Municipales. Hablaron<br />

otras cosas, pero yo tuve que retirarme no fueran a sospechar que estaba oyendo.<br />

—¿Y quiénes eran? –dijo curioso e impaciente el Comandante.<br />

—Bueno. ¡Yo no sé! Había uno alto con un sombrero de pajita, vestido de blanco; un<br />

morenito vestido de casimir, y el otro me dijeron que era el Síndico.<br />

—¿El Síndico? –exclamó sin poder disimular su asombro el Comandante Payano–. ¡Eso<br />

no puede ser! ¿El Síndico? No lo puedo creer.<br />

—Yo no se lo aseguro, pero me puedo informar. Si usted tiene interés en asegurarse, yo<br />

lo averiguo, porque la cara no se me ha olvidado.<br />

—¿De qué color era?<br />

—Bueno, indio claro.<br />

—¿Tenía bigotes?<br />

—No. Estaba afeitado.<br />

—¿Bajito o gordo?<br />

—Como yo, más o menos.<br />

—¿De qué color estaba vestido?<br />

—De dril blanco, con un sombrero de fieltro gris.<br />

El Comandante se quedó callado un momento. Luego preguntó:<br />

—¿Habla fañoso?<br />

—Sí, tiene una vocesita rara, –contestó el visitante.<br />

—Pues bien, –agregó el Comandante– no repita eso. Quédese callado. Yo no creo que<br />

sea el Síndico. El que le dijo eso lo engañó. El Síndico y yo somos de los más unidos en el<br />

Ayuntamiento. Pero como la política es política…<br />

Hubo otro silencio que el Comandante interrumpió.<br />

—Muchas gracias. Todo eso es una invención. Pero si usted oye algo, vuelva por aquí.<br />

Esta es su casa.<br />

Payano se quedó reflexionando, después que despidió al amigo que le dio esos informes.<br />

Así, pensativo, lo encontró Rosaura cuando lo llamó a comer.<br />

Durante el almuerzo, Pantaleoncito refirió a su padre lo que había pasado en la escuela. Dos<br />

profesores, de los que más enseñaban, el señor Torrez y el señor Domínguez, no volverían más.<br />

142


—Mira, papá, –decía Pantaleoncito entristecido–, yo no sé cómo me voy a hacer. El señor<br />

Torrez es muy buen profesor. Y como el señor Domínguez, nadie para enseñar matemáticas.<br />

Ese es un toro en números.<br />

—¿Y qué chisme ha pasado? –preguntó el Comandante.<br />

—Yo no sé. Dicen que porque no quisieron firmar una hoja.<br />

—¡Ah! eso es por el voto de confianza al Presidente, –exclamó el Comandante, y agregó:<br />

—Es que estos jovencitos se las dan mucho. Están viviendo del Gobierno y quieren<br />

hacer lo que les da la gana. Así no son las cosas. Cuando uno es empleado tiene que estar<br />

de buena fe.<br />

—Pero, ¿y si nombran otros que no sepan, papá?<br />

—¡Cómo no los van a encontrar competentes! Lo que se sobran aquí son profesores.<br />

—Pero el señor Torrez y el señor Domínguez saben mucho, papá!<br />

—Ni tanto saben, hijo. Ya ves que se han dejado quitar por una tontería. Si hubieran sido<br />

tan competentes, como tú dices, sabrían que aquí hay que hacer lo que le mandan. Para mí<br />

han sido unos brutos.<br />

Rosaura fue al patio a recoger el paletó, porque se había puesto nublado, y el Comandante<br />

Payano le echó una mirada a su pieza que le quedaba tan bien y con la cual había recibido<br />

tantas satisfacciones.<br />

SÓCRATES NOLASCO (N. 1884)*<br />

Ma Paula se fue al otro mundo<br />

Al Dr. Ramón Blanco Isusi<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Un alarido de gargantas vigorosas, seguido de uno, dos, tres disparos de carabina, le<br />

anunciaban al mundo un grave acontecimiento.<br />

Detrás del caobal del cerro, en la planicie vecina, el gafo guardián del colmenar sopló<br />

el fotuto de poderosa voz. Y respondiendo a la señal oficialmente pautada, desde el fundo<br />

de la Domingona, y más lejos, hicieron tronar otros y otros fotutos que, a mayor distancia,<br />

contestaron otros, y otros más, con toques de alerta que sucesivamente pasaban de fundo a<br />

fundo, del monte al llano, dilatándose hasta una distancia enorme en un ulular tremendo.<br />

El aviso, la señal anunciando el grave acontecimiento, llegó así a todos los conucos, y horas<br />

después se acercaban a la aldea, precavidamente armados, los pobladores de las cercanas<br />

y las remotas viviendas.<br />

Papá Sindo, el comandante del Puesto Cantonal de Petit-Trou, ya a la oración agrupó<br />

a los recién llegados bajo el ramaje de una baría frondosa y con agria y autoritaria voz de<br />

domador de gente, habló y sus palabras fueron atentamente escuchadas.<br />

No se trataba de una de tantas incursiones del ejército de Haití. La noticia, aunque parecía<br />

increíble, era hoy tranquilizadora, y si maquinalmente el jefe le apretaba la empuñadura<br />

al machete de cabo que le colgaba de una banda roja, blanca y azul, era por la costumbre de<br />

arrear hombres en las peleas contra los enemigos de la república. A ese machete le debía<br />

el grado de comandante, de que estaba orgulloso, y el prestigio de matón de súbditos del<br />

*Ha publicado: Cuentos del Sur –1938–; El Gral. Pedro Florentino y un momento de la Restauración –1938–; Viejas<br />

Memorias (1941), Escritores de Puerto Rico (1953); ha dictado conferencias, etc., etc.<br />

143


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Emperador Faustino Soulouque, de que no se jactaba porque le parecía la cosa más natural<br />

del mundo.<br />

—Compañeros… –dijo y esperó con calma a que se impusiera el silencio–. Compañeros…<br />

¡Ma Paula se fue del mundo!<br />

A su lado el secretario Lorenzo, Lorencito, iba leyendo para sí el discurso que le había<br />

enseñado al superior, a ver si éste se equivocaba. Espantados de oír lo increíble, se miraron<br />

todos y se dijeron:<br />

—¡Se murió Ma Paula!<br />

—En ella se ensuelva, profirió un atrevido.<br />

—¡Cállese el deslenguao! —regañó Papá Sindo, y la voz se le rajó en la garganta—. Ma<br />

Paula se fue del mundo —reiteró–. Cayó con la boca echando espuma y ya al minuto estaba<br />

tiesa como si fuera de palo. Los tonto que secretiaban que iba a vivir ciento setenta y siete<br />

año en cumplimiento del pacto que ella tenía con Sataná, queden convencido de que si ni<br />

tan siquiera el arzobipo puede alargar la vida propia con oracione a Nuestro Señor Jesucrito,<br />

meno sabrán los haitiano inmunizarse con la malicia del diablo y la de sus Luase y Papá<br />

Bocó. Con nuestros machete, nuestros fusile y sobre todo con la cruz de nuestra bandera,<br />

podremo triunfar siempre de los enemigo. Siempre. Siempre que recemo el Creo en Dios<br />

Padre defendiendo la república a tiro y a machetazo. Compañeros… –agregó cambiando<br />

de tono y mirando de soslayo–. Aquella novilla berrenda, que era de los biene de la<br />

difunta, ordeno y mando que la beneficien para pasar el velorio. Mándenme los filete.<br />

Y últimamente –dijo empinándose–. Advierto que el aguardiente se hace para beberlo;<br />

pero hay que saber beberlo. No quiero gresca. He dicho.<br />

Papá Sindo, alto y seco, resultaba tan imponente de cerca como de lejos, y los caprichos<br />

y rebeldía de la s le añadían gracia en vez de restarle elocuencia a sus arengas.<br />

Tan pronto se alejó el áspero y autoritario jefe empezaron los comentarios y murmuraciones:<br />

“El era así, duro y seco, pero no malo. Tenía la lengua tan agria porque estaba del<br />

pecho y sabía que no tenía remedio. Pero, aparte de eso, la verdá es la verdá; y sin dizque ni<br />

que me dijeron, ¡se murió Ma Paula!”<br />

Allí, puesta boca arriba sobre la barbacoa y el colchón de guajaca que le servía de cama,<br />

en medio del patio de su vivienda, en donde la habían colocado, estaba tiesa y más seria<br />

que cuando vivía.<br />

Varios opinaron que en la región no estarían preservados del espíritu de la bruja sino<br />

después del novenario. Y así y todo habría que hacerle el hoyo bien hondo y ponerle arriba<br />

piedras pesadas, por si acaso intentara salir a hacer de las suyas.<br />

—Papá Sindo manda que no crean en brujos; pero al decir que no crean en ellos atestigua<br />

que los hay –dijo uno reflexivamente.<br />

—De que los hay los hay. Pero si él mismo, que es cofrao de la Virgen de la Altagracia,<br />

siempre que se veía en confusión se encerraba con la vieja a consultarla sobre política. ¡Cómo<br />

si uno se olvidara de cuando el alazano rompió el lazo y se le etravió! Mediante un cabo e<br />

vela encendío al revé, la clara de un huevo crúo en aguardiente alcanforao, y una peseta<br />

fuerte pa San Antonio y real y medio pa Pedro Congo, en lo que se presina un Cura loco la<br />

vieja hizo aparecé el caballo.<br />

A los del vecindario les parecía que el comandante no habló de la difunta con el miramiento<br />

debido. Se acercaban al bohío en donde estaba la anciana, de cuerpo presente, con el<br />

respeto que a la muerte le rinde todo mortal. En realidad, estaba ahí, boca arriba. No cabía<br />

144


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

duda. El hule del rostro le relumbraba con el reflejo de las cuatro velas prendidas en las bocas<br />

de cuatro botellas vacías. Así, estirada en su cómodo colchón, la bruja parecía más larga.<br />

Sólo tenía un ojo cerrado. El otro se lo cerraban y se volvía a abrir, obstinado en continuar<br />

mirando. Larga y ancha bata blanca la tapaba del cuello a los pies. La habían tocado con<br />

cofia blanca y con blanco barbiquejo le apretaron la mandíbula floja. En la comisura de los<br />

labios le asomaba un hilo de blanca espuma, seguro indicio de lo milagroso de tan larga<br />

vida, ya que no se podía pensar en la pureza de su alma. Lo secaron y volvía a filtrar. En el<br />

conjunto blanco sólo contrastaba la mancha negra localizada de la frente a la barbilla. Las<br />

fosas de la aplastada y ancha nariz eran dos agujeros tan prietos como la piel. Del rostro, así<br />

partido por la franja de trapo, trascendía una seriedad tétrica e imponente que acentuaban<br />

el ojo obstinado en mirar y el respeto que la hechicera inspiraba aún después de muerta. Sin<br />

faltar a la verdad no se podía negar que la vieja era fea.<br />

Un olor fuerte emanaba del cuerpo recién bañado con un cocimiento de hojas de salvia,<br />

de malagueta, de guayuyo morado y de rompesaragüelles; olor que se mezclaba con el de<br />

la gente sudorosa que llegaba de los distintos fundos.<br />

En derredor del cadáver seguían gimiendo y lanzando lamentos las hijas, nietas, biznietas<br />

y tataranietas de la finada. Era un deber: la vieja dejaba herencia de vacas, puercos, cabras<br />

y un bohío cómodo, y nadie quería acabar de llorar primero.<br />

Las vecinas, que le temían a la bruja y nunca dejaron de maldecirla, ahora que la veían<br />

difunta rezaban por el descanso de su alma; la engalanaron y la adornaban con flores de<br />

adelfa colocándole tres pétalos en los labios. Otras fregaban diminutas vasijas de higüerito<br />

cimarrón, para brindar el café y el aguardiente, licores imprescindibles en los velorios.<br />

Afuera de la enramada los hombres sostenían contrarios pareceres. El cadáver de una<br />

persona de más de noventa años (y a Ma Paula le suponían no menos de ciento veinte)<br />

¿debería ser velado con la circunspección requerida por un difunto que no había cumplido<br />

ochenta? Igual que si se tratara de un muerto recién nacido, de un trabado, ¿no podrían<br />

pasar la noche entretenidos en juegos de prenda y cantando el baquiní y echando décimas<br />

y coplas y cantos de plena?<br />

El secretario de Papá Sindo, Lorencito, que por ser capitaleño se creía en el deber de<br />

saber de todo, decidió el punto:<br />

—El cadáver de un ser que vivió cerca de un siglo y hasta más de un siglo, está sujeto<br />

a las mismas reglas que un trabado o muerto recién nacido. Este es un angelito que no tuvo<br />

culpas que purgar, y aquel ya las ha purgado todas a fuerza de tropezones y padecimientos.<br />

Falta saber qué edad tendría la interfecta –subrayó afirmando su argumento–. Yo la deduzco…<br />

por lógica que no engaña. Estamos en el año 1858 de Nuestro Señor Jesucristo. El hijo<br />

menor de Ma Paula cree tener cincuenta y seis años, aproximadamente. De los tres varones,<br />

mayores que él, dos murieron peleando contra los haitianos, sus compañeros de raza, y el<br />

otro se pudrió comido de viruelas.<br />

—¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? Abrevea…<br />

—De las siete hembras ni Dios distingue si alguna es más joven que el varón sobreviviente.<br />

A la gente prieta tarde se le ve la edad. Los nietos y demás descendientes se multiplican<br />

como marranos…<br />

—¿Y qué significa ese lío pa si se cantan o no se cantan décimas en el velorio?<br />

Lorencito era un capitaleño de asombrosa locuacidad y le gustaba lucirse y pasar<br />

por inteligente aun ante los habitantes de la más remota y aislada aldea de la república.<br />

145


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Se enfrascó en la tarea de explicar cómo el Capitán Musundí, liberto que se distinguió peleando<br />

a favor de España, no quiso saber de los franceses cuando los dominicanos pasaron<br />

a su bandera. Negros criollos y hasta de Haití vinieron y se le agruparon y, como si él fuera<br />

un segundo cacique Enriquillo, otra vez la región del Bahoruco quedó convertida en un<br />

baluarte de la libertad.<br />

—Ma Paula –continuaba Lorencito con su inmoderada verborrea de sabelotodo– fue<br />

una de las barraganas de Musundí, de quien no le quedaron hijos.<br />

—Se los comería al momento de parí… –le interrumpieron.<br />

—¿Y qué necesidá tenía de comé gente en un sitio en que abundan tanto la vaca y el<br />

puerco cimarrón? –comentó otro.<br />

—No. Es que todavía Ma Paula no era católica – continuó el orador–. Quería a Musundí<br />

y se acostaba con él por el prestigio; pero ni ella era todavía cristiana ni quería tener hijos<br />

con uno que no fuera congo o aradá. Sentía un orgullo de tribu superior.<br />

—A este Lorencito lo revientan a patás y a garrotazo de un momento a otro, dende que<br />

el comandante se descuide. ¡Dizque venile a enseñá a la gente de aquí quién fue Ma Paula!<br />

Como si naide supiera que a ella y a otras como ella las cogién en lazo. Que comiera gente<br />

o no comiera, que le chupara la sangre a los de teta o no se la chupara, ni quita ni pone<br />

cuando se dice a sé bruja.<br />

Después de cerrar la noche llegó Baltasar, el hijo sobreviviente de los varones de la difunta.<br />

Venía de las monterías, de Mucaral adentro. Y las mujeres, desde que lo alcanzaron<br />

a ver, renovaron las lamentaciones con el inicial vigor. Este hijo montaraz tuvo el sentido<br />

práctico de dejarles a las hembras de la familia el cuidado de la madre anciana. Compungido<br />

ahora, con una pena parida de remordimientos, prorrumpió en clamores que ahogaban a<br />

los de las hembras. Aprovechaba la oportunidad para vociferar su amor filial detallando<br />

las virtudes de la difunta. Sentía ese imperioso deber de hijo. Pero tan duro así no podía<br />

seguir aullando. Para descansar, con disimulo salió al patio a dar órdenes prohibiendo el<br />

juego de prendas, el canto de plena, las coplas, y el baquiní. Aprobaba que dijeran décimas<br />

por argumento y a lo divino. En el cráneo de huidiza y achatada frente, borrosas y tartamudas<br />

ideas le apuntaban que los cantares y el juego de prendas quedarían en la memoria de los<br />

concurrentes testimoniando el desprestigio de la familia.<br />

—Amigo, siga berreando y no se meta a opinar en cosas que son costumbres aristocráticas…<br />

–vociferó Lorencito, sintiendo trasegada en él toda la autoridad del comandante de la<br />

región–. El que no se crea decente que cierre su casa y entierre él solo su muerta, –agregó.<br />

Al oír pronunciar las palabras mágicas aristocracia y decencia, Baltasar quedó cohibido,<br />

perplejo. Tres sobrinos, los más adictos, se le acercaron y en voz baja le hicieron comprender<br />

su pifia contra las buenas costumbres. Se lo llevaron, gimiendo él, hacia el gran árbol de caoba<br />

a cuya sombra Ma Paula les había domado el ímpetu a hijos y nietos haciéndoles entender<br />

los consejos a rebencazos. Allí, ayudado por los tres sobrinos y nueve sobrinas, trazó un<br />

círculo, barrió hojarasca, juntó leña, hizo fuego y ahuyentó la sombra. La curiosidad que iba<br />

despertando ahora borró el desdén a que se había hecho acreedor minutos antes.<br />

Disminuían los rezos abogando por el descanso del alma de la difunta. Y cuando la<br />

directora rogó:<br />

—”¡Señor! Por la afrenta que sufrites con la cruz a cuesta, y por el martirio que padecites<br />

en el madero, apiádate del alma de Ma Paula, tu sierva”… la súplica quedó sin la reiteración<br />

coreada.<br />

146


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Cesaron por un momento las lamentaciones y un grupo de auténticos amigos de la familia<br />

se acercó a Baltasar. Con un brebaje, mezcla de ginebrón y raíces maceradas que en un<br />

calabazo había traído de su fundo del Mucaral, invocó un nombre, roció las primicias hacia<br />

los cuatro puntos cardinales, y se tragó el resto. La cantidad ingerida por él hubiera sido<br />

bastante para emborrachar a diez hombres. Se estremeció atarazado por el fuego interno, que<br />

le ardía en el estómago y en las venas. Dijo otra vez un nombre, ¡el nombre!, lo repitió dos<br />

veces más y retrocedió y avanzó, y quedó siendo el centro, lo más importante del velorio.<br />

Con las palabras rituales del voudou, invocaba y volvía a invocar al dios de la tribu aradá,<br />

que era la suya. Quedó en medio del círculo, abstraído, ausente de todo lo circunstante, vacío<br />

de apetencias y pasiones materiales. Con la vista fija en un punto avanzó y retrocedió hasta<br />

el centro, ansiando y temiendo el encuentro con el poderoso espíritu, que se le acerba. Un<br />

segundo más, y cuando quedó transportado, en la entrega total, alguien comenzó a cantar<br />

y aullar en él con lenguaje intraducible las palabras que la madre le enseñó a repetir y cuyo<br />

significado exacto ni ella sabía:<br />

¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!<br />

¡Hen! ¡Hen! ¡Hen!<br />

Can ga bafió te.<br />

Can ga mun de ye.<br />

Can ga do ki la.<br />

Can ga li.<br />

¡Can ga li!<br />

En derredor del fuego Baltasar giraba ahora con rapidez. Miraba al cielo estrellado, cantaba<br />

y mugía y, rodeándole, los tres sobrinos y nueve sobrinas coreaban alternativamente,<br />

batiendo con los pies el suelo y mugiendo y rugiendo para convencer al dios de la inmensa<br />

aflicción de una familia sumisa y buena. Trataba de callar y se estremecía, mientras de su<br />

garganta, superiores a la voluntad de él, seguían saliendo las voces que le hervían en la<br />

sangre y los antepasados le cantaban dentro.<br />

El funeral lamento, creciendo y volando sobre el terral despertó al Comandante Papá<br />

Sindo y lo hizo acudir corriendo, sable en mano, como si temiera que los haitianos estuvieran<br />

irrumpiendo por la frontera vecina. Y entonces fue cuando sucedió lo asombroso. Crugió la<br />

barbacoa, el camastro de la difunta. Cayeron y se apagaron las cuatro velas que le alumbraban<br />

a Ma Paula el sendero definitivo, y ella en persona se enderezó, engalanada, y avanzando<br />

hacia la muchedumbre se arrancó el barbiquejo y preguntó autoritariamente:<br />

—¿Y qué vagamundería son eta?<br />

—¡Detente animal feroz, que antes de tú nacer nació el Hijo de Dios! –gritó Lorencito,<br />

tembloroso, y huyó desamparando al jefe.<br />

Ese grito, el terror y la fuga, fueron contagiosos, y huyeron y gritaron todos:<br />

—Virgen del Amparo, ¡aprotégeno!…<br />

—¡No nos disgreguemo! –imploró la directora de rezos–. ¡No me abandone, Miguel!<br />

–agregó sujetando al marido.<br />

Entonces Papá Sindo, que era un valiente, le apretó la empuñadura al machete y se le<br />

oyó vocear:<br />

—Si avanzas… te rajo de un machetazo… ¡vieja del diablo!<br />

147


Ángel Liberata<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

¡Fueron 820!<br />

Diezmados al principio por la infantería enemiga, dispersos por los escuadrones y acosados<br />

por el espanto, huyeron silenciosos como sombras. En la noche lóbrega pasaron por<br />

Pueblo-Viejo, siguiendo el atrecho de El Curro que los llevara a juntarse con su jefe natural,<br />

con el auténtico Jefe. Los demás sobrevivientes, orientados por el otro derrotero, se separaron<br />

en Quita-Coraza tomando las rutas de Rincón y de Neiba.<br />

Endurecidos por la ruda disciplina que había mantenido él, habituados a dormir a suelo<br />

raso, a alimentarse de pie con plátanos y cecina cada veinte y cuatro horas, podían recorrer<br />

distancias enormes sin rendirse a la fatiga. Tenían prohibidos el aguardiente y las barajas,<br />

porque deshonran, y la hamaca, la música y las faldas, porque inclinan a la molicie, indigna<br />

del guerrero. Y ellos, educados así, habían visto con asombro al otro jefe, al que mandaba<br />

en todo el Sur, traicionado, ¡vendido! y asesinado.<br />

¡Fueron 820!<br />

Pantalones y guerrillera de “fuerte-azul”, soletas dobles, un machete, una carabina, una<br />

cartuchera, un concepto de hombría que les impedía recular en la pelea, si no se les ordenaba,<br />

y obligaba a morderse la lengua y a morir antes que soltar palabra que menguara el prestigio<br />

de la República y favoreciera al enemigo. Así los había forjado él, y así habían pasado de su<br />

autoridad a la de Pedro Florentino, de la de Pedro Florentino a la de Gregorio Luperón, y<br />

otra vez a la de Pedro Florentino.<br />

¡Fueron 820! ¡Puello! ¡Puello!<br />

Regresaban: ocho de Rincón, con el Coronel Cabuya; cinco del Puesto Cantonal de<br />

Petit-Trou, con el Sargento Payén; doce de Barahona, con el Capitán Antonio Blas; treinta<br />

de Neiba, nueve de Pesquería, dos de La Descubierta.<br />

Contaba en silencio y volvía a contar de nuevo. Una arruga perpendicular partía<br />

su frente. Las sombrías pupilas escudriñaban con ansias disimuladas las bocas de los<br />

caminos y los caminos estériles mantenían las cifras inalteradas: ocho de Rincón, cinco<br />

de Petit-Trou, doce de Barahona, treinta de Neiba, nueve de Pesquería, dos de La Descubierta…<br />

¡Fueron 820!<br />

Pasó toda la mañana y lo dejaba la tarde bajo la baitoa del patio, sentado en el<br />

taburete forrado de cuero crudo. Extraía de los relatos, hechos, nada más que hechos,<br />

desnudos de la bazofia de comentarios. La Gándara y Puello (¡Puello! ¡Puello!, ¡dominicano<br />

traidor y azote del Sur!), aniquilaron las avanzadas de los patriotas en Haina<br />

y en San Cristóbal. En Baní, los banilejos se pasaron al enemigo y contribuyeron al<br />

exterminio. Azua está en poder de España. El ejército del Sur –cuatro mil trescientos<br />

hombres– destruido. Y el General Pedro Florentino, su compadre de sacramento, asesinado.<br />

¡Este era el cuadro consolador!<br />

Ensimismado en un silencio hostil, parecía sordo al lloro desgarrador de las mujeres. A<br />

medida que se generalizaban las noticias los crecientes clamores se multiplicaban, subían<br />

hacia las lomas de Panzo perdiéndose en las laderas, se derramaban sobre Cerro en Medio,<br />

volaban sobre Cambronal y Las Marías. Y Cambronal y Las Marías y Cerro en Medio,<br />

gritando también sus muertos, devolvían el lamento funeral. Un inmenso dolor se dilataba<br />

sobre el vasto valle de Neiba. Nadie se atrevía a dirigirle la palabra. Pasaría la noche y lo<br />

148


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

sorprendería otro sol sentado en el taburete forrado de cuero crudo, con las pupilas enrojecidas<br />

y exigentes clavadas en las bocas de los caminos.<br />

�<br />

A pesar de los lamentos y de un repentino ladrar de los perros, pudo percibir trote de<br />

cabalgaduras que avanzaban por el lado de Azua. Un oficial de alto rango, guiado por un<br />

práctico y seguido de seis militares –españoles y criollos– se acercó luego preguntando<br />

por él, que empezó a acariciarse la descuidada y puntiaguda barba. En la travesía, ellos no<br />

habían visto siquiera un hombre de armas, desvaneciéndose las presunciones de Puello y<br />

confirmándose el criterio de La Gándara:<br />

En Azua fue destruida la resistencia del Sur.<br />

Uno del grupo se acercó anunciando título absurdo:<br />

—El Marqués de la Concordia.<br />

El ojo experto del que anunciaron fiscalizó:<br />

—Rústico escenario. Bohío con puertas ausentes, (los vanos miran al norte y al sur).<br />

Enramada, sin cerca, sirve de cocina. De las soleras, suspensos en colmillos de cerdos monteses,<br />

cuelgan ordinarios aperos de montar, útiles de labranza, y excusabaraja, sin tapa, que<br />

amenaza caer sobre apagado fogón. ¿No habrán comido aquí hoy? Patio casi yermo. Pocas<br />

gallinas, poca gente… Un hombre, mujer de garbo, muchacha apetitosa, una niña y… miseria…<br />

miseria… ¿De qué vivirán en esta aldea?<br />

—Muy buenas tardes, General.<br />

—Muy buena se la dé Dios.<br />

Al responder al saludo se iba incorporando el hombre. Botó en el taburete y pegó en la<br />

corva curvo sable pendiente de terciada y galana banda.<br />

Prosiguió el ligero examen:<br />

Alta, seca estatura. Pobre indumento. Nervios en lugar de carnes. Cara dura. Duras barbas<br />

de chivo que rozan el pecho. Duros, rígidos mostachos. Duro mirar que se va suavizando<br />

hasta ganar triste dulzura en mi presencia… Este mulato es persona.<br />

—General, vengo en misión de mi Gobierno, con plenos poderes, para tratar con usted.<br />

—Lo supongo. Haga el favor de sentarse y beba conmigo un cafecito. Dispensará el<br />

ajuar: no es aparente y fino como los que se usan allá lejos, en su país.<br />

Se dejaba examinar y parecía no interesarse en averiguar cómo era el recién llegado.<br />

Había oído decir que era Brigadier y jefe de la artillería realista. Ahora le bastaba advertir<br />

que se trataba de hombre de mando, que tenía gracia natural, y deseos disimulados de ser<br />

agradable, sin duda para ganárselo.<br />

El café humeaba en dos diminutas vasijas de güira silvestre. Estaban solos. Del lado<br />

afuera de la cerca se agazapaban sombras armadas de fusiles.<br />

—Desde El Seybo hasta la frontera, se ha impuesto la paz –continuó el español. Se restaura<br />

en El Cibao, donde los facciosos, carentes de los recursos más elementales y de la más<br />

elemental disciplina, se dividen en banderías.<br />

Él aprobaba y callaba moviendo afirmativamente la cabeza.<br />

—Este pliego fue retirado de los papeles del infortunado General Pedro Florentino. Le<br />

suplico que lo lea. Habla del destino deparado al General Gregorio Luperón.<br />

149


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Él extendió el brazo, tomó el pliego y lo abrió y leyó en silencio. La arruga perpendicular<br />

se pronunció, doliente como una herida. Los clamores se volvieron con la noche invasora<br />

más graves y lastimeros.<br />

—El Gobierno admira el heroísmo de la gente del sur y lamenta su derroche innecesario<br />

e infructuoso. Se le ofrecen a usted. No… No se trata de garantías, permítame explicar… La<br />

jefatura de toda la región de Neiba, el reconocimiento del grado de usted y de sus oficiales<br />

y los gastos efectuados por usted y por ellos. Es el ramo de olivo, General: es la concordia.<br />

—Perdóneme, mi señor.<br />

Se levantó otra vez y, desenvainando el curvo sable, fue hasta la empalizada y cortó una<br />

rama de guasábaras. Al regresar traía las espinas empuñadas en la encallecida mano, sin<br />

miramientos, y mostrándolas con el brazo estirado dio expresión a la respuesta:<br />

—Concordia, esta es mi paz.<br />

En seguida le arrancó al pulgar y al mayor un sonido bronco y seco como un latigazo,<br />

y dijo al joven que acudió al reclamo:<br />

—Pedro, este Señor es Marqués… Acampáñalo hasta el Yaque. Ese río con la oscuridad<br />

es muy temeroso.<br />

Cuando se retiraban se oyó que el Ayudante del Marqués preguntaba burlonamente:<br />

—¿El tío ese de las barbas es General? ¡Causa ganas de reír!…<br />

—Te reirás…, le contestaron entre dientes.<br />

�<br />

El lucero del alba brillaba como lejano faro. A la lumbre del ardiente fogón se preparaban<br />

los emisarios que saldrían llevando órdenes en diversas direcciones. Varias mujeres desgarraban<br />

sábanas y enaguas volviéndolas hilachas para aplicar a las futuras heridas.<br />

—Padrino, dice mamá Lin que venga.<br />

Llamaban del aposento. A puerta cerrada trabajaban la esposa y la sobrina. Entró dejando<br />

detrás de sí la humareda que soltaba su cachimbo. La niña dormía tranquila sobre una estera<br />

extendida en el suelo.<br />

—¿Cuántas tienen listas? –preguntó en voz baja.<br />

—La madeja encarnada sólo dio doscientas once –respondió la esposa. Es una lana<br />

ordinaria y enredosa. De la amarilla llevamos preparadas ciento cinco. En total: trescientas<br />

diez y seis…<br />

—Faltan más de la mitad, –observó él, disconforme.<br />

—Padrino, los tres no me caben ya, –protestó la joven.<br />

—Aprieta las letras.<br />

—Es que la mano se cansa. Mire cómo van saliendo.<br />

Tomó él la diminuta cartulina y leyó:<br />

ÁNGEL LIBERATA FÉLIX,<br />

y, tras breve reflexión, ordenó:<br />

—Economiza el Félix… Después de todo en la guerra no debe uno pretender vivir siendo<br />

feliz. Y cuando te canses suprime el Ángel. Y, cuando no puedas más, en lugar de Liberata<br />

escribe Libre. Es lo mejor de mi nombre y lo que vale más de la reliquia.<br />

Meditó y agregó dulcificando el tono:<br />

—Candelaria Ferrera, perdóname la penosa vida que te doy. Te debiste unir a un<br />

hombre manso.<br />

150


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Y, con sabor de picardía:<br />

—El hombre es fuerte cuando pone fe en un talismán. Por eso las reliquias nunca dejan<br />

de ser útiles. Preservan de las balas cuando el que las tiene se defiende tirando a punto metido.<br />

Estas no las fabrican ahora: las hicieron en el extranjero y las “curaron” en Haití… Las<br />

conseguí por medio de mi compadre Bucán Ti Pie…, dijo ¿Entienden ustedes?<br />

Y salió sin esperar respuesta, oyendo que Pedro había regresado.<br />

�<br />

La embestida fue violenta y torpe, como de gente bisoña que llegaba enardecida y no<br />

podía detenerse, y el triunfo de los españoles facilísimo, a pesar de su desventajosa posición.<br />

El Yaque, en creciente, dificultaba el paso de las municiones y la artillería. Las frágiles<br />

canoas y las balsas y los bongos improvisados, cruzaban en sesgo de una a la otra orilla,<br />

cuando fueron atacados por los nativos que avanzaron hasta la margen occidental, enredándose<br />

en las caña-brava. En el caudal de aguas ocres patalearon cuarenta y siete españoles<br />

heridos y diez muertos, entremezclándose con las reses aterrorizadas. Chocaron una balsa<br />

y tres bongos, los bongos se desprendieron de las amarras y se deslizaron arrastrados por<br />

la corriente. En el recodo vecino recuperaron dos y el otro desapareció con dos cañones,<br />

hundido, o vomitado río abajo por el remolino. Pero desde que los asaltantes alcanzaron a<br />

ver formándose el clásico “cuadro”, se dispersaron dejando una docena de muertos: todos<br />

flacos, desarrapados, mulatos, y de mandíbulas apretadas.<br />

—El 31 de enero –¡desde hace tres días Mariscal Puello!–, salimos de Azua y todavía se<br />

obstinaba usted en una marcha de tortuga para tan mezquina escaramuza; –dijo con sorna<br />

La Gándara. Confiese que no era menester tanta cautela. Marqués, deme la razón.<br />

El Excelentísimo Señor Don Manuel Pereyra y Abascal, el Marqués de la Concordia,<br />

no quería expresar concepto sobre el Liberata ese. Un salvaje que respondía con señales<br />

aprobatorias y, cuando se le creía convencido, daba una vuelta y se presentaba con una<br />

rama de espinas. Además, para él, veterano de las campañas del Danubio y de Crimea, y<br />

animal de raza fina, la espectacular demostración de fuerzas de La Gándara tendía a impresionar<br />

más al Ministro de Ultramar que a los campesinos sublevados… Sinceramente<br />

creía menos costoso y más cómodo pagar a cualquier precio la adhesión del Liberata que<br />

exponer a tres mil hombres a la fiebre amarilla y al vómito negro en tan ingratos andurriales.<br />

Se iba aburriendo de una aventura guerrera sin posible honra que abrillantara los laureles<br />

que había ganado entre iguales, y de cuando en cuando lo invadía una honda nostalgia<br />

de paz. ¡Paz! ¡Retirarse con su familia a un rincón escogido del Cantábrico, o del Mediterráneo!…<br />

Eusebio Pueblo tampoco quería responder. Se acostumbraba a las bromas del Capitán<br />

General; pero en el fondo le mortificaba la torpeza con que atacaron los dominicanos, en un<br />

lugar que les era tan favorable, y el pavor con que huyeron dejando sus muertos. Prefería<br />

ver exterminados a sus antiguos compañeros a que se desacreditaran de esa manera. El se<br />

iba a ceñir la faja de Mariscal de Campo y, a pesar de eso, sentía un criollismo incurable.<br />

Desde antes de salir de Santo Domingo había avanzado su opinión sobre los hombres que<br />

tenían que batir.<br />

“Luperón es directo, arrogante y noble hasta en el combate. Repugna las estratagemas,<br />

cuida al enemigo herido y fraterniza con los prisioneros. Pedro Florentino es de ímpetu<br />

inicial arrollador, torrencial, irresistible en la refriega; y en la derrota lo enciende ferocidad<br />

151


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

irrefrenable: le incomodan los heridos y los prisioneros. Ángel Liberata Félix es la trampa.<br />

Parece genero como Luperón y, sin embargo, es cruel. Embiste como Florentino y se escurre<br />

como la culebra”.<br />

Eso había dicho. Y al primer encuentro el General Ángel Félix atacaba como un tonto<br />

y corría como un cobarde. Estaba casi convencido de su error de apreciación; pero con su<br />

testarudez natural insistió en que debían continuar a marcha lenta.<br />

El día cinco, al ponerse el sol, oyeron cantar los gallos de Neyba y se disponían a entrar<br />

en la aldea cuando en Las Cabezadas de Las Marías atacaron la retaguardia. El empuje fue<br />

fragoroso y violento al iniciarse. Varios muertos rodaron por un barranco y asustaron a los<br />

caimanes. Durante media hora se mantuvieron a la ofensiva; pero los tiros fueron cediendo<br />

en disminución gradual, desde que la artillería realista entró en acción y los invasores formaron<br />

el cuadro, hasta reducirse a disparos intermitentes. Lo extraño esta vez fue que no se<br />

vio al enemigo y que las bajas que causó fueron en su mayor parte de oficiales: ¡como si los<br />

estuvieran seleccionando!<br />

Ocuparon Neyba al anochecer y la encontraron vacía de hombres. Los disparos hostiles<br />

siguieron sonando toda la noche.<br />

Dos días después llegaron a La Salina.<br />

�<br />

Las mujeres de Cristoba, graciosas, de un trigueño pálido y de ojos lánguidos, llegaron<br />

como las de El Naranjo, cargadas de sartas y canastas de viajacas, de lebranches, de quéqueres<br />

y de huevas secas de pescado. Las de Lemba y Las Saladillas, de tostado rostro, pelo<br />

lacio y vestidos de colores vivos que contrastaban con el luto general, bajaron con rosquetes,<br />

quesos de chivas, plátanos, cocos, ristras de cebollín, andullos de tabaco. A la sombra de<br />

frondosos mangos y barías se agrupaban formando mercado al aire libre y discutiendo el<br />

trueque de los artículos de consumo. Un pesado olor a pescado, a macho cabrío, a miseria<br />

pública, trascendía del mercado, de los corrales vecinos, y flotaba como si fuera emanación<br />

del pobre río. Los soldados se juntaron con las mujeres piropeándolas y comprando lo que<br />

necesitaban y lo que no necesitaban. De improviso las mujeres de Cristoba, con el dorso de<br />

la mano izquierda en el cuadril y manoteando con la diestra, comenzaron a insultar a las<br />

de Lemba. ¿Quiénes eran las de Lemba? Unas chinchosas y embusteras. Las de Cristoba<br />

eran las que habían visto al madrugar ese día a Pedro Inacia y a Angelito Liberata llegar<br />

por la laguna “pusando” un bongo nuevo. Lo pasaron del río Yaque por el caño de Rincón<br />

cargado de cañones y balas.<br />

¡Mentira!, les respondieron a gritos. Las de Lemba y Las Saladillas fueron las que vieron<br />

“al romper el nombre” a Ángel Liberata, a Pedro y a los Florián, que venían de Las Damas<br />

en compañía de “El Torito e May Juliana”, con unas cargas grandes de cañones.<br />

En el escándalo intervinieron las de El Naranjo. Ellas eran las que habían visto pasar<br />

por su sección a Ángel Liberata con los rinconeros y los de Petit Trou cargando muchos<br />

cañones. Al General le arañaba la barba el pecho al paso de su caballo. ¡Si conocerían ellas<br />

el caballo prieto del General!<br />

Para las de Lemba y Las Saladillas, las de Cristoba y El Naranjo eran unas piojosas,<br />

pánfilas de comer viajacas con coco. Esas perras se querían lucir delante de la gente.<br />

Las de Cristoba y El Naranjo no le iban a hacer caso a esas infelices de Las Saladillas<br />

¡Jesús! (Escupían cuando las mentaban). En cuanto a las de Lemba eran ellas y su barrio<br />

152


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

tan fatales que al pasar por allá al río se le salaba el agua. De las de Cristoba y El Naranjo sí<br />

“que naide podían dací que les tenían la cola pisá… Lo único que podían decí de ellas era<br />

que sabían salir algunas puta… ¡Y eso!”<br />

Un soldado le dio aviso a un oficial y el oficial a La Gándara, quien hizo llamar a las<br />

mujeres para someterlas a interrogatorio. Cuando llegaron a la presencia del jefe español<br />

estaban todas de acuerdo. Todas ellas era mujeres “honrás y de palabra, que nunca hablaban<br />

embuste”. Cada grupo corroboraba lo que decían las del otro. Todas habían visto en la<br />

madrugada llegar por sus barrios respectivos a Ángel Liberata. El General español podía<br />

jurarlo, “por ésta, que son cruce”. (Y formaban cinco cruces con los dedos de las manos).<br />

El resultado fue desconsolador. La Gándara acabó riendo con fingido asombro de las<br />

sandias salineras que la misma noche a la misma hora vieron llegar por el Este, por el Sur y<br />

por el Oeste, a su generar con crecientes cargas de cañones.<br />

Las mujeres se retiraron charlando amistosamente, decepcionadas. Una espulgó el<br />

pliegue del pañuelo que le aprisionaba la cabellera y extrajo un fósforo de peine, lo frotó<br />

reciamente en una chancleta, hizo fuego y encendió un cachimbito de barro. Se juntaron unas<br />

a otras y, ladeando los rostros, iban comunicando el fuego de uno a otro cachimbo. Luego se<br />

despidieron hasta el sábado siguiente enviando mutuas memorias y riéndose del jefe español.<br />

“El sonso ese va a sabé aonde carga el maco la manteca. ¡Como si el hijo de Liberata no<br />

pudiera está a la mesma vez en los lugare que que le dé la gana!”<br />

Se apretaban las verijas temiendo reventar de risa.<br />

El Marqués oía y callaba, deseando que se precipitara el final de los sucesos, aunque<br />

fuera aventando al duende a cañonazos, para salir de tan inhóspitas tierras.<br />

�<br />

Cuando se borró la púrpura del poniente, en los pequeños remansos croaron los batracios.<br />

Un silencio profundo bajó de los cerros, se impuso en la aldea y se extendió sobre el<br />

lago vecino.<br />

Ni un hombre, ni eco alguno de voz varonil, ni huella, ni señal del enemigo percibieron<br />

ese día. Sólo allá, cuando cruzaban caldeados de sol los áridos salitrales de La Madre del<br />

Muerto, un oficial creyó divisar con sus catalejos, en la linde casi imaginaria, la sombra de<br />

un jinete fugitivo.<br />

En la mañana siguiente amanecieron degollados los últimos centinelas.<br />

�<br />

Amanecieron degollados los centinelas y desjarretadas las cabalgaduras. El Capitán<br />

General tendría que ir caminando a pie, o cabalgando en un burro hasta Barahona.<br />

Enviaron a un pelotón a requisar bestias de carga del lado del sur, a los conucos de los<br />

Terrero. A poco oyeron dos, seis, ocho disparos, contados con cerradas descargas. En seguida<br />

se trabó la lucha de tal modo que lo oídos atentos apenas diferenciaban el estrépito<br />

simultáneo de la fusilería de los regulares, del graneado tiroteo de los nativos. Se afirmó la<br />

ofensiva y regresaron, en repliegue, los realistas. Los 3,000 hombres de La Gándara quedaron<br />

listos en un instante, esperando órdenes, cuando les abrieron fuego del lado de oriente y<br />

cayeron 7, 8, 9 zapadores de la escolta del Capitán General. El combate se generalizó. Entró<br />

en acción la artillería. El Marqués cañoneaba troncos de barías, ceibas, mangos, cocoteros,<br />

detrás de los cuales salían mortíferas balas. A una mujer, que halaba su asno para librarlo<br />

153


de riesgo, le explotó en el pecho una metralla, y parte de la mujer y la cabeza del asno quedaron<br />

adheridas a una ceiba. Entonces fue cuando, del lado suroeste, desde la cresta de un<br />

cerro cercano, rugió la voz formidable:<br />

—¡Concordia, esa es la paz!<br />

Y un tronido, semejante a un desprendimiento de la altura, bajó con la voz matando a<br />

doce hombres, barriendo al Marqués y dejando fuera de combate uno de su cañones. Volvieron<br />

a sonar tronido y voz, repercutiendo, irritados, en las espeluncas del Bahoruco y la<br />

sagrada cordillera se enarcó, aguaitando, porque Ángel Liberata había vuelto a pelear. Rugían<br />

y volvían a rugir los cañones con que el Yaque contribuyó a luchar por la República y, con<br />

pretensiones de recuperarlos, el Ayudante del Marqués y un Teniente y muchos españoles,<br />

embistieron al cerro. Se deslizaron los cañones del lado opuesto y, en un choque cuerpo a<br />

cuerpo, quedaron abatidos el Teniente y dos soldados, y prisionero el Ayudante.<br />

—Capitán: me estorba ese hombre… ¡Cójelo!, ordenó la voz terrible: ¡hazlo reír!…<br />

Y como el subalterno se apartó con el Ayudante prisionero, ningún ojo vio cuando le<br />

alzaron el brazo y le abrieron la herida que hace enloquecer; pero muchos oídos oyeron una<br />

macabra carcajada y un cuerpo y una cabeza rodando ladera abajo.<br />

Continuaron el tableteo agresivo y las descargas cerradas de la fusilería, y los españoles<br />

se fueron, acosados, buscando el mar. En las estrechuras los soldados de la impedimenta se<br />

escudaban con los heridos. Cuando pasaron por el caserío de Rincón, los arroyos La Peñuela,<br />

El Uvero, La Isabela y Cachón Pipo se deslizaban cantando… porque en aquel lugar le habían<br />

cortado el ombligo al Jefe del Sur.<br />

La refriega continuó a lo largo del camino. Cuando La Gándara y Puello llegaron a<br />

Barahona, el paseo triunfal de los vencedores de Azua, de Baní y de San Cristóbal, había<br />

adquirido los caracteres de la derrota.<br />

�<br />

Se hundieron en occidente Las Tres Marías, Los Tres Reyes, Las Siete que Brillan y se<br />

apagaron Los Ojitos de Santa Lucía…<br />

Empinado sobre un peñón de Las Balizas, miraba él cómo ardían las casas y miserables<br />

bohíos iluminando la orilla del mar por donde se retiraban los invasores. Adusta y sombría<br />

se alzaba a sus espaldas la cordillera maternal. Un silencio ancho y hondo bajaba de la eminencia<br />

y se extendía cubriendo el valle de Neiba.<br />

Con la aurora las luces creaban formas fantásticas a los ojos de Ángel Liberata Félix.<br />

Creía ver la aldea de Barahona transformada en una ciudad inmensa que comenzaba a<br />

vivir vida futura. Volutas y grumos rojizos se desprendían de las gigantes chimeneas de<br />

fábricas donde trabajaban, pacíficamente unidos, españoles y dominicanos, junto a obreros<br />

de todas las naciones. Ignoraban e ignorarían los sacrificios y los nombres de él, de los 820,<br />

de todos lo anónimos fundadores. La exaltación de la lucha fue cediendo a un sentimiento<br />

nuevo, a un deleite que asomaba, impreciso, brumoso, como el hálito que le denunciaba la<br />

existencia del Yaque lejano desembocando en la gran bahía de aguas tranquilas. Entonces,<br />

pasándose la mano diestra por la cara, ahuyentó las visiones, hizo lumbre en su yesquero,<br />

encendió el cachimbo, pisó estribos y tomó la ruta por donde iría a averiguar qué había sido<br />

de Candelaria Ferrera. El relincho de su caballo tuvo repercusiones de clarín. Sus barbas de<br />

chivo padre, meneadas por el terral, le acariciaban el pecho.<br />

16 de agosto, 1936.<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

VIRGINIA ELENA ORTEA (1866-1903)*<br />

Los diamantes de Plutón<br />

Plutón, con un humor más negro que su reino, se paseaba por las galerías de su palacio,<br />

gesticulando y hablando, aunque nadie le escuchaba. ¡Cualquiera se habría acercado a<br />

calmarle en aquellos momentos, cuando su rostro mostraba el sordo furor que rugía en su<br />

pecho!<br />

Plutón tenía mal genio de suyo, y como su reino no estaba en condiciones de alegrar a<br />

nadie, en sus días malos causaba verdadero pavor verle, como energúmeno, retratadas en<br />

sus rudas facciones todas las durezas de su corazón.<br />

Proserpina, su cara mitad, había amanecido caprichosa, inconforme, quejándose amargamente<br />

de la lobreguez de aquel reino, por ella compartido.<br />

Y aunque el rostro del marido habría impuesto respeto al mismo Hércules, ella, una mujercita<br />

fina y delicada como una alondra, se había encarado con él para decirle con sobrada<br />

impertinencia cuanto a la boca llevó su rebeldía.<br />

—Por qué estoy en este sombrío palacio, oh Destino? –gemía sin importarle nada las<br />

arrugas que se multiplicaban en la frente de Plutón–. ¡Reniego mil veces de la inmortalidad<br />

aquí, que ella me condena a la eterna contemplación de vuestros sombríos dominios!<br />

—No te quejes –replicó él con admirable calma. Eres reina, tienes una corte a tus pies.<br />

—Valiente corte la tuya –exclamó ella con sorna–. ¡Tener el Vicio, la Crueldad, la Calumnia,<br />

la Envidia a mis pies! ¡Ver de continuo los feroces rostros de los hijos del infierno,<br />

mis cortesanos, que sólo me causan horror! ¡Oh, mejor quisiera estar en la tierra! ¿Por qué<br />

me arrebataste de ella, mi patria?<br />

—¡La tierra! –dijo Plutón con sorna también– Pero desdichada, ¿no sabes que la tierra es<br />

un infierno, y que si allí fueras reina tendrías a tus pies una corte igual a la mía?<br />

—¡Mentira, mentira! Allí no tienen rostros tan feroces como los que aquí me rodean.<br />

—¡Tonta! –exclamó él con desdén. Son los mismos, pero disfrazados hábilmente y<br />

guiados por aquella, la más vil de mis hijas, la que arrojé de aquí, y allá fijó su residencia:<br />

la Hipocresía.<br />

Al escuchar el cruel insulto, Proserpina puso el “grito en el cielo”, y como hasta él llegaron<br />

sus lamentos y Júpiter se enterara de la desavenencia, no queriendo Plutón desacreditar su<br />

alardeado temple de voluntad y su poderío y no viendo que de otro modo pudiese calmar<br />

a su mitad, empezó a ceder y aun a tratarla con cierta dulzura desacostumbrada.<br />

No hay para qué decir que Proserpina, en vista del terreno ganado, se sostuvo en la ofensiva;<br />

no tardando en declarar que abandonaría su triste mansión para volver a la tierra.<br />

Ahora bien, Plutón no quería pensar en ello, y tales son los motivos por los cuales le<br />

hallamos tan sombrío.<br />

Parece que después de meditar detenidamente el asunto, el rey tomó el partido de<br />

convencer a la reina de que aún mucho peor que el infierno es nuestro desdichado valle<br />

de lágrimas, y dirigiéndose a su habitación empezó una larga perorata llena de elocuencia,<br />

exponiendo por primera vez desconocidas dotes de oratoria, explicándose con calor,<br />

presentando ejemplos, datos conmovedores; en fin, haciendo verdaderos prodigios de<br />

perspicacia y tacto.<br />

*V. E. Ortea escribió cuentos, novelas y ensayó piezas de teatro.<br />

155


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

¡Pero cualquiera convence a mujer de cabeza dura, que no entiende de razones!<br />

Toda aquella alocución cayó en saco roto, y erre que erre, seguía en sus trece la diosa del Infierno.<br />

Verdad que a cada razón del marido opuso ella una réplica más o menos oportuna.<br />

No se desanimó él, y continuó demostrando con irrecusables verdades sus razones, y ella,<br />

al verse vencida en aquel torneo de palabras, comenzó a llorar amargamente, quejándose…<br />

de que en la tierra había “algo” bueno que no tenían en el infierno… flores.<br />

Nada tuvo que contestar el rey del Averno a esta verdad abrumadora y bajando la cabeza,<br />

furioso, se apretaba las manos una con otra.<br />

—Me voy para ese Paraíso que tales adornos produce –chillaba ella sin el menor respeto<br />

a su categoría. ¡Desdichada de mí, que con nada puedo realzar aquí mi belleza!<br />

—¡Flores dijiste! –gritó el dios, o más bien rugió trémulo de ira–. Yo te daré algo mejor<br />

para que te adornes –añadió metiendo la mano en un horno encendido que por allí había y<br />

sacando algunas brasas que apagó entre sus nervudos dedos.<br />

—Toma, mujer –dijo–, ya tienes las flores que aquí se producen.<br />

—Te burlas de mí –clamó ella rechazando la mano de su esposo–. Y volvió a gemir sin<br />

consuelo.<br />

—No me burlo; abre tus bellos ojos y mira…<br />

Ella por curiosidad miró lo que le ofrecía, lanzando un grito de sorpresa y placer al ver<br />

los apagados carbones convertidos en piedras que lanzaban cascadas de luz fosforescente<br />

de un brillo fantástico, deslumbrador.<br />

En tanto él se reía a más y mejor al depositar en la falda de su aturdida mitad los brilladores<br />

carbones.<br />

Proserpina se dedicó desde ese día por completo a sus nuevas joyas, que en joyas había<br />

convertido un diablillo inteligente a las “flores” del infierno.<br />

Plutón, mohíno, la contemplaba cada día más vanidosa, más necia, más pegada de su<br />

belleza, que sin cesar adornaba con las fosforescentes luces de sus joyas… Llegó el caso de<br />

que el desdén de la reina alcanzara a su mismo compañero, con menoscabo de su majestad y<br />

exposición de un rompimiento peligroso; pero ello es que la Soberbia y el Orgullo se habían<br />

hecho consejeros favoritos de su Alteza, y la cegaban con maña.<br />

Sabido es que así sucede… casi siempre.<br />

Y no es esto sólo. La Envidia había revuelto a los habitantes del Averno promoviendo<br />

una verdadera rebelión. La Perfidia trabajaba activamente en ella, y las delaciones se sucedían<br />

ante el trono, de modo que el rey, desde el malhadado asunto de los carbones, no había<br />

tenido día tranquilo, y empezaba a juzgarse, por primera vez, el más desdichado.<br />

Las cosas llegaron a su colmo el día que Proserpina, radiante de pedrería, quiso subir<br />

al Olimpo, para lucir en él sus esplendores. Plutón no pudo resistir su ira, y arrancado los<br />

diamantes a la reina, los arrojó con ímpetu al infinito, con tal fuerza, que por nuestra desgracia<br />

acertaron a caer en los abismos de la tierra.<br />

Proserpina cayó presa del más espantoso ataque nervioso, librándose así de la furia que aún<br />

quedaba en el pecho de su rey y marido, furia que desahogó él en las desdichadas joyas.<br />

—¡Malditas! –gritó. Seréis causa de crueles ambiciones, de infames crímenes, de viles<br />

deshonras, de desdichas sin cuento. Atraeréis a la Envidia hacia vuestro brillo funesto. ¡Seréis<br />

fuego de infierno para quien os desee!<br />

A estas voces volvió en sí Proserpina, y a su vez habló interpelando a sus perdidos<br />

bienes:<br />

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—¡Benditas! Ya que no puedo poseeros, ¡llevad al pecho de la mujer que os posea los<br />

encantos que el mío ha gozado! ¡Embelleced la garganta, el cabello sobre que os asentéis<br />

con fulgores de aureola!<br />

Y Plutón, calmado su enojo, añadió burlón:<br />

—¡Brillad, deslumbrando, sobre las cabezas que queráis perder!<br />

VIRGINIA DE PEÑA DE BORDAS (1904–1948)*<br />

La eracra de oro 1<br />

(Cuento para niños)<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

En esta tierra quisqueyana, rica en leyendas gloriosas, vivía en tiempos de Cristóbal<br />

Colón un indiecito de unos trece años, osado e inteligente, llamado Tamayo. Era hijo de<br />

uno de los nitaínos más valientes y había aprendido de su padre a usar el arco y las flechas<br />

con maestría sin igual. Pertenecía a la noble raza de los arahuacos, pacíficos pero valientes<br />

en grado sumo. Su constitución emotiva demostraba que, como todos los hombres de su<br />

estirpe, era soñador y capaz de entregarse a la meditación. Así lo pregonaban el límpido<br />

fulgor de sus ojos y la dignidad y sosiego de su continente.<br />

Un buen día decidió solicitar el permiso de su padre para ir en excursión a las montañas<br />

del Bahoruco, donde imaginaba que moraban aún las Ciguapas de luenga cabellera, y las<br />

Opias de sus mágicas leyendas.<br />

El nitaíno, anciano de severo semblante y porte altivo, escuchó la petición de su hijo con<br />

un destello de comprensión en la mirada y sus labios se comprimieron con gesto apenado.<br />

—¿Es posible –preguntó en su sonoro idioma antillano– que te sea indiferente perder la<br />

vida? Has de saber que las selvas milenarias están cuajadas de peligros. ¿Acaso lo ignoras?<br />

La expresión del chico era el anverso de una decepción. Por eso contestó con presteza:<br />

—Por el contrario, padre, lo he oído comentar muchas veces, pero… ya sé que pronto,<br />

cuando cumpla los catorce años, me veré precisado a laborar en las plantaciones y en las<br />

minas; y como me resta tan poco tiempo de libertad, bien quisiera aprovecharlo.<br />

—Comprendo… musitó el padre y sus ojos se nublaron repentinamente, pues no esperaba<br />

semejante confesión de su hijo. Pero debo advertirte que la aventura que has soñado<br />

es harto peligrosa y otros más denodados que tú han perecido en la demanda. ¿Por qué no<br />

desistes? Te asaltarán criaturas extrañas como jamás soñaste conocer.<br />

—¡Bah! –contestó despectivamente el chico–. ¿Acaso te encontraste con ellas alguna vez<br />

en tus andanzas por los montes?<br />

En la mirada del anciano relampagueó el recuerdo.<br />

—Aún me parece verlas: pálidas, iracundas, con la cabellera al viento y los ojos<br />

desorbitados; ¡pero mis pies fueron bastante ligeros para esquivarlas! Sabía que me<br />

esperaba en su compañía una muerte segura entre los despeñaderos. Creen que todos<br />

los humanos somos hijos de Maboyá, que todos llevamos en el alma el germen de la<br />

*Virginia de Peña de B. publicó Toeya, novela (1949); Atardecer en las Montañas; Sombra de pasión, y Cuentos para<br />

Niños. 1Eracra: –templo. Nitaíno: –cacique subalterno. Opia: –alma de los muertos… Maboyá: demonio. Matunheri:<br />

–alteza. Caobay: –el purgatorio. Ciguapa: –mujer legendaria, cuyos pies marcaban huellas en dirección contraria<br />

adonde se dirigían. Guabancex: –diosa de los huracanes. Turey: –cielo. Nonum: –luna.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

ambición y el desenfreno… ¡Y quizás estén en lo cierto! No perdonan ni un pensamiento<br />

impuro ¿comprendes?<br />

—¡Ah, más que nunca anhelo ahora subir al Bahoruco! Padre, ¿me concedes tu permiso<br />

y me das tu bendición?<br />

El nitaíno no albergaba ya pensamientos de liberación. Aquella había sido la existencia<br />

bendita de sus antepasados; pensó entristecido: ¡la libertad! Y deseando que su hijo la disfrutase,<br />

a despecho de las duras circunstancias de su vida, dijo blandamente:<br />

—Los indios no escatimamos la ocasión de hacer hombres valientes de nuestros varones.<br />

Está concedida tu petición.<br />

—Gracias, padre –agradeció entusiasmado el adolescente–; me haces el más feliz de los<br />

mortales. ¿Me prestas tu piragua y tu hacha de monte? Quizás es mucho pedir…<br />

Vencido por su amor paternal, el nitaíno contestó:<br />

—Ambas están a tu disposición, aunque mi hacha te serviría de poco: ¡hoy no es más<br />

que un símbolo! Trabajada con esmero y tesón durante mucho tiempo, fue confeccionada<br />

para procurarnos el sustento y defendernos de nuestros enemigos ancestrales, los Caribes,<br />

tan fieros como valientes. Hoy es poco menos que inútil para defendernos de los guerreros<br />

de pecho de hierro que nos esclavizan. Por eso te ofrezco la piragua: puede servirte mejor…<br />

¡Ve, hijo mío, y que Luquo, el Ser Supremo, te proteja en el camino!<br />

Y arrancando una aromática rama de curía le tocó en el hombro, bendiciéndole.<br />

La floresta, henchida de trepidaciones y ruidos apagados, elevaba al cielo la alegría del<br />

trópico. El lago de Jaragua era una gema irisada de divinos matices. La piragua, como una<br />

sombra, se deslizaba ante el sol. Todo era brillantez y luminosidad cegadoras. El rostro oliváceo<br />

del indiecito se tornaba cada vez más jocundo. No le arredraban las enormes iguanas y caimanes<br />

que veía deslizarse sobre sus orillas porque sabía esquivarlos. La canoa, de pulida caoba,<br />

se deslizaba bajo los árboles de ramas caídas, que moteaban el agua de sombra y sol. Pájaros<br />

diversos de vistosos plumajes, saltaban audaces de rama en rama, llamándole la atención.<br />

El ruido isócrono de los remos cesó de improviso. Percatóse con asombro de que su<br />

piragua se había inmovilizado, como si de repente hubiese echado raíces. ¿Sería la mano de<br />

algún Cemí que la retenía? ¿Es que estaba vedado pasar por allí? Algo semejante debía suceder,<br />

pues al tocar los remos la superficie lisa y brillante del lago arrancáronle chispas luminosas,<br />

como de una gema que hiriese el sol, pero no avanzaba en modo alguno. Estaba perplejo;<br />

no sabía qué partido debería de tomar. Hizo un supremo esfuerzo por darle impulso y los<br />

remos se quebraron, astillándose. ¡La masa de sus aguas se había petrificado! Alrededor la<br />

tierra era toda bermeja, ornada de árboles florecientes. Como sucede a menudo en el trópico,<br />

el crepúsculo caía rápidamente y el paisaje entero se envolvía en sombras de misterio.<br />

Bajo unas palmeras, que se agrupaban en forma de templo, creyó ver ojos humanos que le<br />

atisbaban. Eran criaturas pálidas, hurañas, cuyas cabelleras luengas y sedosas las cubrían<br />

enteramente, como un manto. No cabía duda: ¡eran ciguapas!, según los indígenas: abortos<br />

de Luzbel, según los frailes hispanos. Tamayo conocía sus implacables y frías decisiones; por<br />

tanto debía proceder con cautela. En aquel paraje reinaba un silencio absoluto y se percibía<br />

la melodía del viento entre las hojas. La luna en el horizonte era un espectro pálido.<br />

Ya estaba allí y era indigno de un taíno volverse atrás, aunque sentía clavados en él sus<br />

ojos desafiadores. Sin pensarlo más, arrastró su piragua hasta la orilla y la ató cuidadosamente<br />

al tronco de una ceiba con un fuerte bejuco de jagüey, que colgaba de un árbol de la<br />

ribera. Acto seguido se encaminó al grupo que le miraba con atención. Notó al acercarse<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

que no eran como las imaginara, sino criaturas demasiado jóvenes y hermosas para causarle<br />

daño a ningún mortal. Por lo menos eso le sugería su mente de niño inocente. Las interpeló,<br />

pues, sin sombra de temor:<br />

—¿Serían tan amables en decirme qué paraje es éste y por qué motivo se ha encayado<br />

mi piragua en el lago? Me ha sido imposible moverla…<br />

—Forastero, preguntas muchas cosas a la vez –contestó la que parecía de más edad– y<br />

eres demasiado joven para aventurarte por estas soledades. Harías bien en volverte por<br />

donde has venido y tratar de olvidar todo lo que has visto…<br />

El indiecito vivía la embriaguez de un sueño y repuso sin amilanarse, contemplando<br />

los ojos hipnotizantes:<br />

—¡Ah, es demasiado hermoso para olvidarlo! Y además, soy hijo de nitaíno, y he aprendido<br />

desde la cuna a no temerle a hombres, ni a bestias…<br />

—¡Ah, eres tan valiente como testarudo! –amonestó la más joven, cuya voz alada tenía<br />

resonancias de cascabeles–. ¿Cómo te llamas, chiquillo?<br />

—Yo me llamo Tamayo… Y vosotras, ¿cómo os llamáis?<br />

—Somos la Indolencia, la Oscuridad y la Superstición.<br />

—¡Qué nombres más extraños! En fin, deseaba conoceros y pensé que quizás me enseñaríais<br />

donde se encuentra la felicidad en esta tierra nuestra.<br />

Las ciguapas se miraron entre sí, lanzando al chico una mirada perversa.<br />

—La felicidad existe en el bosque milenario de las ciguapas, donde todo es belleza y<br />

encantamiento –repuso la Indolencia con voz cansina; y añadió bostezando–: Jamás se ha<br />

cortado un árbol, ni se ha pescado en nuestros ríos… Las frutas más tentadoras caen maduras<br />

al suelo sin que haya necesidad de tumbarlas. Hasta ahora nadie había llegado a nosotras<br />

por determinación propia. Si deseas conocer las maravillas que encierra esta tierra de tus<br />

antepasados, permanece con nosotras una noche completa y conocerás los secretos de los<br />

Cemis: penetrarás en la eracra sagrada que guarda las cenizas de los Tres Behiques sabios<br />

que enseñaron las artes de tu tierra natal. Allí existen tesoros incalculables, amuletos que<br />

llevaron al cuello los caciques ya desaparecidos. Y cuenta cierta conseja que el valiente que<br />

logre ceñir a su garganta esos preciosos ornamentos, logrará vencer al opresor. Tan sólo<br />

debes probarnos que eres valiente a toda prueba… ¿No te tienta la aventura?<br />

—Sí que me tienta… pero no sé a que llamáis valor. ¿Enfrentarse acaso a las bestias<br />

feroces? No existen en esta tierra nuestra animales, ni alimañas que ataquen al hombre…<br />

—No, pero hay criaturas que nos ofenden hoy más que las bestias: hombres vestidos<br />

que hacen daño a los nuestros… ¡Deben perecer todos!<br />

—Cierto; pero no es de indios traicionar y les llamo hermanos desde que aprendí a amar<br />

a su Dios. Ya veis que no os sirvo.<br />

Los ojos de la ciguapa Oscuridad lanzaron chispas de furor, golpeándose maquinalmente<br />

las rodillas con dedos que remataban en afiladas puntas.<br />

—¡Ah, ya comprendo! –masculló con sibilante acento–. Serás traidor a los tuyos, como<br />

lo fue Guacanagarí, quien creyó encontrar amigos en los maguacochíos y abandonó a los de<br />

su propia raza… ¡Infeliz!<br />

Ya el chico iba a dar la espalda malhumorado, cuando su interlocutora lanzó una especie<br />

de alarido y exclamó exasperada, revelando lo que bullía en su oscuro cerebro:<br />

—¡Pues bien, ya no podrás marcharte, mal que te pese! ¡Tus pies se adherirán a la tierra,<br />

como tu piragua al lago! Forzosamente pasarás esta noche entre nosotras y harás lo que se<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

te ordene en todo momento. Estás completamente a nuestra merced; con que comienza a<br />

rezar por tu alma.<br />

En el silencio que siguió a esta declaración tan inesperada se adivinaba la sorpresa del<br />

muchacho, pero su altivo semblante apenas trasuntó una leve emoción.<br />

—¡Pues tanto mejor! –dijo con aplomo al cabo de breves instantes–. La suerte está<br />

echada… Me consuela que no podéis quitarme más que la vida: he aprendido de los frailes<br />

hispanos que el alma es intocable e imperecedera y en cambio la materia es barro vil y<br />

deleznable.<br />

La ciguapa Superstición lanzó una extraña carcajada, muy semejante a un bufido, y dijo<br />

con sorna:<br />

—¡Vaya que eres valiente entre las mujeres! Al parecer sólo los hispanos te intimidan…<br />

Mira, esta noche la luna tiene dos alas; es la luna roja de las ciguapas, embozada en nubes;<br />

propicia para las moradoras del bosque, pero adversa para los mortales. Dentro de unos<br />

instantes bajará hasta nosotros y nos servirá de carruaje.<br />

—No tienes por qué intimidarte –bisbiseó la ciguapa más joven, llamada Indolencia–<br />

preocúpense o no los mortales, a cada cual le llega su fin, con que abandonarse a su sino<br />

sería lo más acertado… –y volvió a bostezar como si el sueño la venciese.<br />

—Pues yo estoy convencido –aseveró el indiecito con entereza– que sólo Dios puede<br />

acelerar nuestros días, con que ya veis que no podéis intimidarme. Es inconcebible, además,<br />

que los astros bajen hasta nosotros. ¡Jamás oí decir semejante cosa! –añadió despectivo.<br />

—Pues agárrate bien, si no quieres caerte desde las nubes –ordenó la ciguapa mayor–<br />

porque aunque no lo creas, ya vamos emprendiendo el vuelo.<br />

Tamayo sintió que se erizaba su cabellera porque se elevaban vertiginosamente, agarrados<br />

unos a los otros.<br />

—¡Aquí no se puede respirar –suspiró el indiecito– y además hace un frío horrible!<br />

—Olvídate de tu condición de humano y será como si fueses divino –aconsejó la ciguapa<br />

Superstición con voz casi inaudible.<br />

Tamayo comprobó que olvidándose de sí mismo sentía un agradable bienestar y aunque<br />

volar en compañía de aquellas hijas de Maboya era por lo menos anonadante, experimentó<br />

la emoción incomparable de ser mago o cemí al trasladarse con tanta celeridad de un mundo<br />

a otro. Volaban por encima de la luna en fantástica procesión y el chico contemplaba a su<br />

placer lo que otros hombres imaginaban apenas. Los perfiles de las altas montañas hacíanle<br />

sentir una admiración reverente. Todo parecía escarchado y en penumbra, de una belleza<br />

deslumbradora y tranquila.<br />

Y allá abajo, ¡cuánto ruido! ¡Cuánta gente! Por eso dijo con llaneza infantil:<br />

—Mucho me gustaría poder permanecer aquí: ¡es más bello de lo que soñé!…<br />

—Desdichadamente tornamos a la tierra. La luna se ha cansado de volar y tú has salido<br />

airoso de esta prueba. Por lo menos eres valiente y sereno –comentó con menos aspereza la<br />

ciguapa Oscuridad.<br />

Descendían, y el descenso era aún más vertiginoso que la ascensión. Cortábale el<br />

aire la cara y zumbábanle los oídos, como si le abanicase un huracán. De pronto sintióse<br />

sumergido en las aguas de un río y creyó que iba a perecer ahogado, pero recordó las mágicas<br />

palabras de la Superstición y olvidó una vez más su condición de humano. Seguro<br />

de hacerle frente a las más duras pruebas comenzó a nadar sosegadamente, como lo había<br />

hecho mil veces en compañía de sus amigos, buscando escondrijo entre los juncales del río.<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Las aguas turbulentas se cerraron sobre su cabeza, pero continuaba nadando rítmicamente,<br />

seguido de cerca por sus celosas guardianas. Las sombras que le rodearon bajo las aguas no<br />

eran tan sólo las de las ciguapas; parecían las de caciques destronados, quizás largo tiempo<br />

desaparecidos. Marchaban unos tras otros, altivos y desafiantes, coronadas de plumas sus<br />

cabezas de largas cabelleras, negras como la endrina. Una sombra, la más erguida, se detuvo<br />

ante él con el brazo extendido en ademán de reto. De su muñeca pendía el grillete que le<br />

permitió reconocer a Caonabo, el más valiente de los quisqueyanos.<br />

—Si no eres de los nuestros, que quisimos morir por echar de nuestro suelo al usurpador,<br />

partirás con nosotros a la tierra de las sombras, preferible mil veces a vivir avergonzado ante<br />

los hombres de tu estirpe. Di, ¿qué eres?<br />

El indiecito sintió un tumulto en su corazón al proferir:<br />

—Soy indio y siento como indio, Matunhetí. Mi rebeldía está aquí –confesó, oprimiéndose<br />

el pecho con orgullo–, pero tengo un padre anciano, quien ha padecido ya bastante y temo por<br />

él. Algún día cuando él sea tan sólo espíritu, como lo sois vosotros, empuñaré las armas y haré<br />

la guerra contra los invasores a la manera de mis antepasados. ¡Así me escuche Luquo!<br />

—¡Ah, creímos que eras cristiano! ¿Acaso es Luquo tu Dios?<br />

—Para mí, como para mi padre, Luquo es Jesús, un Ser Omnipotente, todo clemencia y<br />

comprensión. No importa lo que le llaméis, siempre vela por nosotros y perdona nuestros<br />

yerros.<br />

—Está bien orientado, compañeros; –concedió el cacique de la Cibuqueira–. Es de los<br />

nuestros… Así podemos marchar en paz a la región del Coaibay. Que Luquo te conceda la<br />

mayor de las glorias humanas: ¡luchar por tu patria!<br />

Hieráticos y solemnes deslizáronse unos tras otros, cual si fueran arrastrados por el<br />

ímpetu de la corriente. Apesadumbrado, Tamayo reconoció entre el grupo a Caribes, Macorixes<br />

y Ciguayos, de la raza que dejaba crecer sus cabellos como símbolos de su hidalguía.<br />

Mirándoles pasar caían sus lágrimas ocultas como lluvia de fuego sobre su corazón.<br />

Entonces las ciguapas, que habían permanecido tranquilas y observantes, le rodearon<br />

de nuevo, diciendo:<br />

—Por segunda vez te ha salvado tu buena estrella… No tenemos reproche alguno que<br />

hacerte y ahora vas a conocer la eracra de oro y los orígenes milagrosos de tu pueblo. En<br />

ninguna época ha pisado allí criatura viva y el impío que pasa inadvertidamente por aquel<br />

sacro recinto, muere en el acto, como fulminado por el rayo.<br />

Tamayo guardó silencio. La bondad inesperada de aquellas hijas de Maboyá le pareció<br />

un buen augurio. Por fortuna, había conservado puro su corazón y alimentado su alma con<br />

las enseñanzas milenarias de sus mayores. Su rostro volvió a tomar su expresión jocunda.<br />

Y emprendieron el camino, que alumbraban a trecho los cocuyos formando cascadas de<br />

luz. No había allí claridad ni de noche, ni de día; la planta del hombre jamás había hollado<br />

aquella tupida selva, ya que la espesura del bosque era tal que apenas se filtraba la luz de<br />

la luna por entre el espeso ramaje y sólo podían avanzar marchando de uno en uno. Como<br />

finos encajes, la guajaca colgaba de los árboles y flotaba con la brisa. La vegetación lujuriante,<br />

adornada de helechos arborescentes, cortinajes foliáceos y altísimas palmeras era un<br />

espectáculo imponente en su grandeza milenaria. Veía por todas partes criaturas semejantes<br />

a las que le acompañaban, algunas con aquella expresión intimidante en sus rostros de belleza<br />

perturbadora. Había riachuelos y cascadas, en los cuales advirtió grupos que parecían<br />

solazarse en las aguas, como niñas traviesas y turbulentas. Para él aquel inmenso bosque<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

estaba inundado de sombras y misterio. Caminaron durante varias horas en silencio:<br />

las ciguapas delante, sin dar jamás la espalda, siempre cautelosas y desconfiadas, sondeando<br />

sus ojos a cada instante. Ya sólo faltaba el último picacho, que se le antojaba<br />

inaccesible, y avanzaba, con las ropas empapadas todavía, dando traspiés por aquella<br />

jungla enmarañada; pero tal era el dominio que ejercían sobre él aquellas mujeres tenebrosas,<br />

que con sólo clavarle sus ojos hipnotizantes recobraba de nuevo el equilibrio y<br />

proseguía la ascensión.<br />

De súbito vislumbró en lo alto un fulgor extraño, como de un sol que alumbrase a medianoche.<br />

Ya sentía el frío de la madrugada y un temor reverente invadía su ánimo. ¿Verían<br />

de nuevo las opias de los caciques desaparecidos? ¿Podría platicar con el bravo Caonabo,<br />

frustrado redentor de los suyos?<br />

El paisaje cambiaba. Cesaba la espesura y se convertía en un opulento prado, ornado<br />

de arbustos y florecillas olorosas. La luna brillaba intensamente y el cielo estaba cuajado de<br />

estrellas. En el fondo de la meseta revelóse a sus ojos la masa deslumbradora de la eracra<br />

sagrada, como un gran escudo finamente labrado. Imposible le hubiera sido avanzar un<br />

solo paso hacia aquel prodigio, si una de las ciguapas no le hubiese tomado de la mano para<br />

conducirle. Vacilaban sus pies y se adherían a la tierra, a pesar de su ávida curiosidad.<br />

—¡Avanza! –ordenó imperiosamente la Oscuridad, apuntando hacia la eracra, con un<br />

fulgor inusitado en sus pupilas insomnes–. Ahora somos tus ángeles; ¡quizás más tarde<br />

seamos tus jueces implacables!<br />

Tamayo siguió la ruta indicada. Un soplo compensador de brisa, cargada de aromas,<br />

hízole suponer aquel recinto un paraíso. Flamencos de color rosado se alzaban soñolientos,<br />

huyendo amedrentados a su paso. Llegó al arqueado portal y los dorados goznes giraron<br />

suavemente, como si la mano invisible del genio de la noche se hubiese extendido para<br />

darle paso. Fortalecida el alma por lo que juzgaba un milagro, el joven penetró en el sacro<br />

recinto y sus ojos le parecieron demasiado pequeños para admirar lo que se ocultaba a la<br />

vista de los profanos. Allí estaban colocados en nichos los Cemís adorados por sus antepasados,<br />

representados por caprichosas figuras en oro sólido; y sobre pulidas bateas, negras y<br />

brillantes como ébano, veíanse amontonadas joyas de complicados adornos, con medallas<br />

y amuletos. Como sobre un aparador, en una barbacoa de roja ácana, estaba colocada toda<br />

una vajilla del mismo precioso metal. Veíanse frutos exquisitos sobre los cuencos; y pirámides<br />

de cazabe, fino y blanco como obleas, del que consumía la gente principal. Tamayo no<br />

había ingerido alimento alguno en muchas horas, y el aroma apetitoso de aquellos frutos<br />

variadísimos producíale un cosquilleo en el estómago; pero comprendiendo que estaban allí<br />

como ofrenda a los Cemís se abstuvo de tocarlos. Contemplábalo todo absorto y maravillado,<br />

cuando sintió una terrible conmoción. El templo osciló, como si amenazase un cataclismo;<br />

y una voz tenue se dejó oír por entre las reverberaciones:<br />

—Nosotros, los que estamos aquí sepultados durante siglos, trillamos la senda para que<br />

las generaciones del futuro aprendiesen a ensancharla, ennobleciéndola. Escucha lo que<br />

nuestros abuelos dijeron a nuestros padres: estas islas son las cumbres de una tierra portentosa<br />

que la ira de Guabancex sepultó en el fondo de los mares… Nuestra raza desaparece y<br />

renacerá otra más fuerte. Está escrito en el firmamento ¡pero seguiremos siendo cumbres!<br />

Tamayo escuchaba con intensa atención, apretando a sus labios el puño cerrado convulsivamente.<br />

Agitaba su hermosa melena, negándose a comprender. En él equivalía a un apostolado<br />

la felicidad de los suyos y ante aquella declaración un estremecimiento de rebeldía recorrió<br />

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

todo su cuerpo. Desorbitados sus ojos en alucinación, contemplaba el techo abovedado, esperando<br />

ver allí algún nuevo prodigio. El monólogo se había demorado un breve instante para<br />

proseguir con más pujanza; la voz hasta entonces apagada adquiría la claridad de un clarín,<br />

estremeciendo de nuevo el templo y algunos ídolos rodaron al suelo con estrépito.<br />

—Si pretendes alzarte hasta el turey atiende a la Divinidad, que es más potente que las<br />

nuestras; esfuérzate en aprender lo bueno que te enseñan los naguacoquios: cultiva la tierra,<br />

que es la fuente de todas las riquezas; aprende su idioma y estudia sus libros, que contienen<br />

la sabiduría del universo. ¡No basta morar en las cumbres; es menester alzarse hasta Nonum<br />

por nuestros propios merecimientos!<br />

Los ojos del indiecito ostentaban un brillo acerado y su rostro tenía una expresión confusa.<br />

No pudo menos que arrodillarse y de sus labios brotó espontáneamente esta plegaria:<br />

—¡Ah, Señor de los cielos, escúchame y atiéndeme! Estamos exentos de ambiciones<br />

bastardas: no queremos oro, ni riquezas, ni civilización siquiera… ¡Todo cuanto te pedimos<br />

es la libertad! Vivir nuestra existencia pacífica de antaño, libre de sujeciones y tributos.<br />

¡Permite que cuando sea hombre yo pueda luchar por los míos… aunque en ello pierda la<br />

vida! ¡Queremos libertad o muerte!<br />

Su voz, henchida de fervor patriótico, pregonaba la rebeldía de su corazón.<br />

Las ciguapas habían desaparecido y el joven respiró aliviado, admirando con curiosidad<br />

no exenta de veneración los extraños ídolos caídos a sus pies. En su cerebro infantil amalgamábanse<br />

perfectamente la realidad y la ficción; las verdades austeras del cristianismo con las<br />

poéticas leyendas de su patria. Reverberaba en su pecho el sentimiento inmortal que eleva<br />

el alma de los hombres y se persignó a la usanza cristiana, emocionado. Pensaba que al fin<br />

le habían abandonado sus exigentes guardianas y que podía marcharse libremente, pero se<br />

equivocaba. Ya se alzaba, cuando irrumpieron en la eracra sus tres jueces fortuitos, pero esta<br />

vez eran más blandas sus maneras. La frescura y virginidad de su alma habían desarmado<br />

a aquellas mujeres implacables.<br />

—No venimos a torturarte de nuevo –rió guturalmente la ciguapa Superstición– no<br />

somos tan pérfidas como nos suponen…, pero hablemos de ti: has triunfado en las tres pruebas<br />

decisivas y ya puedes marcharte en paz adonde los tuyos; pero antes debo concederte<br />

el premio que mereces por tu fervor y desinterés de patriota innato. En tu alma no anida<br />

el rencor contra los opresores, porque estás exento de soberbia. En cambio, no aceptas el<br />

triunfo de otra raza sobre la nuestra… Eres denodado y resuelto y Luquo sabrá premiarte<br />

como mereces. Para ti son esos preciosos ornamentos, que algún día ostentarás con orgullo.<br />

¡Llévatelos, y que sea luminosa tu senda!<br />

Tamayo escuchaba con un sentimiento indefinible de alivio y quedó como extático ante<br />

aquella asombrosa concesión. Solamente podría ostentar aquellos ornamentos como vencedor,<br />

y de aquel modo con gusto ofrendaría su vida… Pero… ¿merecería realmente tal gracia?<br />

¿Acaso no eran todos los indios desinteresados y amantes de la libertad? Quizás era ésta una<br />

nueva celada, pensó con cierta duda todavía; pero las ciguapas recogieron aquellas riquezas,<br />

colocáronlas sobre una de las bateas y añadieron frutas y cazabe al ponerlas en sus manos.<br />

Entre esquivo y emocionado el indiecito no acertaba a dar las gracias debidamente.<br />

—Ahora márchate a enfrentar la vida… Ya amanece y ningún mortal debe contemplarme<br />

a la luz del sol…<br />

Así habló la Oscuridad, mientras Tamayo con lágrimas en los ojos, daba fácil salida a<br />

sus emociones. Las ciguapas desaparecieron en un remolino de aire, tendidas al viento las<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

cabelleras e iluminadas sus frágiles siluetas por la luz imprecisa de la aurora. Bandadas<br />

de aves revoloteaban mansamente en torno suyo, ensayando trinos armoniosos. Música<br />

más dulce no podía ser oída en parte alguna, pensó entusiasmado, porque la tristeza había<br />

huido de su corazón. El ambiente era fresco y convidaba al reposo. Sentóse bajo unos<br />

mameyes, no lejos de la eracra de oro, para disfrutar de un suculento refrigerio. Luego,<br />

sintiendo que el sueño le vencía, tendióse satisfecho, teniendo cuidado de poner a buen<br />

recaudo su tesoro.<br />

A despertar ya era pleno día y el cielo estaba inundado de luz. Su primer pensamiento<br />

fue para la eracra sagrada, preguntándose cómo luciría a la luz brillante del sol. Recordó al<br />

mismo tiempo el regalo de las ciguapas y advirtió la batea junto a sí, cargada con sus valiosos<br />

dones. Miró con delectación hacia el templo, pero éste había desaparecido. Con los párpados<br />

entumecidos aún por el sueño, Tamayo trataba de analizar el prodigio. ¿Es que no estaba ya<br />

bajo los mameyes? Miró hacia arriba, sintiéndose bastante desconcertado, y advirtió que le<br />

cobijaba la ceiba, a cuyo tronco había amarrado su piragua. Allí estaba tal como la dejó, con<br />

los astillados remos echados a un lado. Y el lago de Jaragua resplandecía al sol como una<br />

gema viviente, moviéndose sus aguas al impulso de la brisa. Sentía una certidumbre tan<br />

profunda de su aventura que no la podía desterrar del pensamiento. Le habían trasladado<br />

dormido de un sitio al otro, que no pudiese tornar jamás a aquel refugio o paraíso vedado.<br />

Poniéndose lenta y calmosamente en pie, su rostro pareció transfigurarse, pues el extraño e<br />

increíble episodio revestía el carácter de divinos augurios.<br />

JOSÉ JOAQUÍN PÉREZ (1845-1900)*<br />

Las tres tumbas misteriosas<br />

La hendida campana de la Puerta del Conde daba las doce de una noche oscura, como<br />

las de aquellos tiempos en que los medrosos habitantes de esta ciudad antigua no tenían,<br />

casi en su totalidad, sino un miserable candil de aceite de coco o una chorreosa vela de sebo<br />

criollo detrás de un velón de papel amarillento para alumbrar sus casas.<br />

En el ángulo único que forman los de la plazuela de San Juan de Dios, había el bulto de<br />

una persona, confundida con la oscuridad impenetrable.<br />

De pronto se abrió la puerta de un balconcete, y de allí descendió algo sujeto a una cuerda,<br />

que fue recibido ansiosamente por el misterioso personaje, el cual, con precipitación, se<br />

puso en movimiento, deteniéndose de vez en cuando, como para cerciorarse de que nadie<br />

venía por las calles.<br />

Llegó a una casucha de la calle de la Universidad, y allí entregó lo que traía, a una mujer<br />

y a un hombre, diciéndoles:<br />

—¡Ya lo saben ustedes! A las cuatro, en marcha. ¡Dios los proteja!<br />

Después de dar algunos pasos para salir, volvió y descubriendo el objeto, que era un<br />

cesto donde había un niño recién nacido, besó a éste y exclamó:<br />

—¡Pobre hijo mío! ¡Adiós! La sociedad te condena; pero Dios te salvará. ¡Yo rogaré a él<br />

por ti!<br />

*Autor de Fantasías Indígenas - Contornos y Relieves (poesías); Flor de Palma (novela) - Crítica literaria. Ejerció la<br />

profesión de Notario. Fue Ministro de Instrucción Pública.<br />

164


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

�<br />

Quien tal hizo y quien tal dijo era un sacerdote. Los que recibieron el depósito eran unos<br />

infelices y honrados esposos.<br />

—Juana –dijo el marido–, nada hay como tener buen corazón para encontrar la felicidad.<br />

Somos ya padres. Dios nos envía este hijo, y con él los medios de vivir, sólo por hacer un<br />

bien al prójimo.<br />

—Sí, Martín, el padre José puede estar seguro de que le cuidaremos mucho a su hijo<br />

como si fuese nuestro. El Señor, que vela por los inocentes, nos lo premiará algún día.<br />

Y ambos acostaron al niño en una humilde cama, mimándolo, mientras la mujer le ponía<br />

en los labios un chupón de leche de cabra, que sorbió con avidez.<br />

En la madrugada salieron en buenas cabalgaduras los esposos por la Puerta del Conde,<br />

llevando al infante.<br />

Hicieron viaje rápido hasta Higüero, donde se hospedaron en un bohío nuevo y cómodo,<br />

con todos los muebles campestres necesarios y una amplia fresca hamaca de cajón<br />

para el niño.<br />

Dejemos que esas buenas almas de beatos sigan criando al fruto de los amores del padre José,<br />

como cómplices inocentes del suceso que vamos a narrar con la mayor brevedad posible.<br />

La casa de don Félix del Prado era una de las más respetables de esta ciudad en aquella<br />

época. Familias de buena cepa, con raíces nobiliares, eran las del esposo y de su mujer, doña<br />

Cándida Pedrozo. Aquel hogar servía de templo a las virtudes y a la piedad, y la vida de<br />

ambos cónyuges y de su única hija Margarita, bellísima y tierna adolescente, se ocupaban<br />

sólo en rezar el rosario, ir a misa, confesarse y comulgar a menudo, huyendo del contacto<br />

de los hombres como de cosa del diablo.<br />

Pero éste iba atizando su fuego en el alma candorosa de Margarita con los deseos naturales<br />

de amar a alguien. Y ese alguien único que visitaba constantemente aquella casa y era<br />

el árbitro, juez y confidente de todos, se llamaba el padre José de la Calzada, varón preclaro<br />

y virtuoso, humilde, caritativo, y joven, de buen porte, voz meliflua, maneras distinguidas<br />

y gran ascendiente.<br />

No debemos exigir que la seducción de unos ojos de fuego y de una boca modelada para<br />

el deleite se combata con ascéticas inclinaciones y prácticas. Carne envuelve el espíritu de<br />

cualquier santo, y aquélla es flaca y frágil y se ladea hacia donde se la llama con afán y se<br />

la avisa con repetidos contactos.<br />

El padre José se dejó llevar y cayó en las tentaciones dulcísimas de un amor sin límites.<br />

De aquí al pecado no hubo sino una ocasión propicia para consumarlo.<br />

Ya sabemos, pues, que aquel niño fue la encarnación de aquel amor llamado sacrílego<br />

por la Iglesia.<br />

�<br />

Nadie supo en casa de Margarita su estado, porque ella se valió de todos los medios que<br />

para tales casos inventa la necesidad de parecer honrada.<br />

Sucedió que a los seis meses, el Gobierno confió una comisión importante a don Félix<br />

del Prado, y éste hubo de embarcarse para España.<br />

De manera, que sólo la madre de Margarita, a los siete meses del embarazo de ésta,<br />

recibió de su bija la confesión de su culpabilidad.<br />

165


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Gente de tal copete no hace escándalo ni pone su honra en la boca del pueblo.<br />

Ni a su esposo reveló doña Cándida el secreto.<br />

Todo se arregló de manera que para no dar qué decir, continuó el padre José visitando<br />

la casa como antes, aunque sin ver más a Margarita.<br />

A ésta, se le hizo creer que su hijo había muerto.<br />

La madre fue la que en aquella noche oscura, arrió el cesto con el nietezuelo, que recibió<br />

el padre José.<br />

El año 1801, cuando ya de regreso de España don Félix del Prado, hubo la emigración<br />

de muchas familias a la América del Sur y a Cuba y Puerto Rico, debido a la cesión de la isla<br />

y a la entrada de Toussaint Louverture en la parte española.<br />

La familia de don Félix fue de las emigradas, pero sólo iba éste con su hija Margarita,<br />

porque su esposa, víctima de la tristeza que le causó el golpe terrible de la deshonra de su<br />

hija, había muerto tres meses antes.<br />

Fueron a Santiago de Cuba.<br />

Al cabo de algunos meses, don Félix, hombre recto, ilustrado y de buenas relaciones,<br />

alcanzó alto puesto en la judicatura y Margarita llegó a ser la niña mimada de los salones,<br />

la que daba el tono a la moda, la belleza saliente y de más fortuna para atraer cerca de sí a<br />

una corte de adoradores.<br />

Al fin, un teniente coronel español hizo esfuerzos inauditos para obtener la mano de<br />

Margarita; y a pesar de que ella no sentía inclinación hacia el galán, su padre insistió tanto<br />

en que se verificase la boda, que ésta se celebró con inusitada pompa.<br />

No sabemos cómo Margarita se dio sus trazas para que el teniente coronel Uribe la tuviese<br />

por mujer honesta, poseedora de la pureza que había perdido. Lo que sí sabemos es<br />

que fue modelo de esposas y que aquel hombre la amaba con locura.<br />

Corrieron los tiempos y Felipe Belgrano, el hijo de Margarita, que pasaba por hijo de<br />

los esposos Belgrano, ocupaba ya posición distinguida. Aprendió en la Real y Pontificia<br />

Universidad, tan en auge entonces en esta llamada Atenas del Nuevo Mundo y de la cual<br />

era profundo catedrático en ciencias teológicas el padre José de la Calzada. Recibió su título<br />

de Doctor y a los veinte y un años fue ordenado de sacerdote.<br />

En esto murió el padre José y el duelo fue general, porque ninguno como él tan virtuoso,<br />

tan humilde, tan caritativo.<br />

Dejó el padre José la mayor parte de su fortuna –que no era pequeña– a otro sacerdote,<br />

quien tuvo encargo secreto de ponerla en manos de los esposos Belgrano.<br />

Estos, para justificar tan extraño acontecimiento ante su hijo, que le preguntaba siempre<br />

la causa de esa preferencia, le revelaron todas y cada una de las circunstancias de su nacimiento<br />

sin poder decirle el nombre de su verdadera madre, porque el padre José tuvo buen<br />

cuidado de no comunicar esto a nadie.<br />

Llegó el año 1822 y la invasión haitiana hizo también emigrar mucha gente. El padre<br />

Felipe Belgrano salió, como otros, yendo a establecerse en la isla de Cuba. Estuvo en la<br />

Habana y no hallando allí colocación, vino a Santiago de Cuba, donde el obispo de aquella<br />

diócesis le nombró para el curato de la parroquia mayor.<br />

Muy estimado fue allí el padre Felipe. En la Congregación de mujeres piadosas que él<br />

fundó, llamadas “Hijas de San Vicente de Paul”, figuraba como funcionaria principal doña<br />

Margarita del Prado de Uribe, a quien él confesaba y administraba la comunión muy a<br />

menudo.<br />

166


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Doña Margarita iba a tener el primer hijo de su matrimonio, cuando llegó el momento<br />

de dar a luz, lo perdió.<br />

De resultas del alumbramiento, quedó muy enferma, y un día estuvo grave. Opinaron<br />

los galenos que moriría, y se la dispuso para la confesión y recibir los auxilios de buena<br />

cristiana.<br />

Fue el padre Felipe a recibir la confesión general de la enferma.<br />

Solos ambos en el amplio aposento, ante la imagen del Redentor, hizo doña Margarita<br />

la relación de toda su vida pecadora al padre Felipe, quien, ante la revelación del secreto de<br />

su existencia, se arrojó a los brazos de su madre, derramando ambos copiosas lágrimas en<br />

medio de la más profunda emoción, mezclada de alegría y de pesar.<br />

Al oír el coronel Uribe, desde la pieza contigua, los sollozos y los ayes, abre con cautela la<br />

puerta y presencia aquel cuadro que creía de aterradora realidad para la ofensa de su honra.<br />

Rápidamente empuña su espada, y se avanza sobre el sacerdote, atravesándole por la<br />

espalda el corazón, exclamando:<br />

—¡Muere! ¡Infame! ¡Traidor!…<br />

Doña Margarita, sobre cuyo rostro saltó la sangre del padre Felipe, hace esfuerzos para<br />

levantarse y grita:<br />

—¿Qué has hecho? ¡Has matado a mi hijo!…<br />

—¿Tu hijo?… exclamó el coronel Uribe. –¿Tú hijo?…<br />

Y atónito, aterrado, con los ojos saliéndose de las órbitas, pálido, vacilante, contempla aquel<br />

cuadro; ve que su esposa cae también exánime, y algo como el soplo de la locura pasa por su<br />

espíritu. Vuelve entonces la punta de la espada hacia su pecho, hiriéndose con furia; y cayendo<br />

a los pies del ensangrentado lecho conyugal, murmura, entre los estertores de la agonía<br />

—¡Perdón, Dios mío, para mí y para mi pobre Margarita!<br />

�<br />

Pasó todo aquello rápidamente. Los comentarios diversos y contradictorios fueron el<br />

tema de todas las conversaciones durante mucho tiempo.<br />

Y el secreto pavoroso quedó sellado con las lápidas misteriosas de tres tumbas en la<br />

necrópolis de Santiago de Cuba! 1<br />

JOSÉ MARÍA PICHARDO (NINO) (N. 1888)*<br />

El forastero<br />

José Paniagua se levantó de improviso de la mesa de juego musitando algo por cierto no<br />

muy agradable. Al mismo tiempo Paco Marmolejo arrojó las barajas al suelo y desenfundando su<br />

revólver le hizo un disparo a quema ropa. El proyectil rasguñó el robusto cuello de José, yendo<br />

a romper con grande estrépito varias botellas de ron en el aparador de la próxima cantina. Sin<br />

pérdida de tiempo Paniagua le hizo fuego a su agresor, hiriéndolo mortalmente.<br />

El incidente sobrevino tan rápidamente que nadie pudo intervenir para evitarlo. Pocas<br />

personas lo presenciaron, porque ocurrió ya de madrugada, y sólo unos cuantos jugadores<br />

1 Este cuento se consiguió por cortesía del Dr. Vetilio Alfau Durán.<br />

*José María Pichardo: Periodista. Autor de un v. de cuentos: Pan de Flor, y Tierra adentro, novela –1917–; De Pura<br />

Cepa: narración –1927–.<br />

167


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

estaban cerca y ninguno de ellos se movió, ni dijo una palabra, quizá sobrecogidos por lo<br />

súbito de la trágica escena.<br />

—Ustedes vieron lo que ha ocurrido, amigos –dijo José guardando su revólver–. Recuerden<br />

los detalles de este desgraciado suceso, para el caso de que sean llamados a declarar.<br />

He matado a Paco en legítima defensa. Y ya lo saben: a mí no se me puede ganar con barajas<br />

marcadas.<br />

José Paniagua se retiró con serenidad por la puerta del patio, encaminándose donde<br />

acostumbraba a dejar su caballo. Nadie lo siguió. Poco después perdíase en las sombras de<br />

una callejuela vecina.<br />

El cuerpo del muerto fue cubierto con una sábana en el mismo lugar donde cayó, y<br />

le colocaron cerca de la cabeza una vela encendida. Las autoridades del lugar –el alcalde<br />

pedáneo y un agente de la policía– llegaron como siempre, tardíamente, levantando el acta<br />

correspondiente.<br />

José Paniagua, hombre belicoso, jugador consuetudinario, aunque no de oficio, había<br />

matado a tres hombres en el curso de su vida tempestuosa, y, valiéndose de artimañas, de<br />

malas leyes y de algún padrino influyente en la política, nunca visitó la cárcel por más de un<br />

mes. Él jugaba, no en busca de ganancias pecuniarias, sino por el placer de hacerlo, porque la<br />

emoción del juego, con sus alternativas y azares, lo atraían, lo sojuzgaban. Su personalidad<br />

dominante le había granjeado muchos amigos. Locuaz, espléndido, buen bailador, amante<br />

de las fiestas, galanteador y buen tipo, tenía gran prestigio entre las mujeres, que eran, según<br />

él mismo decía, su debilidad más grande.<br />

Después del trágico acontecimiento, José se ocultó en los montes y luego se fue a otro<br />

lugar lejano, cansado de vivir escondido, prófugo de la justicia. En su vieja guarida de Los<br />

Mameyes no se le volvió a ver.<br />

Un año más tarde el poblado de El Carrizal tuvo el honor de ser elegido por José Paniagua<br />

como sitio de su residencia, y allí se instaló, llevando una vida cómoda y tranquila,<br />

en la casa de la viuda Gonzalito, quien poseía el gran atractivo de tener una hija, todo un<br />

primor de juventud y belleza.<br />

José se dedicó a la compra de productos agrícolas, especialmente de maíz y habichuelas,<br />

y muy pronto el negocio prosperó, proporcionándole medios honestos de subsistencia. Como<br />

medida de precaución se alejó de las casas de juego.<br />

El Carrizal, ubicado en un pequeño valle, a la falda de una alta loma poblada de pinos,<br />

en la remota sección de El Memizo, sólo tiene una calle que la forman dos hileras de casuchas<br />

primitivas, construidas de tablas de palmera y techadas de hojas de cana. Presenta un bello<br />

panorama, con encantadores paisajes bucólicos. El río Sonador, de aguas claras y rumorosas,<br />

corre cerca entre bosques de pomarrosas y gigantes jabillos.<br />

En el centro del poblado queda el mercado público, en una extensa enramada con amplio<br />

patio. En los días de mercado, una vez a la semana, acuden de las secciones vecinas y de los<br />

parajes próximos innúmeros campesinos a vender los productos de sus afanosas labores:<br />

café en grano, maíz, arroz, tabaco en rama, habichuela, miel de abeja, raspaduras, distintas<br />

clases de frutas, árganas, macutos y serones hechos de hojas de palma cana tejidas, recados<br />

de montar, sogas y cuerdas fabricadas de pita.<br />

El Carrizal se anima en los días de mercado; ofrece un aspecto pintoresco. Se nota en<br />

todas partes un ajetreo de colmena laboriosa. Llegan constantemente recuas de animales<br />

de carga. Jinetes en potros briosos corren de un lado a otro. Se ven mujeres vestidas con<br />

168


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

sus mejores trajes, llevando algunas pañuelos vistosos en la cabeza, y las más jóvenes lucen<br />

ramos de flores silvestres. Abundan las mozas apuestas, de ojos tentadores, alegres y bailadoras.<br />

El acordeón y el tambor invitan a bailar el merengue cadencioso, con cantores que<br />

entonan coplas populares. En la gallera, que se levanta en una altura donde termina la calle,<br />

riñen gallos, y el pregón de las apuestas, las exclamaciones ensordecedoras que lanzan los<br />

espectadores cada vez que un gallo pica o mata a su rival, se escuchan desde lejos.<br />

El orgullo de El Carrizal es la pequeña y bella iglesia recién construida por contribución<br />

popular, con su alto y elegante campanario desde el cual se domina toda la campiña. Se<br />

levanta el templo en medio de un prado risueño, detrás de frondosos mangoteros, con jardín<br />

primoroso, donde crecen lozanos rosales, gigantescos girasoles, abundan las azucenas y lirios<br />

silvestres y gardenias, cuyas suaves fragancias se sienten desde lejos.<br />

Contribuye a la prosperidad de El Carrizal y la instalación de un moderno aserradero,<br />

situado a un kilómetro de distancia del poblado. Las casas de los trabajadores y empleados,<br />

diminutas, hechas de madera de pino y techadas de zinc, forman contraste con las otras viviendas<br />

rústicas. El batey, que se extiende en dos alas abiertas, con una alta chimenea, ocupa un gran<br />

espacio llano, con depósitos para la madera cortada y secada al aire libre. Se ven montones de<br />

aserrín, que se usa como combustible. El olor de los pinos aserrados impregna el ambiente.<br />

La bodega del aserradero donde se pueden adquirir mercancías diversas, es el lugar de<br />

comercio y atracción más importante de la localidad. Tiene un anexo donde se reúnen los<br />

moradores del lugar, en ratos de ocio y a primanoche a jugar naipes y dominó, a beber ron<br />

y ginebra, a ventilar asuntos y a concertar negocios.<br />

La casa escuela, moderna, con aulas espaciosas y ventiladas, suficientes para alojar con<br />

comodidad a la población escolar de El Carrizal y de las secciones cercanas, se alza majestuosa<br />

más allá de la iglesia, con grandes extensiones de grama y un gran huerto donde se<br />

hacen experimentos agrícolas.<br />

Transcurrieron monótonos y largos los días para José Paniagua, obligado a adoptar un<br />

nombre falso, a vivir tranquilo y con recato, evitando las discusiones acaloradas y pendencias,<br />

temeroso de que cualquier otro incidente o disputa revelara su identidad y se reanudara la<br />

persecución de la justicia por el suceso de Los Mameyes y tuviera que escurrir el bulto otra<br />

vez. Él no se había preocupado nunca por ningún peligro; pero la idea de que era fugitivo<br />

de la ley lo perseguía, lo atormentaba, desde que comenzó a dedicar sus pensamientos y<br />

sus atenciones a la hija de la viuda Gonzalito. Alicia ejercía en él una influencia irresistible.<br />

Le había hecho modificar su manera de pensar y vivir. Ya no era el hombre que perdía los<br />

estribos a la primera provocación, ni malgastaba el tiempo o el producto del trabajo. Y él<br />

mismo se asombraba del espíritu de ahorro que lo dominaba, que pudiera perdonar una<br />

ofensa, y resistir la tentación de enamorar a una mujer ajena.<br />

En la gallera lo engañaron un día con un gallo untado, y no quiso reivindicar su derecho<br />

contra el fraude; y en un baile cuando le negaron una pareja ásperamente, se limitó a dar<br />

las gracias por la negativa truculenta en vez de armar la camorra acostumbrada por lo que<br />

él consideraba un insulto intolerable.<br />

—Yo soy una especie de abejón, Alicia, –díjole un día a la muchacha–, y presiento que<br />

me estoy enamorando de ti. Así, pues, creo que lo mejor es que conozcas algo acerca de mi<br />

permanencia en El Carrizal. La razón por la cual me encuentro en este lugar, no es porque<br />

me guste, sino en cuenta de cierto suceso desagradable que ocurrió hace algún tiempo. Yo<br />

tuve que matar a un pícaro jugador de barajas en Los Mameyes, y por eso estoy aquí.<br />

169


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¿Qué te obligó a matarlo? –le preguntó Alicia, mirándolo fijamente en los ojos.<br />

—No hubo más remedio, chiquita. Era un guapo de oficio y disparó un segundo antes<br />

que yo lo hiciera; pero erró la puntería.<br />

—¿Por qué no regresas allá y explicas eso? –sugirió Alicia.<br />

—Porque mi nombre luce mal en mis libros. Esa ha sido la tercera vez que me he visto<br />

obligado a despachar a un ladrón, y repetir el mismo alegato de defensa propia ya me parece<br />

una bagatela. No me creerán. Lo único que deseo saber es si todas esas cosas establecerán<br />

alguna diferencia entre nosotros.<br />

—Ninguna –afirmó Alicia–. Si todas fueron muertes en buena lid y no hubo asesinato,<br />

eso no influirá adversamente en mí. Seré para ti la misma de siempre.<br />

—Mi palabra no vale mucho, pero puedes tomarla como oro puro. Te juro, Alicia, que<br />

todas fueron peleas rectas. No hice otra cosa sino defenderme. Nunca disparé primero.<br />

—Hablemos de otra cosa—, propuso Alicia.<br />

—Lo haremos –asintió Paniagua–. Dime, ¿eres libre para permitirme que te enamore?<br />

¿Quieres casarte conmigo?<br />

—¡Libre como el viento! –Exclamó Alicia entre risas–. Sólo que una vez hubo un hombre…<br />

Bueno, ya eso pasó para nunca volver. En cuanto a matrimonio, tiene que probar que<br />

me quieres.<br />

José no la dejó continuar y tomándola entre sus brazos vigorosos, la besó en la boca.<br />

—Nosotros comenzamos un pliego limpio—, le dijo José–. Tengo parientes en el Este,<br />

y el día menos pensado pueden dejarme algo, porque son muy viejos. En lo alto del cerro,<br />

desde donde se divisa todo el poblado voy a construir una casa. He comprado doscientas<br />

tareas a los Escotos. El porvenir se presenta claro para nosotros, Alicia, ahora que sé que<br />

me quieres.<br />

En la bodega José escuchó un día una conversación referente al hombre de quien Alicia le<br />

había hablado. Él oyó una larga historia acerca de un forastero, cuyo caballo tordillo muchas<br />

veces permanecía horas enteras amarrado ante la puerta de la casa de la viuda Gonzalito.<br />

El extraño visitante era delgado y alto, bien parecido, con un luengo bigote rizado. Un sábado<br />

por la tarde el jinete misterioso montó su caballo, trotando entre nubes de polvo por<br />

el camino real y desde entonces más nunca nadie lo había vuelto a ver… Y maliciosamente<br />

alguien sugirió que “quizá Alicia podía dar algún informe, si ella deseaba hacerlo”.<br />

Esta sugestión, recalcada con perversidad, irritó a Paniagua, quien se puso de pie, puesta<br />

la mano en la cacha de su revólver; pero sin desfundarlo, y dijo a los murmuradores:<br />

—¡Dejen eso y no lo mencionen otra vez! Quienquiera que lo repita le pesará.<br />

Luego él habló a Alicia acerca de tan enojoso asunto, y ella replicó:<br />

—Ya te dije que una vez hubo un hombre, y también te dije que todo estaba olvidado. Tienes<br />

que creer mi palabra. Lo olvidado, olvidado está. Soy una mujer honrada y eso basta.<br />

Besando a Alicia muchas veces y estrechándola entre sus brazos, José le prometió no<br />

hablar más de un asunto que pertenecía a un pasado ya muerto y que no había razón para<br />

resucitarlo, diciéndole: –Eres mía y sólo mía. No importa lo ocurrido tiempos atrás.<br />

Se deslizaron varios meses y el forastero no se mencionó más, ni en la casa de la viuda<br />

Gonzalito ni en la bodega. Las pocas veces que José descubrió algún celo irrazonable queriendo<br />

echar raíces en su corazón, lo alejó.<br />

—¡Soy un tonto! –Se decía a sí mismo–. Alicia me ama, porque ella lo dice así y porque<br />

ella lo ha demostrado.<br />

170


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Una cálida tarde del mes de agosto regresaba José por el camino real cansado de un<br />

largo día de trabajo infructuoso en una cacería. El crepúsculo comenzaba a purpurar las<br />

nubes sobre las lomas. Al doblar un recodo, vio de lejos la casa de a viuda Gonzalito, y una<br />

sonrisa de inefable ternura asomó a sus labios cuando se encendió en una de las ventanas<br />

de la casa una luz como un pálido luminar.<br />

—Es Alicia que me espera–, dijo José en voz alta y un íntimo regocijo lo invadió.<br />

Ya cerca de la casa, José se detuvo en medio del camino, y entonces notó que un caballo<br />

estaba atado junto a la puerta principal de la casa, y el corazón le dio un vuelco.<br />

—¡Es él! –Exclamó José–. Es el forastero que vino en busca de Alicia. No hay duda, ese<br />

es su potro tordillo.<br />

Mientras José permanecía como petrificado en el camino, lleno de confusión y temor,<br />

dos figuras humanas aparecieron en el umbral de la puerta de la casa de la viuda Gonzalito.<br />

Una era Alicia y la otra un hombre alto y delgado. Ambos reían alegremente. Uno de los<br />

brazos del hombre ceñía la cintura de Alicia.<br />

Paniagua se deslizó entre los matorrales cercanos, ocultándose en atisbo. Su boca estaba<br />

seca y su respiración era anhelante.<br />

Alicia y su acompañante vacilaron un momento y luego se encaminaron hacia el sitio<br />

donde José acechaba, caminando despacio. Y cuando ellos se acercaron, José notó que el<br />

compañero de Alicia era todo un buenmozo, y su bigote luengo y rizado.<br />

Lentamente José levantó la escopeta hasta que el cañón reposó sobre una rama próxima,<br />

apuntando bacia el hombre que acompañaba a Alicia. José tenía el dedo en el gatillo.<br />

La pareja pasó a veinte pasos de distancia del lugar donde José vigilaba. Hablaban en<br />

voz baja, con risas ocasionales.<br />

El cañón de la escopeta de José describió un amplio círculo, en dirección de la pareja<br />

que se alejaba.<br />

Repentinamente el forastero se detuvo y atrajo hacia él a Alicia, estrechándola en apretado<br />

abrazo, y ella luchó con bríos por escapar, rehuyendo la boca ardorosa que se empeñaba en<br />

besarla, hasta que logró desasirse de los tentáculos que la aprisionaban, huyendo en dirección<br />

del aserradero. En ese mismo instante el forastero dio media vuelta, trató de mantener<br />

el equilibrio y cayó de bruces, echando sangre por la boca.<br />

Una columna de humo blanco y ligero fluía de la escopeta de José, dispersándose. El<br />

ruido de un disparo de arma de fuego se repitió, retumbando en ecos prolongados por el<br />

valle y las lomas.<br />

Un momento después José salió de su escondite, encaminándose hacia la casa de la<br />

viuda Gonzalito a buscar su montura. En su rostro se podían leer los efectos turbadores<br />

de la tragedia acaecida. El caballo del forastero lo saludó con un relincho y él acarició su<br />

grupa al pasar.<br />

Dentro de la casa reinaba el silencio. Sólo se escuchaba el mecánico tic-tac del reloj<br />

de pared y se sentía el grato olor de la cena ya dispuesta. José llamó en voz alta. Nadie<br />

le respondió. Entonces su mirada se detuvo en un pedazo de papel blanco clavado con<br />

un alfiler sobre el paño de la mesa del comedor. Lo desprendió de un tirón, acercándose<br />

a la lámpara para leerlo. Decía: “Querido Pepe: Volveré tan pronto me sea posible. Salí a<br />

dar un paseo con un agente de la policía. Él se detuvo para pedir un vaso de agua; pero<br />

descubrí quien era y lo que buscaba. Él ha venido a hacerte preso por el hombre aquel<br />

que mataste en Los Mameyes. Déjame recado para donde irás, y vete pronto, porque yo<br />

171


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

no puedo entretenerlo mucho tiempo”. –Alicia. P. D. –”Llévate su caballo, porque el tuyo<br />

está lejos”.<br />

FREDY PRESTOL CASTILLO (N. 1913)*<br />

La cuenta del malo<br />

Marcelina perdió su fundo y su cacaotal y apenas sabe cómo fue. Las tierras las vendió<br />

su tío Leonardo, el viejo que se arrastra como rana y anda vestido de estameña, cargado<br />

de cruces como templario. Es Leonardo el endemoniado. Un día vendió las tierras de la<br />

sobrina. Después vendió las pocas de él. Ahora sólo tiene la tierra del camino y un bordón<br />

rústico. Se arrastra de bohío en bohío implorando un pan, los ojos penitentes fijos en la<br />

tierra, mientras de lo alto lo castiga un sol fuerte y un cielo impasible lo mira con ojos de<br />

desprecio.<br />

�<br />

Un día, los bueyes de una plantación extranjera sacaron a la vieja de su fundo, porque en<br />

el Este, en aquellas épocas los bueyes fungían de diligentes alguaciles. Los bueyes desalojan<br />

de la tierra a los que nacieron en ella. Lo pisotean todo y lo destruyen todo. Destruyen los<br />

maizales, los campos de yuca, y hasta derriban los cacaotales cuando los acosan los mayorales<br />

y los caminos entre las plantaciones son muy estrechos. La tierra queda asolada, sola.<br />

Después, la tarde es melancólica, lenta. Sólo quedan árboles aplastados y ranchos quemados.<br />

Del fundo, más viejo que el hombre que habitaba en él, porque fue levantado por los<br />

abuelos, apenas quedan el calvario donde se evocó siempre el martirio de Cristo, el arbusto<br />

de piñón y las cruces caídas.<br />

El desalojo es una vorágine. Actúan hombres y bueyes. Todo es grito, sonar de látigos,<br />

raíces arrancadas, cercas descuajadas como por obra de un terrible meteoro que asolara a<br />

tierras y hombres. Bueyes y mayorales siguen adelante como aguas descauzadas.<br />

Cuando llega frente a las cruces, ahí se detiene el negro que arrea y asusta la manada.<br />

Se quita el sombrero de anchas alas y, con las manos en el pecho, dice estas palabras:<br />

—Perdóneme la Cruz de Mayo… esto es cosa de blancos… Entonces recuerda que es<br />

hijo de esa misma tierra. Quizás, hace tiempo, por su fundo también pasó otra manada.<br />

�<br />

Junio claro, con soles fuertes, propios del verano de San Juan. El cielo era impasible,<br />

como rostro de juez; y los bueyes eran grandes “como las lomas”. Así, de ese tamaño, los<br />

veían los ojos hundidos de la vieja, acaso por el hambre y las fiebres que tenía. El “piñón”<br />

del Calvario que está frente al rancho, desgarrado, rezumaba un líquido rojo, como sangre.<br />

Decía Marcelina que era la sangre del Señor Jesús, el que subió a la Cruz por los justos.<br />

Pero ahora, en medio del estruendo, las calmas de la fiebre la llevan a desandar el tiempo<br />

y recuerda que un día, casi niña, el Leonardo la llevó a la Notaría. Ella está segura de que<br />

allí no habló nada. Recuerda la Notaría, boardilla oliente a papel viejo y a posturas de<br />

murciélago. Recuerda en la fiebre la casa del Notario, flaco, como se ponen los pericos<br />

*Fredy Prestol Castillo: Licenciado en Derecho, graduado en la Universidad de Santo Domingo. Autor de cuentos<br />

publicados en periódicos y revistas. Ha sido juez.<br />

172


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

cuando no hay maíz en los conucos. Usaba leontina y chaleco y su cara semejaba un pájaro<br />

picudo, de largas zancas y caminar lento y grave. ¿Pero y qué? Ese mismo es el buen señor<br />

don Manuel ¡El señor don Manuel es bondadoso y ha bautizado a dos de sus hermanos!<br />

¡No! ¡No pudo ser él! La fiebre lleva al delirio. Y otra vez repite: ¡No! No fue el señor don<br />

Manuel. Es castigo del Señor.<br />

Pasó la fiebre. No le quedó más que maldecir al Leonardo mientras huía a las reses que<br />

colmaban la sabana y que treparon los riscos y altozanos hasta la cúspide de las lomas, como<br />

las hormigas sobre un pastel enorme.<br />

�<br />

La tierra, acaso, es como la yegua que relincha frente al amo que la crió, aunque cambie<br />

de dueño. Si tuviera palabra, esta tierra aclamaría a Marcelina, su dueña, la vieja del fundo.<br />

Desde el camino la ven los ojos casi apagados de la vieja; donde hubo plantaciones de cacao,<br />

ahora son potreros inmensos. El potrero parece una gigantesca hoja de lechuga tendida de<br />

loma a loma. Allí los toros son más amables que los capataces.<br />

Marcelina levantó su choza pajiza en el camino, a la buena de Dios, y allí se está en espera<br />

de su hijo que trabaja en la nueva finca. Cada sábado el mocetón viene al rancho con<br />

unos cuartos redondos que le caben en el bolsillo menor. En el rancho no hay ajuar. Y cono<br />

siempre, desde los padres, desde los abuelos, de siglo en siglo, las tres cruces y el arbolillo<br />

de “piñón” en todos los caminos del Seibo. El pilón tumbado es el único asiento. Pero hay<br />

algo más en el rancho: el “quijongo”, con el cual el mocetón, en las tardes, canta cantos<br />

melancólicos a la cruz y al Señor, cuando pasan las perdices.<br />

A veces la vieja mira sus tierras perdidas, y entonces monologa:<br />

—Me las dio el Señor y me la quitan hombres… ¡Alabado sea Dios! El Leonardo anda<br />

como rana, ¡y Marcelina todavía pará!…<br />

�<br />

Una tarde me contó, al venir la noche, la historia del Leonardo, el que le vendió sus<br />

tierras a ‘“los blancos”. Recuerdo las gruesas venas que rodeaban su cuello de pájaro<br />

como jirones de soga pardusca, donde corre una sangre cansada, lenta como el arroyo<br />

del paraje.<br />

—Tenía el Leonardo tratos con el Malo. Y tenía la abundancia en su bojío. No había seca,<br />

ni verano, ni cuaresma macho pa el Leonardo. Su campo siempre verde y muchas cabras<br />

y bestias sueltas. Pero quiso también engañá al Malo y cuando venció la fecha del trato, el<br />

Malo vino a buscar su novilla y la rabisa de añojos que le pertenecían. ¡Y he aquí que el<br />

Leonardo había vendío el ganao y enterrao las morocotas!…<br />

—Desde entonces el Malo le salía por toas partes. No podía dormí, ni comé, ni sieteá…<br />

Al Leonardo le sale el Diablo por toas partes: en los conucos, en las lomas, a la entrada de<br />

los caminos, a la vera del río…<br />

“Tuvo que vendelo to, para pagá la deuda. Acabó vacas y bestias y tierra y too… Y tuvo<br />

que poné las onzas donde se había comprometío con el Diablo.<br />

“Lo malo es que todavía debe, porque le faltan vacas en la cuenta del Malo. Y se la cobra,<br />

y se las cobra… Y ahí anda cargao de cruces…<br />

“Nos vendió a toiticos y después vinién los bueyes a desalojarnos como a intrusos…<br />

�<br />

173


Por los caminos de La Candelaria, arrastra su mendicidad, cargado de cruces, Leonardo<br />

Catedrá. Vive solo, abandonado al final de la inmensa sabana. Las cruces son la obsesión de<br />

su locura. El viejo loco, abandonado por todos, reza, reza, reza, acaso inútilmente. Su ánima<br />

apenas tiene reposo. El rancho del endemoniado se columbra desde lejos. La visión es tétrica.<br />

Todo un jardín de cruces delante del rancho, y cruces en el patio. Allí fenece lentamente, mascullando<br />

rezos inútiles. La conseja afirma que la visión del Demonio le obsede sin cesar.<br />

�<br />

Cielo del Seybo, claro, sereno, y uno como silencio de tribunales cuando el juez va a<br />

dictar sentencia. En la finca próxima, la antigua tierra de Marcelina, las manadas inocentes<br />

de los crímenes de los hombres pacían tranquilamente los abundantes forrajes. Ese día yo<br />

iba en pos de mi ganado extraviado. Una fila de hombres cabizbajos llamó mi atención.<br />

Escuché los saludos al pasar el río.<br />

—Ahora vamo a Magarín a enterrá a Leonardo Catedrá… . Amaneció en la sabana bañao<br />

de azufre y mordío de perros… Ahora le pagó su cuenta al Malo, pues le robó su novilla…<br />

�<br />

Volví al fundo de Marcelina cuando retornaba con mis ganados. En la puerta del rancho<br />

estaba, raída y serena. Me parecía una Diosa miserable, o algo así como la buena bruja de<br />

la noche que ya emborronaba la sabana.<br />

Hablando de la tragedia de Leonardo, sólo dijo estas palabras:<br />

—Es que Lucifer da la riqueza… pero la dicha, ¡sólo el Señor!<br />

JOSÉ RIJO (N. 1915)*<br />

Floreo<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

La casa era cada vez más hostil. Todo cuanto hacía estaba mal y ni siquiera se le criticaba en<br />

un lenguaje que pudiera entender. No sabiendo cómo corregirse se tiró a las calles. De noche le<br />

cerraban la puerta y tenía que dormir a la intemperie porque si se colaba para descansar en algún<br />

rincón se le echaba a puntapiés y con palabras que debían tener un significado terrible; pero el<br />

hambre, siempre el hambre y un no explicado sentimiento le obligaban al regreso. Volvía después<br />

de las comidas. Entonces, entre atisbos y sobresaltos, comía, en total, nada: los desperdicios, lo<br />

que sobraba, lo que nadie quería de unos pucheros miserables, a base de salazones y de<br />

azúcares. Luego, otra vez la calle. A huir, sin tiempo para beber en las regolas que cruzan<br />

el poblado. Aun el agua tenía que beberla a prisa, como si fuera un robo, lejos de donde las<br />

mujeres lavan la mugre del fuerteazul, los refajos sudados y los pañales de las paridas y los<br />

recién nacidos. Lejos de donde llenan las potizas y las alcarrazas de uso familiar, lejos de<br />

todo y de todos, hasta de los muchachos barrigudos y enclenques que en la sequedad del<br />

paisaje jugaban con los caños a los ríos crecidos y a los barcos de vela naufragando.<br />

Suyo, con libertad de posesión a medias, sólo tenía el monte. Muchas veces se internó en<br />

los roñosos guazabarales para buscar un poco de sombra o un camino que lo sacara de aquel<br />

*José Rijo: Es autor de cuentos no impresos en volumen. Licenciado en Derecho, graduado en la Universidad<br />

de Santo Domingo.<br />

174


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

sitio. Pero ya sabía que tendría que esperar mucho para salir de Pedernales. De un lado estaba<br />

el mar sonoramente rugidor, rompiéndose siempre en la amenidad de sus olas bravas que<br />

se amansaban luego, hechas espuma y piedras de colores; por otro, la frontera amalgamada<br />

de casuchas pajizas y edificios de presuntuosa jerarquía oficial, voces que hablaban aquel<br />

lenguaje odioso con que le echaban de la casa cuando quería dormir o robarse un bocado.<br />

Sólo había un camino y lo había emprendido muchas veces para volver siempre cansado<br />

de no hallar ni casas ni personas ni término posible.<br />

Se iba poniendo flaco. Los ojos antes brillantes, se adormilaban en la opacidad de las<br />

pupilas que nunca alumbran una sola alegría o la humedad del llanto.<br />

La esbeltez de su raza se reabsorbía en la osamenta de su esqueleto casi desnudo, a flor<br />

de piel. Su misma agilidad lo abandonó. Lo supo una noche que un grupo de perros sucios<br />

y canijos, dejaron de seguir a una perrita renca y preñada para volverse contra él.<br />

Como siempre, le gruñeron con malsana intención, luego, uno se le acercó con el respeto<br />

humildoso de los perros realengos ante la gente que se baña y viste ropa limpia. Rasando el<br />

suelo, dio una vuelta a su alrededor, lo olió, torció el cuello hacia los otros y todos a una se le<br />

abalanzaron. El colmillo de uno de esos canes con sarna y pelumbrosos lo había herido. Tuvo<br />

miedo y huyó. Detrás corría la jauría hambrienta ladrándole con furia, tenaces, insistentes.<br />

El edificio de la Fortaleza estaba cerca. Ahí podría refugiarse, pero la voz de un centinela<br />

voceó amenazante:<br />

—Otra vez esos malditos perros; cualquiera le pega un tiro al primero que se acerque.<br />

Cambió de dirección, y siguió corriendo, corriendo con sus últimas fuerzas hasta dejar<br />

atrás el camino en donde nunca había encontrado ni techo, ni personas, ni término posible.<br />

Lejos, quizá más allá de la frontera, se oían los tambores de una fiesta de luá, y en el<br />

poblado los ladridos que anunciaban lascivas correrías de los perros bajo la luna sencilla y<br />

alta del cielo verdeazul que mira a Pedernales.<br />

Y se hizo un vagabundo del monte y los caminos, por culpa de las miradas torvas que<br />

le negaban un mendrugo, y los perros ociosos que odiaban su limpieza y su raza.<br />

Después de todo, ¿qué? El no era más que un perro, pero un perro distinto.<br />

Desde muy lejos había llegado a Pedernales. Lo llevó el amo para su compañía. Por entonces<br />

su único pesar era la añoranza feliz de la casa lejana, y el patio enorme en donde su<br />

presencia era el mejor guardián. Lo demás no le importaba. El tiempo lo adaptaba a este vivir<br />

distinto que miraba pasar desde la puerta de su señor ocupado en números y planos.<br />

Ya casi ni quería el regreso: era holgada la vida sin nada que guardar ni nadie que robara,<br />

sin más verjas que el lindero del campo abierto a cielo y sol.<br />

Y así los días y las noches; menos aquella en que cambió su vida. Si lo hubiera tenido<br />

que referir, borrosamente habría recordado cómo se le acercó aquel hombre. Debía ser un<br />

maestro del gateo y el asalto. Tanto sigilo hubo en su modo de acercarse, que Floreo no supo<br />

si gruñir o menear el rabo. Quizás todavía lo estaría pensando si no le hubiera puesto sobre<br />

el mismo hocico, un envoltorio de inevitable tentación. Era carne, y comió.<br />

Ni los perros ni muchos hombres pueden advertir detrás de cuál placer está el doblar del<br />

destino. Así, Floreo no pudo reaccionar al efecto del regalo apetitoso. No dependió de él la docilidad<br />

que lo embargó. Al reclamo, un tanto cariñoso, del hombre que le ofreció la cena inesperada,<br />

correspondió obediente; y lo siguió hasta no supo dónde; luego sobrevino el sueño.<br />

Cuando despertó estaba tirado en un cuartucho miserable, quizá en un campamento de<br />

cazadores o ladrones en la mitad del monte.<br />

175


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Fue al querer salir cuando comprendió que en su cuello había una soga, la misma que<br />

no le quitaban sino en las horas del nuevo entrenamiento. Era sencillo, pero extraño a sus<br />

costumbres. Para complacer al nuevo amo le habría bastado imitar los otros perros: descubrir<br />

el pasto de los rebaños y echarlos poco a poco a los lugares de apresamiento fácil. Mucho se<br />

prolongaron los días de enseñanza sin que Floreo supiera matar la presa mansa. Educado para<br />

saber guardar, nunca aprendió a robar. Y lo dejaron libre por inútil. Y volvió a la casa que se<br />

le hizo hostil porque ya el amo de los planos y los números no estaba en Pedernales. Ya era<br />

en todas partes el intruso, el dolido, el paciente que va y que viene sin destino.<br />

Un día uno le gritó:<br />

—Zombí, Zombí— y ése no era su nombre. ¡Cuánto hubiera agradecido que dijeran Floreo!;<br />

pero nada. Nada ni nadie a quién brindarle un poco de gratitud, ni siquiera el derecho<br />

de manifestarle a alguien la cantada fidelidad en los seres de su raza. Por eso era ahora un<br />

perro cimarrón bajo la ley del monte.<br />

A veces, el deseo de otro perro o de una mano amiga venía a su recuerdo como a los<br />

hombres llega la nostalgia del país natal no visto desde niño; sobre todo cuando el calor<br />

arreciaba, era poca el agua o difícil la caza, como en aquella noche en que todavía las piedras<br />

quemaban como el sol que ardió sin tregua durante todo el día. Desde su cueva oía el rastrear<br />

de las iguanas y el seseo de las culebras mudándose a otros sitios en busca de aire o de rocío.<br />

Cayendo la madrugada hubo un momento de humedad. Fue un bostezo de Dios, dando su<br />

aliento para que el cactus siguiera verdeando y las bayahondas cuajaran las yemas de sus<br />

flores moradas. Después, todo volvió a ser un horno cociendo piedras y tostando espinas.<br />

Un paisaje sin cambio que se animó de pronto por un rumor extraño. Las orejas y el<br />

instinto oyeron. Había presencia de chivos, olor de hombres y perros. Era un borrego de<br />

buena carne perseguido de cerca por una traílla de monteo y le cogió la delantera.<br />

Esquivando el testuz del animalejo, escurriéndose allá y mordiendo aquí, logró desjarretarlo;<br />

luego, una dentellada al cuello. Y ahí estaba el borrego casi motón aún. Los perros<br />

y los hombres en la presa miraban la propiedad ajena. Y surgieron comentarios.<br />

—Un perro cimarrón.<br />

—Quitémosle el chivo.<br />

—Sí, pero hay que matar el perro.<br />

—Eso voy a hacer –dijo uno que tenía una escopeta terciada.<br />

Y no hubo necesidad de dispararle. Floreo conocía esta vos y a este hombre. Meneó el<br />

rabo, le brilló la alegría, era el hombre de la cena.<br />

Al verlo manso la gente reanudó el comentario.<br />

—Mira, ese perro es de alguno que anda monteando por aquí.<br />

—Bueno, ¿y qué? Espanta el perro y llevémonos el chivo. Lo demás, ¿qué importa?<br />

Lo echaron hasta los matorrales. Desde ahí miró desollar el animal y tirarle las vísceras a la<br />

jauría hambrienta. Era su hora de comer también y le espantaron de nuevo amenazándolo con<br />

piedras y con palos. Pronto estuvo el animal descuartizado y metido en un saco, lo mismo que<br />

la piel. Al marcharse sólo dejaron la cabeza del chivo, que los perros mondaron hasta dejarle<br />

la osamenta inútil aun para otro perro. Sólo eso quedó y el estiércol que regaron los perros al<br />

pelearse por las tripas y la panza repleta. Eso y un rastro de sangre sobre la grama pobre.<br />

Floreo lamió la yerba y la tierra hasta la última gota de coágulo. Mordisqueó la cabeza<br />

y la dejó, desesperado. Tenía hambre y sed. De haber sido un hombre habría llorado como<br />

lloran los hombres, pero él era un perro…<br />

176


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Quizá lloró mientras gacha la cabeza, husmeó de nuevo tras el rastro de los hombres<br />

que se fueron.<br />

El calor seguía subiendo. Negras nubes se arremolinaban y un viento de polvo y hojas<br />

secas volaba por el inhóspito paisaje. Floreo caminaba arrastrando la lengua. De pronto comenzó<br />

a lloviznar, luego la harina de agua se tornó aguacero. Un chubasco de prisa, como<br />

algo que se da a disgusto, parte de alguna nube escapada del cielo antes azul y limpio. Y<br />

seguía bajo el chaparrón tirado de limosna a la sequedad del mucaral y los cambrones. No<br />

pudo más. El agua limpiaba todo rastro y la sed lo maneaba. Quería hartarse con los ojos<br />

cerrados en algún hoyo hasta oír su propio estómago desplazando los gases. Luego vendría<br />

el sol. La vida del mucaral.<br />

De las cuevas salían las iguanas con las sierras dorsales listas a destrozar una presa para<br />

el día, y las culebras tentaban el ambiente con sus bífidas lenguas azuladas.<br />

Pronto el sol evaporaría el agua. Se detuvo, y al inclinarse a un pozo, retrocedió espantado.<br />

En el fondo del agua estaba él, astroso, sin lana, vuelto un perro cualquiera. Ya no era<br />

Floreo, el perro de salón que comía helados, dormía en una perrera con abrigo y jugaba en<br />

las alfombras con los niños; era un perro cualquiera, desgarbado como los perros que corren<br />

tras las perritas rencas y pulgosas en las noches que platea la luna, sencilla y alta, que mira a<br />

Pedernales. Ya. Eso era él… Un perro como todos, un perro cualquiera, sin más destino que las<br />

rondas nocturnas y un mendrugo tirado. Se lo decía el agua, lo gritaba su sed, su soledad, su<br />

hambre. Y se convenció de que debía seguir las huellas de aquellos hombres y esos perros.<br />

Iba a beber para seguir el rastro, cuando desde una cueva la sierra de una iguana le<br />

asaltó amenazante.<br />

Como la gente del viejo Pedernales, también el bicho le negaba la comida y el agua y<br />

hubo de defenderse. De entre saltos y embestidas, rumores y gruñidos de fiera, salió la iguana<br />

muerta. La azulada barriga vuelta al cielo tiñó de sangre el marfil de Floreo. Harto como las<br />

bestias buscó otra vez el agua, y se miró de nuevo temblando ante aquel perro que retrataba<br />

el pozo. El no quería ser eso: siempre sería Floreo. Y apretando los músculos de su flácida<br />

carne, levantó alto el hocico, dio un aullido distinto a todos sus aullidos y emprendió una<br />

carrera sin dirección entre los matorrales husmeando en el viento un nuevo Pedernales.<br />

ML. DE JS. TRONCOSO DE LA CONCHA (1878-1955)*<br />

Una decepción<br />

¡Qué cosas las de Tronquilis!<br />

Era de oírle sobre todo cuando en la prima noche, después de la cena, tomaba asiento en<br />

su silla rústica, frente al mostrador del ventorrillo, a la luz de una vela de sebo y aspirando<br />

un oloroso ambiente de guineos, guayabas, zapotes, piñas y otras frutas de esta zona.<br />

Acompañado siempre de la mujer y no pocas veces de algunos vecinos de su calle, la de<br />

El Conde, Tronquilis llevaba casi constantemente la palabra. ¿Quién como él para ver claro?<br />

Y lo cierto es que en ocasiones empleaba al platicar una lógica asombrosa, contundente,<br />

digna de quien, al revés de él, hubiese calentado los bancos de la escuela.<br />

*Obras de M. de J. Troncoso de la Concha, Doctor en Derecho: Elementos de Derecho administrativo (1939); Anecdotario<br />

Dominicano (1942); Narraciones dominicanas (1946); El Brigadier Juan Sánchez Ramírez –ensayo histórico– (1944). Fue Presidente<br />

de la República, del Senado y de la Academia de la Historia.<br />

177


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Era gallego. Había venido a Santo Domingo en busca de fortuna y poco a poco, a fuerza<br />

de economías, llegó a reunir unos realitos. Ya cuarentón, abandonó la vida de célibe,<br />

uniendo su suerte a la de una criolla, muchacha más buena que el pan y trabajadora como<br />

una abeja. Con la mujer ¿quién lo duda? el viento de bonanza que le había estado soplando<br />

arreció, y tanto, que de dos subieron a cuatro las mesitas de frutas y hasta dieron las<br />

ganancias para establecer una regular venta de licores, en cuarto reservado, adonde los<br />

de la cofradía de saco acudían a saborear el dulce y picante Licor Rosolio, lucidor de los<br />

colores del iris y dispuesto en damajuanitas de cuello delgado y ancho fondo, la confortadora<br />

ginebra holandesa Mañana Imperial o el bravo aguardiente Cañete, insustituible<br />

diluidor de penas.<br />

Por varios años estuvieron la nata sobre la leche Tronquilis y su costilla. Habríales augurado<br />

cualquiera, para la vuelta de algún tiempo, una riqueza completa.<br />

¿Qué más sino persistir en el trabajo y economizar cuanto se pudiera?<br />

�<br />

Los tiempos cambian, sin embargo.<br />

Un día el gobierno se equivocó ¡quién lo creyera! y para aumentar el numerario hizo<br />

llover sobre el país un diluvio de “papeletas”, con lo cual no pocos se ahogaron y algunos<br />

quedaron con el agua al cuello. Tronquilis entre éstos. Por grados fue reduciéndose hasta<br />

limitarse a una mesa el ventorrillo y la botillería disminuyó considerablemente. ¡Cómo que<br />

ya cada copita de Rosolio salía por un ojo de la cara y la caneca de ginebra se había subido<br />

hasta las nubes! Y a todas éstas, para colmo de males, el sitio. Porque es de saberse que a<br />

modo de irresistible alud, habían irrumpido del Norte, del Sur y del Este los revolucionarios<br />

del 7 de julio contra Báez.<br />

Tronquilis estaba descorazonado. Gracias que el “cuarto reservado” sostenía aún parte del<br />

negocio. A libar en él iban con frecuencia Benito “el gambao”, azuano, que allá en Santomé<br />

cortó de sendos tajos la cabeza a dos “mañeses”; Ugenito Lantigua, coplero y soldado, capitán<br />

de cívicos; Martín “el brujo”, embaucador de campesinos y gran tocador de “cuatro”; “Gollito”<br />

Rodríguez, muchacho de la orilla, más malo que coger lo ajeno y encabezador habitual de<br />

cencerradas; “Enemencio” Mártir, seibano machetero, con tres cicatrices enormes que le formaban<br />

una N en el rostro; “Toñico” Hernández, por mal nombre “El Caimán”, montecristeño,<br />

con más alma que cuerpo y dos hileras de dientes que parecían querer salirse de la boca; el<br />

capitán “Apuntinodá”, bravatero de continuo, que no cumplía jamás sus amenazas; “Periquito”<br />

Caballero, solicitado “maquiñón”, que saltaba en su corcel, sin sujetarse, las más grandes<br />

candeladas de San Juan; el “jefe” Hipólito; el “vale” Toribio; Pepito el Indio; y otros tantos al<br />

servicio del gobierno sitiado. A falta de tales parroquianos ¿qué habría sido de Tronquilis?<br />

Nueve meses llevaba el asedio, sin que parecieran dispuestos a ceder los de adentro;<br />

pero mucho menos los de afuera. El gallero y su mujer comenzaban a desaparecer. ¿Duraría<br />

esa situación toda la vida? Por otra parte, el “cuarto reservado” se vaciaba. Veces hubo en<br />

que Tronquilis, antes de alcanzar una caneca llena, cogió hasta doce apuradas.<br />

A los diez meses llegaron al oído del desventurado negociante rumores de capitulación.<br />

Entonces ocurrió algo nuevo: el número de los parroquianos, de la “gente del gobierno”,<br />

bajó sensiblemente. ¿Qué es eso?<br />

—¡Mujer! ¡mujer! ¡nos acabamos! Esto no puede aguantarse ya, –exclamaba el pobre<br />

hombre.<br />

178


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Una mañana, sin embargo, la esperanza sonrió en la casita de Tronquilis. Venía en forma<br />

de conspirador urbano. Alguien, que acudió a “tomar la mañana” allí, oyó las cuitas de<br />

aquellos consortes, su falta de fe en los días cercanos, su desesperación inmensa.<br />

El matutino visitante, luego que el otro desahogó su pecho, pareció reflexionar. Después,<br />

a manera de explorador del terreno, salió a la puerta, dirigió escrutadoras miradas al Oriente<br />

y al Poniente, y cerciorado ya de que sólo Tronquilis y su mujer habían de oírle, dio rienda<br />

suelta a su palabra de revolucionario convencido.<br />

Mucho les habló y algo muy bueno debió de ser. Tal al menos habría cualquiera leído<br />

en la cara placentera que ambos tenían mientras el visitante peroraba.<br />

—¿De suerte y modo –observó Tronquilis a su interlocutor cuando éste hacía un<br />

paréntesis para trasegar en el estómago “tres dedos” de ginebra– que pronto cambiarán<br />

las cosas?<br />

—Pues ya lo creo que sí –repuso el conspirador–; es gente nueva la que viene y con<br />

muchísimos cuartos. Cuando le aseguro que ni en el paraíso vamos a estar mejor.<br />

—Pero… ¿y eso se dilatará mucho tiempo?<br />

—¡Qué va! ahorita mismo; quién sabe si no pasa ni una semana.<br />

—Y dice usted que…<br />

—Lo que le digo: que son gente nueva y buena y que usted verá cómo del infierno vamos<br />

a la gloria con zapatos.<br />

A poco el hombre se marchaba. No había pagado la “mañana”; mas ¿qué falta hacía,<br />

cuando el alegrón de Tronquilis compensaba con creces el gasto?<br />

�<br />

Algo extraordinario ocurre en la ciudad. Inusitado movimiento se nota en sus calles<br />

principales. En la del Arquillo y más aún en la de El Conde la animación es grande. Filas<br />

desordenadas de hombres y muchachos por la acera y variados grupos por en medio de la<br />

calle, hablando, gesticulando, levantando a su paso nubes de polvo, se dirigen incesantemente<br />

al extremo oeste de la población. Cada vía transversal es uno a modo de tributario de<br />

donde afluyen sin interrupción grandes y chicos, que vienen a aumentar aquella continua<br />

circulación de gente. Al pie de la Puerta del Conde, a medida que la multitud avanza, va<br />

formándose una masa humana, cada vez más grande, cada vez más compacta, un verdadero<br />

mar de cabezas, cuyos movimientos producen ondulaciones, unido a ello una gritería<br />

confusa, en que todos hablan y casi nadie entiende.<br />

—¿Qué pasa? Es que va a entrar, triunfante, la Revolución.<br />

Tronquilis y su consorte no son ajenos al bullicio de la urbe. Antes bien ha querido él<br />

celebrar el fausto acontecimiento con su ropa dominguera y debido a tal circunstancia se<br />

halla todavía en el aposento cuando la avanzada revolucionaria está llegando al Rastrillo y<br />

en lo alto de El Conde suena un largo redoble de tambores.<br />

Asómase a la puerta la mujer.<br />

—Ven Tronquilis –dice–; ya están acercándose. Despáchate pronto que…<br />

No puede terminar la frase. Una avalancha de curiosos ha invadido la acera para abrir<br />

campo a un caballo que corcovea. Váse ella un tanto atemorizada hacia el interior de la casa,<br />

mientras Tronquilis, empaquetado, “como un veintisiete”, viene de adentro para afuera, con<br />

cara de jugador afortunado.<br />

—Ya sí se cuajó– murmura con visible gozo.<br />

179


Intenta salir a la calle. La apretada hilera de espectadores se lo impide. Forcejea para<br />

abrirse paso. Nada.<br />

—Pues señor; no hay fresco de que esta gente me deje el camino franco. Me costará ver<br />

desde aquí.<br />

Para poner su resolución en práctica, se apodera de su silla rústica, que tiene al alcance<br />

de la mano. Trepa en ella.<br />

De improviso un jinete de la avanzada, echando medio cuerpo afuera, con un pie en el<br />

estribo y el otro al aire, grita estentóreamente, a la vez que agita un pañuelo:<br />

—¡Adiós, Tronquilis! ¡Tronquilis, adiós!<br />

Entre confuso y afectuoso, Tronquilis corresponde al saludo. Juraría que aquel hombre<br />

es “Periquito” Caballero. Para cerciorarse recoge la mirada. Luego profiere entre dientes:<br />

—Periquito es.<br />

Suenan enseguida en la avanzada otras voces.<br />

—¡Abur, Tronquilis!<br />

—¡Viva el paisano!<br />

—¡Hasta luego, Tronquilis! ¡memorias a la doña!<br />

Tronquilis no entiende aquello. Sus ojos no le engañan. Con toda seguridad, quienes le<br />

van saludando son Martín “el brujo”, Gollito Rodríguez, el vale Toribio, “Ugenito” Lantigua…<br />

Su mente se pierde en un mar de confusiones.<br />

Pasó la avanzada. Ahí viene una guerrilla de francotiradores. A su frente marcha un<br />

hombre, color mulato oscuro, de grave continente. Es el jefe Hipólito. Cerca de él, el capitán<br />

Apuntinodá gesticula. Por encima de la general vocinglería se le oye gritar:<br />

—¡Ya si se acabó el mamey! ¡Ahora van a saber lo que es cajeta!<br />

En el ánimo de Tronquilis ha prendido la más cruel de las desilusiones. Desmorónase<br />

súbitamente, a impulsos de una conmoción interna, el castillo de sus ensueños.<br />

¿Dónde está la “gente nueva”?<br />

No vio más. No quiso ver más. Bajó de la silla entontecido con el desencanto pintado<br />

en el rostro y casi maquinalmente, huyendo, diríase, de aquel ruido que ya le molestaba,<br />

volvió al aposento de donde había momentos antes salido. Al ruido de sus pisadas, la mujer<br />

fue a su encuentro.<br />

Tronquilis, que la vio, vaciló primero en hacerla partícipe de su negra pena. Después, a tiempo<br />

que ella también iba a hablar, díjole en tono amargo y moviendo tristemente la cabeza:<br />

—¡Ay mujer, mujer! ¡Son los mesmos!… 1<br />

El proceso de Santín<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Don Bernardo Santín era uno de los comerciantes de mayor arraigo de la vieja ciudad<br />

de Santo Domingo. De fortuna más que regular, si se le comparaba con la generalidad de las<br />

de aquellos tiempos, dedicábase a los ramos de quincalla y loza. El almacén de sus negocios<br />

se hallaba situado en las proximidades de la Atarazana.<br />

Natural de Cataluña, había venido a radicarse, siendo muy joven, en la capital de la<br />

antigua Española.<br />

1 Primer premio en los juegos florales del 27 de febrero de 1909.<br />

180


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

Creyente sincero, cumplidor de sus obligaciones como cristiano católico militante, amante<br />

de las glorias de su rey, exacto siempre en el pago de los tributos con que contribuía a las<br />

cargas del gobierno de la colonia, nunca había dado motivos para dudar de su fidelidad a<br />

la Iglesia, ni de su lealtad a la persona de su príncipe.<br />

Vivía con su familia, compuesta de su mujer y varios hijos, en una casa de la calle del<br />

Caño, cerca de la iglesia de Santa Bárbara, lugar de residencia de varias de las más linajudas<br />

personas de la ciudad.<br />

Casi no había occasion de la arribada de un barco en que don Bernardo no recibiese algún<br />

cargamento destinado a mantener en estado floreciente una de las líneas de su comercio.<br />

En una de esas llegó al Puerto del Ozama un bujel de matrícula española. Procedía de<br />

Portugal. Gran parte de la carga venía destinada a don Bernardo. Todo quincalla y loza,<br />

principalmente esto último.<br />

Las mercancías dirigidas a Santín fueron llevadas al almacén, mediante un ligero examen<br />

del contenido de los bultos.<br />

Transcurridos varios días, una noche, poco después de la media, varios toques dados a<br />

la puerta de entrada de la casa de Santín despertaron a cuantos dormían dentro.<br />

El primero en incorporarse fue Santín. No habló, sin embargo.<br />

Minutos después resonaron los mismos toques.<br />

Esta vez, con voz entrecortada por la impression que había producido en su ánimo<br />

aquella intempestiva llamada, inquirió:<br />

—¿Quién va?<br />

—En nombre del rey, abra seguido.<br />

A la intranquilidad de los primeros momentos, sucedió el miedo.<br />

—¿Quién… dice?… –balbuceó.<br />

—¡La Santa Inquisición!<br />

Estas palabras llegaron a sus oídos con sonido lúgubre. Sus manos frías por el terror<br />

que se apoderó de él, se alargaron para tomar de una mesita próxima la palmatoria. No<br />

pudiendo sostenerla, a causa del temblor que agitaba ya todo su cuerpo, la palmatoria<br />

cayó al suelo.<br />

La mujer de Santín, que lo había oído todo; pero que no había podido articular palabra,<br />

exclamó entonces:<br />

—¡La Virgen de las Mercedes nos valga!<br />

Escucháronse de nuevo las voces:<br />

—¡Abrid sin tardanza! ¡Paso a la Santa Inquisición!<br />

Un tanto repuesto de la primera impresión, don Bernardo Santín, buscando a tientas,<br />

recogió la palmatoria del suelo, hizo luz y fue hacia la puerta. Sosteniendo la palmatoria en<br />

la siniestra, mientras con la diestra levantaba la aldaba, advirtió:<br />

—¡Cuidado con la puerta, que allá vá!<br />

Apenas había abierto, penetraron dos hombres: dos alguaciles. Después dos más: un<br />

oidor y un amanuense de la Audiencia.<br />

—Tenemos denuncia de un sacrilegio –dijo el oidor– y venimos a inquirirlo.<br />

Don Bernardo no contestó. Faltábale aliento. Luego de implorar mentalmente el auxilio<br />

del cielo, exclamó:<br />

—¿Sacrilegio? ¿Quién? ¡Imposible!<br />

—Ya lo veremos. ¿Dónde se halla el último cargamento que usted recibió?<br />

181


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—En mi almacén.<br />

—¿Está completo?<br />

—Tiene que estarlo.<br />

—Acabe de vestirse y traiga sus llaves. Vamos allá.<br />

A poco, por las lóbregas calles que conducían a la Atarazana, los agentes del rey, llevando<br />

a Santín delante, se encaminaron al almacén de éste.<br />

Ya adentro, alumbrados por la palmatoria que llevó Santín y un candil que allí había,<br />

el oidor extrajo de sus bolsillos varios papeles. Luego de examinarlos detúvose en uno y<br />

en seguida examinó igualmente el exterior de los bultos que conteían los objetos recién<br />

depositados en el almacén.<br />

Con la seguridad de quien sabe lo que hace le ordenó a uno de los alguaciles.<br />

—Abra éste.<br />

El alguacil tomó de una bolsa de cuero que había llevado consigo dos o tres herramientas<br />

y ejecutó la orden.<br />

—Saque los orinales que están ahí. Desenvuélvalos.<br />

Lo que a la escasa luz de la palmatoria y el candil apareció ante la mirada atónita de los<br />

circunstantes fue algo que los ojos de don Bernardo Santín no habrían querido ver jamás:<br />

el fondo de algunos orinales mostraba en colores una imagen del Corazón de Jesús y otros<br />

la del Corazón de María.<br />

—¿Cómo justifica usted esto? –exclamó en tono grave el inquisidor.<br />

Don Bernardo Santín, horriblemente empalidecido, buscando maquinalmente apoyo<br />

como para no caer, dirigiendo alternativas miradas a los sacrílegos objetos y al magistrado,<br />

cuya pregunta, en realidad, no había percibido, decía al mismo tiempo:<br />

—¿Qué es esto, Dios mío, qué es esto? ¡Qué profanación! ¡Esto merece un castigo muy<br />

grande!<br />

—¿Cómo justifica usted la posesión de esas cosas sacrílegas? –volvió a hablar el inquisidor,<br />

tomando del brazo a Santín. ¡Conteste!<br />

Don Bernardo lo miró con ojos extraviados. Esta vez, desfallecido, respondió:<br />

—No sé, no sé…<br />

Dio varios pasos con la cabeza cogida entrambas manos, dobló el cuerpo sobre un aparador,<br />

apoyándose en los codos, y rompió a llorar como un niño.<br />

�<br />

Se principió a sustanciar la sumaria. Oyéronse testigos. Se usó bastante papel.<br />

Parece, sin embargo, que el proceso fue sobreseído. Al menos, contra don Bernardo<br />

Santín no se fulminó sentencia. Tampoco se le descargó. Estuvo encerrado unos días en la<br />

Torre del Homenaje; pero por orden de la Real Audiencia, actuando como Tribunal del Santo<br />

Oficio, se le excarceló.<br />

Nunca se supo si se llegó a poner algo en claro. La voz popular afirmó que todo había<br />

quedado reducido al esclarecimiento de una trama formada por rivales de Santín, en<br />

quienes había hincado su envenenado diente el áspid de la envidia y los cuales habían<br />

querido perderlo, sin remisión posible. Se dijo que el siniestro plan había sido concebido<br />

y ejecutado por safardíes establecidos en Portugal, relacionados indirectamente con<br />

mercaderes de Santo Domingo cuya identidad no se logró establecer y que la misma<br />

nave que trajo las mercaderías destinadas a la proyectada víctima fue portadora de un<br />

182


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

escrito anónimo dirigido al Santo Oficio, en el cual se le denunciaba las marcas de los<br />

bultos que los contenían.<br />

Lo cierto es que el asunto no volvió a tratarse más y don Bernardo Santín no sufrió<br />

ninguna nueva molestia.<br />

JULIO A. VEGA BATLLE (N. 1899)*<br />

El tren no expreso<br />

Yo experimentaba la sensación de que la mañana olía a alcoba de enfermo y que estaba<br />

invadida por esa inexplicable tristeza que no tiene causa, hecha de incertidumbres, pero<br />

sostenida por hondos presentimientos. Era el presentimiento de que estaba cerca de algo<br />

insólito, que latía en el ambiente, que venía hecho cosa tangible. A poco me di cuenta de<br />

que, en realidad, no se trataba de un presentimiento, sino más bien de un sentimiento. Sí,<br />

de un sentimiento de calor y ruido.<br />

Y comprendí que estaba cerca de una locomotora.<br />

Hice un ligero esfuerzo de reconcentración sobre mí mismo, recapacité un tanto, y así<br />

pude reconstruir los últimos acontecimientos.<br />

Yo había llegado de Santiago; estaba en Moca; iba para Santos, y debía hacer el viaje en<br />

ferrocarril. Pero, mientras tanto, ¿qué hacía yo en aquel andén, solo, completamente solo?<br />

Bastóme otro ligero esfuerzo mental: yo esperaba que llegara la hora de la partida. Sí,<br />

así era. Y comprendí que había llegado demasiado temprano.<br />

Cuando regresé de la anterior reconcentración, me di con que frente a mí estaba la<br />

locomotora, y a mi lado, de pie y silenciosas, me miraban varias personas desconocidas.<br />

Comprendí que eran viajeros, igual que yo, y me llevó a tal acierto el hecho, comprobado a<br />

priori, de que todos llevaban maletas.<br />

No había errado en mis cálculos; los vi subir al carro de pasajeros. A poco subí yo, el<br />

último como debía corresponder a mi humildad. Nos sentamos.<br />

Desde la ventanilla, me puse a mirar a la mañana. En efecto, tenía el aspecto de cuarto<br />

de enfermo. Hasta podría decirse que olía a desinfectante, a ese desinfectante que echan<br />

en los cuartos de los enfermos y que flota en el aire como si fuera un cartelón: –¡Peligro de<br />

contagio!– y que el enfermo finge no sentir, pero que sabe que le ha de matar.<br />

Sí, abstraído, iba a continuar tan mayúsculas filosofías, cuando un afilado estilete perforó<br />

mi cabeza, de oído a oído: era el silbato del tren que mataba mis ideas para indicarme que<br />

había llegado la hora de no esperar más. Entonces se oyó una voz que dijo: –Los pasajeros<br />

que hagan el favor de subir.<br />

Nadie se movió en el andén. ¿Hacía, acaso, milenios que ya todos habíamos hecho el<br />

favor de subir?<br />

Yo continuaba asomado al ventanillo, mirando a la mañana, que ahora se había vestido<br />

con el humo blanco del silbato. Tal vez hubo algún empeño de parte del humo para entrar<br />

en mis ojos, porque tengo la convicción de que dejé de mirar a la mañana. Inspeccioné el<br />

carro. Era grande, como para treinta pasajeros, pero sólo íbamos seis: un matrimonio joven,<br />

*Nota: Los cuentos de Vega Batlle no se han publicado en volumen. Él ha sido Rector de la Universidad de Santo<br />

Domingo, embajador del país en el extranjero, etc.<br />

183


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

con una niña de brazos que siempre chupaba objetos; un oficial de policía, una señora carente<br />

de detalles y yo.<br />

El convoy se componía de la locomotora, negra, pequeña, aguda y femenina, como llena<br />

de precoz desaliento del que se sabe inútil. Su aspecto era enfermizo; daba la impresión de<br />

que sufría un gravísimo complejo de inferioridad: entonces comprendí que ella, y sólo ella,<br />

pudo transmitir a la mañana ese ambiente de pesadumbre que llevaba dentro. Después, diez<br />

y ocho vagones para la carga, gruesos, hondos, largos pero vacíos, y, por último, el carro<br />

de pasajeros, con sus sillones pareados, adulterados por el tiempo y su riente water-closet,<br />

como de tienda de juguetería.<br />

Hacía muchos, muchos años que rendía servicio. Tantos, que podía echarse el lujo<br />

de hacer juegos de palabras, y decir, por ejemplo, décadas, en lugar de años. Su nombre<br />

oficial era Ferrocarril de Santana a Santiago. Sin embargo, era notorio que nunca pudo salir<br />

de Santana ni llegar a Santiago. Su servicio se limitaba a ir y venir de Moca a Santos, dos<br />

estaciones intermedias entre Santana y Santiago, distantes setenta y cuatro millas. En ese<br />

pequeño trayecto había diez y nueve diminutas estaciones, y en cada una de ellas el tren<br />

debía hacer una parada. Una parada, solamente; vale decir: detenerse, pitar, esperar…<br />

pitar, esperar de nuevo el transcurso del tiempo: ese tiempo que siempre está atrasado, con<br />

ese fuerte empeño de atrasarse que tiene el tiempo en todas las estaciones de ferrocarril;<br />

luego pitar, seguir adelante un poco, apenas un poco, pero siempre adelante hasta llegar<br />

a la próxima estación, a la próxima solamente, nunca a la última, porque nunca arribaba<br />

a la última…<br />

Algo me indicó que el tren se estaba poniendo en marcha. Sí: un leve resoplido salió de<br />

lo hondo de la locomotora: un pitido largo, como de viejo detective; más tarde, una campanada;<br />

después, el chirriar de todo el convoy. Observé que avanzaba diez metros; luego<br />

desanduvo quince; otros diez de avance; treinta de retroceso y, por fin, la marcha definitiva<br />

hacia Santos, la meta del viaje.<br />

Los primeros pasos fueron leves, tranquilos, acordes. Después, poco a poco, el carro<br />

fue tomando un movimiento ondulatorio y desarticulado, de arriba hacia abajo; a los cinco<br />

minutos de marcha, ya aquel raro movimiento había alcanzado las proporciones de un trote<br />

fuerte como de mula embravecida. Y se detuvo en seco.<br />

Todos los pasajeros caímos al suelo. Todos… ¡ay!… menos el oficial de policía. Se había<br />

atado fuertemente al pasamanos del sillón. ¡Hombre precavido aquél! ¿Habrá ascendido en<br />

los grados de su cuerpo de seguridad pública?…<br />

Nos levantamos, ilesos, aunque llenos de profunda vergüenza. Puedo asegurar que la<br />

señora sin detalles recibió una pequeña herida en el temporal izquierdo; yo vi su sangre,<br />

que ella disimuló rápidamente. El esposo que fue el primero en reponerse, quiso reír, pero<br />

sólo un vago gemido salió de su boca: un pequeño gemido, casi microscópico. ¡Pobrecillo!<br />

No sabía él las terribles pruebas que el destino le reservaba…<br />

Me avergüenza contar cuál fue mi actitud; pero debo hacerlo. Tan pronto comprendí que<br />

estaba de bruces en el suelo, calculé lo incorrecto de mi posición y tomé en levantarme. Un<br />

abundantísimo rubor debía cubrir mi rostro. Quise sonreír, y cuando comprendí que me era<br />

imposible, me puse a mirar hacia afuera, por el ventanillo. ¡Horror! Allí estaba la mañana, fija<br />

en mí, con la bravura del enfermo que se siente perturbado en su anhelada y nunca satisfecha<br />

soledad; y sus olores, que se me fueron cuerpo adentro, hasta agarrotarme la garganta.<br />

Escupí, a través de la ventana. Parece que el choque había hecho caer el cristal del ventanillo,<br />

184


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

porque vi aquella pequeña y decente secreción de mis glándulas salivales rodar, lentamente,<br />

cristal abajo, hasta perderse en el doble tabique del vagón. Ninguna importancia hubiera<br />

tenido aquel fracaso, a no ser porque oí cinco sonrisas a mi alrededor… Cinco sonrisas que<br />

patinaban por toda mi epidermis. Entonces comprendí que mi alma lloraba, avergonzada.<br />

Habíamos llegado a la primera estación. Bajé. Contemplé de nuevo a la mañana, que ya<br />

aparecía más adulta, y fui a sentarme en un banco del solitario andencillo, junto a un señor<br />

que parecía dormir. Al sentirme, como que quiso despertar. Por fin abrió los ojos y musitó:<br />

—¿Pasajero?<br />

—Sí. ¿Y usted?<br />

—Soy el conductor–maquinista.<br />

Le miré, arrobado. Era flaco y pequeñito. Tenía un copioso bigote de mandarín. En la<br />

punta de cada pelo bailaba, arremolinada, la gota de carbón escapada de la túnica del humo<br />

de la chimenea. Y sentí por él un gran cariño, una respetuosa admiración. Conversamos.<br />

Luego nos dijimos cosas íntimas.<br />

—Soy padre de familia y tengo cincuenta años. Toda mi vida fui maestro de escuela.<br />

Hace algunos meses clausuraron el plantel, por falta de alumnos. La miseria amenazaba a<br />

mi familia, y decidí aceptar este puesto de maquinista.<br />

—Pero… ¿tenía usted prácticas anteriores?<br />

—No. En dos días aprendí, y… ya ve usted: no vamos tan mal.<br />

Saqué el reloj y le advertí la marcha del tiempo. Mas él apoyándose de nuevo en el respaldo<br />

del banco, pleno de un viejo y profundo cansancio, me dijo:<br />

—¿Qué importa una hora más o menos? Nadie lleva prisa.<br />

Después de una pausa, agregó, casi a mi oído:<br />

—Me es usted simpático y voy a hacerle una confidencia. Es un secreto de oficio, pero<br />

sé que sabrá guardarlo. Oiga: Las estadísticas de la empresa demuestran que la resistencia<br />

física y moral del maquinista apenas alcanza para un año de servicio. Si es cierto que hubo<br />

uno que estableció un récord de once meses, también es cierto que otro apenas duró ochenta<br />

días, al cabo de los cuales tuvo que ser recluido en una casa de salud, acosado por una fuerte<br />

y persistente manía persecutoria. Y no es para menos, señor. ¿Ve usted esta casi imperceptible<br />

torcedura que llevo en el cuello? Es algo terrible que me arrastrará a la tumba. Su causa<br />

obedece a que, mientras el tren marcha, necesito imprimirle a mi cabeza un movimiento<br />

semigiratorio, de modo que pueda ir mirando la vía, por delante, para evitar choques con las<br />

vacas y otros animales que siempre la obstruyen, y al mismo tiempo ir viendo hacia atrás,<br />

para llevar la certeza de que el último carro, el de pasajeros, sigue unido al convoy.<br />

—Pero… ¿suele desprenderse? –inquirí atónito.<br />

—Con más frecuencia de la que usted pueda imaginar. Hubo maquinista que se vino a<br />

percatar de ello al llegar a Santos, después de diez y siete horas de viaje.<br />

Hoy, mi mente es incapaz de reconstruir la magnitud de mi asombro.<br />

El viaje se reanudó. Esta vez me di cuenta de que llevábamos mayor velocidad y más<br />

acopio de ruidos inéditos. Un pitido violento, seguido de otra brusca parada, y como es lógico,<br />

todos vinimos al suelo. Media hora de inútil espera… y vuelta a la consabida escena, ahora<br />

con una ligera variante: cuando, al incorporarnos por tercera vez levanté la cabeza, díme<br />

con la señora sin detalles, que ahora parecía un monumento, de pies ya, los brazos al cielo,<br />

los ojos desorbitados, levantarse las ropas hasta más arriba del vientre, rugir como una fiera<br />

acosada, dar un salto trascendental y lanzarse por la ventanilla. Había perdido la razón.<br />

185


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Luego, según puede hoy colegir mi vacilante memoria, el tren siguió haciendo breves<br />

recorridos interrumpidos por luengas paradas. En una de ellas, la más larga, bajé de nuevo<br />

al andén. Ya la mañana no estaba allí. Se había quedado atrás. Debí presumir que caminábamos<br />

a gran velocidad. Tal vez… En cambio, había llegado la tarde, sana de cuerpo, como<br />

una rapaza de la montaña, llenos los vellos de sus piernas con los cadillos y las zarzas de<br />

estrellas y de las nebulosas que eran como un presagio de la noche que venía para poner<br />

a la tarde bajo el embozo de la sombra. La noche, sí, con los botones de las estrellas en los<br />

ojales de las nebulosas…<br />

Al cabo de centurias de minutos, me lancé a preguntar a mi amigo la causa de espera<br />

tan larga. Le encontré bajo un árbol, en el límite del bosque. Lloraba. Preguntéle la causa<br />

de su pena:<br />

—Señor –díjome–, se ha agotado el carbón. El tren no puede caminar.<br />

Vinieron lágrimas a mis ojos. Las columbraba, entre los hilos de mis pestañas, saltar,<br />

como pequeñas olas de un mar disperso. Cuando pude hablar le dije:<br />

—¿Y no es posible idearse algo para que camine? Si lo empujáramos… no cree usted<br />

–me aventuré a insinuar.<br />

—Imposible. Pesa demasiado.<br />

Entonces fue cuando sentí, en la obscuridad de mi cerebro, como que encendían el fósforo<br />

del genio, que sólo una vez es genio, y grité:<br />

—¿Y si desarmamos uno de los furgones de carga y lo utilizamos como combustible?<br />

Sentí el garfio del nervio que no tiene control en el entusiasmo súbito: eran las manos<br />

de mi amigo el maquinista que estrechaban las manos de su amigo el viajero. ¡Pobre alma<br />

buena!<br />

Le vi correr hacia la víctima… hacia la víctima, que era el carro número catorce…<br />

El tren caminó. Ya habían traído el paraguas de negro terciopelo de la noche. Eran las<br />

nueve.<br />

Entonces pude observar un cintillo negro en el brazo izquierdo del joven esposo. ¿Era,<br />

por ventura, un jirón de la noche? A mi pregunta respondió:<br />

—Es por la niña. La enterramos en la estación anterior.<br />

Fue en ese mismo momento cuando observé lleno de pavor, que el carro se deslizaba<br />

como en el aire; que luego le entraba un extraño melindre afectado, cual si le hubieran dado<br />

un pinchazo: eran las espuelas de la Muere que se clavaban en los ijares del convoy…<br />

Me percaté de que íbamos en vilo, por los elementos. Percibí un cambio radicalísimo<br />

en los ruidos. Luego un silencio atroz, que duró un instante. En mi cabeza entró el vacío…<br />

y perdí el conocimiento.<br />

Cuando volví a la razón, estaba en Santos, la dulce y bella pequeña villa, en la honda<br />

axila de la bahía…<br />

Allí lo supe todo. Yo era el único superviviente. El tren había llegado a Santos sin locomotora<br />

ni maquinista. La empresa explicó el hecho diciendo que ambos se fueron por<br />

un puente, desapareciendo en el fango, y que el resto del convoy, por impulso y desnivel,<br />

siguió corriendo hasta llegar a Santos. El pueblo, sin embargo, tuvo distintas maneras de<br />

interpretar aquello…<br />

Mas yo creo, francamente, que la máquina abandonó el carril y se fue por la jungla,<br />

desesperada, llena de remordimientos, plena de pensamientos suicidas, por la antropofagia<br />

cometida con el vagón de carga, que engulló en su vientre de llamas. Tal vez podría<br />

186


vérsela, corriendo, desaforada y sin rumbo, por bosques y montañas, en noches óquedas<br />

y tempestuosas, como un terrible fantasma de hierro y fuego, violador de mañanas enfermizas.<br />

OTILIO VIGIL DÍAZ (N. 1880)*<br />

Cándido Espuela<br />

A Elías Brache hijo<br />

SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

En el plácido y pintoresco pueblecito de Jarabacoa –un nido en el corazón de la montaña–<br />

Cándido Espuela era el hombre polivalente. Político de fuste, secretario de todas<br />

las secretarías, maestro de escuela, agricultor, orador, curandero, boticario, negociante,<br />

corresponsal del Listín Diario, literato, hacedor de charadas, maquiñón, prestidigitador<br />

y gallero.<br />

Todos estos ejercicios eran circunstanciales y transitorios, y los cambiaba dado su temperamento<br />

inquieto, aventurero y guerrero, por las armas, que eran su delirio, su vocación<br />

permanente, básica, definitiva; por las armas reivindicadoras y vindicadoras, como decía<br />

él, seguido que estrellaba el primer cojetazo en uno de los cuatro puntos cardinales de la<br />

convulsiva República.<br />

No se habían cicatrizado aún las heridas profundas que habían hecho en el crédito<br />

político, económico y social, en el mismo corazón de la república, la llamada “Revolución<br />

de la Unión”, ese amasijo de felonías y fechorías, de ambiciones y de crímenes, en la que<br />

tomó parte activa, activísima y decisiva, el malicioso Cándido Espuela, cuando la llamada<br />

Revolución de la “Desunión”, la más cruenta y salvaje de todas las habidas, prendió de nuevo<br />

la tea de la guerra civil, cuyas llamas iluminaron, trágicamente, a esta tierra nuestra, la más<br />

dulce, la más bella, la más fecunda y desgraciada del mundo.<br />

Una de esas mañanas alegres, del precioso y canoro valle de La Vega Real –recargado<br />

siempre de perfumes bucólicos– se sintió, de súbito, un tá, tá, tí, tá, un toque de corneta de<br />

los lados de la Cigua, por donde un sobrino del polivalente Cándido Espuela, polivalente<br />

y bélico, llamado Turín, un muchacho medio civilizado, honrado y trabajador, ajeno por<br />

completo a ventajas y canallerías de la malvada política criolla, que tenía una pulpería<br />

buenaza, hecha de hombre a hombre, con honradez, con el sudor de su frente, que es como<br />

aconsejó Dios que se haga el dinero, para que no envenene el alma, el pensamiento, la vida<br />

y la muerte…<br />

—Esa tropa –murmuró el joven y honrado comerciante–, segurito que es de tío Cachito,<br />

como le decía él cariñosamente, y como si le hubieran tocado un botón eléctrico, saltó hacia<br />

la parte afuera del mostrador, en mangas de camisa.<br />

Apenas habían desfilado, de uno en fondo, frente al bien surtido establecimiento de<br />

Turín, los veinte o treinta infelices campesinos, jocundos y chachareros, regalando saludos y<br />

adioses, de boca, de manos y de sombreros, cuando irrumpió en la amplia enramada anexa<br />

a la pulpería, el Jefe de la Columna, que venía a lomo de Cañonga, su mula baya, cañas negras,<br />

su ñoña, como decía él, que estaba para ese entonces que se le podía jugar dados en<br />

las nalgas, redonditas y lustrosas.<br />

*O. Vigil Díaz, autor de Góndolas (1912); Miserere Patricio (1915); Galeras de Pafos (1921); Del Sena al Ozama (1922);<br />

Orégano (1940); Lilís y Alejandrito (1956), y artículos y juicios críticos (fatamorgana) dispersos en diarios y revistas.<br />

187


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Cándido Espuela venía armado hasta los dientes. Traía un sable de espejitos, un revólver<br />

nuvesiningo, cacha de nácar, con dos correas llenas de cápsulas preciosas. Un puñal pata e<br />

venao y un brogocito sobre las ingles. En el sombrero, con el ala levantada alante a lo mambí<br />

cubano, que le dejaba al descubierto la cara blanca, pero fuertemente tostada por el sol, un<br />

lazo grandísimo de candelón. En bandolera, la porturola, la cartuchera de búfalo, hecha en<br />

Santiago, y nuevecita también.<br />

—La bendición, tío Cachito.<br />

—Dios de bendiga, sobrino, y te haga un santo.<br />

—Desmóntese, tío; pa que tome café y se desayune.<br />

—Hombre sí, sobrino, te voy a complacei, poique eta milicia endiablá, me tiene, que a<br />

eta hora que tú ve, no me he echao ni un trago de jengibre en el buche.<br />

El malicioso, práctico y mentiroso Cándido Espuela, echó pie a tierra con dificultad, entorpecido<br />

por las armas superabundantemente innecesarias, y poco después de los abrazos,<br />

bendiciones y saludos, a familiares y extraños, tío y sobrino, con empalagosa amabilidad<br />

foránea, se sentaron a la mesa cibaeña, siempre oportuna, suculenta, nitrogenada, esa mesa<br />

digna de la caverna prehistórica, recargada de viandas humeantes, de huevos fritos con los<br />

cebollines y la clara achicharrada, de carne y longanizas fritas sin estáticas, sin burruqueos<br />

inciviles.<br />

Ya en el café, en el paladeo de ese aromático y sabroso café de La Vega, en el preciso<br />

momento filosófico en que Espuela encendía un cigarro, el sobrino, que lo quería y que ya<br />

tenía su trompo embollado, le rastrilló a boca de jarro:<br />

—Tío, perdóneme la pregunta, ¿pero para dónde va uté con esa tropita?…<br />

—Para dónde voy a dir, muchacho, parriba, pai sitio de la Capitai.<br />

—Dispénseme, tío Cachito, pero dígame, ¿cuándo e que usté va a entrai en juicio?… Uté<br />

no sabe que la cosa pallá arriba está que arde. A Eliseo y otro General colúo le han rompío<br />

la caja dei pecho de un cañonazo. Si a usté lo malogran en una de esas sabanas grandísimas,<br />

se lo comen los perros, ahí no entierran a nadie. Si uté se muere pacá, le llenan la sepultura<br />

de clavellina y estefanotas, toitico el mundo lo llora, le hacen un rincón bien gritao, y una<br />

misa con música. Cómo se le ocurre, cojei ahora parriba, licencie esa tropita en llegando a<br />

Pontón, y vuéivase, que usté es un hombre muy querío, útil, necesario, indispensable, sin<br />

uté su pueblo no es pueblo, quédese poi Dió, no vaya a paite.<br />

Espuela, con la barba sobre el pecho, afectadamente enternecido y agradecido por las<br />

cándidas reflexiones del sobrino, le contestó:<br />

—Tropita no, sobrino, tropa y de la buenaza, de la caliente, de esas que dejan el sitio pelaito<br />

largando plomo. Pero, después de to, no te preocupe, que yo nunca me adentro mucho en la<br />

chispa, yo peleo siempre detrá del jumo, que digamos, –y echándose la porturola, la cartuchera<br />

de búfalo, sobre el ombligo– ve, –le dijo, y fue sacando y poniendo sobre la mesa:<br />

Un pedacito de corcho, un cabo de vela de cera, tres cajas de fósforo, dos juegos de<br />

barajas españolas viboreá, dos dados cargados en tres suertes en la carrera, y una panela de<br />

dulce de leche.<br />

Sobrino, yo no he matao ni pienso matai a naide. Y hurgando de nuevo hasta el fondo<br />

de la porturola de búfalo, sacó y le mostró al sobrino algunas cápsulas, haciéndole notar sus<br />

condiciones inofensivas.<br />

—Ve, sobrino, son de güebo e chivo y mi carabina es un brogocito; y después de relojear los<br />

contornos de la pulpería, por si había moros en la corte, le dijo casi en el estribo del oído:<br />

188


SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – TOMO II<br />

—En el último sitio, en el de la Unión, yo me gané mil pesos. Déjame jacei, que yo no<br />

dentro en eta cosas sino poi negocio na má, yo no creo en nada ni en naide…<br />

Y le echó la pierna a Cañonga, que piafaba en la enramada, loca por tragar tierra caliente,<br />

tierra de guerra…<br />

CUENTO DE CAMINO<br />

Por qué el negro tiene la piel así*<br />

A la sombra de caoba corpulenta reposan Jesucristo y San Pedro, después de andar por<br />

el mundo mejorando la suerte de los mortales. El mal se alejaba momentáneamente de la<br />

tierra, y el divino Jesús quiso, además de todo el bien realizado, otorgarle un don a cada<br />

ejemplar de las razas humanas.<br />

Entonces fue cuando San Pedro hizo comparecer al indio, al blanco, al negro, al amarillo y al<br />

mulato. Trató de colocar al negro en lugar de preferencia, compadecido de haberlo visto trabajar<br />

de seis a seis, tostado por el sol y en ocasiones bajo torrenciales aguaceros. Y su mirada, a la que<br />

nada se esconde, notó que el negro se deslizaba, se evadía colocándose en la retaguardia.<br />

—Jesús –habló San Pedro– está satisfecho del regular comportamiento de ustedes y, compadecido<br />

por los viejos padecimientos de todos, quiere otorgarle un don a cada uno. Pídele tú<br />

lo que más deseas, –le ordenó al blanco.<br />

—Señor –suplicó el aludido arrodillándose ante el Redentor del mundo– dame una chispa<br />

de tu sabiduría. Tengo fe y con tu ayuda sabré descubrir medios para aliviar y mejorar la suerte<br />

de mis semejantes.<br />

—Otorgada te es: estudia y sabrás… –le dijo el Señor.<br />

—Pídele ahora tú, –le ordenó San Pedro al amarillo.<br />

—Señor, que una chispa de tu lumbre resplandezca en la hoja de mi espada: quiero ser un<br />

conquistador.<br />

Por la memoria del llavero eterno pasaron sombras diversas, chorreando sangre… y las<br />

pupilas se le nublaron.<br />

—Otorgada te es, y conquistarás mientras seas clemente; –díjole Dios.<br />

—Pídele tú, –le ordenó San Pedro al indio sin volver a mirar al amarillo.<br />

—Quiero una brasa de tu luz, Señor, para encender el tabaco de mi cachimbo, y fumar, y<br />

soñar… –suspiró éste.<br />

—Otorgada te es: tómala, fuma y… sueña; –le dijo Jesucristo envolviéndole las ideas en la<br />

humareda en que se convertía el tabaco de su cachimbo.<br />

—Pídele tú, –le ordenó San Pedro al mulato mirándole hasta el fondo de la conciencia y sin<br />

pizca de simpatía.<br />

—Dame, buen Dios, la chispita necesaria para mantener encendido el fuego de mis apetitos:<br />

quiero gozar… ¡Gozar y gozar y no perder el gusto!<br />

—Otorgada te es, –suspiró Jesús–. Peca y… arrepentido, reza.<br />

Y el negro, receloso, no se acercaba. Un viento manso venía de más allá del mar, voló sobre<br />

la llanura y, feliz, acarició durante un rato las sedosas y abundantes barbas del llavero eterno,<br />

quien, dulcificando aún más la voz, ordenó con simpatía:<br />

*Este cuento de camino, o folklórico, le fue dictado en Enriquillo a Sócrates Nolasco por el señor Numa Pompilio<br />

Sánchez, ahora ciego, de setenta años de edad, quien fue Juez Alcalde durante varios años.<br />

189


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—No seas tan tímido; acércate y pide.<br />

Entonces el negro, sospechando como ante un recodo del camino real, se rascó la cabeza y<br />

mirando de soslayo, precavidamente dijo:<br />

—Mire, Siño Jesucrito, y Uté, don San Pedro… no se preocupen por mí, que yo ando atrá<br />

d’esta gente: soy el encargao de llevale las maletas.<br />

Y desde aquel lejano día, por haber preferido a una chispita divina la desconfianza, hija de<br />

la malicia, anda y andará el negro con la piel a oscuras sabrá Dios hasta cuándo.<br />

190


J. M. SANZ LAJARA<br />

EL CANDADO<br />

Prólogo<br />

ma n u e l Va l l D e p e r e s<br />

n o. 16


PRÓLOGO<br />

Cuando J. M. Sanz Lajara publicó en 1949, los primeros cuentos de ambiente americano<br />

en su libro Cotopaxi, hizo, en las palabras de presentación, una confesión que es válida para<br />

toda su obra posterior. “Alguien dijo, hablando de la vida –escribía hace diez años–, que en<br />

ella existe toda plasmación. Añadiremos que la fantasía en literatura está desapareciendo, si<br />

no ha desaparecido ya. Este libro se formó en la vida, con ella y de ella. Los hombres que voy<br />

a presentar cruzaron sus caminos con el mío. Las mujeres pasaron por mi puerta y algunas<br />

–¡benditas sean!– dejaron un beso, una caricia y una que otra lágrima, que sin dolor no hay<br />

sentido del propio destino”.<br />

Refiriéndonos a este libro –cuentos y narraciones ecuatorianos–, dijimos: “Sanz Lajara es<br />

un escritor que aspira a la máxima naturalidad y también a la más diáfana claridad descriptiva.<br />

Leyendo las páginas de Cotopaxi se siente la sensación del contacto directo con lo que<br />

en ellas se describe. El paisaje adquiere extraordinaria grandeza, no porque haya acertado<br />

a presentarlo en su natural fisonomía, sino por haber sabido descifrar su misterio y descubrírnoslo<br />

con emocionada sinceridad. Y si ha sabido calar hondo en la entraña de la tierra,<br />

de una tierra serena y colérica al mismo tiempo, poblada de volcanes, no ha sido menor su<br />

acierto al presentarnos a los hombres que la animan con sus cantos y que la riegan con sus<br />

lágrimas. Cotopaxi cuenta, pues, con el respaldo de la vida”.<br />

“La vida es el hombre –agregábamos–. Por eso Cotopaxi recoge las verdades de la vida,<br />

ora alegres ora trágicas, al través de lo cotidiano, de la simplicidad de lo cotidiano. El emético<br />

Pedro, el terrible Juan Manuel, la cerril Maruja y la romántica Sheila, para no citar más<br />

que algunos de los tipos que desfilan por ese retablo de amor, son seres arrancados de la<br />

realidad. Seres a quienes el autor ha visto amorosamente y ha tratado en su diario vivir.<br />

Sus huellas están en el libro en la plenitud de su vivencia espiritual. El fervor descriptivo<br />

es lo que Sanz Lajara ha puesto en ellos para que el instante de vida que ha captado tenga,<br />

además de verismo, impresa la huella de la emoción verdadera. Y esto es lo que hace que<br />

Cotopaxi sea, no sólo una biografía con alma, sino la captación amorosa –y por amorosa<br />

espiritualizada– del alma de un pueblo”.<br />

En Aconcagua, libro de cuentos publicado en 1951, Sanz Lajara sigue las mismas sendas<br />

vitales de Cotopaxi. Vitales y luminosas, porque ambos libros se formaron en la vida –con ella<br />

y de ella–, para ser vida a su vez: vida animada por un tesoro inapreciable de experiencias.<br />

Conocedor de América –hombre y paisaje, acción y ambiente–, Sanz Lajara nos presenta un<br />

“Aconcagua”, relatado con la emoción del observador inquieto, lo que su escrutadora mirada<br />

ha descubierto, fuera de lo común, por tierras del Perú, de Chile, del Brasil y de la Argentina.<br />

Son hombres y mujeres de América, con sus peculiaridades al descubierto, porque nos las<br />

presenta con el corazón palpitante, dentro de un ambiente tan real como incitante.<br />

En el libro de ahora, en El Candado –veinte cuentos de ambiente continental–, al igual<br />

que en Cotopaxi y en Aconcagua, el hombre de América y la América misma, palpitan. El<br />

americanismo de este libro –americanismo con anhelos y angustias para y por el hombre<br />

universal– no discrimina: presenta los hechos con toda su intrínseca e influyente veracidad.<br />

Por eso, precisamente, el hombre de América se reconoce en sus páginas. Se reconoce como<br />

colectividad con un destino común y con la sola ambición de este destino.<br />

Ha dicho Sanz Lajara, para resumir ese esencial americanismo: “…hay en esta América<br />

tanto y tanto de ver y de amar, que no hace falta mirar a otra parte. Bajo sus cielos azules,<br />

193


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

conviviendo con sus pueblos y razas, siendo parte de ellos, se acerca uno bastante a la felicidad”.<br />

Y a descubrir esta felicidad, después de haber descubierto el hombre y el paisaje<br />

americanos –su naturaleza incitante–, tienden las inquietantes y sutiles páginas de El Candado.<br />

A descubrir esta felicidad al través de la vida cotidiana, con todo lo que hay en ella de<br />

alegre y de bueno y también de angustia y sufrimiento.<br />

Las páginas de este libro resuman, como las de Cotopaxi, como las de Aconcagua, una<br />

profunda compenetración espiritual con el medio y un hondo conocimiento de la realidad.<br />

De esta comprensión y de esta penetración, tanto como de la manera directa y simple de<br />

narrar los hechos, no exenta de un dulce hálito poético, surge la impresionante sinceridad<br />

de los cuentos de El Candado. Escritor ávido de vida, Sanz Lajara capta lo que trasciende de<br />

esta tierra recatada y virgen y la ama. Este amor es lo que ha dejado flotando en el libro para<br />

hacer cierta su propia afirmación: para hablar de montañas hay que amar a las montañas,<br />

para hablar de hombres hay que amar y comprender a los hombres. Y de amor y comprensión<br />

está hecha su obra.<br />

Es sorprendente comprobar cómo, en un estilo impresionista, ágil y vigoroso al mismo<br />

tiempo, va arrancando Sanz Lajara los secretos a la naturaleza y al hombre para describirlos<br />

con precisión y claridad. Y es sorprendente comprobar, también, cómo se va perfilando la<br />

biografía de la vida, al través de pinceladas nerviosas, en las páginas emocionadas y emocionantes<br />

de El Candado. Esta difícil facilidad es la que acredita a Sanz Lajara como escritor<br />

de temple. Como un escritor de temple que sabe descubrir en la actualidad viva lo que hay<br />

de legendario en América y que el hombre no ha dejado morir para que perdure su singular<br />

contextura psicológica.<br />

Los tipos cuyo instante de vida ha captado Sanz Lajara en sus cuentos son diversos,<br />

con esa diversidad que hace infinita en matices la biografía del hombre. De esa diversidad<br />

ha sacado provecho el autor para ofrecernos una síntesis de la vida del hombre americano.<br />

Y si es cierto que nos ha presentado a todos y a cada uno de ellos con amor, también lo es<br />

que por ese amor, por su fidelidad a ese amor, no ha dejado de ser fiel a la verdad. De Camilo<br />

a Luis y de la joven María a la negra Ángela hay un abismo que vencer; pero flotando<br />

por sobre ese abismo de caracteres está la vida, triunfante, con su lastre de angustias y de<br />

dolores y también de sanas alegrías: la sana alegría de vivir, que es la gran esperanza y el<br />

gran estímulo del hombre. Y esto –el alma de un continente– es lo que late en los cuentos<br />

de Sanz Lajara.<br />

�<br />

Se ha dicho que el cuento literario es la transformación de la verdad verdadera, al través<br />

de una mente apasionada, hasta convertirla en una mentira bella. Esto no es el caso de Sanz<br />

Lajara, cuya originalidad, que es una transposición de la realidad más íntima, constituye<br />

una protección contra interferencias extrañas o, si se quiere, contra la violación, por ajenas<br />

sensibilidades, de una intimidad en carne viva.<br />

Ya hemos dicho que el autor de Cotopaxi, de Aconcagua y de El Candado aprehende, en<br />

sus cuentos, los secretos de la naturaleza y del hombre para describirlos con precisión y<br />

claridad, sin quedarse nunca en el interés puramente descriptivo. Por eso se mantiene en<br />

ese punto intermedio, vital y emotivo al mismo tiempo, entre el desprecio de los hechos,<br />

que conduce a un lirismo estéril, y la supervaloración de éstos, que nos sitúa en el campo<br />

estricto del reportaje.<br />

194


Sanz Lajara es un escritor original, de la estirpe de los grandes de América, porque contempla<br />

la vida con afán analítico. La desnuda, la desmonta y la reconstruye con su propia<br />

personalidad revelada de adentro hacia afuera; pero no desarma nunca la estructura interna<br />

de la realidad para narrar los hechos. Tampoco cae en el boceto costumbrista, porque en<br />

sus narraciones hay emoción. Por eso sus cuentos son cauce de una expresión netamente<br />

americana.<br />

Todos los personajes de los cuentos de El Candado y de sus libros anteriores –Cotopaxi<br />

y Aconcagua– son reales, vivos, arrancados de la desnuda y aleccionadora realidad de cada<br />

día y el autor no los aparta, al darles vida literaria, de esa realidad, de su realidad. Son seres<br />

que no se miran vivir, sino que viven. Sus miradas se vuelven hacia adentro para verse tal<br />

como son, para mostrarse, en la plenitud de su vigencia humana, tal como son.<br />

En ninguno de los humildes personajes que nos presenta Sanz Lajara, tan llenos de vida,<br />

tan sublimes en el dolor, tan esperanzados, hay el más mínimo atisbo de falsedad. Son reales<br />

–algunas veces cruelmente reales– y, sin embargo, destilan poesía. La misma poesía con<br />

que el autor va creando el ambiente que les circunda. Así son María de La casa grande, tan<br />

serena en el amor; Paulo, el de la vida bien vivida, de El sueño; Isaías y Ángela, los negros<br />

felices de El milagro; el indio Osvaldo, sumergido en el recuerdo de Shirma… Así son todos<br />

los hombres y mujeres a cuya vida nos acerca.<br />

Es que Sanz Lajara nos presenta al hombre como parte articulada de la naturaleza, en<br />

su esencia humana y vinculado al medio para que su espíritu trascienda y se manifieste<br />

ampliamente. Así es como surge el fondo de poesía que hay en sus cuentos y, sobre todo,<br />

su calidad pictórica, alucinante y emotiva. Y así es como consigue que sus descripciones<br />

posean una emocionante y sugestiva plasticidad.<br />

Pero, a pesar de su poder de sugestión, no es la existencia de los personajes –lo real<br />

de esa existencia– lo que más nos impresiona en los cuentos de Sanz Lajara, sino su vida<br />

espiritual, con todo lo que hay en ella de videncia y de presentimiento, de sugestión de<br />

otras vidas. Se trata de un trasunto de lo individual a lo universal y humano al través del<br />

cual trata de descubrir el sentido superior del hombre como paso seguro hacia la fijación<br />

de su destino.<br />

La nacionalidad no es una obligación impuesta al escritor, sino una necesidad intrínseca<br />

de su obra y, por consiguiente, un atributo de ésta: la fuerza y la vivencia del origen. Por eso,<br />

a pesar del ámbito americano de los cuentos de Sanz Lajara, la presencia del dominicano<br />

está latente en todos ellos. Y es desde este espíritu, precisamente, que ve lo americano con<br />

claridad y simpatía, con amor y, sobre todo, con esperanza.<br />

Su estilo es claro porque ve las cosas con claridad y las dice de manera convincente.<br />

Prosa clara, diáfana, dinámica en la que las palabras, imbuidas de aliento poético y de<br />

humano temblor, nos dan una idea exacta de su valor: la más adecuada a las ideas y a los<br />

sentimientos que expresan. Esta claridad es parte muy importante de la originalidad que<br />

se manifiesta en El Candado.<br />

Ahora que la pasión creadora de América se ha concentrado, para dar en el cuento lo más<br />

peculiar y lo más auténtico de sí misma, J. M. Sanz Lajara ha de ser tenido por uno de los<br />

escritores más representativos de nuestro Continente, porque esta pasión creadora –reveladora–<br />

está viva en él, con toda su influencia trascendente.<br />

Manuel Valldeperes<br />

Ciudad Trujillo, mayo de 1959.<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

195


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Sanz Lajara recoge en este libro un grupo de cuentos que ha recorrido América y Europa.<br />

Mundo Hispánico en Madrid, La Prensa en Lima, Clarín y el Nacional en Buenos Aires,<br />

Hablemos en New York, Américas en Washington, Correo da Manha y Tribuna de Imprensa en<br />

Río de Janeiro, publicaron oportunamente lo mejor de esta cosecha del escritor dominicano<br />

que ya es propiedad del gran público continental.<br />

Cuando el autor era embajador en el Brasil, un grupo de intelectuales formó en aquella<br />

capital una peña literaria que recibió el nombre de Rui Barbossa. La edición brasileña de<br />

estos cuentos dijo entonces:<br />

“El Candado, El Charco, El Otro, El Feo, no sólo caracterizan a un escritor, señalándolo<br />

definitivamente como uno de los artistas más perfectos, sino que, sobre todo, lo inscriben<br />

entre los creadores dotados en igual dosis de la llama del talento y del secreto de la artesanía,<br />

pues él es artista y artesano, como lo son pocos cuentistas contemporáneos que,<br />

frecuentemente, hacen cuentos perfectos a su manera, despreciando las reglas del género”.<br />

(O Cadeado, página 128).<br />

“Estos cuentos forman, desde ahora, parte de una antología del cuento americano que ha<br />

de ser hecha sin prejuicios y preconceptos. Para que un cuentista pueda ser llamado maestro<br />

en el género, para que sus historias se transformen en eso que se acostumbra llamar literatura<br />

en vida inmediata, en vida vivida y sufrida, no es necesario otra cosa, no se precisan otros<br />

elementos que esos usados por Sanz Lajara con tal fuerza –y firmeza– que después de la<br />

primera página de cualquiera de sus trabajos se cautiva al lector y después de la última lo<br />

obliga a quitarse el sombrero. Quitemos, pues, el sombrero”.<br />

196


El candado<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

—¡Váyase, compadre! ¿No está viendo que bebió demasiado?<br />

—Sírvame otro, otro no me hará mal.<br />

Camilo inclinó la cabeza sobre la mesa y se hundió los puños en las mejillas. En la calle un<br />

viento frío golpeaba las casas dormidas. En la taberna el humo de los cigarros no podía salir.<br />

—Deme, –ordenó Camilo– este último será el mejor.<br />

No quería volver a casa. Estaba, de pronto, cansado de luchar contra su corazón que<br />

adoraba a Elena y contra su orgullo que deseaba matarla. Eran cosas de hombre y cosas de<br />

indio todos los pensamientos de Camilo. Apuró su trago y suspiró. Seguramente que llevaba<br />

caminados muchos suspiros aquella noche. Y muchas maldiciones, encerradas en su pecho,<br />

como el humo de la taberna que no podía salir.<br />

—Voy a cerrar –dijo el tabernero, con una voz sin apelación.<br />

Los indios se fueron levantando a regañadientes, como si la muerte les hubiese llegado<br />

en la última copa. Camilo quedó sentado, encogido dentro de su dolor.<br />

—¡Ándale, Camilo! –le suplicó el tabernero, cuando los dos estuvieron solos en el salón<br />

acallado.<br />

Se levantó, irguió la cabeza, se echó atrás el pelo, caminó hacia la puerta. Sentía que el<br />

piso le golpeaba con su oleaje y que las paredes estaban bailando una danza triste, como<br />

la música que los indios entonan en tiempo de sequía. En mitad de la calleja se detuvo y<br />

respiró con los brazos abiertos.<br />

—No se me pierda, compadre –oyó decir al tabernero–, mire que la Elena luego me echa<br />

la culpa.<br />

Camilo se movió cuesta arriba, sobre los adoquines que resbalaban en sus alpargatas.<br />

Las montañas se inclinaban para recoger, suavemente, a la arcaica ciudad violeta. Una luna<br />

de pizarra saltaba de un cerro al otro, borracha de distancias, como Camilo. En las puertas<br />

cerradas no había ningún candado. Los indios dormían, o hacían el amor, o sufrían, o rezaban,<br />

o estaban quietos, esperando morir en una noche así, de luna de pizarra encima de la<br />

ciudad violeta.<br />

Camilo sabía que en la puerta de su casa no habría candado. Era esa su ilusión, su gran<br />

esperanza, masticada entre tragos, soñada ante la mesa de la taberna, en las horas de sueños<br />

y de temores. Y si no había candado, podría tocar con escándalo para que Elena le abriese<br />

y en Elena descargar su hambre de besos y su fiebre de mimos.<br />

Iba solitario, luchando contra la calle que se alzaba y se caía, como el lecho tormentoso<br />

de un río, como las grietas misteriosas de un glaciar. Contó las puertas, contó las casas. En<br />

ésta nació un niño que no vería la luz del sol, en aquélla murió un viejo muy viejo, de cara<br />

ovejuna y nariz ganchuda, en esa otra presintió silencio, el silencio que dejan los hombres y<br />

las mujeres que no son más. Y Camilo estuvo frente a su puerta. Y sintió temblíos, porque en<br />

su puerta, colgado como un pezón, estaba el candado. Elena su mujer no había regresado,<br />

y Camilo tuvo ganas de llorar.<br />

Miró al candado, lo tocó con sus manos, lo acarició. Luego descargó en él una patada, y<br />

otras muchas, y en ellas su ira y su encono, sus furias de macho vencido. Se arrodilló, cerró<br />

los ojos.<br />

—¡Mi Elena! –monologó. ¡Mi Elena del alma! ¿Por qué te has ido? ¿No ves que te quiero,<br />

no ves que no puedo vivir sin ti?<br />

197


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Sus palabras rebotaron en la calle desierta, de casa en casa, de esquina en esquina, desesperadas<br />

y calientes, como animalitos acabados de nacer. Después volvieron hasta su boca,<br />

abierta en la noche como un pozo insondable.<br />

—Un hombre sólo quiere a una mujer, Elena. Yo te quise desde niña, desde que jugábamos<br />

en el valle y nos bañábamos en el río. Tú no tienes otro dueño, yo no tengo otra dueña. Nos<br />

conocemos como la tierra al agua que baja de las nubes, Elena. ¿Por qué me haces caso? ¿No<br />

ves que soy el más bruto de los indios, el más imbécil de los hombres? ¡Mi Elena! Tú cerraste<br />

esta puerta, para dejarme en la calle, borracho como estoy, sufriendo como estoy…<br />

Se agrandaba el lamento, un lamento que iba perdiendo orgullo a medida que crecía y<br />

enjuagaba el candado con saliva. Camilo lloraba con lágrimas grandes. Hipaba, se contorsionaba.<br />

La luna se había aquietado sobre un cerro. La ciudad no se movía, a pesar de que<br />

los perros ladraban su intranquilidad.<br />

—Yo no puedo dejar de quererte, Elena, no podría jamás. ¿No sabías que tú eres la<br />

cosecha y la lluvia, la paz y el amor, mis hijos y mis locuras? Perdona mis golpes, perdona<br />

mis insultos, perdona a tu Camilo… Sé que he afrentado a tu cuerpo, pero también puse en<br />

él todas las ansias que traje de mi padre. ¡Elena…!<br />

El nombre de la mujer ausente se elevaba ante la puerta, hendía los maderos y entraba<br />

al cuarto oscuro y vacío, donde esa noche Elena no había venido a dormir, ni a esperar la<br />

paliza de Camilo. Y el indio siguió llorando, a la callandita, con unos ruidos que parecían<br />

de ratón, con unos ruidos que arañaban la puerta o hacían tintinear al candado, siempre<br />

colgado como un pezón.<br />

—¡Mentira que eres mala! ¿Me oyes? ¡Mentira! Son cosas que me invento para hacerte<br />

sufrir, para que sepas que yo soy el macho, que yo mando en mi casa, en mi cama, en tu<br />

cuerpo, en tu corazón. ¡Porque soy muy macho! Le parto el pescuezo al que te mire… No lo<br />

dudes, Elena. No me importa que los niños te hayan ablandado la barriga, ni que tus pechos<br />

no sean los palomos de nuestra juventud. ¡No me importa! Lo que me importa es tu abrazo,<br />

es tu llanto, son tus ojos que cuidan mi sueño de borracho, que saben cuando los niños<br />

tienen fiebre. Lo que quiero es que te quiero. ¡Y te quiero tanto que ya no tengo orgullo y te<br />

lloro, Elena, te lloro como si toditas mis lágrimas no me bastaran, y me fuera preciso irme<br />

al río, y allí mojarme los ojos, para llorar más! ¡Qué poco hombre he sido, Elena, qué poco<br />

macho que soy para ti!<br />

Comenzaba a bajar la niebla de la serranía. Del negro costillar de los volcanes fue cayendo<br />

la sábana envolvente, en la que pronto se arropó, llena de frío, la ciudad. Y los indios<br />

dormidos la sintieron llegar hasta sus lechos, encogiéndolos como bestias gastadas, como<br />

ramas de un árbol que arrancó el huracán.<br />

—¡Elena! –mugía Camilo, arrodillado ante el candado que no quería contestarle. Ya<br />

le dolían las piernas y las rodillas ante aquel altar solitario–. ¡Mi Elenita buena, mi Elenita<br />

mansa, mi Elenita santa, más santa y más buena que todas las santas…! Déjame entrar, Elena,<br />

déjame entrar a mi cama y besarte, besarte mucho, como yo sé que a ti te gusta que te besen<br />

cuando hace frío. Déjame que durmamos juntos, como siempre hemos dormido. No te he<br />

de pegar, Elena, no te he de pegar más.<br />

Camilo sintió frío, el frío seco y agudo de los indios que se emborrachan ante las zambas<br />

y en los zaguanes, el frío que mata los animales en los páramos o enloquece a los volcanes.<br />

Pero su llanto, saliéndole del pecho y corriéndole por las mejillas, le calentaba la boca y las<br />

manos, sus manos hechas zarpas sobre el candado.<br />

198


—Elena, ya me estoy enojando, ya me están cargando tus indiferencias. ¡Abre esta puerta,<br />

Elena! Quita este maldito candado que no me deja verte, ni besar tu boca, ni morder tu pelo,<br />

ni decirte al oído, bien cerquita, todas las cosas que tanto te gustan… ¿Te recuerdas cuando<br />

nació el Emilio, y la Elenita, y los mellizos, y el Josecito, y las mellizas? Nuestro amor es<br />

grande, tan grande como los montes…<br />

Cayó el borracho sobre la calzada y cerró los ojos. En el principio de su sueño profundo<br />

le dio un beso a Elena. Y con el beso aquél, un abrazo apretado, un abrazo amoroso, de vuelta<br />

a la vida, de vuelta a su mujer que regresaba.<br />

Amaneció. El sol anduvo buscando camino en la cordillera y se coló al fin por el desfiladero,<br />

y entró a la ciudad sin premuras, como si su visita fuera cosa manoseada y común.<br />

Luego los indios, desperezándose, fueron asomando sus caras en las puertas entreabiertas<br />

y uno que otro levantó los ojos, saludando al sol, o persignándose, sin comprender el nuevo<br />

amanecer.<br />

—Ahí está el Camilo, borracho como siempre; ¡qué hombre, Dios mío! Pobre de la Elena!<br />

Aguantarse un marido que no sirve para nada…<br />

Tímidas como hormigas, despertadas de un sueño sin descanso, murmuraron las mujeres<br />

camino de la ciudad. Y los niños, emponchados, comenzaron a corretear en la calleja. Uno<br />

de ellos envió una piedra, que golpeó sonoramente el candado de la puerta de Camilo.<br />

Después llegó Elena, con la fila de los inditos detrás.<br />

—Sin ruido, hijos, que vuestro padre está mal otra vez.<br />

Pasó sobre el cuerpo de Camilo, abrió el candado con una llave grande y pesada y rogó<br />

a los hijos:<br />

—Ayúdadme… No le despertéis…<br />

Cargaron a Camilo, como en un entierro. Le llevaron a su cama y le arroparon cuidadosamente.<br />

Después Elena se asomó a la puerta y antes de guardar el candado, se puso a llorar<br />

silenciosamente en un rincón. Allí estuvo unos minutos, antes de comenzar a preparar el<br />

desayuno, usando de algunas de las lágrimas que tenía guardadas en el pecho, desde que<br />

era niña, hasta que fuera vieja.<br />

La casa grande<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Era una casa con historia. Casi con mil historias. Se alzaba en lo alto de la colina y se<br />

subía a ella por un caminito resquebrajado y pedregoso. Tenía ancha balconada y ventanas<br />

azules, que eran los ojos de la blanca pared de cal. Hubiera sido una casa más, de no ser<br />

por las luces que la abrillaban de noche y las risas que saltaban hasta el valle como cohetes.<br />

Además, en la casa grande siempre había hombres y mujeres, muchos hombres y muchas<br />

mujeres. Y risas, risas y risotadas y aun carcajadas. Nadie había buscado lágrimas en la casa<br />

grande.<br />

Cuando trajeron a María a la casa grande, María todavía era niña, un ovillo de carne<br />

acremada, con dos ojos profundos y verdes, como agua de mar tropical, y un cuerpito rosado<br />

y débil, tan débil que en él los movimientos parecían cansados antes de comenzar.<br />

La entregaron de noche y allí se quedó, remota y perdida, envuelta en las luces, el ruido,<br />

y el taconeo de las mujeres, desconocida por los hombres que no podían comprenderla.<br />

Después, con los años, María fue en la casa grande sólo una cosa, sin sexo, sin palabras, con el<br />

hálito de vida indispensable para no ser confundida con las alfombras o con la escupidera.<br />

199


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Luis era del pueblo, como los árboles o las piedras. Y el padre de Luis, y el abuelo de Luis,<br />

también eran del pueblo. Y como Luis sabía que el padre suyo y el abuelo suyo conocían la<br />

casa grande, en Luis, desde muy niño, latió el deseo de conocer la casa grande. Le atraían<br />

las luces y las risas y sobre todo el perfume que un día percibió en una de las mujeres de la<br />

casa grande cuando ella pasó por su lado, en una calle del pueblo.<br />

Eran muy conocidas las mujeres de la casa grande. Como habían llegado de todos los<br />

caminos y sabían de todas las historias, y además amaban en todos los amores, la gente<br />

respetaba un poco a las mujeres de la casa grande. No tenían nombres exóticos ni grandes<br />

preocupaciones, algunas no sabían leer y la mayoría era holgazana, un rebaño de hembras<br />

que vivía de noche. Y esto último estaba muy de acuerdo con la voluntad y los deseos de<br />

los hombres del pueblo. Y aun de los hombres de algunos pueblos vecinos. Y hasta de otros<br />

pueblos que no eran vecinos. Por eso Luis oyó decir una vez que sin la casa grande toda<br />

aquella comarca hubiera sido de lo más aburrida.<br />

Los pensamientos de Luis respecto a la casa grande eran muy diversos. Noches hubo en<br />

que la comparó con un coche que corría por el bosque; noches en que odió la algazara que de<br />

ella salía hasta meterse debajo de su almohada, no dejándole dormir; noches en las que, sin<br />

entenderlo bien, deseó que la casa grande fuera un bote de río y él su piloto, para llevársela<br />

hasta el mar y dormirse en las olas. Eran pensamientos invertebrados, los pensamientos sin<br />

huesos de los niños que todavía no saben amar.<br />

Luis creció alto de cuerpo, un mulatón con el arqueo de un gorila y la fuerza de una<br />

locomotora, aunque una locomotora a vapor, no eléctrica, porque sería demasiada fuerza en<br />

un hombre. Gustaba cosas raras Luis. Gustaba de bañarse bajo la lluvia, de montar caballos al<br />

pelo, de comer frutas de ramas altas y luego, cuando la escuela le metió la lectura en el último<br />

recoveco del cráneo, gustó Luis de leer a solas libros de cuentos y novelas, imaginándose<br />

que él era siempre el héroe, malo o bueno, en derredor de quien la trama era urdida.<br />

Un día se encontraron en el río Luis y María.<br />

—¿Quién eres? –le preguntó ella.<br />

—Soy Luis. A nadie tengo miedo.<br />

María deseó reír, pero no se atrevio y dijo:<br />

—Yo soy María –y bajando los ojos, agregó–: Vivo en la casa grande.<br />

Luis la miró con curiosidad. Las mujeres de la casa grande no eran tan tímidas, ni andaban<br />

con los labios secos de pintura, ni hablaban, en el río, con mulatos como él. Luis decidió<br />

que aquella mujercita le engañaba y se mostró receloso.<br />

—No creo que seas de la casa grande. No estás perfumada –sentenció.<br />

—Y sin embargo –afirmó María–, soy de la casa grande.<br />

Luis la vio desaparecer en la hojarasca y oyó, minutos más tarde, el golpe aplastado de<br />

un cuerpo cayendo en el agua de la poza. Luis quiso ver aquel cuerpo, porque era el cuerpo<br />

de una mujer de la casa grande. Y Luis se abrió paso por entre las lianas, hasta encaramarse<br />

en la ribera. Y allí se quedó sin aliento, con los ojos y el corazón tumultuosos.<br />

Nunca más pudo dormir Luis tranquilamente, ni pensar con orden, ni sentirse héroe, ni<br />

comer con apetito. En Luis los sueños siempre llegaban con una moza desnuda que nadaba<br />

en aguas translúcidas, los pensamientos eran de una moza desnuda que besaba su frente, la<br />

heroicidad era salvar a una moza desnuda de un torrente y el hambre era poner suculentos<br />

manjares en la boca de una moza desnuda. En la boca de una moza de la casa grande. En la<br />

boca de una moza que él deseaba besar.<br />

200


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

En las noches rieladas de otoño, Luis se pasaba las horas en una hamaca, contemplando<br />

a la casa grande. Y cuando las risotadas tocaban la puerta de su oído, o cuando la música<br />

llegaba en la mecedora del viento, o cuando las luces danzaban un vals en sus ojos, Luis<br />

temblaba febrilmente y se sonaba los dedos, como si fueran palillos usados. Y era que en<br />

risas, luces y música, Luis cuajaba sus ansias de visitar y conocer la casa grande, y en la casa<br />

grande a María, la moza desnuda de la poza en el río.<br />

—Ya estás hecho un grandulón –le había dicho su padre–. Habrá que casarte, muchacho.<br />

—¿Por qué, mi viejo? Yo no tengo prisa.<br />

—No es cuestión de prisa, hijo mío, es cuestión de la vida.<br />

Pero Luis no quedaba convencido. Pensar en otra mujer que no fuese María era absurdo;<br />

era como bañarse sin estar sucio o comer sin tener hambre. Y Luis siguió contemplando a la<br />

casa grande y soñando con la carne acremada y los ojos profundos y verdes de María.<br />

—Yo quiero conocer la casa grande –dijo al padre una tarde.<br />

Y el viejo le clavó un bofetón en la curva de las mejillas. Y mirándole de hito en hito, le<br />

amonestó:<br />

—¡Desgraciado! ¡Atrevido! Ahí sólo hay vicio, perdición… Te prohíbo que vuelvas a<br />

hablarme de eso.<br />

El padre de Luis era un padre sin imaginación. De seguro creía que a los hijos se les<br />

educa mejor a palos o que la vida es una cosa y no una vida. Eso, a pesar de que el padre de<br />

Luis era un buen hombre y un no muy mal padre.<br />

—Madre –le preguntó Luis a la vieja–, ¿qué hay en la casa grande para que yo no pueda<br />

visitarla?<br />

—Todas las cosas que a tu padre le gustaban cuando mozo –replicó ella, porque ese día<br />

estaba enojada con el marido.<br />

—Entonces, ¿puedo ir a verla?<br />

—No hijo, porque no basta con ver a la casa grande para poder entenderla.<br />

—Explícate, madre.<br />

—No, hijo. Las madres no podemos hablar de aquello que sabemos mejor que los padres.<br />

Y Luis siguió aturdido y confuso, como un árbol azotado por la ventisca. Y pensando<br />

en María, como un desierto en la lluvia.<br />

En la casa grande, mientras tanto, María era esa cosa que se llama a todas horas y en la<br />

que no se piensa, eso que no duerme ni responde ni sufre ni puede ir al baño ni mucho menos<br />

reír o llorar. María era un adorno, un mueble, una incomodidad, un adefesio, una sábana,<br />

una prenda interior, a veces un insulto, un empellón, una caricia sin objeto. Las mujeres de<br />

la casa grande estaban, la mayor parte del tiempo, demás ocupadas para ver a María y los<br />

hombres de la casa grande eran hombres enloquecidos, hombres atormentados y hasta hombres<br />

avergonzados. Por eso María no fue objeto de sus búsquedas ni de sus desprecios.<br />

—Lo más que puedes esperar tú –le había dicho doña Nené, la dueña de la casa–, es<br />

engordar un poco, desarrollarte, hija, y ser una de las nuestras.<br />

María, como siempre, había asentido con su cabeza gacha, un banderín desgarrado en<br />

una batalla. Pero a solas María se había atrevido a pensar y a comparar. Ella no quería gritar<br />

cuando el pueblo dormía, ni recibir el aliento de hombres a quienes no conocía, ni llorar<br />

cuando, de mañana, los afeites quedaban en la almohada y en la casa grande sólo se veían<br />

caras sucias, caras tristes o rostros espantados ante el espejo. Y María comenzó a recordar a<br />

Luis, aquel muchachote que en el río le asegurara, muy seriamente, que él no tenía miedo.<br />

201


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

¿Miedo de qué? María tenía miedo de los puntapiés de los borrachos, de las blasfemias,<br />

de los vasos rotos, del amor, de la cara de un Cristo lleno de espinas que ella conservaba<br />

escondido entre sus ropas, como si mirarlo frente a frente pudiera provocar entre ellos un<br />

choque inexplicable. Por eso María admiró a Luis. Y lo mejor de su admiración era el saber<br />

que Luis nunca había estado en la casa grande. Para María los hombres que iban a la casa<br />

grande no eran muy hombres.<br />

Como el río era para Luis y María el lugar de un recuerdo, ambos regresaron a la poza<br />

y en ella a encontrarse y a hablar. Sorprendidos hallaron que a medida que las palabras se<br />

entrelazaban, un respeto mutuo nacía de sus cuerpos y aun de sus pensamientos. No era<br />

amor el de ellos todavía, porque ninguno de los dos conocía el amor.<br />

—¿Qué hay en la casa grande? –preguntaba Luis. Y como María no respondía, él se<br />

quedaba quieto, mirando la imagen de ella en el agua, encontrando que el agua nunca había<br />

estado tan linda.<br />

—Yo soy tan fuerte –afirmaba él otras veces–, que podría llevarte cargada hasta el horizonte.<br />

Ella no lo dudó y al recordarlo, en las noches de la casa grande, María temblaba incoerciblemente.<br />

Los encuentros de los muchachos en la poza fueron un día del conocimiento de los<br />

padres de Luis.<br />

—Te prohibimos –sentenciaron– ver a esa cualquiera. ¿Cómo puedes andar con una<br />

mujer de la casa grande?<br />

—Ella no es de la casa grande –había asegurado Luis.<br />

—Entonces, ¿dónde vive?<br />

—No importa. ¡Ella no es de la casa grande!<br />

Era el animal acorralado. Luis defendía a María con la misma fuerza con que había<br />

prometido cargaría hasta el horizonte.<br />

—¡Basta! –terminara el padre–. ¡Si la vuelves a ver te rompo la cabeza! Todas las mujeres<br />

de la casa grande son malas.<br />

Como Luis no era más que un muchacho, no reparó en la mirada de su madre. Ni en la<br />

vacilación del padre al salir del cuarto. Sin embargo, Luis supo allí mismo que desobedecería<br />

a los viejos por la primera vez. Indudablemente, Luis era un verdadero héroe.<br />

Y a la noche siguiente, Luis subió hasta la casa grande. Era noche vacía de estrellas y<br />

de cielo pegajoso. En la neblina de los cañaverales, la casa grande parecía un incendio. O,<br />

quizás, una rosa roja clavada en el pecho negro de la muerte. Pero Luis había leído tantos<br />

libros que a lo mejor eso era de alguno de los más aburridos.<br />

Le parecía mentira subir el camino pedregoso y poder volverse a mirar, atrás, el pueblo<br />

desde el cual tanto ansiara conocer la casa grande. Pero no era mentira. La casa grande, de<br />

cerca, no era tan grande. Era sólo una casa llena de luces y de ruidos y de música. Y en ella,<br />

en algún rincón, estaba María. Y Luis sólo quería conversar con María. Le pareció bien poca<br />

cosa la casa grande. Y tocó a una de sus puertas.<br />

—¿Qué quieres? –le preguntó una cabeza de colores.<br />

A Luis le entraron ganas de correr, porque nunca había visto una cara más fea ni una<br />

voz tan desagradable, pero se contuvo y respondió:<br />

—Quiero ver a María.<br />

—¿A María? –dijo la cabeza de colores, y alzando su voz desagradable, mandó un grito<br />

por toda la casa grande–: ¡María!… ¡María!…<br />

202


Luis experimentó la sensación de que se ahogaba. Le faltaba el aire y la camisa apretaba<br />

en su cuello como una soga de buey. El grito seguía caminando por la casa grande, como<br />

caminaba la angustia por el pecho de Luis. Pero el grito volvió y con él otra cara muy rara,<br />

como la de un cirio que pudiera hablar.<br />

—Yo soy María, ¿qué quieres?<br />

Luis miró dos veces. Y hasta una tercera vez.<br />

—Usted no es María –aseguró.<br />

La cara de cirio que hablaba se rió. Y la risa hizo eco en otras risas que salieron de los<br />

cuartos de la casa grande. “¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!” Así fue la risa, pero en la cabeza de Luis sonó como<br />

el pum, pum, pum de un cañón.<br />

—¡Usted no es María! ¡Quiero ver a María!<br />

Las dos cabezas de colores se reunieron y echaron humo de cigarrillos sobre Luis. Y<br />

nuevamente, la más vieja de ellas, dijo:<br />

—¿Conque María? ¿Eh? ¡María…! ¡Ven acá, desgraciada…!<br />

Y entonces respondió la María que Luis deseaba ver, porque las risas de la casa grande<br />

enmudecieron y hasta las cabezas de colores dejaron de reír. Era curiosa la sensación que<br />

tuvo Luis en el pecho, y en los ojos, y hasta en la boca. Pecho, ojos y boca estaban secos.<br />

Asomó la cabeza suave y menuda de María, su María, en la puerta de la casa grande.<br />

—María –dijo Luis.<br />

—Luis –dijo María, y añadió–: ¡Luis! ¿Tú aquí?<br />

—Quiero verte, María. ¡Quería verte tanto!<br />

—Yo también quería verte, Luis.<br />

De las ventanas y de las puertas, por los pasillos, caras de mujeres y de hombres se<br />

alzaron silenciosamente. Era una floración de cabezas y de ojos, como un abanico de carne<br />

y de humo. Y el abanico rodeó, poco a poco, a María y a Luis.<br />

Cesó la música de la casa grande. Y el silencio estuvo de pronto en la balconada, también<br />

rodeando a los dos muchachos que se miraban y remiraban.<br />

—María –dijo la voz de Luis, encalmadamente–, quiero que vengas conmigo, quiero<br />

que dejes la casa grande.<br />

—¿Estás seguro, Luis? ¿Estás seguro?<br />

—Lo estoy, María, lo estoy. Te cargaré hasta el horizonte. Soy fuerte, más fuerte que<br />

nadie, más fuerte que todos los hombres de la casa grande.<br />

—Lo eres, Luis. Yo lo sé, Luis.<br />

Y en la noche silenciosa de la casa grande, María dijo:<br />

—¡Llévame contigo, Luis, llévame contigo!<br />

No se volvieron, ni miraron nuevamente las cabezas raras enganchadas en puertas y<br />

ventanas, ni oyeron el murmullo, ni repararon en las risas recién nacidas que explotaban en<br />

la balconada, ni en la música que de nuevo inundaba la casa grande.<br />

El otro<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Con las manos enlazadas en la nuca, Jorge cerró los ojos y trató de dormir. Sabía que<br />

sería el último sueño en su cama, en su cuartucho, en aquella ciudad. Pero no pudo dormir.<br />

Y eso también lo había presentido, porque no se puede dormir con sudor en las manos, hielo<br />

en el estómago y pensamientos gastados en el cerebro.<br />

203


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

En la calle oyó el rechinar de frenos, luego portezuelas que se cerraban y voces de<br />

hombres en el zaguán, haciendo preguntas que él sabía de memoria cómo eran. Pero ya no<br />

importaba, porque él era la respuesta y esta vez ni huiría ni lucharía. La huida y la lucha<br />

estaban detrás, en algún recodo de la vida.<br />

Jorge se quedó quieto y miró al techo, un techo lleno de sombras y vacío, como casi todos<br />

los techos de los cuartos por donde había paseado sus remordimientos.<br />

Veinte años para pensar no eran mucho tiempo. En un principio no fue fácil vivir con<br />

la seguridad de que ella estaba muerta. La cara ensangrentada de su amante no se podía<br />

borrar de un manotazo, con sólo recordarla en su impudicia, en su maldad, en su traición.<br />

Además, era una muerte suya. Había deseado eliminarla, sacarla de su cuarto, de su cama<br />

y de sus noches, echarla a la calle con los perros, o con esas mujerzuelas que se venden en<br />

las esquinas oscuras. Como no fue posible, esperó que otro lo hiciera. Y aquella tarde se<br />

cumplieron sus deseos y a ella la golpearon hasta la muerte.<br />

¡Matar a una mujer! Cierto que para él no hubo más insomnios ni cansancio, lágrimas<br />

ni suspiros. La ausencia de ella era una ausencia cómoda, pero relativa. Le bastaba pensar<br />

que el otro la había asesinado y que ella estaba definitivamente muerta, para gozar mejor<br />

de su cama y de su cuarto, de la música que salía de la vitrola, de los libros que nadie podía<br />

ahora perder, del balcón por donde iban desfilando las nubes silenciosamente. Por todo esto<br />

prosiguió siendo amigo del criminal y hasta le cobró cariño. Le parecía que era un hombre<br />

valiente aquel hombre que había matado a su amante.<br />

En sus conversaciones con él, quiso preguntarle por qué lo había hecho tan sorpresivamente,<br />

sin que mediara con la víctima ningún lazo de afecto o de pasión. Pero decidió<br />

que no era conveniente, por si descubría que también con el criminal le había engañado su<br />

amante.<br />

Y así vivió. A la semana del crimen la policía opinó que era un suicidio. A él le dio risa,<br />

porque su amante no era mujer de quitarse la vida, sino de amargársela a otros, y mucho<br />

menos podía suicidarse una mujer golpeándose la cara con un bastón de acero. Indudablemente,<br />

los policías son hombres de poca imaginación.<br />

Se mudó del cuarto dónde la habían matado. No porque las paredes marrones ni el cuadrito<br />

de Modigliani le recordaran algunas escenas de amor. Ni tampoco porque en la mesita<br />

de noche estaba el florero japonés que una vez él le regaló a ella. La razón de la mudanza era<br />

porque estaba muy nervioso, había perdido el apetito y no se sentía nada bien de salud.<br />

—Usted –le dijo el médico–, es un sentimental. Aceptemos que su amante se ha ido para<br />

siempre. ¿Y qué? Perdone la franqueza, amigo mío, pero, no hay mujer que no podamos sustituir.<br />

En su caso, Irene era demasiado bella quizás, o demasiado inteligente. ¿Y qué? ¿Y qué?<br />

Jorge no había obedecido a un médico tan desconcertante y tan pueril en sus raciocinios.<br />

Además, poco se podía esperar de quien preguntaba incesantemente. Aquellos “¿Y qué?”<br />

no tenían sentido. Y Jorge no lo volvió a ver más.<br />

La ciudad era muy grande, tan grande que nadie sabía dónde terminaba, y Jorge también<br />

se fue de la ciudad. Se buscó un poblado chiquitín, tan pequeño que todo el mundo sabía<br />

dónde estaba y el número exacto de sus habitantes. Pero como en el poblado no se sintiera<br />

feliz, Jorge vivió en el campo, en una cabaña, en lo alto de un monte cubierto de pinares, con<br />

un riachuelo que llegaba hasta sus laderas, lo rodeaba y se marchaba bosque abajo, como<br />

un niño jugando al escondite. Allí Jorge pasó varios años, con la única compañía de su gran<br />

amigo, el asesino de su amante.<br />

204


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

La suya fue una amistad interesante. Conversaban en los atardeceres y en las noches,<br />

cuando hacía frío y ambos gustaban de beber interminables botellas de cerveza. Escuchaban<br />

música de Bach, de discos que llegaron a gastarse. El órgano inundaba la cabaña y chorreaba<br />

por el monte, como aguacero estrepitoso, y en mitad de la música Jorge y su amigo callaban,<br />

atontados y confusos. Otras veces leían a Goethe, a Cervantes o a Shakespeare. Si se cansaban<br />

de tantos pensamientos elevados, recurrían a las revistas norteamericanas y en seguida se<br />

les calmaban ánimo y cerebro.<br />

Jorge se maravillaba de encontrar tantos puntos de contacto, tantas semejanzas entre él<br />

y su amigo. Y aún más le sorprendía, con los años, descubrir que entre el asesino y él sólo<br />

existía la diferencia de un único momento de valor, o de audacia. Porque no había la menor<br />

duda: Para matar era preciso ser audaz, no como él, que siempre había sido timorato, egocéntrico<br />

y sentimental.<br />

Hasta que un día, Jorge se cansó de vivir en el campo y así se lo dijo a su amigo. Para<br />

su sorpresa, él manifestó la irrevocable voluntad de quedarse allí.<br />

—No puede ser –habíale suplicado Jorge–, ¿cómo podríamos separarnos? Debes venir<br />

conmigo.<br />

—¡Imposible! Me quedo.<br />

Habían discutido todas las razones, sin convencerse. Mientras Jorge ansiaba por el bullicio<br />

y el ruido, el tráfico y las gentes, su amigo se sentía tan feliz que no pedía más nada.<br />

—¿Pero y tus remordimientos? había preguntado Jorge.<br />

Nunca debió haberlo hecho. Su amigo permaneció un largo rato callado y luego contestó:<br />

—Yo nunca he tenido remordimientos, ni los tendré. ¡Eso es de los débiles! ¡Déjame, te<br />

ruego!<br />

Y Jorge había liado sus bártulos y se había marchado, sin atreverse a volver la vista,<br />

por si se aflojara su ánimo y en la despedida se le aguaran los ojos. Una vez en el tren pudo<br />

respirar aliviado y tratar de olvidarlo. Comprendía, al fin, que hasta de las amistades el<br />

hombre debe libertarse, si quiere ser dueño de su propio destino.<br />

Jorge volvió, de esta forma, a vivir entre el gentío, a los pies de los edificios de hierro<br />

y cemento, por las calles de ruidos silenciosos, porque no tienen alma. Pero no fue feliz.<br />

Cuando comenzaron a llegarle las cartas de su amigo, las encontró tan semejantes a sus pensamientos<br />

que llegó a dudar de si él mismo no las había dictado, alguna vez, en el pasado,<br />

cuando estaban juntos en el campo.<br />

Raras veces, ahora, pensaba en su amante muerta. Como él sólo había tenido el amor y<br />

la traición de Irene, mientras su amigo se había llevado la vida de ella, consideró que al otro<br />

le tocaba recordarla y no a él. Sus remordimientos, en cambio, fueron los remordimientos de<br />

un hombre que no ha hecho nada útil con su vida. Por lo menos su amigo podía llamarse<br />

un asesino.<br />

Tuvo otras mujeres. Las encontró en el camino y en el camino las fue dejando, como<br />

prendas de vestir gastadas por el uso, sin comprender que ellas le dejaban a él. A una la<br />

amó durante un par de años, y eso porque era una extraña muchacha que no hablaba. Por<br />

otra sintió una gran pasión y le compuso varios sonetos, que luego rompió disgustado,<br />

porque la poesía no tiene lugar en mitad del instinto. Con una tercera se empobreció. Ella<br />

coleccionaba perlas y el cáncer de las ostras es bastante codiciado. A partir de ese momento,<br />

se decidió por las mujeres a precio. Las compraba por una hora o dos, raras veces pagaba<br />

una noche entera.<br />

205


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Un día se vio en el espejo y se encontró viejo. Meditó acerca de tan sorprendente descubrimiento,<br />

pero nada sacó en claro, a no ser que se sintió más cerca de la muerte. Como<br />

la muerte siempre le pasara lejos, decidió que ser viejo era una sensación manoseada y sin<br />

interés.<br />

Cultivó entonces la amistad de los niños y los encontró interesantes, lo más parecido<br />

a los viejos que existe. Le gustó sostener largas conversaciones con ellos, hallando que el<br />

hombre, aun en la infancia, ya tiene maldad en el corazón, ya juega a matarse, a enamorar<br />

la mujer del prójimo, a asaltar la propiedad ajena, aunque todas sus acciones sean jubilosas,<br />

lanzadas alegremente por los senderos de un parque y vigiladas por los ojos de una niñera<br />

amodorrada o de un guarda reumático e indiferente.<br />

Recibió una carta. Era de su amigo ausente, pero no la había escrito su amigo. Era una<br />

carta impresa. En ella, con muy pocas palabras, se le comunicaba que su amigo se había<br />

muerto. No le decían de qué y a Jorge se le ocurrió, en medio de su dolor, que la muerte<br />

no necesita explicarse, por lo definitiva que es. Lloró bastante, en memoria de su amigo el<br />

asesino. Después de todo, había sido un pobre hombre sin escrúpulos que había matado a<br />

una mujer con menos escrúpulos. Y Jorge procedió, con el egoísmo de un viejo, a olvidar<br />

a su amigo. Le pareció lo más apropiado, porque si aquel amigo descansaba, en la tumba,<br />

de toda angustia y de todo dolor, él no tenía necesidad de complicarse la existencia con su<br />

recuerdo.<br />

Pero en vez de olvidarlo, lo tuvo presente a toda hora. Su rostro suave y apacible, su<br />

conversación reposada, sus manerismos bonachones, estuvieron en el cuarto de Jorge con<br />

mayor fuerza que en el pasado. Era como si su amigo no desease abandonarlo o no quisiese<br />

dejarlo a solas con el crimen de Irene.<br />

Jorge comenzó a languidecer y a preocuparse. Se le aflojaron las carnes y le salieron los<br />

pómulos, como si pasara hambre; arrastró los pies y descuidó la ropa; adquirió el hábito de<br />

escupir, para limpiarse la boca de todas las blasfemias que había dicho en su vida. Y no amó<br />

más mujeres. No porque no le gustaran, sino porque sus amores ya hubiesen sido inútiles.<br />

Así cumplió cincuenta años, sintiéndose como de cien, o de mil quizás. Cuando se levantaba,<br />

en las mañanas, tenía en las piernas y en el pecho una armazón de hierro que no<br />

le dejaba moverse y los ojos, entrecerrados, vacilaban si abrirse al nuevo día o permanecer<br />

dormidos, de espaldas a la vida.<br />

En su cama, Jorge oyó los pasos de los hombres que subían la escalera. Se acercaban.<br />

Faltaba muy poco para tenerlos frente a frente. Jorge miró por la ventana abierta, al cielo<br />

que estaba color de noche, a la luna que se había posado sobre una chimenea, curioseando<br />

la ciudad. Y tocaron a su puerta.<br />

El hombre del impermeable marrón se echó el sombrero sobre la frente y preguntó:<br />

—¿Usted es Jorge?<br />

—Soy…<br />

—¿Vive aquí hace mucho tiempo?<br />

—No, poco tiempo.<br />

—¿Dónde vivió antes?<br />

—En otra casa. Y en otra antes. Y aun en otra mucho antes.<br />

—¡Bien! ¡Bien! Nos gusta que coopere. Queremos interrogarle…<br />

Era el mismo diálogo, persiguiéndole como la cara ensangrentada de Irene, como la<br />

indiferencia del amigo que se muriera en la cabaña.<br />

206


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

—¿Acerca de qué me quieren interrogar?<br />

—De un crimen…, de una mujer asesinada, hace muchos años.<br />

—Bien –respondió, sintiéndose más cansado que nunca–, conozco el crimen. Puedo<br />

contarles.<br />

Comenzó a vestirse. El hombre del impermeable marrón y el hombre del paraguas le<br />

miraban curiosamente. Afuera, en la calle, comenzó a llover. Jorge pensó que la lluvia siempre<br />

había llegado, para él, en los momentos más inoportunos de su vida.<br />

—¿Cómo era Irene? –le preguntaron los hombres en la puerta.<br />

—¡Oh! ¿Irene mi amante?<br />

Debió decir muchas tonterías acerca de Irene, porque los hombres se miraron entre sí y<br />

sonrieron. Jorge no pudo oír sus propias palabras, porque no era él quien hablaba, sino el<br />

otro, su amigo el asesino, vuelto de la tumba para poner en su boca cosas que no debían,<br />

ni podían, estar allí.<br />

—¿Es decir que usted, Jorge, nada tuvo que ver con su muerte, que a Irene la mató un<br />

amigo suyo, que usted ha callado ese secreto, durante veinte años, a la policía de todo el<br />

país? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!<br />

La risa de los dos hombres salió hasta el balcón, se enredó en las cortinas, en la ropa de<br />

Jorge, en los oídos, en la luna. Era una risa cortada y difícil. Era una risa que parecía llanto.<br />

Y Jorge no tuvo ganas de reír y comenzó a sollozar. Sus sollozos no pudieron con aquella<br />

risa desbordada y se quedaron en el pecho, arqueándolo, como si contra él soplara una<br />

ventisca furibunda.<br />

—La mató mi amigo, la mató mi amigo, la mató mi amigo. ¡Yo nunca habría matado a<br />

Irene! ¡Era tan linda! ¡Era tan mala!<br />

—¿Dónde está su amigo?<br />

—Mi amigo está muerto.<br />

—¡Ah! Sería interesante que descubriéramos ahora un crimen castigable. ¿Quién es su<br />

amigo?<br />

—Mi amigo es el otro, mi amigo vivía conmigo en la ciudad, en el pueblecito, en la<br />

cabaña que juntos alquilamos en la cumbre del cerro.<br />

—¿Quién es su amigo?<br />

Jorge explicó detalladamente quién era su amigo, su querido e inolvidable amigo el<br />

asesino. Y explicó también por qué su amigo, sin razón ni premeditación, había matado a<br />

Irene. Y agregó que el crimen de Irene fue un crimen justificado, como se justifica el pisotón<br />

que damos a las cucarachas o el puntapié a los perros rabiosos. Jorge ya estaba tan cansado<br />

que le dolían los párpados, pero los hombres querían saber más.<br />

—¿Quién es su amigo?<br />

Lo contó todo. Y a medida que hablaba, Jorge tuvo la sensación de que el otro estaba<br />

a su lado, dictándole palabra por palabra, cuidadoso de que no cometiera errores o dijera<br />

mentiras.<br />

—¿Y dice que su amigo murió en la cabaña? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!<br />

Volvía la risa a enredarse donde nadie lo hubiese creído. Jorge pensó que si aquella risa<br />

terminaba, él se habría sentido muchísimo mejor. Pero la risa seguía, agrandada, sobre los<br />

tres hombres y su apretado diálogo.<br />

—Usted nunca tuvo tal amigo, Jorge. ¿Oye bien? ¡Nunca! Ni en la ciudad, ni en el pueblo,<br />

ni en el campo. ¡Nunca!<br />

207


—¿Nunca? –preguntó Jorge. Y en seguida, con una voz que no era la suya, rugió–: ¡Mentira!<br />

¡Mentira! Tuve un gran amigo, un inolvidable amigo. No tengo la culpa de que fuera<br />

él quien matara a mi amante.<br />

—No se excite. Cálmese. Si existió ese amigo suyo, ¿cómo puede probarnos su existencia?<br />

—Lo conoció todo el mundo. Nos vieron juntos.<br />

Y Jorge refirió que su amigo había sido un hombre esbelto y macizo, de clara mirada y<br />

ancha frente, un hombre que seducía con su sola presencia, con sus palabras que eran órdenes<br />

y su talento que era luz. Nadie lo sabía mejor que él, un Jorge enclenque y debilucho, un<br />

hombrecito que aun saliéndose de la multitud y gritando a voz en cuello que estaba vivo,<br />

nadie se hubiese molestado en creerlo.<br />

—Y ese amigo memorable, ¿le dio a usted detalles del asesinato de Irene?<br />

—Todos… Sé hasta la forma en que ella cayó al suelo, puedo repetir sus últimas palabras.<br />

¡Ni siquiera derramó una lágrima de arrepentimiento!<br />

Los dos hombres se remiraron entre sí, pero esta vez no rieron. El del impermeable marrón<br />

se acercó a Jorge y le puso una mano en el hombro. Y le dijo, calma y sosegadamente:<br />

—Jorge, no lo tome usted a mal. ¿Oye? No lo tome usted a mal… Siempre que piense en<br />

su amigo, en la cabaña donde murió, en todas las cosas que hablaron ustedes, en la forma<br />

en que mató a Irene, su amante, repítase hasta convencerse: ¡No es cierto! ¡No es cierto! Yo<br />

nunca tuve un amigo, yo fui quien mató a Irene. Yo soy un asesino.<br />

En el cuarto se produjo un silencio sin risas. Los dos hombres regresaron a la puerta y<br />

volviéndose hacia Jorge, se despidieron.<br />

—Ni la ley puede, después de veinte años, castigar un crimen. Ni el asesinato de Irene.<br />

¡No lo olvide, Jorge!<br />

La puerta se cerró en el cuarto de Jorge. El ruido de los pasos en la escalera se fue apagando.<br />

El auto también se marchó por la calle mojada. Y Jorge, de bruces en el piso de su<br />

cuarto, quedó gritando:<br />

—¡Era tan linda y tan mala! ¡Pero no la maté! ¡No la maté! La mató mi pobre amigo. ¡La<br />

mató el otro…!<br />

Hormiguitas<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

El coronel era un hombre metódico y era un hombre valiente. Se levantaba todos los<br />

días a la misma hora, en el mismo momento que el sol aparecía sobre las palmeras, tomaba<br />

el mismo vaso de agua, hacía las mismas genuflexiones, se afeitaba, se bañaba, se vestía y<br />

procedía a realizar la misma minuciosa inspección del cuartel y de la tropa. El coronel tenía<br />

la más brillante hoja de servicios y había recibido todas las condecoraciones. El coronel, sin<br />

lugar a dudas, era un militar excepcional.<br />

El pueblo era limpio y ordenado, un grupito de casas a la orilla del mar, rodeado de<br />

palmeras y de cocos. Las casitas eran casi todas blancas y dentro de ellas sus habitantes eran<br />

casi todos negros. El cielo era azul las más de las veces, aunque de tarde en tarde se ponía<br />

gris y aun bermejo. El mar era también azul, aunque una mañana estuvo color chocolate,<br />

pero eso fue en un ciclón.<br />

En el pueblo nadie era importante. En las afueras del pueblo, sin embargo, había una<br />

casa verde con galería de zinc y ésa era la casa diferente, porque en ella vivía la amante del<br />

coronel.<br />

208


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

La amante del coronel era una mulata estupenda y muy hermosa, pero eso sólo lo sabía<br />

el coronel, que era muy celoso y a nadie permitía hablar con ella. Su amor era algo privado,<br />

lleno de besos y suspiros y promesas y aun de discusiones, pero siempre privado y detrás de<br />

las puertas cerradas. La amante del coronel no podía mezclarse con la gente del pueblo.<br />

La gente del pueblo temía, pero respetaba al coronel. Todos reconocían en él a un verdadero<br />

héroe, aunque, la verdad sea dicha, el coronel hablaba tan poco que su verdadero<br />

carácter era un misterio. Y la gente dejó de preocuparse del carácter del coronel, por si a él<br />

pudiese molestarle. Era muy importante llevarse bien con el coronel.<br />

En la carretera que saliendo del pueblo flirteaba con el mar y se perdía perezosamente en<br />

el vientre de una montaña muy fea, vivía un idiota. El idiota era un pobre hombre con cara<br />

de niño. No había hablado nunca y babeaba como si fueran a salirle los dientes, aunque los<br />

dientes le habían salido ya. No se peinaba ni se afeitaba y había que vestirlo todos los días,<br />

porque si no el idiota era capaz de salir desnudo y eso hubiera disgustado al coronel.<br />

El idiota no hacía absolutamente nada de importancia. Todas las tardes le dejaban sentarse<br />

a la vera del camino y allí tomaba tierra en las manos y la colocaba en otro lugar o, con<br />

una ramita, trazaba surcos que a nadie interesaban. Indudablemente, el idiota era el hombre<br />

menos importante del pueblo.<br />

Cuando el coronel se trasladaba, todas las tardes, en su chevrolet, desde el cuartel adonde<br />

su amante, debía pasar siempre ante la casa del idiota, pero como iba tan preocupado<br />

en que el pueblo estuviese limpio y sus habitantes no tramaran una revolución, el coronel<br />

nunca reparó en el idiota.<br />

Pero una vez, el chevrolet se descompuso, tosió imperativamente y vino a parar ante la<br />

casa del idiota. El coronel, de muy mal humor, hubo de descender y estaba muy aburrido<br />

porque tenía ganas de besar los labios hinchados de su amante la mulata.<br />

—¿Cómo te llamas? –le preguntó al idiota–, pero el idiota, que no sabía hablar, se rió.<br />

Era la primera vez que alguien se reía del coronel.<br />

Una mujer muy desgreñada salió de la choza y le dijo al coronel, por cierto muy respetuosamente:<br />

—Señor coronel, perdone usted a mi nieto, porque el pobre es idiota de nacimiento.<br />

—¡Ah! –exclamó el coronel–. ¿Y qué hace con esa ramita? ¿No ve usted que está sentado<br />

encima de un hormiguero? Esas hormigas pican…<br />

Efectivamente, el idiota estaba sentado sobre un hormiguero, pero, en contra de lo que<br />

decía el coronel, el idiota parecía jugar con las hormigas. Además, si las hormigas le picaban,<br />

¿cómo podría quejarse el idiota si no sabía hablar?<br />

—Señor coronel –dijo entonces la vieja–, él juega con las hormiguitas. Son sus únicos<br />

juguetes.<br />

El coronel se rascó la cabeza y le dio la espalda a la vieja. Indudablemente, el coronel no<br />

había conocido a nadie que jugara con hormigas y se puso a observar al idiota con interés.<br />

Había muchas filas de hormigas, muchísimas. Salían de la hierba, de los troncos de las<br />

palmeras, de los montículos de arena. Eran verdaderos ejércitos –pensó el coronel sorprendido–,<br />

que caminaban ordenadamente, trabajaban ordenadamente y rodeaban al idiota por<br />

todos lados, también ordenadamente. El coronel nunca se equivocaba y decidió que eran<br />

hormigas muy tontas las que perdían el tiempo divirtiendo a un idiota.<br />

Cuando el chevrolet estuvo sin tos en el motor, el coronel se marchó donde su amante y<br />

el idiota siguió jugando con las hormiguitas. La abuela del idiota respiró tranquila, porque,<br />

209


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

verdaderamente, hubiese sido desagradable que el coronel se molestara con su nieto y las<br />

hormigas.<br />

El coronel siguió divisando al idiota desde su chevrolet, todas las tardes, sin darle mayor<br />

importancia. Durante una siesta, sin embargo, el coronel, que nunca tuvo pesadillas, se<br />

levantó agitado porque había soñado con el idiota. Como era un sueño muy raro en que el<br />

coronel se veía jugando con hormigas y el idiota pasaba, atrevidamente, vestido de coronel<br />

en el chevrolet, el coronel no durmió más y comenzó a pasearse de un lado al otro, asustando,<br />

como es natural, a los centinelas que no estaban acostumbrados a recibir órdenes a<br />

la hora de la siesta.<br />

El coronel continuó sin dar importancia al asunto. Pero el sueño se repitió noches más tarde<br />

y aun otras noches después. Y a la quinta o sexta vez, el coronel decidió que esas pesadillas<br />

eran muy molestas y que había que tomar medidas. El coronel se fue a ver al idiota.<br />

–Aunque no sepas hablar, idiota, debes respetar las órdenes que llevo impartidas. ¡Señora!<br />

–dijo, llamando a la vieja–, es preciso que lave usted al idiota, que lo peine y que no<br />

lo deje jugar con hormigas.<br />

La vieja asintió con grandes reverencias y el coronel se hubiese marchado satisfecho, si el<br />

idiota no se riera. El coronel pensó que castigar al idiota no era digno de un oficial como él y<br />

siguió en su chevrolet para casa de su amante la mulata. Se hicieron el coronel y su amante<br />

el amor muchas veces, pero ella le dijo al coronel que lo encontraba preocupado y que no<br />

era el mismo. El coronel se rió de buena gana, porque eso era una tontería, como todas las<br />

cosas que dicen las amantes en la cama.<br />

Un día el coronel debió castigar a un soldado y lo mandó al calabozo. Cuando se llevaban<br />

al preso, con la cara muy triste, el coronel dio otra orden y lo perdonó. “Después de todo<br />

–se dijo–, la falta cometida no es grave”.<br />

Los soldados quedaron muy sorprendidos, porque era la primera vez que el coronel se<br />

mostraba débil. Pero como los soldados no gustan de pensar, se fueron a cumplir con sus<br />

obligaciones y olvidaron, muy pronto, que el coronel había perdonado a uno de ellos.<br />

Un día el coronel pensó en el idiota sin estar soñando y decidió que ya eso era demasiado,<br />

y se fue a verlo inmediatamente.<br />

Cuando preguntó a la vieja por él, supo que ahora el idiota, cumpliendo las órdenes del<br />

coronel, jugaba con sus hormiguitas en la parte trasera de la casa, en vez de hacerlo, como<br />

antes, en el frente.<br />

–¿Me quiere usted decir –preguntó el coronel– que el idiota ha llevado las hormigas<br />

para allá?<br />

–No, no, señor coronel. Las hormiguitas se fueron detrás de él.<br />

—¡Ah! –exclamó el coronel–. ¡Esto debo verlo!<br />

Y efectivamente, el coronel pasó al patio trasero de la casa y vio al idiota, sentado en el<br />

suelo, con su ramita, dirigiendo sus filas de hormigas.<br />

—Increíble –se dijo el coronel–, increíble—. Y se rascó la cabeza. Se la iba a rascar otra vez,<br />

cuando se le ocurrió que el orden de las hormigas del idiota era parecido al que él tenía establecido<br />

en el pueblo. Y se sonrió el coronel. Y el idiota, con la cabeza alzada, como una escoba<br />

rota, imitó la sonrisa del coronel. Y desde ese día fueron amigos el coronel y el idiota.<br />

Es difícil describir o explicar la amistad de un coronel con un idiota, pero así fue. Todas<br />

las tardes, antes de llegar a la casa donde vivía su amante la mulata, el coronel detenía su<br />

chevrolet, esperaba que el sargento abriera la portezuela y descendía frente a la casa del<br />

210


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

idiota. En seguida llegaba al patio y se paraba, muy tranquilamente, a espaldas del idiota.<br />

Nadie supo nunca cuáles fueron los pensamientos del coronel.<br />

Allí pasaba por lo menos una hora. Le fascinaba contemplar a las hormiguitas en sus<br />

correcorres, transportando insectos muertos o partes de insectos, construyendo diques,<br />

túneles, tocándose entre ellas las narices, o lo que fuera, y aun haciéndose el amor en la vía<br />

pública. Sólo la omnipotente ramita del idiota presidía toda aquella actividad. Y el coronel<br />

se rascó tanto y tanto la cabeza que comenzó a encalvecer. Llegó a tener casi un campo de<br />

fútbol en lo alto del cráneo.<br />

Todos los negros de las casas blancas comenzaron a murmurar acerca de las visitas del<br />

coronel al idiota. No, no era posible que un militar tan brillante se complaciera en hormigas<br />

y en un tonto. Además, ¿cómo podía el coronel, tan metódico, dejar a su amante la mulata<br />

por visitar al idiota?<br />

Y con el murmurar de aquella gente, algunos comenzaron a aprovecharse. Los soldados<br />

llegaban tarde al cuartel o andaban bebiendo ron en la playa, los pescadores dejaron de<br />

pescar y un muchachón de cara chupada, como caramelo abandonado, habló en voz baja<br />

de insubordinación.<br />

—¡No es posible! –repetía en la plazuela o en las callejas–, este coronel es un tonto.<br />

Un día llegó un telegrama para el coronel. Y el coronel se puso todo colorado cuando<br />

lo leyó y tomó su chevrolet, esta vez sin el chofer, y se fue a la capital. Lo recibió el Ministro<br />

de la Guerra y le dijo:<br />

—Señor coronel, esto es imperdonable. Un oficial como usted, orgullo mío, desatiende sus<br />

obligaciones, descuida a la tropa y permite que le critiquen los hombres mismos de quienes<br />

debe hacerse respetar –y golpeó, sobre su escritorio, un montón de cartas sin firma–. ¡O se<br />

pone usted enérgico o lo rebajo a capitán y lo hago mi ayudante!<br />

—Señor Ministro… –comenzó a decir el coronel.<br />

—No quiero oírle. ¡Fusile a ese idiota y se acabó!<br />

Como el coronel era un oficial muy obediente y no quería perder sus condecoraciones, golpeó<br />

los talones, saludó marcialmente, dio media vuelta y se marchó, de regreso al pueblo.<br />

—¡Tráiganme al idiota! –ordenó al sargento de guardia.<br />

Y se lo trajeron, hasta con la ramita en la mano. Y dijo el coronel, sin que le temblara<br />

la voz:<br />

—Por causar desasosiego, por vagancia, porque en este pueblo debe reinar el orden<br />

y nadie, ¡nadie, óiganme bien!, puede andar organizando a hormigas, dispongo que se le<br />

fusile. Mañana a las siete de la mañana, ¡que lo ejecuten!<br />

El idiota, como no podía hablar, se rió. Y los soldados, muy serios y obedientes, se lo<br />

llevaron a un calabozo, donde el idiota pasó la noche sin poder dormir, buscando en vano<br />

a sus hormiguitas.<br />

En cuanto al coronel, no pegó los ojos esa noche y hasta llegó a decir algunas palabras<br />

bastante feas, tan feas que no se pueden repetir, aun siendo palabras de un coronel.<br />

A las seis y media de la mañana sacaron al patio al idiota y le preguntaron cuál era su<br />

último deseo. El idiota volvió a reír, por lo cual el sargento decidió que alguien tan estúpido<br />

estaría muy bien fusilado.<br />

A las seis y tres cuartos se formó el pelotón y colocaron al idiota frente a una pared<br />

pintada de blanco. A las seis y cincuenta minutos bajó el coronel de sus habitaciones, con<br />

la cara bastante arrugada, pero con los zapatos muy lustrados, la chaqueta impecable y la<br />

211


gorra con su insignia reluciente, como una estrellita inventada por algún poeta para un<br />

soneto romántico.<br />

—¿Todo en orden? –preguntó el coronel.<br />

—Todo en orden –repitió el sargento.<br />

—Absolutamente todo –decidió completar el capitán, pues aspiraba a un ascenso.<br />

—Veamos –dijo entonces el coronel. Y seguido del capitán y del sargento, se acercó al<br />

idiota y se lo quedó mirando.<br />

Aunque sabía muy bien que el idiota no podía hablar, como el coronel era un hombre y<br />

un oficial muy metódico, le preguntó:<br />

—¿Estás en paz con tu sentencia? ¿Tienes algo que decir antes de que te ejecute?<br />

El idiota no respondió. El coronel le tomó por el pelo y le alzó la cabeza. Pareció mentira,<br />

pero en los ojos del idiota había dos lágrimas grandes, tan grandes que le cubrían las<br />

mejillas y le agrandaban la baba en la boca. El coronel no gustó de aquellas lágrimas y con<br />

voz estentórea, como la que usaba cuando era teniente, le dijo:<br />

—¿Por qué lloras? Hay que morirse alguna vez. Hay que morirse como los hombres,<br />

sin lágrimas, de pie.<br />

Indudablemente, el coronel era un oficial sin tacha.<br />

El idiota, que seguía con la cara alzada, donde se la dejaran las manos del coronel, entreabrió<br />

sus labios húmedos y, para asombro del pelotón de fusilamiento, del sargento, del<br />

capitán y hasta del coronel, pronunció pesadamente las primeras palabras de su vida:<br />

—Hormiguitas… Hormiguitas…<br />

El coronel se quedó muy rígido y se quitó la gorra. Miró entonces al idiota con una<br />

mirada mansa, como la de una ola que cae en la playa, y sacó su pistola.<br />

—Está muy bien –se dijo el sargento–, va a ajusticiarlo él mismo, para ejemplo de la tropa.<br />

Pero no sucedió así. Exactamente a las siete de la mañana, el coronel se llevó la pistola<br />

a la cabeza y se pegó un tiro. Un tiro seco y perfecto, como que fue disparado por un gran<br />

oficial y un mejor tirador. Y el coronel cayó al suelo muerto, de ojos abiertos y sorprendidos,<br />

pero infinitamente iluminados.<br />

Al idiota se lo llevaron de nuevo al calabozo, sonreído por haber descubierto que podía<br />

decir “hormiguitas…”<br />

Lo fusilarían más tarde. Ahora había que enterrar al coronel, porque no se podía dejar<br />

en el suelo del patio del cuartel al cadáver de un oficial tan metódico y tan brillante como<br />

fuera en vida el señor coronel.<br />

El sueño<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

En un principio fue la cerradura. Una cerradura cualquiera, suspendida en un muro<br />

blanco. No había duda: La cerradura estaba suspendida, no empotrada en el muro. Después<br />

salió el ojo de la cerradura y se puso a bailar, dando unos saltos simétricos por toda la estancia.<br />

El ojo era azul, pero a ratos era negro. Era un ojo de mujer, pero parecióle absurdo saber que<br />

era de mujer, porque todos los ojos, cuando andan sueltos y bailando, son iguales.<br />

Paulo estaba dormido. Estaba absolutamente seguro de haberse dejado caer en el sillón<br />

con un cansancio de muchos siglos, como se sienten las piedras en las catedrales o las<br />

aguas de algunos ríos silenciosos de la selva. Pero era el suyo un sueño arreglado, con las<br />

ideas muy en orden, como ropa en armario de vieja. Paulo gustaba de que sus ideas fuesen<br />

212


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

siempre ordenadas a pesar de que alguna vez una idea u otra se le escapaba y andaba luego<br />

importunándole. Las ideas de Paulo no estaban del todo civilizadas.<br />

El avión en el cual viajaba Paulo era un avión muy grande. Hasta la gente del aeropuerto<br />

tenía la duda de que aquel avión volase ordenadamente. Pero los ingenieros que<br />

diseñaron el avión eran unos ingenieros muy inteligentes y los mecánicos que prepararon<br />

el avión eran unos mecánicos muy preparados y los pilotos que piloteaban el avión<br />

eran unos pilotos muy competentes. Por todas estas razones el avión iba volando muy<br />

ordenadamente.<br />

Paulo viajaba en el avión. No le gustaba ese avión ni ningún otro avión, pero como Paulo<br />

era un hombre muy civilizado, tuvo que viajar en el avión. Fue una suerte que su cansancio<br />

le diera sueño, porque con el sueño no tenía que viajar en el avión.<br />

Lo que no había previsto Paulo era la cerradura y mucho menos, por supuesto, aquel<br />

ojo de tantos colores que bailaba de un lado para el otro, como si no tuviese otra cosa que<br />

hacer. Paulo quiso aconsejar al ojo que se dedicase a mirar, pero encontró que en su sueño<br />

no había voces. Esto lo desagradó. Los sueños debían tener voces y no ser mudos.<br />

La vida de Paulo había sido una vida bien vivida. Era como una vida distinguida, sin<br />

llegar a ser completamente distinguida, pero Paulo no estaba disgustado con su vida y eso<br />

era suficiente. Paulo siempre fue conformista, por lo menos respecto a su vida. Y también<br />

con sus sentimientos. Los sentimientos de Paulo no eran tan ordenados como sus ideas,<br />

pero la verdad era que los sentimientos no son obedientes y Paulo había leído eso en algún<br />

libro. Puede que el libro no dijera todo lo que hay que decir de los sentimientos, pero Paulo<br />

tampoco gustaba de leer demasiado. La lectura no pasaba de ser en Paulo como el agua de<br />

un chubasco. Y no de un chubasco fuerte, sino de un chubasco pequeño, de esos que caen<br />

y el sol no se molesta en meter la cara detrás de las nubes.<br />

El ojo del sueño de Paulo no se cansaba de bailar. Estaba visto que era un ojo incansable<br />

y Paulo decidió no darle tanta importancia. A lo mejor el ojo decidía entrarse nuevamente<br />

en la cerradura y dejar el sueño de Paulo un poco más limpio. Pero no sucedió así y Paulo<br />

siguió soñando.<br />

El avión era de metal por todas partes. El avión volaba velozmente sobre cielos color<br />

chocolate y no se preocupaba con el sueño de Paulo. El avión estaba acostumbrado a que<br />

sus pasajeros soñaran como les viniera en gana. Los sueños no eran de la incumbencia del<br />

avión. Al avión sólo le interesaba volar y volar bien, porque para eso lo habían construido.<br />

Se podía comprender que aquel avión era un avión de los mejores.<br />

El ojo del sueño de Paulo decidió quedarse tranquilo unos segundos. Así se clavó en el<br />

muro blanco del sueño y se puso a girar para arriba y luego para abajo. Paulo miró al ojo<br />

fijamente, pero el ojo, que tenía ahora color violeta, no devolvió la mirada y se enroscó detrás<br />

de la cerradura. Paulo pensó en la muerte. No en la muerte suya o de todos los hombres que<br />

él conocía, sino en una muerte desconcertante, de brazos verticales como en un cuadro de<br />

Guayasamín y de cara vacía, como arenas de desierto.<br />

La idea de la muerte no era una idea ordenada y en seguida Paulo mudó a la idea del<br />

amor. La idea del amor no estaba muy clara. Quizás porque el amor era también un sentimiento<br />

y en Paulo los sentimientos no podían hablar, ni aun despiertos. Paulo recordó<br />

un amor diminuto de su infancia y se sonrió. Hacía mucho tiempo que no había pensado<br />

en aquel amor. No porque fue un amor pequeño, tan pequeño que sólo tuvo un beso, sino<br />

porque a los amores de infancia Paulo los había archivado, como sus primeros cheques y<br />

213


sus camisas viejas. Sólo en un sueño tan cansado como el suyo podía surgir aquel amor pequeñito<br />

de la infancia. Paulo no pudo sonreírse nuevamente y el amor pequeñito se subió<br />

al muro, al lado del ojo que había vuelto a danzar. Paulo pensó que su sueño era un sueño<br />

bastante desordenado.<br />

Del amor de la infancia Paulo pasó a la angustia. En el primer momento fue una angustia<br />

controlada, como las angustias de las niñas de buenas familias, pero luego su angustia fue<br />

una angustia mayor, como la angustia de los animales que se pierden en un bosque. O como<br />

la angustia que Paulo sintió, ya hacía mucho tiempo, frente a su primer cuerpo desnudo<br />

de mujer. Entonces tuvo la sensación de caer en un abismo y a pesar de agitar sus brazos<br />

desesperadamente, sus brazos no pudieron agarrar nada, porque los sollozos de una virgen<br />

no son como las ideas, ni siquiera como los sentimientos.<br />

En el muro del sueño de Paulo apareció una boca. Era una boca sin pintura, carnosa y<br />

sensual. Indudablemente que Paulo había besado alguna vez aquella boca o dejado en ella<br />

gran parte de sus instintos, pero la boca nada le decía ahora, porque era una boca de un<br />

sueño y las bocas de los sueños no pueden hablar. Paulo no le dio importancia. En la vida<br />

de Paulo muchas bocas habían quedado esperando. Algunas porque Paulo no quiso besarlas<br />

más y otras porque Paulo las besó demasiado. Sin embargo, la boca del sueño era una<br />

boca diferente, como una boca que va a decir una mala palabra o proferir una maldición. Lo<br />

último le pareció más acertado y Paulo miró a la boca. Paulo deseó que la boca se colocase<br />

debajo del ojo. Quizás así pudiera formar un rostro y ordenar un poco su sueño, pero la<br />

boca comenzó a bailar. Y la cerradura se despegó del ojo y los tres –la cerradura, el ojo y la<br />

boca– dieron grandes saltos por el muro blanco del sueño de Paulo.<br />

Paulo se estremeció. No porque recordara a aquella hermosa muchacha que él había<br />

seducido para abandonar en la esquina triste de una ciudad cualquiera, sino porque el avión<br />

había dejado de volar ordenadamente y estaba cayendo por el cielo en una forma tan precipitada<br />

que hasta el angustiado sueño de Paulo comenzó a caer junto con el avión.<br />

La muchacha seducida no apareció en el muro blanco. Por el contrario, la boca y el ojo<br />

y la cerradura y hasta el muro no quisieron caer con el avión y se quedaron arriba, todos<br />

encaramados en el cielo color chocolate. En cambio Paulo bajó con el avión. Y con Paulo su<br />

sueño, que ya era un sueño desordenado y un sueño angustiado, con la angustia de todos<br />

los sueños que no van a terminar.<br />

El avión se hizo pedazos sobre una tierra negra, una tierra que lo abrazó con lujuria,<br />

porque era una tierra que odiaba a los aviones grandes y rígidos que solían volar sobre ella<br />

sin detenerse. Y en el avión se quedó Paulo, con su sueño cansado, que era un sueño que<br />

no tenía despertar.<br />

El milagro<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

El morro era chato y negro, pegado al mar que lo lamía con olas cansadas de tanto viajar.<br />

En el morro había muchas chozas llenas de negros que cantaban canciones tristes y canciones<br />

alegres. Y en lo alto del morro, Isaías había fabricado una casa de tablones, con techo de<br />

latón y ventanas simuladas, como heridas sin cicatrizar. Los negros del morro tenían mucha<br />

estimación por el negro Isaías.<br />

La negra Ángela llegó al morro en una noche estrellada vestida de rojo y con perfume<br />

de coco en el grueso cabello irredento. La trajo un camino enredado en la selva, un camino<br />

214


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

sin rumbo dormitando entre árboles. Llegó alborotada y alegre porque quería vivir en el<br />

morro, a la orilla del mar. Ángela tenía en el pecho un corazón pequeñito, de ambiciones<br />

pequeñitas. En sus ojos, también pequeñitos, Ángela lucía algunos sueños y una que otra<br />

ilusión, que también era de muy reducido tamaño.<br />

Cuando se casaron el negro Isaías y la negra Ángela los negros del morro bebieron<br />

cachaza y saltaron como cascabeles en un carnaval. Hubo hasta trompeta irritando al<br />

viento y sambas sensuales y gritos sonoros y hojarasca pisada y las ventanas de la casa<br />

del negro Isaías parecieron alegres en la noche de bodas. Y el cura, con su sotana negra,<br />

se retiró temprano porque no quería prohibir a los negros sus bailes y cánticos. El cura se<br />

fue persignando por el morro abajo, como una piedra gastada. Y los niños del morro le<br />

dijeron, con mucho respeto, que rezara por ellos y por el negro Isaías y la negra Ángela,<br />

y porque Dios trajera agua al morro para que todos se pudieran bañar en las mañanas y<br />

nadie oliera mal.<br />

Porque el agua era el gran problema del morro. La ciudad llena de autos y tranvías y<br />

de gente apresurada, rodeó al morro y no le dio agua. La ciudad necesitaba su agua para<br />

lavar las calles y los tranvías y para llenar los baños y los fregaderos de las casas de muchos<br />

pisos, construidos de acuerdo a la ley, las casas donde vivía la gente que no baila sambas en<br />

los morros y mucho menos pone ventanas simuladas para engañar a los curiosos. La ciudad<br />

era muy celosa con su agua, su agua que venía de las chorreras en las montañas o de los<br />

ríos en la selva y que la ciudad se había cuidado de ordenar en canales y filtrar en depósitos<br />

para que nadie se pudiera quejar de dolores en el vientre después de beberla. Se entendía<br />

muy bien que la ciudad no tenía tiempo para darle agua al morro, un morro que, después<br />

de todo, nadie deseaba ver enclavado allí, a la misma orilla del mar.<br />

Ángela era una negra muy limpia y cuando, a los dos días de casada, adquirió confianza<br />

con su esposo Isaías, le dijo:<br />

—Me quiero bañar.<br />

—No puedes, mi amor; en el morro no hay agua para esos lujos. El agua es para cocinar<br />

y beber. No podemos –aclaróle Isaías– malgastarla bañándonos. Para eso tenemos el mar.<br />

—¡No! –le dijo ella, rebelde como toda mujer–, el agua salada me pica en el cuerpo. Yo<br />

quiero agua dulce. Yo me quiero bañar.<br />

El negro Isaías, con su cuerpo tan largo como hilo de teléfono y su cabecita que parecía<br />

un alfiler, se sentó en lo alto del morro, preocupado porque no tenía agua para que su mujer,<br />

la negra Ángela, se pudiera bañar.<br />

El negro Isaías nunca gustó de pensar, porque luego le dolía la cabeza. Las cosas se<br />

hacían según se presentaban. Eso de buscar mañana lo que hace falta hoy, no era acertado.<br />

Isaías era un negro demasiado simple. Seguramente que sus abuelos debieron ser simples,<br />

como agua de lluvia o lágrimas de monja.<br />

—No hagas caso a Ángela –le aconsejó Mariano, un amigo suyo que no era tan negro<br />

como Isaías–, ya se le pasará. El agua es algo importante y no podemos malgastarla.<br />

Mariano era un negro con preocupaciones. No muchas, pero algunas. Mariano se permitió<br />

añadir:<br />

—Lo que pasa con Ángela es que no es una negra de morro. Ángela debería vivir en las<br />

matas. Edúcala, Isaías, edúcala.<br />

Isaías asustó sus ojos y se tiró de la oreja. Isaías se tiraba siempre de la oreja cuando algo<br />

no le gustaba, y ahora, a pesar de lo que le aconsejaba su amigo Mariano, él sólo deseaba<br />

215


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

que su Ángela se pudiera dar un baño. Un baño no era un pecado ni mucho menos algo que<br />

debía prohibirse a los negros del morro. Isaías se sintió aturdido con tantos pensamientos<br />

complicados y se fue a la orilla del mar, a mirar las olas sin verlas. Esto siempre le calmaba<br />

y además le daba apetito. Era preciso tener apetito para comer luego la frijolada y digerirla<br />

sin acritud en la boca y sequedad en el paladar.<br />

Pero Isaías estaba, indudablemente, en un mal día, porque las olas no le quitaron de la<br />

mollera la imagen de su Ángela sin poderse bañar. Isaías regresó al morro y caminó por los<br />

trillos, latigazos de polvo entre la verde maraña. El negro Isaías comenzó a sudar un sudor<br />

muy desagradable, porque era un sudor que le salía del cráneo pequeñito.<br />

—¡Voy a buscar agua! –se dijo resueltamente. Y buscó agua debajo de los árboles y debajo<br />

de las rocas. Y la siguió buscando y el agua, que estaba en la ciudad y no en el morro, siguió<br />

muy escondida, sin que Isaías la pudiera encontrar.<br />

—Si la encuentro –se dijo Isaías–, la regalaré a todos, para que se bañen a gusto. ¡A<br />

todos!<br />

El negro Isaías, como era un negro bastante distraído, no recuerda todavía el momento<br />

exacto en que sintió el pie mojado, pero lo cierto es que allá en lo alto del morro, no muy<br />

lejos de su casa con las ventanas simuladas, debajo de un mango muy regordete, como los<br />

diputados de la oposición, Isaías vio brotar un hilillo de agua que comenzó a llorar por la<br />

vertiente y a salpicar las puertas abiertas de las chozas de los negros.<br />

—¡Agua! ¡Agua! –gritó el negro Isaías, con los ojos más asustados que nunca–. ¡Es agua<br />

del morro! ¡Agua del morro!<br />

Y el grito se agrandó en las orejas de todos los negros y hasta de los negritos y los de una<br />

negra muy vieja, tan vieja que nadie hablaba con ella. Y los negros y los negritos corrieron<br />

hacia donde estaba el negro Isaías. Y hasta la vieja muy vieja se inclinó en su mecedora y<br />

murmuró una plegaria, que de seguro era una plegaria muy vieja también.<br />

El agua que salía de debajo del mango era un agua insistente y no paró de manar en<br />

una hora, ni en un día ni en un año y sigue manando. Era como el agua de un manantial<br />

bastante importante.<br />

Los negros del morro cantaron y bailaron muchas sambas y abrazaron al negro Isaías,<br />

que seguía de ojos muy asustados. Y el cura, cuando se enteró, mandó a repicar la campana<br />

pequeña del campanario de su iglesia pequeña, porque hubiera sido demasiado repicar la<br />

campana grande sólo por un manantial que no era un manantial grande.<br />

La negra Ángela no pudo bañarse en seguida, porque se puso a bailar las sambas y a<br />

cantar con una voz gorjeante bajo el cielo del morro. Pero al otro día, cuando ya todos supieron<br />

que el agua y el manantial eran de su marido Isaías, la negra Ángela se dio un baño<br />

muy largo, muy largo, con tanta y tanta agua que los negros del morro pensaron que se le<br />

iba a gastar la piel. Pero no se le gastó y se le quedó lustradita y reluciente, como moneda<br />

en manos de rico.<br />

Muchos baños se dio la negra Ángela. Y el negro Isaías aprendió a bañarse. Y los negros<br />

del morro aprendieron a bañarse. Cuando las autoridades de la ciudad, celosas de ver<br />

aquella agua consumida sin el pago de impuestos, subieron al morro a tomar providencias,<br />

los negros pusieron unas caras tan negras que las autoridades dijeron que esa agua podía<br />

usarse libremente.<br />

Fue entonces que el morro se hizo importante, porque era el único morro con agua en<br />

la ciudad. Y los negros fueron los negros más limpios y más importantes.<br />

216


Isaías y Ángela también fueron importantes y todavía lo son, a pesar de que son viejitos<br />

y ya no piensan tanto en bañarse como antes.<br />

Gentes hay que le llaman al agua del morro el milagro del negro Isaías. Puede ser.<br />

Puede ser que no. El negro Isaías, con su cuerpo largo como hilo de teléfono y sus ojos<br />

asustados, ha sido y es un negro feliz. ¡Es natural! Desde que Ángela encontró agua para<br />

bañarse, el negro Isaías no tuvo que pensar más, ni tuvo dolores en su cráneo pequeñito,<br />

tan pequeñito como aquella primera gota de agua que le mojó el pie, el día en que los negros<br />

se pudieron bañar.<br />

Calamidad<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Una luna mulata se había trepado desde la sonochada en lo alto del cielo. Los cocoteros,<br />

clavados en la tierra como puñales de goma, eran mecidos por la brisa. Cinco negros de<br />

bronce y ébano empujaron suavemente un bote por la arena. En el campanario del pueblo<br />

golpearon las ocho, hora de marineros en cita con el mar Caribe.<br />

Calamidad se ajustó los calzones, respiró fuertemente y abandonó la choza de sus padres,<br />

también él con rumbo hacia la playa.<br />

—No salgas mar afuera –le aconsejó la vieja, arrugada en el umbral como papel con<br />

traza.<br />

—No, mai. Voy al arrecife, cerca de la Matita. A las cuatro te traigo percao…<br />

—Bien, hijo, bien, pero cuídate de la raya. La Diabla no tiene amigos.<br />

Calamidad sonrió. Todos en Boca Chica y en Andrés venían hablando de La Diabla desde<br />

hacía muchos años. Él sólo la vio una noche, casi a cien metros del arrecife, una sombra<br />

monstruosa debajo del agua, que se agitaba velozmente, con los movimientos de una hoja<br />

mecida por los vientos. Eran tan grande que por un instante puso a zozobrar su bote. Después,<br />

sin hacerle caso, había proseguido su camino, cortando las olas y ondeando la cola,<br />

que se asemejaba a un látigo.<br />

—Me cuidaré, mai. Uté sabe que La Diabla no gusta de arena. Ella pasea mar afuera…<br />

—Hasta un día, muchacho. Los animales no diferencian.<br />

Calamidad cruzó la aldehuela, que en esa época era un grupo de bohíos, una docena de<br />

casas de madera frente a la playa y una iglesia pequeñita, como avergonzada de poder ella<br />

sola albergar a Dios. La luna mulata comenzaba a esconderse en las almohadas del horizonte.<br />

Y un viento que llegaba frío de sus rondas vagabundas, estaba golpeando la bahía.<br />

El negro llegó hasta su bote, que de ligero era casi canoa. Lo arrastró al agua, empuñó<br />

los remos y comenzó a bogar. La playa le vio persignarse y rezar un Padre Nuestro. Después,<br />

la noche se lo tragó en su silencio y el mar lo recibió para platicar con él la sempiterna<br />

canción del pescador.<br />

Era Calamidad un mozalbete aún. No conocía de barba ni de amores, ni tampoco de<br />

odios. El hambre no le había tocado y su fe era sencilla como guayaba madura, una creencia<br />

en que alguien ordenaba las puestas de sol y las alzas de la marea, un alguien que Calamidad<br />

no podía explicar por qué era blanco, siendo él tan negro. Por eso a veces soñaba con<br />

un Dios de su color, con quien pudiera conversar más a gusto o pedirle todas las cosas que<br />

andaban enrevesadas en su cerebro.<br />

Cerca de la Matita, isleta que suele parecerse a un buque sin luces que huye por el<br />

mar, Calamidad tiró la red, de la cual extrajo una docena de sardinas, y un erizo. Repetía<br />

217


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

la operación cuando oyó chasquear el agua en forma para él no muy común. Pensó en que<br />

algún pez grande andaba suelto arrecife adentro y no prestó interés. Al rato, sin embargo, una<br />

sombra chata saltó a su diestra. Súbitamente impresionado, Calamidad divisó a La Diabla.<br />

Juguetón y nervioso, el monstruo nadaba sobre los bancos de arena, a punto de vararse en<br />

aquellos parajes de poca profundidad.<br />

—¡Válgame el cielo! –exclamó–: Pues no será bruta… ¿Y qué no sabe que por aquí no<br />

hay agua pa ella?<br />

La raya se había dado vuelta y cruzado velozmente junto a su bote, que se conmovió.<br />

En seguida, dando de latigazos, inició un círculo en derredor de Calamidad.<br />

—¡Guaite con la traviesa! ¿Y qué querrá?<br />

El negro comenzaba a sentir cosquilleos en el estómago. No lo achacó a miedo. La raya<br />

se encontraba en un lugar peligroso de la bahía y Calamidad ni siquiera pensó en trabar<br />

duelo con ella. En él lo que más había era curiosidad. No podía explicarse cómo La Diabla,<br />

terror de pescadores, andaba esa noche en los alrededores de la Matita. Si era cierto que la<br />

marea estaba alta, también lo era que nunca antes se atrevió La Diabla a penetrar la barrera<br />

de los arrecifes e irrumpir en las aguas mansas del litoral.<br />

Calamidad la buscó con ansiedad, pero el selacio había desaparecido. Sólo pececillos<br />

auríferos saltaban, a ratos, en derredor del bote. La bahía había quedado, después de<br />

escaparse la luna, llena de una apacible oscuridad. Las estrellas, las palmeras, la brisa<br />

y el bramido del mar, chocando contra las rocas del arrecife, continuaban su coloquio<br />

sin edad.<br />

Calamidad volvió a tirar la red y esperó. Cuando jalaba de ella, percibió que el fondo<br />

del mar registraba un tono más oscuro, pero todavía no quiso creer. Pensó en tantas cosas<br />

el pobre negro que los brazos se le quedaron fláccidos a ambos lados del pantalón.<br />

—Es verdad –se dijo–; La Diabla está aquí, esperando o descansando junto a mí…<br />

Y Calamidad sopesó, con esa lucidez de los hombres que viven solitarios, la significación<br />

de su aventura: Había pescadores de San Pedro, de La Caleta, de Guayacanes, hasta de<br />

la misma capital, para quienes encontrarse con La Diabla hubiese valido más que la vida.<br />

¡Porque aquella era La Diabla! No podía dudarlo. Esa mota negruzca de tres metros de<br />

circunferencia, con el rabo ondulante a los costados, era la raya famosa.<br />

—Si la toco, me muero –suspiró el negro–; si la dejo ir, no me lo creen. ¡Ayúdame, Santo<br />

Dios!<br />

Y Calamidad hizo la señal de la cruz sobre su frente húmeda. En seguida agarró la lanza<br />

que, a modo de arpón, suelen usar los pescadores de Boca Chica en la pesca y captura de<br />

rayas, y la sujetó nerviosamente.<br />

—¡Si Dios fuera negro! –murmuró–: ¡Entonces sí que me comprendería!<br />

Calamidad volvió a tirar lentamente de la red, para no agitar las aguas. La tenía toda a<br />

bordo cuando se le enganchó un pie en ella. Calamidad tropezó, levantó los brazos inútilmente<br />

y cayó fuera del bote. En seguida se levantó, paralizado de terror. No podía pensar y<br />

rezó una plegaria simple, mientras las olas le lamían suavemente los muslos.<br />

La raya se acercó. La mota de furia y de poder vino a su lado y onduló suavemente entre<br />

él y el bote. Calamidad se veía frente a la muerte y érale trabajoso, en mitad de sus angustias,<br />

comprender cuanto le ocurría.<br />

—Si me libro de este trance –se dijo–, nunca volveré a hablar de ti, Diabla. ¡Aunque me<br />

coma la lengua! ¡Óyeme Dios de los negros, óyeme, negro que estás en la altura…!<br />

218


Hirvieron de pronto las aguas con la arrancada de la raya. Chasqueó su cola una última<br />

vez y La Diabla nadó furiosamente, perdiéndose de vista. Calamidad permaneció inmovilizado<br />

sobre el banco de arena.<br />

Minutos u horas más tarde, el negro subió a su bote y remó hacia el poblado. Amanecía,<br />

pero él no se daba cuenta. Ya los otros botes estaban descansando en la playa y por detrás<br />

de los cocoteros los cangrejos huían de la luz del sol.<br />

Atracó, encaramó su embarcación en la arena y caminó lentamente hacia su casa, sin<br />

molestarse en recoger las sardinas que trajera. La cabeza le daba vueltas y en los ojos había<br />

un brillo nuevo, difícil, como nunca antes tuviera Calamidad.<br />

—Mai –dijo a la madre–, averigüé que nosotros los negros tenemos Dios.<br />

—¡Y cómo no, muchacho! Siempre tuvimos. ¿Pero qué te pasa?<br />

—No pasa na… A mí no me pasa naa…<br />

Hubo otras noches de luna en Boca Chica y Calamidad volvió a hurgar en la bahía su<br />

triste encomienda de sardinas. Llegó, con los años, a convertirse en pescador de mar afuera,<br />

de esos bravos que luchan contra el viento y las olas, de esos hombres para quienes el mar, el<br />

agua y la muerte son sólo hermanos. Y cuando era viejo, alguien le oyó decir, a la callandita,<br />

esta frase que nadie ha podido explicar:<br />

—¿Viste negro, cómo te guardé el secreto?<br />

La gente, que no conoce esta historia, debe pensar que Calamidad no fue más que un<br />

pobre negro loco.<br />

La piedra<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

El mundo de Ernesto fue siempre un mundo fácil y hermoso: Su casita blanca, sus<br />

vacas pardinegras, los mangos frondosos, el algarrobo y el valle estrecho, recortado por<br />

los cerros abruptos y afilados. Casabe y plátanos, a veces carne, los domingos sancocho y<br />

todos los días arroz con habichuelas. En las noches, bajo el rielar de la luna inflada, una<br />

plegaria sin ensayos que Dios recibía sonreído. ¡Hasta aquella mañana en que Ernesto<br />

reparó en la piedra!<br />

La revelación, por insospechada, le estuvo agria, dejándole alma y voluntad en acecho.<br />

Era como si a la bucólica placidez del valle hubiese llegado la tormenta. Durante toda su vida<br />

–recordaba Ernesto– la piedra estuvo clavada en la ladera del monte como una nariz. Bruñido<br />

por los vientos, el peñasco era aquella parte del paisaje que todos guardaban en la hondura del<br />

ojo. Algún cataclismo la movió de la cima, posándola sobre el promontorio, con la seguridad<br />

del granito, eterna como el cielo o la envidia de los hombres. Sin embargo, cuando Ernesto<br />

realmente comprendió a la piedra, la piedra no era la misma.<br />

—Son cosas de la imaginación –había sentenciado su mujer, posada a la vera del arroyo,<br />

golpeando la ropa sobre los guijarros–, la veo igualita que anoche, que el año pasado.<br />

—No, Mischa, esa piedra nos odia.<br />

—¡Alabado sea el Señor, Ernesto! ¿De dónde te sacas semejante entrevero?<br />

—Del corazón, negra; el corazón no me miente. Verás.<br />

La gente cayó en cuenta de inmediato, porque en Ernesto la alegría, los cantos y silbidos,<br />

el sudor cristalino y el andullo se convirtieron en una sola larga mirada triste que de<br />

los pastos y el cafetal se enredaba en la piedra y allí se quedaba, como quien ha visto un<br />

fantasma y no se atreve a decirlo o siquiera confesarlo.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¡Ernesto, Ernesto! –le amonestaban las comadres y la mulata Dolores, el guardia Cirilo y<br />

el ñato Santiago–, vive tu vida y olvida a la piedra, que ella ni tiene alma ni se mete con nadie.<br />

—No puedo –aseguraba Ernesto–, ¡ya pagaría por olvidarme de esa intrusa que nos<br />

quiere tan mal!<br />

Y la piedra parecía gemir en los atardeceres, cantar bajo el sol de agosto, contemplar en<br />

silencio al valle y la casa, a Ernesto, Mischa y los siete negritos con sus siete barrigas y sus<br />

siete ombligos.<br />

Nunca campesino alguno supo hasta dónde llegó la tortura de Ernesto, porque los hombres<br />

que andan sobre la tierra, con los pies encallecidos y las manos duras, son hombres sin<br />

lágrimas, sin miedo, sin ruidos. Sólo el corazón, bien cubierto de pecho, adelantó su ritmo<br />

cuantas veces Ernesto conversó con la piedra.<br />

—Dime, intrusa, ¿quién te cambió la cara? ¿Qué quieres de mí o de los míos? ¿Por qué<br />

no te lanzas al barranco y te haces pedazos? ¡Maldita! Yo era feliz. Vivía tranquilo, sin ambiciones,<br />

sin dolores, sin duelos, sin hambre. ¡Tú has venido a buscarme y tengo frío en el<br />

estómago, pelada del diablo!<br />

La piedra jamás contestó sus denuestos. Sólo a ratos el viento, con sus golpetazos sin<br />

rumbo, la ponía a ulular. Y Ernesto se estremecía de pavor.<br />

Huyó la paz de aquel mundo fácil y hermoso. Las vacas fueron descuidadas, el conuco<br />

y el cafetal quedaron sin mimos y las lianas y los yerbajos desfilaron hasta la puerta misma<br />

de la casita blanca.<br />

—No es posible, no puede ser –suplicaba Mischa– que una piedra venga a desgraciarnos,<br />

Ernesto. Anímate, ¡lucha!<br />

—Déjame, mujer, ¿qué sabes tú de mi infortunio?<br />

Y pasaron los meses. Corroída su alma por el miedo, poseído de sus angustias y enfermo<br />

de pesar, Ernesto se convirtió en una sombra dolorosa, un hálito de hombre para quien la<br />

vida sólo fue sucesión de temblíos, frontera de locura. Era esperar y esperar, convencido<br />

de que la piedra acabaría con él y con los suyos. Pero la piedra no tenía prisas y continuó<br />

clavada en lo alto del monte, como si el valle fuese una presa demasiado fácil para tragarla<br />

sin suplicios o torturas.<br />

En un principio Ernesto, cuando nadie lo veía, trató, apurado y jadeante, de empujar la<br />

piedra hacia la otra vertiente, donde, cayendo, fuera a perderse en el lecho del río. En vano.<br />

Si los siglos no habían podido conmoverla un ápice, ¿cómo iban los brazos y las manos de<br />

Ernesto a trocar la pétrea voluntad del granito? Muchas noches recogió la torrentera el grito<br />

de impotencia: “¡Maldita, maldita!” Luego abandonó toda lucha y se refugió en la angustia,<br />

angustia de ojos hundidos y brazos en postura de lápices usados, angustia de barba zahareña<br />

y piernas vacilantes, como árboles que se han muerto de pie.<br />

Nadie pudo redimir a Ernesto. Ni las amenazas del guardia Cirilo, ni los consejos del<br />

ñato Santiago, ni los besos calientes de Mischa en las noches de luna llena, ni los vaticinios<br />

de la mulata Dolores, para quien el demonio se podía ahuyentar con “un té de yerbabuena,<br />

dos velas en el patio y un puerquito matado en viernes, para que la sangre no caiga sobre<br />

nadie”.<br />

Ernesto envejeció, solitario y misterioso, hablando a solas con los algarrobos y los mangos,<br />

comiendo flores y bañándose en el río, un pobre loco triste que sólo hablaba de su piedra y lo<br />

mucho que ella le odiaba y malquería. ¡Hasta que la gente dejó de hacerle caso y se rió de él!<br />

Los siete negritos con sus siete barrigas y sus siete ombligos –sus hijos– crecieron y se regaron<br />

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por los caminos, en busca de más negritos con más barrigas y más ombligos. La Mischa<br />

envejeció con él, pero hosca y vacía, desconociendo a este Ernesto que ya no le traía flores<br />

del valle ni la trepaba en su potro bayo ni le regalaba amores al oído, cuando el sol se mecía<br />

en el ancho trapecio del cielo.<br />

Y un día Ernesto el loco se murió tranquilamente, en una tarde bermeja, rodeado de<br />

margaritas, con un clavel en la boca, vidriando los ojos en dirección de la piedra y murmurando:<br />

“Que Dios te perdone, que yo te perdono, que no hagas más daño…”<br />

La Mischa lloró sobre el cuerpo del loco Ernesto y unos días más tarde se murió también.<br />

La gente dijo que ella también era loca, aunque la mulata Dolores aseguró que su locura era<br />

sólo de amor por Ernesto.<br />

Y por último, en una mañana cualquiera, en un aguacero cualquiera de los que vienen<br />

sobre la cordillera y se marchan luego arroyos y ríos abajo, la piedra cayó del cerro y arrancó<br />

de sus cimientos a la casita blanca donde fueran felices Ernesto, Mischa y los siete negritos<br />

con las siete barrigas y los siete ombligos.<br />

El charco<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Sobre la limpia superficie del asfalto cayó el primer picotazo. El negro sembrado de<br />

músculos se pasó una mano por la frente. En la esquina el sereno encendió un cigarrillo,<br />

inhaló con la boca abierta y se marchó hacia su casa. Por la orilla del mar pasó un automóvil<br />

y en seguida otro. El sol apuntó su nariz colorada en el cielo lleno de bruma. La ciudad se<br />

desperezaba.<br />

Elsa se apoyó en la ventana y miró al negro que rompía el asfalto. Era su asfalto, el pulido<br />

paño gris que llenaba su calle y que ella cruzaba todos los días. Hoy tendría que ir hasta<br />

la esquina a tomar el ómnibus. Bostezó. Entró al baño. El ronco reloj de la iglesia anunció<br />

que eran las siete. Elsa dejó que el chorro de agua resbalara sobre su cuerpo desnudo. Se<br />

estremeció. El agua de la ducha era su único amante.<br />

El negro sintió la sangre caliente en sus brazos poderosos. El pico se alzaba y caía rítmicamente.<br />

Aquel asfalto era un asfalto blanco y dócil y el pico del negro era un pico lleno de<br />

rabias y de odios y de venganza. El asfalto se fue abriendo y en la llaga quedaron a la luz<br />

cemento y piedra. La piel de la ciudad era una piel sin resistencia.<br />

Elsa saludó al portero, balanceóse coquetonamente y taconeó en la acera. El negro que<br />

rompía el asfalto la miró con curiosidad y demoró el ritmo del pico. Elsa se subió al ómnibus<br />

y comenzó, desde el asiento, la diaria contemplación de calles y plazas, de parques y<br />

gente, de las cosas intestinales de la ciudad. Elsa pensó en que el saludo del portero era la<br />

primera palabra dedicada a su oído desde la tarde anterior. Elsa era también una cosa de<br />

la ciudad.<br />

Cuando Elsa llegó a su oficina, tuvo que pasar ante la mirada vacía del ascensorista, la<br />

mirada idiota de las compañeras, las miradas cansadas de algunos hombrecitos, la mirada<br />

codiciosa de su jefe y la mirada perdida de la mujer que barría los pisos. Después que Elsa<br />

pasó ante todas aquellas miradas, pudo sentarse a su escritorio y comenzar a trabajar. En<br />

seguida Elsa guardó sus pensamientos. Los dejó al lado de una novelita intrascendente que<br />

quería leer, cuando tuviera tiempo.<br />

Fue un día lleno de cartas y de dictados y de calor. Al mediodía tomó café y comió un<br />

sandwich con sabor a resina. Un vaso de agua y un cigarrillo y otra tarde de cartas y de<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

dictados y de miradas que llegaban hasta su rincón, pero que Elsa no sentía. Eran miradas<br />

de la ciudad y Elsa no gustaba de la ciudad. Su pueblo era mucho mejor, pero era un pueblo<br />

que estaba lejos, encaramado en un cerro, sin asfalto, con un novio que no la quería y aun la<br />

engañaba, con un hermano borracho y muchas viejas que la señalaban y la criticaban. Era<br />

un pueblo perdido, como la luna cuando huye entre nubes negras. Era preferible vivir en<br />

esta ciudad de asfalto, llena de miradas y de calles iguales, de gente que se reía sola, como<br />

si sobre el mundo se estuviese oyendo un solo chiste graciosísimo.<br />

Elsa regresó a su calle cuando oscurecía. Otros negros llenos de músculos se habían unido<br />

al primero y varios picos golpeaban ahora al asfalto. Elsa se detuvo y los miró. Pensó que<br />

su asfalto estaba horrible y desfigurado y que aquellos hombres no tenían corazón. Elsa se<br />

encaramó en su ventana, sacó sus pensamientos y quedóse quieta, contemplando la muerte<br />

del asfalto de su calle.<br />

En la noche los negros encendieron luces y cenaron pan y carne sobre los pedazos de<br />

asfalto. Elsa había perdido el apetito. Estaba intrigada con la suerte de su calle y de su asfalto.<br />

Elsa hubiese querido protegerlos de los picotazos, devolverles su tersa fisonomía, su<br />

tranquilidad. Se consoló pensando que quizás el asfalto estaba enfermo y había que sacarle<br />

sus males y curarlo. Elsa era una mujercita desolada y solitaria y sufría siempre con los<br />

sufrimientos de los demás.<br />

Llovió. Las gotas resbalaron sobre las espaldas desnudas de los negros y mojaron el<br />

asfalto, pero no interrumpieron el picoteo ni aliviaron el dolor de la calle revuelta. A medianoche,<br />

cuando Elsa bostezaba un poco, un negro dio un grito de júbilo y de la herida del<br />

asfalto manó un chorro de agua sucia y maloliente.<br />

—Es la cañería central… La de las aguas muertas…<br />

Sus compañeros dieron asentimiento con las cabezas y uno de ellos, que por su tamaño<br />

y su voz disonante debía ser el capataz, ordenó usar los taladros eléctricos para llegar más<br />

pronto a la cañería accidentada. Elsa pensó que era una aorta de la ciudad con mala circulación<br />

y la fosa que abrían los negros le pareció un cáncer, el cáncer del asfalto.<br />

—¡Pobrecito asfalto! –se dijo Elsa, antes de acostarse en su cama sin calor–. ¡Pobrecita<br />

mi calle! Ya nunca será igual.<br />

Elsa se durmió aquella noche con un sueño agitado y en varias ocasiones despertó, como si<br />

fuera en su cabeza que golpearan los taladros y se hundieran los picos de los negros. Recordaba<br />

haber salido nuevamente a la ventana, de madrugada, para ver con asombro que los negros<br />

habían agrandado la fosa, hasta casi cubrir la calle de acera a acera. Y vio también que la fosa<br />

estaba llena de aguas sucias y que los negros, al parecer cansados, comenzaban a marcharse<br />

por la ciudad en silencio, dejando al charco de la calle sin amigos y sin consuelo.<br />

Elsa soñó una última vez, antes de que llegara la mañana, pero fue un sueño que no<br />

pudo recordar después. Seguramente que había vuelto a su pueblo y le había contado a las<br />

viejas chismosas que el asfalto estaba roto. Y a su novio le habló del asfalto, pero él se rió<br />

y Elsa no gustaba de la risa de su novio, porque era una risa engañosa. Elsa decidió, en su<br />

sueño, regresar a la ciudad y ver cómo estaba el asfalto.<br />

Apresuró las diligencias del despertar y bajó a la calle. Los hombres y las mujeres y los<br />

niños dormían todavía y la ciudad no hablaba. El mar, en cambio, estaba cantando a solas,<br />

antes de que el sol viniera con sus luminosidades a llenarle las olas de crestas blancas y la<br />

playa de espuma danzarina. El mar era confidente de las preocupaciones de Elsa, pero no<br />

en aquel día. Elsa sólo quería ver a su asfalto enfermo.<br />

222


Caminó lentamente hacia el charco. Experimentaba cierta voluptuosidad en estar a solas<br />

con él, en hacerle algunas preguntas, que por supuesto el charco iba a dejar sin contestación.<br />

Se llevó una mano a la nariz, evadiendo el olor desagradable. Su calle estaba herida en muy<br />

mala forma. Indudablemente, sufría tanto como Elsa.<br />

Se oyó música en la calle y junto al charco. Era una canción deprimente, la canción de un<br />

hombre que tampoco había dormido. Elsa no pudo tararearla, porque Elsa no sabía cantar. Elsa,<br />

en cambio, había aprendido bien lo único que podía darle su pueblo lejano, la desolación.<br />

Sobre el charco los negros habían colocado un largo tablón, de orilla a orilla. Era como un<br />

puente para cruzarlo, pero en realidad no era un puente necesario, puesto que con bordearlo<br />

se podía fácilmente pasar al otro lado de la calle. Elsa deseó encaramarse en él y cruzar el<br />

charco. Nadie podía ver su gesto infantil, ni nadie se reiría de ella. Además, era su charco,<br />

porque estaba formado de la sangre de su calle y de su asfalto.<br />

Elsa dio los primeros pasos. El tablón era firme y sólido. El agua lo lamía con un chapoteo<br />

imperceptible. Elsa se sintió inmensamente feliz con su travesura. Se sintió dueña del charco<br />

y de la calle y del asfalto y de la ciudad. Elsa pensó que al fin realizaba algo que los hombres<br />

y las mujeres de la ciudad no podían hacer libremente. Y Elsa tropezó.<br />

Cerró los ojos horrorizada y miró hacia el cielo. Pero se vio en mitad de las aguas pútridas<br />

y empezó a hundirse en ellas. Sabía que no podía nadar. En su pueblo, encaramado en<br />

el cerro, nunca vio más agua que la del baño. En el mar Elsa sólo había mojado sus muslos<br />

y se había enjuagado la cara y el pelo. Por eso ahora las aguas del charco se la tragaban definitivamente.<br />

Y Elsa quiso rezar, pero la boca se le llenó de aguas pútridas y el estómago se<br />

le arqueó, sin dejar salir el grito de espanto que venía viajando desde su pecho desolado. Y<br />

Elsa se ahogó en lo hondo del charco, frente a los mudos pedazos de asfalto que los negros<br />

habían arrancado a su calle.<br />

El cuerpo de Elsa flotó solitario, junto al tablón que creyó puente para travesuras. El<br />

negro musculoso fue el primero en verlo y en pregonar su asombro por la calle que se despertaba.<br />

La ciudad poco dijo, porque era una ciudad acostumbrada a encontrar cuerpos de<br />

hombres y mujeres sin historia, perdidos en sus calles o durmiendo para siempre en algún<br />

parque lleno de frondas y de aromas.<br />

El charco lo cerraron después, cuando la cañería fue debidamente reparada. Y los negros<br />

se fueron con sus picos en busca de otros charcos.<br />

Los Pacolola<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

El día en que nació Lola, no se sabe si por coincidencia, subió el precio del cacao en los<br />

mercados internacionales; el día en que nació Paco, quizás por casualidad, faltó vinagre en<br />

todas las tiendas de provisiones de su pueblo.<br />

Lola, hija de hacendado y poetisa, pasó su niñez en Cuernavaca, esa ciudad mexicana<br />

bordada en la falda de la sierra con casitas de tejas rojas, calles retorcidas y música de<br />

mariachis que no duermen nunca. De niña –recuerdan quienes la conocieron bien–. Lola<br />

nunca jugó con muñecas ni tuvo momentos de solaz en el jardín de su casa. Fue, desde<br />

un principio, una criatura venida al mundo única y exclusivamente para usar el paladar.<br />

Y lo usó con tanto deleite que ya a los seis años de edad parecía uno de esos globitos<br />

que se venden en las ferias o en los parques y que si los niños sueltan se van volando<br />

por los cielos.<br />

223


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Paco, hijo de un militar amargado que jamás pasó de teniente y de una acapulqueña<br />

que soñaba con la playa distante, fue confundido al nacer, por su flacura, con un bastón.<br />

Esta flacura, en vez de desaparecer, continuó con los años, hasta perfilarlo por todos lados,<br />

como una varilla de acero. Las comadres de Cuernavaca refieren que un día de lluvia<br />

su madre, colocándole en la cabeza una escoba, lo usó para barrer el patio de las aguas<br />

inundantes.<br />

Paco y Lola fueron a la misma escuela y mientras Paco se chupaba los dedos, quizás<br />

en la creencia de que la saliva era alimento, Lola se relamía con caramelos, indicio de<br />

que la niña era precoz. Paco estudió en Ciudad de México y Lola en Guadalajara, pero<br />

Paco tuvo que abandonar la universidad porque los profesores tenían dificultad en<br />

ver con quién hablaban y Lola regresó de Jalisco porque un alcalde, viejo politicastro<br />

marrullero, consideró que aquella gorda desentonaba con las clásicas bellezas de la<br />

tierra de María Félix.<br />

Y así fue como, jóvenes ambos, Lola y Paco se encontraron en Cuernavaca sin tener<br />

dónde ir y con una amargura infinita hacía la vida y la humanidad en general. Eran dos<br />

jóvenes deformes, pero con dos corazones de oro.<br />

Vivían relativamente tranquilos, Lola engullendo bombones en cantidades astronómicas<br />

y Paco chupándose los dedos o tocando una guitarra que le regalara un tío compasivo,<br />

por ver si el muchacho se agarraba en algo y el viento no se lo llevaba hasta la cumbre del<br />

Popocatepelt.<br />

Un día murieron los padres de ambos. Lola puso, con el dinero heredado, una confitería<br />

especializada en bombones. Paco, casi en la misma calle, montó una tienda de alfileres,<br />

negocio cómodo para él porque podía confundirse con la mercancía cuantas veces algún<br />

amigo o acreedor venía a conversarle.<br />

Lola siguió engordando hasta convertirse en una curiosidad turística que los norteamericanos<br />

retrataban tan pronto llegaban a Cuernavaca y Paco enflaqueció más todavía,<br />

acercándose peligrosamente a la invisibilidad. De ahí que los guías comenzaron a llamar a la<br />

calle de los dos infortunados como la de los Pacolola. Luego alguien compuso una canción<br />

ranchera acerca de un elefante y un puñal y la gente en seguida la denominó el Canto de<br />

los Pacolola.<br />

–Aquí –le anunciaban a uno en los grandes hoteles de Ciudad de México–, después de<br />

ver las pirámides, hay que ver a los Pacolola.<br />

—¿Y eso qué ser…? —preguntaban los gringos.<br />

—Pues la mujer más gorda del mundo y el hombre más flaco, más requeteflaco de México<br />

y del mundo, mano… –solían decir los cicerones de las agencias turísticas.<br />

Pasaron los años y con ellos crecieron las hacendillas de Paco y Lola hasta convertirse<br />

en verdaderas fortunas, la fama de los dos desgraciados y un sentimiento de mutua comprensión<br />

y ayuda entre ambos, cada vez más señalados por el infortunio de la curiosidad<br />

populachera.<br />

Una noche de diciembre Lola, vestida y acicalada para irse a la iglesia y rezar una salve,<br />

tropezó con Paco, que venía de ver en el cine una película de vaqueros.<br />

—Lola, ¡está usted rechula!<br />

—Vamos, Paco, lo que estoy es muy gorda.<br />

—No, Lola, se ve usted esta noche pero que muy bien…<br />

—Ándele, Paco, y no sea mentiroso. ¿Está tomado?<br />

224


Y el diálogo, sin ellos darse cuenta, los llevó por las callejas y los empujó hasta la plaza,<br />

donde no repararon en el saludo de amigos y amigas, ni en la luna, chata y pícara, que desde<br />

el cielo quería también enterarse de la conversación.<br />

Paco y Lola se casaron un mes más tarde, con el beneplácito del síndico, del alcalde y<br />

del gobernador. Y del cura y del jefe de los mariachis de Morelos. Y de las palomas, que en<br />

bandadas revoltosas, concurrieron al atrio de la iglesia a ver a la gorda y al flaco uniendo sus<br />

tristes destinos. Fue un acto conmovedor, pero no hubiese resultado memorable si el señor<br />

cura, al pronunciar las palabras bíblicas, no se equivocara, preguntando a Paco:<br />

—Paco del Castañedo, ¿toma usted a este globo, digo, a esta mujer, como su legítima<br />

esposa…?<br />

Pero Paco, inmortalizándose, como Romeo o como Fausto, replicó:<br />

—Sí, padre, la tomo, aunque usted la crea un globo.<br />

Y volvieron a transcurrir los meses y los años, registrándose un curiosísimo fenómeno:<br />

Paco comenzó a engordar y Lola a perder peso. En un principio la gente no se dio cuenta,<br />

hasta que un turista señaló con desagrado:<br />

—Estos Pacolola son puro cuento… Ninguno excepcional.<br />

Y Cuernavaca entera cayó en cuenta de que, en efecto, el amor había transformado en<br />

tal forma a los esposos, que ya no eran el hombre más flaco de México ni la mujer más gorda<br />

del mundo. Y ni siquiera de Morelos, pues con los tacos y las tortillitas y los huacamoles,<br />

mujeres más rechonchitas existían que Lola y hombres más verdes y más flácidos que Paco<br />

se consumían en los bancos de la plaza.<br />

Perdieron pues los Pacolola su fama internacional y huyeron de su callejuela los turistas,<br />

algunos de los cuales, con detrimento del fisco de Cuernavaca, continuaban, sin detenerse,<br />

hacia Tasco o Acapulco.<br />

Mas en la casita bermeja donde Paco y Lola tenían su nido de amor, una pandilla de<br />

mocosos y mocosas atestiguaba que aquel matrimonio era feliz y que el mundo ni las gentes<br />

les interesaban un bledo.<br />

—Es que, manito –decía un político con ambición de llegar a diputado– no sabemos<br />

organizar el turismo en este país. Hemos abandonado a los Pacolola a su suerte, en vez de<br />

resguardarlos en jaulas, para la admiración del mundo entero.<br />

Claro está que algunas de las hijas de los Pacolola engullen bombones y pastelería que<br />

da miedo y unos cuantos de los hijos se chupan el dedo, pero de nada les vale. La posteridad<br />

sólo recordará a sus padres, a Paco y a Lola, a él por ser el hombre más flaco de México,<br />

cuando era soltero, y a ella por ser la mujer más gorda del mundo, también cuando soltera.<br />

Porque la verdad es que el matrimonio, con todas sus ventajas, aplana a hombres y mujeres<br />

en un anonimato que da lástima.<br />

Curiosidad<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

En el tejado oscuro el gato se movió con lentitud y miró hacia la ventana donde estaba<br />

el hombre fumando el cigarrillo. La ciudad seguía iluminada, llena de ruidos que comenzaban<br />

a morirse en la noche calurosa de verano. Un humo pardo y vacío llegaba por el cielo<br />

y se desdoblaba sobre los álamos y en los estanques del bosque. El gato se acurrucó en el<br />

alero y bostezó. El hombre de la ventana tiró a la calle su cigarrillo y apuró un trago largo<br />

de whiskey.<br />

225


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Un taxi se detuvo en la esquina y de él descendió una mujer. Era una mujer apresurada<br />

y una mujer nerviosa y tenía, además, la ecuación del miedo en los ojos azules. Si aquella<br />

mujer no hubiera sido la amiga del hombre de la ventana, su figura se hubiese quedado<br />

tranquilamente en la calle o su taconeo, que ya avanzaba hacia el zaguán, hubiera seguido<br />

en la sombra, hasta perderse a la vuelta de la esquina.<br />

La mujer apresurada se entró por la puerta y tomó el ascensor. Alguien escuchaba, detrás<br />

de una pared, un disco gastado de Bach. Y alguien más, en otro lugar de la casa, se reía con<br />

una risa galopante, como el tableteo de una ametralladora.<br />

Al cuarto llegó primero su perfume, que el hombre agarró en la nariz y lo guardó en<br />

el pecho. En seguida estuvo su cuerpo, un cuerpo mordido de deseos y tembloroso, con el<br />

temblor de una tierra movediza.<br />

—¡Amado mío!<br />

—¡Idolatrada!<br />

Los amantes no eran originales y cambiaron en un abrazo su ausencia de palabras.<br />

El gato permanecía en el alero. El gato presentía que su enemigo el perro no estaba muy<br />

lejos y todo lo relativo al perro tenía suma gravedad. Los amantes se asomaron a la<br />

ventana, tomados de las manos. Era una situación a la que el gato estaba absolutamente<br />

acostumbrado.<br />

La música de Bach era ahora música de Beethoven y la risa de ametralladora fue una<br />

blasfemia incontenible que trepidó en el alero donde se acurrucaba el gato. La ciudad<br />

comenzaba a apagarse, con bastante sueño. El humo pardo y vacío se tornaba negro,<br />

pero eso era porque la ciudad perdía sus luces y no porque el humo hubiese dejado de<br />

ser pardo.<br />

Los amantes decidieron besarse. Comenzaron con un beso tímido que se desfloró a flor<br />

de labios, un beso tranquilo como el agua de los estanques del bosque. La mujer no gustó del<br />

beso tranquilo y se sonrió. El hombre comprendió aquella sonrisa y cambió el beso tranquilo<br />

por un beso fuerte y húmedo.<br />

Duró mucho aquel beso, tanto que los amantes tuvieron tiempo de pensar y aun de<br />

recordar. Los pensamientos fueron bastante comunes, los recuerdos bastante cursis, pero<br />

los amantes no conocían nada mejor. El hombre estuvo convencido de que al fin lograría la<br />

posesión de aquella mujer hermosísima. La mujer achacó a curiosidad el encontrarse allí y<br />

en aquella situación de desprendimiento. Era suficiente.<br />

Cuando se conocieron, en una fiesta olvidada ya, el hombre tuvo para ella frases galantes<br />

que producían cosquillas. Ella había mirado a su esposo y el esposo conversaba con<br />

otra mujer, muchísimo menos elegante que ella. Por eso la mujer había decidido escuchar<br />

las frases galantes.<br />

Días después se encontraron a la salida de un cinema. Tomaron té en un salón muy<br />

chic y allí él repitió las frases galantes, mientras tomaba una y otra vez sus manos, que se<br />

resistían. Prefirió no decir nada al esposo, porque no hubiese comprendido que tomar las<br />

manos no es cosa importante.<br />

Continuaron los encuentros y el hombre arreciaba las palabras y hasta llegó a pronunciarlas<br />

muy quedamente, como gotas de agua en la misma orilla de sus oídos atentos. Eran<br />

palabras, indudablemente, que ella no había escuchado en los labios de su marido. A pesar<br />

de que ella se sentía gozosa como una gatita cuando, en las noches, su marido la besaba con<br />

rabia y la hacía dormir agotada.<br />

226


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Después el hombre de mundo la llevó a su departamento y oyeron ambos música romántica,<br />

música apropiada para sorber menta y fumar cigarrillos rubios, llenos de un humo<br />

que subía voluptuosamente hasta el techo y se quedaba tranquilo, como una nube haciendo<br />

la siesta. Era la de ellos una amistad de gente complicada, o de gente aburrida, y la mujer<br />

comenzó a gozar con aquellos encuentros inocentes. Además, en el matrimonio no había<br />

tiempo para pasar las tardes con el marido bebiendo menta y fumando cigarrillos rubios.<br />

El marido, al menos el suyo, sólo hablaba de negocios y ella, para desquitarse, sólo hablaba<br />

de sus hijitos, que eran hijitos de los dos.<br />

La mujer empezó a temblar. Era un temblor muy raro y las rodillas quedaron flojas y en<br />

las mejillas se prendió un color de rosa que casi era el sangrante de una puesta de sol. A ella<br />

le pareció que era la puesta de un sol de verano, porque el aliento del hombre salía caliente<br />

y pesado, como en una garganta que no ha bebido agua en muchos días.<br />

—¡Dé jame! –dijo la mujer, arreglándose el desaliño del vestido y yendo a sentarse en el sofá.<br />

—¡No! –contestó él, mientras pensaba que aquello era muy aburrido. La entrega no podía<br />

demorarse una noche más. Para el hombre la virtud era una prenda incómoda y aquella<br />

mujer la había usado.<br />

Los besos fueron esta vez más largos y húmedos. Y el abrazo se extendió sobre los dos,<br />

arropándoles en una mortaja que no dejaba pasar los ruidos de la ciudad, la música de Beethoven,<br />

la risa convertida en blasfemia y el maullar del gato en acecho.<br />

La luz de la ventana del cuarto donde el hombre había fumado cigarrillos se apagó y una<br />

brisa refrescante movió las cortinas. La mujer cerró los ojos, no obstante haberse apagado<br />

la luz. Así, nadie la vio desnuda, arqueada e impúdica, sofocada como una bestiezuela. El<br />

hombre la cubrió con sus caricias y ambos corrieron por una selva en llamas, en mitad de<br />

las explosiones de un volcán.<br />

El hombre volvió primero, porque había perdido el interés unos minutos atrás. La mujer<br />

se vio vestida nuevamente, tan cansada que le dolían los párpados, aun estando los párpados<br />

humedecidos por una que otra lágrima. Pero como eran lágrimas de la casualidad,<br />

el hombre creyó oportuno ofrecerle un coñac. El coñac, para aquel hombre, era la bebida<br />

apropiada en todos los finales.<br />

—¡Déjame! –repitió ella. Y él no la escuchó, porque era una palabra gastada en su departamento<br />

de mundano.<br />

Sobre la ciudad la noche envejecía con ruidos muertos sobre los hombres y las mujeres<br />

y los niños y unos pocos viejos. Y algunos amantes, como los vecinos del gato, que todavía<br />

esperaba la aparición del perro, su enemigo.<br />

—No volveremos a vernos –sentenció la mujer, dibujando el rouge en su carita inocente.<br />

El hombre no esperó respuesta, porque de memoria sabía que todas las mujeres regresaban,<br />

que la caída es una sola. Y sin embargo, tuvo un escalofrío y remiró a su amante. Ella<br />

estaba en la puerta, observándole fría e imperturbablemente.<br />

—¿Qué te sucede? –le preguntó.<br />

Ella siguió en silencio. Del alero del tejado brotó un maullido desconsolador y se pudo<br />

ver al gato huyendo por entre las chimeneas, rumbo al abismo.<br />

—¿Qué te sucede? –repitió el hombre.<br />

La mujer se levantó y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, se volvió hacia él y dijo,<br />

antes de salir:<br />

—No valía la pena. ¡Prefiero a mi marido!<br />

227


El hombre no contestó. Regresó al balcón y encendió un cigarrillo. Desde allí vio al taxi doblando<br />

la esquina. Y vio también al gato, que volvía del abismo y se disponía a dormir, acurrucado<br />

en el alero, como una cuchara de sombra en el festín de la noche. El hombre bostezó.<br />

La sombra en el cerro<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Mi tierra es una isla, grande y hermosa, clavada en la mitad del Mar Caribe, en el corazón<br />

de América. Es tierra roja y tierra verde, alzada en montañas y dormida en playas, es la tierra<br />

donde los taínos dieron batalla al conquistador europeo y donde vive hoy un pueblo con su<br />

historia, su trabajo, sus amores y sus leyendas. Este relato me lo hizo mi abuela, anciana a<br />

quien nunca olvidaré, en una tarde de sol, cuando yo, niño todavía, vacilaba, reía o lloraba<br />

ante su rostro arrugado o sus manos que sólo me brindaron amor y sosiego:<br />

En el macizo de nuestra cordillera central, donde el trópico se enfría con la altura y los<br />

valles se cuajan en pinares, vivió el negro Sebastián. Era un gigante de cráneo oblongo, ojillos<br />

tristes y unos brazos tan largos que nunca sabía dónde tenerlos. Era también bueno, de<br />

una bondad que no conocía límites y que se prodigó sobre cuantos le trataron o le pidieron<br />

alguna vez un favor, que fueron los más.<br />

Sebastián nació en los bosques aledaños a Constanza, en bohío de yaguas prendido al<br />

monte como una estrella al cielo. Infante aún solía perdérsele a la madre por los barrancos,<br />

confundiéndose el azabache de su cuerpo con los troncos de árboles centenarios. El frío de<br />

las heladas y el hervor del sol quisqueyano le endurecieron la piel; y los pies, de corrotear<br />

por los espinares, se le convirtieron en garras. ¡Era hermoso el negro Sebastián!<br />

—Los niños como tú –díjole la madre muchas veces– debían nacer con otro color del<br />

que tu padre y yo te dimos.<br />

—No, mamá, no diga eso –respondía él– que me gusta ser negrito.<br />

Y así, feliz y montaraz, Sebastián vivió sus primeros años en esa cándida existencia del<br />

campesino, gozador de la naturaleza sin saber que es el mejor regalo de Dios. La tragedia,<br />

sin embargo, matizó su vida en forma imborrable.<br />

Vivía Sebastián frente a un cerro en cuya cumbre balanceábanse los pinares en danza<br />

continua con el viento. De él lograba su padre el diario sustento, cortando troncos y vendiendo<br />

tablones de pino en los villorrios del Cibao. Pero una tarde fría de diciembre trajeron al<br />

leñador con una herida en el vientre de la que murió horas más tarde, en mitad del llanto<br />

de esposa, familiares y vecinos. Y una anciana pronunció, ante el cadáver, las palabras que<br />

nunca olvidaría Sebastián.<br />

—Es la sombra del cerro que lo mató. ¡Sombra maldita! –había dicho la vieja persignándose.<br />

El niño, días más tarde, preguntó a la madre:<br />

—¿Dónde está la sombra que mató a papá?<br />

—¡Yo qué sé, déjame en paz! Búscala tú, muchacho.<br />

Y en sus horas vacías, encaramado en un montículo o corriendo por los senderillos, Sebastián<br />

evitaba pensar en el cerro que dominaba el pueblo con su mole redonda y maciza.<br />

En un principio fue un temor leve que le causaba temblores en piernas y brazos; luego, a<br />

medida que crecía, fue un odio caliente hacia aquella montaña que, llevándose al padre,<br />

robara de su infancia la protección, el afecto, el amor duro y necesario del progenitor.<br />

Sebastián trabajó desde los diez años. Había que llevar yuca, arroz y café para el sustento<br />

de la madre que se destrozaba las manos lavando en el río, era necesario llenar las barrigas<br />

228


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

redondas. Así, Sebastián aprendió a montar en caballejos de estampa esquelética y guiar el<br />

hato de ganado de un ricachón con finca en las proximidades del pueblo. Eran diez horas<br />

diarias de gritos, sudor y andanzas por el bosque. El niño se hacía hombre, pero sin jamás<br />

subir al cerro donde muriera el padre.<br />

—Te estás haciendo cobarde –decíale la madre–; a tu padre en el cielo le debes causar<br />

náuseas.<br />

Y era más que miedo aquella sensación cosquilleante de Sebastián. En su cerebro de lentos<br />

movimientos la montaña se había convertido en algo lleno de misterio y aun de espanto. Bastaba,<br />

por ejemplo, que tronara en la cordillera para que Sebastián se refugiara en alguna cueva<br />

y se tendiera en el suelo, trémulo de sollozos, con lagrimones que le agriaban la boca.<br />

La gente, en sus parlerías nocturnas ante las jumiadoras, hizo de sus cuitas una sabrosa<br />

historia, un chisme que llegó a los últimos confines de la región. Y Sebastián, a los veinte años,<br />

tuvo la denigrante reputación de cobarde, tal y como su madre lo presintiera. Comenzaron<br />

unos a abusar de él con palabras y otros con la acción. Fue, desde entonces, un pobre negro<br />

a quien nadie dio importancia, al menos la importancia que los hombres, como los animales<br />

en un rebaño, prestan siempre a aquél de ellos que se impone por la astucia, el talento o la<br />

fuerza todopoderosa de los puños.<br />

Sebastián el negro comenzó a languidecer, a mustiarse en su infortunio. La flacura le<br />

sacó los huesos al nivel de la piel, le hundió los ojillos y le brotó los pómulos. Sebastián fue<br />

un árbol roto en el río del miedo.<br />

Así las cosas arribó al villorrio, en noche de luna chata, la mulata Mariela, con sus caderas<br />

de mariposa y su cintura de alfanje, con sus desparpajos y su impudicia, con su salerosa<br />

actitud de hembra que todo lo puede. Y la Mariela, que conocía muchos bravos, se enamoró<br />

del negro Sebastián. Fue el suyo un amor terremótico, una pasión de esas que consumen al<br />

ser humano como vela de entierro en brisa mañanera. A la semana de ver pasar a Sebastián<br />

camino de los potreros, la Mariela se le acercó y lo trabó en conversación.<br />

—¿Conque me dicen que tú eres el que no sube al cerro? –le dijo, a modo de saludo.<br />

Sebastián, que ni tiempo había tenido para mirarse en ojos de moza, sintió como si un<br />

alfiler le pinchara el pecho.<br />

—¿Qué te importa? –contestó, vengativo, sin que el rubor pudiera brotar a su piel de<br />

cacao viejo.<br />

—¡Ah, negro, me das risa! –y con una mueca le dejó plantado.<br />

Ese día Sebastián se cayó del caballo, comió menos que de costumbre, lo que es decir, no comió<br />

nada, y al volver a su hamaca, al atardecer, se petrificó frente a la montaña, con unos ojos quemados<br />

por las lágrimas. “¡Pobre de mí!” –pensó. “Ayúdame, Dios, que ya no aguanto más”.<br />

Serían las tres de la madrugada. Un resplandor argentaba el cerro y las tripadas de sus<br />

farallones. Sólo el viento gemía por entre los pinares. Sebastián se levantó y descalzo, de<br />

pecho desnudo, cruzó el poblado y caminó. No sabía si rezaba o si maldecía. En sus oídos,<br />

como aldabonazos, resonaban las palabras de Mariela: “¡Ay, negro, me das risa!”<br />

Sebastián comenzó a trepar el senderillo vagabundo por donde, año atrás, habían bajado<br />

el cadáver de su padre. El miedo, sólido ahora, se le entraba por el corazón y le cortaba el<br />

aliento en pedacitos, pero siguió adelante. Llegó a un bolinguín natural que la hierba había<br />

formado en la ladera siniestra del monte y se detuvo, ya jadeante. Allí oyó el grito que le<br />

petrificó. Fue un aullido, una ululación que, débil en un principio, creció luego hasta ensordecerlo.<br />

Quiso huir cuando, casi quemándole la nuca, el aliento de Mariela provocóle:<br />

229


—Estoy contigo, ¡sigue!<br />

Sebastián se volvió, incrédulo. La mulata estaba allí, también temblorosa, como él. Se<br />

miraron frente a frente y ella le tomó de la mano. Caminaron. El grito salvaje no se había<br />

repetido y Sebastián, por la primera vez en su vida, sentía desaparecer de su cuerpo los<br />

temblíos. Le pareció, de pronto, que el cerro, aun siendo aterrador, era un poquito menos<br />

esa noche.<br />

—Llévame a la cumbre, negro –invitó ella–, quiero ver la luna desde lo alto del monte.<br />

Y treparon y treparon… La noche agonizaba en el horizonte cuando Sebastián y la mulata<br />

Mariela, cansados hasta una eternidad, llegaban al más alto promontorio del cerro. Allí,<br />

silenciosos, huérfanos de energía, estuvieron los dos un largo rato sin pronunciar palabra.<br />

—¿En qué piensas? –preguntóle ella al fin.<br />

—En nada…, en todo.<br />

—Sebastián, ¿y la sombra del cerro?<br />

—No la vi, Mariela, ¿pero y el grito?<br />

—Estaba en tu cabeza, en la mía. La oyó nuestro miedo.<br />

—Bésame, negro. ¡Dame un beso en la boca!<br />

Ella tuvo que agarrarlo, poniendo sus manos en la espalda dura y desnuda, hasta hacer<br />

que los labios se juntaran. Sebastián se estremeció. El beso primero se prolongaba en otros<br />

y los ojos de entrambos se cerraban. La mañana comenzaba a explotar en los cielos.<br />

Después descendieron lentamente, de vuelta al villorrio, por los trillos dormidos de<br />

hojarasca, coreados por ruiseñores, y vigilados por las yaguasas y las palomas. La soledad,<br />

en adelante, estaría construida para ellos con un recuerdo; el amor sería, mientras viviesen,<br />

un beso húmedo en la cumbre de un cerro sin sombras.<br />

Caminaron entre los primeros ranchos, por una angosta callejuela. Mariela le soltó de<br />

la mano y antes de entrar a su bohío se despidió:<br />

—Hasta luego, Sebastián, mi negro guapo…<br />

El se bamboleó indeciso y prosiguió, ahora riéndose solo, entre el asombro de las comadres<br />

y el gorjeo de los chiquillos. Luego, a su madre que lo esperaba angustiada, sólo dijo:<br />

—Mamá, mamacita del alma, he subido al cerro. ¡Ya no tengo miedo!<br />

—¿No te lo decía? –replicóle ella, con alborozo.<br />

—Sí, madre, las sombras no matan. El viejo murió trabajando. Los hombres no pueden<br />

ser cobardes…<br />

Han pasado muchos años desde que Mamá Teresa, mi abuela, me hiciera este cuento.<br />

Como yo era niño, ella nunca me dijo que Mariela besara a Sebastián, pero añadió, como en<br />

todos los cuentos, que el negro y la mulata vivieron felices. Sin embargo a mí, con Greene,<br />

se me ocurre que siempre, dondequiera, hay un hombre que llora en una torre, la torre de<br />

la soledad y de la desesperación, hasta que un amor de mujer lo libera de sus angustias o<br />

de la sombra en el cerro, como liberó Mariela a Sebastián.<br />

Los muertos quietos<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Era una bandeja de plata en el rielar de la luna el cayuco de Vale Juan. El bosque se mecía<br />

blandamente con los ábregos y allende las torrenteras, donde terminaban los pinares, se<br />

abría el valle de la Vega Real como un abanico al que las jumiadoras en los bohíos motearan<br />

de lentejuelas. ¡Era la noche grande y definitiva para Vale Juan!<br />

230


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

El negro, enroscado en la proa, respiró hondamente, mientras el sudor le bañaba<br />

frente y tórax. Los brazos, largos y felinos, se entraron en el agua y bogaron sin ruido,<br />

cual si al cayuco le hubiesen salido garras. Los labios, de vez en vez, runrunearon palabras<br />

quedas, válvulas en mitad de los salivazos de andullo. Pedrico, en la popa, habló<br />

primero:<br />

—¡Vuélvase, Vale, que esto no tiene remedio!<br />

—Lo tendrá –replicó el otro– porque entonces mejor es no andar vivos.<br />

Pedrico no conocía el miedo. Lo había perdido años atrás en mitad de las sabanas, encaramado<br />

en los potros, siempre en pos del Vale Juan. Pero lo de esa noche era suicidio y<br />

ambos lo sabían. Dos hombres solos, acosados y perseguidos, ¿qué podían hacer?<br />

Pedrico recordó lo que entrambos realizaran con la vida. De niños, de adolescentes,<br />

de jóvenes, el juego de la guerra los atrajo como una droga. Comenzaron sin darse cuenta,<br />

siguiendo un día a un grupo de campesinos que se iba, armado de machetes, a defender<br />

sus tierras. Después, dominada esa revuelta, vino otra y otra más, y luego, con los años, la<br />

historia sangrienta del país que no se redimía fue la de ellos también, fue polvo y sudor y<br />

sangre y hambre; y cansancio de andar a tiros en mitad de sinrazones.<br />

Así, volvieron al pueblo. Nada pedían a Dios sino paz, un techo, un pedazo de pan y una<br />

hamaca para construir sueños. Los dos casaron tempranamente, formando hogares donde el<br />

amor fue dueño de las noches y el trabajo de los días. Vale Juan y Pedrico, sin ser mejores que<br />

otros campesinos, fueron, sin embargo, los dos más bravos de la comarca entera.<br />

Quizás debióse a eso que los revolucionarios cebaran su saña en ambos. En noche brumosa<br />

cayeron sobre el pueblecito, saqueando e incendiando en minutos todo cuanto estuvo<br />

en su paso. A Vale Juan y a Pedrico no les quedó más que olor a metralla y la sangre de los<br />

suyos en las manos. Sin lágrimas, porque el dolor que ha sido presentido está demasiado<br />

hondo para mostrarse en el rostro, los dos compadres se unieron a otros ultrajados y marcharon<br />

por los montes tras los asesinos. Cuando al fin se toparon con ellos, los rifles derribaron<br />

amigos como a árboles en un ciclón y sólo Vale Juan y Pedrico habían quedado vivos, para<br />

agrandar la venganza y no poder dormir.<br />

—¡Volvamos! –repitió Pedrico.<br />

—Digo que no –susurró Vale Juan–, y le repito que usted puede volverse. A mí tienen<br />

que matarme.<br />

Quedaron flotando las palabras. Pedrico, sin interrumpir el rítmico movimiento del<br />

remo, frunció la frente y rezongó:<br />

—No, Vale, o los dos o ninguno. ¡Eche pa adelante!<br />

Relampagueó. Un trueno se fue de bruces hasta el horizonte y se encaramó en la luna.<br />

Mientras las chicharras gritaban sus nostalgias, llegaron a las torrenteras. De un golpe rápido<br />

en el agua, Vale Juan empujó el cayuco hacia la ribera y lo escondió en el matorral.<br />

—Allí están –murmuró, señalando con la barbilla a luces débiles que se entreveían a<br />

un centenar de metros. A los oídos llegó el tañer de una guitarra y voces de hombres que<br />

discutían. Los dos negros, arrastrándose, iniciaron el avance, como raíces que al crecer se<br />

van moviendo en la selva. El andullo se amargaba en la boca del Vale Juan y las espinas, al<br />

clavársele en el pecho, en los brazos y en el rostro, no dolían ni quemaban, que no puede<br />

haber sensación cuando el alma anda empecinada en emociones.<br />

Se iban acercando. Los hombres tomaban formas concisas en derredor de una hoguera,<br />

las jumiadoras olían a esa distancia y la guitarra resumó lascivias en una canción de burdel.<br />

231


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

El campamento de los saqueadores celebraba su último crimen. Y Vale Juan y Pedrico estuvieron,<br />

de pronto, en el límite de la espesura, a varios alientos de la venganza.<br />

—¿Y ahora? –preguntó Pedrico.<br />

—Ahora nos aguantamos y pensamos –contestó el otro–, que Dios es grande…<br />

Sentía Vale Juan que la angustia, sólida, arqueante como un vómito, le subía por el<br />

esófago y se le prendía en el paladar. Cerró los ojos y pudo ver a su mujer, dormida por los<br />

balazos, rumbo a la eternidad, suplicando que perdonara. Y vio a los hijitos, desparramados<br />

como muñecos rotos, huérfanos de risas ante la muerte, y Vale Juan tuvo ganas tremendas<br />

de llorar. Se palpó el calzón y bajo él el cuchillo y en el cuchillo se le calentó la mano como<br />

en una caricia.<br />

—¡Malditos! ¡Malditos mil veces! –sollozó–. Os tengo que matar a todos para yo poder<br />

vivir.<br />

—¿Qué le pasa, compadre? –preguntó Pedrico. El compañero no pudo responder. Las<br />

lágrimas de macho salen sin ruido, jamás con prisas. Pedrico tuvo temblíos en su cráneo<br />

de coco maduro.<br />

Transcurrieron horas interminables. En el campamento crecía la borrachera y con ella la<br />

alegría y los desenfrenos. Habían llegado mujeres, negras vestidas de percal, mulatas aceitadas<br />

y ampulosas y la guitarra, los timbales y el balsié atacaban los merengues con compases<br />

rápidos, llenos de sudor y de ron. La luna, fatigada de tramontar, huyó tras las sierras. Ahora<br />

se acercaba la tormenta, queriendo llegar antes que el sol de la mañana. Grandes saetazos<br />

de luz ametrallaron el cielo, barridos luego por el bramar de los truenos.<br />

—Va a aclarar –advirtió Pedrico–, decidamos, Vale.<br />

—Rece, compadre, rece, que en seguida nos tiramos al degüello.<br />

—Entonces nos morimos –y en la voz de Pedrico hubo cansancio, hastío de estar vivo,<br />

deseo de terminar, sed de sangre, hambre de muerte…<br />

—Nos morimos, si la Virgen del Cerro 1 así lo quiere –sentenció Vale Juan.<br />

Por las fisuras del bosque inicióse el danzar de la lluvia. Gotas flacas primero, rechonchas<br />

después, comenzaron a patinar en la hojarasca. Gallos lejanos interrumpieron sus buenos<br />

días mientras las sombras emprendían retirada. Los dos negros, aplanados y rígidos, reconocieron<br />

a nuevos latidos en los corazones. Vale Juan arqueó las piernas, extendió la mano<br />

diestra en la que ya ondeaba el cuchillo y dio de pronto un grito salvaje, agudo, como el de<br />

la bestia que va al sacrificio.<br />

—¡Ahoraaa! –gritó, mientras corrían hacia el campamento, donde nadie los esperaba.<br />

Los dos primeros en volverse hacia los negros no tuvieron tiempo de respirar, cayendo<br />

ovillados en la hierba. Vale Juan saltaba como un simio; Pedrico le seguía, asestando puñaladas<br />

que todavía la música del merengue no descubría.<br />

Pero repentinamente, asaltantes y asaltados quedaron rígidos. Fue una fracción de<br />

segundo o un segundo largo como siglo. En los pies la tierra había comenzado a bailar<br />

grotescamente y un bramido se levantó de la espesura.<br />

—¡Tiembra, tiembla! –gritaron hombres y mujeres.<br />

El bosque se alzaba como una bandera, los árboles se reunían y separaban, el río se salía<br />

de cauce, grietas oscuras rajaban el monte y succionaban lluvia y hombres, empavorecidos<br />

hombres y mujeres, tragados en la mueca de la naturaleza desbocada.<br />

1 La Virgen del Santo Cerro, imagen existente en un santuario de la Cordillera Central de la República Dominicana.<br />

232


—Virgencita mía –dijo Pedrico, arrodillándose–, ¡perdónanos!<br />

—¡Dios! –rugió Vale Juan–, déjame terminar con ellos…<br />

Pero el terremoto continuaba con mayor bastedad, desjarretando la savia de la tierra.<br />

Los borrachos caían en las zanjas, chocaban contra los troncos de los árboles, huían en vano.<br />

En un minuto sólo quedaron unos pocos, petrificados en el suelo por el terror. Y esos miraban<br />

a Vale Juan sin comprender. El cuchillo del negro también temblaba, pero de rabia, de<br />

desesperación, de impotencia.<br />

Sonó un tiro seco. Vale Juan abrió la boca y vidrió los ojos. En seguida se fue desplomando,<br />

como un ceibo abatido por un rayo. Después, el negro quedó muerto, de cara a la<br />

lluvia que le agrandaba la sangre sobre la tetilla, un muerto quieto y vencido, como todos<br />

los muertos, como todos los hombres que acaban de pronto su angustia y entran por la<br />

puerta de la eternidad.<br />

Pedrico corrió hacia su amigo, se abrazó al tórax de azabache y gimeteó sollozos que<br />

parecían de niño.<br />

—Pobre Vale Juan! –lloró–. ¡Pobre Vale Juan! Que Dios te perdone, como a mí…<br />

También le abatieron de un balazo. La tierra fatigada tornó a tranquilizarse, y la lluvia,<br />

amurallada en catarata, siguió cayendo con su canción aguanosa. A lo lejos, en la serranía,<br />

el sol no pudo alumbrar la sangrienta mañana de los muertos quietos.<br />

Shirma<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Allá encima del nevado, donde el hielo era transparente y las nubes revoloteaban en<br />

escuadrones, se clavaban, mañana a mañana, las miradas de Osvaldo el pintor. No podía<br />

evitarlo. Cuando, vuelto de sueños donde miles de paisajes celebraban danzas multicolores,<br />

Osvaldo abría la ventana y tragaba el aire de la sierra, la montaña siempre le hacía una mueca<br />

burlona y le invitaba a vivir. Era desafío y requiebro, intimación y huída.<br />

—Alguna vez –se decía– escalaré la cima y traspasaré a mis lienzos el albo resplandor<br />

que me enceguece.<br />

Pero aquello tenía en su magín la rapidez de un relámpago y Osvaldo, perdido en fiebres,<br />

medicándose con ocres, naranjas y verdinegros, viajaba por un cielo donde no había<br />

montañas y sólo rostros atormentados, hombres quejumbrosos y niños pidiendo pan.<br />

Osvaldo era indio, con cuarenta siglos de orgullo y sesenta mil años de piedad en el<br />

alma. Una herencia mágica le vino prendida en los dedos, mariposa creadora de luces y de<br />

sombras, madre de las angustias de su raza, más vieja que los volcanes, más hermética que<br />

los pedregales o los páramos.<br />

—Yo pinto –solía decir– como llueve en la selva o como hay olas en el mar. Si mis ojos<br />

se beben la vida, mi corazón siempre anda triste. Y mi tristeza es como el nevado: todos lo<br />

ven y nadie lo domina.<br />

Así nació en él, poco a poco, el deseo de definirse a sí mismo, de encontrar, de una vez<br />

por todas, la razón de sus temores y sus odios, de sus amores y sus ambiciones.<br />

Una noche fría de enero Osvaldo decidió hurgar el monte y sacar de los hielos alguno<br />

de sus misterios, o al menos aquél de ellos que debía pintar, si es que los misterios tienen<br />

color: Después, no recordaba exactamente qué ocurrió. Sabía que la cima no llegó a estar<br />

lejos y que el aire estuvo lacerante, un cuchillo que al perforar el pecho dolía con todos los<br />

dolores. Pero entre las rocas o la alfombra gris de la lava, vio por primera vez a la niña de<br />

233


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

tez aceitunada y cabellera dormida, de ojos fosforescentes y voz como gemido lánguido,<br />

confundible con el viento.<br />

—Shirma… ¡Shirmaaa! –la saludó en su lengua ancestral. Y cuando quiso besarla, preguntarla<br />

si se hallaba perdida, si precisaba de ayuda, la niña se esfumó en el volcán.<br />

El artista era hombre de mundo y tenía treinta baúles en la cabeza con treinta pedazos<br />

de vida como treinta novelas. Por eso a nadie habló de Shirma. No iban a creerle y todos,<br />

de seguro, hubiesen trocado en sarcasmo su cándido cuento. Y Shirma se le prendió en la<br />

curva del pecho, donde los pintores mecen su cuna de sueños.<br />

Osvaldo se hizo famoso. Su fama rompió la cordillera y paseó por ciudades llenas de luz<br />

y de vicio. La gente admiró la originalidad de sus cuadros, donde un rostro de niña aparecía<br />

siempre en mitad de otros rostros dolorosos, fuente de agua en mitad de una selva.<br />

—¿Quién es? –le decían–. ¿Dónde sacaste esa cara y esos ojos que, siendo dulcísimos,<br />

llevan tanta y tanta tristeza? ¿Dónde está, dónde está esta visión tuya que no podemos<br />

olvidar?<br />

Y Osvaldo sonreía, y aun los críticos que alguna vez le combatieran, declararon que la<br />

niña de sus cuadros era indudablemente genial y que el genio, besando la frente del artista,<br />

era el único responsable de aquel toque mágico, irreal y fascinante.<br />

Pasó mucho tiempo. Osvaldo viajó por el mundo entero y comenzó a envejecer. Su caminar,<br />

despacioso y reposado, sus ojos menos brillantes, sus canas prematuras, le dieron al<br />

fin un aire de neurótico, un matiz de hombre que conoce todos los caminos, los ha descrito<br />

hábilmente y no ha encontrado en ninguno a la felicidad.<br />

—Tienes en el rostro –le dijo alguien una vez– un paisaje angustiante, como de seguro<br />

es tu alma.<br />

Y Osvaldo no respondía jamás. Hubiese sido ridículo confesar que soñaba con la niña del<br />

volcán, que buscaba por doquier una cara de mujer que se asemejara a Shirma, la dueña de<br />

sus sueños y de sus pesadillas. Y mientras la seguía dibujando en los fondos de sus cuadros,<br />

su corazón sollozaba por ella.<br />

Un día decidió regresar a su país y no viajar más. Ante la consternación de parásitos y<br />

la incredulidad de íntimos, Osvaldo volvió a vivir tranquilamente en su casa de la sierra,<br />

nuevamente frente al blanco resplandor del nevado.<br />

—Aquí –se dijo el pintor– estoy cerca de Shirma y nadie podrá enturbiar mi amor<br />

por ella.<br />

Su atelier convirtióse en remanso y torrentera. Allí creaba quimeras y sueños, allí morían<br />

las horas en un concierto de pinceles, allí corría, ladeaba la cabeza, sudaba, giraba y se estremecía<br />

cuantas veces la imagen de Shirma quedaba presa en los óleos o en las acuarelas.<br />

Pero no fue feliz. Shirma, que era suya, se le iba en vagabundas rondas y él seguía<br />

vacío, sin una piel caliente en la cual dejar un beso o unos ojos donde posar blanduras<br />

y encalmar angustias. ¡Pobre Osvaldo el pintor! Era Dios un segundo y un pobre artista<br />

siempre.<br />

Fueron pasando los años de pláticas con el volcán, de amores con Shirma, la niña triste<br />

del nevado. Y un día llegó al atelier un mendigo que pedía monedas para comprar pan.<br />

Tenía una barba mal traída, dos manos largas y huesudas y un bastón nudoso, con el que<br />

golpeaba los senderos vacilantemente.<br />

—¿Qué quieres, anciano? –le preguntó el pintor.<br />

—Hablar contigo de penas.<br />

234


—Yo no tengo penas, soy alegre como el sol. Pinto cuadros hermosos que la gente compra.<br />

Dicen que soy brillante. La fama es mi esposa, el halago de los hombres llega hasta mi<br />

puerta. ¿Para qué quiero más?<br />

—¿No quieres a Shirma?<br />

Osvaldo sintióse temblar y miró al viejo de hito en hito.<br />

—¿Quién te dio su nombre? ¿Cómo sabes de ella?<br />

—Lo sé todo, pintor. Tu angustia es mi angustia, tu amor uno de los míos.<br />

—¿Qué puedo hacer, mendigo? ¿Cómo creer en ti que nada tienes, ni siquiera cuadros<br />

que se venden o críticos que te ensalzan?<br />

—La vanidad se me perdió en un camino, el dinero nunca me acompañó.<br />

—Sigue, mendigo, ¡te suplico!<br />

—Ven, Osvaldo, vamos hasta el volcán.<br />

Pocos saben el final de esta historia, porque pocos fueron quienes vieron a Osvaldo y al<br />

mendigo escalar la montaña. Como era noche cerrada y relampagueaba sobre la cordillera,<br />

los indios estaban acurrucados en sus chozas y los callejones de la ciudad sólo reflejaban<br />

una que otra luz mortecina, como velón de entierro de fraile.<br />

El pintor Osvaldo apareció muerto en el helero, con los ojos vidriados y fijos en alguna<br />

visión desconocida. Quienes lo encontraron afirmaron que había en su rostro una dulce y<br />

plácida sonrisa de paz. Era como si todas sus angustias y sus dolores hubiesen salido para<br />

siempre del pecho, dejándole un sueño final en el que todos los hombres atormentados y<br />

quejumbrosos huyeran de su camino y en su lugar dejaran un mundo maravilloso, sin dolores<br />

y sin odios, sin ambiciones ni envidias, sin niños pidiendo pan.<br />

De esto hace mucho tiempo. Con la muerte, los cuadros de Osvaldo andan por el mundo<br />

como gorriones dispersos por el vendaval y mientras su cuerpo descansa a la sombra de un<br />

ciprés, su fama ha crecido hasta los últimos confines del globo.<br />

Sin embargo, muy pocos, fuera de su pueblo natal, saben que en el atelier se encontró<br />

el día en que lo enterraban, un cuadro de niña con tez aceitunada y cabellera dormida, descalcita<br />

sobre un nevado blanco, caminando en las nieves con los brazos suplicantes y los<br />

ojos fosforescentes. Como es natural, el cuadro pasó a ser propiedad de los indios que tanto<br />

le amaran y hoy no se conoce exactamente dónde está. Empero, hay quien asegure que el<br />

cuadro viaja de choza en choza, manoseado respetuosamente por hombres y mujeres y que<br />

en las noches de luna, cuando el volcán resplandece, los indios le sacan bajo las estrellas y<br />

en los campos sólo se oye una plegaria rítmica y alargada:<br />

“¡Shirma! ¡Shiiirmaaaa!”<br />

El geófago<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

He viajado bastante en mi vida. Han querido la suerte y mi carrera que mis andanzas<br />

fuesen numerosas, pero aún no he podido dominar o controlar civilizadamente la<br />

emoción que me causa un viaje en barco o por tren. Muchas veces me he preguntado<br />

si entre mis antepasados no hubo algún marinero o, por lo menos, el maquinista de<br />

alguna asmática locomotora. El caso es que a mí, cuando el paisaje se mueve, me baila<br />

el alma.<br />

Y aclaro todo esto para que no se ponga en tela de juicio por qué diablos me metí<br />

en aquel trencito, en aquella inolvidable noche de invierno y llegué a conocer a Tomás<br />

235


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

y a su mujer, la rubia Gladis. Recuerdo haber estado indeciso, en la tarde, de si tomar<br />

un avión o regresar a mi casa en auto. Como ambos medios de transporte son hoy en<br />

día de lo más vulgares, a mi se me ocurrió que el tren, aquel renqueante trencito de<br />

opereta, valía una mala noche y algunos malos ratos. Me inclino a creer que no hemos<br />

perdido todavía, los hombres empequeñecidos por la civilización, el sabroso placer de<br />

la aventura.<br />

La salida estaba anunciada en los pizarrones para las ocho, pero no fue hasta bien entrada<br />

la medianoche cuando tosió el convoy, rechinaron las ruedas y dejamos atrás la estación<br />

del balneario. Hacía muchísimo frío. La nieve cubría la comarca entera y se le helaba a uno<br />

hasta la digestión.<br />

Me parece que fueron dos las copas de coñac que ingerí en el restaurant para calentarme.<br />

La sinceridad, sin embargo, me obliga a decir que las tomé porque me gusta el coñac y no<br />

en busca de calor.<br />

Cuando me echaba al coleto la última, entraron Tomás y Gladis. Ella, alta, con una hermosura<br />

relumbrona y con el pelo horriblemente teñido, me desagradó desde un principio.<br />

¡Para que hablen de atracción de los sexos! Además, considero que una mujer puede ser<br />

fea en cualquier parte de su anatomía, menos en su nariz, y Gladis tenía la nariz más dura,<br />

más grande y más desagradable que he visto hasta la fecha. Para colmo, aquel apéndice le<br />

servía de brújula, de norte, pues lo movía siempre segundos antes de hablar. Tomás, por el<br />

contrario, era la antítesis de su mujer, lo que en sí no es extraño; era, el infeliz, uno de esos<br />

hombres a quien lo del cero a la izquierda se les hizo a medida. Gesticulaba, comía, hasta<br />

pensaba, siempre y cuando le diera permiso su mujer… con la nariz.<br />

Como yo era el único pasajero que tomaba coñac, o mejor dicho, el único pasajero con<br />

inquietud suficiente para beber en esa noche, de inmediato le fui sospechoso a Gladis. Diremos<br />

que su nariz olfateó que era mala compañía para su esposo. La casualidad, esa vez en<br />

forma de barman deseoso de matar su aburrimiento con cualquier clase de conversación,<br />

nos amigó, aun a nuestro pesar. Así, sin ton ni son, una vez que Gladis ordenó para ella un<br />

vodka con limón y una limonada, bien dulce, para su Tomás, el Barman consideró que las<br />

murallas de Jericó estaban en el suelo y nos aunó a los tres.<br />

—Señores, la noche está que da miedo, –dijo.<br />

Pensé que lo que menos tenía él era miedo, pero dos coñacs, cuando uno viaja solo,<br />

tienen efecto impresionante y me sometí.<br />

—Da… –dije, y volviéndome a Tomás, pregunté–: ¿Van ustedes hasta Wilmington o<br />

siguen hasta Washington?<br />

—Seguimos a Washington –replicó y, en seguida, como un eco, Gladis aseguró–: A Washington…<br />

¿El señor es extranjero?<br />

A mí me han espetado la misma pregunta en veinte países, pero nunca me supo a balazo,<br />

a trueno, a inquisición, como esa vez. Los ojos de Gladis, clavados en mí, parecían los<br />

de un investigador que acaba de descubrir a un microbio insignificante en el fondo de un<br />

tubo de laboratorio. Nadie podría criticarme si apuré mi copa de coñac y pedí, con énfasis,<br />

una tercera. Por cautela o precaución decidí suspender inmediatamente todo contacto con<br />

aquella singular pareja. Así, me volví hacia una ventanilla y me quedé mirando, sin ver, los<br />

copos de nieve que chocaban contra los vidrios, desintegrándose. Gladis sorbía lentamente<br />

su vodka y Tomás su limonada. El trencito proseguía su marcha. Tomás comenzó a dormitar<br />

con los ojos abiertos.<br />

236


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

—Es preciso –oí decir a Gladis en voz baja– que aprendas a no familiarizarte con extraños.<br />

Un día vas a tener un disgusto.<br />

—Pero, mujer, ¿qué de malo hay en hablarle a otro viajero? –Y el hombrecito se llevó los<br />

dedos al cuello, como ahogándose.<br />

—¡No me discutas! ¡Eres un cándido!<br />

Pasaron unos minutos. El barman, convencido de que éramos tres irreconciliables, nos<br />

había dado la espalda y puéstose a limpiar, con olímpica elegancia, las copas del vasar. Con<br />

los años he descubierto que habría mucha más inteligencia en el mundo si todos los hombres<br />

tuviésemos siempre a mano un vasar lleno de copas y vasos vacíos para limpiarlos cuando<br />

alguien no nos agrada. O para tirarlos –se me ocurre ahora–, a la cabeza de algunas señoras<br />

como Gladis.<br />

Me entraron unas ganas tremendas de charlar. Fueron cosquillas incoercibles en la punta<br />

de la lengua que no calmaban ni el cigarrillo ni el coñac. Y me metí en honduras.<br />

—La marcha de este tren –aventuré–, me recuerda la de uno en el cual viajé hace años,<br />

de Quito a Guayaquil, en Ecuador.<br />

—¡Muy interesante! ¿Y por qué? –preguntó Tomás, con el rostro iluminado, como un<br />

chiquillo a quien le ofrecen un chocolatín que la madre le tiene prohibido.<br />

—A mí no parece –intervino, tajante, Gladis–, pues he oído decir que en Sur América<br />

hay indios y aquí no.<br />

—Señora –afirmé yo, con la misma sensación de quien pincha, en la escuela, con un lápiz,<br />

al compañero que menos nos gusta–, los indios, aunque a usted le cueste trabajo creerlo,<br />

son de lo más simpáticos.<br />

—¡Je, je! –rió Tomás, con una risita que fue un grito de independencia. Gladis se quedó<br />

rígida y bermeja, como un tomate al que van a convertir en jugo.<br />

—¿De qué ríes, tonto? –dijo–. ¿Cuál es la gracia? Este señor sin duda es medio indio y<br />

le encanta hablar de ellos.<br />

—Señora, soy indio del todo –respondí, pidiendo mentalmente perdón a mis padrecitos<br />

baturros.<br />

—Usted, ¡indio! –y Tomás se paralizaba de estupefacción.<br />

—No un piel roja, pero en fin, un indio con corbata que bebe coñac –me vi obligado a<br />

afirmar.<br />

—El señor es un guasón –amonestó Gladis–. ¿Cómo puedes creer tontería semejante?<br />

—Le aseguro, señora –insistí yo maliciosamente– que no guaseo. Además de indio, soy geófago<br />

y experto en problemas metapsíquicos, mis ojos son estemáticos y cultivo la anaptixis.<br />

Gladis se irguió en su banqueta, Tomás sonrió y el barman dejó caer una copa. Tuve<br />

la sensación que seguramente experimentó el mariscal Ney en Waterloo. Tomás, con una<br />

candidez desconcertante, exclamó:<br />

—¡Es! ¿Quiere usted repetir?<br />

—Imposible –aseguré–, porque a mi mismo me costaría trabajo. Nosotros los indios<br />

expresamos nuestro pensamiento una sola vez.<br />

Tomás pidió otra limonada que, no sé por qué, presumí cargada con ginebra por el barman,<br />

como para unirnos todos en contra de Gladis. Ella, mientras tanto, habíase quedado mirando<br />

hacia las ventanillas, como si la nieve estuviese de pronto, de lo más desconcertante.<br />

Así estuvimos un rato largo, ensimismados en nuestros vasos y en nuestros pensamientos.<br />

De pronto Tomás dijo:<br />

237


—¿Sabe usted una cosa? Cuando lleguemos a Washington, voy a querer que nos dé una<br />

conferencia en nuestra escuela.<br />

—Amigo, los indios no dan conferencias. Las escuchan.<br />

—No importa, será usted el primero. ¡Ande!, le pago otro coñac.<br />

Después, sé que Gladis abandonó olímpicamente el bar y que Tomás, el barman y yo<br />

entablamos una charla caliente y efusiva, como la de tres náufragos abandonados en una<br />

isla desierta. Reímos juntos, nos ofrecimos préstamos, casas, autos, medicamentos contra<br />

el reuma, teléfonos de chicas lindas, amistad y consuelo eternos. Y decidimos, casi al final,<br />

cuando amanecía, que un mundo sin Gladis, sin mujeres con narices grandes y pelo teñido,<br />

sería indudablemente un mundo mejor. Tomás, con lágrimas en los ojos, me abrazó, como<br />

si yo fuese el libertador de todos los hombres oprimidos. Y yo me lo creí, sin pensar que<br />

Tomás había ingerido cinco limonadas con ginebra.<br />

Llegamos a Washington cuando clareaba el sol sobre las cúpulas de los edificios<br />

gubernamentales y las riberas del Potomac. En el andén de la estación Tomás me abrazó<br />

efusivamente, Gladis me estrechó la mano con friura y ambos se fueron en un taxi<br />

amarillo.<br />

Pasaron unos meses. Una noche, en el fover del Statler, me los volví a encontrar. Tomás<br />

caminaba erguido, hasta con desplante, mientras Gladis parecía seguirle humildemente.<br />

En un principio no comprendí y me quedé mirando a ambos, abobado. Fue Tomás quien,<br />

agarrándome por el brazo, me dijo al oído:<br />

—¿Cómo está el indio con corbata que bebe coñac? ¡Cuánto le hemos recordado!<br />

—Muchas gracias –repliqué–; yo a ustedes también.<br />

—¿Querrá creerme que mi mujer es otra desde que charlamos con usted en el tren?<br />

–dijo Tomás.<br />

—¿Cómo así?<br />

—Esa mañana, cuando llegamos a casa, busqué un diccionario y después de enterarme<br />

de lo que es un geófago, decidí convertirme en tal. ¡Gladis casi se muere del susto! Desde<br />

entonces ni me contradice ni me vigila. Es una santa.<br />

Evité una carcajada, remiré a ambos y le pregunté a Tomás, bajando mi voz:<br />

—¿En serio que ha comido usted tierra?<br />

—¡No, hombre, no! ¡Pero mi mujer tiene un miedo de que lo haga!<br />

Y nos despedimos, sin que Gladis levantara los ojos de la alfombra. Me dio pena, y<br />

lástima. Ya ni siquiera su enorme nariz se atrevía a dirigir a Tomás. Y él, orgulloso de su<br />

independencia, me lanzó como adiós:<br />

—¡Fíjese que hasta entiendo de problemas metapsíquicos…!<br />

Los ojos en el lago<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Salí del Llao Llao. La noche comenzaba a enfriar y el lago parecía de vidrio, un espejo<br />

recortado por los cerros abruptos. El viento me golpeaba en la cara y los grandes árboles<br />

parecían invitarme a la caminata nocturna. Tomé el senderillo que bajaba hacia la orilla del<br />

lago y muy pronto las luces del hotel y el ruido isócrono de la orquesta que hacia música<br />

de baile quedaron atrás. De muy lejos oí el suave bramido de un motor de yate que cruzaba<br />

el Nahuel Huapí. Estaba al fin solo frente al Ande, con esa agradable soledad que dan los<br />

propios pensamientos.<br />

238


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

—¡Eh, patrón!<br />

La voz venía del lago, del agua o de la noche, quizás de la montaña misma. Me detuve<br />

y hurgué en la oscuridad.<br />

—Aquí, patrón, aquí –repitió la voz, cascada y ronca.<br />

A pocos pasos de distancia distinguí al fin al vejete, sentado en la grama, con una humeante<br />

pipa en la boca, tocado de gorra, vestido con suéter y calzones estrechos. De no<br />

haberme hablado pude confundirlo con un tronco más.<br />

—Buenas noches –saludé.<br />

Muy buenas –me dijo y en seguida, sin sacarse la pipa de la boca, me invitó a sentarme<br />

a su lado.<br />

—Me aburría –expliqué innecesariamente–, no hemos venido a Bariloche para llevar la<br />

misma vida que en Buenos Aires. ¿No le parece?<br />

—Me parece, patrón –asintió–, pero muy pocos lo comprenden así. La gente huye en el<br />

verano de las ciudades y se viene al campo o se va a la playa a hacer exactamente lo mismo<br />

que en las ciudades. Bailan, beben, trasnochan, se fatigan más todavía.<br />

—Habla usted –le dije– como si nos criticara.<br />

—¿Criticar, patroncito? ¿Quién soy yo para criticarlos a ustedes, los señoritos? Además<br />

–y el tono de su voz adquirió de pronto una sorna tenue–, de los patrones vivo yo. Me pagan<br />

bien por llevarlos a pescar, por recorrer los lagos, por trepar a los cerros.<br />

Callamos un rato largo. De pronto perdí yo todo interés en conversar y la contemplación<br />

de las montañas, bajo el luar de febrero, me fue más grata que la charla aguda del vejete de<br />

la pipa. Motas de nieve inderretible, prendidas en las cumbres, se enjuagaban con la claridad<br />

de la noche indescriptible. Temblé repentinamente con un escalofrío, confundido quizás con<br />

la grandeza de aquel paisaje fueguino que jamás olvidaré.<br />

—Le conmueve –oí al anciano a mi lado–, a usted, a mí, a todo hombre con alma, con<br />

corazón o con recuerdos. Este paisaje lo hizo Dios para recordarnos cuán pequeños nacimos<br />

y cuán pequeños moriremos.<br />

—Cierto –respondí, sin quererlo–, me conmueve en extremo. Estos cerros tajantes, como<br />

cortados con cuchillo, esta luna translúcida, estas aguas sin fondo…, no puedo compararlos<br />

con nada…<br />

—Por eso, patrón, estoy aquí –dijo el viejo–, y si no le molesta, le cuento.<br />

—Cuénteme usted –asentí–, que me interesa.<br />

—De mozo, patrón –comenzó el viejo, vaciando la pipa y volviendo a llenarla de tabaco,<br />

que había sacado hábilmente de una bolsa– de mozo fui rico, tuve mujeres, todas las que<br />

quise… Viajé desde el Plata hasta la India, desde Belgrado a Vladivostock, desde Islandia<br />

hasta Borneo. Era yo uno de esos marineros para quien la única felicidad está en el mar y<br />

no en tierra, para quien un amor o unos besos saben mejor recordados desde la popa de un<br />

buque, cuando la estela, al ensancharse, nos va alejando de tierra más y más, separándonos<br />

para siempre de un momento inolvidable.<br />

—Buena vida la suya –no pude dejar de decir.<br />

—Pues fue, patrón, fue así no más…, durante años, de mocedad y de madurez, sin cansarme<br />

de ella nunca. Amé mucho, patrón, hasta que de puro cansado el corazón no era mío.<br />

Y siempre quería más, como si en cada playa la mujer fuera más hermosa que en la anterior.<br />

El viejo mordía ahora la pipa duramente, pues sentí sus dientes rechinando sobre<br />

la madera y el humo, a borbotones, saliendo de la poza y calentándome la cara. Le miré<br />

239


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

fijamente. Me parecieron sus ojos, bajo las cejas gruesas, dos ascuas encendidas por un<br />

fuego<br />

–Mas un día, patrón, llegó una playa y en ella una mujer. ¡Je, je! Como si no hubiera<br />

millones de mujeres en el mundo esperándome, me enamoré de una solita, misterioso.<br />

Como un borrego, necesitaba sus besos y los de nadie más; como un imbécil, me la enterré<br />

aquí –y se golpeó el pecho– y no me la pude sacar. ¡Y traté! Agarré un carguero y me<br />

largué a Australia, me bebí mil botellas de whiskey, trasnoché durante meses, me hundí en<br />

una orgía que me hiciera olvidar. ¡En vano! El hombre nace, ama y muere una sola vez: es<br />

ley, patrón. Quien diga lo contrario, miente.<br />

—Sin embargo, todo hombre civilizado se jacta de haber tenido muchas veces el corazón<br />

empeñado –me atreví a disentir.<br />

—De la boca afuera –contestóme el viejo– somos tenorios; de la boca adentro llevamos<br />

todos prendidos a una novia buena y dulce que nos amó de muchachos o a un amor duro<br />

y difícil de la madurez; pero convénzase, patrón, sólo se ama una vez.<br />

Las palabras roncas y despaciosas del anciano iban cayendo musicalmente en mis oídos,<br />

mientras la noche danzaba sus galas con el Ande y los lagos. El zumbido del yate retornaba,<br />

vibrando entre los copudos eucaliptos, los olmos y los cedros.<br />

—Un día, patrón, me convencí de lo inútiles que eran mis esfuerzos en olvidar a Irmgard<br />

y regresé, más viejo en mis canas, más enclenques mis rodillas de alcohólico, todo lleno de<br />

parches el corazón resquebrajado.<br />

Miré al viejo y no sé por qué presentí dos lágrimas en sus entrecerrados ojos. Evité así<br />

su mirada y le alenté a seguir.<br />

–La historia ya no se alarga, patroncito –prosiguió–, porque cuando volví por ella, mi<br />

Irmgard estaba muerta. ¡Muerta, patrón, muerta como los ruiseñores que mata el frío del<br />

invierno! Sólo que a Irmgard la mató mi amor. ¡Y yo de bruto huyendo de ella! ¡De bruto,<br />

patrón, de brutísimo…!<br />

—Pero entonces, ¿por qué vino usted tan lejos? ¿Qué le hizo buscar a Bariloche y el<br />

Nahuel Huapí como refugio? –pregunté.<br />

—Porque en las aguas de los mares y de los ríos que he conocido, siempre me imaginé<br />

ver reflejados los ojos de las mujeres que me amaron y en las aguas del Nahuel Huapí sólo<br />

se reflejan los ojos de mi Irmgard.<br />

—¿Únicamente los de ella?<br />

—Sólo los de ella, patrón, solitos y tristes, como invitándome a seguirla en la muerte.<br />

En lo alto del cielo, por encima de la cordillera gigantesca, explotó un trueno lejano, que fue<br />

luego huyendo por el horizonte. La luna, tímidamente, se acostaba en dirección de la pampa.<br />

—¿Se llamaba realmente Irmgard la moza de sus amores? –pregunté.<br />

—¡Ah, patrón! –aclaró el viejo, alargando interminablemente las palabras, como si le<br />

dolieran–, eso es cosa mía, y de mi corazón. El nombre de Irmgard me ha gustado siempre,<br />

pero el nombre de mi amada no se lo digo a nadie.<br />

—¿Y por qué?<br />

—Porque a lo mejor es ésa la condición para que yo vea, noche a noche, sus ojos en<br />

el lago. Es nuestro secreto, que me llevaré a la tumba, cuando Dios me pida estos huesos<br />

prestados o cuando yo suba detrás de la luna, en el humo de mi pipa.<br />

Me levanté y quise dar unas monedas al viejo, que fueron rechazadas. Di las buenas<br />

noches y caminé de vuelta al hotel, donde las luces del comedor y del salón de baile se<br />

240


apagaban. Subí por el jardín y, antes de retirarme, contemplé por última vez el Nahuel Huapí.<br />

Los ojos en el lago no quisieron mirarme…<br />

Ñico<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Yo tenía ocho años de edad cuando mi madre decidió pasar una temporada al lado<br />

de mi abuela, en la hidalga ciudad de Santiago de los Caballeros, en el Cibao. Recuerdo<br />

que salimos de la capital –entonces Santo Domingo– en una mañana húmeda de enero y<br />

arribamos al hogar de mi inolvidable mamá Teresa esa misma tarde. La llegada fue memorable.<br />

Ivonne, mi hermana, bufaba de hambre y yo, aun gastándomelas de caballerito,<br />

mostré rebeldía a los besos y los mimos con los que me recibieron mis parientes.<br />

Nos zambulleron en la cama al toque de oración. Hoy, no obstante los años transcurridos,<br />

guardo todavía en mi memoria la imagen de mamá Teresa, paliducha y huesuda,<br />

murmurando las palabras del Santo Rosario y sonriendo, de vez en vez, en cuantas ocasiones<br />

reparaba en nosotros.<br />

Al amanecer me despertó un coro de sonidos para mí inexplicable. Imaginé rugidos<br />

de leones, estornudos de elefantes y en las voces que al través de las paredes de madera<br />

llegaban a mi oído, creí reconocer las de algún pirata salgarino, de aquellos que ya para<br />

esa época conocía yo tan bien. Así, ¡gran decepción la mía al salir luego al patio y no<br />

encontrar otra cosa ni otros seres que unos cuantos negros campesinos y una recua de<br />

burros y caballejos!<br />

Mi tío Miguel Ángel poseía y regenteaba una farmacia, aledaña a la casa. Desde el patio<br />

se podían ver los anaqueles, repletos de frascos multicolores y a mi tío, de negro bigote<br />

y reposado caminar, hurgando allí y acá, con aires para mí de lo más misteriosos, con ese<br />

misterio que el mundo adquiere para los ochoabrileños, como era yo entonces.<br />

—Ven, sobrino –me dijo al divisarme–, quiero presentarte a unos amiguitos.<br />

Me tomó de una mano, abrió una puertecilla que en el muro del patio había e irrumpimos<br />

en el solar colindante. Allí vi más animales y más negros, oí más piafar de bestias y decires<br />

campesinos. Tío Miguel Ángel silbó cabalísticamente y surgieron de detrás de un mango<br />

un par de chiquillos, con pistolas al cinto y arrogancias de caciques.<br />

—Raymundo y Manuel –dijo mi tío–. Son tus vecinos y debes jugar con ellos.<br />

Formamos de seguida un conciliábulo, en el cual se decidió que para ser yo un capitaleño<br />

no estaba del todo mal. Raymundo me prestó una de sus pistolas y me anunció:<br />

—Eres raso, ¿me oyes? Manuel es el capitán y yo el coronel. Tienes que obedecernos.<br />

Aquello no fue muy de mi agrado y un rato más tarde le endosamos a mi hermanita<br />

Ivonne los deberes de un soldado raso y yo quedé ascendido a teniente. ¡Las cosas no iban<br />

tan mal! Sorteamos, entre los dóciles burriquitos presentes, al que sería mi Rocinante.<br />

—Ahora –me ordenó Raymundo–, tienes que montarlo.<br />

Admitir que no sabía hubiese sido imperdonable de mi parte y así, ante los alaridos<br />

de espanto de Ivonne, salté sobre el lomo de la bestia e iluminé mi rostro con destellos de<br />

héroe o de conquistador. El burro, que era muy burro, no estuvo de acuerdo y comenzó a<br />

lanzar coces. Volé por la primera vez en mi vida, cerrando los ojos en espera de un golpe<br />

morrocotudo. ¡Pero no caí! Algo suave y acojinado detuvo mi vuelo y cuando abrí los ojos<br />

me encontré en brazos del negro Ñico.<br />

—¡Negro Ñico! –exclamaban a coro Manuel y Raymundo.<br />

241


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¡Muchachitos malos! –dijo él. ¿De quién fue la idea de montar a mi burro Colasín?<br />

¿No saben todavía que es indomable?<br />

El negro Ñico me colocó tiernamente en el suelo y me miró. Después a mi hermanita,<br />

quien, mujer al fin, lo examinaba con recelo.<br />

—¿Cómo os llamáis?<br />

Nos presentamos como mejor pudimos y el negro Ñico nos hizo sentar a todos bajo el<br />

mango. ¡Negro Ñico! Era muy flaco, de barbilla salida como una aguja, ojillos escondidos y<br />

curiosamente verdes, pelo hirsuto y casi del todo blanco, pecho y brazos simiescos. Se movía<br />

lentamente, agitaba sus manos a cada palabra y no pasaba un minuto sin que exclamara esta<br />

frasecilla, que era como una clave de su humor: ¡Uay ombe!<br />

Aquella mañana se inició nuestra amistad, amistad que debía durar todo el tiempo que<br />

estuvimos en Santiago. El negro Ñico era, de lo que luego he ido hilvanando, personaje muy<br />

discutido en el pueblo y en los campos. No era dominicano, pues hablaba el castellano castizamente;<br />

no era campesino, que sus manos sin callos jamás realizaron faena dura. Pero el<br />

negro Ñico siempre tenía dinero, lo gastaba a manos llenas y nunca hizo daño a nadie. Y por<br />

sobre todo, el negro Ñico, con sus cuentos, entretenía a nuestra pandilla de aventurerillos,<br />

para tranquilidad y reposo de mi madre, mi abuela y mi tío. ¡Por eso el negro Ñico podía<br />

entrar y salir como le viniera en gana!<br />

—Con lo único que no estoy de acuerdo –solía decir mi tío Miguel Ángel– es con las<br />

historietas que Ñico le hace a los niños. Eso no está bien. ¡No debes creerlas! –me advertía–.<br />

Son una sarta de mentiras.<br />

—Déjalo en paz –ordenaba mamá Teresa–. ¡Ya descubrirá José Mariano mentiras peores<br />

en la vida!<br />

Y así, consentido por mi abuelita, con mi madre haciéndose la sorda y mi tío resignado,<br />

el negro Ñico siguió brindándonos ratos inenarrables bajo el frondoso mango del patio. El<br />

único inconveniente era Ivonne. A mi hermanita no le interesaban los cuentos del negro<br />

Ñico y cuando él comenzaba a hablar, ella tomaba una de sus muñecas y se iba al más lejano<br />

rincón del patio. Desde allí, sola y herida, nos miraba con indiferencia olímpica.<br />

—Es mujer –comentaba el negro Ñico–. ¡Déjala en paz! ¡El mundo sería tan agradable<br />

sin las mujeres!<br />

Y Ñico alzaba sus manos y hablaba, hablaba por los codos, por la camisa, por los ojos.<br />

Relatábanos correrías por los montes, él en comando de una guerrilla de revolucionarios que<br />

siempre ganaba la revolución; de su entrevista con el “Presidente”, cuando Su Excelencia le<br />

ofreció un puesto de capitán que Ñico –¡negro astuto!— no aceptó, por no comprometerse<br />

con las amistades de los otros partidos.<br />

–Yo soy un caso único —decíanos–, yo soy negro de pelo en pecho.<br />

—Y eso, ¿qué es? –inquiríamos abobados.<br />

—Para ser de pelo en pecho hay que haber peleado mucho y no tenerle miedo a nada<br />

ni a nadie, como yo.<br />

—¿Tú no le tienes miedo a nada? –preguntaba Raymundo.<br />

—¡A nada! –aseguraba Ñico–. Cuando la guerra de Puerto Rico yo solo maté a veinte<br />

hombres.<br />

—¿Veinte? –y abríamos la boca de a vara.<br />

—Creo que treinta, o más. Y en Venezuela fui a pie desde el Orinoco hasta Panamá.<br />

¡Uay ombe! Yo he nadado desde Higüey hasta Ponce.<br />

242


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Luego, con los años, ante el mapa de América, iba yo a descubrir que las hazañas de<br />

Ñico superaban las de todos los héroes griegos y romanos. Pero entonces no había estudiado<br />

cosas tan complicadas y Ñico fue adquiriendo en mi cerebro las proporciones de un ídolo.<br />

Un ídolo tan humano como sólo puede crearlo un niño.<br />

—¡Cuántos años tienes, Ñico? –le pregunté un día.<br />

—¡Uay ombe! ¡Eso sí que no lo sé!<br />

—¿Y por qué, Ñico?<br />

Mi vida es muy complicada, muchacho. Gente como yo, que ha vivido en todas las islas<br />

del Caribe, no puede pensar exactamente cuándo nació. Madre decía que en el sesenta,<br />

padre que en el cincuenta. ¡Uay ombe! Podré tener ochenta años, pero me siento más fuerte<br />

que un toro de dos años.<br />

—¿Y de dónde sacas tanta plata? –guiso saber Raymundo, quien con sus doce años no<br />

creía a pie juntillas a Ñico.<br />

—¡Hum! –exclamó el negro–. ¡Esa es historia larga! Pero se las voy a hacer. Eso sí, me<br />

guardan el secreto. ¿Entienden?<br />

—¡Claro, Ñico! –juramos al unísono.<br />

—Bien… –comenzó–, cuando yo era pirata…<br />

—¡Pirata! –exclamamos.<br />

—¿No se los había dicho? ¡Claro que fui pirata! Me enrolé en una banda de ingleses<br />

que vino a Puerto Plata en el ochenta y cinco y en tres asaltos que dimos llegué a capitán.<br />

¡Uay ombe! Si ustedes hubieran visto si negro Ñico con un puñal en la boca, gritando desde<br />

proa: “¡Enemiiigo a la vista!” Yo solito decidí una batalla frente a Mayagüez y Juan el Terrible…<br />

¡Ese era mi Jefe…! Pues me dijo: “Ñico, tú eres el más bravo de mis bravos. Quiero<br />

regalarte mil pesos oro y nombrarte mi segundo”. Yo me rasqué la cabeza y le dije: “Juan,<br />

muchas gracias, pero no puedo aceptarle el nombramiento. Ñico no se puede amarrar con<br />

una obligación”.<br />

—¿Y qué dijo Juan el Terrible? –interrumpíamos sin aliento.<br />

—Juan me miró asombrado, escupió cinco veces, para quitarse la mala suerte de una negativa<br />

como la mía, y dijo: “Sabe, Ñico, que a otro lo hubiese hecho colgar del palo mayor, pero a<br />

ti debo perdonarte. Puedes irte. ¡Te ragalo dos mil pesos oro en vez de mil…!” Y yo me fui, sí,<br />

señores. Agarré un bote de vela y fue cuando me vine para Samaná. Y allí… –añadió, bajando<br />

la voz y alzando las manos al cielo–, en un islote que nadie conoce, escondí mis morocotas. ¡Je,<br />

je, je! Me puse a trabajar y gané más… y más… y llegué a ser el hombre más rico de Samaná,<br />

pero como era negro, un blanco gringo me quiso robar… Y entonces fue cuando yo encabecé la<br />

revolución del ochenta y ocho. ¡Que ganamos, uay ombe, que ganamos…!<br />

—Entonces, fue cuando me metí a contrabandista, el mejor de todos los contrabandistas<br />

desde La Habana a la Martinica. Vendía ron, quinina, piedras preciosas… De<br />

todo un poco. Un día me apresaron, en la Florida, pero escapé y trabajé de pescador<br />

en el Golfo de México. Adquirí miles de perlas, que luego vendí a precios fabulosos en<br />

Nueva Orleans…<br />

Y el negro Ñico, flexuoso y elástico, hablaba de todas sus hazañas, hazañas en las que<br />

él era el único vencedor. ¡Gran Ñico inolvidable!<br />

Una noche nos dijo mamá que regresábamos a casa. Ivonne comenzó a saborear la idea<br />

de volver a sus muñecas y sus amiguitas, al parque de la capital, los bombones, los autos,<br />

pero yo no pude dormir, febril y preocupado. Irme de Santiago, ¡cuando ya era coronel de<br />

243


mi pandilla! ¡Dejar a Ñico y sus cuentos! ¡Y lloré sobre mi almohada!, lloré con desconsuelo<br />

al comprender que se terminaban los veinte días más felices de mi vida.<br />

Por la mañana nos despertaron muy tempranito, mamá Teresa nos acicaló con cuidado<br />

y nos atiborró de dulces y golosinas; mi tío Miguel Ángel hasta me regaló un frasquito,<br />

lleno de un líquido verde, que siempre ambicioné poseer. Mas nada de eso me consolaba.<br />

Cuando llegó el supremo momento de la despedida, se me aguaron los ojos y busqué en mi<br />

derredor… ¿Dónde estaba el negro Ñico? ¡Ah! Al arrancar el auto con mi madre, mi hermana<br />

y yo, el viejo negro, jinete en su arisco Colasín, apareció a la vuelta de una esquina, alzó su<br />

mano diestra en un saludo rítmico y gritó:<br />

—¡Adiós, mi comandante, adiós…!<br />

Han pasado muchos años. Yo nunca volví a ver a Ñico ni a escuchar sus sabrosas historietas.<br />

Cuando la vida me enseñó lo que es verdad y es mentira, hubo en mí cierta rebeldía<br />

al pensar en Ñico. ¿Ñico embustero? ¡No! Ese negro bueno, ese negro de gran imaginación,<br />

no fue nunca un embustero. Aunque mi tío Miguel Ángel o mi hermana Ivonne ni siquiera lo<br />

recuerden, yo sé que el negro Ñico está en el cielo, esperándome impaciente con nuevas historias<br />

y quizás… –¿por qué no?– dispuesto a saludarme, a mi llegada, con un estentóreo:<br />

—¡Salve, mi comandante José Mariano, salve…!<br />

El feo<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

El mayor enemigo de Cándido era el espejo. Nunca quiso, compasivamente, cambiar<br />

su nariz de albóndiga, sus cejas tupidas como bigotes, su mentón prognático, sus<br />

ojos tan pequeños que costaba trabajo encontrarlos en la cara repelente. Pero el espejo<br />

también había sido, en la vida de Cándido, un enemigo silencioso, con quien se podía<br />

conversar de todos los temores y las ansiedades, a quien se podía hacer confidencias, el<br />

único que jamás respondió con evasivas o estalló en carcajadas ante su grotesca cara de<br />

payaso. Y el espejo, para Cándido, fue el único leal compañero en los años de soledad<br />

y de desesperación.<br />

Cándido era viejo ya. Sus memorias, pocas y estrechas, podían guardarse en un solo<br />

bolsillo del corazón. Su miedo, tu timidez, sus vacilaciones, habían llegado a los cincuenta<br />

años como cachorros cansados de jugar a solas. Y su ansia de amar seguía en Cándido como<br />

un animal enjaulado, ansioso de salir a la luz del sol.<br />

Porque Cándido no conocía el amor. Tenía leídos muchos libros y registrados muchos<br />

suspiros, recordaba noches de insomnio y mañanas vacías, mañanas sin besos y sin palabras<br />

de mujer, pero el amor siempre estuvo en la mesa de al lado, siempre pasó por la acera de<br />

enfrente, o se sentó en la butaca de atrás, o se entró en la puerta de la casa que no era la<br />

suya.<br />

Por eso la vida de Cándido no era una vida digna de contarse y él no se atrevió jamás a<br />

compararla con otras vidas que pasaron a su lado. Era la suya una vida pequeña y apagada,<br />

una vida casi dolorosa, casi desesperada. La recibió del vientre de su madre y cuando ella lo<br />

dejó huérfano, Cándido quiso encontrar en su padre aquello que no podía definir, aquello<br />

que no se reía de su nariz ni de su cara, aquello que abría los brazos o bajaba hasta su frente<br />

y suspiraba, aquello que debía ser la bondad. Pero su padre huyó de él avergonzado. Como<br />

era hombre, consideró a Cándido un engaño o un castigo, nunca como a un hijo. Y Cándido<br />

vivió solo, únicamente acompañado por su fealdad.<br />

244


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

Cándido era profesor. En las aulas su talento, un talento construido con el tesón y el<br />

tiempo necesarios para derribar al más viejo de los árboles, era respetado y temido. Durante<br />

sus clases nadie podía reír del feo, porque el feo sabía más que todos los alumnos hermosos<br />

o las alumnas bellas.<br />

Y así navegaba Cándido su existencia, un viejo y renqueante remolcador, carcomido por<br />

aguas que de seguro terminarían un día en el olvidado puerto de la muerte.<br />

Hasta que una tarde, a Cándido se le ocurrió sentarse en un banco del parque que circundaba<br />

la universidad y dar de comer a las palomas. Oscurecía. Platos de sombras rellenaban<br />

el mantel del cielo y en las casas de la ciudad los hombres se lavaban de sus encuentros con<br />

el odio, la ambición o la maledicencia de otros hombres.<br />

La mujer que caminaba por el parque era bella, con la misma belleza que Cándido había<br />

idealizado, con la belleza de los cuadros que colgaban en las paredes de su casa. Cándido<br />

se estremeció cuando la desconocida tomó asiento al lado suyo, en el banco rodeado de<br />

palomas hambrientas.<br />

Cándido esperó. Sabía que ella, en el reojo de sus ojos zarcos, miraría hacia él y reiría,<br />

con la risa que todas las mujeres siempre regalaban al feo. Sabía también que una vez constatada,<br />

su fealdad la ahuyentaría y la vería marchar parque abajo, sin comprender que aquel<br />

hombrecillo sólo pedía unas palabras de misericordia o un saludo, un simple saludo que<br />

abarcara el tiempo, las palomas, el atardecer, un saludo que sin entrar en la amistad tocara<br />

siquiera el conocimiento.<br />

Pero no ocurrió así. Ella lo miró y lo remiró. Luego le dio las buenas tardes. Cándido, al<br />

contestarles temblaba como quien se zambulle en el mar por la primera vez. Y habló con la<br />

mujer. Sus palabras tropezaban, llegaban cojeando, pero salieron de su boca como chiquillos<br />

en vacaciones.<br />

—Me gusta el parque, me gustan los árboles, el rumor de las cascadas, el silbato de los<br />

guardas, las niñeras que se besan bajo los cedros, el ciclista que pedalea, el jinete y su arte<br />

difícil, hoy desusado…<br />

Cándido calló. Aun queriendo continuar, tuvo el valor de cerrar los labios y esperar que<br />

ella dijera algo a cambio. Como era su primer diálogo con una mujer en el parque, Cándido<br />

se sentía más feo que nunca, como si tal cosa fuese posible.<br />

—¿Usted es poeta? –preguntó ella.<br />

—No –le dijo Cándido–, no he podido hacer versos. Esa clase de belleza nunca pudo<br />

tocarme.<br />

Se sentía repentinamente fuerte y desafiador. Si aquella mujer, quizás por equivocación,<br />

llegó para romper su círculo de soledad, él podía provocarla, restregándole la amargura<br />

en la cara, por si quería irse ya y dejarlo tranquilo, dejarlo con su nariz de albóndiga y sus<br />

años cansados.<br />

—Sin embargo –contestó la mujer, derribando un poco la altivez de Cándido–, da usted<br />

de comer a las palomas. ¡Y las palomas son tan amigas mías!<br />

—Y mías –admitió Cándido–, ellas me conocen, ellas no me tienen miedo.<br />

La mujer sonrió con una sonrisa gastada y tranquila. Luego metió la mano en su bolso y<br />

sacó migas de pan, que regó por el césped. Cándido se agarraba a su paraguas, hacía girar<br />

su sombrero hongo en las manos, miraba al cielo, a uno que otro árbol.<br />

—¿No será que las palomas han querido reunirnos? –preguntó ella–. ¿No querrán presentarnos<br />

en esta tarde? ¡Hace tanto frío!<br />

245


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Cándido y la mujer se acercaban. Les parecía que la ciudad se había alejado y que ellos<br />

dos solos presidían un mundo silencioso, donde sólo los cerezos y los sauces podían hablar,<br />

donde sólo las palomas gobernaban y los hombres todavía eran desconocidos.<br />

—Cuando yo era niña –dijo ella–, mi madre no quería dejarme venir al parque ni dar de<br />

comer a las palomas. Por eso, desde que ella murió, las palomas son mis compañeras. ¡Cómo<br />

gustaría de llevármelas a casa y darles todo el dinero que mamá me dejó!<br />

—Hágalo usted, sería hermoso –admitió Cándido.<br />

—No podría, mi casa es pequeña. Además, las palomas gozan más en libertad. En el<br />

parque se sienten mejor.<br />

Cándido se abrió el sobretodo, sacó un cigarrillo, ofreció uno, que ella no aceptó. Al<br />

inhalar la primera bocanada, su pecho se expandió sosegadamente. Todavía estaba lejos la<br />

ciudad, con sus hombres apresurados y sus mujeres que reían, con su cielo lleno de hollín<br />

y sus autos veloces. Le preguntó a ella cómo se llamaba.<br />

—Rosalía –contestó–. ¿Le gusta mi nombre?<br />

Cándido gustó de él y sintió que le gustaba su dueña, con los ojos grandes e inquietos,<br />

con el pelo recogido en un moño, detrás de la nuca tersa y llena de lunares, con las manos<br />

de uñas largas y con venas azules, transparentes.<br />

La noche vino a ellos repentinamente y en el parque las farolas perforaron un poco la<br />

neblina. Las palomas se habían ido, con sus migas de pan en los picos, rumbo a las ramas de<br />

los sauces. El río continuaba corriendo hacia el mar, murmurando en las riberas. El policía<br />

examinó su uniforme y continuó su ronda. Los niños y sus niñeras de seguro dormían.<br />

—¿Querría cenar conmigo? –invitó Cándido. Su fealdad también se había marchado,<br />

en el horizonte, con el día muerto.<br />

—No, amigo mío. En otra ocasión. ¡Nos conocemos tan poco!<br />

Pero ella no se fue. Cándido y Rosalía conversaron en el banco del parque durante muchas<br />

horas, con una conversación tumultuosa, hablándose de cosas que, por intrascendentes,<br />

borraban en Cándido todo recuerdo de amarguras. Y el espejo del cuarto de Cándido no<br />

podría imaginarse que el feo, en esa noche, era el más feliz de los hombres, que casi era un<br />

hombre normal, sin mentón prognático, cejas como bigotes y ojos pequeñitos.<br />

—Yo nunca he amado –le confesó Rosalía–. Para mí el amor es un sentimiento que no<br />

puede darse a nadie, el amor es una nube que cubre el mundo en que vivimos, que nos<br />

arropa, que nos consume.<br />

Cándido se sintió egoísta y ambicioso. ¡Un beso! ¿Por qué no conseguir un solo beso<br />

de aquella mujer que no amaba a nadie? Él jamás había besado, porque los besos colocados<br />

en las mejillas de su madre habían sido regalos. ¡El beso de una mujer! Se estremecía de<br />

pensar que con sólo inclinarse, por sorpresa, podía poner sus labios calientes en la cara de<br />

Rosalía y conseguir un beso. Aunque ella se volviese y le quemase con un bofetón, aunque<br />

ella se levantara y, sin despedirse, se marchara para siempre del banco del parque. Sí, le<br />

pediría un beso, pasase lo que pasase. Y mientras ella hablaba, Cándido medía el rostro<br />

ovalado, discutía con su corazón el lugar exacto dónde poner sus labios, cerrar los ojos y<br />

darle gracias a Dios.<br />

—¿En qué piensa usted? –preguntó ella, como adivinara.<br />

Todavía no tuvo el coraje ni el valor de confesar. Sus ojos se replegaron, como las fisuras<br />

de una pared mal encalada, y su boca, repleta de dientes ennegrecidos, se le quedó apretada,<br />

casi mordida en un gesto de impotencia y de desesperación.<br />

246


—Amigo mío –dijo ella al fin–, debo marcharme. Se hace tarde. Es preciso que nadie me<br />

vea en el parque a estas horas.<br />

—¿Volverá usted? ¿Verdad que volverá, Rosalía?<br />

La voz de Cándido se resquebrajaba y era como el ruido de un trueno en mitad de la<br />

jungla. La mujer se levantó en silencio. Él la siguió. Frente a frente, a Cándido las piernas le<br />

bailaban temblorosas. Las bocas estuvieron cerca, recamadas con la luz de una farola.<br />

—Volveré, amigo mío, volveré al parque, para que conversemos de todas las cosas que<br />

usted conoce mejor que yo. Y las palomas, sus amigas y mis amigas, nos verán juntos. ¿No<br />

es eso lo que quiere?<br />

—Sí –dijo él–, eso es lo único que le pido. Regáleme unos minutos en las tardes. Muéstreme,<br />

Rosalía, que no le asusto, que no se empavorece con mi rostro de payaso, que no soy<br />

para usted el feo de quien ríen todos los hombres y las mujeres de la ciudad.<br />

Rosalía echó atrás su cabeza y le miró de hito en hito. Le puso luego ambas manos en<br />

los hombros. No sonrió. Nada dijo. Y acercando lentamente su cara a la de él, depositó en<br />

la boca de Cándido un beso, un solo beso suave y tibio, un beso que quemó la boca del feo<br />

como un latigazo.<br />

—¡Gracias, Rosalía, gracias…!<br />

Pero ella se iba rápidamente de su lado, caminando por el parque oscuro. Y a la vuelta<br />

del sendero, se la tragó la neblina. Cándido dio un suspiro y se llevó una mano a los labios.<br />

Luego, se besó la mano y miró hacia el cielo.<br />

Cándido abrochó su sobretodo, alzó sus hombros hasta allí caídos, empuñó su paraguas<br />

y caminó también hacia su casa. El aire estaba límpido, el parque cantaba, las palomas<br />

parecían regresar a su lado. Así, no pudo ver a un grupo de gente arremolinado en la calle,<br />

en derredor de una ambulancia. Ni pudo escuchar a dos novios que, cruzándose con él,<br />

comentaban:<br />

—¡Al fin la agarraron! ¡Pobre loca! ¿Sabes que cada vez que se escapa vuelve al manicomio<br />

diciendo que un hombre la ama…? ¡Es Rosalía, la loca romántica!<br />

El loro<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

En varias ocasiones mi amigo mencionó a Sisebuto, su talento y su tacto prodigioso de<br />

mundano. No creo que le prestara mucha atención. Para mí Sisebuto era algún poeta en<br />

quiebra o un filósofo aburrido. Un día, sin embargo, mi amigo me llevó a su casa y conocí<br />

a Sisebuto.<br />

Sisebuto, de verde plumaje, ganchudo y fuerte pico, ojillos traviesos y garras respetables,<br />

resultó ser un loro de lo más distinguido. Y no me pregunten ustedes por qué sé yo<br />

cuando un loro es distinguido o no. Me agradó Sisebuto. A diferencia de otros loros que he<br />

conocido, Sisebuto no se mostró parlanchín, entrometido ni quisquilloso. Por el contrario,<br />

Sisebuto asistió a nuestra conversación con bastante decoro, limpiándose de vez en rato sus<br />

plumas brillantes, guiñándome un ojo o balanceándose en su pértiga con prosopopeya y<br />

ritmo. Sólo en una ocasión, cuando mi amigo levantó la voz para imponerme un juicio suyo,<br />

Sisebuto pronunció una frase sonora, alargando las palabras, como si quisiera probarme<br />

que él sabía más que yo:<br />

—¡Bien, muy bien, muy requetebién…!<br />

Miré a Sisebuto, miré a mi amigo. Me rasqué la cabeza.<br />

247


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¿Se lo enseñaste? –pregunté a mi amigo.<br />

—¡De ninguna manera! ¿No te dije que Sisebuto era admirable?<br />

Y desde esa tarde, admiré a Sisebuto. Cuantas veces me topaba con mi amigo, le preguntaba<br />

por Sisebuto antes de hacerlo por su mujer o sus hijos. Me tranquilizaba saber que<br />

Sisebuto vivía en perfecto estado de salud y envejecía con dignidad y sapiencia.<br />

Mi amigo progresó espléndidamente con los años. Convirtióse en abogado de fama,<br />

luego en millonario.<br />

—¿Cuál es el secreto de tu éxito? –inquirí yo de él.<br />

—Sisebuto –me dijo–. Antes de ir a estrados, le leo mis defensas; antes de hacer un<br />

negocio o comprar un bien raíz, le consulto. Y me basta que Sisebuto diga “Bien, muy bien,<br />

muy requetebién…!” para saber que triunfaré.<br />

—Y Sisebuto –insistí yo con malicia–, ¿sólo sabe decir eso? ¿No te contradice nunca?<br />

—¡Jamás!– ¡Jamás! ¡Sisebuto es un loro inteligentísimo! –terminó mi amigo.<br />

Y al parecer lo era, pues mi amigo fue orador político y arrastró con sus párrafos ditirámbicos<br />

a las multitudes, especuló en la bolsa y sus pujas y repujas pusieron temblequeante al<br />

mercado, escribió novelas y hubo quien lo comparó con Dumas, Balzac o Dostoiesky, tuvo<br />

amantes y hacia él acudieron las cortesanas más lindas y famosas de veinte países.<br />

Al viajar yo, olvidé un poco a mi amigo y su carrera meteórica. Con el tiempo, él y Sisebuto<br />

pasaron, en mi memorial, al rincón de los recuerdos empolvados y telarañosos. ¿Cómo<br />

no asombrarme al leer una tarde en el diario que mi famoso amigo se había pegado un tiro?<br />

Escribí a mis conocidos y uno de ellos, un muchacho de quien siempre creí que sólo sabía<br />

componer sonetos clorofórmicos, me envió esta carta maravillosa:<br />

“Fulano se pegó un tiro. ¡Era de esperarse! Llegó a confiar tanto en Sisebuto, loro al fin,<br />

podía cambiar de opinión. Cuentan que le sometió a Sisebuto un proyecto para terminar de<br />

una vez y por todas con las guerras y Sisebuto, dejándole petrificado, dijo:<br />

“Muy mal, muy requetemal, muy requetemalísimo…!” Fulano abandonó su casa, compró<br />

una pistola y se la aplicó, por cierto con muy poca originalidad, en la sien derecha…”<br />

“¿Y Sisebuto?”, pregunté yo en otra carta.<br />

“Lo vendieron esa tarde. ¿O es que tú creías que la familia del difunto iba a conservar<br />

a un loro tan bruto?”, me replicó mi amigo poeta a vuelta del correo.<br />

El machazo<br />

Todavía no había salido el sol. Los cañaverales, yermos y muertos por la zafra, llegaban<br />

a lamer el bohío de Cirilo. A lo lejos, en el cielo de nácar, unas estrellas holgazanas jugaban<br />

a amanecer. Cirilo se alzó del catre y se restregó los ojos. Con el pie descalzo trató de zarandear<br />

a Quiterio, su compañero.<br />

—Las cinco –le dijo–, hay que cobrar y largarnos.<br />

—¿Qué? –preguntó el otro, todavía dormido.<br />

—Nos vamos, llegó el momento. Hay mucho que caminar.<br />

Quiterio se rascó el cráneo, redondo y brillante, abrió los ojos y miró por la ventana.<br />

—No ande de impacientes compadre. Ni amanece…<br />

Los dos hombres se vistieron con lentitud. En el patio, con agua del pozo, se enjuagaron las<br />

caras y las bocas, haciendo gárgaras sonoras que asustaron a las gallinas de Juana la negra.<br />

—¿No le parece mentira?<br />

248


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

—A mí, no. Mire, Cirilo, ¿usted cree que mis callos y mi espalda, que no hay día en que no<br />

duelan, no saben lo que llevo trabajado cortando caña? Es poca la plata pa tanto sudor…<br />

—Boberías, boberías… Ya son nuestros los pesos, ahora sí que no vamos a andar por<br />

los bateyes.<br />

Cirilo y Quiterio caminaron, rumbo al ingenio. Encima de la sabana quemada podíase<br />

divisar la fábrica de azúcar, cuadrada y hosca, con sus narices de hierro llenas de humo, en<br />

conversación con las locomotoras pequeñitas que acudían de los cuatro ámbitos del cañaveral.<br />

Perfume a melao rondaba por la tierra y en las camisas de los hombres.<br />

—Buen día, Cirilo.<br />

—Con la gracia de Dios…<br />

—¿Conque se va, como los haitianos?<br />

—Como ellos no, Toño. Ellos van de camión y bien lejos. Yo me voy hasta mi pueblo<br />

na más.<br />

—¡Eh, Quiterio! ¿Qué va a hacer con la plata?<br />

—No sé entoavía. A lo mejor me la guardo.<br />

Otros hombres se echaban al camino y se emparejaban con ellos. Algunos eran negros y<br />

no hablaban. Eran los haitianos, para quienes también, con el final de la zafra, había llegado el<br />

día de rehacer el largo camino y volver a su tierra, allende la cordillera, por el lago Enriquillo.<br />

Iban alegres, tintineándoles en el cerebro la pequeña fortuna que cobrarían dentro de poco.<br />

—Paul… ¿Todo listo?<br />

—Cirilo, tou é bien, tou é bien.<br />

—¿Y no agarró la lengua? A lo mejor el año que viene ya la sabe hablar, ¿no, Paul?<br />

—Dificile, muy dificile. Le dominiquén é compliqué.<br />

Reían, bromeaban, se saludaban, mientras la polvareda crecía en el camino, como el<br />

grupo de hombres.<br />

Salió el sol y se trepó en el cielo con prisa, como si él también fuera a cobrar su zafra.<br />

Vientos en caracol soplaron de la costa y el salitre se sintió en las narices, envuelto en una<br />

que otra astillita de bagazo huida de las trituradoras.<br />

Ante las bodegas los hombres hicieron alto. Como las puertas de las oficinas todavía<br />

estaban cerradas, Cirilo y Quiterio se acomodaron debajo de una palmera y comenzaron a<br />

roer pedazos de pan que habían traído en el bolsillo.<br />

—¿No le dije? Mire qué bien hicimos llegando temprano. ¡Va a haber unas colas pa<br />

cobrar…!<br />

—Aunque las haya, ¿qué importa? ¿No era peor andar por los cañaverales cortando<br />

caña? ¿O ya se me olvidó usted del calor y de los alacranes?<br />

—No, de eso no me olvidé, Quiterio, de eso no…<br />

—¿Qué va a hacer con la plata?<br />

Cirilo entrecerró los ojos y enmudeció unos segundos. Cuando habló nuevamente, se le<br />

habían hinchado las aletas de la nariz y el pecho se le arqueaba suavemente.<br />

—Le haré la casa a la vieja y a los muchachos. ¿No sabía?<br />

—Buena obra. Techo pa la familia está bien…<br />

—Toa la vida lo pensé, compadre, y nunca pude… Verá… Los pesos que uno se gana<br />

no dan… Me llevé a la Petra, luego nos casamos, uté sabe cómo es de religiosa… Vinieron<br />

los hijos… Uno, dos, ya andamos por cuatro.<br />

—¡Cuatro!<br />

249


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Ellos llegan con el pan debajo del brazo, dice el refrán. Pero a veces cuesta darles el<br />

pan, y a mí me ha dao brega. Gano, trabajo como burro, ¿pa qué? Cuando contamos los<br />

pesos, no dan más que pa la comida y los trapos.<br />

—¿Y por eso se vino al ingenio?<br />

—Por eso. Aquí uno consigue un poco más y todo junto. La Petra lava ropa y por lo<br />

menos los muchachos no pasan hambre. Ahora me vuelvo con los trescientos pesos y el<br />

bohío se hace, vale. ¡Esta vez se hace!<br />

—¡A cobrar…! ¡A cobrar…!<br />

El grito jubiloso recorrió el grupo de hombres, levantándole. Se acercaron, caracoleando<br />

los pies como potros que quieren dejar los corrales. Y el turno llegó para Cirilo y Quiterio.<br />

—Pérez, Cirilo, trescientos con cuarenta –tronó el pagador.<br />

—Los cuarenta pa tabaco, ¿eh, ñato?<br />

—Está bueno –sonrió el pagador–, veo que no usaste ni un chele.<br />

Cirilo contó los billetes cuidadosamente, se echó el fajo al bolsillo y comenzó a silbar un<br />

merengue, que los otros corearon.<br />

—¿Y usted? –preguntó a Quiterio, quien ya venía detrás, estrallándose los dedos.<br />

—Ciento y treinta. Usted sabe cómo le doy al romito…<br />

Los dos amigos desandaron el camino hacia la casa de Juana la negra. Ella estaba, con<br />

su rechonchez y sus pechos enormes, vigilante en la puerta.<br />

—¿Creía que nos íbamos? Le pago…<br />

—Ansí me gusta. Quien no paga no vuelve.<br />

Zanjaron sus cuentas con Juana. Por lavarles la ropa, por darles camas, por prestarles<br />

lo suficiente para la botellita de ron de los sábados, por el tabaco y el andullo, por el arroz<br />

con habichuelas, los fritos y la carne, por tenerles de huéspedes durante toda la zafra. Y al<br />

viajar el dinero a las manos de la negra, las sonrisas estuvieron con ellos.<br />

—Bueno, Juana, hasta luego. Ya nos vamos.<br />

—¿Regresan el año próximo?<br />

—Dios dirá.<br />

—Yo, no –afirmó Cirilo–, la caña cansa. No tengo pies pa andar entre matas. Lo mío es<br />

la cal y la pintura. En el pueblo trabajo más a gusto.<br />

—Ca hombre piensa como Dios se lo enseña, ¿no, vale? –rezongó Juana.<br />

Se estrecharon las manos. Cirilo dio una nalgada cariñosa en la grupa de Juana. Ella rió<br />

con su batallón de dientes, temblequeando la montaña de sus carnes como en un terremoto.<br />

—¡Ah, Cirilo sinvergüenza! ¿Cómo le gustaría que lo viera su mujer?<br />

El camino, estirado entre los bateyes, debajo del sol que ya quemaba, vio a los amigos<br />

alejarse de la choza de Juana, rumbo a la carretera. Otros hombres también caminaban. En<br />

el cruce, frente a la pulpería enguirnaldada, Quiterio propuso:<br />

—Mientras llega la guagua, ¿nos echamos un trago?<br />

Cirilo se pasó la lengua por el paladar, que encontró seco y pastoso. Sudando, replicó:<br />

—Vaya usted. Yo le espero aquí fuera.<br />

—No me diga que tiene miedo, compadre.<br />

Cirilo pensó en la casa que sus sueños habían construido y no vaciló.<br />

—Pué ser. ¡No entro!<br />

Se alzó duramente la mañana en el cielo. Cirilo se abrió la camisa y se limpió con su<br />

pañuelo las gotas de sudor que se le enredaban en las tetillas zahareñas.<br />

250


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

—¿Y con este calor usté afuera, vale? –le preguntaron los amigos que entraban a mojar<br />

el gaznate.<br />

No se molestó en contestar. ¿Cómo explicarles que si entraba, la mojazón podía extenderse<br />

como un guaraguao y clavársele en todo el cuerpo? ¿Quién mejor que él para saber lo que<br />

era beber, él, Cirilo, que podía terminar una botella de añejo sin pestañear? No, mejor era<br />

no entrar. Además, la guagua estaba llegando, con sus ruedas amarillas y su techo blanco,<br />

llena de hombres y de mujeres, y de niños que sólo sabían llorar.<br />

—¡Quiterio! –gritó–. ¡Que nos vamos!<br />

El otro salió, limpiándose la espuma de la cerveza, enroscada en la nariz y en el bigote,<br />

como algodón.<br />

—Estaba buenaza, compadre, buenaza le digo…<br />

Se encaramaron en el vehículo, pagaron el pasaje y comenzó el viaje. Era larga la cosa,<br />

muchos kilómetros hasta el villorrio donde Cirilo había dejado a su mujer, sus hijos y sus<br />

ansias.<br />

—Es lindo tó esto… ¿No?<br />

Y lo era. La llanura calcinada, con los cuadrados llaneros de maíz y de plátanos; los<br />

bohíos blancos, de puertas azules que parecían ojos de gringas; los cocoteros siempre meciéndose,<br />

como si hubiesen bebido; la carretera asfaltada donde una que otra mano amiga<br />

quedaba levantada en un saludo y voces mansas se alborozaban al pasar la guagua; la<br />

serranía reverdecida y húmeda, preñada de ceibos y de mangos, de algarrobos y de pinos,<br />

con las margaritas y los claveles, las rosas y las azucenas jugando al escondite en la yerba;<br />

los arroyuelos jubilosos bajo puentes que la vegetación parecía estar esperando para cubrir<br />

amorosamente…<br />

—Es lindo, vale, es la tierra nuestra…<br />

Oscurecía cuando se descompuso el motor.<br />

—No hay caso –dijo el chofer, después de meter su cráneo en el cráneo lleno de cilindros<br />

y de tubos y de bloques–, el condenao falla y lo que es yo, no entiendo.<br />

—¡Ah, ñato! –rezongó una mulata llena de hijos–. ¿Va a querer que yo camine? ¿Pa eso<br />

paga una los pesos?<br />

—Mal, no me culpe. Eta mañana etaba bien. ¿Qué hago?<br />

Cirilo sacó la mirada hacia el paisaje y dijo:<br />

—Estamos a la vuelta de la pulpería del gallego. ¿Uté cree que podemos esperar allí?<br />

—Guaite, vale. ¡Quién sabe! A lo mejor esto no anda más. Mecánico no hay por estos<br />

entreveros.<br />

Cirilo y Quiterio se echaron a la carretera y dejaron atrás la guagua con los berridos de<br />

los niños y las protestas de los pasajeros. Tenían sed. La pulpería, con las dos jumiadoras<br />

encendidas detrás de las puertas abiertas, invitaba. El gallego estaba sentado en una mesa<br />

con tres hombres. Todos tenían machetes. Bebían.<br />

—¡Buenas, Cirilo! ¿A pie?<br />

—La guagua no quiso llegar. Ya ve. ¡Y la Petra tan cerca!<br />

—¡Y mire usted –dijo el gallego– que su mujer está hecha un pimpollo!<br />

—¿La vio últimamente?<br />

—Casi todos los días. Como voy al pueblo, la diviso en el río, dale que dale a la ropa.<br />

—Pobre –aclaró triunfalmente Cirilo–, ya llego yo con plata pa acabar ciertas cosas.<br />

—¿Le entra a la casa de que hablaba? –preguntó uno de los campesinos.<br />

251


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¡Claro! ¿Pa qué cree que me chupé toa la zafra?<br />

—Bueno –cortó el gallego–, ¿qué va a ser? ¿Ron o cerveza?<br />

—Pa mí, el romo –dijo Quiterio, relamiéndose.<br />

—Pa mí una cerveza –asintió Cirilo. Nuevamente vio la casa, el techo pegadito, la letrina<br />

pintada del mismo color, el jardincito para que los niños no salieran a jugar a la carretera.<br />

Y al sentirse los billetes, agrupados en su bolsillo como soldados en atención, le subió a los<br />

labios una ancha sonrisa. ¡Al fin iba a tener casa propia!<br />

A la vera del camino se detuvo un auto grande y charolado. Cuatro hombres vestidos<br />

de dril y encorbatados se bajaron de él.<br />

—¡Eh, gallego! ¿Tienes whiskey?<br />

—Buenas noches, don Carlos. Sí, señor, para usted tengo whiskey, y del bueno. La pulpería<br />

no será como le manda Dios, pero surtida lo está. ¿Una botella?<br />

—Si, y hielo y soda. Vamos a beber en regla esta noche.<br />

—¿Alguna fiesta?<br />

—Ujú, en la capital. Hay que calentar el bocao para llegar bien metido. Con las muchachitas<br />

de hoy hay que tener coraje. ¡Que si no…!<br />

El gallego extrajo una botella del vasar, hielo de la nevera y vasos. Después de abrir la<br />

soda, colocó todo en la mesa. Los hombres se sirvieron y comenzaron a beber.<br />

Cirilo daba sorbos de su cerveza y pensaba: “¡Si la Petra supiera! ¡Cómo va a gozar ella<br />

estos pesos que le traigo! Compraré la madera y el zinc, que la piedra tenemos. También<br />

me hacen falta clavos, cal y un poquito de cemento, pa los suelos. No está bien eso de andar<br />

en la tierra, por los niños… Esta cerveza sabe sabrosa… Es el calor, la guagua todo el día…<br />

Cerveza no hace mal… No es como el romo, que me pone raro… La Petra no debe tener<br />

más muchachos… Cuestan, carajo. ¡Qué si cuestan! Y luego me la ponen a Petra gorda, me<br />

le ablandan la barriga. ¡No pue sé! Romo no tomo, aunque lo beba Quiterio. Quiterio no<br />

tiene familia. El pue bebé lo que quiera. La cerveza llena demasiado…”<br />

—Este whiskey es de calidad, gallego –decía en la otra mesa uno de los señores–. Lo<br />

que yo digo, los ingleses inventaron una bebida que les dio un imperio. Whiskey es bueno,<br />

a cualquier hora, en cualquier parte.<br />

—¿Es cierto que ellos lo beben sólo con agua, sin hielo? –preguntó otro.<br />

—¡Caro! Pero en este clima, quema si se bebe así.<br />

—Oiga, Cirilo, ¡déjeme la cerveza! ¡Bébase un trago de macho! –le dijo Quiterio–. ¿No<br />

ve que ya casi está en su casa?<br />

—Casa no tengo –replicó Cirilo–, pero la voy a tené. Y no bebo ron, no, compadre. Hoy<br />

no bebo.<br />

—¿Alguna promesa, vale? –preguntó uno de los señores de corbata, que no pudo dejar<br />

de oír a los dos campesinos.<br />

—Parecido…, sí, señor.<br />

Todos se volvieron sonriendo hacia Cirilo. Y uno de ellos, aquel a quien el gallego llamara<br />

don Carlos, invitó con malicia:<br />

—¿Aceptaría usted un whiskey, compadre?<br />

Cirilo se rascó la cabeza con ostensible indecisión. Nunca habido whiskey en su vida.<br />

Tenía oído relatos de algunos amigos y sabía que no existían muchas diferencias con el ron,<br />

por lo menos en sus efectos, pero él no pudo jamás gastarse sus pocos pesos en beber cosa<br />

tan cara. ¿Por qué no aceptar ahora una copita? Una sola no le haría daño. ¡Claro que no!<br />

252


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

—La verdad –contestó–, la verdad, don Carlos, que no lo he probao.<br />

—Entonces, ven –le dijeron–. ¡Tú, gallego, ofrece a los muchachos de nuestra botella!<br />

El pulpero corrió a complacerles. El whiskey traía buena ganancia. ¡Si todo el mundo<br />

bebiera whiskey! ¡Qué ricos serían los pulperos!<br />

Cirilo miró su vaso. El gallego lo había llenado hasta la mitad con el líquido amarillo. Y<br />

Cirilo lo llevó lentamente hacia los labios. Un sorbo, otro sorbito. Sintió que entraba un río<br />

caliente por la garganta y bajaba hasta la última cueva de su vientre. “¡Esto es buenazo!”<br />

pensó Cirilo, “¡Buenazo de verdad!”<br />

—¿Le gusta? –preguntó don Carlos.<br />

—¡Mucho! –y Cirilo se relamió disimuladamente.<br />

—Pues beba, compadre, que hoy pago yo. ¡Beba!<br />

El segundo vaso aflojó los resortes más íntimos de Cirilo. ¿Qué mal había? Estaba cerca<br />

de la Petra, su dinero dormía intacto en la hondura del bolsillo, él llevaba muchos meses<br />

sin gozarse unos tragos. Sí, había que darse gustos de hombre.<br />

Los sueños de Cirilo, perdidos en el tiempo, comenzaron a clavársele en el corazón. Le<br />

agradó aquello. Los sueños no podían dejarse desparramados, o perdidos. No, sus sueños<br />

eran suyos y debían estar a su lado, haciéndole compañía.<br />

—Don Carlos –se oyó decir a Cirilo con una voz que caminaba firme y segura–, la próxima<br />

botella la pago yo.<br />

El gallego, los hombres, Quiterio, todos miraron a Cirilo. El campesino tenía en el rostro<br />

muchos árboles encrespados.<br />

—Hombre –replicó don Carlos–, no es para tanto. El whiskey cuesta mucho… De todos<br />

modos, gracias.<br />

—Así no –desafió Cirilo–. ¡He dicho que les pago una botella y la pago!<br />

Nadie contradijo. El fajo de billetes se replegó sobre la mesa, como una araña dispuesta<br />

a luchar. La pulpería quedó silenciosa. El gallego puso ante los bebedores la otra botella.<br />

—Cortesía, don Carlos –dijo Cirilo– es ley de esta tierra. Hoy tengo plata…<br />

—Muchacho –aclaró el hacendado–, me das un placer y bebo a tu salud. ¿Pero no crees<br />

que es mejor guardar tus pesos, que tanto te ha costado ganar?<br />

Se acabaron las pautas y las advertencias. Los hombres entraron en la selva de sueños y<br />

desgajaron los árboles de la vacilación. La borrachera se les entregaba, como mujer a precio.<br />

—¡Guaite con el compadre! ¡Bebe con autoridad! –decía Quiterio.<br />

El gallego calculaba en su cabezota las cuatro botellas. Y después las cinco botellas, y dejó<br />

de calcular. En la noche llena de jumiadoras y luna, la pulpería brillaba como una luciérnaga<br />

y las voces roncas de los borrachos asustaban a los sapos en el río. Alguien cantaba:<br />

“General Bimbín,<br />

déjese de bullas,<br />

ya se está creyendo<br />

que toítas son suyas”.<br />

—¡Un merengue! –interrumpió Quiterio, en pugna con su baba.<br />

—Un merengue, que lo pago yo –ordenó Cirilo.<br />

Dentro de la niebla que cubría su cerebro, Cirilo pudo a ratos ver la casa con el techo de zinc,<br />

los niños jugando sobre el suelo de cemento, la Petra por el patio, el algarrobo y los mangos.<br />

Pero como la niebla alejaba aquella casa y él no podía ver bien las caras de la Petra y de los niños,<br />

Cirilo apuró otro trago. Los tragos pasaban ahora como escopetazos, rumbo al mar.<br />

253


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Bueno, Cirilo –se levantó don Carlos, ayudado por su tambaleo–, nosotros debemos<br />

proseguir viaje. Nos vamos.<br />

—¿Tiene miedo? –preguntó la arrogancia de Cirilo, llegada desde el bosque de sus sueños.<br />

—¿Miedo? ¡No, hijo, no!<br />

—Entonces, ¿por qué no bebe con más coraje?<br />

—Mira, Cirilo –y el hacendado se rascó la cabeza–, me gusta emborracharme y no me<br />

tiembla el pulso para hacer cualquier locura, pero tú deberías irte ya para casa. No está bien<br />

que tires el dinero así. ¿Quieres que pague todo esto y te lleve? No me cuesta nada retroceder<br />

un poco, antes de seguir viaje.<br />

“Me desprecia –pensó Cirilo–, el blanquito no quié bebé conmigo”.<br />

—Usted no me lleva, don Carlos –dijo, y los ojos estaban helados–, yo voy a seguí…<br />

Los hombres de corbata se iban. El dinero de don Carlos se levantó en las manos de<br />

Cirilo y regresó al bolsillo de su dueño. El dinero de Cirilo se hizo un charquito verde ante<br />

los ojos del gallego, que se relamía. Don Carlos suspiró y dio las gracias. El auto arrancó,<br />

carretera adelante. Cirilo gritaba:<br />

—¡Se jueron! Vamo a bebé sin pepillos. Gallego, ¡venga otra!<br />

Cuando amaneció, la pulpería estaba callada. El ábrego inclinaba de vez en cuando las palmeras<br />

y un puerco cebado husmeaba a la vera del camino. Como era domingo, la carretera no<br />

tenía ruidos. Las yaguazas se lavaban bajo los sauces. El cielo estaba color de cofre. Llovería.<br />

—¡Cirilo…!<br />

Era Quiterio, dormitando sobre sus manos callosas.<br />

—¿Qué fue, compadre?<br />

—Me duele la cabeza. Como si me picasen las avispas.<br />

—Déjese de avispas. ¿Qué hora é?<br />

Regresaban vacilantemente del abismo, pero todavía no lograban sujetarse a las raíces<br />

cruzadas ante ellos. El sabor en las bocas roía piedras. Los ojos lagañosos se inventaban<br />

cucarachas. El piso no se estaba quieto.<br />

—Cirilo, ¡qué bebedera!<br />

Se irguieron. El gallego roncaba, doblado en su silla como una interrogación.<br />

—¡Gallego! ¡Gallego…!<br />

El pulpero levantó la cabeza. Los ojos eran dos pozos bermejos, sin luz.<br />

—¿Qué pasa, ridiez?<br />

—Otra botella.<br />

—¡No! Se van a matar.<br />

—Mire, o pone la botella aquí –y Cirilo golpeó la mesa– o Dios sabe lo que va a pasá.<br />

¿Me oye?<br />

En la cabeza de Cirilo se abrían círculos que llegaban a mojar una casa y un piso y un<br />

patio. Pero los círculos volvían, en busca de más whiskey.<br />

—Yo no aguanto más –intervino Quiterio–. Me voy, compadre, me voy ahoritica.<br />

—¡Pues váyase! Buen viaje…<br />

—Cirilo, ¿uté se volvió loco? Ahora resulta que se lo quié bebé todito. ¿Es que no le<br />

duele la cabeza?<br />

Cirilo no respondió. Con las manos aferradas al vaso, apuraba rápidamente un trago<br />

más. Quiterio suspiró, abrió la puerta de la pulpería y se fue tropezando. El gallego había<br />

vuelto a roncar en el mostrador. Las mesas se habían vaciado de hombres. Cirilo y la niebla<br />

254


J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

llenaban la pulpería. En la carretera era domingo. El campaneo de la iglesia del pueblo no<br />

llegaba hasta la pulpería.<br />

“Haré la casa con piso de cemento. La Petra podrá dormir tranquila, sin alacranes y<br />

culebras debajo de la hamaca. Mataré todas las culebras. ¡Soy rico!”<br />

Cirilo comenzó a tararear canciones tristes. El dolor de cabeza viviría para siempre en<br />

su cráneo. Bebió. Volvió a beber.<br />

—¡Gallego!<br />

—¡Gallego!<br />

La mano de Cirilo salía del bolsillo horrorizada.<br />

—¡Mi dinero, gallego del diablo! ¡Mi dinero!<br />

—¿Qué dinero, Cirilo? ¿Qué dinero…?<br />

El borracho estaba de pie, con un frío que le calaba los huesos. Las culebras se le enredaban<br />

en la garganta.<br />

—El dinero pa mi casa. ¡El dinero pa mi casa, gallego!<br />

—Oiga, Cirilo. Anoche hubo de todo aquí. ¿O es que no se recuerda?<br />

—Mi dinero, gallego… ¿Dónde está?<br />

El pulpero recibía en la frente la angustia de Cirilo. Y con lástima y desprecio le dijo:<br />

—No me venga con lagrimeos. Usted está bebiendo desde hace más de quince horas,<br />

como un machazo, que es lo que le gusta ser. Desafió anoche a don Carlos, no le dejó pagar,<br />

no dejó pagar a nadie en la pulpería. Consumieron diez botellas de whiskey, mis mejores<br />

cigarros, casi todas mis provisiones. Sólo le cobré setenta pesos. El resto, y es bueno que lo<br />

recuerde, lo jugó a los dados, lo regaló…, ¡qué sé yo! Y no se me haga el incrédulo, que estoy<br />

harto de oírle gritar lo machazo que es…<br />

Los dos hombres quedaron silenciosos. Las moscas runruneaban en derredor de ellos.<br />

El sol no podía acompañarles.<br />

“¡Virgen de la Altagracia! ¿Soy loco? ¿Qué hice?”<br />

La cabeza de Cirilo fue bajando lentamente en el tiempo. El corazón de Cirilo ida delante,<br />

todavía más abajo.<br />

—Uté no me va a engañar –dijo Cirilo.<br />

—¿Yo? ¿Cuándo tuve fama de mentiroso? –y el español se erizaba ofendido.<br />

Cirilo llevó un último vaso a la boca, que le regó el mentón. En seguida, agarrándose<br />

de las sillas, se dirigió hacia la puerta y la abrió. El aire tibio de la serranía le entró en la<br />

nariz. El pulpero no había vuelto a hablar y le miraba con sus ojos adormecidos. Cirilo dio<br />

un portazo y se paró a la vera de la carretera. Nubes trotonas venían desde muy lejos para<br />

observar al borracho. Cirilo miró en dirección del pueblo, oculto detrás de las palmeras y los<br />

mangos. A varios centenares de metros, su Petra lo esperaba. Los niños, de seguro jugaban<br />

en el río. Como era domingo…<br />

—¡Dios! ¡Diooos…!<br />

Fue un grito alargado y rabioso, que en el pecho de Cirilo mataba a la resignación. Pero<br />

Cirilo dio la espalda a Petra y los hijos y mientras caminaba por la carretera, de regreso al<br />

ingenio, a los bateyes y al azúcar, pensaba con dificultad:<br />

“Haré la casa. Tendrá piso de cemento, para que las culebras no suban hasta las hamacas.<br />

Será toda blanca, de cal en la pared. Sí, haré la casa. ¡Sí que la haré!”<br />

No se tocó más el bolsillo, por si en él dormía alguna culebra.<br />

255


n o. 23<br />

JUAN BOSCH<br />

CUENTOS ESCRITOS<br />

EN EL EXILIO<br />

Y<br />

APUNTES SOBRE EL ARTE<br />

DE ESCRIBIR CUENTOS


APUNTES SOBRE EL ARTE<br />

DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

I<br />

El cuento es un género antiquísimo que a través de los siglos ha tenido y mantenido el<br />

favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande,<br />

y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un<br />

maestro de emociones o de ideas.<br />

Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad<br />

de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos<br />

cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan<br />

difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse<br />

que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia<br />

del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad<br />

de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se<br />

escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.<br />

“Importancia” no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La<br />

propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir<br />

a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del<br />

atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento; porque no hay<br />

nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el<br />

autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que<br />

el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.<br />

Aprender a discernir dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica<br />

es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación; es la “tekné”<br />

de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.<br />

A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en<br />

dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudios.<br />

Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo.<br />

Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus,<br />

y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una<br />

persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos<br />

algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar<br />

determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe<br />

llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.<br />

De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio<br />

camino, ser “hermético” o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u<br />

objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse<br />

como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido<br />

como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo<br />

dominan en lo más esencial de su estructura.<br />

El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos,<br />

cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la<br />

novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas<br />

259


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

distintas; y es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez<br />

páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de<br />

esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga<br />

doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre<br />

un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.<br />

El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor<br />

y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no<br />

termina como el novelista lo había planeado, si no como los personajes de la obra lo determinan<br />

con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra<br />

exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres<br />

ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es<br />

lo que se traduce en tensión y por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es<br />

producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad<br />

sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa<br />

de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia<br />

constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil.<br />

Fundamentalmente el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger<br />

su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo,<br />

capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema<br />

que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya<br />

elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema,<br />

como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.<br />

El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género,<br />

al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada:<br />

la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia,<br />

el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por<br />

tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose.<br />

El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes<br />

cuentistas, como Antón Chéjov, que apenas lo usaron. A la deriva, de Horacio Quiroga, no lo<br />

tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras<br />

buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como<br />

debe tener su principio.<br />

No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente<br />

claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una<br />

vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A<br />

partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin<br />

piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una<br />

sola frase aún siendo de tres palabras que no esté lógica y entrañablemente justificada por<br />

ese destino manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere que para él era<br />

más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha<br />

disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.<br />

La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”.<br />

Esa corta frase tenía –y tiene aún en la gente del pueblo– un valor de conjuro; ella sola bastaba<br />

para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento<br />

no empezaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara de un paisaje descrito con<br />

260


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

escasas palabras para justificar la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y<br />

pintándolo en actividad. Aún hoy esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse<br />

con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a<br />

mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.<br />

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio<br />

estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el<br />

hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que<br />

comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a<br />

mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar<br />

un cuento con acierto; despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había una<br />

vez” o “érase una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro.<br />

El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los<br />

grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de<br />

Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente<br />

de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.<br />

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad,<br />

sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer<br />

eso tiene el oficio de cuentista, conoce la “tekné” del género. El oficio es la parte formal de<br />

la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que<br />

lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo<br />

con el toque de su personalidad creadora.<br />

Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que<br />

los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace<br />

sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por<br />

adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la<br />

dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido<br />

su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la<br />

técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad<br />

para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura<br />

de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.<br />

En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de somiinconsciencia. La acción se le<br />

impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas<br />

se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo<br />

la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo<br />

interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como<br />

Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que<br />

descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del<br />

género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos,<br />

en la medida en que la obra humana lo es.<br />

La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda<br />

y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras –búsqueda y selección–<br />

implican lo mismo; buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. El buscará aquello<br />

que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de<br />

niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se<br />

avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.<br />

261


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo<br />

la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, “temas<br />

para novelas y cuentos”, que no interesan al escritor porque nada le dicen a su sensibilidad.<br />

Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a<br />

los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien<br />

concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico<br />

y el trabajo con que se gana la vida.<br />

Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su<br />

propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que<br />

nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner<br />

al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo<br />

sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un<br />

cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad,<br />

estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy<br />

rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. El también puede lograrlo.<br />

II<br />

El cuento es un género literario escueto, al extremo de que un cuento no debe construirse<br />

sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y<br />

ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador se halla forzado a saber con seguridad<br />

adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina.<br />

La primera tarea que el cuentista debe imponerse es la de aprender a distinguir con<br />

precisión cuál hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber<br />

aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima<br />

de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el cuentista<br />

tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho<br />

es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema.<br />

Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un tema de cuento es parte esencial<br />

de la técnica del cuento. Técnica, entendida en el sentido de la “tekné” griega, es esa parte<br />

de oficio o artesanado indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el arte<br />

del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles<br />

caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho; todos esos sucesos<br />

están subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el tema.<br />

Aislado el tema, y debidamente estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede<br />

aproximarse a él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en<br />

forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se dirige hacia ese<br />

hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un acto de los<br />

que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro<br />

del tema, está fuera de lugar y debe ser aniquilada tan pronto aparezca; toda idea ajena<br />

al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la<br />

yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe ser arrancada de raíz.<br />

Cuando el cuentista esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase<br />

a frase de la visión de quien lo lee, pero lo mantiene presente en el fondo de la narración<br />

y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha<br />

262


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

construido el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede hacer<br />

esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más importante que el final<br />

de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al<br />

hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su<br />

presencia no coincide con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta<br />

y la marcha se mantuvo en ritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.<br />

Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos. En ese caso la<br />

marcha será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista tendrá al final será<br />

una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace poco recordaba<br />

que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra que define el<br />

género está en el vocablo latino computus el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos<br />

cuenta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como<br />

en las matemáticas, en el cuento no puede haber confusión de valores.<br />

El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido<br />

como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil<br />

desviar la atención del lector haciéndolo creer, mediante una frase discreta, que el hecho<br />

es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin<br />

embargo no está en él y ni siquiera ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz<br />

que separa el hecho del resto del relato.<br />

El cuento debe ser presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van<br />

siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las<br />

cáscaras, el lector, esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay cortezas y que ha<br />

llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De párrafo en párrafo, la acción<br />

interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa y visible; estará oculta<br />

por las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir<br />

al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercando<br />

el fruto a la boca del goloso.<br />

Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o<br />

por lo menos humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular<br />

las ideas del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento.<br />

En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos<br />

infantiles de Anderson como en las parábolas de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos<br />

tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspasado los límites de su<br />

propia esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de<br />

su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por<br />

mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor supremo<br />

de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor<br />

tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos, relatado en términos<br />

esencialmente humanos.<br />

La selección del tema es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista<br />

debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado para<br />

un cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el don nato del relatador. Pues sucede que<br />

el cuento comienza a formarse en ese acto, en ese instante de la selección del hecho-tema.<br />

Por sí solo, el tema no es en verdad el germen del cuento, pero se convierte en tal germen<br />

precisamente en el momento en que el cuentista lo escoge por tema.<br />

263


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento será pobre o francamente malo<br />

aunque su autor domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo,<br />

no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un artículo<br />

de costumbres o para una página de buen humor.<br />

El tema requiere un peso específico que lo haga universal. Puede ser muy local en su<br />

apariencia, pero debe ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio,<br />

el heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores universales, positivos o<br />

negativos, aunque se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no traspasan las lindes de<br />

lo local; son universales en el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana<br />

o en el de los iglús esquimales.<br />

Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene<br />

que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta<br />

para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano o que conmueva a los hombres,<br />

y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está lleno el mundo; están<br />

llenos los días y las horas, y adonde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos<br />

que son buenos temas.<br />

Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que<br />

bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tiene<br />

que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento. A veces el<br />

cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede estarlo<br />

por su ausencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un ladronzuelo cogido<br />

in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano,<br />

agente de policía, o si la causa del robo es el hambre de la madre del descuidero; y puede<br />

ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe<br />

presentar el desgarrón psicológico que supone traspasar la barrera que hay entre el mundo<br />

normal y el mundo de los delincuentes. En los tres casos el hecho-tema sería distinto; en el<br />

primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; en<br />

el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en el desgarrón psicológico. De donde<br />

puede colegirse por qué hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre<br />

de apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres<br />

posibles cuentos el tema parece ser la captura del ladronzuelo mientras roba, y resulta que<br />

hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia<br />

el corazón del hecho-tema.<br />

Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aun dentro de él hallar el aspecto útil<br />

para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida<br />

disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en<br />

el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del<br />

relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción.<br />

Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la<br />

calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe tener una<br />

idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será<br />

débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento<br />

muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podrá garantizar de antemano<br />

qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el<br />

cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.<br />

264


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Así como en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas,<br />

en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el cuentista se<br />

halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste tiene que gobernarlos. La acción<br />

del cuento está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorialmente regida por el<br />

cuentista; no puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente<br />

en los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y entrañablemente<br />

vinculados al tema. Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos<br />

a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; en un cuento no debe<br />

mencionarse siquiera un cuadro si él no es parte importante en el curso de la acción.<br />

El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne no podrá<br />

garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más,<br />

el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le<br />

agregan grasa a su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan<br />

sus poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre.<br />

El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre<br />

para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con qué<br />

fuerza debe precipitarse sobre ella. Pues sucede que en la oculta trama de ese arte difícil<br />

que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para<br />

herir al otro. Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando<br />

también sobre el lector.<br />

III<br />

Hay una acepción del vocablo “estilo” que lo identifica con el modo, la forma, la manera<br />

particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecución de ésta<br />

o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de<br />

realizar esa obra.<br />

¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos?<br />

Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en<br />

quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos<br />

es un artista; y para el artista –sea cuentista, novelista, poeta, escritor, pintor, músico– las<br />

reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas<br />

leyes son ineludibles.<br />

Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas<br />

hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia<br />

con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las<br />

que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera<br />

peculiar de expresarse que tiene el artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación<br />

de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad.<br />

Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva.<br />

Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado<br />

a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor<br />

nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta<br />

sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que ese don mejora mucho cuando el<br />

conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.<br />

265


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Hagamos abstracción también de las reglas que se refieren a la manera peculiar de<br />

expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca<br />

divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares.<br />

Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro<br />

caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.<br />

La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la<br />

tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y<br />

forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura,<br />

la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.<br />

La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al<br />

artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo –de su generación–,<br />

nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos<br />

influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se<br />

produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa<br />

de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos<br />

admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la<br />

escultura, la pintura y la poesía de hoy se realizan con la vista puesta en la forma más que en<br />

el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes<br />

han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero<br />

en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la<br />

forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores<br />

es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quedarse sólo con las<br />

palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que nos emocionan<br />

no resistirían un análisis del tema que llevan dentro.<br />

Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el<br />

que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la música. No se concibe<br />

música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que en el Bartok del siglo XX. Por<br />

otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo expresa. Esta adecuación de<br />

tema y forma se explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros.<br />

Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden<br />

intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante<br />

que el estilo con que al autor se expresa.<br />

Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido<br />

estricto, el cuento es el relato de un hecho, uno solo, y ese hecho –que es el tema– tiene que<br />

ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.<br />

Antes dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista,<br />

como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e<br />

igual que el aviador, se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner<br />

la mano en las palancas que mueven su máquina”.<br />

La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me<br />

ha llevado a definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”.<br />

A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia<br />

un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho<br />

es desde luego relativa; mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de<br />

los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso<br />

266


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como<br />

temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura<br />

muscular los profesionales del atletismo”.<br />

Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento.<br />

Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito<br />

de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que<br />

uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo<br />

hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez;<br />

siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no<br />

las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.<br />

Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria<br />

de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo<br />

de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos,<br />

fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro<br />

que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria.*<br />

“El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin<br />

darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho…” dije antes.<br />

Obsérvese que el novelista sí da caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino<br />

hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos –a los<br />

que podemos calificar de secundarios– y su entrelazamiento con el suceso principal lo que<br />

hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes<br />

más numerosos y tiempo más largo que el cuento.<br />

El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que<br />

acaece un hecho –uno solo, repetimos–, y el uso de ese tiempo en función de caldo vital del<br />

relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las<br />

líneas más puras de la acción.<br />

Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con<br />

palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann<br />

sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chéjov –y sin duda de otros autores–, pero no dejó<br />

constancia de que conociera la causa del aliento. La causa está en que la epopeya es el relato<br />

de los actos heroicos, y el que los ejecuta –el héroe– es un artista de la acción; así, si mediante<br />

la virtud de describir la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho<br />

realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra,<br />

el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los<br />

grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron.<br />

¿No es esto un privilegio en el mundo del arte?<br />

Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer<br />

que hay una forma –en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo– para poder expresar<br />

la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia del<br />

*Debemos esta aguda observación a Thomas Mann, quien en Ensayo sobre Chéjov, traducción de Aquilino Duque<br />

(en Revista Nacional de Cultura, Caracas, Venezuela, marzo-abril de 1960, págs. 52 y siguientes), dice que Chéjov había<br />

sido para él “un hombre de la forma pequeña, de la narración breve que no exigía la heroica perseveración de años<br />

y decenios, sino que podía ser liquidada en unos días o unas semanas por cualquier frívolo del Arte”. Por todo esto<br />

abrigaba yo un cierto menosprecio (por la obra de Chéjov), sin acabar de apercibirme de la dimensión interna, de la<br />

fuerza genial que logran lo breve y lo suscinto que en su acaso admirable concisión encierran toda la plenitud de la<br />

vida y se elevan decididamente a un nivel épico…<br />

267


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

tema en el género cuento no significa, pues, que la forma puede ser manejada a capricho<br />

por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e<br />

historia, géneros parecidos pero diferentes?<br />

A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de<br />

cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de relato histórico, ni una historia<br />

como si fuera novela o cuento.<br />

Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la<br />

lengua española –porque no conocemos caso parecido en otros idiomas– se pretenda escribir<br />

cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?<br />

Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional”<br />

al cuento “que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen<br />

otros que flotan, elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos<br />

y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes<br />

de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son<br />

otra cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o<br />

momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no<br />

deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones<br />

tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan<br />

conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento”.*<br />

Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros<br />

artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose<br />

desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta<br />

actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano,<br />

o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las mismas causas que han determinado<br />

el cambio de estilo en pintura, escultura y poesía.<br />

Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada<br />

inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el<br />

tema. Se aspira a crear un tipo de cuento –el llamado “cuento abstracto”–, que acaso podrá<br />

llegar a ser un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero<br />

que no es ni será cuento.<br />

Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento?<br />

En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay<br />

que se dirigen a relatar una acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear<br />

un carácter o destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto<br />

problemas sociales, políticos, emocionales, colectivos o individuales; otros buscan conmover<br />

al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático;<br />

los hay humorísticos, tiernos, de ideas. Y desde luego, en cada caso el cuentista tiene que ir<br />

desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue.<br />

Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo<br />

de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez cuentistas<br />

diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas<br />

distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos<br />

pueden ser diez obras maestras.<br />

*Alona (Hernán Díaz Arrieta), Crónica Literaria, en El Mercurio, Santiago de Chile, 21 de agosto de 1955.<br />

268


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia,<br />

a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado<br />

y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los<br />

personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada<br />

con esmero por todos los maestros del cuento.<br />

Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito;<br />

que no cambian porque el cuento sea dramático trágico, humorístico, social, tierno, de ideas,<br />

superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son<br />

ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos,<br />

aristócratas, artistas o peones.<br />

La primera ley es la ley de la fluencia constante.<br />

La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le<br />

haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin<br />

obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema –más lento, más<br />

vivaz–, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna,<br />

física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea<br />

sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.<br />

Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno<br />

porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se<br />

escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría<br />

dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen.<br />

Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por<br />

tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir<br />

buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el<br />

autor ha captado bien la atmósfera del suceso.<br />

La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista<br />

debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción.<br />

La palabra puede exponer la acción, pero no puede suplantarla. Miles de frases son<br />

incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que<br />

dé paso a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de<br />

expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar<br />

su propio léxico.<br />

Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a<br />

la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el<br />

cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho –y de no ser así no está escribiendo<br />

un cuento–, no se halla autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector<br />

del cauce que sigue la acción.<br />

Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia.<br />

Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se<br />

dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino<br />

que sabe lo que busca.<br />

Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque,<br />

oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para<br />

matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un<br />

pintor y más allá el arte abstracto de otro.<br />

269


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto<br />

en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto.<br />

Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la<br />

forma del cuento está regida por su naturaleza activa.<br />

En la naturaleza activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los<br />

hombres de todas las razas en todos los tiempos.<br />

Caracas, septiembre de 1958.<br />

270


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Los amos<br />

CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO<br />

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que<br />

iba a hacerle un regalo.<br />

—Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando.<br />

Si se mejora, vuelva.<br />

Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.<br />

—Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.<br />

—Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso<br />

es bueno.<br />

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro, le caía sobre<br />

el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.<br />

—Ta bien, don Pío –dijo–; que Dio se lo pague.<br />

Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero<br />

de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las<br />

vacas y los críos.<br />

—Qué animao ta el becerrito –comentó en voz baja.<br />

Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y<br />

ahora correteaba y saltaba alegremente.<br />

Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho,<br />

de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso<br />

semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de<br />

los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y<br />

don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.<br />

Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del<br />

arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela<br />

metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía<br />

puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer<br />

escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.<br />

—Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.<br />

—Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia –oyó responder<br />

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de<br />

San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos,<br />

había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.<br />

—Vea, don –dijo–, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la<br />

mañana, porque no le veo barriga.<br />

Don Pío caminó arriba.<br />

—¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.<br />

—Arrímese pa aquel lao y la verá.<br />

Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.<br />

—Dése una caminadita y me la arrea, Cristino –oyó decir a don Pío.<br />

—Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.<br />

—¿La calentura?<br />

271


—Unjú. Me ta subiendo.<br />

—Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.<br />

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo.<br />

Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito…<br />

—¿Va a traérmela? –insistió la voz.<br />

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.<br />

—¿Va a buscármela, Cristino?<br />

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho.<br />

Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.<br />

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.<br />

—Ello sí, don –dijo–; voy a dir. Deje que se me pase el frío.<br />

—Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo<br />

perder el becerro.<br />

Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.<br />

—Sí; ya voy, don –dijo.<br />

—Cogió ahora por la vuelta del arroyo –explicó desde la galería don Pío.<br />

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón<br />

empezó a cruzar la sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería<br />

y se puso junto a don Pío.<br />

—¡Qué día tan bonito, Pío! –comentó con voz cantarina.<br />

El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe, como si<br />

fuera tropezando.<br />

—No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le dí medio<br />

peso para el camino.<br />

Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.<br />

—Malagradecidos que son, Herminia –dijo–. De nada vale tratarlos bien.<br />

Ella asintió con la mirada.<br />

Te lo he dicho mil veces, Pío –comentó.<br />

Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde<br />

de la sabana.<br />

En un bohío<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta,<br />

con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en<br />

una especie de letargo.<br />

El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y<br />

hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también<br />

que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse.<br />

Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un<br />

rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento,<br />

ahí enfrente, el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los<br />

pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio detrás del bohío.<br />

Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de llorar pero sin<br />

lágrimas para hacerlo.<br />

272


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama?<br />

Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del niño y la sentía arder.<br />

—¿No era taita, mama?<br />

—No –negó–. Tu taita viene dispués.<br />

El niño cerró los ojos y se puso de lado. Aun en la oscuridad del aposento se le veía la<br />

piel lívida.<br />

—Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón.<br />

La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se<br />

pudren por dentro y caen un día de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así<br />

a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina.<br />

El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era<br />

huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con<br />

sus grandes ojos serenos. Desde que nació había sido callado.<br />

El cuartucho hedía a tela podrida. La madre –flaca, con las sienes hundidas, un paño<br />

sucio en la cabeza y un viejo traje de listado– no podía apreciar ese olor, porque se hallaba<br />

acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba<br />

que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces<br />

sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por<br />

qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría.<br />

Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío<br />

por última vez –justamente dos días antes de entregarse– todavía el pequeño conuco se veía<br />

limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó,<br />

porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no<br />

pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos –la hembrita y los dos niños–, tan<br />

pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que<br />

se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después llegó el temporal,<br />

aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin<br />

sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en<br />

el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el<br />

piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pudrirse.<br />

Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a<br />

Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado con media docena de huevos<br />

que pudo recoger en nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había<br />

salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad.<br />

Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba: alguien, montando caballo, se acercaba. Salió al<br />

alero del bohío, con los músculos del cuello tensos y los ojos duros. Miró hacia la subida. Sentía<br />

que le faltaba el aire, lo que le obligaba a distender las ventanas de la nariz. De pronto vio un<br />

sombrero de cana que ascendía y coligió que un hombre subía la loma. Su primer impulso<br />

fue el de entrar; pero algo la sostuvo allí, como clavada. Debajo del sombrero apareció un<br />

rostro difuso, después los hombros, el pecho y finalmente el caballo. La mujer vio al hombre<br />

acercarse y todavía no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos pasos, ella le miró<br />

los ojos y sintió, más que comprendió, que aquel desconocido estaba deseando algo.<br />

Había una serie de imágenes vagas pero amargas en la cabeza de la mujer: su hija, los<br />

huevos, los niños enfermos, Teo. Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre.<br />

—Saludo –había dicho él.<br />

273


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la mano y suplicó:<br />

—Déme algo, alguito.<br />

El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. Era una mujer flaca y sucia, que tenía<br />

mirada de loca, que sin duda estaba sola y que sin duda, también, deseaba a un hombre.<br />

—Déme alguito –insistía ella.<br />

Y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea de que ese hombre volvía de La<br />

Vega, y si había ido a vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medicinas. Además,<br />

comprendió que era un hombre y que la veía como a mujer.<br />

—Bájese –dijo ella, muerta de vergüenza.<br />

El hombre se tiró del caballo.<br />

—Yo no más tengo medio peso –aventuró él.<br />

Serena ya, dueña de sí, ella dijo:<br />

—Ta bien; dentre.<br />

El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita alegría. Agarró la jáquina del<br />

caballo y se puso a amarrarla al pie del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya vencido el<br />

peor momento, sintió que se moría, que no podía andar, que Teo llegaba, que los niños no<br />

estaban enfermos. Tenía ganas de llorar y de estar muerta.<br />

El hombre entró preguntando:<br />

—¿Aquí?<br />

Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con una angustia que no le cabía en el<br />

alma se acercó a la puerta del aposento; asomó la cabeza y vio a los niños dormitar. Entonces<br />

dio la cara al extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El hombre vio que los ojos de<br />

la mujer brillaban duramente, como los de los muertos.<br />

—Unjú, aquí –afirmó ella.<br />

El hombre se le acercó, respirando sonoramente, y justamente en ese momento ella sintió<br />

sollozos afuera. Se volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a toda prisa, hecha<br />

un haz de nervios. La niña estaba allí, arrimada al alero, llorando, con los ojos hinchados.<br />

Era pequeña, quemada, huesos y pellejo nada más.<br />

—¿Qué te pasó, Minina? –preguntó la madre.<br />

La niña sollozaba y no quería hablar. La madre perdió la paciencia.<br />

—¡Diga pronto!<br />

—En el río –dijo la pequeña–; pasando el río… Se mojó el papel y na más quedó esto.<br />

En el puñito tenía todo el arroz que había logrado salvar. Seguía llorando, con la cabeza<br />

metida en el pecho, recostada contra las tablas del bohío.<br />

La madre sintió que ya no podía más. Entró, y sus ojos no acertaban a fijarse en nada.<br />

Había olvidado por completo al hombre, y cuando lo vio tuvo que hacer un esfuerzo para<br />

darse cuenta de la situación.<br />

—Vino la muchacha, mi muchacha… Váyase –dijo.<br />

Se sentía muy cansada y se arrimó a la puerta. Con los ojos turbios vio al hombre pasarle<br />

por el lado, desamarrar la jáquima y subir al caballo; después lo siguió mientras él<br />

se alejaba. Ardía el sol sobre el caminante y enfrente mugía la brisa. Ella pensaba: “Medio<br />

peso, medio peso perdío”.<br />

—Mama –llamó el niño adentro– ¿No era taita? ¿No tuvo aquí taita?<br />

Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro al sol, ella se quedó respondiendo:<br />

—No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde.<br />

274


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Luis Pie<br />

A eso de las siete la fiebre aturdía al haitiano Luis Pie. Además de que sentía la pierna<br />

endurecida, golpes internos le sacudían la ingle. Medio ciego por el dolor de la cabeza y la<br />

debilidad, Luis Pie se sentó en el suelo, sobre las secas hojas de la caña, rayó un fósforo y trató<br />

de ver la herida. Allí estaba, en el dedo grueso de su pie derecho. Se trataba de una herida<br />

que no alcanzaba la pulgada, pero estaba llena de lodo. Se había cortado el dedo la tarde<br />

anterior, al pisar un pedazo de hierro viejo mientras tumbaba caña en la colonia Josefita.<br />

Un golpe de aire apagó el fósforo, y el haitiano encendió otro. Quería estar seguro de<br />

que el mal le había entrado por la herida y no que se debía a obra de algún desconocido que<br />

deseaba hacerle daño. Escudriñó la pequeña cortada, con sus ojos cargados por la fiebre, y<br />

no supo qué responderse; después quiso levantarse y andar, pero el dolor había aumentado<br />

a tal grado que no podía mover la pierna.<br />

Esto ocurría el sábado, al iniciarse la noche. Luis Pie pegó la frente al suelo, buscando el fresco<br />

de la tierra, y cuando la alzó de nuevo le pareció que había transcurrido mucho tiempo. Hubiera<br />

querido quedarse allí descansando; mas de pronto el instinto le hizo sacudir la cabeza.<br />

—Ah… Pití Mishé ta eperán a mué –dijo con amargura.<br />

Necesariamente debía salir al camino, donde tal vez alguien le ayudaría a seguir hacia<br />

el batey; podría pasar una carreta o un peón montado que fuera a la fiesta de esa noche.<br />

Arrastrándose a duras penas, a veces pegando el pecho a la tierra, Luis Pie emprendió el<br />

camino. Pero de pronto alzó la cabeza: hacia su espalda sonaba algo como un auto. El haitiano<br />

meditó un minuto. Su rostro brillante y sus ojos inteligentes se mostraban angustiados ¿Habría<br />

perdido el rumbo debido al dolor o la oscuridad lo confundía? Temía no llegar al camino<br />

en toda la noche, y en ese caso los tres hijitos le esperarían junto a la hoguera que Miguel, el<br />

mayor, encendía de noche para que el padre pudiera prepararles con rapidez harina de maíz<br />

o les salcochara plátanos, a su retorno del trabajo. Si él se perdía, los niños le esperarían hasta<br />

que el sueño los aturdiera y se quedarían dormidos allí, junto a la hoguera consumida.<br />

Luis Pie sentía a menudo un miedo terrible de que sus hijos no comieran o de que Miguel,<br />

que era enfermizo, se le muriera un día, como se le murió la mujer. Para que no les faltara<br />

comida Luis Pie cargó con ellos desde Haití, caminando sin cesar, primero a través de las<br />

lomas, en el cruce de la frontera dominicana, luego a lo largo de todo el Cibao, después recorriendo<br />

las soleadas carreteras del Este, hasta verse en la región de los centrales de azúcar.<br />

—Oh Bonyé! –gimió Luis Pie, con la frente sobre el brazo y la pierna sacudida por temblores–,<br />

pití Mishé va a ta esperán to la noche a son per.<br />

Y entonces sintió ganas de llorar, a lo que se negó porque temía entregarse a la debilidad.<br />

Lo que debía hacer era buscar el rumbo y avanzar. Cuando volvió a levantar la cabeza ya<br />

no se oía el ruido del motor.<br />

—No, no ta sien pallá; ta sien pacá –afirmó resuelto. Y siguió arrastrándose, andando<br />

a veces a gatas.<br />

Pero sí había pasado a distancia un motor. Luis Pie llegó de su tierra meses antes y se<br />

puso a trabajar, primero en la Colonia Carolina, después en la Josefita; e ignoraba que detrás<br />

estaba otra colonia, la Gloria, con su trocha medio kilómetro más lejos, y que don Valentín<br />

Quintero, el dueño de la Gloria, tenía un viejo Ford en el cual iba al batey a emborracharse<br />

y a pegarles a las mujeres que llegaban hasta allí, por la zafra, en busca de unos pesos. Don<br />

Valentín acababa de pasar por aquella trocha en su estrepitoso Ford; y como iba muy alegre,<br />

275


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

pensando en la fiesta de esa noche, no tomó en cuenta, cuando encendió el tabaco, que el<br />

auto pasaba junto al cañaveral. Golpeando en la espalda al chofer, don Valentín dijo:<br />

—Esa Lucía es una sinvergüenza, sí señor, ¡pero qué hembra!<br />

Y en ese momento lanzó el fósforo, que cayó encendido entre las cañas. Disparando<br />

ruidosamente el Ford se perdió en dirección del batey para llegar allá antes de que Luis Pie<br />

hubiera avanzado trescientos metros.<br />

Tal vez esa distancia había logrado arrastrase el haitiano. Trataba de llegar a la orilla del<br />

corte de la caña, porque sabía que el corte empieza siempre junto a una trocha; iba con la<br />

esperanza de salir a la trocha cuando notó el resplandor. Al principio no comprendió; jamás<br />

había visto él un incendio en el cañaveral. Pero de pronto oyó chasquidos y una llamarada<br />

gigantesca se levantó inesperadamente hacia el cielo, iluminando el lugar con un tono rojizo.<br />

Luis Pie se quedó inmóvil del asombro. Se puso de rodillas y se preguntaba qué era aquello.<br />

Mas el fuego se extendía con demasiada rapidez para que Luis Pie no supiera de qué se<br />

trataba. Echándose sobre las cañas, como si tuvieran vida, las llamas avanzaban ávidamente,<br />

envueltas en un humo negro que iba cubriendo todo el lugar; los tallos disparaban sin cesar<br />

y por momentos el fuego se producía en explosiones y ascendía a golpes hasta perderse en<br />

la altura. Se levantó y pretendió correr a saltos sobre una sola pierna. El haitiano temió que<br />

iba a quedar cercado. Quiso huir. Pero le pareció que nada podría salvarle.<br />

—¡Bonyé, Bonyé! –empezó a aullar, fuera de sí; y más alto aún:<br />

—¡Bonyéeee!<br />

Gritó de tal manera y llegó a tanto su terror, que por un instante perdió la voz y el<br />

conocimiento. Sin embargo siguió moviéndose, tratando de escapar, pero sin saber verdad<br />

qué hacía. Quienquiera que fuera, el enemigo que le había echado el mal se valió de fuerzas<br />

poderosas. Luis Pie lo reconoció así y se preparó a lo peor.<br />

Pegado a la tierra, con sus ojos desorbitados por el pavor, veía crecer el fuego cuando<br />

le pareció oír tropel de caballos, voces de mando y tiros. Rápidamente levantó la cabeza. La<br />

esperanza le embriagó.<br />

—¡Bonyé, Bonyé –clamó casi llorando–, ayuda a mué, gran Bonyé; tú salva a mué de<br />

murí quemá!<br />

¡Iba a salvarlo el buen Dios de los desgraciados! Su instinto le hizo agudizar todos los<br />

sentidos. Aplicó el oído para saber en qué dirección estaban sus presuntos salvadores; buscó<br />

con los ojos la presencia de esos dominicanos generosos que iban a sacarlo del infierno de llamas<br />

en que se hallaba. Dando la mayor amplitud posible a su voz, gritó estentóreamente:<br />

—¡Dominiquén bon, aquí ta mué, Lui Pié! ¡Salva a mué, dominiquén bon!<br />

Entonces oyó que alguien vociferaba desde el otro lado del cañaveral. La voz decía:<br />

—¡Por aquí, por aquí! ¡Corran, que está cogío! ¡Corran, que se puede ir!<br />

Olvidándose de su fiebre y de su pierna, Luis Pie se incorporó y corrió. Iba cojeando,<br />

dando saltos, hasta que tropezó y cayó de bruces. Volvió a pararse al tiempo que miraba<br />

hacia el cielo y mascullaba:<br />

—Oh Bonyé, gran Bonyé que ta ayudán a mué…<br />

En ese mismo instante la alegría le cortó el habla, pues a su frente, irrumpiendo por entre<br />

las cañas, acababa de aparecer un hombre a caballo, un salvador.<br />

—¡Aquí está, corran! –demandó el hombre dirigiéndose a los que le seguían.<br />

Inmediatamente aparecieron diez o doce, muchos de ellos a pie y la mayoría armado de<br />

mochas. Todos gritaban insultos y se lanzaban sobre Luis Pie.<br />

276


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—¡Hay que matarlo ahí mismo, y que se achicharre con la candela ese maldito haitiano!<br />

–se oyó vociferar.<br />

Puesto de rodillas, Luis Pie, que apenas entendía el idioma, rogaba enternecido:<br />

—¡Ah dominiquén bon, salva a mué, salva a mué pa llevá manyé a mon pití!<br />

Una mocha cayó de plano en su cabeza, y el acero resonó largamente.<br />

—¿Qué ta pasán? –preguntó Luis Pie lleno de miedo.<br />

¡No, no! –ordenaba alguien que corría–. ¡Denle golpe, pero no lo maten! ¡Hay que dejarlo<br />

vivo para que diga quienes son sus cómplices! ¡Le han pegado fuego también a la Gloria.<br />

El que así gritaba era don Valentín Quintero, y él fue el primero en dar el ejemplo. Le<br />

pegó al haitiano en la nariz, haciendo saltar la sangre. Después siguieron otros, mientras<br />

Luis Pie, gimiendo, alzaba los brazos y pedía perdón por un daño que no había hecho. Le<br />

encontraron en los bolsillos una caja con cuatro o cinco fósforos.<br />

—¡Canalla, bandolero; confiesa que prendiste candela!<br />

—Uí, uí, –afirmaba el haitiano. Pero como no sabía explicarse en español no podía decir<br />

que había encendido dos fósforos para verse la herida y que el viento los había apagado.<br />

¿Qué había ocurrido? Luis Pie no lo comprendía. Su poderoso enemigo acabaría con<br />

él; le había echado encima a todos los terribles dioses de Haití, y Luis Pie, que temía a esas<br />

fuerzas ocultas, no iba a luchar contra ellas porque sabía que era inútil.<br />

—¡Levántate, perro! –ordenó un soldado.<br />

Con gran asombro suyo, el haitiano se sintió capaz de levantarse. La primera arremetida<br />

de la infección había pasado, pero él lo ignoraba. Todavía cojeaba bastante cuando dos soldados<br />

lo echaron por delante y lo sacaron al camino; después, a golpes y empujones, debió<br />

seguir sin detenerse, aunque a veces le era imposible sufrir el dolor en la ingle.<br />

Tardó una hora en llegar al batey, donde la gente se agolpó para verlo pasar. Iba echando<br />

sangre por la cabeza, con la ropa desgarrada y una pierna a rastras. Se le veía que no podía<br />

ya más, que estaba exhausto y a punto de caer desfallecido.<br />

El grupo se acercaba a un miserable bohío de yaguas paradas, en el que apenas cabía un<br />

hombre y en cuya puerta, destacados por una hoguera que iluminaba adentro la vivienda, estaban<br />

tres niños desnudos que contemplaban la escena sin moverse y sin decir una palabra.<br />

Aunque la luz era escasa todo el mundo vio a Luis Pie cuando su rostro pasó de aquella<br />

impresión de vencido a la de atención; todo el mundo vio el resplandor del interés en sus<br />

ojos. Era tal el momento que nadie habló. Y de pronto la voz de Luis Pie, una voz llena de<br />

angustia y de ternura, se alzó en medio del silencio diciendo:<br />

—¡Pití Mishé, mon pití Mishé! ¿Tú no ta enferme, mon pití? ¿Tú ta bien?<br />

El mayor de los niños, que tendría seis años y que presenciaba la escena llorando amargamente,<br />

dijo entre su llanto, sin mover un músculo, hablando bien alto:<br />

—¡Sí, per; yo ta bien; to nosotro ta bien, mon per!<br />

Y se quedó inmóvil, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.<br />

Luis Pie, asombrado de que sus hijos no se hallaran bajo el poder de las tenebrosas<br />

fuerzas que le perseguían, no pudo contener sus palabras.<br />

—¡Oh Bonyé, tú sé gran! –clamó volviendo al cielo una honda mirada de gratitud.<br />

Después abatió la cabeza, pegó la barbilla al pecho para que no lo vieran llorar, y empezó<br />

a caminar de nuevo, arrastrando su pierna enferma.<br />

La gente que se agrupaba alrededor de Luis Pie era ya mucha y pareció dudar entre seguirlo<br />

o detenerse para ver a los niños; pero como no tardó en comprender que el espectáculo<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

que ofrecía Luis Pie era más atrayente, decidió ir tras él. Sólo una muchacha negra de acaso<br />

doce años se demoró frente a la casucha. Pareció que iba a dirigirse hacia los niños; pero al<br />

fin echó a correr tras la turba, que iba doblando una esquina. Luis Pie había vuelto el rostro,<br />

sin duda para ver una vez más a sus hijos, y uno de los soldados pareció llenarse de ira.<br />

—¡Ya ta bueno de hablar con la familia! –rugía el soldado.<br />

La muchacha llegó al grupo justamente cuando el militar levantaba el puño para pegarle<br />

a Luis Pie, y como estaba asustada cerró los ojos para no ver la escena. Durante un segundo<br />

esperó el ruido.<br />

Pero el chasquido del golpe no llegó a sonar. Pues aunque deseaba pegar, el soldado<br />

se contuvo. Tenía la mano demasiado adolorida por el uso que le había dado esa noche, y,<br />

además, comprendió que por duro que le pegara Luis Pie no se daría cuenta de ello.<br />

No podía darse cuenta porque iba caminando como un borracho, mirando hacia el cielo<br />

y hasta ligeramente sonreído.<br />

La Nochebuena de Encarnación Mendoza<br />

Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un<br />

árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en<br />

su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues<br />

como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse<br />

en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para<br />

su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los<br />

campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre<br />

hojas de caña.<br />

A las siete de la mañana los hechos parecían estar sucediéndose tal como había pensado<br />

el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y<br />

tal vez llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres<br />

no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a<br />

gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado<br />

hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. El conocía bien el lugar; las familias que vivían<br />

en las hondonadas producían leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que<br />

habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del<br />

batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quien se atreviera<br />

a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza;<br />

y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le<br />

viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano.<br />

Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que<br />

había escogido el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino<br />

a jugar en su contra.<br />

Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por<br />

las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de<br />

que comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena.<br />

La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que<br />

cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba<br />

al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente,<br />

quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo<br />

frituras de bacalao.<br />

El caserío donde ellos vivían –del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales<br />

de las tierras incultas– tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte<br />

techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo<br />

un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas<br />

cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz<br />

que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste<br />

el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante<br />

diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra<br />

negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba<br />

uno “para amamantar a la madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que<br />

la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de<br />

precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorillo tendría que cargarlo<br />

casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que<br />

esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo, corrió hacia la<br />

casucha gritando:<br />

—¡Doña Ofelia, empréstame a Azabache, que lo voy a llevar allí!<br />

Oyéranle o no, ya él había pedido autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino,<br />

tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos.<br />

Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.<br />

Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al<br />

tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa<br />

especie de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los<br />

animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del<br />

niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera<br />

la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo, él podía ver<br />

hasta donde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, no estaba<br />

el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban<br />

atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por<br />

donde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.<br />

El negro cachorrillo correteó, jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe<br />

de movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos<br />

ladridos. Llamándolo a voces, y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando<br />

de pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un<br />

hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no se explicaba su<br />

presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó<br />

huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un crimen<br />

dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus<br />

ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz<br />

de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad levantó una<br />

mano, fija la mirada en el difunto, temblando, mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus<br />

pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento.<br />

En su miedo, pretendió adelantarse al muerto; pegó un salto sobre el cachorrillo, al cual<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas,<br />

cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia<br />

la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando<br />

hacia el lejano lugar de su aventura:<br />

—¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!<br />

A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:<br />

—¿Qué tá diciendo ese muchacho?<br />

Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés<br />

de parte de los presentes así como los datos que solicitó del muchacho.<br />

El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento<br />

del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de<br />

año. Pero el sargento era expeditivo: quince minutos después de haber oído a Mundito el<br />

sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto<br />

cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza.<br />

El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus<br />

hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las<br />

primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro<br />

y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quema de tierras. En toda la región se sabía<br />

que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado donde<br />

se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los<br />

vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día<br />

de San Juan cuando ocurrieron los hechos que costaron la vida al cabo Pomares.<br />

Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba<br />

a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos,<br />

Encarnación Mendoza comprendía que con el deseo de abrazar a su mujer y de contarles<br />

un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la<br />

casucha, la luz de la lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía<br />

del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El<br />

cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia.<br />

Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda.<br />

Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba<br />

nada malo y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan,<br />

cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y<br />

que no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo<br />

hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Sólo imaginar<br />

que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando<br />

por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor.<br />

Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría<br />

o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la<br />

rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido<br />

prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo valía la pena pensarlo<br />

dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta,<br />

y le veía cruzando el camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí,<br />

por de pronto estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir, caminar con cautela orillando<br />

los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que<br />

280


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera,<br />

que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las<br />

mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de<br />

la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar<br />

de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir.<br />

Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía:<br />

—Taba ahí, sargento.<br />

—¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?<br />

—En ése –aseguró el niño.<br />

“En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba<br />

Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces y el<br />

sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de<br />

caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése”. La situación<br />

era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando<br />

al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación<br />

Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que<br />

pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había<br />

que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:<br />

—¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!<br />

Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación<br />

podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las<br />

cosas estaban poniéndose feas.<br />

Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento<br />

Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido,<br />

maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver<br />

alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.<br />

—¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? –preguntó el sargento.<br />

—Sí, aquí era –afirmó Mundito, bastante asustado ya.<br />

—Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie –terció el número Arroyo.<br />

El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.<br />

—Mire, yo venía por aquí con Azabache –empezó a explicar Mundito– y lo diba corriendo<br />

asina –lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo–, y él cogió y se metió ahí.<br />

Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de Mundito preguntando:<br />

—¿Cómo era el muerto?<br />

—Yo no le vide la cara –dijo el niño, temblando de miedo–; solamente le vide la ropa.<br />

Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao…<br />

—¿De qué color era el pantalón? –inquirió el sargento.<br />

—Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro encima de la cara…<br />

Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar.<br />

A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia<br />

y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa<br />

y lo perseguiría toda la vida.<br />

De todas maneras, supiéralo o no Mundito, en ese tablón de cañas no darían con el<br />

cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón,<br />

y después hacia otros más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero<br />

281


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

cuando el niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo, con el perrillo bajo el brazo. Su<br />

miedo lo paró en seco al ver el dorso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral.<br />

No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana.<br />

—¡Ta aquí, sargento; ta aquí! –gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido<br />

el fugitivo–. ¡Dentró ahí!<br />

Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima<br />

consigo mismo por el lío en que se había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos<br />

que le acompañaban, se habían vuelto al oír la voz del chiquillo.<br />

—Cosa de muchacho –dijo calmosamente Nemesio Arroyo.<br />

Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:<br />

—Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón ni una ve! –gritó.<br />

Y así empezó la cacería, sin que los cazadores supieran qué pieza perseguían.<br />

Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres<br />

o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y<br />

todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del<br />

horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que<br />

estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores –que ignoraban a<br />

quién buscaban–, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle<br />

mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan.<br />

Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto<br />

y a su voluntad de escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los<br />

soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese<br />

podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y<br />

seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó<br />

a todo pulmón:<br />

—¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza!<br />

¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado ¡Encarnación Mendoza!<br />

—¡Vengan! –demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la<br />

mano, hacia donde señalaba el peón que había visto el prófugo.<br />

Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones convertían en sofocante<br />

y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando<br />

voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una<br />

trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio<br />

tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.<br />

—¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número! –ordenó a<br />

gritos el sargento.<br />

Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los<br />

ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un lado a otro dándose voces entre sí,<br />

recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.<br />

Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más;<br />

se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían<br />

pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues<br />

era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres<br />

y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo<br />

de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido”.<br />

282


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía<br />

el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la<br />

columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la maleza. Se revolcaba en la<br />

tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole<br />

a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de<br />

la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.<br />

Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los<br />

dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de<br />

la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a<br />

llover, si bien por entonces no con fuerza. Y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el<br />

cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís<br />

y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un<br />

tren del ingenio para ir a La Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la<br />

ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera<br />

las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos y él podría detener un automóvil,<br />

hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.<br />

—¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera! –dijo<br />

dirigiéndose al que tenía más cerca.<br />

No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado<br />

hacía sonar sin descanso los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios<br />

peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y<br />

lo amarraron como pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos, a los que escogió<br />

para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.<br />

No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló<br />

y quedó colgando bajo el vientre del asno. Este resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre<br />

el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al<br />

principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, de hojas grandes arrancadas a<br />

los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más.<br />

La lúgubre comitiva anduvo sin cesar, la mayor parte del tiempo en silencio aunque de<br />

momento la voz de un soldado comentaba:<br />

—Vea ese sinvergüenza.<br />

O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada.<br />

Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre por efectos de la lluvia;<br />

y con la oscuridad el camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta.<br />

Serían más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:<br />

—Allá se ve una lucecita.<br />

—Sí, del caserío –explicó el sargento; y al instante urdió un plan del que se sintió enormemente<br />

satisfecho.<br />

Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería<br />

algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar,<br />

ordenó con su áspera voz:<br />

—Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo seguir mojándono.<br />

Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba<br />

a los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el<br />

cuerpo estuvo suelto llamó a la puerta de una casucha justo a tiempo para que la mujer que<br />

283


salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación<br />

Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes destrozados<br />

por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar<br />

haciendo una mueca horrible.<br />

La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la<br />

locura; y llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres<br />

pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:<br />

—¡Ay m’shijo, m’shijo; se han quedao guérfano… han matao a Encarnación!<br />

Espantados, atropellándose, los niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas<br />

de la madre.<br />

Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían llanto y horror:<br />

—¡Mama, mi mama! ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!<br />

El funeral<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Cuando empezaron a caer las lluvias de mayo el agua fue tanta que se posó en los<br />

potreros formando lagunatos. Despeñándose por los flancos de la loma, chorros impetuosos<br />

arrastraban piedras y levantaban un estrépito que asustaba a las vacas. Las infelices<br />

mugían y se acercaban a las puertas del potrero, con las cabezas altas, como rogando que<br />

las sacaran de ese sitio. Los entendidos en ganado, que oían a las reses bramar, decían que<br />

pronto se les resblandecerían las pezuñas. Aconsejado por ellos, don Braulio dispuso que<br />

llevaran las vacas hacia las cercanías de la casa, pero se negó resueltamente a que Joquito<br />

bajara con ellas.<br />

Joquito, pues, se quedó solo en el potrero: Estuvo inquieto toda la tarde y pasó la noche<br />

bajo un memizo, bramando de cuando en cuando. Bramó también unas cuantas veces al día<br />

siguiente; sin embargo no desesperó hasta el atardecer; a la hora de las dos luces, sin duda<br />

convencido de que sus compañeras no regresarían, lanzó bramidos tan dolorosos que hicieron<br />

ladrar de miedo a todos los perros de la comarca. Al iniciarse la noche se oyó el toro hacia<br />

el fundo del potrero, pegado a las lomas; más tarde, cerca del camino real, lo que indicaba<br />

que corría el campo sin cesar y de seguir así no tardaría en saltar sobre la alambrada. Poco<br />

antes del amanecer don Braulio oyó a los perros que ladraban en forma agitada muy cerca<br />

de la casa; a poco oyó un bramido corto y el sordo trote de la bestia, que sin duda correteaba<br />

alegremente por el camino real.<br />

Suelto en aquel lugarejo, donde no había más reses que las ventanitas de don Braulio,<br />

un toro como Joquito era una amenaza para todo el vecindario, de manera que había que<br />

encerrarlo en el potrero cuanto antes, y para eso salió don Braulio con sus peones y unos<br />

cuantos perros.<br />

Don Braulio montaba su potro bayo, verdadera joya entre caballos, y encabezaba el grupo.<br />

Llevaban media hora de marcha y los hombres iban charlando alegremente; de pronto una<br />

mujer gritó que el toro venía sobre ellos, noticia que produjo alguna confusión. Como en<br />

un frenesí, los perros comenzaron a ladrar y a correr hacia el frente, como si hubieran olido<br />

a Joquito. Con efecto, Joquito no tardó en dejarse ver. Avanzaba en una carrera de paso parejo,<br />

ladeándose con gracia juvenil, y hacía retumbar la tierra bajo sus patas. Al tropezar con<br />

los perros se detuvo un momento y miró en semicírculo. Estudiaba la situación, que no le era<br />

favorable porque no había salida sino hacia atrás. Joquito no parecía dispuesto a volver por<br />

284


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

donde había llegado. De súbito pateó la tierra, bajó la testuz y lanzó un bramido retumbante,<br />

que hizo huir a los perros. Los hombres se habían quedado inmóviles.<br />

Pero don Braulio era un viejo duro, y diciendo algunas palabras bastantes puercas se<br />

adelantó hacia el animal. Joquito no dudó un segundo: con la cabeza baja, arremetió con<br />

todo su peso. Los peones vieron esa mole rojiza, de brillante pelamen, cuya nariz iba rozando<br />

el suelo, arremeter ciegamente con la cola erecta. Don Braulio ladeó su bayo y eludió el<br />

encuentro. Joquito se detuvo en seco. Como los peones gritaban y le tiraban sogas al tiempo<br />

que los perros lo atormentaban con sus ladridos, el toro se llenaba de ira y rascaba la tierra<br />

con sus patas delanteras. La cola parecía saltarle de un lado a otro, fueteándole las ancas.<br />

Don Braulio volvió a pasar frente al animal, y éste, fuera de sí, se lanzó con tanta fuerza<br />

sobre la sombra del caballo que fue a dar contra la palizada del conuco de Nando, y del golpe<br />

echó abajo un lienzo de tablas. Al ver ante sí un hueco abierto, Joquito pareció llenarse de<br />

una diabólica alegría; se metió en el conuco y en menos de un minuto tumbó dos troncos<br />

jóvenes de plátano, destrozó la yuca y malogró un paño de maíz tierno. Nando se lamentaba<br />

a gritos y don Braulio pensaba cuanto iba a costarle esa tropelía de su toro.<br />

Dos veces más se repitió el caso, en el término de media hora: una en el arrozal del viejo<br />

Morillo, más allá del arroyo, donde Joquito batió la tierra y confundió las espigas con el lodo;<br />

otra en el bohío de Anastasio, en cuyo jardín entró, haciendo llorar de miedo a los niños y<br />

asustando a las mujeres. Don Braulio pensó que tendría que matar al toro, y era un milagro<br />

que a medio día Joquito siguiera vivo.<br />

A las dos de la tarde, sudados, molidos, los peones pedían reposo para comer. Habían<br />

recorrido a paso largo todo el sitio, desde la Cortadera hasta el Jagüey, desde la loma hasta<br />

el fundo de Morillo. Algunos vecinos se habían unido a la persecución y los perros acezaban,<br />

cansados. Plantado en su caballo, don Braulio se sentía humillado. En eso, de un bohío<br />

cercano alguien gritó que Joquito llegaba.<br />

—¡Ahora veremos si somos hombres o qué! –gritó don Braulio.<br />

Apareció el toro, pero no con espíritu agresivo; ramoneaba tranquilamente a lo largo del<br />

camino, moviéndose con la mayor naturalidad. Por lo visto Joquito no quería luchar; sólo<br />

pedía libertad para correr a su gusto y para comer lo que le pareciera.<br />

Pero los perros estaban de caza, y en viendo al toro comenzaron a ladrar de nuevo. Con<br />

graves ojos, Joquito se volvió a ellos, y en señal de que los menospreciaba, tornó a ramonear.<br />

Los perros se envalentonaron, y uno de ellos llevó su atrevimiento hasta morderle una pata.<br />

Joquito giró violentamente y en rápida embestida atacó a sus perseguidores. El animal había<br />

perdido otra vez la cabeza.<br />

Pero también don Braulio había perdido la suya. El cansancio, la idea de todos los daños<br />

que tendría que pagar, la vergüenza de haber fracasado, y quizá hasta el hambre, le encolerizaron<br />

a tal punto que espoleó al bayo sin tomar precauciones. Así, el choque fue inevitable.<br />

El golpe paralizó a la peonada, que durante unos segundos interminables vio cómo Joquito<br />

mantenía en el aire al bayo, mientras don Braulio hacía esfuerzos por sujetarse al pescuezo<br />

de su caballo. De súbito el caballo salió disparado y cayó sobre las espinosas mayas que<br />

orillaban el camino, y de su vientre salió un chorro de sangre que parecía negra. Desde el<br />

suelo, adonde había sido lanzado, don Braulio sacó su revólver y disparó.<br />

Entre los gritos de los peones resonaron cinco disparos. Joquito caminó, con pasos cada vez<br />

más tardos; después dobló las rodillas, pegó el pescuezo en tierra y pareció ver con indecible<br />

tristeza su propia sangre, que le salía por la nariz y se confundía con el lodo del camino.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Hasta los perros callaron, por lo menos durante un rato. Algunos peones corrieron para<br />

ayudar a don Braulio a ponerse de pie. Debió sufrir golpes, porque se sujetaba las caderas<br />

y tenía la cara descompuesta. Cuando lo conducían hacia la casa, dijo:<br />

—Desuéllenlo ahí mismo.<br />

Extrayendo los cuchillos de las cinturas, varios hombres se lanzaron sobre Joquito, y<br />

una hora más tarde la carne del toro, partida en grandes piezas, era llevada a la cocina de<br />

don Braulio. Ahí pareció terminar todo.<br />

Tornó a lloviznar, y el agua borró el último rastro de la sangre de Joquito. Los perros<br />

se hartaron con los pedazos inservibles de la víctima, y cuando se acercaban las cuatro de<br />

la tarde nada parecía haber sucedido y nada indicaba que Joquito había sido muerto y descuartizado<br />

en el camino real.<br />

Pero de pronto resonó en la vuelta del camino un bramido lleno de tristeza y de ira a la<br />

vez. En alocada carrera, los niños llenaron los vanos de las puertas, porque les pareció que el<br />

propio Joquito bramaba desde más allá de la vida. Pero no era Joquito. Un toro negro, nunca<br />

visto en el lugar, apareció por el recodo, caminó con el pescuezo alargado, venteó, abriendo<br />

los hoyos de la nariz, y tornó a bramar como antes. Por los lados de la loma respondió<br />

otro bramido, y el toro volvió hacia allá sus desolados ojos. Parecía esperar algo; después<br />

caminó más, pegó el hocico en tierra, olió el lodo y revolvió el fango con patas pesadas. Allí,<br />

olfateando, buscando, estuvo un momento; al cabo alzó otra vez la cabeza, y con un grito<br />

angustioso, impresionante, cargó de pesadumbre los cuatro vientos.<br />

Los niños de la casa no se atrevían a moverse; apenas respiraban. De pronto vieron<br />

aparecer una vaca gris. Igual que el toro, era desconocida en el lugar e igual que él se acercó,<br />

olió y lanzó un doliente quejido. Juntas ya, las dos reses empezaron a patear. Daban vueltas<br />

y vueltas y vueltas, como ciegas, como forzadas, y tornaban a quejarse. Inesperadamente<br />

reventó cerca otro potente bramido, y de algún lugar no lejano salió otro. Entonces se arrimó<br />

a la puerta un viejo campesino y se puso a observar los matorrales.<br />

—Horita ta esto cundío de toros –dijo.<br />

Seguía cayendo fina y susurrante la llovizna. Una vaca pasó al trote y fue a juntarse con<br />

el toro y la vaca que daban vueltas en el lugar donde había caído Joquito. También ella gritó,<br />

oliendo el lodo. Y de pronto llegaron por caminos insospechados seis o siete reses más, que<br />

hicieron lo mismo que las otras tres. Juntando los cuernos parecían hacerse preguntas sobre<br />

lo que había ocurrido allí, y a poco empezaron todas a bramar a un tiempo, a agitarse, a<br />

cruzar los pescuezos entre sí, a mover las colas con apenada lentitud.<br />

En el aposento de don Braulio, donde las mujeres colocaban cataplasmas en las caderas<br />

del amo, resonaban los angustiosos gemidos de las bestias. La gente se asomaba a la<br />

puerta a ver qué sucedía. ¿De dónde salían tantas reses? Ya había más de docena y media,<br />

y la lluvia, que engrosaba a medida que la tarde caía, no detenía la marcha de otras que<br />

se veían llegar a lo largo de los callejones. Aquel lugar no era sitio de ganadería, y con la<br />

excepción de las reses de don Braulio, no había vacas ni toros. ¿De dónde salían las que<br />

llegaban, pues?<br />

El viejo campesino explicó que cuanta res oyera aquellos bramidos iría al sitio, aunque tuviera<br />

que caminar horas y horas. Era el velorio de un hermano, y ninguna faltaría a la cita.<br />

—Son asina esos animales –dijo.<br />

En efecto, así eran. Media hora después, vacas, novillas, bueyes, toretes y becerros se<br />

amontonaban en el sitio donde cayó Joquito. Olían la tierra, gemían y se restregaban los<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

unos a los otros. Hollaban el lodo con sus pezuñas y parecían preguntar llenos de dolor, a<br />

los montes, a los cielos y al camino qué habían hecho de su hermano, de su vigoroso y bravo<br />

compañero. Los bramidos de los toros, los quejidos de las vacas, los balidos de los pequeños<br />

se confundían en una imponente música funeral, y resonaban bajo ella los roncos gemidos<br />

de los bueyes viejos. Asustados por aquel concierto lúgubre, los caballos de la vecindad<br />

erizaban las orejas y se quedaban temblando, y los perros buscaban abrigo en los rincones<br />

de los bohíos.<br />

Mientras crecía sin cesar, el grupo seguía mugiendo y cada vez se enardecía y se desesperaba<br />

más. Se hacían más roncos sus gritos de dolor. Desde las vueltas distantes de los<br />

callejones seguían saliendo compañeros, que nadie sabía para donde iban, y que debían<br />

recorrer grandes distancias para llegar a la cita. Atravesando arroyos, toros enormes que<br />

sin duda habían roto las alambradas de sus potreros, llegaban para llorar por aquel que no<br />

habían conocido. Con su pesado andar, desde las lomas descendían viejos y graves bueyes<br />

cargadores de pinos; finas novillas hendían las yerbas de los pastos y se dirigían al lugar<br />

de la tragedia.<br />

Había pasado ya más de una hora desde que llegó el toro negro, primero en comenzar<br />

el funeral de Joquito. Eran, pues, más de las cinco y el día lluvioso iba a ser corto. Cansados<br />

de llorar, los toros empezaron a remover la tierra con sombría desesperación; la removían<br />

y la olían, como reclamando la sangre de Joquito que ella se había bebido. Iban y venían de<br />

una a otra orilla del camino, atropellándose con majestuosa lentitud, y parecían preguntar<br />

a la noche, que ya se insinuaba, dónde estaba su hermano, por qué le habían asesinado, qué<br />

justicia tan bárbara era la de los hombres.<br />

Pareció que la noche iba a hacerse de golpe, por un corte súbito de la escasa luz que<br />

todavía quedaba sobre el mundo. Inesperadamente, antes de que se produjera tal golpe,<br />

los animales, como si un maestro invisible los hubiera dirigido, rompieron en un impresionante<br />

crescendo final, y el imponente lloro ascendió a los cielos y flotó allá arriba, en forma<br />

de nube sonora que oprimía los corazones. El crescendo se mantuvo un rato; después fue<br />

debilitándose; un minuto más tarde comenzaba a dispersarse todo aquel concierto acongojador,<br />

y al cabo de otro minuto más sólo se oía en la distancia el bramido de algún toro que<br />

abandonaba el lugar. Los quejidos fueron oyéndose cada vez más y más distantes; cada vez<br />

parecía ser menor el número de los que gritaban, y al fin, cuando la oscuridad empezaba a<br />

adensarse, se oía uno que otro bramido perdido, más lejano a medida que transcurrían los<br />

segundos y a medida que la noche crecía.<br />

El viejo campesino pensó que muchos de los bueyes que llegaron allí andarían toda esa<br />

noche sin descanso, y tendrían que trepar lomas, echando a rodar las piedras; que muchas vacas<br />

y novillas cruzarían arroyos y lodazales en busca de sus querencias; que algunas de esas reses<br />

se estropearían con las raíces y los tocones, otras se cortarían con las púas de los alambres, y<br />

quién sabía a cuántas les caerían gusanos en las heridas que recibirían esa noche.<br />

Pero no importaba lo que pudieran sufrir. Habían cumplido su deber; habían ido al<br />

funeral de Joquito. Lo dijo así él.<br />

—¿Sin conocerlo? –preguntaron los niños.<br />

—Unjú, sin conocerlo. Las reses son asina.<br />

Y el viejo campesino pensó con satisfacción en la ventaja de ser hombre. Porque ni él, ni<br />

sus amigos, ni nadie en fin perdía su sueño a causa de que en un camino real cayera muerto<br />

un señor desconocido.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Rumbo al puerto de origen<br />

Habiendo hecho sus cálculos con toda corrección, Juan de la Paz llegó a la altura de<br />

Punta del Este a las seis de la tarde, minutos más, minutos menos. El mar había sido un<br />

plato y probablemente seguiría siéndolo toda la noche. Así se explica que a Juan de la Paz<br />

le resultara fácil ver, a la pálida y agobiante luz de la hora, el aleteo de la paloma sobre el<br />

agua. Con la acostumbrada rapidez de toda su vida el solitario navegante pensó que estaría<br />

herida y que sería un buen regalo para Emilia; y sin demorar un segundo maniobró para<br />

acercarse al ave, favorecido por una suave pero sostenida brisa que soplaba desde el este.<br />

Gentilmente, la balandra viró y enderezó hacia la paloma.<br />

Con efecto, la paloma debió haber recibido un golpe en el ala izquierda, pues sobre ese<br />

lado se debatía sin cesar moviendo con loco impulso la derecha y levantando la pequeña<br />

cabeza. El terror de aquel animal de tierra y aire abandonado a su suerte en el mar era de tal<br />

naturaleza que cuando advirtió la proximidad de la balandra pretendió saltar para alejarse.<br />

Pero Juan de la Paz no se preocupó. Había dispuesto llevarle ese regalo a Emilia y ya nada<br />

podía evitar que lo hiciera. En su imaginación veía a la niña echándole los brazos al cuello<br />

en prenda de gratitud, y tal vez dándole un beso. Así, visto que el ave lograba avanzar unos<br />

pasos hacia estribor, Juan de la Paz maniobró para girar en redondo y situarse de manera<br />

que él quedara a babor. La maniobra salió limpia, pero su resultado no pudo ser peor. Pues<br />

ocurrió que impulsada por la sostenida brisa del este la balandra se alejó unos palmos de la<br />

paloma precisamente en el momento en que Juan de la Paz abandonaba vela y timón para<br />

inclinarse sobre el agua en pos del ave; el movimiento de la balandra le llevó a sacar todo el<br />

cuerpo fuera del casco, en absoluto ajeno a la idea de que, aprovechada en toda su extensión<br />

por la brisa, la vela resultaría batida con inesperada fuerza. Eso pasó, y Juan de la Paz se vio<br />

súbitamente lanzado al agua.<br />

A Juan de la Paz le habían sucedido muchos y graves contratiempos; y en la costa del<br />

Golfo y en la Isla de Pinos todo el mundo sabía que había estado veinte años en presidio.<br />

Pero jamás pensó él que en un atardecer tan plácido, estando solo a bordo, le ocurriría caer<br />

al mar a causa de estar persiguiendo una paloma, animal que nada tenía de marino. Aunque<br />

estaba hecho a pensar con la rapidez del rayo quedó aturdido durante algunos segundos;<br />

eso sí, clavó mano en el ave, si bien lo hizo maquinalmente; y fue después de tenerla sujeta<br />

cuando volvió atrás los pequeños y pardos ojos. En esos instantes se demudó, incapaz de<br />

comprender lo que estaba sucediendo. Pues moviéndose a velocidad asombrosa, la balandra<br />

se alejaba al favor de la brisa, rumbo noroeste franco, firme y gallarda como si la tripulara<br />

el diablo.<br />

Un segundo después de haber visto tal cosa Juan de la Paz comprendió que no podría<br />

alcanzar su embarcación y que él y la paloma estaban solos en medio del mar, al iniciarse la<br />

noche, seis horas alejados de la tierra más cercana. El cambio de luces del atardecer daba al<br />

momento una ominosa solemnidad de cementerio. En relampagueante fracción de tiempo<br />

el hombre sintió la muerte triturándole el alma y un tumulto de ideas le asaltó de improviso.<br />

Podía tratar de nadar hacia Isla de Pinos, en pos de Punta del Este; pero entonces se<br />

alejaría más de la balandra, y ésta era su único haber en el mundo. Podía dirigirse hacia la<br />

cayería, sin embargo eso significaba exponerse a los tiburones, acaso a los caimanes, y desde<br />

luego llegar a las corrientes de los canales completamente agotado. Cuando pensó tomar<br />

una decisión se acordó de la paloma; entonces vio, con verdadera indiferencia, que la había<br />

288


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

apretado sin darse cuenta con dedos de hierro y que la pobre ave herida agonizaba entre<br />

temblores. Y esa fue su última sensación consciente, pues a partir de tal momento comenzó<br />

a luchar como un loco para sobreponerse al miedo y para salvar la vida.<br />

El miedo, sobre todo, le abrumaba. Por ejemplo, temió que la ropa le estorbara; se la quitó<br />

y la fue abandonando tras sí; pero cuando se sintió desnudo le aterrorizó la idea de que en<br />

llegando a aguas bajas una barracuda lo dejara inútil como hombre. La luna, que estaba en<br />

el horizonte al caerse de la balandra, iluminaba ya la vasta extensión de agua, y pensó que<br />

gracias a su luz algún pescador solitario podía verlo y rescatarlo; sin embargo a la vez la<br />

luna lo llenaba de pavor porque se decía que la claridad favorecía la posibilidad de que los<br />

tiburones le vieran de lejos. Hecho al mar, Juan de la Paz nadaba con economía de esfuerzos;<br />

pero no era joven ya, ni cosa parecida, y temía agotarse antes de tocar tierra.<br />

Poco a poco –y esto es lo cierto–, a medida que pasaba el tiempo y comprobaba que<br />

ninguno de sus temores se cumplían, fue acostumbrándose a su nueva situación; acaso<br />

influyera en ello el ejercicio, tal vez la oscura idea de que mientras el mar se mantuviera<br />

tranquilo podría nadar sin alterar el lento pero seguro ritmo que había logrado imponerse a<br />

sí mismo. Mas a eso de las once, mientras al favor de la posición de la luna mantenía el rumbo<br />

hacia Cayo Largo –a sus cálculos, la tierra más cercana–, le pareció ver una luz en el horizonte.<br />

De improviso su estado de ánimo cambió. Una especie de oleada de locura, desatada dentro<br />

de su atormentada cabeza, le invadió por dentro y trastocó del todo sus ideas. Jadeante,<br />

ansioso, quiso levantarse sobre el agua. ¡Sí, allá, a la distancia, había una luz! Fuera de sí<br />

cambió el rumbo y empezó a nadar de prisa, cada vez más de prisa, cogido por un salvaje<br />

impulso de vida. En ese instante –cosa rara– sintió acumulados todos los miedos que había<br />

ido dejando según avanzaba, y otros muchos que no sabía distinguir. De golpe comenzó a<br />

gritar, a lanzar estentóreos “¡aquí, aquí, aquí!”, con una voz que chillaba a efectos del terror<br />

y que cada vez iba siendo menos audible. Esforzándose a más no poder trataba de dar saltos<br />

para dominar más distancia. Pero le era imposible sobreponerse al horizonte y ver casco<br />

alguno de barco. Por momentos aquella luz fulgía lejos, tal vez a varias millas; y Juan de<br />

la Paz quería reconocerla a cada nueva aparición, distinguir si era de goleta, de vapor o de<br />

algún bote pescador. A ratos se acordaba de la paloma, abandonada, muerta ya, sobre el<br />

mar; y pensaba que acaso había derivado a favor de la corriente, sin acabar de hundirse. Y<br />

era curioso que en esa lucha por salvar la vida, en medio de brincos imposibles, de gritos<br />

que se perdían en la tremenda soledad líquida, de mezcla delirante entre esperanza y pavor,<br />

surgiera de pronto, una vez y otra vez y otra más, la imagen de la paloma, flotando panza<br />

arriba bajo la luna, un ala rota y la otra extendida, las rojas patas encogidas y desordenadas<br />

las plumas de la cola. Pero he aquí que de súbito Juan de la Paz se dijo a sí mismo que estaba<br />

perdiendo el juicio, y cobró instantáneo reposo. No había tal barco; él estaba solo, del<br />

todo solo en la inmensidad del mar, y nadie más que él era responsable de su vida. Sentía<br />

el corazón golpeándole desusadamente y resolvió flotar un rato bocarriba, los brazos y las<br />

piernas abiertos, para descansar un poco y observar la luna; de esa manera se recuperaría y<br />

a la vez recuperaría el rumbo. En la terrible lucha por salvar la vida su instinto animal era<br />

capaz de sobreponerse a todo. Así, un cuarto de hora después Juan de la Paz reanudaba su<br />

marcha, nadando lenta pero firmemente hacia Cayo Largo.<br />

A medianoche alcanzó a ver rojizos y cárdenos reflejos ante sí; a la vez un pesado olor<br />

de petróleo se imponía al yodado del mar. Hasta poco antes le había sido fácil ver, con<br />

bastante frecuencia, siluetas de peces que saltaban alrededor suyo a cierta distancia; ahora<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

eso había dejado de ocurrir desde hacía acaso media hora, de donde podía inferirse que<br />

había una prolongada mancha de aceite crudo o de petróleo deslizándose en el mar; y de<br />

improviso Juan de la Paz recordó que, en ruta hacia Cienfuegos, un barco había encallado<br />

días antes en los bajos del Golfo. Si el petróleo era de tal barco lo mejor sería internarse en<br />

la extensión que él cubriera y ayudarse de la corriente que lo arrastraba, pues con seguridad<br />

esa corriente iba a dar a uno de los cayos que corren en hilera irregular desde la Punta de<br />

Zapata hasta la altura de Punta del Este. Juan de la Paz conocía uno por uno todos esos cayos,<br />

los canalizos que los esperaban, el que tenía agua dulce y el que no, el que era sólo diente<br />

de perro pelado o tenía arena y yerba, el que tenía mangles y cacería, el más frecuentado<br />

por los pescadores de Batabanó y el más alejado de las rutas usadas a diario.<br />

Como lo pensó lo hizo, lo cual tuvo buenos y malos resultados. Los buenos estuvieron<br />

patentes cuando a eso de las dos de la mañana vio a distancia de una milla, o cosa así, la negruzca<br />

mancha de una tierra atravesada en medio del mar, lo que le puso al borde de repetir<br />

la desenfrenada media hora que había padecido cuando creyó ver la luz de un barco; los<br />

malos habían de verse mucho más tarde, tan pronto el calor del sol pegara en el petróleo que<br />

se había incrustado en el nacimiento de cada uno de los pelos que le cubrían el cuerpo.<br />

Serían las tres, a juicio de Juan de la Paz, cuando en un movimiento de natación sintió que<br />

su pie derecho tocaba algo blando. Poco a poco fue dejándose descender. Aquello podía ser<br />

lodo, podía ser vegetación marina, podía ser un pulpo o simplemente el revuelo del agua que<br />

deja a su paso un pez mayor. Pero no tardó en darse cuenta de que era lodo. ¡Lodo! ¡Había<br />

llegado, por fin! Temeroso de algo inesperado fue aplicando un pie, uno solo. Sí, había llegado.<br />

Ahora bien, ¿adónde? Cuando pudo responderse a esta pregunta clareaba ya el sol. Había<br />

llegado, para su mal, a las marismas de Cayo Azul, y lo que tenía por delante era una marcha<br />

agotadora sobre suelo cenagoso y en medio del agua, él, que no tenía fuerzas para otra cosa<br />

que para dejarse caer en una sombra y dormir, o para beber, hasta rendirse, agua fresca.<br />

Sin embargo había que seguir; y Juan de la Paz siguió, maltratándose los pies con los<br />

tallos de los nacientes mangles, cayéndose a ratos y levantándose con mil trabajos, nadando<br />

en los cortos canalizos, adoloridos los ojos a causa del esfuerzo hecho para ver si ante su paso<br />

pululaban los temibles piojos del mar que se guarecen en la uretra y desgracian al hombre;<br />

buscando en la media luz del amanecer el cornudo espinazo del cocodrilo, que a menudo<br />

se refugia en esas marismas. Cuando tocó tierra, por fin, a eso de las ocho, anduvo como un<br />

ciego algunos pasos y se dejó caer sobre un arenazo. Allí abusaron de él el sol y el petróleo.<br />

Despertó varias veces, pero sin recuperar el dominio de sí mismo; se movió cuanto pudo,<br />

porque comprendía que se quemaba. Mas no le fue posible sobreponerse al agotamiento. Al<br />

mediar la tarde, el cuello, la espalda, los muslos y los hombros estaban cargados de ampollas.<br />

En los labios hinchados y adoloridos, secos de sed, su propia respiración pegaba como fuego.<br />

Necesitaba agua dulce. Pensó que escarbando en la arena podía hallar alguna. Pero de pronto<br />

su atención se volvió hacia la orilla de la marisma que había recorrido para llegar al arenazo,<br />

pues allí se veía un madero que flotaba. No, no era uno; eran tres, cuatro, varios! Entonces<br />

se levantó y aguzó los pardos ojuelos. La providencia le mandaba esos maderos para que<br />

saliera de allí. Donde se hallaba no podía tener esperanza de rescate; rodeado de marismas,<br />

y más allá de prolongados bajíos, el arenazo en que había tocado quedaba fuera de las rutas<br />

de los pescadores, y desde luego mucho más lejos aun del paso habitual de los barcos. Sin<br />

pensarlo, actuando a impulsos de una fuerza ciega, Juan de la Paz echó a andar hacia afuera<br />

para recorrer, otra vez bajo la noche que se acercaba, el camino que había hecho entre el<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

amanecer y el día. Cuando retornó al arenazo iba empujando los maderos y correteando de<br />

un lado a otro para no perder ninguno. Casi anochecía ya; a la sed y al ardor de las ampollas<br />

se sumaban las picadas de los jejenes, que con la llegada de las primeras sombras se hacían<br />

presentes en oleadas. Al borde del desfallecimiento y hostigado por el miedo a los jejenes,<br />

Juan de la Paz se echó a dormir con la mayor parte del cuerpo en el agua y la cabeza en la<br />

arena de la orilla. Antes de entregarse al sueño estuvo buen rato madurando un plan.<br />

Ese plan descansaba, sobre todo, en conservar los maderos –cuatro piezas aserradas, que<br />

serían de seis por ocho pulgadas y de cinco pies de largo–; después, en hallar algo cortante,<br />

aunque se tratara de una concha de caracol de la que pudiera sacar esquirlas con alguna<br />

pesada piedra; por último pensaba que metiéndose de nuevo en la marisma podría cortar<br />

ramas de mangle y sacar de ellas fibra con que amarrar los maderos en forma de balsa. La<br />

sed no le preocupaba tanto, porque el aire húmedo lo refrescaba. Desde la caída de la tarde<br />

habían empezado a formarse nubes hacia el nordeste y el viento estuvo enfriando, con ligera<br />

tendencia a soplar desde el norte. Ello quería decir que la lluvia no andaba lejos, y ya bebería<br />

cuando cayera. Lo que le hacía sufrir eran las quemaduras y los jejenes, más numerosos y<br />

agresivos cada vez.<br />

Juan de la Paz despertó, evidentemente con fiebre, bastante pasada la media noche; y al<br />

levantarse se asustó, él, que apenas tenía ya fuerzas para sentir miedo. Pues era el caso que se<br />

oía el mar, cosa increíble horas antes, cuando la inmensa mole de agua se veía tranquila de un<br />

confín al otro; y además de oírse el mar según pudo él notar tan pronto se puso de pie y dejó<br />

su húmedo lecho, se oía el viento, que soplaba frío y grueso. Debatiéndose en medio de grises<br />

y ventrudas nubes, la luna parecía medio moverse con gran trabajo allá arriba. Pequeño, rojo<br />

y negro de ampollas y de petróleo, el reseco pelo pegado a la frente, agotado por el sol, pero<br />

también consumido por el sufrimiento, desnudo en medio de la noche y del mar, Juan de la<br />

Paz comprendió de pronto cuán inútil había sido todo su esfuerzo y qué duro castigo le había<br />

reservado Dios para el final de sus días, a pesar de que había sufrido ya la condena de los hombres.<br />

Del fondo de su ser empezó a crecer un amargo sentimiento de lástima consigo mismo,<br />

y a medida que tal estado de ánimo se definía metiéndose como una despaciosa invasión de<br />

agua por todos los antros de su cuerpo, en alguna oscura parte de su conciencia iban tomando<br />

cuerpo la figura de la paloma, derivando corriente abajo, muerta pero no sumergida, y el rostro<br />

de Emilia, tan pálido y sin embargo tan sonreído. De súbito Juan de la Paz se derrumbó; cayó<br />

de rodillas en la arena, clavó los ojos y las manos al cielo y pidió perdón:<br />

—¡Perdóname, Virgen de la Caridad, tú que todo lo puedes! –exclamó.<br />

Y a seguidas se echó a llorar, con amargo llanto de infante desvalido, mientras iba<br />

doblándose sobre sí mismo hasta quedar con los codos clavados en la arena, como un musulmán<br />

en oración. Desnudo, solo bajo la oscurecida luna, rodeado por un mar cuyas olas<br />

poco a poco se levantaban más y más, Juan de la Paz era la imagen dolorosa y ridícula, a la<br />

vez, del desamparo. Temblando de fiebre y de frío, aguijoneado por los insectos, adolorida<br />

la llagada piel, el náufrago sólo acertaba a ver en su imaginación a la paloma y a la niña; y<br />

de súbito, llenándole de espanto, comprendió que de las redondas líneas que formaban la<br />

carita de Emilia surgía la de Rosalía, mustia y espantada.<br />

Nadie puede describir lo que pasó entonces por el alma de Juan de la Paz. Algo estalló<br />

en ella en tal momento, algo horrible y bárbaro, que le hizo ponerse de pie y comenzar a<br />

correr, con los brazos en alto y las manos crispadas allá arriba, mientras gritaba con un<br />

alarido espantoso, que más que el de un ser humano parecía el de una poderosa bestia<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

alanceada cerca del corazón. Loco, totalmente fuera de sí se lanzó otra vez hacia la marisma;<br />

pero cuando hubo dado unos veinte pasos dio vuelta, con tanta velocidad como<br />

si hubiera seguido una línea recta; se lanzó sobre los maderos y cogió dos, uno en cada<br />

mano. Era increíble que pudiera cargarlos, pues además del tamaño, el agua de que<br />

estaban saturados los hacía pesados. Pegando saltos, chapoteando, volviendo a ratos la<br />

cabeza con una impresionante mirada de terror, Juan de la Paz se perdió en dirección al<br />

mar abierto, donde el viento norte hacía subir las olas a respetable altura. Cogido a los<br />

maderos se tiró sobre el agua. Y agarrado como un loco, con manos y pies, fue dejándose<br />

llevar por las dos piezas, sin saber adonde iba, interesado ahora oscuramente más en<br />

huir que en salvarse.<br />

Juan de la Paz fue recogido por un vivero de Batabanó que acertó a dar con él, en medio<br />

del mal tiempo, a la altura de Cayo Avalos, según el patrón “por la divina gracia de<br />

Dios”, entre cuatro y media y cinco de la tarde. El náufrago fue tendido en la cámara de la<br />

tripulación, que estaba bajo cubierta, a popa. Aunque mantenía los ojos abiertos se hallaba<br />

inconsciente y por tanto no podía hablar. A las nueve de la noche se le oyó murmurar algo<br />

así como “agua”, y se la sirvieron a cucharadas. A las once se le dio un poco de ron y a media<br />

noche se le sirvió sopa caliente de pescado. Rodeado de marineros, todos los cuales le conocían<br />

bien, Juan de la Paz tomó su sopa con gran esfuerzo, pues tenía los labios destrozados;<br />

después suspiró y se quedó mirando hacia el patrón.<br />

—Esto es cosa rara, Juan –dijo el patrón–, porque ayer vimos tu balandra navegando<br />

con viento de amura.<br />

—Iba sola –explicó Juan de la Paz con voz apenas perceptible. Y después, mientras los<br />

circunstantes se miraban entre sí, asombrados, agregó:<br />

—Me caí.<br />

Era imposible pedirle que contara detalles. Se le veía estragado, destruido; sólo los rápidos<br />

y desconfiados ojuelos parecían vivir en él, y eso, a ratos. Estaba tendido en el camastro,<br />

moviéndose entre quejidos para rehuir el contacto del duro colchón con la quemada piel.<br />

Además, por dentro estaba confundido. Hacía esfuerzos por recordar a Emilia, y no podía;<br />

ni siquiera su nombre surgía a la memoria, si bien sabía que tenía una hijita y que trataba<br />

de pensar en ella. En cambio ahí estaban, como si se hallaran presentes, la paloma y Rosalía.<br />

La paloma y Rosalía habían muerto. Ninguna de las dos vivía. Y sin embargo no se iban,<br />

aunque nada tenían que ver con lo que estaba pasando. Nada le recordaban, nada le decían.<br />

Entonces oyó la voz del patrón:<br />

—¿Y cómo te caíste, Juan de la Paz?<br />

Si le oían o no, eso no importaba. El caso es que él contestó:<br />

—Por coger una paloma.<br />

Los que le rodeaban oyeron y les pareció extraño que un pescador se cayera de su barco<br />

por coger una paloma. Pero quién sabe. Tal vez eso ocurrió en un canalizo; acaso la paloma<br />

volaba de cayo a cayo y tropezó con el barco. De todas maneras quizá valía la pena aclarar<br />

las cosas, porque cierta vez, muchos años atrás, Juan de la Paz había cometido un crimen<br />

espantoso; y aunque lo pagó con veinte años en Isla de Pinos, a nadie le constaba que no<br />

fuera capaz de cometer otro. Así, el patrón insistió:<br />

—¿Por coger una paloma? ¿Y pa qué querías tú esa paloma, Juan de la Paz?<br />

Juan de la Paz parecía dormitar, acaso a resultas del bien que le produjo la sopa de pescado.<br />

Sin embargo se le oyó contestar, con despaciosa y clara voz:<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—Pa llevársela de regalo a Rosalía.<br />

Un silencio total siguió a estas palabras. El patrón miró a los circunstantes, uno por uno,<br />

con impresionante lentitud; después se puso de pie y tomó la escalerilla para salir a cubierta.<br />

Sin hablar, los demás le siguieron. Afuera soplaba el norte, cada vez con más vigor.<br />

—¿Oí mal o dijo Rosalía, Gallego? –preguntó el patrón a uno de sus hombres.<br />

—Sí, dijo Rosalía, y bien claro –aseguró el interpelado.<br />

—Eso quiere decir que Juan de la Paz está volviendo al puerto de origen –explicó el<br />

patrón.<br />

Y nadie más habló. Pues todos conocían bien la historia de Juan de la Paz. Todos<br />

ellos sabían que había cumplido veinte años, de una condena de treinta, por haber<br />

asesinado, para violarla, a una niña de nueve años llamada Rosalía. Más exactamente,<br />

Rosalía de la Paz.<br />

La desgracia<br />

El viejo Nicasio no acababa de hallarse a gusto con el aspecto de la mañana. Mala cosa<br />

era coger el camino a pie y que le cayera arriba el aguacero y se botara el río y se llenara de<br />

lodo la vereda del conuco.<br />

Con aspecto de hambrientas, las pocas gallinas del viejo se metían al bohío, persiguiendo<br />

cucarachas, o irrumpían en la cocina, aleteando para treparse en las barbacoas en busca de<br />

granitos de arroz. Nicasio cogió una mazorca de maíz y se puso a desgranarla. Revoloteando<br />

y nerviosas, las gallinas se lanzaban a sus pies.<br />

Desde el patio vecino una voz de mujer gritó los buenos días; después asomó su rostro<br />

de cuatro líneas y el paño negro sobre la cabeza. Nicasio se fue acercando a la palizada.<br />

—¿No le jalla algo raro al día? –preguntó la mujer.<br />

Nicasio tardó en responder. Fumaba, mascaba un grano de maíz, y seguía atendiendo<br />

a las gallinas, todo a un tiempo.<br />

—Ello sí, Magina. Pa mí como que se va a poner un tiempo de agua.<br />

—Unq unq –negó ella–. Yo hablo de otra cosa. Me da el corazón que algo malo va a pasar.<br />

Anoche sentí un perro llorando.<br />

Nicasio espantó las gallinas, que saltaban sobre su mano. Tornó a ver el cielo. El camino<br />

del Tireo, rojo como la huella de un golpe, flaqueaba los cerros y se perdía en la distancia;<br />

encima se veían nubes cargadas.<br />

—Vea Magina –dijo Nicasio al rato–, no ande creyendo zanganá. Lo peor que pué pasar<br />

es que llueva.<br />

La mujer no entendía bien a Nicasio. Cuando se quedan solos, los viejos se ponen raros<br />

y caprichosos.<br />

—¿Que llueva? –preguntó ella intrigada.<br />

—Sí, que llueva, porque el frijol no se pué secar y se malogra la cosechita. Tengo mucho<br />

bejuco cortao.<br />

Magina hubiera querido contestar que el bohío de Inés no quedaba muy lejos del conuco<br />

de su padre, y que bien podía éste llevar allí los frijoles para que no los dañara la lluvia;<br />

pero se quedó callada porque Nicasio parecía no ponerle atención. Estaba empezando el sol<br />

a subir; sobre los firmes de la loma la luz se debatía con el peso de las nubes, y Nicasio<br />

observaba hacia allá. Magina lo veía con placer. Había algo simpático y viril en aquel<br />

293


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

hombre, acaso los negros ojillos llenos de vigor o el blanco bigote hirsuto. Años antes, cuando<br />

vivía la mujer de Nicasio, ella se dio cuenta de que le gustaba su vecino; pero él nunca le<br />

dijo nada, tal vez porque la difunta andaba muy enferma… Ya no podía ser. Había pasado<br />

el tiempo y los dos se habían ido gastando poco a poco… Alzó la voz:<br />

—Lleve el bejuco al bohío de su hija.<br />

El se volvió repentinamente a la mujer.<br />

—¿Cómo voy a trepar esa loma cargao, Magina?<br />

Eso dijo; pero en realidad no era por la loma por lo que no llevaba el bejuco a casa de<br />

Inés. Lo cierto es que a Nicasio no le gustaba visitar a nadie. Iba a ver a la hija sólo cuando<br />

le quedaba en camino de alguna diligencia. Le agradaba ver a los nietos; pero no se hallaba<br />

bien en casa ajena.<br />

—Ahora le traigo café –oyó decir a Magina.<br />

Observando cómo el sol despejaba por completo las nubes, esperó un rato. Llegó la<br />

mujer con el café; se lo tomó en dos sorbos; después dijo adiós, y de paso por el bohío cogió<br />

el machete y un macuto. Magina le vio tomar el callejón y salir a la sabana con paso rápido,<br />

y pensó que el viejo estaba fuerte todavía, a pesar de su pelo cano y de sus dientes gastados<br />

y negros. Cuando Nicasio desapareció entre los matorrales frente al pinar, Magina volvió<br />

a su cocina. “Ojalá y no llueva”, pensó con cierta ternura. Después se puso a hervir leche y<br />

no se acordó más de su vecino.<br />

Nicasio empezó a sentir el sol en la subida del Portezuelo. Se dijo que ese sol tan picante<br />

era de agua, y lamentó haber salido. Pero era tarde para volver atrás. Chorreaba sudor<br />

cuando llegó al conuco. Comenzó a trabajar inmediatamente, porque sabía que iba a llover;<br />

podía apostar pesos contra piedras a que llovería, y deseaba tener cortado todo el bejuco de<br />

frijol antes de que cayera el agua.<br />

No lo logró, sin embargo. Cayeron unas gotas pesadas, gruesas, a seguidas se desató<br />

un chaparrón. Nicasio recogió los bejucos que tenía cortados, los llevó a un rincón y pensó<br />

buscar hojas de plátanos para cubrirlos; pero no había tiempo. El chaparrón degeneró en<br />

aguacero violento, que azotaba árboles y tierra. Nicasio tuvo que meterse bajo un árbol. Vio<br />

el agua descender en avenidas, rojiza y más abundante cada vez. En diez minutos toda la<br />

loma estaba ahogada entre la lluvia, y no era posible ver a cinco pasos.<br />

—Tendré que dirme pa onde Inés –dijo Nicasio en voz alta.<br />

Con esas palabras pareció conjurar a los elementos. Se desató el viento; comenzó a oscurecer,<br />

como si atardeciera. En un momento el conuco parecía un río.<br />

Nicasio cruzó los brazos y echó a andar. Trepar la loma era difícil. Resbalaba, afincaba el<br />

machete en tierra, se agarraba a los arbustos. Inés vivía arriba, totalmente arriba. A Nicasio<br />

le parecía una locura de Manuel hacer el bohío en lugar tan extraviado. En tiempos de agua,<br />

sólo así, para buscar abrigo, podía nadie ir a casa de Manuel.<br />

Había pasado la hora de comer cuando el viejo alcanzó el bohío. La puerta que daba al<br />

camino estaba cerrada. Del lado del patio comenzó a ladrar un perro. Nicasio se fue corriendo<br />

bajo el alero, pues la lluvia seguía cayendo con todo su vigor, y cuando pasó por el aposento<br />

que daba al lado del patio sintió ruido y voces, palabras dichas en tono bajo. La puerta de la<br />

cocina sí estaba abierta, y el viejo saludó antes de entrar. Junto al fogón se hallaba el nieto,<br />

que le pidió la bendición de rodillas. Nicasio le miró. Era triste el niño. Tendría seis años. Se<br />

le veía el vientre crecido, el color casi traslúcido, los ojos dolientes.<br />

—Dios lo bendiga –dijo el abuelo.<br />

294


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Detrás del fogón estaba la niña. Era más pequeña, y con su trenza oscura repartida a<br />

ambos lados del cuello y su expresión inteligente parecía una mujer que no hubiera crecido.<br />

Nicasio sonrió al verla.<br />

—¿Y tu mama? ¿Y Manuel? –preguntó.<br />

—Taita no ta –dijo el niño.<br />

A Nicasio le resultó sorprendente la respuesta del niño porque había oído voz de hombre<br />

en el aposento.<br />

—¿Que no? –preguntó.<br />

El nieto le miró con mayor tristeza. Siempre que hablaba parecía que iba a llorar.<br />

—No. El salió pa La Vega dende ayer.<br />

Entonces Nicasio se volvió violentamente hacia el bohío, como si pretendiera ver a través<br />

de las tablas del seto.<br />

—¿Y tu mama? ¿No ta aquí tu mama?<br />

Se había doblado sobre el niño y esperaba ansiosamente la respuesta. Deseaba que dijera<br />

que no. Le ardía el pecho, le temblaban las manos; los ojos quemaban. No se atrevía a seguir<br />

pensando en lo que temía. Afuera caía la lluvia a chorros. Con un dedito en la boca, la niña<br />

miraba atentamente al abuelo.<br />

—Mama sí ta –dijo la niña con voz fina y alegre.<br />

—Ella ta mala y Ezequiel vino a curarla –explicó Liquito.<br />

La sospecha y el temor de Nicasio se aclararon de golpe. Llevaba todavía el machete<br />

en la mano, y con él cruzó el patio lleno de agua. El perro gruñó al ver al viejo. Con andar<br />

ligero, Nicasio entró en el bohío, caminó derechamente hacia el aposento y golpeó en la<br />

puerta con el cabo del machete. Oyó pasos adentro.<br />

—¡Abran! –ordenó.<br />

Oyó a la hija decir algo y le pareció que alguien abría una ventana.<br />

—¡Que no se vaya ese sinvergüenza! –gritó el viejo.<br />

Un impulso irresistible le impedía esperar. Cargó con el cuerpo sobre la puerta y oyó la<br />

aldaba caer al piso. Ezequiel, pálido, aturdido, pretendía saltar por la ventana, pero Nicasio<br />

corrió hacia allá y le cerró el camino. El viejo sentía la ira arderle en la cabeza, y precisamente<br />

por eso no quería precipitarse. Miró a su hija; miró al hombre. Los dos estaban demacrados,<br />

con los labios exangües; los dos miraban hacia abajo. Nicasio se dirigió a Inés, y al hablar le<br />

parecía que estaba comiéndose sus propios dientes.<br />

—¡Perra! –dijo–. ¡En el catre de tu marío, perra!<br />

Ezequiel –un garabato en vez de un hombre– se fue corriendo pegado a la pared, hasta que<br />

llegó a la puerta; de pronto la cruzó y salió a saltos. Nicasio no se movió. Daba asco ese desgraciado,<br />

y a Nicasio le parecía un gusano comparado con Manuel. Inés empezó a llorar.<br />

–¡No llore, sinvergüenza! –gritó el viejo–. ¡Si la veo llorar, la mato!<br />

La veía y veía a la difunta. Su mayor dolor era que una hija de la difunta hiciera tal cosa.<br />

Le tentaba el deseo de levantar el machete y abrirle la cabeza. Sacudió el machete, casi al<br />

borde de usarlo. La hija se recogió hacia un rincón, con los ojos llenos de pavor.<br />

—¡Váyase antes que la mate! No quiero verla otra vé. No vuelva a ponerse ante mi vista.<br />

¡Váyase! –decía Nicasio.<br />

Pegada a la pared, ella iba moviéndose lentamente, en dirección a la puerta. Miraba<br />

siempre al padre; le miraba con expresión de miedo. ¡Y era bonita la condenada, con su piel<br />

amarilla y su cabello castaño!<br />

295


Como Nicasio avanzaba sobre ella, Inés pensó que el camino más corto era hacia el patio.<br />

Pero el padre le conoció la intención.<br />

—¡Por esa puerta no! –dijo.<br />

Le parecía inconcebible que la hija viera a sus hijos. Era indigna de verlos después de<br />

lo que había hecho.<br />

Inés comenzó a temblar y a llorar.<br />

—Taita… Perdón, taita –musitaba.<br />

El viejo la tomó por un brazo y la condujo hacia la puerta que daba al camino; con la<br />

punta del machete levantó la aldaba y al mismo tiempo obligaba a Inés a avanzar. Cuando<br />

la hija estuvo en el vano de la puerta, la empujó y la maldijo.<br />

—¡Que ni en la muerte tenga reposo tu alma! –gritó.<br />

Vio a su hija lanzarse al agua, que corría arrastrando lodo, y a la lluvia que caía a torrentes,<br />

y sintió deseos de echarse sobre una silla a descansar, tal vez a dormir. Si hubiera sabido<br />

llorar lo hubiera hecho, aunque hubiera sido sólo con una lágrima. Pero se rehizo pronto,<br />

cruzó el bohío y salió hacia la cocina.<br />

—¡Liquito! –llamó–. Busque el burro y póngase un pantalón que se van pa casa conmigo<br />

Inesita y usté.<br />

Salieron bajo la lluvia. Nicasio iba detrás, arreando el asno y esforzándose en no pensar.<br />

Silenciosos, los niños se dejaban llevar sin preguntar a qué se debía el viaje.<br />

Fue al otro día por la mañana, al decir Magina que a pesar de sus prevenciones nada<br />

malo había ocurrido, cuando Nicasio se dio cuenta de que había habido desgracia en la<br />

familia.<br />

—Sí pasó –explicó mientras echaba maíz a las gallinas–. Se murió Inés ayer.<br />

—¿Cómo? –preguntó Magina llena de asombro– ¿Y los muchachos? ¿Y Manuel?<br />

—Los muchachos vinieron conmigo anoche. Manuel ta pal pueblo en el entierro.<br />

La vieja parecía aturdida. Se cogía la cabeza con ambas manos.<br />

—¿Pero de qué murió? ¿Usté ha visto qué desgracia?<br />

Entonces Nicasio levantó la cara.<br />

—Vea Magina –dijo mientras miraba fijamente a la vieja–, morirse no es desgracia. Hay<br />

cosas peores que morirse.<br />

Y alejó la mirada hacia las nubes que salían por detrás de las lomas, aquellas malditas<br />

nubes por las cuales había él llegado a la casa de Inés.<br />

—¿Peor que morirse? –preguntó Magina–. Que yo sepa, ninguna.<br />

—Sí –respondió lentamente Nicasio. Saber es peor.<br />

Magina no entendió. Nicasio la miró un instante, con extraños ojos de loco, y ella<br />

pensó que los viejos, cuando se quedan solos en el mundo, se vuelven raros y difíciles de<br />

comprender.<br />

El hombre que lloró<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

A la escasa luz del tablero el teniente Ontiveros vio las lágrimas cayendo por el rostro<br />

del distinguido Juvenal Gómez, y se asombró de verlas. El distinguido Juvenal Gómez iba<br />

supuestamente destinado a San Cristóbal, y el teniente Ontiveros sabía que hasta unas<br />

horas antes Juvenal Gómez había sido, según afirmaba su cédula, el ciudadano Alirio Rodríguez,<br />

comerciante y natural de Maracaibo, y sabía además que Juvenal Gómez y Alirio<br />

296


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Rodríguez eran en verdad Régulo Llamozas, un hombre de corazón firme y nervios duros,<br />

de quien nadie podía esperar reacción tan insólita. El teniente Ontiveros no hizo el menor<br />

comentario. Las lágrimas corrían por el rostro cetrino, de pómulos anchos, con tanta abundancia<br />

y en forma tan impetuosa que sin duda el distinguido Juvenal Gómez no se daba<br />

cuenta de que estaba atravesando Maracay.<br />

Las lágrimas, en realidad, habían empezado a acumularse ese día a las cuatro de la<br />

tarde, pero ni el propio Régulo Llamozas pudo sospecharlo entonces. A las cuatro de la<br />

tarde Régulo Llamozas se había asomado a la veneciana, levantando una de las hojillas<br />

metálicas, para distraerse mirando hacia el pedazo de calle en que se hallaba. Esto sucedía<br />

en Caracas, Urbanización los Chaguaramos, a dos cuadras del sudeste de la Avenida<br />

Facultad. La quinta estaba sola a esa hora. Se oían afuera el canto metálico de algunas<br />

chicharras y adentro el discurrir del agua que se escapaba en la taza del servicio. Y ningún<br />

otro ruido. La calle, corta, era tranquila como si se hallara en un pueblo abandonado de<br />

Los Llamos.<br />

Mediaba julio y no llovía. Tampoco había llovido el año anterior. Los araguaneyes, las<br />

acacias, los caobos de calles y paseos se veían mustios, velados y sucios por el polvo que la<br />

brisa levantaba en los cerros desmontados por urbanizadores y en los tramos de avenidas<br />

que iban removiendo cuadrillas de trabajadores. El calor era insufrible; un sol de fuego caía<br />

sobre Caracas, tostándola desde Petare hasta Catia.<br />

Régulo Llamozas había entreabierto la hojilla de la veneciana a tiempo que de la quinta<br />

de enfrente salía un niño en bicicleta; tras él, dando saltos, visiblemente alegre, correteaba<br />

un cachorro pardo, sin duda con mezcla de perro pastor alemán. Régulo miró al niño y le<br />

sorprendió su expresión de vitalidad. Sus pequeños ojos aindiados, negrísimos y vivaces,<br />

brillaban con apasionada alegría cuando comenzó a maniobrar en su bicicleta, huyendo al<br />

cachorro que se lanzaba sobre él ladrando. La quinta de la que había salido el niño no era<br />

nada del otro mundo; estaba pintada de azul claro y tenía bien destacado en letras metálicas<br />

el nombre de Mercedes. “Mercedes”, se dijo Régulo. “La mamá debe llamarse Mercedes”.<br />

De pronto cayó en la cuenta de que en toda su familia no había una mujer con ese nombre.<br />

Laura sí, y Julia, su propia mujer se llamaba Aurora; la abuela había tenido un nombre<br />

muy bonito: Adela. Todo el mundo la llamaba Misia Adela. Pronto no habría quien dijera<br />

“misias” a las señoras, por lo menos en Caracas. Caracas crecía por horas; había traspuesto<br />

ya el millón de habitantes, se llenaba de edificios altos, tipo Miami, y también de italianos,<br />

portugueses, canarios.<br />

Una criada salió de la quinta Mercedes. Por el color y por la estampa debía ser de Barlovento.<br />

Gritó, dirigiéndose al niño:<br />

—¡Pon cuidao a lo carro, que horita llega el dotó pa ve a tu agüelo!<br />

Pero el niño ni siquiera levantó la cabeza para oírla. Estaba disfrutando de manera tan<br />

intensa su bicicleta y su juego con el cachorro, que no podía haber nada importante para él en<br />

ese momento. Pedaleaba con sorprendente rapidez; se inclinaba, giraba en forma vertiginosa<br />

“Ese va a ser un campeón”. Pensó Régulo. La muchacha gritó más:<br />

—¡Muchacho el carrizo, atiende a lo que te digo! ¡Ten cuiado con el carro el dotó!<br />

El pequeño ciclista pasó como una exhalación frente a la ventana de Régulo, pegado a<br />

la acera de su lado. Régulo le vio el perfil, un perfil naciente pero expresivo, coronado con<br />

un mechón de negro pelo lacio que le caía sobre las cejas. Aun de lado se le notaba la sonrisa<br />

que llevaba. Era la estampa de la alegría.<br />

297


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Para Régulo Llamozas, un hombre que se jugaba la vida a conciencia, ver el espectáculo<br />

de ese niño entregado con tal pasión a su juego era un deslumbramiento. Por primera vez en<br />

tres meses tenía una emoción desligada de su tarea. A través del niño la vida se le presentaba<br />

en su aspecto más común y constante, tal como era ella para la generalidad de las gentes; y<br />

eso le producía sensaciones extrañas, un tanto perturbadoras. Todavía, sin embargo, no se<br />

daba cuenta de la fuerza con que esa imagen iba a remover su alma.<br />

La barloventeña volvió a entrar en la Quinta Mercedes. Estaba ella cerrando la puerta<br />

tras sí cuando a las espaldas de Régulo sonó el teléfono. No esperaba llamada alguna. Se<br />

sorprendió, pues, desgraciadamente, pero acudió al teléfono.<br />

—¿Es ahí donde alquilan una habitación? –dijo una voz de hombre tan pronto Régulo<br />

había descolgado.<br />

—Sí –respondió.<br />

En el acto comprendió que ese simple “sí”, tan breve y tan fácil de decir, había sido<br />

tembloroso. El era un hombre duro, y además con idea clara de su función y de los<br />

peligros que se desprendían de ella. Nadie sabía eso mejor que él mismo. Pero ahora<br />

estaba frente a la realidad; había llegado al punto que había estado esperando desde<br />

hacía tres meses.<br />

—Entonces voy a verla dentro de una hora –dijo la voz.<br />

—Está bien; lo espero –contestó Régulo, tratando de dominarse.<br />

Colgó, y en ese momento sintió que le faltaba aire. Luego, habían dado con su escondite.<br />

Probablemente cuando sus compañeros llegaran ya habrían estado allí los hombres<br />

de la Seguridad Nacional. Durante una fracción de minuto hizo esfuerzos por serenarse;<br />

después, con movimientos rápidos, se dirigió a la habitación y del cajón de la mesa de noche<br />

sacó su pistola. Era una Lüger que le había regalado en Panamá un amigo dominicano. Se<br />

metió en el bolsillo izquierdo del pantalón dos peines cargados y se colocó el arma en la<br />

cintura, sobre la parte derecha del vientre, sujetándola con el cinturón. A esa altura tuvo la<br />

impresión de que su energía se había duplicado; todo su cuerpo se hallaba tenso y la conciencia<br />

del peligro lo hacía más receptivo. Oyó con mayor claridad el ruido del agua que<br />

caía en la taza del servicio, las chicharras de la calle, los ladridos juguetones del cachorro,<br />

que debía estar correteando todavía tras el pequeño ciclista. Pero su atención estaba puesta<br />

en los automóviles. Esperaba oír de momento la marcha veloz y el frenazo potente de un<br />

auto de la Seguridad Nacional. Si eso sucedía y el niño se hallaba todavía en calle, correría<br />

peligro, porque él, Régulo Llamozas, no se dejaría coger fácilmente. La sola idea de que el<br />

niño pudiera ser herido le atormentó fieramente y le produjo cólera. Se sintió encolerizado<br />

con la negra, que no se llevaba al muchacho y con la señora Mercedes, sin saber quién era<br />

ella. De la cintura arriba le subió un golpe de sangre cálida; llegaba en sustitución de la que<br />

había huido a los ignorados antros del cuerpo cuando oyó a través del teléfono la pregunta<br />

sobre la habitación que se alquilaba. En escasos minutos su organismo había sido sacudido<br />

y llevado a extremos opuestos.<br />

A causa del niño estaba olvidando cosas importantes. “Guá, las bichas”, se dijo de<br />

pronto; y se dirigió al closet; lo abrió y de la tabla de abajo sacó una gran cartera negra.<br />

Haló el zíper. Allí estaban “las bichas” –tres granadas de piña, pintadas de amarillo–, los<br />

papeles y su única remuda de interiores y medias, todas piezas de nylon. Colocó la cartera<br />

sobre la cama, descolgó su paltó y fue a coger su corbata, que estaba en el espaldar de una<br />

silla; sin embargo no la cogió, porque alguna fuerza oscura le llevó a sacar de la cartera una<br />

298


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

granada, que sopesó cuidadosamente en la mano mientras clavaba la mirada con creciente<br />

intensidad en el peligroso artefacto. De ese amarillo y pesado huevo metálico, cuya cáscara<br />

estaba formada por cuadros, fue emanando una sensación de seguridad que en escaso<br />

tiempo devolvió a Régulo Llamozas el dominio de sus nervios. “Esos vergajos van a saber<br />

lo que es un hombre”, pensó. A seguidas volvió a colocar la granada en la cartera; después<br />

se puso la corbata y el paltó. Sin duda alguna se sentía mejor.<br />

Faltaba casi toda la hora para que llegaran sus amigos, pero nadie podía saber cuánto<br />

faltaba para que llegara la Seguridad Nacional. Desconfiado de sus propios oídos, Régulo<br />

entreabrió de nuevo una hojilla de la veneciana, pues muy bien podía haber gente a pie<br />

vigilándole ya. Enfrente sólo se veía al muchacho felizmente entregado a su incansable<br />

pedalear. El cachorro se había rendido, por lo visto; estaba sentado en la acera de la Quinta<br />

Mercedes, muy erguido, mirando a su amigo con ojos alegres y húmedos de ternura, la lengua<br />

colgándole por un lado de la boca, una oreja enhiesta y la otra caída. Régulo abandonó<br />

el sitio y se fue a la sala.<br />

La quinta en que se hallaba tenía sólo dos dormitorios. Los inquilinos eran un matrimonio<br />

sin hijos, ella maestra y él vendedor de licores; salían temprano y no volvían<br />

hasta las siete y media o las ocho de la noche. Régulo había hablado poco con ellos, entre<br />

otras razones porque hacía sólo dos días que lo habían llevado a esa nueva “concha”. En<br />

la sala había muebles pesados, algunos retratos familiares, un Corazón de Jesús de buen<br />

tamaño, un florero con rosas de papel sobre la mesita del centro y dos grupos de loza imitación<br />

de porcelana en dos rinconeras. Régulo halló que esa sala se parecía a muchas. “A<br />

Aurora le gustarían estos muebles”, se dijo. “Si tengo que defenderme aquí, estos corotos<br />

van a quedar inservibles”, pensó. De inmediato se halló recordando otra vez a su mujer.<br />

Si lo mataban o si lograba huir, la Seguridad iría a su casa, detendría a Aurora, tal vez la<br />

torturarían, y Aurora no podría decir una palabra porque él no había querido ni siquiera<br />

enviarle un recado. “La primera sorprendida sería ella si le dijeran que yo estoy en Venezuela”,<br />

se dijo. De inmediato, sin saber por qué, recordó que en la casa del pequeño<br />

ciclista estaban esperando al doctor para ver al abuelo. “Esos doctores se tardan a veces<br />

cuatro y cinco horas”, pensó.<br />

Ahora sí sonaba un auto en la calle. Otra vez, de manera súbita, sintió la paralización<br />

total de su ser. La impresión fue clara: que todo lo que bullía en su cuerpo se<br />

había detenido de golpe. Reaccionó con toda el alma, imponiéndose a sí mismo valor.<br />

“La bicha, primero la bicha”, dijo; y en un instante se halló en el dormitorio, con una<br />

granada de nuevo en la mano derecha. Cautamente tomó a entreabrir la persiana. Un<br />

Buick verde venía pegándose a su acera. Había dos hombres dentro; uno al timón, otro<br />

atrás. En una fracción de segundo Régulo reconoció al de atrás. A seguidas metió la<br />

granada en la cartera, sujetó ésta, corrió a la sala, salió a la calle, cerró la puerta tras sí<br />

y en dos pasos estuvo en el automóvil.<br />

—Qué hay, compañero –dijo.<br />

El que hacía de chófer puso el carro en movimiento, tal vez un poco más de prisa de lo<br />

que convenía. Régulo volvió el rostro. No se veía otro auto en la calle. La negra salía corriendo<br />

en pos del niño y el perro saltaba tras ella.<br />

—Cayeron Muñoz y Guaramato –dijo el de atrás.<br />

—¿Muñoz y Guaramato? –preguntó Régulo.<br />

Mala cosa. Los dos habían estado con él en una reunión, tres noches atrás.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Yo creo que es mejor ir por las Colinas de Bello Monte –opinó el que manejaba.<br />

—Sí –aseguró el otro.<br />

Régulo Llamozas no pudo opinar. Iban con él y por él, pero él no podía decir qué vía le<br />

parecía más segura. Durante tres meses no había podido decir una sola vez que quería ir a<br />

tal sitio; otros le llevaban y le traían. Tres meses, desde mediados de abril hasta ese día de<br />

julio, había semivivido en Caracas, saliendo sólo de noche; tres meses en las tinieblas metido<br />

en el corazón de una ciudad que ya no era su Caracas, una ciudad que estaba dejando de ser<br />

lo que había sido sin que nadie supiera decir qué sería en el porvenir; tres meses jugándose<br />

la vida, viendo compañeros de paso en reuniones subrepticias, cambiando impresiones a<br />

media voz, transmitiendo órdenes que había recibido en Costa Rica, instruyendo a hombres<br />

y mujeres de la resistencia. No había podido ver el Avila a la luz del sol ni había podido salir<br />

a comerse unas caraotas en el restorán criollo. Todo el mundo podía hacerlo, millones de<br />

venezolanos podían hacerlo; él no. “Colinas de Bello Monte”, pensó. De pronto recordó que<br />

había estado en esa urbanización dos semanas atrás, en la casa de un ingeniero, y que desde<br />

una ventana había estado mirando a sus pies las luces vivas y ordenadas de la Autopista<br />

del Este y de la Avenida Miranda, que se perdían hacia Petare, y los huecos iluminados de<br />

docenas de altos edificios, que se levantaban en dirección de Sabana Grande y de Chacao<br />

con apariencia de cerros cargados de fogatas en cuadro.<br />

—Entra por la calle Edison y trata de pegarte al cerro –dijo el de atrás hablando con el<br />

que guiaba.<br />

—¿Habrán hablado Muñoz y Guaramato? –preguntó Régulo.<br />

—Esos compañeros no hablan, vale. Pero ya tú sabes: el tigre come por lo ligero. Esta<br />

misma noche estás raspando. Lo que venga que te coja afuera.<br />

—¿Por dónde me voy?<br />

—Por Colombia, vale. Ya no está ahí Rojas Pinilla. Ese camino está ahora despejado.<br />

Por Colombia… Rojas Pinilla había caído hacía dos meses… Desde luego, para ir a Colombia<br />

había que pasar por Valencia, y de paso, ¿sería una locura ver a Aurora? Pero claro<br />

que sería una locura. Si la Seguridad Nacional sabía que él estaba en Venezuela, la casa de<br />

su familia tenía vigilancia día y noche.<br />

—Oye, vale, el camino de aquí a la frontera es largo –dijo.<br />

—Bueno, pero eso está arreglado. Tú vas a viajar seguro. Figúrate que vas a ser soldado,<br />

el distinguido Juvenal Gómez, y que te va a llevar un teniente en su propio auto. Hay que<br />

trasladar el retrato de tu cédula a otro papel, nada más.<br />

Un automóvil negro pasó rozando el Buick; de los cuatro hombres que iban en él, uno se<br />

quedó mirando a Régulo. Durante un instante Régulo temió que el auto negro se atravesaría<br />

delante del Buick y que los cuatro hombres saltarían a tierra armados de ametralladoras. No<br />

pasó nada, sin embargo. Su compañero comentó:<br />

—Pavoso el hombre.<br />

Régulo sonrió. De manera que el otro se había dado cuenta… Era gente muy alerta la<br />

que le rodeaba.<br />

—¿Un teniente? –preguntó, llevando la conversación al punto en que había quedado–.<br />

¿Pero de verdad o como yo?<br />

—De verdad vale… El teniente Ontiveros.<br />

El teniente Ontiveros llegó manejando una ranchera justo a la hora acordada, y habló<br />

poco pero actuó con seguridad. Régulo Llamozas, convertido ahora en el distinguido<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Juvenal Gómez –con todo y uniforme— comenzó a sentirse más confiado cuando dejó<br />

atrás la alcabala de Los Teques; en la de La Victoria, ni él ni el teniente tuvieron siquiera<br />

que bajar del vehículo.<br />

Camino hacia Maracay, silenciosos él y el compañero, Régulo Llamozas se dejaba ganar<br />

por la extraña sensación de que ahora, en medio de la oscuridad de la carretera, iba consustanciándose<br />

con su tierra, volviendo a su ser real, que no terminaba en su piel porque se<br />

integraba con Venezuela. Mientras la ranchera rodaba en la noche, él saboreaba lentamente<br />

una emoción a la vez intensa y amarga. Esos campos, ese aire, eran Venezuela, y él sabía que<br />

eran Venezuela aunque no pudiera verlos. Sin embargo tenía conciencia de otra sensación;<br />

la de una grieta que se abría lentamente en su alma, como si la rajara, y la de gotas amargas<br />

que destilaban a lo largo de la grieta.<br />

En verdad, sólo ahora, cuando se encaminaba de nuevo al destierro, encontraba a su<br />

Venezuela. ¿Quién puede dar un corte seco, que separe al hombre de su pasado? Esa patria<br />

por la cual estaba jugándose la vida no era un mero hecho geográfico, simple tierra con casas,<br />

calles y autopistas encima. Había algo que brotaba de ella, algo que siempre había envuelto<br />

a Régulo, antes del exilio y en el exilio mismo; una especie de corriente intensa; cierto tono,<br />

un sonido especial que conmovía el corazón.<br />

—Vamos a parar en Turmero –dijo de pronto el teniente–. Va a subir ahí un compañero.<br />

Creo que usted lo conoce, pero no se haga el enterado mientras no salgamos de Turmero.<br />

Cruzaban los valles de Aragua. Serían las once de la noche, más o menos, y la brisa<br />

disipaba el calor que el sol sembraba durante doce horas en una tierra sedienta de agua. Régulo<br />

no respondió palabra. Cada vez se concentraba más en sí mismo; cada vez más parecía<br />

clavado, no en el asiento, sino en las duras sombras que cubrían los campos. Iba pensando<br />

que había estado tres meses viviendo en un estado de tensión, con toda el alma puesta en<br />

su tarea; que en ese tiempo había sido un extraño para sí mismo, y que solo al final, esa<br />

misma tarde, minutos antes de que sonara el teléfono, había dado con una emoción que era<br />

personalmente suya, que no procedía de nada ligado a su misión, sino a la simple imagen<br />

de un niño que jugaba en bicicleta al sol de la tarde.<br />

—Turmero –dijo el teniente cuando las luces del poblado parpadearon por entre ramas<br />

de árboles.<br />

En un movimiento rápido, el teniente Ontiveros guió la ranchera hacia el centro de<br />

la especie de plazoleta que separa a los dos comercios más importantes del lugar. Había<br />

a los lados maquinaria de la empleada en la construcción de la autopista, camiones de<br />

carga y numerosos hombres chachareando afuera mientras otros se movían dentro de<br />

los botiquines.<br />

—Quédese aquí. El compañero viene conmigo dentro de un momento –explicó Ontiveros.<br />

—Está bien –aceptó Régulo.<br />

Trató de no llamar la atención. No debía hacerse el misterioso. Lo mejor era mirar a todos<br />

lados. “Hasta Turmero cambia”, pensó. Vio al teniente que bebía algo frente al mostrador<br />

y que volvía la cabeza a un sitio y a otro, sin duda tratando de dar con el compañero que<br />

viajaría con ellos. “El teniente éste está jugándose la vida por mí. No, por mí no; por Venezuela”,<br />

se dijo. En realidad, eso no le causaba asombro; él sabía que había muchos militares<br />

dispuestos a sacrificarse.<br />

La brisa movía las hojas de un árbol que quedaba cerca, a su izquierda, y de alguna llave<br />

que él no podía ver caía agua. Agua, agua como la que sonaba sin cesar en la taza del servicio,<br />

301


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

allá en Caracas; sí, en Caracas, en el pedazo de calle de Los Chaguaramos, solitario como la<br />

calle de un pueblo abandonado; allí donde el pequeño ciclista pedaleaba sin cesar, seguido<br />

por el cachorro.<br />

No estando el teniente con él, se sentía intranquilo; de manera que lo mejor era tener una<br />

granada en la mano, por lo que pudiera suceder. La sacó de la cartera y empezó a palparla.<br />

En ese instante oyó pasos. Alguien se acercaba a la ranchera. Miró de refilón, tratando de<br />

no dar el rostro: eran el teniente y el compañero. Hablaban con toda naturalidad, y en una<br />

de las voces reconoció a un amigo. Pero se hizo el desinteresado.<br />

—Podemos ir los tres delante –dijo el teniente Ontiveros–. Córrase un poco, distinguido<br />

Gómez.<br />

El distinguido Gómez, todavía con la granada en la mano se corrió hacia el centro; el<br />

teniente dio la vuelta y entró por el lado izquierdo al tiempo que el otro tomaba asiento en<br />

el extremo derecho. Súbitamente liberado de su reciente inquietud, Régulo Llamozas sentía<br />

necesidad de decir un chiste, de saludar con efusión al amigo que le había salido al camino en<br />

momento tan difícil. El teniente Ontiveros encendió el motor, puso la luz y la ranchera echó<br />

a andar. En un instante Turnero quedó atrás. Régulo Llamozas se volvió al recién llegado y<br />

le echó un brazo por el hombro.<br />

—¡Vale Luis, qué alegría! Nunca pensé que te vería en este viaje.<br />

—Pues ya lo ves, Régulo. Aquí estoy, siempre en la línea. Me dijeron que debía acompañarte<br />

hasta Barquisimeto y he venido a hacerlo; de Barquisimeto en adelante te acompañará otro.<br />

Hablaron un poco más, de las tareas clandestinas, de los desterrados, de los caídos.<br />

—Yo tenía reunión con Leonardo la noche de su muerte –dijo Luis.<br />

El teniente mencionó a Omaña, contó cosas suyas. Los faros iban destacando uno por<br />

uno los árboles de la carretera; y de pronto hubo silencio, porque estaban llegando a la<br />

alcabala de Maracay.<br />

Fue después que les dieron paso cuando Luis inició un tema nuevo. Movió el cuerpo<br />

hacia su izquierda, como para ver mejor a Régulo, y preguntó de pronto:<br />

—¿Cómo está Aurora? ¿Hallaste grande a Regulito?<br />

—No los he visto –explicó Régulo–. Yo entré por Puerto la Cruz y todavía no he estado<br />

en Valencia. Estoy pensando que si pasamos por Valencia después de la una podría llegar<br />

un momento a la casa, pero tengo sospechas de que la Seguridad esté vigilando los alrededores.<br />

—¿En Valencia? –preguntó Luis, con acento de sorpresa–. Pero si Aurora no vive en<br />

Valencia. Vive en Caracas.<br />

Régulo Llamozas sintió que le daban un latigazo en el centro del alma.<br />

—¿Cómo en Caracas? ¿Desde cuándo? –inquirió casi a gritos.<br />

—Desde que su papá se puso grave.<br />

Régulo no pudo hacer otra pregunta. Se sentía castigado por olas de calor que le quemaban<br />

el rostro. Comenzó a pasarse una mano por la barbilla y sus negros ojos se endurecían<br />

por momentos.<br />

—¿Pero tú no lo sabías? –preguntó el amigo.<br />

Régulo trató de dominar su voz, temeroso de hacer un papel ridículo.<br />

—No, vale –dijo–. Tengo tres meses aquí y hace cuatro que salí de Costa Rica.<br />

—Pués sí –explicó Luis–… Ella vive en la calle Madariaga, en Los Chaguaramos, en una<br />

quinta que se llama Mercedes.<br />

302


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

No se oyeron más palabras. Ya estaban en Maracay. Debía ser media noche, y la brisa<br />

de las calles llegaba fresca después de su paso por los samanes de la llanura. El teniente<br />

Ontiveros volvió el rostro y a la luz del tablero vio con asombro las lágrimas cayendo por<br />

las mejillas del distinguido Juvenal Gómez.<br />

Victoriano Segura<br />

Todo lo malo que se había pensado de Victoriano Segura estaba sin duda justificado,<br />

pues a las pocas semanas de hallarse viviendo allí se presentaron en su puerta dos policías y<br />

se lo llevaron por delante. Aquella vez era bastante avanzada la tarde. Pero en otra ocasión<br />

los agentes del orden público llegaron muy de mañana y al parecer con mala sangre, porque<br />

cuando –al tomar la esquina– Victoriano Segura se detuvo como para hablar, uno de ellos<br />

le empujó, lo amenazó con su palo y le gritó algunas malas palabras. En la primera ocasión<br />

su mujer salió a la puerta y estuvo mirando a su marido y a los policías hasta que doblaron;<br />

en la segunda ni eso pudieron ver los vecinos, pues él le dijo a voces que no le diera gusto<br />

a la gente, que se quedara adentro y no le abriera la puerta a nadie.<br />

Victoriano era alto, probablemente de más de seis pies, muy flaco, muy callado, de ojos<br />

saltones y manchados de sangre; tenía la piel cobriza, el pelo áspero y la nariz muy fina; y tenía<br />

sobre todo un aire extraño, una expresión que no podía definirse. El contraste entre su silencio y<br />

su voz producía malísima impresión; pues sólo hablaba de tarde en tarde para llamar a la mujer<br />

y pedirle café, y entonces su voz grave y dura se expandía por gran parte de aquella pequeña<br />

calle dejando la convicción de que Victoriano era un hombre autoritario y violento. Esa sensación<br />

se agravaba debido a que Victoriano Segura jamás se dirigía a nadie en la calle; no sonreía ni<br />

contestaba saludos. Además, su propia llegada al lugar tuvo algo de misteriosa.<br />

El lugar era una calle todavía en esbozo, en la que tal vez no habría más de veinte casas,<br />

y de esas sólo tres podían considerarse de algún valor. Por de pronto, nada más esas tres<br />

tenían aceras; las restantes daban directamente a la hierba o al polvo, si no llovía –porque<br />

cuando llovía la calle se volvía un lodazal–. Ahora bien, según afirmaba con su graciosa<br />

tartamudez el anciano Tancredo Rojas, la gente que vivía allí era “de…cente, de…cente”.<br />

Con lo cual aludía a los viajes de Victoriano Segura seguido de esas escoltas policiales.<br />

La casa que alquiló Victoriano tenía hacia el este un solar cubierto de matorrales y arbustos,<br />

donde el vecindario tiraba latas viejas, papeles y hasta basura; hacia el oeste vivían<br />

dos hermanas viejecitas, una de ellas sorda como una tapia y la otra casi ciega. Cuando se<br />

corrió la voz de que las dos veces Victoriano había sido llevado a la policía por robo, la gente<br />

comenzó a temer que de momento asaltaría a las viejas, de quienes se decía que guardaban<br />

algún dinero. En poco tiempo el miedo a ese asalto y la posibilidad de que se produjera<br />

–tal vez con asesinato y otros agravantes– dominó en todos los hogares, y en consecuencia,<br />

de la alta y seca figura de Victoriano comenzó a emerger un prestigio siniestro, que ponía<br />

pavor en el corazón de las mujeres y bastante preocupación en la mente de los hombres.<br />

Una noche, a eso de las nueve, se oyeron desgarradores gritos femeninos que salían de la<br />

casa de las dos ancianas. Armado de machete, el hijo de don Tancredo corrió para volver a<br />

poco diciendo que allí nada ocurría. Interrogada por él, la vieja medio ciega dijo que había<br />

oído gritos, pero hacia la casa de Victoriano Segura. La gente comentó durante varios días<br />

el valor del hijo de don Tancredo y acabó asegurando que los gritos eran de la mujer de<br />

Victoriano, a quien ese malvado maltrataba.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Eso, con una calleja tan pequeña, donde todos se conocían y todos se llevaban bien y<br />

se trataban con cariño, aumentó la sensación de malestar que producía el hombre. Él era<br />

carretero; guardaba la carreta en el patio y soltaba el mulo en el solar vecino, donde otro<br />

mulo descansaba día por medio; salía muy temprano a trabajar y a eso de media tarde se<br />

sentaba a la puerta de la calle, con la silla arrimada en el seto de tablas. Alguna que otra<br />

tarde se oía su voz; era cuando llamaba a su mujer para pedirle café. Sólo en esas ocasiones,<br />

y cuando iba a comprar algo, se veía a la mujer, que era una criatura callada, más oscura<br />

que el marido pero muy bonita, de pocas carnes, más bien baja, de cabellos crespos, bellos<br />

ojos negros y boca muy bien dibujada.<br />

—Pobrecita –comentaban las mujeres cuando la veían–, tener que vivir con un hombre así…<br />

La casa en que vivían había estado vacía muchos meses; y nadie vio a Victoriano Segura<br />

llegar a verla, a nadie preguntó quién era el dueño ni cuánto cobraban por alquilarla. De buenas<br />

a primeras amaneció un día allí. Sin duda se había mudado a medianoche, usando su propia<br />

carreta. Ese solo hecho dio lugar a muchas conjeturas; agréguese a él el comportamiento del<br />

hombre, sus dos detenciones acusado de robo, según se decía en la calleja, y los gritos nocturnos<br />

bajo su techo. Todo lo malo imaginable podía pensarse de Victoriano Segura.<br />

Por eso resultó tan sorprendente la conducta del extraño sujeto cuando la desgracia se<br />

hizo presente por vez primera en aquel naciente pedazo de calle. La noche de San Silvestre,<br />

después que las sirenas de los aserraderos, las campanas de las dos iglesias y millares de<br />

cohetes dieron la señal de que había comenzado un año nuevo, se oyeron gritos de socorro.<br />

Inmediatamente la gente pensó: “Es José Abud”. Y era José Abud. Su acento libanés no<br />

podía confundirse.<br />

El viejo Abud no era tan viejo; seguro que no tenía sesenta años. Su casa era la mejor del<br />

vecindario, y hablando con toda propiedad, la única de dos plantas. Abajo estaba el comercio<br />

y arriba vivía la familia; abajo era de ladrillo, arriba de madera. José Abud se había casado<br />

pocos años antes con la hija de un compatriota; tenía tres niños preciosos y, además, a su<br />

madre. La vieja Adelina Abud, que había emigrado de su lejana tierra ya de años, apenas<br />

hablaba con claridad. Anciana ya, quedó paralítica, según decían en el barrio, debido a<br />

castigo de Dios porque no era católica.<br />

En medio de la noche se oyeron golpes de puertas que se abrían y voces que resonaban<br />

preguntando qué pasaba. De primera intención todo el mundo creyó que había muerto la<br />

madre de José Abud. Pero con incontenible estupor la gente que se asomaba a las puertas y<br />

a las ventanas vio penetrar en sus casas una extraña claridad rojiza. Entonces de todas las<br />

bocas surgió el grito:<br />

—¡Fuego! ¡Es fuego en la casa de José Abud!<br />

Atropelladamente, vestidos a medias, hombres, mujeres y muchachos comenzaron a<br />

corretear por la calleja. Súbitas y violentas llamaradas salían con pasmosa y siniestra agilidad,<br />

por debajo del balcón de la gran casa; se oían el chasquido del fuego y el trepidar de las<br />

puertas. Agudos lamentos de mujeres y voces de hombres íbanle dando al terrible espectáculo<br />

el tono de pavor que merecía. Allá arriba, corriendo por el balcón de un extremo a otro, como<br />

enloquecidos, se veía a José, con dos hijos bajo los brazos, y a la mujer con otro en alto.<br />

—¡Que bajen por la escalera antes de que se queme; que bajen por la escalera! ¡Baja, José;<br />

bajen! –gritaban desde la calle.<br />

Pero se notaba que el aturdido libanés y su mujer no entendían. A lo mejor ignoraban<br />

que el comercio era pasto del fuego, y por eso creían que la escalera se conservaba todavía<br />

304


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

en buen estado. Después se supo que efectivamente era eso lo que pensaban José Abud y su<br />

mujer. No podía ser de otra manera, pues cuando la familia se dio cuenta del siniestro fue<br />

cuando vieron las llamas reventando, como gigantesca flor viva, por la pared de atrás de la<br />

casa, y ya había trepado y consumido en un momento parte de los altos, hacia el fondo; así<br />

que ellos ignoraban que el comercio ardía.<br />

—¡Hay que abrir esa puerta pronto! –gritó alguien, refiriéndose a la puerta de la escalera.<br />

En un instante apareció un hombre con un pico y otro con una barreta; golpearon la<br />

puerta e hicieron saltar los cierres. Cálido, picante, con agrio olor, el humo salió por allí.<br />

Pero la gente no perdió tiempo, y se vio a varios hombres meterse a toda prisa escaleras<br />

arriba. Cuando retornaron llevaban a los niños en brazos y empujaban a José y a su mujer,<br />

que estaban aterrorizados. A seguidas se vio el impetuoso río de fuego abrir brecha en el<br />

lienzo de manera que dividía la escalera del comercio; se oyó el crepitar de las tables, y tras<br />

el crepitar entraron las múltiples llamas ensanchándose y despidiendo chispas.<br />

Victoriano Segura se había levantado. Debió vestirse muy de prisa, porque tenía la<br />

camisa abierta. Esa noche –¡por fin– no se mantuvo apartado, si bien tampoco se mezcló<br />

con la gente. Se paró en la acera de la casa de don Julio Sánchez, que pegaba con la de José<br />

Abud y era también de ladrillos, aunque de una sola planta. Allí, los brazos cruzados sobre<br />

el pecho, atento al siniestro, callado, podía vérsele enrojeciendo y brillando, como un alto y<br />

flaco e inmóvil muñeco de cobre que resultara a ratos iluminado por el aleteo de las llamas.<br />

Al parecer no atendía más que al súbito e incesante crecer y decrecer de las llamaradas,<br />

cuando oyó a José Abud exclamar, con voz que parecía llegada de otro mundo:<br />

—¡Mamá, mamá está arriba! ¡Mamá se quema!<br />

Entonces, braceando como si nadara, Victoriano Segura avanzó. La gente sintió su presencia.<br />

Aquella extraña mirada se convirtió de pronto en la de una fiera, un brillo imponente<br />

le alumbró los ojos, y su voz de piedra, esa voz que aterrorizaba al vecindario, baja, fuerte,<br />

dura, se impuso al tumulto, a los gritos y a las quejas.<br />

—¿Dónde está la vieja? ¡Dígame dónde está la vieja! –demandó más que preguntó.<br />

La gente se quedó muda. “Este quiere entrar para robar”, pensaron muchos. Pero la<br />

mujer de José Abud, que era joven y estaba desesperada por la tragedia, no pensó así, y<br />

gritó que estaba en su habitación.<br />

—¡La última de allá, de allá! –explicaba entre llanto a la vez que indicaba con la mano<br />

que el sitio estaba hacia el fondo y hacia el oriente, esto es, donde más fuerte debía ser el<br />

fuego en tal momento.<br />

Victoriano Segura la miró a fondo durante diez o doce segundos. Las llamas iluminaban<br />

su rostro cobrizo y su pelo áspero; y era fácil advertir que los músculos de la cara estaban<br />

contrayéndosele.<br />

—¡No, no; usté no! –gritó José Abud al tiempo que trataba de agarrarlo para que no<br />

fuera, tal vez porque alguien acertó a decirle que ese hombre pretendía aprovechar el desconcierto<br />

para ir a robar.<br />

Mas ya era tarde para que Victoriano Segura pudiera oírlo. Se metió de un salto por la<br />

puerta de la escalera; se le vio saltar todavía más, como un enorme gato flaco y ágil, que<br />

podía moverse sin hacer ruido y sin mostrar esfuerzo.<br />

—¡Se va a matar ese hombre! –gritó de pronto una mujer.<br />

—¡Sí, se va a matar, se va a asfixiar! ¡Salga de ahí Victoriano! –gritaron varias voces a<br />

un tiempo.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

A esa hora la multitud era ya grande. Gentes de las calles cercanas y hasta del centro del<br />

pueblo habían llegado de todas direcciones, atraídos por el resplandor y por el escándalo.<br />

Llegaron policías que comenzaron a dar órdenes y a apartar a la multitud. Las señoras del<br />

vecindario corrían de nuevo hacia sus casas, recordando que habían dejado las puertas<br />

abiertas y que las circunstancias eran propicias para que se metieran por ellas los rateros.<br />

Por fin, en grupos dispersos comenzaron a llegar los bomberos, a pesar de que no podrían<br />

hacer nada allí debido a que no había de dónde sacar agua. Los policías, los bomberos y<br />

todos los recién llegados hacían la misma pregunta:<br />

—¿Cómo empezó?<br />

Y todos oían las atropelladas noticias de que allá arriba había una vieja paralítica y un<br />

hombre que se había metido a salvarla. Por eso los que llegaban se ponían a mirar hacia<br />

“allá arriba” con tanta angustia como los vecinos de la calleja.<br />

Las conversaciones eran como un mar; un mar en el que de pronto se levanta una ola<br />

y a poco vuelve a caer. Sobre el constante abejoneo se alzaba de improviso un clamor, un<br />

comentario quejumbroso o una observación que salía del corazón mismo de la multitud.<br />

Cinco minutos no son nada; y nadie puede en cinco minutos, por muy de prisa que<br />

lo haga todo, subir a una casa, sacar de su lecho a una anciana paralítica y conducirla a la<br />

calle, aunque la casa no esté ardiendo. Ahora bien el fuego es un elemento muy veloz; es<br />

inclemente, salvaje, y su entraña maligna está fuera del tiempo. De manera que una carrera<br />

entre el hombre y el fuego es muy desigual para el hombre; y así, cinco minutos, que no<br />

son nada para salvar una vida, resultan un largo tiempo para perderla. Tal vez nadie pensó<br />

eso aquella noche de San Silvestre, mientras la casa de José Abud ardía; pero es indudable<br />

que todos lo sintieron. Para el expectante vecindario, una vez transcurridos cinco minutos<br />

podían darse por muertos a Victoriano Segura y a la vieja Adelina Abud. Es probable, sin<br />

embargo, que todavía hubiera alguien pensando que Victoriano no estaba tratando de sacar<br />

a la enferma, sino buscando el sitio donde José Abud guardaba su dinero; y para las personas<br />

que tenían esa sospecha, de momento aparecería Victoriano en el balcón y daría un salto o<br />

haría algo diabólico; desaparecería a los ojos de todos con la fortuna de Abud.<br />

Por el extremo este, el balcón comenzó a arder. Una llamarada surgió, con inteligente y<br />

demoníaca maldad, sobre el seto del alto, hacia el lado de allá; envolvió y pareció acariciar<br />

la balaustrada; la lamió y en un instante la hizo arder.<br />

Si el balcón cogía fuego, ¿qué iba a ser de Victoriano y de la vieja? Las voces comenzaron<br />

a hacerse más altas, los ayes de las mujeres, más frecuentes. Había llegado ya el momento<br />

en que la gente lanzaba maldiciones por la lentitud del hombre en salir, lo cual indicaba<br />

que su probable muerte –la horrible muerte por el fuego– comenzaba a ganarle simpatías.<br />

Aunque no había dudas de que todos pensaban en la vieja paralítica, podía advertirse que<br />

sobre ese pensamiento iba superponiéndose, con rasgos cada vez más fuertes, la imagen de<br />

Victoriano Segura. Aquel hombre parecía llamado a promover en torno suyo una atmósfera<br />

dramática. Instintivamente la gente volvía la cabeza hacia la casa de Victoriano, en cuya<br />

puerta, tal vez muy angustiada pero de todas maneras muy dueña de sí misma, sin gritar y<br />

sin moverse, se veía a su mujer, pequeña, bonita, de grandes ojos negros y de cutis oscuro<br />

que el fuego enrojecía. Los vecinos de la calleja sentían deseos de acercarse a ella y hablarle<br />

sobre su marido.<br />

De súbito se la vio abrir la boca.<br />

—¡Victoriano! –dijo y corrió hacia el fuego.<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

El hombre había salido al balcón. Lo hizo durante un instante; asomó hacia la multitud<br />

su rostro duro, y entró de nuevo a toda prisa. Ese movimiento acentuó las sospechas de los<br />

que las tenían. El hombre había hallado el dinero y andaba buscando por dónde escapar.<br />

A seguidas volvió a salir, armado de un palo que seguramente había sido la pata de una<br />

mesa; y brutalmente, con una seguridad y una fiereza impresionantes, comenzó a golpear<br />

la balaustrada del balcón por el extremo que daba al techo de la casa de don Julio Sánchez.<br />

Entre el piso del balcón y ese techo podía haber una diferencia de vara y media, que se convertían<br />

en dos varas y media desde el pasamanos; además, podía haber una vara de espacio<br />

vacío de una casa a la otra. La multitud comprendió de inmediato que el plan de Victoriano<br />

consistía en romper la balaustrada para sacar por ahí a la vieja.<br />

—¡Que suban algunos al techo de don Julio! –comenzó a pedir la gente, una voz por<br />

aquí, dos por allá, otra más lejos.<br />

Fue admirable la prontitud con que apareció una escalera. Tal vez era de los bomberos.<br />

Pero nadie ponía atención en los bomberos ni en los policías. Es el caso que apareció una<br />

escalera, y tres o cuatro hombres la agarraron al tiempo que otros trepaban hacia el techo.<br />

Mientras tanto, allá arriba, indiferente al fuego del balcón que avanzaba hacia sus espaldas,<br />

Victoriano Segura iba destrozando la balaustrada. Logró romper el pasamanos y se prendió<br />

de él con terrible fuerza; lo haló, lo removió. Cuando lo hizo saltar se detuvo un poco para<br />

quitarse la camisa. Al favor de las llamas se vio entonces que a pesar de su delgadez era<br />

musculoso y fuerte como un animal joven.<br />

Seis o siete hombres que se movían tropezando y estorbándose lograron ganar el techo<br />

de la casa de don Julio; alguien les gritó que subieran la escalera para ayudar a Victoriano. A<br />

ese tiempo éste había hecho saltar todos los balaustres y había entrado de nuevo en la casa.<br />

El humo iba saliendo por las puertas, en violentas bocanadas gris negras que avanzaban<br />

como impetuosos remolinos. Parecía imposible librarse de su efecto. La anciana no podía<br />

salvarse, cosa que todos aseguraban en voz baja. También estaban seguros, a tal altura, de<br />

que Victoriano iba en busca de la vieja.<br />

Ya había sido eliminada totalmente la última sospecha. En medio de la angustia los sentimientos<br />

iban desplazándose. Mucha gente pensó que la anciana no podría salvarse, pero que<br />

el hombre sí, si no seguía arriesgándose. No se daban cuenta de que Victoriano había pasado<br />

a ser el objeto de la preocupación general. Inconscientemente, la multitud empezó a moverse<br />

hacia el sitio donde se hallaba su mujer. Después de haber gritado el nombre de su marido, ella<br />

se había quedado inmóvil, con la boca cubierta por una mano y los ojos fijos en el balcón.<br />

A poco un enorme clamoreo subió de todas las bocas y hubo muchos que aplaudieron,<br />

aunque de manera dispersa, como con miedo: Victoriano Segura había aparecido en el<br />

balcón con la anciana en los brazos. Pero parecía muy tarde, porque, favorecidas por una<br />

ligera brisa, las llamas avanzaban y cubrían todo el sitio. El espacio que el hombre tenía<br />

que recorrer sería de tres varas solamente; mas en esas tres varas dominaba ya el fuego;<br />

y además, no era cosa de salir corriendo y dejar caer a Adelina. Colocarse de espaldas al<br />

fuego, con la anciana en brazos, para bajar la escalera, o aún entregársela a alguien de los<br />

que estaban sobre el techo de la casa de don Julio, requería mucho esfuerzo y un gasto de<br />

tiempo que ya no podía hacerse. La menor dilación, y el balcón podía caerse. Por cierto una<br />

parte cayó, precisamente cuando Victoriano se acercaba al extremo que él mismo había roto<br />

poco antes. La gente bramó cuando vio ese pedazo de balcón, consumido por el fuego, caer<br />

entre chispas y estruendo.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Pero Victoriano no volvió la cabeza. Había llegado al borde del balcón y durante un<br />

segundo se le vio dudar. Tal vez pensaba lanzarse con la anciana en brazos, lo cual hubiera<br />

sido una locura. Gesticulando y gritando, los seis o siete hombres que estaban en el techo<br />

de don Julio le invitaban a algo. Tranquilamente, dándoles la espalda, Victoriano se sentó;<br />

después empezó a dar una vuelta, de manera que quedó sentado con las piernas al aire y la<br />

vieja Adelina en ellas; luego tomó a la vieja por las axilas y comenzó a bajarla. La enferma se<br />

movía igual que un péndulo, inerte, más como una gran muñeca de madera que como un ser<br />

vivo. Los de abajo tendían las manos y daban gritos. Por momentos salían huyendo, porque<br />

las llamas avanzaban sobre ellos. Era impresionante ver que esas llamas casi envolvían a la<br />

paralítica y sin embargo no la conmovían.<br />

—¡Déjela caer, déjela caer! –gritaban los hombres agrupados bajo los pies de la anciana.<br />

Como todo el mundo, ellos no pensaban tanto en Adelina como en Victoriano, a quien<br />

una corta dilación convertiría en víctima. Se concebía ya hasta que la vieja muriera, pero<br />

nadie pedía aceptar a esa altura la idea de que muriera Victoriano.<br />

Ahora bien, era evidente que a aquel hombre no le importaban gran cosa los demás.<br />

Las opiniones pueden cambiar en un minuto, y con ellas los sentimientos a que han dado<br />

origen; mas la naturaleza humana no varía tan de prisa. Ese Victoriano Segura que estaba<br />

jugándose la vida en el balcón era el mismo que dejaba sin contestar los saludos de sus vecinos.<br />

Estaba tan aislado allá arriba como se mantenía en su casa. Por un momento su mujer<br />

perdió la serenidad; corrió hacia el fuego y gritó:<br />

—¡Victoriano, suéltala y tírate!<br />

Y en medio del tumulto, del continuo estallido de las maderas que ardían, de aquel mar<br />

de voces, el marido oyó a su mujer. La oyó porque se le vio buscarla con los ojos. Ella dijo<br />

entonces:<br />

—¡Acuérdate, Victoriano; acuérdate!<br />

¿Que se acordara de qué? ¿Qué significaban esas palabras? ¿Había alguna razón por la<br />

cual él no debía dejarse matar o inutilizar por el fuego? La gente se miró entre sí. El misterio<br />

seguía rodeando a ese hombre flaco y alto, a ese ser impenetrable, duro y callado. Debía<br />

ser muy importante lo que decía la mujer, porque Victoriano se volvió a los hombres que se<br />

agrupaban bajo él, en el techo vecino, y dejó oír, por segunda vez en esa doliente noche, su<br />

voz metálica e impresionante.<br />

—¡Allá va! –dijo estentóreamente.<br />

Y soltó a la anciana, a quien los otros recibieron en tumulto. Un segundo después, con<br />

la agilidad de un enorme gato, Victoriano se tiró. A seguidas crujió el resto del balcón, y<br />

levantando sordo estrépito cayó a la calle envuelto en chorros de fulgurantes chispas. La<br />

gente se distrajo viendo esa caída y esas chispas, razón por la cual muy pocos se dieron<br />

cuenta de que Victoriano Segura había corrido por el techo de la casa de don Julio y había<br />

saltado después a la calle. Ya allí, imponiéndose con su dura mirada y su gran tamaño,<br />

pidió paso y se lo dieron. Cuando algunos quisieron buscarlo para hablar con él, era tarde.<br />

Confusamente, se había oído el golpe de su puerta.<br />

Durante todo el día de Año Nuevo estuvieron humeando los escombros de la que había<br />

sido la mejor construcción en la pequeña calle. Hombres y muchachos, y hasta alguna<br />

mujer, hacían grupos frente al lugar del siniestro y cambiaban impresiones. De rato en rato<br />

un muchacho señalaba hacia la casa de Victoriano Segura y decía:<br />

—Mire, él vive ahí.<br />

308


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Pero nadie vio a Victoriano ese día. Y como tampoco se le vio salir al siguiente, unos<br />

cuantos vecinos, encabezados por José Abud, fueron a visitarlo. A las llamadas en la puerta<br />

salió la mujer, pero no abrió del todo, sino sólo un poco.<br />

—¿Qué desean? –preguntó.<br />

Con su graciosa tartamudez, don Tancredo Rojas comenzó a tratar de decir que todos<br />

ellos querían saludar al “hé… roe, hé… roe, hé… roe de, de, de…”<br />

Pero la mujer no deseaba oír más. Se había puesto nerviosa y se agarraba a la hoja de la<br />

puerta como si temiera que algún espíritu maligno pudiera abrirla del todo.<br />

—Ay, señores… Miren, él no está aquí –dijo–. Mejor váyanse. El no quiere que venga<br />

gente a la casa. Perdónenme señores… –Pero váyanse.<br />

El grupo cambió miradas.<br />

—Pero… pero… pero… –comenzó a decir don Tancredo, mientras hacía moverse de un<br />

lado a otro la empuñadura de su bastón, cuya puntera había clavado en tierra.<br />

Evidentemente la mujer no sabía que hacer. Entonces intervino don Julio, cuya voz era<br />

muy aguda.<br />

—Muy bien, señora, muy bien –dijo–. Pero le dice que vinimos a verlo. Queríamos saber<br />

si estaba bien y si necesitaba algo. Adiós, señora.<br />

El pobre José Abud, abrumado por la desgracia, no abría la boca. Caminaba junto a sus<br />

compañeros de comisión como quien marcha tras el entierro de un ser querido.<br />

Los días fueron transcurriendo sin que volviera a verse a Victoriano Segura sentado a la<br />

puerta de su casa. La gente muy madrugadora alcanzaba a oír el ruido de su carreta. Volvía<br />

a media tarde, pero no salía más. Esa conducta, desde luego, llenaba de confusión a todo<br />

el mundo, si bien ya no causaba mala impresión. A juicio del vecindario Victoriano era un<br />

hombre extraño, en cuya vida había algún misterio. Muy pocos aludían a sus prisiones; la<br />

mayoría recordaba los gritos de mujer aquella noche; en cuanto al repetido “¡acuérdate!”<br />

que le lanzó la suya la noche del fuego, se pensaba que tenía relación con ese misterio que<br />

le rodeaba; por lo demás, debía ser muy celoso, a juzgar por la recepción se les hizo a los<br />

señores que estuvieron en su casa después del incendio. Pero el miedo de que pudiera asaltar<br />

a las ancianas del lado se había disipado del todo. Sólo persistía esa atmósfera de misterio<br />

en torno suyo. Algún día se sabría la verdad.<br />

Todavía hoy, al cabo de los años, aquellos a quienes tanto intrigaba su conducta ignoran<br />

esa verdad; sólo ahora la sabrán, si es que alguno de ellos lee esta historia.<br />

Pues Victoriano Segura se esfumó tan extrañamente como había llegado, si bien de manera<br />

mucho más dramática. Ocurrió que una tarde llegó a la calleja con su carreta cargada<br />

de tablas. Muchos de los vecinos le vieron meter esas tablas en la casa, y como en los días<br />

siguientes se le oyó martillar, se pensó que estaba haciendo arreglos en la vivienda; tal vez<br />

hacía una mesa para comer o remendaba una ventana rota.<br />

Por entonces el mes de febrero iba muy avanzado, lo cual quiere decir que había brisas<br />

cuaresmales y el cielo estaba brillante. El aire iba y venía cargado con los presagios del<br />

carnaval y la Semana Santa. Una adorable paz ganaba el corazón de la gente; y en aquella<br />

pequeña calle que estaba surgiendo a la orilla misma de los campos, el frecuente canto de los<br />

pájaros y el murmullo de los árboles hacían más sensibles esos rasgos de profunda esencia<br />

musical con que se embellecen los días sin importancia.<br />

En medio de tal ambiente, dulce y limpio, ocurrió la partida de Victoriano Segura. Fue<br />

a eso de las nueve de la mañana. Algunas mujeres parloteaban desde sus puertas con las<br />

309


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

vecinas; algunos muchachos jugaban dando carreras o empinaban papalotes; algunas gallinas<br />

picoteaban las manchas de yerba que se veía aquí y allá. Inesperadamente se abrió el portón<br />

que daba al patio donde Victoriano guardaba la carreta y se oyó su dura voz arreando al mulo.<br />

Hábilmente conducida, la carreta quedó parada junto a la puerta de la casa. Cachazudamente,<br />

Victoriano puso dos piedras junto a una de las ruedas, una para impedir que se moviera hacia<br />

adelante, la otra para impedir que se moviera hacia atrás. Después de eso entró en la casa.<br />

¿Quién podía prever lo que sucedió inmediatamente? Algunos minutos más tarde la<br />

puerta se abrió de par en par y Victoriano Segura salió de espaldas, cargando con un extremo<br />

de ataúd; al otro extremo apareció luego la mujer. Usando toda su fuerza, que debía ser<br />

mucha, el hombre colocó la punta del féretro en el borde de la carreta; después tomó la que<br />

cargaba la mujer y comenzó a empujar. Se le veía endurecido por la tensión. No era fácil<br />

hacer rodar el ataúd. Victoriano lo removía de un lado a otro, y la lúgubre carga iba entrando<br />

lentamente en la carreta. Secándose los ojos con la mano, la mujer no cesaba de llorar.<br />

Ni siquiera movía la cabeza. Bajo aquel sol límpido era una estampa dura la de esa mujer<br />

llorando en silencio mientras su marido luchaba con el impresionante cargamento.<br />

El hombre logró al fin llevar el ataúd a donde quería; se le vio entrar en la casa con su<br />

mujer, salir a poco, tocado de sombrero negro, y cerrar la puerta. Ella llevaba en la mano<br />

una vela encendida y al parecer había comenzado a rezar. Sin subirse en la carreta, dominando<br />

el mulo desde afuera, Victoriano Segura dio tres “¡arres!” en voz alta. Tambaleante y<br />

despaciosa, la carreta se perdió en la esquina, sin duda camino del cementerio. Tras ella, la<br />

cabeza baja, con la mano de la vela mecánicamente alzada, se perdió la mujer. Nunca más<br />

volvió la gente de la pequeña calle a verlos. Se presumió que él había vuelto de noche para<br />

llevarse los enseres y el otro mulo.<br />

Pero yo vi a Victoriano Segura muchos años más tarde. Le reconocí inmediatamente,<br />

no sólo porque había cambiado muy poco –si bien algo de su rostro denunciaba el paso del<br />

tiempo–, sino porque su estancia en la calleja me había causado mucha impresión y por tanto<br />

no lo olvidé. Cuando ocurrieron los sucesos en que él fue protagonista yo era un muchacho;<br />

uno de los que oían hablar de él y de la misteriosa atmósfera que le rodeaba, uno de los que<br />

despertaron sobresaltados la noche del siniestro en la casa de José Abud. Yo estaba junto a<br />

mi madre, viéndole luchar con el ataúd, la mañana en que él se fue. Volvimos a encontrarnos<br />

en la cárcel, adonde me habían llevado mis ideas políticas. Estaba en una gran celda, junto<br />

con otros presos; labraba un pedazo de madera con una pequeña cuchilla y parecía aislado<br />

en medio de sus compañeros. Cuando se puso de pie para ir a su camastro los demás le<br />

abrieron paso en silencio.<br />

—Usté es Victoriano Segura –le dije atravesándome en su camino.<br />

—Sí, ¿por qué? –contestó.<br />

Era su misma voz dura de otros tiempos, era su misma mirada metálica, impresionante<br />

y reservada. Tenía canas y algunas arrugas, y nada más.<br />

—Yo lo conocí a usté –dije–. Vivíamos casi enfrente. Fue cuando se quemó la casa de<br />

José Abud.<br />

A mi me pareció que algo veló el brillo de su mirada. Pero no dijo una palabra. Se fue a<br />

su camastro, y allí estuvo largas horas labrando su pedazo de madera. Retornó a su soledad,<br />

a esa áspera soledad en que viviera siempre. Fue una semana más tarde cuando yo me atreví<br />

a preguntarle por su mujer. Estuvo largo rato mirándose las manos, dándoles vueltas de las<br />

palmas a los dorsos, tocándoselas una con otra. Al fin dijo:<br />

310


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—En el lazareto.<br />

A poco recomendó:<br />

—Que no lo sepa nadie.<br />

Entonces yo tuve un vislumbre, así, relampagueante, de que su antigua soledad se había<br />

debido…<br />

—Ahora me explico –empecé a decir, mientras él me clavaba su imperiosa mirada—…<br />

Aquel ataúd era…<br />

—Su mamá –dijo–; la mamá de mi mujer, que murió lázara.<br />

Al parecer halló que había hablado demasiado, porque se puso de pie y se fue a un<br />

rincón. Se sentó allí y se dedicó a contemplar el patio, donde algunos reclusos charlaban y<br />

se movían sin cesar. Ya no volví a dirigirle la palabra sino cuando un mes después se me<br />

avisó que recogiera mis pertenencias porque iban a dejarme en libertad ese mismo día. Me<br />

le acerqué para preguntarle si quería que visitara a su mujer en el leprocomio. Y he aquí lo<br />

que me dijo entonces Victoriano Segura mirándome a los ojos:<br />

—No vaya. Su mamá perdió la nariz y tal vez ella la pierda también. Usté la conoció<br />

cuando era bonita. Si usté la ve ahora con mi consentimiento, es como si la viera yo.<br />

Y me dio la espalda, que a mí me pareció de mármol, como la de una estatua.<br />

La mancha indeleble<br />

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y<br />

yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de<br />

enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se<br />

conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo<br />

de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e<br />

intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror.<br />

Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había<br />

pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia.<br />

La situación era en verdad aterradora.<br />

Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la<br />

puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros,<br />

tal vez de cuatro. Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo<br />

que sería no podía medirse en términos humanos.<br />

—Entregue su cabeza –dijo una voz suave.<br />

—¿La mía? –pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.<br />

—Claro… ¿Cuál va a ser?<br />

A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes,<br />

que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que<br />

todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra<br />

roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a<br />

todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados,<br />

las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que<br />

ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido.<br />

Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté:<br />

—¿Y cómo me la quito?<br />

311


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de las<br />

quijadas; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.<br />

Si se hubiera tratado de una pesadilla me hubiera explicado la orden y mi situación.<br />

Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras<br />

me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba<br />

de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba<br />

sentarme o agarrarme a algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.<br />

—¿No ha oído o no ha comprendido? –dijo la voz.<br />

Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible.<br />

Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo.<br />

Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya<br />

no le daba la menor importancia a lo que decía.<br />

Al fin logré hablar.<br />

—Sí, he oído y he comprendido –dije–. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así<br />

como así. Déme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas,<br />

de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué<br />

voy a pensar?<br />

La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar<br />

aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.<br />

—Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a<br />

necesitarlos más: va a empezar una vida nueva.<br />

—¿Vida sin relación conmigo mismo, sin mis ideas, sin emociones propias? —pregunté.<br />

Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví<br />

los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero<br />

ninguna estaba abierta.<br />

El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un<br />

niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en<br />

ese salón imponente. Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana: no podía<br />

relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos<br />

malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de<br />

seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.<br />

—Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno –dijo la voz.<br />

No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar,<br />

que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una<br />

mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un<br />

pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz.<br />

Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la noche que todavía no ha cerrado.<br />

En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la<br />

puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó<br />

al verme correr; tal vez pensaron que había robado o que había sido sorprendido en el momento<br />

de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber<br />

habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi<br />

necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.<br />

Durante una semana no me atreví a salir de la casa. Oía día y noche la voz y veía en<br />

todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la<br />

312


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala<br />

muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía.<br />

A poco, dos hombres se sentaron a ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad<br />

y luego dijo al otro:<br />

—Ese fue el que huyó después que ya estaba…<br />

Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia<br />

que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.<br />

Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. He usado jabón, cepillo y un producto<br />

químico especial para el caso que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble.<br />

Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más.<br />

Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me<br />

esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de<br />

los ojos sombríos:<br />

—… Después que ya estaba inscrito…<br />

El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré<br />

ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros<br />

o eran enemigos del Partido.<br />

El indio Manuel Sicuri<br />

Manuel Sicuri, indio aimará, era de corazón ingenuo como un niño; y de no haber sido así<br />

no se habrían dado los hechos que le llevaron a la cárcel en La Paz. Pero además Manuel Sicuri<br />

podía seguir las huellas de un hombre hasta en las pétreas vertientes de los Andes y esa noche<br />

hubo luna llena, cosas ambas que contribuyeron al desarrollo de esos hechos. El factor más importante,<br />

desde luego, fue que el cholo Jacinto Muñiz tuviera que huir del Perú y entrara en Bolivia<br />

por el Desaguadero, lo cual le llevó a irse corriendo, como un animal asustado, por el confín del<br />

altiplano, obsedido por la visión de un paisaje que le daba la impresión de no avanzar jamás. El<br />

cholo Jacinto Muñiz fue perseguido de manera implacable, primero en el Perú, desde más allá<br />

del Cuzco, y después por los carabineros de Bolivia que recibían de tarde en tarde noticias de su<br />

paso por las desoladas aldeas de la puna. Jacinto Muñiz no podía liberarse de esa persecución,<br />

pues había robado las joyas de una iglesia, y eso no se lo perdonarían ni en el Perú ni en Bolivia;<br />

y para fatalidad suya era fácil de identificar porque tenía una cicatriz en la frente, desde el pelo<br />

hasta el ojo derecho. Cuando llegó a la choza del indio Manuel Sicuri el cholo Jacinto Muñiz<br />

contó que ésa era la huella de una caída, lo cual desde luego era mentira.<br />

Manuel Sicuri cuidaba de un rebaño de ovejas y de nueve llamas; las ovejas llevaban<br />

prendidas en la lana, a medio lomo, cintas de color azul, lo que servía para identificarlas como<br />

de su propiedad. Esa medida sobraba, porque no era fácil que en aquella zona sus ovejas se<br />

mezclaran con otras, ya que no había más en millas a la redonda; pero era la costumbre de<br />

los aimarás del altiplano y Manuel Sicuri seguía la costumbre. De seguir la costumbre en<br />

todo su rigor, sin embargo, quien debía cuidar de los animales era María Sisa, la mujer de<br />

Manuel, y además debía sembrar la papa y la quinua y la cañahua –los cereales de la puna–,<br />

pues el hombre debía irse a trabajar a La Paz o tal vez a las minas. Pero resultaba que no<br />

sucedía así porque Manuel era huérfano de padre y madre y tenía tres hermanitos –dos de<br />

ellos hembras– y él quería a esos niños con toda la fuerza de su alma. Además, María estaba<br />

embarazada. Propiamente, María tenía siete meses de embarazo.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

A medida que se extiende hacia el sudoeste, en dirección a las altas cumbres de la<br />

Cordillera Occidental, el altiplano va haciéndose menos fértil. Es una vasta extensión llana<br />

como una mesa. El aire transparente y frío es limpio y seco, sin gota de humedad. Cada<br />

vez más, son escasas las viviendas, y cada vez más va acentuándose en la tierra el cambio<br />

de color; pues hacia el norte es gris y en ocasiones amarilla y verde, mientras que hacia el<br />

sur va tomándose pardusca. El grandioso paisaje es de una impresionante hermosura y de<br />

aplanadora soledad. Cuando comienzan las primeras estribaciones de la Cordillera hacia el<br />

sudoeste –que son sucedidas más tarde por otras eminencias peladas de nevadas cumbres,<br />

y después por otras y otras más– comienzan también las enormes arrugas en el lomo de la<br />

montaña, sin duda los canales por donde en épocas lejanas corrieron aguas despeñadas.<br />

Pero eso es ya cayendo hacia el lado de Chile; y Manuel Sicuri tenía su choza en tierras<br />

de Bolivia. El indio podía tender la vista en redondo y durante leguas y leguas no veía<br />

vivienda alguna. Su casa estaba hecha de tierra, y su propia madre había ayudado a levantarla.<br />

No había ventana para que no entrara el viento helado de la Cordillera, y sólo tenía<br />

una puerta que daba al este. De noche se quemaba la boñiga de las llamas y hasta de las<br />

ovejas, que Manuel iba recogiendo sistemáticamente día tras día; y su fuego era la única<br />

luz y el único calor de la vivienda. No había habitación alguna, sino que todo el cuadro<br />

encerrado en las paredes de la choza era usado en común. Los tres niños y el indio Manuel<br />

Sicuri y su mujer embarazada dormían juntos, sobre pieles de oveja, en el piso de tierra.<br />

En un rincón había un viejo arcón en que se guardaban ropas que habían sido del padre y<br />

de la madre de Manuel, cortos calzones de lana y faldas y chales de colores, los zarcillos<br />

de oro de María y los trajes de boda de la pareja, alguna loza de desconocido origen y un<br />

pequeño sombrerito negro de fieltro que usó María en la peregrinación a Copacabana, a<br />

orillas del Titicaca. Encima del arcón se amontonaban las pieles de las ovejas que habían<br />

muerto o habían sido sacrificadas el último año. El arcón quedaba en el rincón más lejano<br />

de la izquierda, según se entraba; en el primero del mismo lado estaba amontonado el<br />

chuño, y entre el chuño y el arcón, la lana, la lana que pacientemente iba hilando María<br />

Sisa, la mayor parte de las veces mientras se hallaba sentada a la puerta de la choza. Junto<br />

a la lana dormían los perros, dos perros flacos, con los costillares a flor de piel, que no<br />

tenían función alguna y se pasaban los días recostados o caminando sin rumbo fijo por el<br />

altiplano, a veces corriendo tras las ovejas. En el primer rincón de la derecha, con el hierro<br />

contra el piso, estaba el hacha.<br />

Esa hacha, en realidad, no tenía uso ni nadie en la familia sabía por qué estaba allí. Tal<br />

vez el padre de Manuel Sicuri, que vivió hacia el norte, había sido leñador, aunque no era<br />

posible saber dónde ya que en la zona no había bosques; tal vez se la vendió, a cambio de una<br />

o dos parejas de llamas, algún cholo que pasó por la región. Pero el hacha era reverentemente<br />

guardada porque cierta vez, estando Manuel recién nacido, hubo un invierno muy crudo y<br />

los pumas bajaron de la Cordillera en pos de ovejas; y en esa ocasión el hacha fue útil, pues<br />

con ella mató el padre a un puma que llegó hasta la puerta misma de su choza. Eso había<br />

sucedido, desde luego, más hacia el nordeste; una vez muerto el padre, al mudarse hacia el<br />

sur, Manuel Sicuri se llevó el hacha. A menudo Manuel jugaba con ella. Ocurría que en las<br />

tardes de buen tiempo él les contaba a los yokallas y a María cómo había sido el combate<br />

entre la fiera y su tata; entonces él mismo hacía el papel de puma, y se acercaba rugiendo,<br />

en cuatro pies, dando brincos, hasta la misma puerta. Los niños reían alegremente, y Manuel<br />

también. De pronto él salía corriendo, cogía el hacha y hacía el papel de su padre; se<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

plantaba en la puerta, daba gritos de cólera, blandía el arma y la dejaba caer sobre el cráneo<br />

del animal; a esa altura, Manuel volvía a hacer el papel del puma, y caía de lado, rugiendo<br />

de impotencia, agitando las manos y simulando que eran garras. Cuando el puma estaba ya<br />

muerto, tornaba Manuel a ser el padre, sin perjuicio de que hiciera también de oveja y balara<br />

y corriera dando los saltos de los corderos, imitando el miedo de los tímidos animales. Toda<br />

la familia reía a carcajadas, y Manuel reía más que todos. En realidad, Manuel reía siempre<br />

y a toda hora estaba dispuesto a jugar como un niño.<br />

Uno de esos atardeceres, cuando la luz de julio en el altiplano era limpia y el aire cortante,<br />

los perros comenzaron a ladrar. Ladraban insistentemente, pero no a la manera en que<br />

lo hacían cuando corrían tras una oveja o cuando –lo que pasaba muy pocas veces– algún<br />

cóndor volaba sobre el lugar dejando su sombra en la tierra, sino que sus ladridos eran a la<br />

vez de sorpresa y de cólera. Entonces Manuel fue a ver lo que pasaba. Dio la vuelta a la casa<br />

y al corral, que quedaba al oeste de la vivienda y era también de tierra. Allá, a la distancia,<br />

hacia la caída del sol, se veía avanzar un hombre.<br />

Ese hombre era el cholo Jacinto Muñiz. Cuando se acercaba, una hora después, casi al comenzar<br />

la noche, Manuel, la mujer y los pequeños se reunieron tras el corral. Por primera vez<br />

en mucho tiempo aparecía por allí un ser humano. Evidentemente el hombre hacía grandes<br />

esfuerzos para caminar, lo cual comentaban Manuel y su mujer. Los niños callaban, asustados.<br />

De haber sido un conocido, o siquiera un indio como ellos, que usara sus ropas y tuviera su<br />

aspecto, Manuel hubiera corrido a darle encuentro y tal vez a ayudarle. Pero era un extraño y<br />

nadie sabía qué le llevaba a tan desolado sitio a esa hora. Lo mejor sería esperar.<br />

Cuando estuvo a cincuenta pasos, el hombre saludó en aimará, si bien se notaba que no<br />

era su lengua. Manuel se le acercó poco a poco. María espantó los perros con pedruscos y<br />

pudo oír a los dos hombres hablar; hablaban a distancia, casi a gritos. El forastero explicó<br />

que se había perdido y que se sentía muy enfermo; dijo que tenía sed y hambre y que quería<br />

dormir. Su ropa estaba cubierta de polvo y su escasa barba muy crecida. Pidió que le dejaran<br />

descansar esa noche, y antes de que su marido respondiera María dijo, también a gritos,<br />

que en la vivienda no había donde. Aunque hablaba aimará se apreciaba a simple vista que<br />

ese hombre no era de su raza ni tenía nada en común con ellos; pero además su instinto de<br />

mujer le decía que había algo siniestro y perverso en ese duro rostro que se acercaba. Ella<br />

era muy joven y Manuel no llegaba a los veinte años, y ante el extraño, que tenía figura de<br />

hombre maduro, ella sentía que ellos eran unos yokallas, unos niños desamparados. Pero<br />

Manuel no era como su mujer; Manuel Sicuri era confiado, de corazón ingenuo, y por otra<br />

parte sabía que muchas veces Nuestro Señor se disfrazaba de caminante y salía a pedir<br />

posada; eso había ocurrido siempre, desde que tata Dios había resucitado, y debido a ello<br />

era un gran pecado negar hospitalidad a quien la pidiera. En suma, aquella noche el cholo<br />

peruano Jacinto Muñiz, prófugo de la justicia en dos países, durmió sobre pieles de oveja en<br />

la choza de Manuel Sicuri. María Sisa se pasó la noche inquieta, sin poder pegar ojo, atenta<br />

al menor ruido que proviniera del sitio donde se había echado Jacinto Muñiz.<br />

Pero Jacinto Muñiz durmió, y lo hizo pesadamente, con los huesos agobiados de cansancio.<br />

Había bebido pito e infusión de coca, que la propia María le había preparado. Ni siquiera<br />

se quitó la chaqueta. Estaba durmiendo todavía cuando Manuel Sicuri salió de la vivienda.<br />

Al despertar vio a María Sisa agachada ante una vasija de barro que colgaba de tres hierros<br />

colocados en trípode, hacia el último rincón derecho de la casucha; abajo de la vasija había<br />

fuego de boñiga de llamas. María cocinaba chuño con carne seca de carnero. Los tres niños<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

estaban sentados junto a la puerta, charlando animadamente. María se levantó y se dobló otra<br />

vez hacia el fuego, de manera que se le vieron las corvas. Jacinto Muñiz se sentó de golpe y<br />

se pasó la mano por la cara. María Sisa se volvió, tropezó con la cicatriz sobre el ojo y sintió<br />

miedo. El párpado estaba encogido a mitad del ojo, y eso le hacía formar un ángulo; la parte<br />

interior del párpado resaltaba en el ángulo, rojiza, sanguinolenta, y debajo se veía el blanco<br />

del ojo casi hasta donde la órbita se dirigía hacia atrás. Aquello por sí solo impresionaba<br />

de manera increíble, pero resultaba además que en medio de ese ojo desnaturalizado había<br />

una pupila dura, siniestra, fija y de un brillo perverso. María Sisa se quedó como hechizada.<br />

Entonces fue cuando el extraño explicó que se había hecho esa herida al caerse, muchos años<br />

atrás. María esperó que el hombre se pusiera de pie, se despidiera y siguiera su camino. Pero<br />

él no lo hizo, sino que se quedó sentado y mirándola con una fijeza que helaba la sangre de<br />

la mujer en las venas. Ella estaba acostumbrada a los ojos honrados de su marido y a los<br />

tímidos y tristes de las ovejas y las llamas o a los humildes y suplicantes de sus perros. Para<br />

disimular su miedo se dirigió a los niños diciéndoles trivialidades y su sonora lengua aimará<br />

no daba la menor señal de su terror. Pero por dentro el pavor la mataba.<br />

En cambio Manuel Sicuri no sintió miedo. Ese día volvió más temprano que otras veces, y<br />

al ruido de las ovejas y al ladrido de los perros salió su mujer a decirle, con visible inquietud,<br />

que el hombre seguía en la casa y que no había hablado de irse. Manuel Sicuri dijo que ya<br />

se iría; entró, charló con Jacinto Muñiz como si se tratara de un viejo conocido y le ofreció<br />

coca. Después, sentado en cuclillas, oyó la historia que quiso contarle el peruano.<br />

—Vengo huyendo de más allá del Desaguadero, del Perú –explicó señalando vagamente<br />

hacia el noroeste– porque el gobierno quería matarme. Un gamonal me quitó la mujer y las<br />

tierras y yo protesté y por eso quieren matarme.<br />

Eso podía entenderlo muy bien Manuel Sicuri; también en Bolivia, durante siglos, a<br />

ellos les habían quitado las tierras y las mujeres, y su padre le había contado que cierta vez,<br />

cuando todavía no soñaba casarse con su madre, miles de indios corrieron por la puna, en<br />

medio de la noche, armados de piedras y palos, en busca de un Presidente que huía hacia el<br />

Perú después de haber estado durante años quitándoles las tierras para dárselas a los ricos<br />

de La Paz y Cochabamba.<br />

—Si saben que estoy aquí me buscan y me matan. Yo me voy a ir tan pronto me sienta<br />

bien otra vez. Además, yo voy a pagarte –dijo en peruano.<br />

Manuel Sicuri no respondió palabra. No le gustó oír hablar de que le pagaría, pero se<br />

lo calló. ¿Y si resultaba que ese hombre, con su terrible aspecto, era el propio Nuestro Señor<br />

que estaba probando si él cumplía los mandatos de Dios? De manera que se puso a hablar<br />

de otras cosas; dijo que esa noche seguramente habría helada, porque había cambio de luna,<br />

de creciente a llena, y la luna llevaba siempre frío.<br />

Con efecto, así ocurrió. Manuel oyó varias veces a las ovejas balar y se imaginaba la puna<br />

iluminada en toda su extensión mientras el helado viento la barría. Muy tarde se quejó uno<br />

de los yokallas; Manuel se levantó a abrigar al grupo y el peruano preguntó, en las sombras,<br />

qué ocurría. A Manuel le inquietó largo rato la idea de que el peruano no estuviera dormido.<br />

Pero se abandonó al sueño y ya no despertó hasta el amanecer. El frío era duro, y hasta el<br />

horizonte se perdían los reflejos de la escarcha. Había que esperar que el sol estuviera alto<br />

para salir; y como se veía que el día iba a ser brumoso, tal vez de poco o ningún sol fuerte,<br />

Manuel empezó a llevar afuera las papas de la última cosecha para convertirlas en chuño<br />

deshidratándolas en el hielo.<br />

316


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

En ese trabajo estaba, a eso de las siete de la mañana, cuando los perros comenzaron a<br />

ladrar mirando hacia el norte. También Manuel miró; un hombre se veía avanzar, un hombre<br />

como él, de su raza. Manuel entró en su casa.<br />

—Viene gente –dijo, dirigiéndose más al cholo peruano que a su mujer.<br />

Entonces Manuel Sicuri vio a Jacinto Muñiz perder la cabeza. Su miedo fue súbito; se<br />

levantó de golpe, apoyándose en una mano, y sus negros ojos se volvieron, como los de una<br />

llama asustada, a todos los rincones de la choza.<br />

—¡Tengo que esconderme –dijo–, tengo que esconderme, porque si me cogen me matan!<br />

—Aquí no –respondió calmadamente, pero asombrado, Manuel Sicuri—; aquí no es Perú.<br />

–¡Sí, yo lo sé, pero es que yo herí al gamonal y parece que murió! ¡Si me cogen me<br />

matan!<br />

Manuel Sicuri y María Sisa se miraron como interrogándose. A partir de ese momento,<br />

María sabía que sus temores eran fundados; y también a ella le dio miedo, tanto miedo<br />

como al extraño. Manuel dudó todavía, sin embargo. Con indescriptible rapidez pensó lo<br />

que debía hacerse; corrió hacia el arcón, tiró las pieles de ovejas en tierra y separó el arcón<br />

de la pared en forma tal que entre el mueble y el rincón podía caber un hombre.<br />

—Ven aquí –dijo.<br />

El cholo corrió y de un salto se metió allí; con toda premura Manuel fue tirando las pieles<br />

sobre él y el arcón. Nadie podía sospechar que allí había un hombre. Luego, volviéndose a<br />

los niños, que habían visto todo aquello en silencio, les ordenó que se callaran y que a nadie<br />

dijeran nada; a seguidas volvió a su trabajo afuera, como si no hubiera visto al indio que<br />

avanzaba por la alta pampa.<br />

Resultó que el hombre era un chasquis, esto es, un correo enviado a recorrer las distantes<br />

y perdidas viviendas de esa zona para informar que se buscaba a un cholo peruano con<br />

una cicatriz en la frente; a juicio del mallcu, es decir del jefe indígena que había mandado<br />

al chasquis a ese recorrido, el prófugo buscaba cruzar hacia Chile, pero en vez de dirigirse<br />

hacia el sudoeste desde el último sitio en que se le había visto, caminaba en derechura al<br />

sur, lo que indicaba que debía pasar por allí.<br />

—No, no ha pasado por aquí –explicó Manuel.<br />

El chasquis se había sentado en cuclillas y bebía chicha que se guardaba en una vasija<br />

de barro. María no hallaba donde poner los ojos, pero Manuel Sicuri se había vuelto impenetrable.<br />

Estaba él también en cuclillas y preguntó al visitante de dónde venía y cuánto<br />

hacía que se hallaba en camino y cómo estaban en su casa. Hablaba lentamente. Se refirió a<br />

la helada y dijo que el invierno iba a ser muy duro. Demoró mucho en esa charla antes de<br />

abordar el asunto; pero al fin lo hizo.<br />

—¿Por qué buscan a ese peruano? –preguntó.<br />

—Robó una iglesia allá en su tierra –dijo el chasquis robó la corona de la Virgen y el cáliz<br />

y el manto de tatica Jesús Nazareno, que tenía oro y piedras finas.<br />

Manuel estuvo a punto de venderse. Vio a su mujer mirarle con una fijeza de loca y él<br />

mismo sintió que la cabeza le daba vueltas. Tuvo que apoyarse en tierra con una mano. ¡De<br />

manera que el cholo Jacinto Muñiz había robado a mamita la Virgen! Pero ya él había dicho<br />

que no había pasado por ahí, y decir lo contrario era probablemente buscarse un lío con las<br />

autoridades. Con el pretexto de seguir regando las papas en la escarcha, María salió. Manuel<br />

pensaba: “Si digo ahora que está aquí van a llevarme preso por esconderlo; si no digo<br />

nada, tata Dios va a castigarme, se me morirán las ovejas y las llamas y tal vez ni nazca mi<br />

317


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

hijo”. No descubría su emoción, no denunciaba su pensamiento, pues seguía con su rostro<br />

hermético, sus ojos brillantes, sus rasgos inmóviles, cerrada la boca que era tan propensa a<br />

la risa; pero por dentro estaba sufriendo lo indecible. Entonces sucedió lo que más deseaba<br />

en tal momento: el chasquis se levantó y dijo que iba a seguir su camino. Y he aquí que<br />

sin saber por qué, aunque sin duda llevado a ello por el miedo, Manuel Sicuri se levantó<br />

también y explicó que iba a acompañarle, que iría con él hasta una pequeña comunidad de<br />

cuatro chozas que quedaba casi en las faldas de la Cordillera Real, cuyas nevadas cumbres<br />

se veían en sucesión hacia el este y el sur. Tendría que caminar tres horas de ida y tres de<br />

vuelta. Pero Manuel Sicuri lo haría porque necesitaba saber qué pensaba el chasquis. A lo<br />

mejor el chasquis había visto algo, sorprendido una huella, un movimiento sospechoso bajo<br />

las pieles de oveja, y se iría sin dar señales de que sabía que el cholo Jacinto Muñiz se hallaba<br />

escondido en la casa de Manuel Sicuri. Así, pues, dijo que iría con él; y después de haber<br />

caminado unos cinco minutos dejó al chasquis solo y volvió al trote.<br />

—Cuando estemos lejos, a mediodía, sacas de ahí al peruano y que se vaya. Dile que ande<br />

de prisa y derecho hacia la caída del sol; por ahí no hay casas ni va a encontrar gente.<br />

Esto fue lo que habló con su mujer, pero como el chasquis podía estar mirando, quiso<br />

despistarlo y entró a su choza. Después explicó que había vuelto a la vivienda para coger<br />

coca. Y sin más demora emprendió la marcha por la helada puna en cuya amplitud rodaba<br />

sin cesar un viento duro y frío.<br />

Así fue como actuó Manuel Sicuri durante esa angustiosa mañana. De manera muy<br />

distinta sintió y actuó el cholo peruano Jacinto Muñiz. En el primer momento, cuando supo<br />

que llegaba un hombre, el miedo le heló las venas y le impidió hasta pensar. En verdad, sólo<br />

se le había ocurrido esconderse, sin que atinara a saber dónde; y cuándo Manuel Sicuri eligió<br />

el escondite y le llevó allí, él le dejó hacer sin saber claramente lo que estaba ocurriendo. Las<br />

pieles le ahogaban, aunque de todas maneras hubiera sentido que se ahogaba aún estando<br />

a campo abierto. El oyó al chasquis llegar y en ese momento su miedo aumentó a extremos<br />

indescriptibles; le oyó hablar de él mismo y entonces empezó a olvidar su terror y a poner<br />

toda su vida en sus oídos.<br />

Cuánto tiempo transcurrió así, sintiéndose presa de un pavor que casi le hacía temblar,<br />

era algo que él no podía decir. Pero es el caso que cuando Manuel Sicuri dijo que no había<br />

pasado por allí sintió que empezaba a entrar en calor y cinco minutos después estaba sereno,<br />

otra vez dueño de sí y dispuesto a acometer y a luchar si alguien pretendía cogerle.<br />

La conversación entre Manuel y el chasquis debió durar media hora, y antes de que<br />

hubiera transcurrido la mitad de ese tiempo el cholo Jacinto Muñiz se sentía seguro. Muchas<br />

palabras se le perdían, puesto que él no hablaba aimará como un indio, sino lo necesario<br />

para entenderse con ellos; y mientras los dos hombres hablaban y él seguía a saltos la charla,<br />

comenzó a pensar en otra cosa; sería más propio decir que comenzó a sentir otra cosa. De<br />

súbito, y tal vez como reacción contra su pavor, Jacinto Muñiz recordó a la mujer de Manuel<br />

Sicuri tal como la había visto el día anterior, agachada frente al fuego. Ella le daba la espalda<br />

y su posición era tal que la ropa se le subía por detrás hasta mostrar las corvas. Jacinto<br />

Muñiz había pensado: “Tiene buenas piernas esa india”, idea que le estuvo rondando todo<br />

el día y toda la noche, al extremo de que lo tenía despierto cuando Manuel Sicuri se levantó<br />

para abrigar a los niños. Ahí, en su escondite, Jacinto Muñiz veía de nuevo las piernas de<br />

la mujer e incontenibles oleadas de calor le subían a la cabeza. Al final ya no tenía más que<br />

eso en la mente y en el cuerpo.<br />

318


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Pero Jacinto Muñiz no pensaba atacar a la mujer. En el fondo de sí mismo lo que le preocupaba<br />

era huir, salvarse, alejarse de allí tan pronto como pudiera, sobre todo después de<br />

saber que ya la mujer y su marido estaban enterados de cuál había sido su crimen. La idea<br />

de atacarla le vino más tarde, cuando, a poco de haberse ido Manuel Sicuri con el chasquis,<br />

la mujer retiró las pieles que lo cubrían y le dijo que saliera. Ella le explicó que debía irse, y<br />

por dónde y a qué hora, y cuando él preguntó por Manuel ella cometió el error de decirle<br />

que estaba acompañando al chasquis.<br />

Con su repelente ojo de párpado cosido, Jacinto Muñiz miró fijamente a María. María<br />

tenía el negro pelo partido al medio y anudado en moño sobre la nuca; era de piel cobriza,<br />

tirando a rojo, de delgadas cejas rectas y de ojos oscuros y almendrados, de altos pómulos,<br />

de nariz arqueada, dura pero fina, y de gran boca saliente. Era una india aimará como tantas<br />

otras, como millares de indias aimarás, bajita y robusta, pero tenía la piel limpia en los brazos<br />

y las piernas y era joven; estaba embarazada, ¿pero qué le importaba eso a él, un hombre<br />

acosado, un hombre en peligro que estaba huyendo hacía casi un mes? Sintiéndose fuera<br />

de sí y a punto de perder la razón, Jacinto Muñiz dijo que sí, que se iría, pero que le diera<br />

charqui o quinua o cañahua, algo en fin con qué comer en el camino.<br />

María Sisa también tenía miedo, como lo había tenido Jacinto Muñiz y como lo había<br />

tenido Manuel Sicuri. Pero además María sentía asco de ese hombre. ¡Por la Virgen de Copacabana,<br />

ese bandido había robado una iglesia y estaba en su casa! Lo que ella quería era<br />

que se fuera inmediatamente.<br />

—No hay charqui y tenemos muy poca quinua y muy poca cañahua –dijo secamente<br />

mientras vigilaba los movimientos del cholo.<br />

—Dame chuño entonces –pidió él.<br />

María quería decirle que no. Tata Dios iba a castigarla si le daba comida a su enemigo.<br />

Pero tal vez si le negaba el chuño, que estaba a la vista en el rincón, el hombre diría que no<br />

se iba. Llena de repulsión se encaminó al rincón y se agachó para recoger el chuño. Para<br />

fatalidad suya los niños estaban afuera, regando papas sobre la escarcha.<br />

El ataque fue tan súbito y los hechos se produjeron tan de prisa que María no pudo<br />

describirlos más tarde. Cuando se agachaba el hombre se lanzó sobre ella y la agarró fuertemente<br />

por los hombros, forzando éstos de tal manera, hacia un lado, que María cayó de<br />

espaldas. Como era una mujer joven y fuerte se defendió con las piernas, pero al parecer<br />

aquello enfureció al peruano o sin duda lo excitó más. María levantó los brazos y no lo<br />

dejaba acercarse. No gritó propiamente, porque en ese momento perdió del todo su miedo<br />

y se sintió colérica, pero comenzó a decirle al atacante cosas en voz tan alta que los niños<br />

corrieron y uno de ellos, el mayor, agarró al hombre por la ropa. Jacinto Muñiz pegó al<br />

niño con un codo y lo lanzó a tierra. Había ocurrido que la vasija con la chicha había sido<br />

dejada en el suelo, cerca de la puerta, donde la había puesto Manuel Sicuri después de<br />

haberle servido al chasquis; el atacante la vio y la tomó en una mano. María quiso evitar el<br />

golpe porque pensó: “Va a matar a mi niñito”. “Mi niñito” era, desde luego, el que llevaba<br />

en el vientre. Y ese pensamiento la turbó. No tuvo, pues, serenidad bastante para defenderse,<br />

y la vasija golpeó sobre su frente, rompiéndose en innúmeros pedazos. María sintió el deslumbramiento<br />

del golpe y algo cálido que le corría a los ojos. Debió perder el conocimiento,<br />

puesto que a poco comprendió que el peruano estaba violándola. Pero su indignación y su<br />

asco eran tan grandes que ellos le dieron fuerzas, y logró, doblando la quijada del hombre,<br />

quitárselo de encima. Entonces se puso en pie de un salto y corrió como despavorida a través<br />

319


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

de la puna, volviendo el rostro cada quince segundos para asegurarse de que él no la seguía.<br />

El hombre salió a la puerta y comenzó a correr tras ella. Pero sucedió que el llanto de los<br />

niños, las voces de María y el ruido de la lucha excitaron a los perros, y ambos se lanzaron<br />

tras Jacinto Muñiz. Este se agachó varias veces para coger piedras y tirárselas a los animales.<br />

Estaba como loco, y el rojizo párpado levantado se le veía como una brasa en medio de la<br />

noche. Comprendió al fin que no podría alcanzar a María Sisa; volvió entonces a la choza,<br />

recogió su sombrero, se llenó los bolsillos de chuño, sacó de las vasijas en que se guardaban<br />

coca y lejía y salió de nuevo. Desde lejos María le vio salir y le vio irse huyendo por detrás<br />

del corral; hacia el oeste, a toda carrera, como espantado por algún enemigo invisible. En<br />

el día sin sol, pero sin niebla, su figura se fue alejando, tornándose cada vez más pequeña,<br />

mientras la mujer lloraba de miedo y de vergüenza sin atreverse a volver a su choza.<br />

Todavía le quedaban a María Sisa –y sin duda también a los niños, si bien tal vez ellos no<br />

comprendían lo sucedido a pesar de que veían a María sangrando por la frente– unas cinco<br />

horas de angustia antes de que volviera Manuel Sicuri. Pero ocurrió que Manuel retornó<br />

antes. Llevaba dos horas de marcha junto al chasquis y estaba ya seguro de que éste no tenía<br />

sospechas de que el peruano se encontraba en su casa, cuando le dio al propio chasquis por<br />

decir que quizás sería bueno que él volviera a su vivienda.<br />

—Tu mujer y los niños están solos, y ese mal hombre puede llegar allá. Estuvo preso en su<br />

tierra por una muerte, me dijo el mallcu, y a eso se debe que tenga una cicatriz sobre el ojo.<br />

¿Sí? Manuel Sicuri se quedó mirando al chasquis. Este no era capaz de adivinar lo que<br />

estaba pasando en tal momento por la cabeza de Manuel Sicuri. Jacinto Muñiz estaba en su<br />

casa y seguramente había oído desde su escondite cuanto ellos hablaron. Tal vez le diera<br />

miedo a Jacinto Muñiz y por miedo de que le denunciaran matara a María y a los yokallas.<br />

Era un hijo del demonio el hombre que había robado la corona de Mamita ¿Qué no sería<br />

capaz de hacer?<br />

—Sí –dijo Manuel Sicuri–. Hablas bien, chasquis. Yo me devuelvo.<br />

Se devolvió, pero no podía caminar a su paso normal; algo le hacía correr a trote corto,<br />

algo que él no quería definir. Podía ser temor a tata Dios; quizá tata Dios iba a ponerse bravo<br />

con él por haber dado auxilio al cholo. Podía ser un oscuro sentimiento con respecto a María;<br />

no le había gustado el extranjero y se lo había dicho. ¿Qué hacía Jacinto Muñiz despierto a<br />

medianoche?<br />

Por momentos el indio Manuel Sicuri aumentaba la velocidad de su trote. Iba siguiendo<br />

sus propias huellas y las del chasquis, a veces desaparecidas donde había muchas piedras,<br />

esas menudas y abundantes piedras del altiplano, y a trechos grabadas en el polvo o en las<br />

plantitas rastreras que quedaban aplastadas durante largo tiempo después de haber sido<br />

pisadas. El día iba aclarando lentamente, de manera que de vez en cuando él podía ver su<br />

sombra, una sombra vaga, y calcular la hora. Era bastante más allá del mediodía. El viento<br />

seguía fuerte y frío, pero el trote le producía calor.<br />

Poco a poco, a fuerza de atender a la regularidad de su paso, Manuel Sicuri fue dejando<br />

de pensar. Pasada la primera hora de marcha alcanzó a ver su casa; se veía como de humo,<br />

perdida en el horizonte y muy pequeña. No había nadie cerca; no se distinguían ni las llamas<br />

ni las ovejas ni a María. Tal vez nada había sucedido. Mantuvo su paso. Lentamente la choza<br />

fue destacándose y creciendo y la puna ampliándose, a la vez que la luz iba aumentando y<br />

los nacientes colores de la tierra, muy débiles de por sí, iban cobrando seguridad. Oyó los<br />

perros ladrar y después los vio correr hacia él.<br />

320


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Cuando llegó a la puerta iba a reírse contento, pues nada había ocurrido; María estaba<br />

en cuclillas, de espaldas, y los niños, silenciosos, se agrupaban en un rincón. Pero entonces<br />

María volvió el rostro y Manuel Sicuri vio la herida en su frente.<br />

—¿Cómo fue? –preguntó.<br />

Su mujer empezó a llorar sin hacer gesto alguno.<br />

—¿El peruano, fue el peruano?<br />

Ella dijo que sí con la cabeza; después, secándose las lágrimas, se puso a relatar el atropello.<br />

Los niños la oían sin moverse de su rincón.<br />

Al principio Manuel oyó a María sin decir palabra, pero el aspecto que iba cobrando su<br />

rostro denunciaba fácilmente lo que sucedía en su interior. Comenzó como si un golpe lo<br />

hubiera atontado, después los ojos se le fueron transformando y cobrando un brillo metálico<br />

que nunca antes habían tenido; la boca se le endurecía segundo a segundo. María Sisa contaba<br />

y contaba, con sus rutilantes y cortantes palabras aimarás, sin alzar la voz, gesticulando a<br />

veces, señalando de pronto el rincón de los chuños donde había sido atacada. Llevaba todavía<br />

la palabra cuando Manuel Sicuri vio el hacha, aquella hacha con que su padre había<br />

dado muerte al puma; y dejó a María Sisa con la palabra en la boca antes de que se acercara<br />

al final del relato. De un salto Manuel Sicuri corrió al rincón y cogió el hacha.<br />

—¿Por dónde se fue, por dónde se fue? –preguntaba el indio, con la ansiedad del perro<br />

de caza que ha olfateado en el aire la presencia de la pieza.<br />

Entonces el mayor de los yokallas, que había estado silencioso, intervino para señalar<br />

con su bracito mientras decía que hacia allá, hacia la Cordillera Occidental. Manuel se echó<br />

el hacha al hombro y corrió; dio la vuelta a la vivienda, pasó tras el corral, se detuvo un momento<br />

para reconocer las huellas y emprendió de nuevo el trote. Ya no perdería las huellas<br />

ni durante un minuto. De nada valió que María Sisa corriera tras él y le llamara a voces.<br />

Animados como si se tratara de un juego, los perros corrieron también, soltando ladridos,<br />

pero no tardaron en regresar. Por la alta planicie, a esa hora iluminada en toda su extensión<br />

por el sol del invierno, se perdió Manuel Sicuri tras las huellas de Jacinto Muñiz.<br />

A la caída de la tarde alcanzó a ver una figura moviéndose en la lejanía. Pronto iba a<br />

oscurecer, pero sin duda que ya estaba subiendo, tras las faldas de la Cordillera, la enorme<br />

luna llena, la clara, la casi blanca luna llena invernal. Así, aquel hombre que marchaba<br />

penosamente hacia el oeste no se le perdería en las sombras. No tenía hacia dónde ir<br />

que él no le viera. No había una casa, no había un árbol, no había una cañada en toda la<br />

extensión, ni a derecha ni a izquierda, ni hacia atrás ni hacia adelante; no había repliegue<br />

de terreno que pudiera ocultarlo; no había piedras grandes ni colinas y ni siquiera<br />

pajonales en la dilatada llanura; no había gente que le diera amparo ni animales entre los<br />

que ocultarse. Podía huir si le veía; pero acabaría cansándose, y él, Manuel Sicuri, no se<br />

cansaría. Un indio aimará no se cansa hora de hacerse justicia; puede esperar días y días,<br />

meses y meses, años y años, y no se apresura, no cambia su naturaleza, no da siquiera<br />

señales de su cólera. No descansa y no se cansa. Aquel hombre era el cholo Jacinto Muñiz,<br />

aquel hijo del demonio había muerto a otros hombres y había robado a mamita la Virgen<br />

y a tatica Dios el Nazareno; aquel salvaje había atropellado a María Sisa, su mujer, que<br />

esperaba un niño suyo, un varoncito como él. Nadie podría salvar a Jacinto Muñiz. Y a fin<br />

de evitar que mientras la luna subía y aclaraba la llanura el cholo peruano aprovechara<br />

la oscuridad para cambiar de dirección, Manuel Sicuri apresuró el paso con el propósito<br />

de alcanzarle pronto.<br />

321


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

En verdad, Jacinto Muñiz se sentía ya a salvo. Su plan era caminar toda esa noche. No<br />

se cansaría, porque llevaba buena provisión de coca para mascar, y la coca le evitaría el cansancio.<br />

Aprovecharía la luna y marcharía derecho hacia la cordillera. Allí podría haber casas,<br />

tal vez algunas comunidades aimarás, y sin duda habrían enviado a ellas también chasquis<br />

anunciando su probable llegada; y ahora tenía encima dos delitos: uno en el Perú, el otro en<br />

Bolivia. Fue afortunado, porque María Sisa no había muerto; sin embargo la había atacado<br />

y ya debía saberlo su marido y probablemente también el chasquis, si había vuelto con él.<br />

De haber casas en las cercanías de la cordillera él las alcanzaría a ver con tiempo, antes del<br />

amanecer, puesto que la luna alumbraría toda la noche; en ese caso su plan era torcer rumbo<br />

al sur, lo más al sur que pudiera, hasta alcanzar un paso hacia Chile. Jacinto Muñiz ignoraba<br />

que para bajar a Chile hubiera debido tomar rumbo sudoeste desde el primer momento, y<br />

que aún así no era fácil que lograra salir de Bolivia sin ser apresado. No importaba; tenía<br />

coca y chuño, luego, podía resistir mucho todavía. Tan seguro estaba de su soledad que no<br />

volvía la vista. Tal vez de haberla vuelto otro hubiera sido su destino.<br />

Oscureció del todo y la luna no salía. Durante media hora Manuel Sicuri trotó derecho<br />

hacia el poniente. Sabía que esa era la dirección que llevaba el peruano y que no iba a cambiarla;<br />

se lo decía su instinto, se lo decía el corazón. Arreció el frío; comenzó a arreciar en el<br />

momento mismo en que el sol desapareció tras la mole de las montañas, y Manuel Sicuri se<br />

dijo que esa noche habría helada otra vez. El frío le quemaba las desnudas piernas, pero él<br />

apenas lo sentía; estaba acostumbrado y, además, esa noche no le afectaría nada. Mientras<br />

trotaba volvía la mirada hacia la Cordillera Real, que le quedaba a la espalda; sabía que la<br />

luna no tardaría en iluminar sus altos picos. Poco a poco la luna fue mostrando su radiante y<br />

dulce faz; fue elevándose como una gran ave de luz, apagando en sus cercanías las rutilantes<br />

estrellas que habían comenzado a aparecer. En diez minutos más la enorme llanura, la fría, la<br />

solitaria puna estaba llena de luz de un confín a otro. Con gran sorpresa, Manuel Sicuri notó<br />

que había acortado la mitad, por lo menos, de la distancia entre él y Jacinto Muñiz. Un indio<br />

del altiplano como él podía distinguir al otro claramente, con su traje negro destacándose<br />

sobre el fondo de la puna. Entonces aquel apresuró su trote, exigió de sus duras piernas<br />

mayor velocidad. De rato en rato iba pasándose el hacha del hombro derecho al izquierdo<br />

o del izquierdo al derecho. En el mango y en el hierro del hacha destellaba la luna.<br />

Manuel Sicuri no habría podido calcular la distancia en términos nuestros, porque no<br />

los conocía, pero a eso de las siete y media entre él y el peruano no había dos kilómetros<br />

de distancia. La solitaria cacería se aproximaba, pues, a su fin. Él lo sentía; él veía ya el final,<br />

y sin embargo su corazón no se apresuraba. Iba natural y resueltamente a convertir su<br />

resolución en hechos, y eso no le excitaba porque él sabía que así debía suceder y así tenía<br />

que suceder.<br />

Pero cuando la distancia se acortó más aún –lo cual era posible porque Jacinto Muñiz<br />

iba a paso normal mientras Manuel Sicuri corría al trote– el prófugo oyó las pisadas de se<br />

perseguidor; o quizá no las oyó sino que intuyó el peligro. El caso es que se detuvo y miró<br />

hacia atrás. Por el momento no debió ver nada, porque estuvo quieto, sin duda recorriendo<br />

con la vista la llanura durante algunos minutos. Pero al de un rato algo columbró; una mancha,<br />

de la cual salían brillos, marchaba hacia él. ¿Qué era? ¿Se trataba de alguna llama que<br />

pastaba a esa hora en la puna? Él no era práctico, no conocía la vida del altiplano. Podía ser<br />

una llama o un hombre; podía ser incluso un animal feroz, un perro perdido o un puma. Lo<br />

que se movía avanzaba rápidamente y él lo veía sin distinguirlo. Sintió miedo.<br />

322


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—¿Quién es? –gritó en castellano; y al rato preguntó a voces en aimará quién era.<br />

Pero no le contestó nadie. Su voz se perdió, desolada, trágicamente sola, en aquel desierto<br />

enorme. La hermosa luz lunar hacía más patética esa voz angustiada.<br />

—¿Quién es, quién es? –gritó de nuevo.<br />

Manuel Sicuri avanzaba, avanzaba sin tregua. El monstruo estaba allí, parado, sin moverse;<br />

estaba esperando. Tatica Dios lo tenía esperando, clavado a la tierra. Nadie salvaría a ese<br />

animal que había robado a la Virgen y que había atropellado a María Sisa, a su mujer María<br />

Sisa, que iba a tener un niñito suyo. Ya estaba a quinientos metros, tal vez a menos. Y Manuel<br />

Sicuri, que se sentía seguro de que la presa no se le iría, gritó entonces, sin dejar de correr:<br />

—¡Soy yo, Manuel Sicuri, asesino: soy yo que vengo a matarte!<br />

Claro, a esa distancia no era posible ver el rostro de Jacinto Muñiz, pero Manuel Sicuri<br />

podía adivinar cómo se había descompuesto; pues para que sufriera le había dicho él quién<br />

era, para que padeciera sabiendo que le había llegado su hora.<br />

Jacinto Muñiz quedó confundido. Pensó que lo que llevaba el indio sobre el hombro<br />

era un fusil, y en ese caso, ¿de qué le valía echar a correr? Pero vio que el indio seguía en su<br />

trote; distinguía ya su figura, un ente casi fantasmal, azul gracias a la luz de la luna, azul y<br />

negro; un ser terrible, una especie de demonio seguro de sí, cuyas piernas brillaban; algo<br />

indescriptible y sin embargo espantoso, de marcha igual, inexorable, mortal.<br />

—¡No, no me mates, hermano; hermanito, no me mates!<br />

Jacinto Muñiz dijo esto en español, y a seguidas se tiró de rodillas, las manos juntas,<br />

temblando, empavorecido. Toda esa noche era pavorosa, toda aquella inmensidad solitaria<br />

aterrorizaba, toda la dulce luz de la luna era un espanto. Él mismo oyó su voz como saliendo<br />

de otra parte.<br />

—¡No me mates, hermanito! ¡Te doy la corona, hermanito; toma la corona!<br />

Así, de rodillas como estaba, y con Manuel Sicuri ya a veinte metros de distancia, metió<br />

la mano en el pecho y sacó de él algo brillante, rutilante. Era la corona de la Virgen, la que<br />

había robado. La joya destelló, y cuando Jacinto Muñiz la lanzó fue como un pedazo de<br />

luna cayendo, rodando, saltando por la puna. Pero Manuel Sicuri no se detuvo a cogerla.<br />

Entonces el peruano se puso de pie y echó a correr.<br />

Trazando círculos, unas veces hacia el norte y otras hacia el este, yendo ya al sur, ya<br />

de nuevo al poniente, ahogándose, loco de terror, Jacinto Muñiz huía. Pero he aquí que a<br />

medida que huía aumentaba su pavor; su propia sombra moviéndose ante él cuando se<br />

dirigía al oeste, le llenaba de espanto. El helado viento zumbándole en los oídos contribuía<br />

a su miedo. Por encima de ese zumbido oía claramente las regulares y veloces pisadas de<br />

Manuel Sicuri, cuyo tremendo silencio era el de una fiera.<br />

—¡Hermanito, no me mates! –clamaba él, volviendo el rostro sin dejar de correr, más<br />

aterrorizado al percatarse de que el indio no llevaba un fusil, sino una hacha.<br />

Pero Manuel Sicuri no contestaba, no decía nada; sólo le seguía, le seguía infatigablemente,<br />

convertido por las sombras y la luz de luna en un fantasma tenebroso.<br />

Jacinto Muñiz tropezó con algunos pedruscos, resbaló y se cayó. Manuel Sicuri se acercó<br />

a diez pasos, tal vez a ocho. Jacinto Muñiz logró incorporarse, y se lanzó hacia el sur, derecho<br />

hacia el sur. Él delante y Manuel Sicuri atrás, corrieron en línea recta diez minutos, quince<br />

minutos, veinte minutos; y cada vez el indio estaba más cerca, cada vez sus pisadas eran<br />

más fuertes. La gran llanura esplendía cargada de luz y de silencio. Manuel Sicuri no tenía<br />

por qué preocuparse; esto es, no se sentía preocupado. Era una actitud muy aimará la suya,<br />

323


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

aunque no sea fácil de comprender. El indio Manuel Sicuri iba a hacer justicia; estaba seguro<br />

de que no tardaría en hacerla. No había, pues, razón para que se excitara. Ese hombre que<br />

corría no podría salvarse; huiría cuanto quisiera, tal vez horas y horas, pero ellos dos estaban<br />

solos en la solitaria puna, y él, Manuel Sicuri, no se cansaría, no tropezaría con los khulas<br />

de la pampa, no caería; y poco a poco iba acercándose al monstruo; pie a pie, pulgada a<br />

pulgada, iba llegando a su meta. Jacinto Muñiz podía seguir huyendo. Eso no encolerizaba<br />

a Manuel Sicuri. Lo único que tenía él que hacer era mantener su paso, su trote seguro y<br />

constante, y no perder de vista al cholo.<br />

El cholo volvió a tropezar y cayó de nuevo. Eso le ocurría porque volvía la cara para<br />

ver a su perseguidor; le sucedía porque había sido perverso y tenía miedo. Manuel Sicuri<br />

se le acercó a tres pasos. De no haber sido él un indio aimará, dueño de sí mismo, le hubiera<br />

tirado el hacha y tal vez le hubiera herido. Pero podía también no herirle y entonces el<br />

otro ganaría tiempo mientras él volvía a recoger el arma. No; no había por qué adelantarse.<br />

Jacinto Muñiz caería en sus manos. Todavía podía esperar; es más, podía esperar toda esa<br />

noche y todo el día siguiente y toda una semana, y un mes y un año y una vida; lo que no<br />

podía hacer era actuar sin tino y perder su oportunidad.<br />

Pero el minuto fatal se acercaba de prisa. Jacinto Muñiz empezaba a sentir que se ahogaba,<br />

que perdía fuerzas. ¿Cuánto tiempo llevaba huyendo a locas por el iluminado altiplano?<br />

No lo sabía, y sin embargo a él le parecía una eternidad. Por momentos perdía la vista y<br />

toda aquella llanura le resultaba pequeña. Siguiendo círculos, dando vueltas, doblando<br />

de improviso, volvía a pasar por donde ya había pasado. Alcanzó a ver algo brillante ante<br />

sí y reconoció la corona. Pensó agacharse para cogerla, pero si se agachaba el indio iba a<br />

alcanzarle. Gritó entonces:<br />

—¡La corona, mira la corona; te regalo la corona!<br />

Y la señalaba con la mano, en un afán ridículo por distraer a Manuel Sicuri. Manuel<br />

Sicuri sí la vio; podía hacer eso, podía distinguir la corona y seguir su carrera con los ojos<br />

puestos en ella sin importarle si era una joya o no, propiamente sin pensar en ella. Porque<br />

Manuel Sicuri no pensaba en nada, ni siquiera en María; ya había pensado cuando cogió el<br />

hacha al salir de su casa. Lo que tenía que hacer ahora no era pensar, sino actuar.<br />

De manera inapreciable la luna había ido ascendiendo por un cielo brillante que el<br />

aire frío iba limpiando. Subía y subía mientras abajo los dos hombres corrían. Al fin, a<br />

eso de las diez, Manuel Sicuri se hallaba a un paso de Jacinto Muñiz. Pero ni aún en tal<br />

momento pensó estirar los brazos y usar su hacha. Todavía no. Era necesario estar seguro,<br />

golpear firme. Pero como el momento de actuar se acercaba se quitó el hacha del hombro<br />

y la sujetó por el hierro con la mano izquierda y por el cabo con la derecha. Jacinto Muñiz<br />

volvió una vez más la cabeza, y en ese instante comprendió que no había salvación para<br />

él. Entonces retornó a ser, de súbito, el hombre audaz y duro que había causado muertes<br />

y robado una iglesia. Lo pensó con toda rapidez, o quizá ni llegó a pensarlo porque lo<br />

llevaba en la sangre; se dijo: “Sólo luchar puede salvarme”. Y de golpe paró en seco y dio<br />

media vuelta.<br />

Pero Manuel Sicuri había pensado que eso podía suceder, o tal vez, como Jacinto Muñiz,<br />

no lo había pensado si no que lo llevaba por dentro. Es el caso que cuando el otro se detuvo<br />

él saltó de lado, con un brinco dado a dos pies, rápido como el de un bailarín. A tiempo que<br />

daba ese brinco blandió el hacha, la revolvió por debajo y la alzó. En tal momento Jacinto<br />

Muñiz se lanzó sobre él, y a la luz de la luna Manuel Sicuri vio algo que brillaba en su mano.<br />

324


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Como un relámpago le cruzó por la cabeza la idea de que se trataba de un cuchillo, y como<br />

un relámpago también saltó hacia atrás y dejó caer el hacha. El golpe fue seco, en el hueso del<br />

antebrazo, y Jacinto Muñiz cayó sobre su costado derecho, aunque no del todo sino doblado,<br />

casi de rodillas. A seguidas el peruano avanzó a gatas y con la mano izquierda se agarró al<br />

pie derecho de Manuel Sicuri; se sujetó allí con la fuerza de un animal salvaje. Manuel Sicuri<br />

temió que iba a caerse, y para librarse de ese peligro volvió a blandir el hacha y la dejó caer en<br />

el brazo izquierdo del cholo. Lo hizo con tal fuerza que oyó el chasquido del hueso.<br />

—¡Asesino! –gritó Jacinto Muñiz levantando la cabeza.<br />

Manuel Sicuri le vio esforzarse por ponerse de pie, apoyándose en los codos. Estaba ahí<br />

pegado a él, con los brazos inutilizados, y todavía su siniestro ojo resplandecía y en todo<br />

su rostro, iluminado por la luna, podían apreciarse el odio y la maldad. Entonces Manuel<br />

Sicuri levantó de nuevo el hacha y golpeó. Esta vez lo hizo más seguro de sí; golpeó en el<br />

cuello, cerca de la cabeza, inclinando el hacha con el propósito de que por lo menos una<br />

punta penetrara algo en el pescuezo del cholo. La cabeza de Jacinto Muñiz se dobló como<br />

la de un muñeco y golpeó la tierra. Manuel Sicuri se retiró un poco y se puso a oír la sonora<br />

respiración del herido, los débiles gemidos con que iba saliendo poco a poco de la vida, el<br />

barbotar de la sangre en su lento fluir. Tres o cuatro veces el cuerpo de aquel hombre se<br />

agitó de arriba abajo; al fin extendió los brazos y se quedó quieto, levemente sacudido por<br />

los estertores de la muerte.<br />

Al cabo de un cuarto de hora, cuando comprendió que no había peligro de que Jacinto<br />

se levantara a luchar de nuevo, Manuel Sicuri se sentó cerca de su cabeza y se puso a oír<br />

la cada vez más apagada respiración del moribundo. Puesto que iba a morir ya, Manuel<br />

Sicuri no volvería a golpearle, pero no se movería de allí mientras no estuviera seguro de<br />

que había expirado. La gran puna se dilataba bajo la luna y el viento frío sacudía la ropa del<br />

caído. Pero Manuel Sicuri no se movía; no se movería sino cuando supiera a ciencia cierta<br />

que su justicia estaba hecha.<br />

Casi a medianoche el ruido de respiración cesó del todo, el cuerpo se movió ligeramente<br />

y sus piernas temblaron. Manuel Sicuri puso su mano sobre la parte del rostro de Jacinto<br />

Muñiz que daba arriba y advirtió que ese rostro estaba frío como la escarcha. Entonces, a<br />

un mismo tiempo, Manuel comenzó a preparar su acullico de coca y ceniza y a pensar en<br />

María. En toda esa noche no había pensado en ella.<br />

Manuel Sicuri esperó todavía cosa de un cuarto de hora más, al cabo del cual, convencido<br />

de que el cholo Jacinto Muñiz jamás volvería a la vida, se levantó, se puso su hacha en<br />

el hombro y salió en busca de la corona. “Hay que devolvérsela a Mamita”, pensó. Y con la<br />

luna ya casi a medio cielo, el indio emprendió el retorno.<br />

Su mal estuvo en que no trotó a la vuelta, porque pensaba que llegaría a su casa a la salida<br />

del sol. Cuando fue a cruzar la puerta ya eran las siete y más, y allí estaba acuclillado, tomando<br />

pito, el chasquis del día anterior. El chasquis había caminado de noche para aprovechar la<br />

luna y arribó a la casa de Manuel Sicuri antes que él. El chasquis vio el hacha ensangrentada<br />

y Manuel Sicuri sabía que a un indio aimará de cuarenta años se le podía engañar una vez,<br />

pero no dos. Tuvo que contarlo todo, pues; y al terminar sacó del seno la corona.<br />

—Hay que llevársela a Mamita –dijo–. Quiero llevársela yo mismo, yo y María.<br />

Pero no pudo llevársela, porque así como él no podía engañar al chasquis, el chasquis<br />

no podía engañar a su mallcu ni su mallcu a los carabineros ni éstos al juez. El juez, a causa<br />

de que la ley lo ordenaba, dijo que Manuel Sicuri debía ir a la cárcel.<br />

325


En la cárcel de La Paz, un día, Manuel contaba a sus compañeros cómo su padre había<br />

muerto un puma a hachazos. Él mismo hacía el papel de puma, y después el de su padre, y<br />

los indios presos reían a carcajadas. Viéndoles reír, Manuel Sicuri se puso de pronto serio.<br />

Ocurrió que en su cabeza estalló una pregunta, como de una tormenta estalla un rayo; una<br />

pregunta para la cual él no hallaba respuesta. Pues sucedía que su padre había muerto un<br />

puma a hachazos y nadie le había dicho nada y todo el mundo halló muy bien que lo hubiera<br />

hecho y no lo separaron a causa de ello de su yokalla, de él, Manuel Sicuri, que entonces<br />

estaba recién nacido. Con la misma hacha él había dado muerte a una fiera peor que aquel<br />

puma, y he aquí que el juez lo había hallado mal y lo había separado de su yokalla, tan<br />

pequeñito y tan desvalido.<br />

¿Por qué, tatica Dios, sucedían cosas así?<br />

Pero Manuel Sicuri no hizo la pregunta en voz alta. Se había quedado súbitamente mudo;<br />

se encaminó a una ventana, se sentó allí, junto a las rejas, extrajo de su bolsillo coca y lejía<br />

y se puso a preparar su acullico.<br />

Sobre los techos de La Paz comenzaba a caer en tal momento una lluvia fina.<br />

Cuento de Navidad<br />

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

CAPÍTULO UNO<br />

MÁS ARRIBA del cielo que ven los hombres había otro cielo; su piso era de nubes, y después,<br />

por encima y por los lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía en lo<br />

infinito. Allí vivía el Señor Dios.<br />

El Señor Dios debía estar disgustado, porque se paseaba de un extremo al otro extremo<br />

del cielo. Cada zancada suya era como de cincuenta millas, y a sus pisadas temblaba el gran<br />

piso de nubes y se oían ruidos como truenos. Él Señor Dios llevaba las manos a la espalda;<br />

unas veces doblaba la cabeza y otras la erguía, y su gran cabeza parecía un sol deslumbrante.<br />

Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios.<br />

Era que las cosas no iban como Él había pensado. Bajo sus pies tenía la Tierra, uno de<br />

los más pequeños de todos los mundos que Él había creado; y en la Tierra los hombres se<br />

comportaban de manera absurda; guerreaban, se mataban entre sí, se robaban, incendiaban<br />

ciudades; los que tenían poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y poderosos, formaban<br />

ejércitos y solían atacarlos. Unos se declaraban reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban<br />

las tierras y los ganados ajenos; apresaban a sus enemigos y los vendían como bestias.<br />

Las guerras, las invasiones, los incendios y los crímenes comenzaban sin que nadie supiera<br />

cómo ni debido a qué causa, y todos los que iniciaban esas atrocidades decían que el Señor<br />

Dios les mandaba hacerlas; y sucedía que las víctimas de tantas desgracias le pedían ayuda<br />

a Él, que nada tenía que ver con esas locuras. El Señor Dios se quedaba asombrado.<br />

El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa; y especialmente había hecho la<br />

Tierra y la había poblado de hombres para que éstos vivieran en paz, como si fueran hermanos,<br />

disfrutando entre todos de las riquezas y las hermosuras que Él había puesto en las<br />

montañas y en los valles, en los ríos y en los bosques. El Señor Dios había dispuesto que<br />

todos trabajaran, a fin de que ocuparan su tiempo en algo útil y a fin de que cada quien<br />

tuviera lo necesario para vivir; y con la claridad del Sol hizo el día para que se vieran entre<br />

sí y vieran sus animales y sus sembrados y sus casas, y vieran a sus hijos y a sus padres y<br />

326


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

comprendieran que los otros tenían también sembrados y animales y casas, hijos y padres a<br />

quienes querer y cuidar. Pero los hombres no se atuvieron a los deseos del Señor Dios; nadie<br />

se conformaba con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras, las bestias, las<br />

casas, los vestidos, y hasta los hijos y los padres para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor<br />

Dios había hecho la noche con las tinieblas y su idea era que los hombres usaran el tiempo<br />

de la oscuridad para dormir. Pero ellos usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos<br />

a otros, para matarse y robarse, para llevarse los animales e incendiar las viviendas de sus<br />

enemigos y destruir sus siembras.<br />

Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de las estrellas y la que despedía<br />

de sí el propio Señor Dios, se hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando las<br />

tinieblas de la Tierra, y el Señor Dios creó la Luna. La Luna iluminó entonces toda la inmensidad.<br />

Su dulce luz verde amarilla llenaba de claridad los espacios, y el Señor Dios podía ver<br />

lo que hacían los hombres cuando se ponía el Sol. Con sus manos gigantescas, Él hacía un<br />

agujero en las nubes, se acostaba de pechos en el gran piso gris, veía hacia abajo y distinguía<br />

nítidamente a los grupos que iban en son de guerra y de pillaje. El Señor Dios se cansó de<br />

tanta maldad, acabó disgustándose y un buen día dijo:<br />

—Ya no es posible sufrir a los hombres.<br />

Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas de los cielos que cayeran en la Tierra y<br />

ahogaran a todo bicho viviente, con la excepción de un anciano llamado Noé, que no tomaba<br />

parte en los robos, ni en los crímenes ni en los incendios y que predicaba la paz en vez de<br />

la guerra. Además de Noé, el Señor Dios pensó que debían salvarse su mujer, sus hijos, las<br />

mujeres de sus hijos y todos los animales que el viejo Noé y su familia metieran dentro de<br />

un arca de madera que debía flotar sobre las aguas.<br />

Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás. Los hijos de Noé tuvieron hijos, y los<br />

nietos a su vez tuvieron hijos, y después los bisnietos y los tataranietos. Terminado el diluvio, cuando<br />

estuvo seguro que Noé y los suyos se hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir. Siempre<br />

había sido Él dormilón, y un sueño del Señor Dios duraba fácilmente varios siglos. Se echaba<br />

entre las nubes, se acomodaba un poco, ponía su gran cabeza sobre un brazo y comenzaba a<br />

roncar. En la Tierra se oían sus ronquidos y los hombres creían que eran truenos.<br />

El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz del diluvio fue largo, más largo quizá de lo que<br />

Él mismo había pensado tomarlo. Cuando despertó y miró hacia la Tierra quedó sorprendido.<br />

Aquel pequeño globo que rodaba por los espacios estaba otra vez lleno de gente, de enorme<br />

cantidad de gente, unos que vivían en grandes ciudades, otros en pequeñas aldeas, muchos<br />

en chozas perdidas por los bosques y los desiertos. Y lo mismo que antes, se mataban entre<br />

sí, se robaban, se hacían la guerra.<br />

Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado; por eso iba de un sitio a otro,<br />

dando zancadas de cincuenta millas. El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué cosa<br />

debía hacer para que los hombres aprendieran a quererse entre sí, a vivir en paz. El diluvio<br />

había probado que era inútil castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no quería acabar otra<br />

vez con ellos; al fin y al cabo eran sus hijos, Él los había creado, y no iba Él a exterminarlos<br />

porque se portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propósitos, tal vez la culpa no<br />

era de ellos, sino del propio Señor Dios, que nunca se los había explicado.<br />

—Tengo que buscar un maestro que les enseñe a conducirse –dijo el Señor Dios para sí.<br />

Y como el Señor Dios no pierde su tiempo, ni comete la tontería de mantenerse colérico<br />

sin buscarles solución a los problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo y se puso<br />

327


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

a pensar. Pues ni aún Él mismo, que lo creó todo de la nada, hace algo sin antes pensar en el<br />

asunto. Una vez había habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el Señor Dios quiso salvar<br />

del diluvio para que su descendencia aprendiera a vivir en paz, y resultó que esos descendientes<br />

del buen viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes del tremendo<br />

castigo. Había sido mala idea la de esperar que la gente cambiara por miedo o gracias al<br />

ejemplo de Noé; por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo castigos ejemplares<br />

ni buscando entre los habitantes de la Tierra alguien a quien confiarle la regeneración<br />

del género humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse cargo de ese trabajo?<br />

El Señor Dios pensó un rato, un rato que podía ser un día, un año o un siglo, pues para<br />

Él el tiempo no tiene valor porque Él mismo es el tiempo, lo cual explica que no tenga principio<br />

ni fin. Pensó, y de pronto halló la solución:<br />

—El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío.<br />

¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil de decir pero muy difícil de lograr. ¿Pues qué<br />

mujer podía ser la madre del Hijo de Dios? Sólo una Señora Diosa como Él; y resulta que no la<br />

había ni podía haberla. Él era solo, el gran solitario; y sin duda si hubiera estado casado nunca<br />

habría podido hacer los mundos, y todo lo que hay en ellos, en la forma que los hizo, porque<br />

la mujer del Señor Dios, cualquiera que hubiera sido –aun la más dulce e inteligente– habría<br />

intervenido alguna que otra vez en su trabajo, y debido a su intervención las cosas habrían<br />

sido distintas; por ejemplo, la mujer hubiera dicho: “¿Pero por qué le pones esa trompa tan<br />

fea al pobrecito elefante, cuando le quedaría mejor un ramo de flores?” O quizá habría opinado<br />

que la jirafa fuera de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas. Ocurrió siempre<br />

que cualquier mujer convence a su marido de que haga algo en esta forma y no en aquella;<br />

y así es y tiene que ser porque ella es la compañera que sufre con el marido sus horas malas,<br />

y el marido no puede ignorar su derecho a opinar y a intervenir en cuanto él haga.<br />

Pero el Señor Dios era solitario, y tal vez por eso puso mayor atención en los animales<br />

machos que en las hembras, razón por la cual el león resultó más fuerte que la leona, el gallo<br />

más inquieto y con más color que la gallina, el palomo más grande y ruidoso que la paloma.<br />

Y la verdad es que como Él no tenía necesidades como la gente, ni sentía la falta de alguien<br />

con quien cambiar ideas, no se dio cuenta de que debía casarse. No se casó, y sólo en aquel<br />

momento, cuando comprendió que debía tener un hijo, pensó en su eterna soltería.<br />

—Caramba, debería casarme –dijo.<br />

Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién podía contraer matrimonio? Además,<br />

aunque hubiese con quien, Él estaba hecho a sus manías, que no iba a dejar fácilmente; entre<br />

otras debilidades le gustaba dormir de un tirón montones de siglos, y a las mujeres no les<br />

agradan los maridos dormilones.<br />

La situación era seria y había que hallarle una solución. Eso que sucedía en la Tierra no<br />

podía seguir así. El Señor Dios necesitaba un hijo que predicara en este mundo de locos la<br />

ley del amor, la del perdón, la de la paz.<br />

—¡Ya está! –dijo el Señor Dios; pero lo dijo con tal alegría, tan vivamente, que su vozarrón<br />

estalló y llenó los espacios, haciendo temblar las estrellas distantes y llenando de miedo a<br />

los hombres en la Tierra.<br />

Hubo miedo porque los hombres, que van a la guerra como a una fiesta, son, sin embargo,<br />

temerosos de lo que no comprenden ni conocen. Y la alegría del Señor Dios fue fulgurante<br />

y produjo un resplandor que iluminó los cielos, a la vez que su tremenda voz recorrió los<br />

espacios y los puso a ondular. El Señor Dios se había puesto tan contento porque de pronto<br />

328


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

comprendió que el maestro de ese hatajo de idiotas que andaban matándose en un mundo<br />

lleno de riquezas y de hermosuras tenía que ser en apariencia igual a ellos, es decir, un<br />

hombre, y que por tanto la madre de ese maestro debía ser una mujer. Así fue como el Señor<br />

Dios decidió que Su Hijo nacería como los hijos de todos los hombres; nacería en la Tierra<br />

y su madre sería una mujer.<br />

Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger a la que debía llevar a Su Hijo en el<br />

vientre. Durante largo rato miró hacia la Tierra; observó las grandes ciudades, una que<br />

se llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría, otra Jerusalén, y muchas más que eran<br />

pequeñas. Su mirada, que todo lo ve, penetró por los techos de los palacios y recorrió las<br />

chozas de los pobres. Vio infinito número de mujeres; mujeres de gran belleza y ricamente<br />

ataviadas, o humildes en el vestir; emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios,<br />

compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de labriegos y esclavas. Ninguna le<br />

agradó. Pues lo que el Señor Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que jamás se<br />

hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer tan llena de bondad y de dulzura que Su<br />

Hijo pudiera crecer viendo la belleza y la ternura reflejada en los ojos de la madre. El Señor<br />

Dios no hallaba mujer así; y de no hallarla toda la humanidad estaría perdida, nadie podría<br />

salvar a los hombres. De una mujer dependía entonces el género humano; y sucede que de<br />

la mujer depende siempre, porque la mujer está llamada a ser madre, la madre buena da<br />

hijos buenos, y son los buenos los que hermosean la vida y la hacen llevadera.<br />

Iba el Señor Dios cansándose de su posición, ya que estaba tendido de pechos mirando<br />

por el agujero que había abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que llevaba<br />

a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arreaba un asno cargado de botijos de agua.<br />

Era muy joven y acababa de casarse con un carpintero llamado José. Su voz era dulce y sus<br />

movimientos armoniosos. Llevaba sobre la cabeza un paño morado y vestía de azul. El Señor<br />

Dios tenía la costumbre de regañar consigo mismo, de manera que en ese momento dijo:<br />

—Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando mujeres en las grandes ciudades<br />

y en los palacios, si yo sabía que María estaba en Nazaret?<br />

Ocurre que el Señor Dios prefería admitir que era tonto antes que aceptar que de tarde<br />

en tarde su memoria le fallaba. Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que Él había nacido<br />

viejo porque desde el primer momento de su vida había sido como era entonces, y desde<br />

ese primer momento lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad de la vida, es decir,<br />

la de dar la vida, la de poblar los espacios de mundos y los mundos de seres, de plantas y<br />

de piedras, de montañas y de mares y de ríos. Con tantas preocupaciones encima, ¿a quién<br />

ha de extrañarle que se olvidara de la existencia de María? La había olvidado, y esa era la<br />

verdad aunque Él no quisiera admitirlo. Pero he aquí que acertó a verla y de inmediato la<br />

reconoció; en el instante supo que ella debía ser la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo<br />

el Señor Dios en ese momento. Los hombres seguían en sus trifulcas, sus guerras y sus<br />

rapiñas, y desde allá arriba el Señor Dios oía sus gritos, el tropel de sus caballerías atacándose<br />

unas a otras; veía a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes fiestas, a los<br />

mercaderes discutiendo a voces y a los sacerdotes de las más variadas religiones dirigiendo<br />

los cultos, a los navíos cruzando los mares y a los pastores peleando a pedradas con los<br />

leones de los desiertos para defender sus ovejas. Y pensaba Él: “Pronto esos locos van a<br />

oír la voz de Mi Hijo”.<br />

Para el Señor Dios decir “pronto” era como para nosotros decir “dentro de un momento”,<br />

sólo que el tiempo es para Él muy distinto de lo que es para nosotros. Todavía Su Hijo<br />

329


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

tenía que nacer, crecer y llegar a hombre. Pero si el Señor Dios había sufrido miles de años<br />

las locuras del género humano, ¿qué le importaba esperar unos años más?<br />

Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un siglo, lo mejor es empezar a<br />

hacerlo ahora mismo; y así es como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, Él no tiene la<br />

mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas en sueño. Las mejores ideas son malas si no<br />

se convierten en hechos, y el Señor Dios sabía que es preferible equivocarse haciendo algo<br />

a quedarse sin hacer nada por miedo a cometer errores. De manera que Él no debía perder<br />

tiempo, como no lo había perdido jamás cuando tenía algún quehacer por delante. Y ahora<br />

tenía uno muy importante: el de dar un hijo suyo a los hombres para que éstos oyeran por<br />

la boca de ese hijo la palabra de Dios.<br />

Sucedía que María estaba casada desde hacía poco. Por otra parte, aunque se hallara<br />

soltera, el Señor Dios no podía bajar a la Tierra para casarse con ella. Él no era un hombre<br />

sino un ser de luz, que ni había nacido como nosotros ni moriría jamás, a pesar de lo cual<br />

vivía y sentía y sufría. Era, como si dijéramos, una idea viva. Lo que Su Hijo traería a la vida<br />

no sería su rostro; no serían sus ojos ni su nariz, sino parte de su luz, de su propio ser, de su<br />

esencia. Pero para que la gente lo viera y lo oyera debería tener figura humana, y para tener<br />

figura humana debía nacer de una mujer. Visto todo eso, no hacía falta que Él se casara con<br />

María; sólo era necesario que el hijo de María tuviera el espíritu del Señor Dios. Y eso había<br />

que hacerlo inmediatamente.<br />

De vez en cuando el Señor Dios tiene buen humor; le gusta hacer travesuras allá arriba.<br />

Esa vez hizo una. Él pudo haber soplado sobre sus manos y decir:<br />

—Soplo, hazte un pajarillo y ve donde está María, la mujer del carpintero José, en la<br />

aldea de Nazaret, y dile que va a tener un hijo mío.<br />

Pero sucede que ese día Él estaba de buen humor; y sucede además que Él conocía el<br />

corazón humano y sabía que nadie iba a creer a un pajarillo. Por eso se arrancó un pelo de<br />

su gran barba, se lo puso en la palma de la mano y dijo:<br />

—Tú vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto,<br />

que no estoy por perder tiempo!<br />

Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blanco pelo se transformó; creció, le<br />

salieron alas, se le formó una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al abrir los azules<br />

ojos el Arcángel se llevó el gran susto.<br />

—Buenos días, Señor… –empezó a decir, temblando de arriba abajo.<br />

—Señor Dios es mi nombre, joven –aclaró el Señor Dios–, y para lo sucesivo sepa que<br />

soy su jefe, de manera que vaya acostumbrándose a obedecerme.<br />

—Sí, Señor Dios; se hará como Usted manda.<br />

—Empezando por el principio, como en todas las cosas, aprenda buenos modales,<br />

salude con cortesía a sus mayores y tenga buena voluntad para cumplir mis órdenes.<br />

Atienda bien, porque ustedes los ángeles andan siempre distraídos y olvidan pronto lo<br />

que se les dice. No ponga esa cara seria. Es muy importante saber sonreír, sobre todo,<br />

en su caso, pues usted va a tener una función bastante delicada, como si dijéramos, una<br />

misión diplomática.<br />

—No sé qué es eso, Señor Dios; pero en vista de que Usted lo dice, debe ser así.<br />

—Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo que vas a ser un arcángel bastante<br />

bueno. Ahora, fíjate en esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala bien;<br />

es la Tierra, y allá vas a ir sin perder tiempo.<br />

330


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un tropel de mundos que pasaba a gran<br />

velocidad, y como él acababa de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo atinado<br />

cuando señaló a uno de esos mundos mientras preguntaba:<br />

—¿Es aquella de color rojizo que va allá?<br />

Eso no le gustó al Señor Dios, pues Él nunca había tenido paciencia para enseñar. De<br />

haberla tenido no habría pensado en un hijo para que sirviera de maestro a los hombres.<br />

—Jovenzuelo –dijo, haga el favor de poner atención cuando se le habla, y no tendrá que<br />

oír las cosas dos veces. Le he señalado la otra bola, la que está a la izquierda.<br />

El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había tenido tiempo de formarse carácter.<br />

Le confundió sobremanera que el Señor Dios le tratara unas veces de “tú” y otras de “usted”,<br />

y se puso a temblar de miedo.<br />

—¡Eso sí que no –tronó el Señor Dios–. Estás lleno de miedo, y nadie que lo tenga puede<br />

hacer obra de importancia. Tampoco hay que tener más valor de la cuenta, como les ocurre a<br />

algunos de esos locos que pueblan la Tierra y creen que el valor les ha sido concedido para<br />

hacer el mal y abusar de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la serenidad y la confianza<br />

en sí mismo son indispensables para vivir conmigo; no quiero ni a los tímidos, porque todo<br />

lo echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que van por ahí causando averías,<br />

sino a los que son serenos, porque la serenidad es un aspecto de la bondad, y la bondad es<br />

una parte de mí mismo. ¿Entiendes?<br />

El Arcángel dijo que sí, pero la verdad es que no entendió palabra; se sentía confundo<br />

sorprendido de lo que le estaba ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo de<br />

barba. Sólo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos y a oír el vozarrón del Señor Dios.<br />

—Bueno –prosiguió el Señor Dios–, pues si entendiste ya sabes que ésa que te señalo<br />

es la Tierra. Vas a irte allá sin perder tiempo; te dirigirás a una aldea llamada Nazaret, que<br />

está cerca de un lago al cual los hombres llaman de Genezaret. Aprende bien el nombre<br />

para que no cometas errores. En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada María. Hace<br />

un momento la vi llevando agua a su casa y tal vez no haya llegado todavía; vestía de azul<br />

claro, llevaba un paño morado sobre la cabeza y arreaba un asno cargado de botijos de<br />

agua. Te doy todos esos detalles para que no te confundas. Podrás conocerla además por<br />

la voz, pues su voz es melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al llegar tú ya ella se<br />

ha metido en su choza, pregunta a cualquiera que veas por María, la mujer del carpintero<br />

José; es seguro que te dirán donde vive, porque la gente de la Tierra es curiosa y amiga de<br />

novedades, razón por la cual te ayudarán para después pasarse un mes charlando sobre tu<br />

visita a la joven señora. ¿Me vas entendiendo?<br />

—Sí, Señor Dios.<br />

—Entonces queda poco que decirte. Al llegar allá te dirigirás a María, con mucha urbanidad,<br />

y le dices que Yo he dispuesto tener un hijo y que ella será la madre; que se prepare,<br />

por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es todo. Vete en el acto, que tengo un poco<br />

de sueño y antes de dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada.<br />

San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar:<br />

—¿Y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué nombre habrá de ponerle, qué oficio<br />

tendrá?<br />

—Le dirás que será como todos los hijos de hombres y mujeres y que sólo ha de distinguirse<br />

de los demás por la grandeza y la luminosidad de su espíritu; que será humilde, bondadoso<br />

y puro; que le llame Jesús y que su oficio será mostrar a la humanidad el camino del amor<br />

331


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

y del perdón. Le dirás también que está llamado a sufrir para que los demás puedan medir<br />

el dolor que hay en la Tierra comparándolo con el que Él padecerá y porque sólo sufriendo<br />

mucho enseñará a perdonar también mucho.<br />

El Arcángel no esperó más. Sentía que las palabras del Señor Dios henchían su alma, la<br />

llenaban con fuerza musical, con algo cálido y hermoso. Se le olvidó despedirse, cosa que<br />

el Señor Dios no le tomó en cuenta, porque pensó que no podía aprenderlo todo de golpe.<br />

Un instante después, San Gabriel veía la Tierra tan cerca que casi podía tocarla.<br />

CAPÍTULO II<br />

Viendo las ciudades de la Tierra, los ricos palacios en lo alto de las colinas y a orillas de los<br />

mares; admirando el esplendor con que vivían los reyes y sus favoritos, los grandes mercaderes y<br />

los jefes de tropas, San Gabriel se preguntó por qué el Señor Dios había resuelto tener un hijo con<br />

una mujer pobre, que moraba en choza de barro y arreaba asnos cargados de agua por caminos<br />

polvorientos. ¿No era el Señor Dios el verdadero rey de los mundos, el dueño del universo, el<br />

padre de todo lo creado? ¿No debía ser Su Hijo, pues, otro rey? Si tenía que nacer de mujer, ¿por<br />

qué Él no había escogido para madre suya a una reina, a la hija de un emperador, a la heredera<br />

de un príncipe poderoso? A juicio de San Gabriel el Hijo de Dios debía nacer en lecho adornado<br />

con cortinas de terciopelo y seda, entre oro y perlas, rodeado por grandes dignatarios<br />

y damas deslumbrantes, y a su alrededor debía haber un ejército de esclavos listos a servirle;<br />

así, todos los pueblos le rendirían homenaje y veneración desde su nacimiento, y los grandes y<br />

los pequeños le obedecerían porque estaban acostumbrados de hacía muchos siglos a respetar<br />

y honrar a quienes nacían en cunas de reyes. ¿Había dicho el señor Dios que Su Hijo estaba<br />

llamado a mostrar al género humano el camino de la paz, del amor y del perdón, o había él<br />

oído mal? De ser así, ¿no le sería más fácil imponer la paz si nacía hijo de rey y por lo mismo<br />

obedecido por millares de soldados que harían lo que Él les ordenara?<br />

El Arcángel San Gabriel se detuvo un momento a meditar. Pensó que tal vez él estaba<br />

equivocado; a lo mejor se había confundido y el Señor Dios no le había hablado de choza ni<br />

de mujer pobre ni de asno ni de botijos de agua. Volvería allá arriba a preguntarle al Señor<br />

Dios, y hasta de ser posible discutiría con Él el asunto.<br />

Pero el hermoso ángel ignoraba que el Señor Dios estaba mirándole; e ignoraba también<br />

que el Señor Dios sabía qué cosa estaba pensando él en tal momento. Podemos imaginar,<br />

pues, el susto que se llevó cuando oyó la enorme voz del Señor Dios llamándole. He aquí<br />

lo que le dijo el Señor Dios:<br />

—Gabriel, estás pensando mal. Te dije lo que te dije, no lo que tú crees ahora que debí<br />

decirte. Mi Hijo nacerá en casa pobre, porque si no es así, ¿cómo habrá de conocer la miseria<br />

y el padecimiento de los que nada tienen, que son más que los poderosos? ¿Cómo quieres tú<br />

que Mi Hijo conozca el dolor de los niños con hambre si Él crece harto? Mi Hijo va a ofrecer<br />

a la humanidad el ejemplo de su sufrimiento, ¿y quieres tú que se lo ofrezca desde el lujo de<br />

los palacios? Gabriel, ¡no me hagas perder la paciencia, caramba! No te metas a enmendar<br />

mis ideas. Cumple tu misión y hazlo pronto, que estoy cayéndome de sueño y no me hallo<br />

dispuesto a perdonarte si me desvelo por tu culpa. ¡Ya lo sabes!<br />

¿Qué más debía decirse? El pobre Arcángel estuvo a punto de caer de bruces en pleno<br />

lago de Genezaret, pues del susto se le olvidó usar las alas. En un segundo se dirigió a la<br />

choza del carpintero José; y tan asustado iba que pegó un cabezazo contra la pared. En<br />

el acto se le formó un chichón. Para suerte suya la choza no era uno de esos palacios de<br />

332


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

mármol donde él creyó que debía nacer el Hijo de Dios, pues de haber sido uno de ellos, el<br />

hermoso Arcángel se habría roto un hueso.<br />

Frente a la choza había un hombre barbudo, de cara bondosa, que aserraba un madero.<br />

“Este debe ser el carpintero José”, pensó San Gabriel. Y era José sin duda, pues cerca había<br />

un rústico banco de carpintero y sobre éste, madera cortada e instrumentos del oficio.<br />

—¿Qué desea usted? –le preguntó el carpintero, a quien pareció muy raro que el visitante,<br />

en vez de tocar a la puerta como lo hace todo el mundo, llamara golpeando con la<br />

cabeza en la pared.<br />

—Deseo saber dónde vive el carpintero José –explicó el Arcángel.<br />

—Aquí mismo, joven; yo soy José. Le advierto que si viene a buscarme para algún trabajo,<br />

me halla con muchos compromisos.<br />

Esa era una manera de estimular el interés del visitante, pues la verdad es que José<br />

estaba por esos días sin trabajo. De ahí que le desconsolara mucho oír al recién llegado, que<br />

decía.<br />

—No, señor; se trata de otra cosa. Yo vengo a hablar con María, su mujer.<br />

—¿María? –dijo José, como un eco–. Fue a la fuente en busca de agua. Tendrá que esperarla<br />

un poco. ¿Desea sentarse?<br />

—No, prefiero esperarla aquí.<br />

José no perdió del todo la esperanza, y se puso a hablarle al visitante de su oficio.<br />

—A mí siempre me están buscando para trabajos de carpintería –afirmaba–, porque<br />

nadie hace mesas y reclinatorios tan buenos ni tan baratos como yo. Por eso me mantengo<br />

ocupado todo el año.<br />

José hablaba y San Gabriel pensaba en la rapidez con que habían producido los hechos<br />

desde su aparición al conjuro del soplo del Señor Dios. Todo había sucedido tan de prisa que<br />

todavía María no había vuelto de la fuente. El Señor Dios la había visto arreando el asno, y<br />

antes de que ella retornara a su casa había nacido el arcángel, había oído las recomendaciones<br />

del Señor Dios, había viajado a la Tierra, había pensado disparates, se había casi descabezado<br />

contra la pared de la choza y había cambiado frases con José.<br />

—Caramba –se dijo él lleno de asombro–, la verdad es que mi jefe actúa sin perder<br />

tiempo.<br />

¿Sin perder tiempo? ¿Y qué es el tiempo para el Señor Dios, si ocurre que a la vez Él<br />

es el tiempo y está más allá del tiempo? El tiempo es algo así como la respiración de los<br />

mundos, y el Señor Dios es la vida misma de los mundos, de manera que el tiempo viene<br />

a ser la respiración del Señor Dios; ideas muy complicadas, desde luego, para San Gabriel.<br />

Desde allá arriba el Señor Dios veía esas ideas en la cabeza de su embajador, y pensaba: “A<br />

este Gabriel le valdrá más recordar mis instrucciones y no meterse en honduras, porque ya<br />

va llegando María”.<br />

Así sucedía, en verdad. Con su alegre y linda cara de muchacha, María iba acercándose<br />

a la choza. De sólo verla, el Arcángel la conoció; lo cual no tuvo buenos resultados, porque<br />

como estaba pensando en aquello del tiempo, se turbó y olvidó que el Señor le había recomendado<br />

usar modales urbanos para dirigirse a la joven señora. También es verdad que<br />

él nunca antes había hablado a una mujer; que en un instante había pasado de la nada a la<br />

vida y había viajado de los cielos a la Tierra; en fin, que había tenido muchas emociones y<br />

muchas experiencias en corto rato, lo cual tal vez podría explicar su turbación. Es el caso<br />

que cuando María llegó se le puso delante y sólo atinó a decir esto:<br />

333


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Si no me equivoco usted es María, la mujer de ese señor que está ahí aserrando madera.<br />

Bueno, yo tengo que hablar con usted algo muy importante. Se lo voy a decir en presencia<br />

de su marido, porque según me dijo el Señor Dios la gente de esta Tierra es muy dada a<br />

charlar sobre todas las cosas, y es mejor que haya testigos. Lo que tengo que decirle es que<br />

el Señor Dios va a tener un hijo y usted va a ser la mamá. Con que ya lo sabe. Si tiene algo<br />

que preguntar hágalo ahora mismo porque el Señor Dios se siente con sueño y no quiere<br />

que yo pierda el tiempo hablando tonterías con usted.<br />

La joven María se quedó boquiabierta, más propiamente, muda del asombro. Pero el que<br />

se asustó más fue su marido. Tan pronto oyó lo que había dicho San Gabriel soltó la sierra<br />

y salió detrás del Arcángel, que ya se iba.<br />

—¡Oiga, amigo! ¿Usted sabe lo que ha dicho? ¿No sabe usted que el Hijo de Dios va a<br />

tener que sufrir mucho, según dicen las Escrituras, y que van a matarlo en una cruz?<br />

San Gabriel atajó aquel torrente de palabras explicando:<br />

—Todo lo que usted quiera, señor; pero yo he venido a cumplir una misión que me<br />

encomendó el Señor Dios. Yo lo siento mucho, pero lo que suceda al Hijo de Dios no es<br />

asunto mío. Lo único que puedo decirle es que su papá quiere que le pongan el nombre<br />

de Jesús.<br />

Dicho lo cual pegó un salto, extendió las alas y se perdió en el cielo, a tal velocidad que<br />

ningún ojo humano podía seguirlo.<br />

El bueno de José cayó de rodillas, se agarró una mano con la otra, elevó las dos a lo alto<br />

y después se dobló hasta pegar la cabeza con el polvo del camino.<br />

—¡Ay María, María –exclamó–. ¿Cómo se te ocurre tener un hijo de Dios? ¿No sabes que<br />

todos los profetas han dicho que el Hijo de Dios tendrá que sufrir mucho entre los hombres,<br />

que será escarnecido, torturado y muerto en una cruz, como el peor de los criminales? ¿Qué<br />

va a ser de nosotros, María? ¿Por qué te has metido en tal compromiso sin hablar antes<br />

conmigo?<br />

La pobre María oía a su marido sin lograr comprender por qué hablaba así. ¿Pues qué<br />

tenía ella que ver con lo que disponía el Señor Dios; qué sabía ella de lo que había hablado<br />

San Gabriel, a quien nunca antes había visto y cuyo nombre ignoraba?<br />

El Señor Dios veía a la joven señora confundida, a José con el rostro desfigurado por el<br />

sufrimiento, y sólo atinó a intervenir diciendo:<br />

—¡No seas tonto, José, que María no ha tenido parte en la decisión mía, y el nacimiento<br />

de Mi Hijo no es cosa suya ni tuya, sino mía!<br />

Lo cual era verdad, pero también es verdad que desde que los hombres comenzaron<br />

a poblar la Tierra habían adquirido la costumbre de echar sobre sus mujeres la culpa de<br />

cuanto pasaba. El Señor Dios ignoraba esto porque Él nunca había visto de cerca cómo se<br />

comportan los matrimonios; debido a que lo ignoraba le habló así a José. De haber estado<br />

al tanto de pequeñeces como ésa habría pasado por alto las palabras del marido de María,<br />

pues es lo cierto que tenía sueño y quería echar una siesta.<br />

Una siesta del Señor Dios puede ser de días, de meses o de años. Pero la de esa ocasión<br />

no iba a ser muy larga. Porque he aquí que Él estaba en lo mejor del sueño cuando de pronto<br />

despertó diciendo:<br />

—Caramba, si ya va a nacer Mi Hijo. Por poco lo olvido.<br />

Desde hacía millares de siglos nacían niños en la Tierra. Nacían hijos de reyes, de labriegos,<br />

de pastores, de guerreros; nacían niños blancos, amarillos, negros; nacían hembras y varones,<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

unos robustos, otros débiles; unos chillones y otros casi callados, unos ricos y otros pobres,<br />

unos de ojos azules y otros de ojos castaños y de ojos negros; niños de todas clases, de todas las<br />

figuras; niños que nacían en medio de las guerras, en los campamentos, entre lanzas y sables y<br />

caballos, y niños que nacían en los bosques, rodeados de árboles, de pajarillos y de mariposas;<br />

niños que nacían en los caminos, mientras sus padres viajaban, y niños que nacían en las barcas,<br />

sobre los ríos y los mares; niños que nacían en grandes casas llenas de alfombras y niños que<br />

nacían en las cuevas de los pastores, al pie de las montañas. Lo que jamás se había visto era el<br />

nacimiento de un niño que fuera el Hijo del Señor Dios. El Señor Dios no tenía experiencia en<br />

casos de nacimientos, lo cual explica que el de Su Hijo le tomara de sorpresa.<br />

Así sucedió. El Señor Dios despertó cuando ya Su Hijo estaba a punto de nacer. Ahora<br />

bien, Él había resuelto que el niño nacería pobre, y nacer pobre es tanto como nacer desconocido.<br />

Si el alumbramiento de María se hubiese dado en Nazaret, alguna gente iría a<br />

ayudarla, a ver a la criatura; no faltarían los vecinos, los parientes y los conocidos de María<br />

y de José. En ese caso no se cumpliría la voluntad del Señor Dios. El niño, pues, no nacería<br />

en la aldea de Nazaret; y a fin de que así fuera el Señor Dios hizo correr la voz de que María<br />

y José tenían que hacer un viaje a Belén porque el emperador de Roma, que gobernaba<br />

en esos lugares, había ordenado que todo el mundo debía inscribirse en el sitio de donde<br />

procedía su familia. La familia de María era de Belén de Judá, un pueblo que estaba al sur<br />

de Nazaret. En Belén había nacido, muchos cientos de años antes, un rey llamado David.<br />

En Belén debía nacer el Hijo de Dios.<br />

Montando el asno que usaba para llevar agua de la fuente a la casa, María iba hacia<br />

Belén por caminos llenos de polvo y de piedras rojizas. El sol de los inviernos calentaba<br />

toda la llanura; casi hacía hervir el aire. María cubría su rostro con un paño de color rojo,<br />

el asno caminaba despacio y detrás iba José agitando una rama seca con la cual pegaba de<br />

vez en cuando al paciente borrico. Cada cinco o seis horas se detenían; era cuando llegaban<br />

a las cercanías de un pozo, donde debían coger agua para el camino. Pues en las tierras<br />

donde nació el Hijo de Dios apenas hay ríos; la sed atormenta a las bestias y a las gentes; en<br />

escasos lugares se ven árboles y sólo se hallan con profusión arbustos espinosos; los vientos<br />

levantaban nubes de tierras quemadas por la sequía y las ovejas se refugian a la sombra de<br />

las montañas, donde el rocío nocturno permite que crezcan los yerbajos que necesitan para<br />

sustentarse.<br />

Con gran trabajo llegaron María y José a Belén y hallaron el poblado lleno de forasteros,<br />

visitantes de las aldeas vecinas que iban allí a inscribirse y aprovechaban el viaje para<br />

vender lo poco que tenían. Las pequeñas calles eran muy estrechas y torcidas, de manera<br />

que el borrico, cargado con María, apenas podía pasar por entre los montones de quesos,<br />

de pieles de carneros, de higos y de botijos que los vendedores extendían sobre las piedras.<br />

Mientras pasaba, José iba gritando que pagaría bien a quien le ofreciera una habitación para<br />

él y para su mujer, que llegaban de lejos y necesitaban albergue. Pero nadie pudo ofrecerles<br />

techo, ni aún por una noche. Las casas, en su mayoría pobres, estaban llenas desde hacía días<br />

con los visitantes de los contornos. Nadie ponía atención en los gritos de José, que estaba<br />

angustiado porque sabía que su mujer iba a dar a luz y quería que lo hiciera como todas las<br />

mujeres, en una habitación. José no sabía que el Señor había dispuesto que Su Hijo debía<br />

nacer pobremente, tan pobremente como podría nacer un ternero o un potriquillo.<br />

Siguieron, pues, María y José cruzando las callejuelas. Veían pasar ante ellos jóvenes<br />

con corderos cruzados sobre los hombros, muchachos que llevaban palomas enjauladas o<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

racimos de perdices muertas; pasaban ancianas con telas que ellas mismas habían tejido; de<br />

vez en cuando cruzaban grupos de asnos cargados con botijos de vino y de aceite. Todo el<br />

mundo gritaba ofreciendo algo en venta. Belén estaba lleno de mercaderes.<br />

No habiendo hallado albergue para él y para María, José fue a dar a un establo, hacia el<br />

camino del sur. En el establo descansaban las bestias de labor de los campesinos que iban a<br />

Belén, y se veían allí mulas, bueyes, jumentos y caballos, cabras y ovejas. Como José y María<br />

llegaron tarde, casi todas las bestias dormían ya. El sitio era pobre, con el techo en ruinas,<br />

las paredes a medio caer, el piso lleno de excremento de los animales. Pero había calor, el<br />

calor que despedían las bestias, y un olor fuerte, que resultaba a la vez grato, parecía llenar<br />

el aire del lugar.<br />

Cuando el Señor Dios despertó, ya estaba naciendo Su Hijo. Nació sin causar trastornos,<br />

muy tranquilamente; pero igual que todo niño, gritó al sentir el aire en la piel. Gritó, y un<br />

viejo buey que estaba cerca volvió los ojos para mirarle; mugió, acaso queriendo decir algo<br />

en su lengua, y su mugido hizo que una mula que estaba a su lado se volviera también para<br />

ver al recién nacido. En ese momento fue cuando el Señor Dios abrió allá arriba las nubes<br />

y dijo:<br />

—¡Pero si ya nació Mi Hijo!<br />

De momento el Señor Dios pareció desconcertado. Nunca había Él pasado por un caso<br />

igual, pues aunque los mundos y todo lo que en ellos hay habían sido creados por Él, jamás<br />

había tenido un hijo directo, nacido de su propia esencia. Lo primero que hizo fue preguntarse<br />

qué debía Él hacer para que la gente supiera que Su Hijo había llegado a la Tierra.<br />

El punto no era para ser resuelto a la ligera. Pues sucedía que el Señor Dios quería<br />

que se supiera que Su Hijo había nacido, pero que sólo lo supieran aquellos escasos seres<br />

capaces de comprender lo que ello significaba; más aún, los muy contados que podían<br />

conmoverse por el nacimiento de un niño sin tener que estar enterados de que ese niño<br />

era el Hijo de Dios. Al Señor Dios le hubiera sido fácil crear de un soplo diez docenas de<br />

ángeles y enviarlos a la Tierra armados de trompetas para que fueran por todas partes<br />

pregonando que había nacido Su Hijo, que acababa de nacer en el establo de Belén y que<br />

el Señor iba a proclamarlo como su heredero. En ese caso grandes multitudes habrían<br />

corrido, atropellándose y hasta dándose muerte, cada quien empeñado en llegar antes<br />

que los otros, unos cargados de oro, otros de mirra y de perfumes, o llevando rebaños<br />

de corderos y de vacas, pajarillos y plantas raras. Porque sucede que el género humano<br />

es así, y acostumbra rendir homenaje a los poderosos y a sus hijos, a aquellos de quienes<br />

puede esperar algún bien o de quienes teme un castigo. ¿Y quién es más poderoso que el<br />

Señor Dios?<br />

O pudo Él anunciarlo con anticipación, mediante un cataclismo, secando un gran río o<br />

mudando de lugar una montaña, pues que todo eso y mucho más podía hacer. Pudo incluso<br />

haberlo dicho con su gran vozarrón, gritando desde allá arriba:<br />

—¡Hombres locos, ahora está naciendo Mi Hijo, que va a predicar en mi nombre entre<br />

ustedes!<br />

Y pueblos enteros, con sus ganados y sus esclavos, habrían salido apresuradamente hacia<br />

Belén. Podemos imaginarnos a grandes multitudes trasladándose a través de los desiertos<br />

y los lugares poblados, cocinando bajo el sol, durmiendo a campo raso, enfermándose,<br />

muriendo, naciendo, dejando los pozos y los estanques sin agua y dando muerte, para alimentarse,<br />

a toda clase de animales.<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

El Señor Dios no aspira a tal movilización. Todo lo que Él quería era que unos cuantos<br />

hombres, muy pocos –los que tuvieran el alma limpia y generosa– supieran que ya había<br />

nacido Su Hijo. Quería decirlo y que sólo lo entendieran algunos habitantes de la Tierra.<br />

Como hacía siempre que se veía en aprietos, el Señor Dios meditó; nunca hizo Él cosa<br />

alguna sin antes pensarlo dos veces, y en algunos casos hasta tres veces.<br />

Sentado en medio del enorme piso de nubes, el Señor Dios veía los cielos llenos de<br />

estrellas que iluminaban la inmensidad. Todas esas estrellas eran soles que Él había hecho<br />

millones de años antes. Era de noche ya, pero nunca es de noche allá arriba, donde Él está,<br />

porque los espacios están bañados por un resplandor indescriptible. En medio de ese resplandor<br />

estaba el Señor Dios, sentado como un rey, cogiéndose las rodillas con las manos y<br />

contemplando las estrellas. De pronto llamó a una, un hermoso lucero de color azul claro,<br />

casi más blanco que azul. Le dijo:<br />

—¡Ven acá, tú!<br />

Y aunque el lucero estaba a una distancia fantástica, se le vió salir de golpe, a gran carrera,<br />

si bien era difícil apreciar que se movía; se le vio acercarse con su luz cegadora y espléndida,<br />

y correr y correr por los cielos en derechura hacia el Señor Dios.<br />

—Vete a la Tierra –le dijo Él cuando lo tuvo cerca– y pósate sobre un establo que hay en<br />

un pueblo llamado Belén. Hay tres establos allí, uno a la salida del camino que va a Jerusalén,<br />

que queda al norte: otro a la salida del camino del oeste y otro a la salida del camino<br />

de Hebrón, que queda al sur. En este último acaba de nacer Mi Hijo, y es sobre ese establo<br />

donde debes colocarte. Atiende bien, que no quiero equivocaciones. Ustedes los luceros son<br />

bastante alocados y no ponen la debida atención en lo que se les dice, de donde provienen<br />

luego grandes errores. Lo primero es atender para poder entender. Así es que ya lo sabes:<br />

te posas sobre el establo que está hacia el sur.<br />

En un instante se vio al lucero alejarse; iba hacia la tierra a tal velocidad que en pocos<br />

segundos su tamaño pasó a ser el de una naranja, y después el de una moneda, y después<br />

el de un anillo.<br />

En un salto se hallaba sobre el establo, aunque bastante alto desde luego. Cuando se<br />

situó allí dirigió un rayo hacia el establo.<br />

No era muy tarde, y mucha gente estaba despierta; buen número se hallaba en las pequeñas<br />

calles; algunos charlaban y en muchos sitios las gentes encendían hogueras para<br />

amortiguar el frío, que era fuerte aquella noche.<br />

Pues bien, de toda esa gente que todavía estaba despierta en Belén, ninguna vio el lucero.<br />

Es costumbre de los hombres no ver aquellas cosas que antes no se les han anunciado, sobre<br />

todo si esas cosas son de apariencia humilde o se confunden con las que nos rodean. A pesar<br />

de su significación especial, el lucero parecía uno más, una de las tantas estrellas que llenan<br />

los cielos, y la gente que había en Belén no se detuvo a verlo.<br />

CAPÍTULO III<br />

Pero cuatro personas vieron el lucero y se sintieron atraídas por él, cada una, desde<br />

luego, según su manera de ser, pues no todo el mundo es igual.<br />

Una de ellas se hallaba a gran distancia, a distancia tan enorme que sólo se explica que<br />

viera el lucero porque veía con ojos de bondad, capaces de penetrar hasta lo increíble, y con<br />

alma sencilla que adivinaba lo extraordinario por muy oculto que estuviera. Esa persona era<br />

un viejito rechoncho, alegre, de constante buen humor, que tenía su vivienda en un lejano<br />

337


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

país donde en invierno los campos se cubrían de nieve y los árboles se quedaban sin hojas y<br />

los pajarillos tenían que huir a otros climas para no morir de frío. El viejo señor acostumbraba<br />

vestir de rojo para que los niños de las cabañas que había por allí le reconocieran en medio<br />

de la nieve cuando él iba a visitarlos; usaba adornos blancos en las mangas y en la chaqueta,<br />

gran cinturón negro y altas botas también negras; tenía copiosa barba blanca y llevaba gorro<br />

rojo con adornos blancos. Era el anciano más simpático que nadie podía ver jamás. Se reía<br />

siempre, y tanto, que la risa le había arrugado la cara. El frío del invierno le enrojecía la nariz y<br />

el viento le azotaba la barba, pero a él no le importaba. Iba de choza en choza para entretener<br />

con sus cuentos a los niños; les llevaba regalos, y todo el mundo lo quería, todos lo recibían con<br />

alegría y alborozo, todos se llenaban de animación cuando veían su estampa rechoncha y roja<br />

luchando con la ventisca y con la nieve. Tenía varios nombres el buen viejo; unos le llamaban<br />

Nicolás y los niños muy pequeños, que no sabían pronunciar su nombre, le llamaban Colás o<br />

Claus, pero había otros que le decían Papá Noel.<br />

Pues bien, el simpático don Nicolás fue uno de los que vio el lucero. Iba él con un<br />

saquito de juguetes de madera, que él mismo hacía en sus ratos de ocio para regalar a los<br />

niños, cuando vio a la distancia aquella luz. A don Nicolás todo le parecía hermoso; nada<br />

le desagradaba porque pensaba que cuanto hay en la Tierra tiene algún fin, y que la gente<br />

que sólo ve el lado feo de las cosas afea la vida de los demás y se amarga la suya. Por eso le<br />

agradó ver aquella luz y se quedó con la vista fija en ella.<br />

—Me gustaría saber qué quiere decir ese lucero –dijo en voz alta–, pues por alguna<br />

razón está alumbrando tanto. Nunca se ha visto que un lucero dé tal cantidad de luz y eso<br />

significa algo bueno.<br />

Lo que no se imaginaba el viejo era que el Señor Dios estaba allá arriba mirándole a él,<br />

y que el Señor Dios oye a las gentes hasta cuando sólo piensan, razón por la cual Él sabe lo<br />

que hay en el corazón y en la cabeza de cada quien.<br />

Don Nicolás contemplaba la luz y apreciaba la distancia a que se hallaba.<br />

—Está muy lejos –se dijo–, pero yo voy a ir allá. Es verdad que no tengo animal que me<br />

lleve, mas no importa; iré a pie.<br />

El Señor Dios oyó aquello y pensó: “¡Caramba con el viejo! Si sale a pie, cuando llegue<br />

Mi Hijo tendrá barbas. Debo ayudarle a hacer ese viaje con la mayor rapidez posible”. Y<br />

como a la hora de ayudar el Señor Dios no anda dudando, sino que actúa inmediatamente,<br />

se arrancó un pelo de la ceja derecha y le gritó:<br />

—¡Conviértete en reno ahora mismo, y además en trineo, y vete a buscar a don Nicolás,<br />

un viejo que está allá, en medio de esa llanura blanca que se ve por el norte! Te vas sin perder<br />

tiempo y le dices que suba en el trineo, que tú lo vas a llevar a donde se halla el lucero.<br />

Fíjate bien en lo que oyes, porque ustedes los renos son muy dados a estar pensando sólo<br />

en el pasto de las primaveras y no ponen la debida atención en lo que se les dice. Recoges<br />

al viejo don Nicolás y lo llevas hasta donde está el lucero, y ahí lo dejas, a la puerta del establo<br />

de Belén, y esperas que él salga para que lo transportes otra vez a su tierra. No quiero<br />

equivocaciones; observa que en Belén hay tres establos, uno a la salida de…<br />

—Sí –le interrumpió el reno, un hermoso animal todo blanco, con la cornamenta como<br />

dos ramas nevadas–, ya oí cuando se lo decías al lucero: uno a la salida para Jerusalén, otro<br />

hacia el oeste y otro hacia el sur.<br />

El Señor se quedó mudo de asombro. ¿Cómo podía explicarse que ese animal hubiera oído<br />

lo que Él le decía al lucero, si no había nacido todavía cuando Él hablaba con el lucero?<br />

338


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Por primera vez el Señor Dios tenía un misterio que resolver.<br />

—Es que tú olvidas que yo era ceja tuya hasta hace poco, y por eso oí lo que hablaste con<br />

la estrella –explicó el reno como si supiera lo que el Señor Dios se preguntaba en silencio.<br />

—¿Qué es eso de tratarme de “tú”, atrevido?<br />

El Señor Dios estaba simulando una indignación que en verdad no sentía. Buscaba<br />

confundir al reno para que éste no se diera cuenta de la turbación en que lo había dejado la<br />

inteligente observación del animal. Pero no consiguió su propósito, porque el reno seguía<br />

mirándole con la mayor frescura. Entonces el Señor Dios le gritó que no perdiera el tiempo<br />

y que se marchara en seguida, a lo que el precioso animal respondió pegando un brinco de<br />

más de cien millas, seguido del blanco trineo que llevaba atado por blancas correas. En cosa<br />

de segundos se perdió en la inmensidad.<br />

Mientras el reno se lanzaba a los espacios, tres personas discutían sobre el lucero. Se<br />

trataba de unos reyes del desierto, cada uno de los cuales reinaba en un oasis, los lugares<br />

donde hay agua en medio de las arenas, allí donde crecen las palmeras de dátiles y los<br />

pastores se reúnen de noche junto con los peregrinos y los mercaderes y los guerreros para<br />

descansar de los trabajos del día.<br />

Los tres oasis eran vecinos, y eso explica que los reyes pasaran muchas horas juntos.<br />

Acostumbraban contarse historias entre sí, relatarse los acontecimientos de cada uno de<br />

los pequeños reinos, explicar cómo cobraban los impuestos y cómo administraban justicia;<br />

se entretenían jugando ajedrez, a lo que eran muy aficionados, y mientras jugaban iban<br />

comiendo dátiles, que colocaban en una gran bandeja de plata, y discutían durante horas<br />

enteras el movimiento de algunas piezas.<br />

Entre ellos había uno de muchos años, rostro flaco y barba blanca, llamado Gaspar. Era todo<br />

un rey por el porte, la mirada de sus ojos, negros como el carbón y la hermosa nariz aguileña.<br />

Se ponía un brillante manto azul lleno de piedras preciosas y un turbante de tela de oro y<br />

parecía más que un rey. Pero tenía mal humor y era muy tacaño, casi avaro. Nunca hubo rey<br />

que hablara menos que él, ni ninguno que amara más las monedas de oro. Le gustaba contar él<br />

mismo sus tesoros y a nadie perdonaba una dilación en pagar los impuestos, por pequeña que<br />

fuera la suma que debía pagar. Gastaba lo menos posible, y por eso era flaco, pues hasta para<br />

comer era económico. Su gran preocupación era tener más camellos que nadie, y más ovejas<br />

y más oro y piedras preciosas. A pesar de lo cual en el fondo era un buen hombre, y huía de<br />

los que sufrían porque si veía a alguien sufriendo acababa ablandándose y dándole algunos<br />

dátiles o un pedazo de queso. Se contaba que cierta vez ordenó que le dieran a un mendigo un<br />

vaso de leche, y a una vieja que ya no podía trabajar le regaló una moneda de plata. Aquello fue<br />

un acontecimiento de gran significación, y el propio rey Gaspar se disgustó por su debilidad,<br />

al extremo de que prohibió que se hablara de ello en su presencia, tan mal se sentía cada vez<br />

que recordaba que por su causa en su tesoro había una moneda menos.<br />

Pero eso sí, el rey Gaspar era justo; no admitía que se cometiera ninguna crueldad con<br />

sus súbditos, no aceptaba que a nadie se le cobrara de más ni un pelo de camello, y cuando<br />

sabía que alguien había procedido mal montaba en cólera y mandaba darle veinte azotes, o<br />

cincuenta, o cien, de acuerdo con el delito que hubiera cometido.<br />

Otro de los reyes era Melchor, muy distinto de Gaspar en su figura, puesto que no tenía<br />

tanta estatura pero sí más carnes, ni tanta edad aunque también llevaba barba negra muy<br />

bonita, muy bien arreglada y de no más de una pulgada de largo. Melchor era de rostro<br />

redondo y de nariz también redonda; y no tenía la mirada altanera, pues sus ojos castaños<br />

339


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

eran dulces y bondadosos; el pelo, menos oscuro que la barba, le caía sobre los hombros. Ese<br />

pelo tan largo no le quedaba tan bien como el suyo blanco al rey Gaspar, hay que reconocerlo,<br />

pero él se lo mantenía limpio y perfumado con los mejores aceites.<br />

El rey Melchor se parecía a Gaspar en una cosa: en que hablaba poco. Pero jamás tenía<br />

mal humor. No era parlanchín porque acostumbraba decir sólo aquello que le parecía que era<br />

necesario y verdadero, razón por la cual antes de hablar se medía mucho y meditaba una por<br />

una las palabras que iba a usar. Era un rey observador y disciplinado, que se levantaba siempre<br />

a la misma hora, hacía cada día lo que había hecho el día anterior y estudiaba cuidadosamente<br />

todo problema nuevo. No había manera de que entrara en guerra con otros reyes. El vivía<br />

en paz con todo el mundo y afirmaba que respetando los derechos de los demás reyes jamás<br />

tendría que ir a la guerra. Eso no quiere decir que era tímido o cobarde; de ninguna manera.<br />

Cierta vez que unos guerreros atacaron a gente de su tribu y les quitaron unas cuantas ovejas<br />

y dos camellos, el rey Melchor montó a caballo –un hermoso caballo blanco que era su favorito–<br />

y se fue solo a enfrentarse con los asaltantes. Cuando éstos le vieron llegar sin compañía<br />

alguna pensaron que el rey Melchor había dejado sus guerreros ocultos en algún sitio para<br />

después exterminarlos por sorpresa, y resolvieron devolverle las ovejas y los camellos. Pero<br />

la verdad es que Melchor no se había hecho acompañar de nadie. Desde ese día todas las<br />

tribus del desierto le cobraron gran respeto. Como su amigo Gaspar, Melchor era rico, pero<br />

no tenía mucha estima por sus riquezas; más que el oro amaba la paz, y más placer que llevar<br />

encima piedras preciosas le producía ver a su pueblo alegre y saludable.<br />

Cuando el rey Gaspar y el rey Melchor estaban solos resultaba divertido oírles hablar, y<br />

sobre todo oírles discutir sobre las jugadas de ajedrez. Pues en sus discusiones no decían más<br />

de tres palabras cada uno, y pasaba tanto tiempo entre lo que uno decía y lo que le respondía<br />

el otro, que a veces los que estaban cerca no se acordaban de lo que había dicho Gaspar cuando<br />

oían lo que contestaba Melchor, o viceversa. Pero esas discusiones se animaban mucho si<br />

estaba presente el rey Baltasar. Ese sí que hablaba, y se divertía él solo, y él solo se decía y se<br />

respondía, se reía y se ponía serio. Se trataba de un personaje animado, lleno de vitalidad y<br />

alegría, que muy difícilmente dejaba a nadie terminar de hablar sin que le interrumpiera para<br />

contestarle o hacer un chiste. A un mismo tiempo jugaba ajedrez, comía dátiles y contaba una<br />

historia. Era el rey más raro del mundo, porque a la vez que se movía mucho y hablaba más,<br />

tenía majestad, sobre todo cuando quería tenerla. Entonces erguía la cabeza, le brillaban los<br />

ojos y abría las aletas de la nariz; se ponía altivo y hermoso y parecía crecer.<br />

Baltasar era negro. Pero no un negro tosco, como mucha gente imagina que son todos<br />

los negros, sino más bien de bella presencia, muy bien proporcionado, más alto que bajo,<br />

más delgado que grueso. No tenía el color brillante; su piel era de un negro apagado. Tenía<br />

la frente pequeña, las cejas muy dibujadas, los ojos muy grandes, la nariz recta; no achatada<br />

como la de muchos negros, ni aguileña como la del rey Gaspar, ni redonda como la del rey<br />

Melchor. Sus labios eran gruesos y largos y sus dientes fuertes y blancos. Tenía la cara bien<br />

cortada, el cuello poderoso, los hombros llenos de músculos, y también los brazos. Habla<br />

a grandes voces, se reía por nada, y por nada se ponía bravo, y entonces imponía temor,<br />

porque era agresivo y muy astuto. Probablemente no había en toda la Tierra rey mejor que<br />

Baltasar. Si oía llorar a un niño mandaba sus guardias a preguntar qué ocurría; si un anciano<br />

se sentía enfermo, él mismo iba a darle las medicinas; si alguien no podía pagar sus<br />

impuestos, decía:<br />

—No importa, otro día será.<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

Se contaba que una vez que fue a la guerra venció a su enemigo, el rey que había atacado<br />

su oasis, y que sus guerreros le llevaron un niño prisionero y le dijeron:<br />

—Mira, rey Baltasar, éste es el hijo de tu enemigo y su heredero. Mátalo para que te<br />

quedes con su reino y repartas sus riquezas entre nosotros.<br />

Esa era la costumbre de la época; así actuaban todos los reyes y por tanto nadie hubiera<br />

tomado a mal que Baltasar decapitara al niño. Pero Baltasar se indignó, dijo que lo que le<br />

pedían era un crimen, y tomando su cimitarra gritó a sus guerreros que el primero que<br />

volviera a darle consejo parecido iba a quedarse sin cabeza en el acto.<br />

—¡En el acto! –gritaba, con los grandes ojos enrojecidos de cólera.<br />

Baltasar vestía con lujo; le gustaba usar un blanco turbante que prendía con un rubí del<br />

tamaño de un huevo de paloma; se ponía en las muñecas y en los tobillos ajorcas de oro, se<br />

colgaba al cuello un gran collar lleno de monedas y se ponía un cinturón cuajado de piedras<br />

preciosas. Pero no usaba manto.<br />

—El manto no les queda bien a los negros –decía riéndose.<br />

Era un hermoso grupo el de los tres reyes; Gaspar con su manto azul tachonado de<br />

piedras y su turbante dorado, Melchor con su turbante rojo y su manto amarillo, si bien<br />

este último no llevaba piedras u otro, porque al rey no le agradaba el lujo; Baltasar con su<br />

turbante blanco y su traje verde, su collar, sus ajorcas y su cinturón.<br />

Como los tres eran muy limpios, llevaban todo el tiempo pantalones blancos, de seda<br />

brillante, muy pegados a las piernas, y los tres usaban rojas babuchas, que son zapatos de<br />

tela de punta larga y hacia arriba. Daba gusto verlos en las noches claras, cuando se sentaban<br />

sobre una gran alfombra bajo las palmeras a jugar ajedrez. Como reyes de Oriente, no<br />

usaban sillas ni sillones, sino cojines y las propias piernas cruzadas bajo ellos.<br />

Una de esas noches fue cuando apareció el lucero. Jugaban Gaspar y Baltasar; junto a<br />

ellos, comiendo dátiles en silencio, estaba Melchor. Baltasar iba a mover una pieza, pero<br />

se distrajo mirando algo a través de las palmeras. Estuvo un momento deslumbrado, un<br />

momento nada más, y de pronto exclamó:<br />

—¡Majestades, algo raro está sucediendo en el mundo! ¡Miren ese lucero, vean esa luz!<br />

¡Nunca se ha visto un lucero como ese!<br />

Melchor se volvió para ver, pero Gaspar no. Gaspar sólo atendía al tablero y estudiaba<br />

la posible jugada de su contrincante.<br />

—Juega, Baltasar –dijo.<br />

Pero Baltasar no tenía intención de jugar, pues seguía mirando hacia el lucero.<br />

—Sí, algo pasa –comentó muy calmadamente Melchor.<br />

—Y a nosotros, ¿qué nos importa lo que pase? –preguntó con su habitual aspereza Gaspar–.<br />

Lo que tenemos que hacer es seguir jugando.<br />

El rey negro no hizo caso; peor aún, se puso de pie y abandonó su puesto frente al tablero.<br />

—¡No señor! –dijo–. Tú estás equivocado, rey Gaspar. Lo que anuncia ese lucero debe<br />

ser algo muy grande, y yo no me lo pierdo. ¡Hay que ir ahora mismo para allá a ver qué<br />

está sucediendo!<br />

—¿Ir?<br />

Esa pregunta de una sola palabra sonó como un relincho, y quien la hizo fue Gaspar. Del<br />

disgusto que le causó la proposición del rey Baltasar tiró el tablero a diez varas de distancia;<br />

inmediatamente, como le sucedía cada vez que montaba en cólera, se puso a masticar el aire<br />

y la blanca barba iba y venía como el rabo de una paloma.<br />

341


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Espérate, Gaspar; cálmate y atiende. Creo que vale la pena saber qué pasa.<br />

Ese que habló fue el rey Melchor, lo cual indignó más a Gaspar, ¿pues cómo se explica<br />

que un hombre sensato, un rey tranquilo y metódico como Melchor hablara de ir a ver qué<br />

ocurría?<br />

—¿Te has vuelto loco? –respondió Gaspar–. Ve tú, si quieres, y acompaña a este curioso<br />

entrometido. Yo no me muevo de aquí.<br />

—Pues vas a moverte, sí señor –terció Baltasar gesticulando a diestra y siniestra–. Tienes<br />

que ir, porque si se trata de algo bueno nosotros queremos compartirlo contigo.<br />

—¿Qué bueno ha de ser? ¿Cuándo has visto tú que ocurra nada bueno en el mundo?<br />

Además, yo no voy a dejar mi reino abandonado. ¿Qué sería de mis tesoros?<br />

El calmoso rey Melchor puso una mano en el hombro de Gaspar, y habló:<br />

—Algo me dice que conviene que vayamos, Gaspar. En cuanto a tus tesoros, llévatelos<br />

contigo. Yo voy a ir de todas maneras y me llevaré los míos, porque no sé qué tiempo gastaré<br />

en el viaje.<br />

—¡No hay más que hablar! ¡Pronto, traigan dos camellos! –gritaba ya Baltasar; y casi<br />

antes de terminar, decía:<br />

—Te quedarás aquí solo, rey Gaspar. Si te ataca alguna tribu guerrera perderás la vida<br />

y los tesoros, porque Melchor y yo vamos a ver qué significa ese lucero.<br />

A regañadientes, sin ningún entusiasmo, el rey Gaspar admitió ir él también. Pidió un<br />

camello más, el mejor de los suyos; hizo que le colocaran sus tesoros en dos cofres y vigiló<br />

atentamente esa operación. Viéndole actuar, Baltasar y Melchor mandaron a buscar sus<br />

tesoros y en poco tiempo los tres reyes se hallaban sobre ricos arneses.<br />

Los guardias reales quisieron acompañarles, pero ellos dijeron que no, que irían solos.<br />

Ya al salir, Baltasar dijo:<br />

—Melchor, tú que eres el más juicioso, di hacia dónde alumbra el lucero.<br />

—Es hacia Belén.<br />

—Bien, ¡pues ya estamos andando hacia Belén! –gritó Baltasar.<br />

Y así fue. Sus súbditos se agolparon para verlos partir en la clara noche, y les gritaban<br />

adioses. Los reyes notaron que se alejaban muy de prisa, y después observaron que los camellos<br />

no trotaban, sino que parecían saltar, y cada vez eran más grandes los saltos, mayores<br />

las distancias que recorrían en el aire. Apenas podía afirmarse que ponían las patas en tierra.<br />

Aquello era la cosa más rara que jamás le había sucedido a un grupo de reyes.<br />

Es oportuno consignar aquí que hasta el propio rey Gaspar se impresionó, y a tal punto<br />

que se vio en el caso de confesar:<br />

—En verdad, parece que el lucero anuncia algo extraño.<br />

Palabras a las que el rey negro respondió con una gran risotada, la cual le hizo tragar<br />

mucho aire porque a esa altura volaban a tremenda velocidad.<br />

CAPÍTULO IV<br />

Había sucedido que el Señor Dios también se enteró a tiempo de que los tres reyes iban<br />

camino de Belén. El Señor Dios estaba esa noche lleno de curiosidad, cosa que no debe causar<br />

asombro porque se trataba de que Su Hijo acababa de nacer, y quería saber quiénes estaban<br />

dispuestos a honrar a ese niño. El Señor Dios era de esta opinión: “Los hombres son locos y<br />

por eso parecen malos, pero uno solo, o dos o tres capaces de ser cuerdos, buenos y puros,<br />

justifican todo mi trabajo, y con que haya dos o tres en la Tierra me basta para pensar que<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

mi obra no ha sido un fracaso”. Esa noche del nacimiento de Su Hijo halló que había cuatro,<br />

esto es, el simpático don Nicolás y los tres reyes. A los cuatro los veía Él con gran ternura; y<br />

de la misma manera que pensó que don Nicolás no iba a poder hacer el viaje desde sus lejanas<br />

tierras nevadas hasta Belén a pie, y le envió el blanco reno y el trineo, asimismo pensó<br />

que si los reyes se atenían únicamente al trote de sus camellos llegarían con algunos días de<br />

retraso, trasnochados y bastante estropeados. Por eso desde allá arriba Él dijo:<br />

—Vamos, camellitos, apuren el paso y vuelen un poco.<br />

Ni que decir que los propios camellos no sabían lo que les pasaba, porque a poco ya<br />

ni ponían las patas en tierra. Sobre ellos, sus jinetes se llenaban de asombro, tal vez con la<br />

excepción de Baltasar a quienes los sucesos extraños le producían alegría.<br />

De esa manera, volando en vez de trotar, las hermosas bestias del desierto llegaron como<br />

exhalaciones a Belén; y a un tiempo, como si supieran qué hacían, doblaron sus rodillas en<br />

la puerta del establo. El primero de los tres reyes que se tiró de su camello fue Baltasar. Al<br />

asomarse a la puerta vio a una hermosa y joven mujer que envolvía a un recién nacido en<br />

blancas telas, a un hombre de negra barba que le ayudaba en su tarea, a un calmoso buey<br />

echado que rumiaba parecía reflexionar sobre lo que estaba a su vista, y a una mula que<br />

mordisqueaba pasto seco. Por el roto techo del establo entraba la vivísima luz del lucero,<br />

llenaba de resplandor al grupo de la mujer, el hombre y el niño, y daba tal transparencia al<br />

cuerpo del niño que éste parecía hecho en el más fino de los cristales.<br />

El rey Baltasar, el alegre y bondadoso rey del desierto, tenía un corazón puro, un corazón<br />

de esos que reconocen la verdad y no la niegan. En un segundo había observado que a pesar<br />

de estar recién nacido, aquel niño tenía los ojos abiertos e iluminados, ojos a la vez claros y<br />

profundos, como los de los seres que han visto cuanto hay que ver en la vida. Entonces Baltasar<br />

gritó, volviéndose a Gaspar y a Melchor, que todavía estaban sentados sobre sus camellos.<br />

—¡Majestades, aquí hay un niño que debe ser el Hijo de Dios!<br />

Esas palabras sorprendieron a José, quien no pudo menos que preguntar:<br />

—¿Tan pronto le llegó la noticia, señor?<br />

Melchor se asomó a la puerta antes que Gaspar. También él miró, sólo que lo hizo con su<br />

acostumbrada calma, estudiando la escena con mucho detenimiento. Ya se sabe que Melchor<br />

no se aventuraba a dar opiniones si no estaba muy seguro de lo que diría.<br />

—¿Es o no es ese niño el Hijo de Dios? –le preguntó, lleno de entusiasmo, el rey Baltasar.<br />

Pero Melchor meditó todavía un poco más; alzó los ojos para cerciorarse de que la luz<br />

que alumbraba al hermoso grupo era la del lucero; contempló con verdadero interés al niño,<br />

y terminó admitiendo:<br />

—Sí, ese niño es el Hijo de Dios.<br />

Al oír al sereno y juicioso Melchor hablar así, el corazón del rey Baltasar se desbordó de<br />

alegría. En verdad, parecía haberse vuelto loco. Corrió hacia la puerta exclamando:<br />

—¡Es el Hijo de Dios, rey Gaspar! ¡Tenemos que darle nuestros tesoros! ¡Ha sido una<br />

suerte traer los tesoros para que podamos ofrendárselos ahora al niño!<br />

Oír Gaspar tales exclamaciones y saltar como si lo hubiese picado un animal venenoso,<br />

fue obra de un segundo.<br />

—¿Qué dislates son esos, rey Baltasar? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees tú que yo voy a darle<br />

mis tesoros al primer niño que encuentre? ¡Señor –agregó, elevando los brazos al cielo y<br />

levantando su cabeza, lo cual era un espectáculo bastante cómico, visto que todavía estaba<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

sobre el camello y éste se hallaba arrodillado–, este desdichado rey negro ha perdido el juicio<br />

y quiere que lo pierda yo también!<br />

Pero el rey Baltasar no ponía atención en las quejas de su amigo y compañero. Se dirigió a su<br />

camello y comenzó a descargar los tesoros. Viéndole actuar, el rey Gaspar casi enloquecía.<br />

—¡Melchor, rey Melchor! –gritaba, apelando al buen juicio de su amigo y colega–. ¡Este<br />

loco va a darle sus tesoros a ese niño porque dice que es el Hijo de Dios!<br />

Con su gran paciencia, Melchor le contestó:<br />

–Sí señor, es el Hijo de Dios, y yo también voy a poner mis tesoros a sus pies.<br />

A poco más pierde la razón el rey Gaspar. Estaba lívido. Era, en verdad, un rey de mal humor,<br />

que necesitaba de muy poca cosa para sentirse colérico, y cuando se ponía así la barba le subía y<br />

le bajaba sin cesar, del cuello a la nariz y de la nariz al cuello. Preguntaba ahogándose:<br />

—¿Pero cómo es posible que le den a ese niño todos sus tesoros? ¿No comprenden<br />

que van a quedarse en la miseria? ¿Y yo, qué va a ser de mí? ¿Creen ustedes que yo voy a<br />

arruinarme porque ustedes se empeñen en creer que ese recién nacido es el Hijo de Dios?<br />

¿Quién me lo asegura?<br />

—No charles tanto, rey Gaspar –dijo Baltasar–; nos lo asegura el corazón, que nunca se<br />

equivoca. Ve tú a verlo y después di lo que quieras.<br />

—¡Claro que iré, y ya verán ustedes que ése no es el Hijo de Dios!<br />

Ocupado en descargar sus tesoros, Melchor no hablaba.<br />

El rey Gaspar se lanzó de su camello, y tanta ira llevaba que se enredó los pies y cayó<br />

de narices en el polvo. Pero se levantó de prisa y entró al establo dispuesto a probar que<br />

sus dos amigos estaban equivocados. Sin embargo, he aquí que al cruzar la puerta quedó<br />

alelado; allí estaba el grupo. El hombre y la mujer se veían en actitud de adoración; el niño<br />

sonreía al viejo rey malhumorado; el buey y la mula parecían observarlo, como si dijeran:<br />

“Vamos a ver cuál es ahora tu opinión”.<br />

Algo sintió el rey en su corazón; como una música, como una luz, como un calor suave<br />

y bienhechor. Elevó los ojos hacia el techo y creyó que hasta el lucero esperaba sus palabras.<br />

Poco a poco fue acercándose al grupo; cayó de rodillas, tomó una mano del niño y dijo:<br />

—El Señor te bendiga, preciosa criatura.<br />

Y entonces se puso de pie y caminó hacia su camello. El rey Baltasar y el rey Melchor<br />

iban entrando ya con sus tesoros; el primero sonrió con bastante indiscreción, casi burlándose<br />

del viejo rey Gaspar. Pues el rey negro del desierto era más franco de lo necesario y con sus<br />

ribetes de burlón. Pero Melchor ni siquiera alzó los ojos. Ya afuera, Gaspar sacó de uno de<br />

los cofres dos monedas de oro y se las guardó en su cinturón.<br />

—El Señor Dios me perdonará si me quedo con éstas –dijo–, pero yo no quiero exponerme<br />

a estar completamente arruinado como este par de locos. A lo mejor más tarde hacen falta<br />

estas monedas para que ellos mismos no se mueran de hambre.<br />

Después cogió sus tesoros y los llevó hasta los pies del niño. Muy silenciosamente, los<br />

tres reyes abrieron sus cofres, y la luz del lucero sacaba brillo de los rubíes, las esmeraldas,<br />

los brillantes y el oro que había en ellos. Tanto era el brillo que el buey volvió sus pesados<br />

ojos hacia la mula, como queriendo decirle: “Fíjate cuántas cosas hermosas han traído estos<br />

tres reyes”. Con lo cual pareció estar de acuerdo la mula, porque también ella miró al buey<br />

y después fijó la vista en los abiertos cofres.<br />

No sólo el buey y la mula, sin embargo, contemplaban aquel montón de riquezas; también<br />

el Señor Dios las veía desde arriba. Las veía y sonreía moviendo de un lado a otro la gran<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

cabeza. Se sentía feliz el Señor Dios, no por los tesoros, sino porque su ofrenda significaba<br />

un homenaje a Su Hijo. Y como de vez en cuando al Señor Dios le gustan las travesuras, se<br />

reía de que el colérico y viejo Gaspar hubiera guardado dos monedas de oro.<br />

—Ese rey es un gran tipo –decía; y por la blanca barba de Gaspar le llegó a la memoria<br />

la de don Nicolás, razón por la cual se preguntó–: ¿Pero qué será de ese otro viejo? ¿Por qué<br />

no habrá llegado todavía? ¡De seguro que el tonto del reno se ha distraído! Los renos sólo<br />

piensan en el pasto. ¿Dónde estará ahora?<br />

Buscando con la mirada alcanzó a verlo: volaba a velocidad increíble. El brioso animal<br />

partía los aires, con las patas de atrás juntas y extendidas, las delanteras dobladas por las<br />

rodillas y también juntas, el poderoso cuello erguido, la linda cabeza derecha y abiertas las<br />

ventanas de la nariz. Atrás, en el trineo, muy sonreído y muy tranquilo, iba don Nicolás.<br />

Llevaba sobre las piernas el saquito lleno de juguetes de madera, con el cual, echado al<br />

hombro, iba de choza en choza cuando cayó del cielo, a su lado, el reno con el trineo. El<br />

reno habló para decir:<br />

—Me parece que tú eres don Nicolás, ¿no?<br />

—Sí, soy yo –oyó que le respondieron.<br />

A lo que, sin perder tiempo, replicó el reno:<br />

—Entonces súbete aquí, porque el Señor Dios dice que si haces el viaje a pie hasta donde<br />

ves la luz, llegarás un poco cansado.<br />

Don Nicolás no era hombre de formular muchas preguntas, ni andaba buscándoles<br />

dificultades a las cosas, de manera que le pareció lo más natural del mundo aprovechar la<br />

oportunidad que le ofrecían, y ni corto ni perezoso se acomodó en el trineo. A poco notó que<br />

iban volando, cosa que no le sorprendió porque tampoco tenía él la costumbre de sorprenderse:<br />

en esta vida todo puede suceder, hasta lo más inesperado. Pero creyó del caso hacer<br />

algún comentario; así es que le preguntó al blanco animal.<br />

—¿Tú eres un reno o un avión?<br />

A pesar del ruido del aire, que era mucho, el reno le oyó porque volvió la cabeza para<br />

responderle:<br />

—No hagas preguntas, porque no puedo perder tiempo. El Señor Dios es muy estricto<br />

cuando da órdenes y yo recibí la de llevarte cuanto antes a Belén. Por esa razón vamos volando,<br />

no porque yo sea avión ni cosa parecida.<br />

—Bueno, bueno –explicó don Nicolás–, no es mi intención causarte enojos. Si lo de avión<br />

te ha molestado, dalo por no dicho. Lo que sí desearía que me explicaras eso de Belén. ¿Qué<br />

es Belén?<br />

—Siento no poder decírtelo, pero ni yo mismo lo sé. Agárrate, no vayas a caerte, porque<br />

dentro de poco vamos a llegar y en Belén no hay nieve. Si te caes te rompes por lo menos<br />

una costilla.<br />

—¿De manera que me traes volando tan lejos para que me rompa una costilla? No esperaba<br />

eso. Pero en fin, hágase la voluntad de Dios –comentó Nicolás.<br />

—Eso mismo digo yo y eso es lo que estoy haciendo –afirmó el reno.<br />

Fue exactamente cuando terminó de decir esas palabras cuando el Señor Dios acertó a<br />

verlos desde su altura.<br />

Cuando el reno y su pasajero se acercaban, el lucero parecía despedir mayor luz. Era<br />

una fuente de resplandor una creciente semilla de claridad, el más espléndido espectáculo<br />

que podía disfrutarse en la Tierra. Hasta el reno quedó deslumbrado.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¡Qué luz tan limpia! –dijo.<br />

Don Nicolás opinó en alta voz que mejor que ver lucero en ese momento era ver la tierra<br />

para saber dónde iban a bajar. Estaba preocupado por la integridad de sus costillas.<br />

—Ese es un problema mío que resolveré por mí mismo. Y no me distraigas, que ya estamos<br />

llegando –explicó el reno.<br />

Así era. Un instante después el hermoso animal ponía sus cuatro patas a la puerta del<br />

establo, y el trineo, que había descendido con tanta suavidad como si se hallara sobre montones<br />

de algodón, chirriaba ligeramente al sentirse frenado por el suelo.<br />

—¿Aquí es? –preguntó don Nicolás.<br />

—Aquí –respondió el reno.<br />

Don Nicolás descendió, con alguna dificultad porque era grueso y de bastantes años.<br />

Súbitamente el reno se deshizo en el aire, con todo y trineo. Don Nicolás lo vio deshacerse,<br />

pero tampoco eso le resultó extraño. Era costumbre suya no asombrarse de nada. Con su<br />

saco al hombro, se dispuso a entrar en el establo.<br />

Pero en ese momento salían de allí tres hombres vestidos lujosamente, con trajes que<br />

él jamás había visto ni imaginado. El primero en salir fue un negro de arrogante estampa,<br />

vestido de verde con turbante blanco; le seguía un anciano flaco, muy altivo, de manto azul<br />

y turbante dorado, en cuyo rostro destacaba una barba blanca; por último, iba un señor de<br />

talla mediana, también medianamente grueso, de barba negra y corta y manto amarillo y<br />

turbante rojo. Los tres salían con expresión feliz.<br />

—¿Quiénes serán estos señores? –se preguntó don Nicolás, y se quedó mirándoles, a la<br />

vez que los tres le miraban a él, tal vez sorprendidos por su figura, su ropa tan desusada en<br />

esos parajes, su barriga saliente y su semblante alegre.<br />

Los reyes comenzaron a hablar entre sí. El negro avanzó hacia su camello y de pronto<br />

se puso a gritar:<br />

—¡Majestades, vengan a ver; aquí ha sucedido algo raro! ¡Los camellos están cargados<br />

de tesoros!<br />

Melchor y Gaspar corrieron a comprobar lo que decía su compañero Baltasar, y los dos<br />

se quedaron mudos de asombro ante aquellas riquezas. Allí había muchas veces más tesoros<br />

de lo que ellos habían dejado a los pies del niño. No podían comprenderlo. Melchor, siempre<br />

sensato, estudió la situación en silencio y después dijo:<br />

—Aquí debe haber un error, majestades. Propongo que averigüemos quiénes son las<br />

personas que olvidaron estas riquezas, y que se las devolvamos cuanto antes. Es posible que<br />

haya habido un cambio de camellos y que éstos no sean los nuestros, sino otros.<br />

¿Para qué dijo tal cosa? El rey Gaspar por poco lo fulmina. Saltó con la agilidad de un<br />

mono y quería meterle los puños por los ojos.<br />

—¿Estás loco? –decía–. ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¿Qué persona con dos dedos de<br />

frente va a dejar abandonados tres camellos cargados de riquezas? ¿No ves, además, que<br />

éstos son nuestros camellos? ¿Estas tan ciego que no los reconoces?<br />

Baltasar terció para decir:<br />

—Majestades, puede ser que sea un regalo del Señor Dios en vista de que le hemos dado<br />

a Su Hijo cuanto teníamos.<br />

El rey Gaspar no necesitaba explicación tan estimulante para estar de acuerdo con<br />

su amigo, y olvidando las muchas veces que él había criticado a Baltasar por ligero,<br />

afirmó:<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—Así es, sin duda alguna. Baltasar siembre acierta porque este negro es muy inteligente.<br />

Además, ya es tarde, nosotros estamos cansados, y yo opino que lo más prudente es que<br />

volvamos a nuestros reinos y allá hagamos las averiguaciones del caso. Yo, por lo menos,<br />

me voy ahora mismo.<br />

Dicho y hecho: se trepó en su camello y en el acto salió al trote. Baltasar dijo:<br />

—No lo dejemos ir solo, Melchor, porque podría suceder que un grupo de bandoleros<br />

le asaltara en el camino.<br />

Y como Melchor estuviera de acuerdo, con la salvedad de que al llegar debían investigar<br />

el origen de los tesoros, montaron y se fueron. Tuvieron que hacer trotar a las bestias para<br />

alcanzar a Gaspar, que iba ya bastante lejos, siempre murmurando:<br />

—¡Pero qué cambio el de Melchor! ¡Ha perdido el buen juicio ese pobre rey! ¡Proponer<br />

que hiciéramos averiguaciones a esta hora!<br />

Mientras ellos se alejaban, el bueno de don Nicolás los veía desde la puerta del establo y el<br />

Señor Dios desde su agujero en las nubes. Don Nicolás pensaba: “Son raros, pero simpáticos”.<br />

Y el Señor Dios: “La verdad es que Mi Hijo ha sido honrado debidamente por esos reyes”.<br />

En su satisfacción, Él no sabía a cuál prefería. Le habían gustado el entusiasmo del negro<br />

y la tranquilidad de Melchor, pero le habían hecho sonreír las inquietudes y la picardía de<br />

Gaspar.<br />

Estaba sonriéndose todavía el Señor Dios cuando don Nicolás decidió entrar al establo.<br />

Quería ver qué había en aquel destartalado caserón en cuyo interior entraba a raudales la<br />

luz del lucero. Se oían adentro balidos de ovejas y ruidos de animales que se movían. Don<br />

Nicolás se asomó a la puerta, ¡y qué conmovedora escena la que vieron sus ojos! Del lucero<br />

caía un rayo de luz sobre el niño; éste dormía de la manera más plácida imaginable sobre<br />

un montón de heno seco; a su lado, contemplándole con arrobo, estaba una joven y bella<br />

mujer en cuyo rostro se adivinaba la dicha maternal; cerca de ambos, un señor de negra<br />

barba preparaba pedazos de madera para encender una hoguera, porque la noche era fría.<br />

Sin embargo no era en el grupo humano, y en su honda paz, donde estaba la parte conmovedora<br />

de la escena; era en su fondo. Pues tras la mujer, el hombre y el niño se hallaban varios<br />

de los animales del establo –el buey, una vaca, un asno y una oveja–, y todos miraban fija y<br />

dulcemente hacia el niño, con ojos casi humanos, como si comprendieran que esa criatura que<br />

dormía sobre el montón de heno no era igual que todos los niños del mundo. En su candor<br />

de viejo bondadoso, a don Nicolás no se le escapó la extraña atención de los animales. Pensó:<br />

“Los animales sólo se sienten atraídos por las almas puras, y eso quiere decir que este niño<br />

ha nacido con un alma excepcional”. Pero no dijo eso nada parecido; sólo dijo:<br />

—Buenas noches, señores.<br />

José levantó la cabeza y dejó de atender a su hoguera. La figura de don Nicolás le causó<br />

verdadera sorpresa ¿De dónde llegaba ese viejo gordo y bonachón? Jamás había visto él a<br />

nadie que vistiera así ni que tuviera ese aspecto, ese cutis tan rojizo, esos ojos tan azules, esas<br />

cejas tan largas y tan blancas. El rostro del recién llegado tenía un aire fuera de lo común.<br />

Por lo demás, hablaba con voz pausada y alegre.<br />

—Bienvenido a este lugar –dijo José.<br />

—Creo que esto es Belén; por lo menos, eso explicó el reno –expuso don Nicolás por<br />

decir algo para empezar la conversación.<br />

José pensó: “¿De qué reno hablará? ¿Qué será un reno?” Pero se tranquilizó con la idea<br />

de que tal vez “reno” era el nombre de alguna persona a quien él no conocía.<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Sí, esto es Belén –explicó– y esta casa es el establo, mejor dicho, uno de los establos<br />

de Belén.<br />

—Yo he venido aquí sin saber cómo ni por qué, señor –dijo don Nicolás–, pero lo cierto<br />

es que me alegro de haber venido porque en mi vida había visto niño tan bello, tan sano y<br />

tan tranquilo. Me parece que si Dios tiene un hijo deberá ser así.<br />

José miró entonces a María y ambos sonrieron.<br />

—Señor –dijo José—, usted no anda errado, porque ese niño que duerme ahí es el Hijo<br />

de Dios.<br />

—Ah, claro. Tenía que ser. Eso es lo que me ha traído hasta aquí, el sentimiento de que<br />

algo grande había sucedido por estos lados –explicó don Nicolás como si hablara consigo<br />

mismo y como si no hubiera más gente allí.<br />

José se puso de pie y se acercó a don Nicolás; luego mostrándole los cofres abiertos, dijo:<br />

—Mire lo que le han traído los reyes del desierto.<br />

Don Nicolás contempló las joyas, las piedras preciosas, el marfil, las monedas; pero lo<br />

miró todo sin mayor interés.<br />

—Sí, muy hermoso. También yo le traigo algo. No son tesoros porque soy pobre. Se trata<br />

de juguetes de madera que yo mismo hago, ovejas y patos y caballitos tallados en pedazos<br />

de árbol.<br />

Con movimientos muy naturales don Nicolás se descolgó el saco del hombro, lo abrió<br />

y comenzó a sacar sus juguetes. María tomó uno de ellos y se lo llevó a la cara.<br />

—¡Qué lindos son, señor! –dijo.<br />

—Gracias, señora, pero yo sé que no son lindos ni ricos; sólo que se los ofrezco al niño<br />

de todo corazón.<br />

—¿No quiere calentarse y tomar algo? –preguntó José, que se sentía conmovido y no<br />

hallaba qué decir ni qué hacer.<br />

—No, porque el reno me espera y tenemos que hacer un viaje muy largo.<br />

—Pero debería descansar un rato aquí con nosotros, señor –opinó María.<br />

—No, no puedo. Debo irme. Quisiera darle un encargo, señor; quisiera que le dijera al<br />

Señor Dios de mi parte que tiene el hijo más bello y más sano del mundo, que me ha dado<br />

mucha alegría conocerlo y que si ese niño va alguna vez por mis tierras yo le guardaré muchos<br />

juguetes. Y buenas noches, señores. Muy buena suerte para usted, señora.<br />

En diciendo esto, don Nicolás dio la espalda y salió. Se sentía feliz; había visto un niño<br />

hermoso y una escena delicada, y a él lo bello le hacía dichoso. Además siempre recordaría<br />

esa extraordinaria luz que bañaba el establo y hacía transparente el cuerpo del Hijo de Dios.<br />

Al salir vio que del aire mismo se formaba el reno.<br />

—Vámonos, que se hace tarde y no quiero líos. Por aquí jamás han visto un reno y la<br />

gente podría asustarse si me ve –dijo el animal.<br />

Don Nicolás trepó en el trineo, con la misma tranquilidad de antes a pesar del mal rato<br />

que pasó cuando se acercaban al establo. Instantes después iban volando a centenares de<br />

millas por minuto y a alturas que daban vértigo. En medio de su vuelo, el reno pensaba: “Me<br />

dan ganas de pasar cerca del Señor Dios para que nos vea y sepa que ya está hecho todo lo<br />

que me pidió”. Lo cual era gran tontería del reno, porque pasara lejos o cerca, el Señor Dios<br />

estaba mirándole: le seguía a través de los espacios, desde su agujero en las nubes. Al paso del<br />

animal, el Señor Dios se puso a pensar así: “Dentro de un momento don Nicolás se hallará<br />

de nuevo en sus tierras y quizás piense que ha soñado. Pero no ha soñado. Ha ofrendado<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

a Mi Hijo sus juguetes, le ha dado el cariño de su corazón. De acuerdo con su carácter y sus<br />

medios, ha estado a la altura de los tres reyes. Mi Hijo ha sido debidamente honrado”.<br />

En eso bostezó. Tenía sueño el Señor Dios. El Señor Dios era un consumado dormilón, y<br />

hay personas que piensan que con ello Él ha dado mal ejemplo a algunos hombres, lo cual<br />

es señal de gran ignorancia. Pues sucede que antes, millares de siglos antes, el Señor Dios<br />

estuvo millones de años sin dormir un segundo, trabajando día y noche. Fue cuando hizo<br />

los mundos. Hay miles de millones de mundos, y Él los hizo uno a uno. Él soplaba y decía:<br />

“Tú, soplo, hazte un mundo”. Y ya estaba. Primero hacía un sol, después varios mundos<br />

para que rodaran alrededor de ese sol. Creó millones de soles y miles de millones de mundos.<br />

Cada vez que hacía uno de éstos lo lanzaba bien lejos, y le decía “Tú girarás en esa<br />

dirección y de ahí no te saldrás nunca. Ten cuidado, porque ustedes los mundos son dados<br />

a no atender cuando se les habla y después se ponen a hacer disparates, y si tú haces alguno<br />

te convierto en cometa para que viajes sin cesar de un extremo a otro del firmamento. O te<br />

hago reventar”. Y de sus manos salieron soles, mundos y mundos, todas esas estrellas que<br />

se ven de noche e infinito número que no pueden verse. Jamás descansaba. Cada uno de<br />

ellos le consumía por lo menos un día y una noche de trabajo, de manera que el Señor Dios<br />

estuvo millares de millones de días y de noches sin descansar y sin dormir, lo cual explica<br />

que después sintiera sueño constantemente. Era, pues, una gran tontería de algunos hombres<br />

echarle en cara que fuera dormilón.<br />

Pero además de todas esas razones, el Señor Dios no tenía por qué estar despierto siempre.<br />

Pues ocurre que después de haber hecho tantos mundos Él escogió la Tierra y en ella creó<br />

los animales, las aves y los peces, los insectos y los microbios, creó las plantas, desde los<br />

grandes árboles hasta las rosas y las yerbas, hizo los mares, los lagos y los ríos; y al fin creó al<br />

hombre y a la mujer. Cuando éstos estuvieron creados, el Señor les dijo: “Ahí tienen la Tierra<br />

para que la pueblen”. Y les dio inteligencia a fin de que la usaran en conquistar la felicidad.<br />

Hecho todo eso, ¿de qué más tenía que ocuparse? La verdad es que de nada más, y como se<br />

aburría mucho sin compañía alguna allá arriba, lo mejor que podía hacer era dormir.<br />

Esa noche del nacimiento de Su Hijo, sin embargo, no se durmió inmediatamente porque<br />

estaba pensando en los tres reyes y en don Nicolás. Pensaba Él que algo debía hacerse para<br />

que ellos le recordaran siempre a la humanidad el nacimiento de Su Hijo. Y de pronto halló<br />

la solución; la halló y la dijo en voz alta, a pesar de que era innecesario puesto que nadie le<br />

oía. He aquí lo que dijo:<br />

—A partir de este momento los cuatro serán inmortales y cada año irán de casa en casa<br />

repartiendo juguetes entre los niños.<br />

Acabando de hablar, empezó a acomodarse para dormir. Mas resultó que alguna idea le<br />

bulló en la gran cabeza. Pensó: “Pero los pobres reyes van a resfriarse si recorren las tierras<br />

de las nieves, y el buen viejo don Nicolás se ahogará de calor si tiene que visitar a los niños<br />

de los países cálidos”. Y ese pensamiento le desveló un poco. Tornó a dar vueltas, se arropó<br />

con una nube, bostezó de nuevo.<br />

—Ah, caramba –dijo de pronto, golpeándose la frente con una mano, y de nuevo en alta<br />

voz–, si la solución es tan fácil. Lo mejor es que don Nicolás visite las casas de niños que<br />

viven en los países de nieves y los reyes las de los que viven en las tierras calurosas. Así se<br />

les evitan a los cuatro enfermedades y contratiempos.<br />

El Señor Dios, sin embargo, olvidó que don Nicolás viajaría en trineo y llevado por un<br />

reno veloz, mientras los reyes cabalgarían en camellos, animales más lentos, razón por la cual<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

el primero podría llegar siempre el día de la Navidad mientras que los segundos perderían<br />

tiempo y llegarían más tarde, quizá dos semanas después. Pero ese era un detalle casi sin<br />

importancia. El Señor Dios tenía demasiado sueño para detenerse en detalles. Se dispuso,<br />

pues, a dormir, y en el acto estaba roncando.<br />

Allá abajo, en Belén, se oyeron ruidos que procedían del cielo.<br />

—¡Va a llover, va a haber tormenta! –decía la gente mientras se apresuraba a recoger sus<br />

cosas y buscar abrigo–. ¡Ya está tronando!<br />

Pero no había tales truenos. Lo que ellos oían eran los ronquidos del Señor Dios, que<br />

duraron toda esa noche. A la salida del sol dejaron de oírse, lo cual no significaba, en manera<br />

alguna, que el Señor Dios había despertado; al contrario, dormía más profundamente. Ese<br />

sueño duró, por cierto, varios años.<br />

CAPÍTULO V<br />

Mientras el Señor Dios dormía Su Hijo crecía en la Tierra, se hacía hombre y salía a predicar<br />

la palabra de Su Padre.<br />

—Amaos los unos a los otros –decía a las multitudes–, no hagas a tu prójimo lo que<br />

no quieres que te hagan a ti, y recuerda que serás medido con la vara con que midas a los<br />

demás.<br />

El Hijo del Señor vestía con humildad, andaba descalzo por los caminos polvorientos<br />

de Galilea, visitaba a los pobres y a los enfermos, curaba a los paralíticos y hacía hablar a<br />

los mudos; los ciegos recobraban la vista con sólo tocar sus vestiduras.<br />

—¡Jesús cura a los enfermos y devuelve la paz a los espíritus, Jesús predica el perdón<br />

de los pecadores y la vida eterna! –decían los hombres, las mujeres y los niños, llenos de<br />

asombro– ¡Jesús multiplica los panes y los peces; Jesús el Cristo es el Hijo de Dios!<br />

Cubierto con sus vestiduras humildes, descalzo y quemado por el sol, el Hijo de Dios<br />

parecía, sin embargo, un rey. Pues tenía el porte digno, la mirada benevolente y señorial,<br />

los gestos tranquilos, la voz dulce. Predicaba bajo los árboles, rodeado de gente, o a orillas<br />

del lago; dormía en las barcas o en las chozas de los pescadores. Les decía a los hombres<br />

que abandonaran la crueldad, que no vieran sólo lo feo y malo de los demás, sino lo bello<br />

y limpio; que no despojaran a nadie de lo suyo; que todos eran creación de Dios que había<br />

hecho la Tierra para la felicidad de todos. Jesús, el niño que había nacido en el establo de<br />

Belén aquella noche en que el lucero alumbró la ruta de don Nicolás y de los reyes, hablaba<br />

para que los hombres supieran cuál era el deseo del Señor Dios. Él era el maestro que el Señor<br />

Dios había elegido para que enseñara a la humanidad a vivir en la paz y en el amor.<br />

—En verdad de verdad os digo que aquellos que sean buenos y puros de corazón se<br />

sentarán conmigo a la diestra de Mi Padre –aseguraba Jesús.<br />

En los atardeceres llegaba de las montañas una brisa que se refrescaba cuando pasaba<br />

sobre las aguas del lago; las estrellas comenzaban a parpadear a los lejos, los pajarillos volaban<br />

torpemente, aturdidos por el sueño, hacia los nidos donde sus polluelos los esperaban,<br />

y Jesús se apartaba entonces de las multitudes, se retiraba un poco, entre las grandes piedras<br />

o entre los escasos árboles que de vez en cuando se veían cerca de los caminos, y allí oraba<br />

pidiendo a Dios que le diera fuerzas para convencer a los hombres de que cambiaran la<br />

cólera por la dulzura, la codicia por la generosidad, la crueldad por la justicia.<br />

Pero el Señor Dios sabía que deberían pasar miles de años antes de que los hombres se<br />

dejaran guiar por las palabras de Jesús. Muchos las oirían y las seguirían, pero otros muchos<br />

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JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

lucharían para que nadie las oyera. Pues en la Tierra había gentes que vivían lujosamente gracias<br />

a que eran crueles y atemorizaban a los demás para despojarlos de sus bienes, a que eran<br />

codiciosos y querían las riquezas del mundo para ellas solas. Esas gentes tuvieron miedo de las<br />

prédicas de Jesús, le hicieron preso y le acusaron de faltar a la ley de Dios. Así como los reyes<br />

y don Nicolás, cuando Él nació, creyeron que era el Hijo de Dios sin que necesitaran oírselo<br />

decir a nadie –porque ellos eran puros de corazón y no temían a la llegada del Hijo de Dios<br />

a la Tierra–, y así como cuando Él fue hombre mucha gente humilde y buena creyó en Él y le<br />

siguió por los caminos y le daba albergue y pan; así los grandes señores, que eran coléricos,<br />

codiciosos y crueles, le odiaron porque Él predicaba el perdón, la bondad y la justicia, y eso era<br />

lo contrario de lo que ellos llevaban en sus almas. Rodeados de hombres con espadas y lanzas,<br />

fueron una noche al huerto donde Él oraba y le hicieron preso. Esa noche le abofetearon; al otro<br />

día le vistieron de blanco, que era el traje de los locos; le pusieron en la cabeza una corona de<br />

espinas y en el hombro una pesada cruz de madera, y a latigazos y pedradas le hicieron subir<br />

un cerro. Desfallecido de hambre y agotado por el maltrato, Jesús caía a menudo bajo la cruz,<br />

pero a golpes le obligaban a levantarse de nuevo. Cuando llegaron a la cima lo clavaron sobre la<br />

cruz, por las manos y los pies, y después metieron la cruz en un hoyo. A ambos lados pusieron<br />

en dos cruces a dos ladrones, como para que la gente creyera que Jesús era también un ladrón.<br />

En el extremo de una caña de bambú colocaron una esponja llena de hiel y vinagre, y cada vez<br />

que Jesús se desmayaba a causa del dolor le hacían beber esa mezcla. Muchos desdichados<br />

que ignoraban por qué lo hacían daban gritos de contento al pie de la cruz; otros, asustados,<br />

se escondían en las faldas del cerro; otros lloraban en silencio. Al final le dieron una lanzada<br />

a Jesús en un costado, y entonces Él dijo, con voz de moribundo:<br />

—Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?<br />

La queja de Su Hijo subió velozmente a los cielos y despertó al Señor Dios. De inmediato<br />

miró hacia la Tierra y vio allá abajo, sobre un cerro pelado, a Su Hijo que pendía de una cruz.<br />

La indignación le sacudió. ¡Los locos de la Tierra habían crucificado a Su Hijo mientras Él<br />

dormía, le habían martirizado, le habían escarnecido y torturado sólo porque predicaba la<br />

palabra de Dios! Se indignó tanto que hizo temblar aquel cerro; saltaban las piedras por los<br />

aires, cruzaban el aire los relámpagos y en medio del día las tinieblas de la noche descendieron<br />

sobre las cabezas de los que habían crucificado a Jesús. En ese momento, Jesús expiraba. El<br />

dolor del Señor Dios era indescriptible. Y entonces se le oyó decir:<br />

—¡Dentro de tres días resucitarás y vendrás a estar aquí conmigo; y desde aquí juzgarás<br />

a hombres y mujeres por los siglos de los siglos!<br />

Eso dijo, y a partir de tal momento el llanto o la queja de cualquier niño de la Tierra removerían<br />

sus entrañas. Con ellas removidas se hallaba, y en vista de que su indignación era<br />

tan grande que de haber seguido despierto habría acabado con el género humano, prefirió<br />

dormir de nuevo dos días más. En el tercero estaría despierto para recibir a Su Hijo.<br />

Llegó Jesús allá arriba, y le tocó entonces atender a los hombres, juzgar cuál de ellos<br />

había procedido mal y cuál bien, cuál cumplía la palabra de Dios y cuál no. El Señor Dios<br />

no tenía en qué ocuparse. A veces se ponía a recorrer los cielos, fijaba sus ojos en uno de los<br />

mundos, lo observaba, seguía su ruta; otras veces volvía la mirada a la Tierra y tomaba cuenta<br />

de cómo iban cambiando las cosas allá abajo. Morían los reyes, los imperios desaparecían, se<br />

formaban nuevos pueblos. Poco a poco mucha gente iba sumándose al número de los que<br />

creían en las prédicas de Jesús, y en lugares distantes se invocaba el nombre del niño que<br />

había nacido en Belén y se le llamaba Hijo de Dios. Año tras año Gaspar, Melchor y Baltasar<br />

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

recorrían los países cálidos dejando juguetes en las casas donde había niños, y don Nicolás<br />

iba a los países fríos para hacer lo mismo. De cuando en cuando, digamos cada doscientos<br />

o cada trescientos años, el Señor Dios se sentía cansado y se dedicaba a dormir.<br />

Así fueron pasando los siglos. Pasaron quinientos años, pasaron mil, mil quinientos, mil<br />

novecientos. Ya estaban pobladas casi todas las tierras; hombres de diversas razas cruzaban<br />

los mares en barcos; algunos habían inventado máquinas con las cuales se montaban fábricas<br />

de numerosos objetos y era grande el número de ciudades que se veían aquí y allá. Pero<br />

los hombres no dejaban de matarse entre sí; construían armas para dar muerte, formaban<br />

ejércitos para hacerse la guerra, algunos señores se creían dueños del destino, sometían los<br />

pueblos al terror y se hacían adorar como jefes insustituibles. De tarde en tarde –es decir,<br />

de siglo en siglo– el Señor Dios despertaba, veía a esos desdichados y sentía pena por ellos,<br />

¿pues a qué conducía que alguien se hiciera emperador o amo de los demás, si lo que debe<br />

procurar el hombre no es hacerse poderoso, sino bueno? El poder se acaba cuando se acaba<br />

la vida, pero la bondad perdura porque produce felicidad en los demás.<br />

Algunas veces los hombres parecían volverse juiciosos; usaban la inteligencia en hacer<br />

buenas cosas; cortaban las montañas para ir de una mar a otro, unían las ciudades con<br />

caminos de tierra y cemento o por medio de ferrocarriles, levantaban hospitales para curar<br />

a los enfermos, inventaban medicinas, hablaban de paz entre los pueblos, de bienestar y<br />

felicidad para todos, pero a veces retornaban a sus locuras. En una ocasión el Señor Dios<br />

los vio navegando por debajo del agua y en otra oyó ruidos raros, quiso ver y le pareció que<br />

pasaban grandes pájaros de metal. Los hombres habían creado el submarino y el avión.<br />

Tras una guerra en que murieron millones de hombres el Señor Dios observó, muy<br />

complacido, que en todos los países celebraban la paz con grandes muestras de alegría. Pero<br />

veinte años después se oyó un gran estruendo; el Señor Dios hizo su agujero en las nubes y<br />

se asomó. Su disgusto no tuvo límites, porque la humanidad estaba matándose de nuevo.<br />

Las ciudades quedaban destruidas al paso de los aviones, el fondo de los mares se llenaba<br />

de barcos hundidos. Gobernantes, filósofos y oradores de uno de los bandos afirmaban<br />

que los seres humanos de unos pueblos eran superiores a los restantes habitantes del siglo,<br />

que había razas con todos los derechos y otras destinadas a la esclavitud. El señor Dios no<br />

cabía en sí de la indignación. ¿Cómo era posible que olvidaran que todas las razas eran obra<br />

suya, creación del Señor Dios, único rey verdadero del universo? Su Hijo, su propio Hijo,<br />

¿no había nacido del vientre de una mujer que pertenecía a una de las razas que esos locos<br />

llamaban inferiores?<br />

Aquella guerra llevaba años cuando se produjo un ruido inconcebible, que llamó la<br />

atención del Señor Dios. Fue una explosión que Él sólo había oído cuando algún mundo<br />

estallaba. A seguidas de la explosión se alzó a las alturas una columna de humo resplandeciente,<br />

que parecía un hongo gigantesco.<br />

—Ya hicieron esos locos explotar el átomo –dijo el Señor Dios.<br />

Eso le preocupó mucho, pues si los hombres no se apresuraban a dominar el átomo<br />

para ponerlo al servicio del bien, podían hacer volar la Tierra entera. A seguidas oyó otra<br />

explosión. Entonces se llenó de cólera.<br />

—¡Paz!– gritó a toda voz–. ¡Paz en la Tierra o los hago desaparecer a todos ahora mismo!<br />

¿Oyeron esas terribles palabras los que dirigían la matanza en la Tierra, o sin oírlas<br />

sintieron que una hecatombe amenazaba al género humano? No se sabe. El caso es que se<br />

hizo la paz. De los frentes de guerra volvieron los buques llenos de soldados; las madres<br />

352


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

abrazaron a sus hijos, las hermanas a sus hermanos, las mujeres a sus maridos. Muchos millones<br />

de jóvenes quedaron enterrados en países lejanos; otros desaparecieron en las arenas de<br />

los mares. Pero los cañones ya no tronaban ni se oía el estruendo de las bombas. Ese mismo<br />

año, cuando en todas partes se celebraba la Navidad y en los templos se oían los cánticos<br />

de Nochebuena, el Señor Dios oyó un llanto. Era el llanto de un niño; subía desde la Tierra<br />

y sonaba en el silencio de los cielos en forma desgarradora. “Ese niño sufre”, pensó el Señor<br />

Dios lleno de amargura. Recordó el día que su Hijo moría en la cruz, sintió que el corazón<br />

se le llenaba de dolor; miró hacia abajo, y he aquí lo que vio:<br />

Había en la Tierra un río, y al norte de ese río un país que los hombres llamaban los<br />

Estados Unidos de América; y allí caía la nieve. Al sur había otro país; se llamaba México y<br />

estaba entre los países cálidos. El Señor Dios nunca se había preguntado por qué los hombres<br />

se agrupaban en países, los bautizaban con nombres, establecían fronteras entre ellos.<br />

Esas costumbres pertenecían a lo que Él llamaba “pequeñeces humanas” que ningún interés<br />

tenían para Él. Ahora bien, como en muchas otras partes del globo donde sucedían cosas<br />

parecidas, en esos dos países que estaban juntos los habitantes eran distintos y hablaban<br />

lenguas diferentes.<br />

El niño que lloraba era de México; no tenía madre y vivía con su abuela y su padre en<br />

una choza de barro, cerca de la frontera. Era una criatura de pelo negro, de negros ojos, de<br />

linda piel quemada y blancos dientes. Lloraba porque no tenía juguetes con que celebrar la<br />

Navidad de Jesús.<br />

¿Cómo y por qué era posible que un niño sufriera por falta de juguetes en un mundo de<br />

gentes que habían destruido en la guerra cientos de ciudades y millones de vidas? ¿Cómo<br />

podía explicarse que los hombres fabricaran cañones y bombas en vez de juguetes para los<br />

niños? ¿Por qué sufría él; qué le impedía ser feliz esa noche, a él, pequeño retoño de vida,<br />

ignorante de las maldades humanas? El Señor Dios no podía comprenderlo y se sentía<br />

abrumado por aquel llanto.<br />

—¡Nicolás, por ahí hay un niño que llora a causa de que no tiene juguetes esta noche!<br />

–gritó Él con su gran vozarrón.<br />

Don Nicolás, a quien la gente llamaba Santa Claus o Papá Noel, oyó al Señor Dios y<br />

juntó las manos sobre la boca para responder, lo más alto que pudo:<br />

—¡Lo sé, Señor, pero no está en mis tierras, sino en las de los Reyes!<br />

—¿Y a mí qué me importa que esté en tierras de los Reyes? ¡Yo no fijé fronteras como<br />

han hecho los hombres, y ese niño está cerca de donde tú te hallas! ¡Ponle remedio a eso<br />

antes de que me enoje!<br />

Jamás había oído el bueno de Santa Claus lenguaje tan impresionante. Pero comprendió<br />

que el Señor Dios tenía razón, puesto que él se hallaba en Tejas, cerca de la frontera con México,<br />

y los Reyes Magos andaban lejos, hacia el sur. La conclusión a que llegó Santa Claus fue ésta:<br />

“El Señor Dios está de mal humor, y vale más complacerle”. Y como él estaba acostumbrado<br />

a hacer las cosas de la mejor manera posible, se metió en una casa donde entendió, por las<br />

antenas, que había estación de radioaficionados, y comenzó a llamar a los tres reyes. Al cabo<br />

de mucho rato oyó una voz que decía:<br />

—QRX, QRX… Baltasar contestando, Baltasar contestando a don Nicolás. Por favor,<br />

hagan cadena.<br />

¡Por fin! Parecía que la situación iba a mejorar. Santa Claus no perdió tiempo en<br />

informar:<br />

353


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Hay un niño llorando cerca de aquí, rey Baltasar, en la frontera con México, y el Señor<br />

Dios dice que es porque no tiene juguetes. Me pidió que arreglara eso y parece estar de<br />

mal humor. A mí se me acabaron ya los juguetes. ¿Crees tú que podríamos hacer algo para<br />

complacer al Señor Dios?<br />

La voz de Baltasar cruzó en el acto los aires para explicar que también ellos, los Reyes<br />

Magos, habían oído al Señor Dios cuando se dirigía a Santa Claus, pero que no podían hacer<br />

nada por el momento en favor del niño porque carecían de juguetes suficientes para toda la<br />

población infantil y por eso habían dejado a ese niño fuera de las listas.<br />

—Tuvimos que racionar las entregas este año a causa de la guerra última –decía Baltasar.<br />

El Señor Dios estaba oyendo desde allá arriba, y sin pedir permiso se metió en la conversación.<br />

—¡No quiero explicaciones, quiero soluciones! ¡Si ese niño sigue llorando voy a hacer<br />

un escarmiento ejemplar con todos ustedes, con los Reyes y con don Nicolás! ¡Ya lo saben!<br />

–tronó.<br />

Es inútil hablar del mal rato que pasaron Santa Claus y el rey Baltasar. Los dos se quedaron<br />

mudos; y al fin se oyó la voz de Santa Claus diciendo:<br />

—¿Ya oíste? El Señor Dios pierde la cabeza cuando oye a un niño llorando. Piensen<br />

ustedes en alguna manera de resolver el caso, que por mi parte yo haré algo.<br />

Para Santa Claus la situación no era fácil. Pues pasaba ya de medianoche y él había<br />

repartido todos los juguetes que había tenido. Volvía de retorno a su hogar cuando oyó<br />

hablar al Señor Dios; y he aquí que al oír aquel vozarrón el hermoso reno se había asustado.<br />

Hacía más de mil novecientos años que no lo oía. A partir de ese momento se puso<br />

nervioso, y cuando Santa Claus tomó su trineo, después de haber localizado por radio a<br />

Baltasar, estaba también en estado de nervios a causa de que no tenía práctica en el manejo<br />

de la estación de radio y la electricidad le asustaba. No ha de producir asombro, pues, que,<br />

nervioso el que le guiaba y nervioso el reno, éste se asustara en un momento dado y cayera<br />

en una zanja. En ese incidente el hermoso animal se dislocó una pata. De manera que a la<br />

hora de tener que resolver el problema del niño mexicano Santa Claus se encontraba con<br />

que no tenía juguetes y con que no podía trasladarse a otros sitios para buscarlos, porque<br />

su reno se había inutilizado.<br />

Hay momentos muy difíciles en toda vida, aun en la vida de un inmortal como Santa<br />

Claus; y uno de ellos es cuando debe escogerse entre la forma de hacer algo y el fin con que<br />

se hace. Por ejemplo, esa noche, ¿había de pensar en la manera o en el fin? Todas las tiendas<br />

estaban cerradas; era inútil, pues, tratar de comprar algo para el niñito mexicano. Sin<br />

embargo, algún juguete tenía que aparecer. El fin que perseguía era bueno, sin duda, ¿pero<br />

podía él lograrlo con métodos malos? Baltasar le había dicho que los reyes habían dejado<br />

al niño fuera de sus listas; además, todo indicaba que estaban muy lejos de la frontera, y<br />

por otra parte el Señor Dios había sido muy categórico. “Ponle remedio a eso antes de que<br />

me enoje”, había dicho. Ese “ponle” quería decir que le pusiera remedio él, Santa Claus, y<br />

nadie más.<br />

En verdad, el momento no era agradable. Santa Claus pensaba, con razón: “Yo no<br />

puedo meterme a escondidas en la casa de un niño para llevarme alguno de sus juguetes;<br />

eso sería robo”. Y en cuanto a solicitarlo como regalo, ¿qué diría un señor a quien Santa<br />

Claus llamara, a esa hora de la noche, para decirle que le quitara a uno de sus hijos cualquier<br />

juguete y se lo diera a él para llevárselo a un niño mexicano? Santa Claus se exponía<br />

354


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

a que ese señor no le creyera, a que llamaría en su auxilio a la policía pensando que se<br />

trataba de un farsante que pretendía entrar en su hogar quién sabe con qué propósitos, o<br />

en último término que llamara a un manicomio para que cargaran con él. En tantos siglos<br />

conviviendo con ellos Santa Claus había aprendido a conocer a los hombres y sabía que<br />

muchos no creen en la existencia ni de Santa Claus ni de los Reyes Magos.<br />

La única solución que le pareció hacedera fue la de meterse directamente en la habitación<br />

de un niño, de uno cualquiera, pues la mayoría de ellos es de alma pura y adivinan<br />

la verdad donde la oyen; llegar y decirle: “Vengo a que me des uno de esos juguetes que yo<br />

te traje hoy, porque del lado mexicano, cerca de la frontera, hay un niño que no tiene con<br />

qué jugar esta noche”.<br />

Esa le pareció la solución correcta. Pero he aquí que tratando de ponerla en práctica pasó el<br />

risueño Santa Claus malos momentos. Uno de ellos fue en la primera casa donde entró, porque<br />

el padre del niño oyó que alguien abría la ventana y comenzó a dar grandes voces.<br />

—¡Ladrones, ladrones, socorro! –gritaba.<br />

Los gritos eran tan desaforados que Santa Claus tuvo que desistir y buscar otro lugar.<br />

Escogió un barrio apartado; y ya estaba abriendo la verja de una de esas graciosas casitas<br />

norteamericanas de dos pisos, cuando de buenas a primeras sintió un rugido, oyó a su<br />

espalda algo como una exhalación, y se halló a seguidas con tamaño perrazo pegado a sus<br />

pantalones. No fue fácil desprenderse de aquel feroz animal. Santa Claus no pudo explicarse<br />

nunca, después del episodio, cómo se las arregló él para saltar la verja con todo y perro.<br />

Este, muy persistente, creyó que su deber era seguir prendido, por varias cuadras, de los<br />

fondillos de Santa Claus.<br />

Pero alguna vez tenían que terminar las tribulaciones del bondadoso anciano. Un cuarto<br />

de hora después de ese mal rato vio una casa abierta y a un matrimonio de mediana edad<br />

charlando adentro.<br />

—Buenas noches, señores –dijo Santa Claus con su mejor voz–. Vengo en busca del algún<br />

juguete, aunque sea usado, para un niño que se ha quedado sin ellos.<br />

La señora fue muy gentil y atendió a Santa Claus graciosamente.<br />

—Aquí hay algunos de un sobrino nuestro que no ha venido a buscarlos –dijo–. Están<br />

bajo el árbol de Navidad. Escoja usted mismo el que le guste.<br />

Santa Claus escogió un pequeño automóvil. Se despidió de prisa y salió más de prisa<br />

aún. Debía tratar de llegar a la frontera antes de que se hiciera tarde, y además tenía que<br />

dejar al reno en lugar seguro. Puesto que la noche no había sido afortunada, esperaba nuevos<br />

contratiempos antes de dar fin a su misión.<br />

CAPÍTULO VI<br />

Pero no sólo el viejo Santa Claus pasó apuros esa noche. También los estaban pasando los<br />

Reyes Magos, y no hay que tener mucha imaginación para sospechar que las tribulaciones<br />

de los Reyes Magos eran mayores que las de Santa Claus, pues el hecho de que fueran tres<br />

personas de caracteres tan distintos complicaba siempre los problemas.<br />

Los reyes iban saliendo ya de México, en camino hacia La Habana, cuando Baltasar, que<br />

estaba dejando un juguete en la casa de un niño cuyo padre tenía estación de radioaficionados,<br />

acertó a recibir la llamada de Santa Claus. Salió a saltos en busca de sus compañeros,<br />

y dio con Melchor, que disfrutaba, sobre su camello, de un corto sueño. Baltasar le contó en<br />

el acto lo que sucedía, a lo que respondió Melchor diciendo:<br />

355


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Mal se presenta la situación, Baltasar. Yo entregué ya el último de mis juguetes, a ti<br />

sólo te quedaba ese que dejaste en la casa de donde vienes; en cuanto a Gaspar, tenía tres<br />

niños a quienes visitar. Ojalá demos con él antes de que haya ido donde el último.<br />

Baltasar no era rey que se quedara callado; echaba afuera cuanto pensaba y sentía. Por<br />

esa causa comenzó a protestar de la costumbre que habían adoptado en los años recientes,<br />

la de almacenar con anticipación en cada país los juguetes que iban a repartir en él.<br />

—Eso se llama organización, Baltasar –explicaba Melchor–. No podemos ir contra los<br />

tiempos. Es absurdo quedarse atrasado.<br />

—Por no quedarnos atrasados ahora nos vemos en apuros. Propongo que nos metamos<br />

en una tienda y nos llevemos cualquier juguete para ese niño.<br />

—Sería un hermoso ejemplo para los niños del mundo que el rey Baltasar amaneciera<br />

preso por robo con fractura.<br />

—Que yo amanezca preso no importa; lo importante es que ese niño no siga llorando.<br />

—A los ojos de alguna gente, puede que tengas razón. Pero hay mucha que vería el<br />

asunto por otro lado.<br />

—¿Por qué otro lado?<br />

—Dirían: “Claro, tenía que ser el negro el que cometiera ese robo”.<br />

Baltasar no tardó un segundo en responder:<br />

—Es verdad, pero eso tiene solución: métete tú en la tienda así no dirán que fue el rey<br />

negro.<br />

Melchor miró calmadamente a su compañero al tiempo que decía:<br />

—Ni el negro ni Melchor, rey Baltasar. Nosotros tenemos que actuar en forma correcta.<br />

Hablemos con Gaspar y veamos entre los tres cómo resolvemos el caso.<br />

—¡Allá lo veo!– exclamó Baltasar señalando hacia una hermosa avenida.<br />

Y en efecto, allá se veía al rey Gaspar, iluminado por las farolas eléctricas, con su barba blanca<br />

agitada por el aire, cabalgando su camello, casi flotando tras él su brillante manto azul.<br />

Rey Gaspar, acércate, que tenemos que hablar –gritó Baltasar.<br />

—No es hora de hablar, sino de apresurarnos. Se hace tarde y nos esperan en Cuba –respondió<br />

Gaspar.<br />

—¿De qué se ríe este loco? –preguntó dirigiéndose a Melchor.<br />

—De que tenemos que hacer un viaje a la frontera del norte, donde hay un niño que<br />

llora porque lo dejamos sin juguetes –explicó Melchor.<br />

—¿Cómo? ¿A esta hora y sin tener qué llevarle?<br />

—Sí, compañero, a esta hora, y hay que buscar algo que llevarle. Es orden del Señor Dios<br />

–dijo, con muchos movimientos de brazos y manos, el rey Baltasar.<br />

—¡Esto es un desorden, un verdadero desorden! –clamó el rey Gaspar–. Al Señor Dios<br />

le era muy fácil resolver ese asunto sin nuestra intervención.<br />

Entonces se oyó el vozarrón del Señor Dios, que venía desde la altura:<br />

—¡Son ustedes los que tienen que resolverlo, mentecatos, para que otra vez se guarden<br />

mucho de sacar de la lista a un niño, por pobre y olvidado que sea!<br />

Al oír esas palabras, hasta los camellos se echaron a temblar. Ni siquiera el rey Gaspar<br />

se atrevió a insinuar una protesta. Durante buen rato los tres se quedaron mudos, mirando<br />

hacia arriba, donde solo rutilantes estrellas se veían. Una brisa bastante fría pasaba meciendo<br />

las copas de los árboles y limpiando el cielo de nubecillas, y se oía, como un zumbido, el<br />

rumor de la ciudad.<br />

356


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—Majestades, ya lo han oído. Hay que buscar un juguete, por lo menos uno, y salir en<br />

el acto hacia la frontera –afirmó Baltasar.<br />

Pero no era fácil hallar el juguete y no era fácil llegar hasta la frontera a tiempo usando<br />

los viejos camellos, puntos ambos que fueron materia de discusión entre los reyes. Al fin<br />

Baltasar propuso algo práctico: alquilar un avión que los dejara lo más cerca posible del<br />

lugar donde vivía el niño que lloraba.<br />

—¿Y cómo alquilarlo? ¿Dónde está el dinero? ¿No gastaron ustedes todos los tesoros<br />

que nos dio el Señor Dios comprando juguetes? ¿No me hicieron gastar también los míos?<br />

Ahora ha llegado el momento de lamentar esas locuras.<br />

Como es claro, esto lo dijo el rey Gaspar, por cierto con voz bastante agria.<br />

—La única solución es vender los camellos –apuntó calmosamente el rey Melchor.<br />

—¿Qué has dicho, rey Melchor? ¿Estás perdiendo la razón? ¿Qué se ha hecho de tu<br />

antigua cordura? ¿Vender yo mi camello?<br />

Era otra vez el rey Gaspar quien hablaba. La verdad es que al rey Gaspar le ponía fuera<br />

de sí oír alguna proposición que significara pérdida. Pero no le sucedió lo mismo al rey<br />

Baltasar. Este era expeditivo; lo que le interesaba era resolver el problema del momento y<br />

no se detenía en consideraciones sobre lo que sucedería mañana. Baltasar se agarró a la idea<br />

de Melchor como uno que va cayéndose al mar se agarraría a un clavo ardiendo; y tanto<br />

arguyó, opinó, habló y gritó que un cuarto de hora después salía con los tres camellos en<br />

busca de un circo que había visto poco antes. Quería proponerle al dueño que le comprara<br />

los tres animales. Ya iba lejos Baltasar, y todavía oía las protestas del viejo rey Gaspar.<br />

No se sabe cómo se las arregló el rey negro, pero es el caso que en poco tiempo volvió<br />

diciendo que ya estaba todo arreglado y que el avión esperaba por ellos. Sólo una cosa no<br />

había podido obtener, el juguete para el niño; pero según le dijeron en el circo, al llegar al<br />

aeropuerto de destino podrían hallarlo. En suma, antes de que Gaspar pusiera fin a sus<br />

protestas, los tres amigos iban volando, camino de la frontera del norte.<br />

Nunca pensaron los tres reyes del desierto, en más de mil novecientos años que tenían<br />

repartiendo juguetes, que algún día usarían un pájaro de metal para ir a dar un poco de<br />

felicidad a un niño que vivía en choza de barro, a centenares de millas de distancia. Pero<br />

las sorpresas que ofrece la vida son muchas y eran incontables las vueltas que había dado el<br />

mundo desde la noche en que fueron a Belén; todo había cambiado, todo era distinto. Sólo<br />

el Señor Dios seguía siendo igual, y Él velaba por la dicha de los pequeños porque también<br />

Él había tenido un hijo y nada agradaba más a su corazón que ver felices a los niños.<br />

Los cambios habían sido grandes y los reyes del desierto lo sabían mejor que nadie,<br />

porque recorrían año tras año parte de la Tierra y veían cada vez más novedades. El hombre<br />

era audaz; usaba su inteligencia en inventar las cosas más raras. No sólo fabricó el avión, el<br />

teléfono, la radio, la televisión, máquinas que servían para todos los usos y medicinas que<br />

curaban casi todas las enfermedades, sino que además estudiaba los cielos y se preparaba<br />

a ir de su planeta a los otros. Todo lo que hacía falta para la comodidad del ser humano se<br />

inventaba y se fabricaba y se vendía. Poco a poco, además, iba extendiéndose la idea de que<br />

la verdadera comodidad no se lograba nunca si el alma del hombre se mantenía inquieta, y<br />

la manera de tranquilizar el alma no era dando al cuerpo los mejores alimentos; la manera<br />

más adecuada era buscando la paz por medio de la bondad. Los hombres iban aprendiendo<br />

que no era teniendo más poder o más conocimientos solamente como lograrían la felicidad,<br />

sino refinando sus sentimientos y haciéndolos cada vez más firmes y puros. Con la ambición<br />

357


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

se conquista el poder, con el estudio se conquistan las ciencias; pero sólo con la bondad se<br />

conquista la dicha.<br />

El Señor Dios persistía en un punto; y he aquí como Él lo decía para sí: “Los hombres<br />

tienen que aprender a quererse, porque el amor los hará bondadosos y los salvará de ser<br />

codiciosos, crueles e injustos”. El Señor Dios ponía toda su ternura en los niños porque ellos<br />

saben querer naturalmente, y se llenaba de ira cada vez que oía a un padre decir a sus hijos<br />

que para ganar buen éxito en la vida hay que ser duros de corazón, egoístas y fríos. Pero<br />

esos padres, por suerte, eran cada vez menos. El Señor Dios veía con placer que cada día la<br />

humanidad avanzaba hacia el amor, que cada día era mayor el número de los que deseaban<br />

ser bondadosos. Por ejemplo, el dueño del circo que compró los camellos de los Reyes Magos<br />

no necesitaba para nada de esos pobres animales, pero le hizo creer a Baltasar que le hacían<br />

falta a fin de que el rey negro y sus compañeros tuvieran dinero para el viaje.<br />

El viaje fue rápido, pero no tanto que llegaran a tiempo para hallar gente en el aeropuerto.<br />

Era muy poca la que se veía y ya estaban cerradas las pequeñas tiendas. De manera que cuando<br />

Baltasar preguntó dónde podría comprar un juguete para un niño que lloraba porque no tenía<br />

ninguno, le dijeron que ya no había comercios abiertos. En ese momento se le acercó un hombre<br />

humilde, vestido con ropa sencilla de algodón y una especie de cobertor que le cubría los<br />

hombros y el pecho. Tenía los pies calzados con pedazos de goma de automóvil. Era pálido,<br />

delgado, de pelo muy negro que le caía sobre la frente. Su estampa iba pregonando su pobreza,<br />

pero a la vez su rostro reflejaba bondad. Con mucha dulzura en la voz explicó:<br />

—Yo fabrico juguetes de madera para venderlos en estos días. ¿Me permite ofrecerle el<br />

único que me queda? Es rústico, hecho a cuchillo, y deseo regalárselo.<br />

Al terminar de hablar echó al suelo un saco que llevaba a la espalda, y de él extrajo<br />

ropa sucia, frutas, un paquete de maíz y algunas otras cosas que llevaba a su casa. Revuelto<br />

con todo eso estaba el juguete, un precioso caballito de madera que arrastraba tras sí una<br />

diminuta carreta.<br />

—Amigo, esto es una belleza. Dios ha de pagarle a usted su bondad –dijo efusivamente<br />

el rey Baltasar.<br />

Melchor se acercó, miró con su habitual calma el juguete, y comentó:<br />

—Está muy bien hecho. Gracias.<br />

Pero Gaspar no dijo nada; esto es, no dijo nada acerca del regalo que acababan de recibir,<br />

porque habló de otra cosa. Preguntó:<br />

—¿Y el niño? ¿Dónde vive el niño ese?<br />

El malhumorado rey sabía que el niño vivía en la frontera del norte, pero hacía la pregunta<br />

porque deseaba que sus dos amigos terminaran cuanto antes de hablar con el hombre<br />

que les había obsequiado el juguete. La acción del desconocido le conmovió como pocas<br />

veces, desde que vio al Hijo de Dios en el establo de Belén, se había sentido conmovido. Y<br />

al rey Gaspar no le gustaba que le sucediera eso. Recordaba con toda nitidez que por haber<br />

experimentado una emoción parecida, casi dos mil años antes, había regalado a una vieja<br />

enferma una moneda de plata, y, ¡caramba!, jamás se perdonaría él esa debilidad, aunque<br />

viviera mil siglos. Baltasar, que a todo esto se hallaba hablando con otra persona, había oído<br />

la pregunta de Gaspar y no tardó en contestarle.<br />

—Este señor está explicándome que la frontera queda lejos. Parece que tendremos que<br />

alquilar un automóvil para ir allá.<br />

Por lo visto, era la noche peor en la vida de Gaspar. No acababan de darle disgustos.<br />

358


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—¿Alquilar un automóvil? –preguntó– ¿Y con qué dinero, rey Baltasar?<br />

Y he aquí que de pronto se oyó una gran voz que caía de lo alto y decía:<br />

—¡Con las dos monedas de oro que te guardaste la noche en que nació Mi Hijo, rey<br />

Gaspar, avaro del demonio!<br />

Desde luego, es inútil tratar de describir la escena que se produjo allí. De los presentes,<br />

sólo los tres reyes oyeron la voz. Nunca jamás se vio un grupo real más confundido que ése.<br />

El primero en reaccionar fue Baltasar.<br />

—Conque dos monedas de oro, ¿eh?<br />

Tenía un tonillo que era a la vez burlón y colérico. Dejándolo a un lado, se dirigió a<br />

Melchor, como un general en jefe que da órdenes en medio de la batalla.<br />

—¡Melchor, busca un automóvil, el primero que pase, y contrátalo sin discutir el precio,<br />

que Gaspar tiene dinero!<br />

En verdad, Gaspar estaba tan apenado que tuvieron que empujarlo para que entrara al<br />

automóvil. Tardó mucho en hablar. A su lado, mirándole en silencio, con expresión severa,<br />

iba Melchor. Probablemente llevaban ya media hora de camino cuando el rey Gaspar dijo:<br />

—¡Ha sido una injusticia lo que el Señor Dios ha hecho conmigo, y ha sido además una<br />

tontería obligarme a gastar el último dinero! ¡Yo guardaba esas monedas para un caso de<br />

necesidad!<br />

—Sí, claro, las guardaste casi veinte siglos –comentó Baltasar.<br />

Durante todo el viaje, cada diez, a veces cada ocho y hasta cada cinco minutos, se oía a<br />

Gaspar murmurar:<br />

—¡Es una injusticia quitarme lo último que me quedaba!<br />

Tanto lo dijo y tanto lo repitió, que oyéndole el rey Melchor acabó por dormirse como<br />

si lo arrullara una canción de cuna. Mientras tanto, el automóvil iba a toda marcha hacia la<br />

frontera y Baltasar, el rey negro, que no usaba manto, se frotaba los brazos con ambas manos<br />

porque la noche era fría. El alegre rey echaba de menos el clima de su oasis, cálido en el día<br />

y frasco en la noche. Las temperaturas heladas no se habían hecho para él.<br />

Sin embargo había una persona que estaba pasando más frío que Baltasar, a pesar de que<br />

se hallaba acostumbrada a las nieves. Era Santa Claus. Pues el buen viejo, deseoso de llegar<br />

lo más pronto posible a la choza del niño mexicano, e imposibilitado de usar su reno, se fue<br />

a pie y decidió lanzarse al río y cruzarlo a nado. Mala idea fue ésa, porque el risueño Santa<br />

Claus no tenía edad para andarse dando chapuzones en agua helada, y menos a las dos de<br />

la mañana. Y como su ropa era de lana, conservó la humedad y no se calentó a pesar de la<br />

caminata que tuvo que hacer entre breñales y cerros pelados. Caminó a campo traviesa, orientándose<br />

por el llanto del niño, oyendo a ratos ladridos de perros, buscando afanosamente<br />

con la mirada, en medio de la oscuridad, la choza adonde se dirigía. A menudo tropezaba,<br />

volvía a levantarse, se caía y gateaba como los niños. Debido a todo ello iba ensuciándose<br />

la ropa en forma lamentable. Y no cesaba de sentir frío. En una ocasión estornudó.<br />

—Creo que me he resfriado –dijo el buen viejo en alta voz.<br />

Y así era. Pero resfriado o no, siguió su marcha. Columbró al fin la choza. Había una<br />

ventana mal cerrada, y por ella entró Santa Claus. La vivienda era pobre, aunque limpia;<br />

su piso era de tierra y sólo tenía dos habitaciones, una que debía ser la de recibir a la gente,<br />

que hacía a la vez el papel de sala, depósito y comedor, y otra en la que estaban el niño que<br />

lloraba y su abuela. La anciana, ya muy gastada por los años, dormía sobre una estera de<br />

paja. Al oír el ruido, el niño preguntó:<br />

359


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—¿Quién es? ¿Son los Reyes Magos?<br />

No tenía miedo, sino esperanza, la esperanza de que a esa hora los Reyes Magos llegaran<br />

hasta el apartado lugar donde él vivía y embellecieran su soledad con el juguete que él les<br />

había pedido.<br />

Por primera vez desde que recorría la Tierra en su oficio de Santa Claus, don Nicolás<br />

sintió que el corazón se le contraía. Una lágrima le tembló en cada párpado, se secó la derecha<br />

con la manga, pero la izquierda cayó, rodó hasta el blanco bigote y allí se perdió. Y por<br />

primera vez también dijo una mentira.<br />

—Sí, somos los Reyes Magos –aseguró con voz que casi no se oía.<br />

La habitación estaba oscura, pero él adivinó una sonrisa en los labios del niño.<br />

—Gracias, Reyes queridos –respondió el niño en tono conmovedor.<br />

A seguidas se oyeron conversaciones afuera, algo como una discusión, una voz que<br />

murmuraba:<br />

—¡Me han hecho gastar mis últimas monedas y ahora no tengo ni con qué pagar el viaje<br />

de retorno!<br />

Santa Claus recordó esa voz; le pareció la de un viejo barbudo, de manto azul, que subía<br />

a un camello frente al establo de Belén en el momento en que él llegaba allí casi dos mil años<br />

atrás. Era el mismo tono inconfundible de hombre de mal humor. Santa Claus se asomó a<br />

la ventana y en tal momento volvió a estornudar. Oyó a alguien decir:<br />

—No discutas más, rey Gaspar, que en la choza están despiertos. ¿No oíste el estornudo?<br />

En esa le pareció reconocer la voz del hombre que llevaba manto amarillo, aquel que<br />

le decía al rey malhumorado que debía averiguar a quién pertenecían los tesoros que hallaron<br />

en sus camellos. Sí, estaba en lo cierto, no cabía duda de que los que hablaban eran<br />

los Reyes Magos. Pero podía estar equivocado. Después de todo, habían transcurrido casi<br />

veinte siglos. De todas maneras, Santa Claus tenía que irse ya; y cuando iba a saltar de la<br />

ventana se dio de manos a bocas con el rey negro. Este le miró en esa posición inesperada,<br />

trepado en la ventana, y en el acto gritó:<br />

—¡Majestades, déjense de discutir y vean quién está allí! ¡Es Santa Claus, el viejo que<br />

estuvo en Belén aquella noche! ¿No se acuerdan de él?<br />

—¿Qué me importa a mí quien sea? Lo que yo digo es que el Señor Dios me ha hecho<br />

gastar mis únicas dos monedas y ahora estamos en este hoyo sin que sepamos cómo vamos<br />

a salir de él.<br />

Está de más decir que fue el rey Gaspar quien habló. En cambio, Melchor inclinó la<br />

cabeza con mucha cortesía y se dirigió a Santa Claus con estas palabras:<br />

—Aunque la ocasión resulte desusada, me complace saludarlo, don Nicolás.<br />

El rey negro lo dijo en otra forma. Fue así:<br />

—¡Venga un abrazo, compañero, porque a pesar de que hemos estado cerca de dos mil<br />

años sin vernos, usted es nuestro compañero!<br />

De esa manera, y en tan lejano lugar, volvieron a encontrarse, veinte siglos después,<br />

los que la noche del nacimiento de Jesús le rindieron homenaje en su pobre cuna de heno.<br />

Mientras Baltasar entraba a la choza para dejar el caballito de madera y la carretita a los<br />

pies del niño –que ya en ese momento dormía como un bendito–, Melchor y Santa Claus se<br />

fueron andando por una senda llena de piedras. Con los brazos cruzados, sin moverse de<br />

allí, Gaspar rezongaba sin descanso:<br />

360


JUAN BOSCH | CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO Y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS<br />

—¡Ha sido una injusticia del Señor Dios; ha sido una injusticia!<br />

Así lo halló Baltasar, que prácticamente lo arrastró tras sí. Poco después los tres reyes y<br />

Santa Claus iban bajando y trepando cerros, cayéndose, levantándose, en una marcha sólo<br />

amenizada por los estornudos de Santa Claus y las quejas de Gaspar.<br />

Desde arriba, el Señor Dios los contemplaba. Los veía irse juntos, apoyándose entre sí,<br />

buscando orientación en medio de la oscuridad.<br />

—Voy a mandar un lucero para que les señale el camino –dijo.<br />

Y a seguidas, como casi dos mil años atrás, llamó a una estrella, una deslumbrante estrella<br />

que surcó el firmamento a velocidad increíble para acercarse al Señor Dios, de cuya<br />

boca oyó esta orden:<br />

—Vete allá abajo, a la Tierra. Allí hay un sitio que es la frontera entre dos países llamados<br />

Estados Unidos y México; cerca de esa frontera van buscando rumbo cuatro tunantes amigos<br />

míos. Alúmbrales el camino. Pero atiende bien, porque ustedes las estrellas son tontas, no<br />

oyen lo que se les dice y después…<br />

No quiso seguir hablando; sacudió una mano, como indicando que ya estaba dicho todo<br />

lo que tenía que decir, y volvió a colocarse de pechos sobre el piso de nubes, la cara en el<br />

agujero desde el cual veía hacia la Tierra. Más he aquí que se durmió un instante nada más.<br />

Y al abrir los ojos vio esta escena:<br />

Por las llanuras de Tejas, tirando de dos cuerdas amarradas a un trineo, iban el rey<br />

Baltasar y el rey Melchor; tras el trineo, empujando, uno alegremente, el otro con cara de<br />

disgusto, iban Santa Claus y el rey Gaspar. Echado en el trineo se veía el hermoso reno, una<br />

de cuyas patas delanteras estaba hinchada. La luz de un naciente sol de invierno iluminaba<br />

con pálidos reflejos el curioso grupo. En toda la extensión, las gentes dormían.<br />

—Vaya, vaya, de manera que ahí tenemos juntos a los reyes y a don Nicolás. Se reunieron<br />

para hacer feliz a un niño indio y ahora van sudando para aliviar a un reno cojo. No está mal<br />

el ejemplo. Ojalá los hombres aprendan la lección y se unan para cosas parecidas.<br />

Eso dijo el Señor Dios. Quería hacerse el humorista porque se sentía conmovido y se<br />

daba cuenta de que si no tomaba el asunto a chanza iba a llorar de emoción. Y es el caso que<br />

si lloraba sus lágrimas iban a inundar la Tierra, caerían en ella como si se desfondaran las<br />

fuentes de los cielos, porque las lágrimas del Señor Dios, que jamás había llorado, debían ser<br />

infinitas. Si se permitía llorar, hombres y animales, valles y montañas se ahogarían, como en<br />

los tiempos del diluvio. No; el Señor Dios no lloraría. Pero como estaba emocionado debía<br />

hacer algo. Y se puso a silbar. Silbando se incorporó y comenzó a caminar poco a poco. Sin<br />

darse cuenta empezó a danzar. Lo que silbaba era una música celestial, de una finura inconcebible;<br />

y su danza era jubilosa y tierna, la danza misma de la felicidad. Abajo, en la Tierra,<br />

se oyó aquella música. La oyeron los pajarillos, que entonces despertaban y comenzaron a<br />

volar a su ritmo; la oyeron las flores, que en los países fríos se hallaban todavía sin nacer,<br />

cubiertas por la nieve, y en los países cálidos estaban mustias. Y las flores no nacidas, y las<br />

mustias, comenzaron a cobrar vida y color, a perfumar el aire, que también danzaba y las<br />

hacía danzar. La oyeron Santa Claus y los Reyes Magos, que alzaron sus rostros al cielo,<br />

sonrieron y dijeron, los cuatro a un tiempo:<br />

—Parece que el Señor Dios está contento.<br />

Y la oyó aquel hombre humilde que había regalado a los reyes su caballito y su carretita de<br />

madera. El había hallado despierta a la anciana madre, una mujer envejecida por los años y por<br />

la miseria, de cuerpo mínimo, ligeramente encorvada, cuyos tristes ojos irradiaban bondad.<br />

361


COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

—Buenos días, mamacita –dijo el hombre.<br />

—Dios me lo bendiga, mi hijo. ¿Cómo te fue?<br />

—Vendí todos los juguetes, menos uno que regalé, y compré maíz y medicinas.<br />

—Falta hacen las dos cosas en esta casa. Dios es bueno. Acuéstate.<br />

—Ahora no. Quiero que le dé la medicina al niño. ¿Cómo sigue?<br />

—Ha estado más tranquilo que anoche. Debe haber delirado algo, porque le oí hablando<br />

anoche. Tal vez estaba soñando con los Reyes Magos, el pobrecito.<br />

Clareaba ya, y el hombre entró en la habitación donde dormía su hijo enfermo. Por el<br />

tierno rostro moreno se difundía una sonrisa inocente que embellecía en forma indescriptible<br />

la miserable covacha de barro. El padre sintió que su corazón aleteaba y se inclinó para besar<br />

la pequeña frente.<br />

Pero de pronto vio algo junto al niño; algo que le paralizó. Lo veía y no podía creerlo.<br />

Allí había un autito, un regalo de reyes para su hijo, y junto al autito la misma carretita que<br />

él había dado horas antes a tres hombres estrafalariamente vestidos, de túnicas y turbantes.<br />

Sólo que ahora el caballito y la carretita fulguraban, despidiendo reflejos a la naciente luz<br />

del día.<br />

Asustado, tomó la carretita en sus manos y se encaminó hacia la anciana, que desde la<br />

otra habitación le miraba con la serenidad soberana de sus años. Quiso llamar la atención<br />

de la madre, decir algo, explicarle que aquel era el juguete que él mismo había hecho, pero<br />

que ahora era distinto, macizo, pesado, de un metal que él conocía pero cuyo nombre no se<br />

atrevía a pronunciar en ese momento, y que brillaba porque estaba recubierto de piedras<br />

de valor incalculable.<br />

Pero no se dirigió a la madre, sino que dijo:<br />

—¿Qué es esto, Señor?<br />

Alzó los ojos a la altura, como esperando una respuesta. No hubo respuesta. Lo único<br />

que oyó fue una música que bajaba de los cielos, una música que iba envolviéndolo todo,<br />

como si las nubes hubieran estado cargadas de jilgueros y éstos cantaran celebrando el<br />

nacimiento del sol.<br />

Santa María del Rosario<br />

La Habana, Febrero de 1956<br />

362


IntRoDuCCIón<br />

a La SEGunDa SECCIón<br />

Di ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

Emilio Rodríguez Demorizi: Cuentos de política criolla<br />

a) Visión del presentador<br />

En la selección de textos que hizo Emilio Rodríguez Demorizi para su libro Cuentos de política<br />

criolla 1 conviven dos teorías diametralmente opuestas acerca de lo que es un cuento 2 . La del<br />

propio Rodríguez Demorizi, quien, para no invalidar su libro, se acoge a esta definición:<br />

“usamos el término cuento en su sentido más lato –sin rigurosos encasillamientos que obligarían<br />

a enfadosas explicaciones– y acogemos como cuentos lo que una crítica estricta, fuera<br />

de lugar en este caso, señalaría como un cuadro de costumbres, un relato, una narración,<br />

una anécdota, un episodio, un sucedido.” (p.9)<br />

En esta definición de Rodríguez Demorizi cabe cualquier cosa, pero el único criterio<br />

de selección radicó en lo siguiente: “Lo esencial es que a la forma indefinida del cuento<br />

se añada lo característico en esta antología: lo político, lo criollo.” (Ibíd.) En este diálogo<br />

amable entre amigos, Juan Bosch y Rodríguez Demorizi, cada cual, sin llegar a herirse u<br />

ofenderse, plantea sus diferencias teóricas: Rodríguez Demorizi dice que su libro es una<br />

antología; Bosch riposta que es una selección. ¿Por qué selección y no antología? Porque<br />

una antología exige el rigor valorativo en términos de calidad literaria, lo cual Rodríguez<br />

Demorizi rechaza de plano.<br />

Ese rigor valorativo está en los “apuntes sobre el arte de escribir cuentos” de Bosch<br />

y que Rodríguez Demorizi cita casi textualmente en su definición lata de cuento cuando<br />

el reconocido autor de La Mañosa dice no solamente que el cuento es el relato de un hecho<br />

que tiene indudable importancia, sino que para que tenga valor literario debe cumplir escrupulosamente<br />

las dos leyes que lo fundan: la ley de la fluencia constante, o sea, el ritmo,<br />

en el sentido de la poética meschonniciana y el uso de la palabra precisa para describir la<br />

acción.<br />

Pero Rodríguez Demorizi ha sido honesto al deslindar su concepto de cuento y por su<br />

definición el lector o lectora sabe que no encontrará en la selección ningún valor literario,<br />

sino un conjunto de textos ideológicos que buscan divertir y entretener y, sobre todo, hacernos<br />

reír a costa de satirizar el modo de hacer política desde el siglo XIX y, ¿por qué no?<br />

hasta bien entrado el XX si el patrimonialismo y el clientelismo no han sido desterrados de<br />

la forma de organización política de la sociedad dominicana.<br />

1 La primera edición de Cuentos de política criolla apareció en Santo Domingo: Librería Dominicana, Colección<br />

Pensamiento Dominicano n. o 28, 1963 y trae únicamente el estudio erudito y largo de Emilio Rodríguez Demorizi.<br />

2 La segunda edición, la cual he usado para este trabajo, vio la luz en Santo Domingo: Librería Dominicana, Colección<br />

Pensamiento Dominicano n. o 28, 1977, trae un prólogo de Juan Bosch y a renglón seguido el mismo estudio<br />

de Rodríguez Demorizi incluido en la primera edición. El prólogo de Bosch tiene números romanos del I al VII. La<br />

paginación de ambas ediciones es diferente. Las citas en números arábigos remiten al estudio de Rodríguez Demorizi<br />

y a los textos de su selección, mientras que los romanos se refieren al prólogo de Bosch.<br />

363


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

b) Visión de cada obra<br />

Bosch, por condescendencia, acepta llamar cuentos a los textos elegidos por Rodríguez<br />

Demorizi, para que no se sienta mal. Si Bosch hubiera comenzado su prólogo negándoles la<br />

denominación de cuentos, hubiera hecho tabla rasa del libro. Sin embargo, en el interior de la<br />

redacción de la breve descripción de cada autor, al lado del o de los textos de la selección, es<br />

donde Bosch plantea su opinión de que no son cuentos. Desde que arranca con los textos de<br />

José Ramón López (p.11) hasta que termina con el de agustín aybar, “Sor de Moca” (p.VI),<br />

“todos relatan episodios de política criolla”, “algunos bien escritos”, para el caso de López o<br />

en el caso de los textos de Joaquín María Bobea, “el primero… es típicamente pintoresco”, “el<br />

segundo… es en realidad un comentario satírico”. Lo mismo sucede con “una decepción”,<br />

de Manuel de Jesús troncoso, el cual tiene “la factura de un cuento pintoresco; es decir, tiene<br />

a la vez gracia y humor.” (Ibíd.)<br />

Bosch es más claro todavía: “Cómicos y acróbatas políticos”, “Le côté” y “Cohetes<br />

tirados”, de Bobea, son sátiras, no cuentos. (p.III). Y con respecto a “Yo no conozco a<br />

nadie”, “es un episodio, bien escrito por cierto, de la acción de la Loma del Cabao” y “su<br />

condición de episodio no le impide ser un cuento político muy bueno.” (Ibíd.) Finalmente,<br />

el último texto de Bobea, “El que más patea”, según Bosch, “no es cuento; es un apólogo,<br />

y bueno.” (Ibíd.)<br />

Con respecto a “Contrariado”, único texto de Lorenzo Justiniano Bobea, hermano de<br />

Joaquín María, Bosch dice que es “un típico cuento de política criolla.” Y “La huelga”, de<br />

Víctor M. de Castro, “es una anécdota de Lilís, asunto en que podríamos decir que De Castro<br />

se especializó.” (Ibíd.)<br />

Sin decir que los textos de Vigil Díaz son cuadros de costumbres donde se describe<br />

al político pequeño burgués ambicioso, sinvergüenza y simulador, es al final, al referirse<br />

a “Zaramagullón” 3 , “una estampa” (p.IV) que Bosch fija su posición. Y concluye de esta<br />

guisa: “Pero en ‘El miedo de arriba’, que es una anécdota de alejandro Woss y Gil, la rica<br />

y suntuosa lengua de Vigil Díaz se empobreció de golpe, porque escribir anécdotas es una<br />

especialidad que él no conocía.” (Ibíd.)<br />

al evaluar los nueve “trabajos” de Ramón Emilio Jiménez, dice el maestro de la teoría y<br />

la práctica del cuento, que “tres son anécdotas de Lilís”, el cuarto es “la conocida anécdota<br />

del paso de orden y Honradez, lema del horacismo, por las tierras de la Línea noroestana;<br />

tres son anécdotas de Goyito Polanco.” (Ibíd.) Para Bosch, “Los ladrones de lo suyo”, el<br />

último de los trabajos de Jiménez, es el mejor.<br />

al terminar su análisis de la “cola del libro” de Rodríguez Demorizi, el autor de “Luis<br />

Pie” nos dice que “Política de amarre”, de Rafael Damirón; “De la guerra”, de Jafet Hernández;<br />

“Borrón y cuenta nueva”, de Max Henríquez ureña, y “Sor de Moca”, de agustín<br />

aybar, “se basan los dos primeros en dos frases de la picaresca política nacional” (p.V), es<br />

decir, que son anécdotas o estampas.<br />

Con respecto al de Henríquez ureña, Bosch señala que “Borrón y cuenta nueva” es un<br />

“espejo de la realidad social dominicana, pero un espejo retorcido que nos devuelve una<br />

figura irreal formada con materia que existía únicamente en la imaginación de sectores muy<br />

reducidos de la alta pequeña burguesía de la Capital y de Santiago.” (Ibíd.)<br />

3 Escrito con S mayúscula en el cuento seleccionado por el compilador.<br />

364


IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

En cuanto a “Sor de Moca”, es una anécdota sacada de una frase posiblemente pronunciado<br />

por José Dolores alfonseca en las tertulias del parque Colón (de la cual era un asiduo<br />

junto con Jacinto Peynado, Bienvenido Gimbernard, Copito Mendoza y los políticos de más<br />

viso). Bosch conjetura que Gimbernard le dio forma impresa en su revista Cosmopólita al<br />

relatar el encuentro de un campesino mocano con su compueblano alfonseca, el delfín de<br />

Horacio Vásquez, a quien el rústico se le presentó con esta frase: “Sor de Moca y vor pa el<br />

Serbo.” (p.VI) o sea, “Soy de Moca y voy para El Seibo”.<br />

Y Bosch, estudioso de cada categoría de sujeto perteneciente a la sociedad dominicana,<br />

aunque la anécdota satiriza el hablar de los cibaeños a oídos de un capitaleño, no celebra la<br />

burla, sino que la analiza: “¿Qué significación tenía esa frase? […] Pues es la de destacar el<br />

esfuerzo que hacían miembros de la baja pequeña burguesía ignorante para hacerse pasar<br />

por componentes de una capa más alta.” (Ibíd.) Es decir, que al igual que los miembros de<br />

la baja pequeña burguesía campesina de los “cuentos” de Damirón y Jafet Hernández (o la<br />

que emigra a la ciudad) eran vistos como un espejo deformado de la realidad por parte de<br />

“sectores muy reducidos de la alta pequeña burguesía” capitaleña o santiaguera. Igualmente,<br />

esos mismos sectores, ignorantes en materia de la evolución lingüística de los idiomas, en<br />

especial del español dominicano y peninsular, no sabían entrar en contacto con esa realidad<br />

sino era a través de una ideología moral de la lengua: la burla a quien infringe la gramática<br />

normativa.<br />

c) Visión de hoy<br />

tal como sinteticé la visión de los presentadores y, a través de Bosch, la visión de lo que<br />

son los textos y la selección de Rodríguez Demorizi, ahora corresponde dar la visión de hoy,<br />

es decir, cómo son percibidos estos textos en el inicio del siglo XXI.<br />

Los encaro como documentos que muestran las vicisitudes del género hasta encontrar<br />

su forma definidora en 1933.<br />

El hecho de que en ningún libro de cuentos que tenga por objetivo establecer el valor<br />

literario se advierta la copia o imitación de los modelos contenidos en la selección de Rodríguez<br />

Demorizi, demuestra dos asuntos importantes: 1) que sus textos seleccionados<br />

caducaron con la situación política y social que les dio origen; y 2) que el lenguaje y el ritmo<br />

escogidos por los cuentistas dominicanos de mitad del siglo XX y principio del siglo XXI<br />

para criticar lo político, es totalmente diferente al lenguaje y al ritmo de los textos incluidos<br />

en la selección de Rodríguez Demorizi.<br />

Esto no significa que los cuentistas de hoy no produzcan los mismos efectos ideológicos<br />

y políticos que encontramos en los textos de la selección de Rodríguez Demorizi. Conocer<br />

con conciencia la teoría de Bosch acerca de cómo escribir un cuento de valor literario no<br />

significa que al aplicarla se obtendrá mecánica o automáticamente una obra de arte. El<br />

pasar de la teoría a su aplicación práctica con éxito, exige la presencia de un ángel que no<br />

todo el mundo posee. Que se llame vocación, amplitud cultural o conciencia del oficio,<br />

da igual. Pero jamás serán la inspiración y la mimesis. La escritura de valor literario es<br />

conciencia rítmica y orientación política del sentido en contra de las ideologías de época,<br />

sin caer en el denuncismo social. Es trabajo de transformación de la historia, el lenguaje y el<br />

sujeto que exige una inteligencia superior en el escritor que atraviesa los mitos, las leyendas<br />

y las creencias en que se funda una sociedad. A eso se le llama conciencia del oficio, vocación,<br />

alta cultura, estrategia.<br />

365


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Juan Bosch: Más cuentos escritos en el exilio 4<br />

Esta obra de Juan Bosch consta de 17 cuentos 5 , como el título lo indica, escritos en el exilio.<br />

Debe ser analizado el volumen, como la segunda parte del primero, titulado Cuentos<br />

escritos en el exilio, cuya presentación, para ambos, son los “apuntes sobre el arte de escribir<br />

cuentos”, de los cuales hice un estudio detallado en la primera sección de esta obra.<br />

once cuentos son de ambiente campesino; seis de ambiente urbano; uno, “Fragata” (p.14)<br />

es semiurbano, pues traduce el proceso de ambientación que va del campo a un poblado<br />

que tiene una o dos callejas propias de los pueblos que nacen; el cuento “un niño” (p.37) es<br />

netamente campesino, pues el protagonista en torno al cual gira la acción es el infante y los<br />

personajes que se dirigen en automóvil a la ciudad, al menos uno de ellos, es un testigo de la<br />

miseria campesina. El accidente del vehículo (una goma pinchada) es un pretexto del narrador<br />

para obligar al personaje ciudadano a dirigirse, al parecer por curiosidad, a visitar un bohío<br />

campesino cercano al lugar del percance y que se percibe como sumido en la miseria total.<br />

Cuatro cuentos son de animales: “Dos amigos” (p.22), “Poppy” (p.122) y “Capitán” (p.201)<br />

son de perro, mientras que “Maravilla” (p.71) trata de un buey como personaje.<br />

a) Visión del presentador<br />

no existe, como ya indiqué. Los “apuntes…” del primer volumen publicado en 1962<br />

fungen de presentación.<br />

b) Visión de cada obra<br />

Muchos de los textos que integran el libro Más cuentos escritos en el exilio son una transición<br />

cultural entre lo que era la República Dominicana que Juan Bosch dejó atrás en enero<br />

de 1938 y el Puerto Rico donde llegó para la misma fecha.<br />

Esto explica que la mayoría de los cuentos de la citada obra fueran escritos y publicados<br />

en las revistas puertorriqueñas de la época (Puerto Rico Ilustrado y Alma Latina) y que casi<br />

todos tengan ambientación campesina y semiurbana, puesto que la experiencia previa del<br />

autor y la cultura en la que nació, se crió y se formó antes de emigrar a la Capital dominicana<br />

en 19256 era netamente rural.<br />

a medida que el contacto con las urbes antillanas le borran poco a poco el recuerdo de los<br />

campos del Cibao y que las luces de San Juan de Puerto Rico y La Habana le obligan a dirigir<br />

sus ojos a lo que pasa en las ciudades, Bosch se centra lentamente en los temas ciudadanos,<br />

pero antes pasa por lo semiurbano, como son los textos que plantan en callejas polvorientas<br />

a Fragata y a los personajes de “La muerte no se equivoca dos veces”. Más aún, lo reitero, la<br />

dicotomía campo/ciudad como tema literario (ideología de época) no decide en nada si un<br />

4 Santo Domingo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n. o 28, 1964, 285pp. Las citas de los<br />

cuentos remiten a esta edición.<br />

5 La fecha de publicación de cada uno de estos cuentos, así como los contenidos en Cuentos escritos en el exilio, la encontrará<br />

el lector-a en las dos obras de Guillermo Piña Contreras tituladas Juan Bosch: imagen, trayectoria y escritura t. II, pp.89-96, libro<br />

ya citado, y en “Presentación”, en Juan Bosch. Obras completas, t. XII. Santo Domingo: Editora Corripio, 2007, pp.7-30.<br />

6 El itinerario de Bosch, luego de su primera llegada a Santo Domingo, fue el siguiente: 1926-27 vuelve a La Vega<br />

y luego a Constanza; 1927-28 trabaja en la casa comercial de Font Gamundi en la Capital; 1929-30 está en Barcelona,<br />

donde funda una pequeña compañía de Variedades; y, 1930, la familia Bosch-Gaviño se traslada desde La Vega a la<br />

Capital. Con su familia vivirá cuando regrese desde Martinica en agosto de 1931 hasta que se case con Isabel García<br />

en 1935. Luego saldrá a Puerto Rico en enero de 1938. Para más detalles biográficos, véase a Guillermo Piña Contreras,<br />

en Juan Bosch. Obras completas, t. I. Santo Domingo: Editora Corripio, 1989, pp.10-11.<br />

366


IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

cuento tiene o no valor literario. Son la orientación política del sentido en contra de las ideologías<br />

de época, la ley de la fluencia constante (=ritmo) y la ley ineludible de la palabra precisa<br />

para describir la acción (=ritmo, también) las que deciden si un cuento tiene calidad literaria o<br />

valor poético. tampoco tiene relevancia la oposición ideológica de lo nacional y lo extranjero<br />

y mucho menos la ideología espacial o geográfica como tema o ambientación de un cuento.<br />

La prueba de que esas dicotomías no tienen pertinencia es que, incluso todavía en La<br />

Habana, Caracas, Santiago de Chile o La Paz, Bosch sigue su escritura de cuentos con temas<br />

campesinos o semiurbanos, como, para no citar otros, lo testimonian “El indio Manuel Sicuri”,<br />

“La nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El Socio”, “La muerte no se equivoca dos<br />

veces”, “El difunto estaba vivo”, “El río y su enemigo” y “Fragata”, los cuales conviven con<br />

cuentos ambientados en las ciudades, como es el caso de “El hombre que lloró” (Caracas),<br />

“La muchacha de La Guaira” (Caracas) y “La mancha indeleble” (Caracas).<br />

Desde el punto de vista de la valoración, los grandes textos –seis en total– integraron el<br />

primer volumen (“Los amos”, “Luis Pie”, “La nochebuena…”, “El hombre que lloró”, “La<br />

mancha indeleble” y “El indio Manuel Sicuri”) y dejaron en la orfandad al segundo volumen.<br />

Si bien en este último existen textos que siguen al pie de la letra la fórmula de los “apuntes…”,<br />

también es verdad que su jerarquía política de los sentidos en cuanto al combate en<br />

contra de las ideologías de época no tiene la misma importancia estratégica.<br />

El propio autor se dio cuenta de esto y a partir de la edición de Más cuentos escritos en el exilio<br />

de 1974, Bosch suprimió para siempre de las ediciones siguientes a “Poppy” y “La muerte no<br />

se equivoca dos veces.” 7 Pero pudo haber suprimido también “El funeral”, no así a “Victoriano<br />

Segura”, un cuento que simboliza al apestado político durante la era de trujillo.<br />

El ritmo o fluencia constante y la palabra precisa para describir la acción, así como el<br />

hecho-tema único de los textos de Más cuentos escritos en el exilio no tenían una orientación<br />

política del sentido en contra de las grandes ideologías de época: el poder del Estado, el<br />

Ejército y la Iglesia, sino que dirigían su combate en contra de la rudeza de un finquero (“El<br />

difunto estaba vivo”); un abusador (“todo un hombre”); un avaro (“La bella alma de don<br />

Damián”); un fanático religioso (“un hombre virtuoso”); un campesino extremadamente<br />

libre y egoísta (“Rosa”); un Fausto criollo como lo es don anselmo (“El Socio”), el presentimiento<br />

de la muerte en los animales y algunos seres humanos (“Capitán”); la locura sufrida<br />

por un campesino pobre a causa de un desastre natural (“El río y su enemigo”); fábulas que<br />

reproducen los relatos de animales humanizados cuyos instintos y deseos desconocen los<br />

seres humanos (“Capitán”, “Maravilla”, “El funeral”, “Poppy” y “Dos amigos”); la prostitución<br />

femenina en una aldea (“Fragata”), tema escabroso como el origen del hombre y el<br />

lenguaje (“Los últimos monstruos”); lo absurdo o falta de lógica de la vida (“La muchacha<br />

de La Guaira”), la dureza o temple acerado del campesino dominicano de aquella época<br />

vivida por el autor (“Mal tiempo”); la lealtad a la palabra empeñada entre campesinos (“El<br />

difunto estaba vivo”) y, finalmente, la pobreza extrema que se vive en el campo (“Un niño”) y<br />

la percepción distante e indiferente que de esta tiene el ser humano que vive en la ciudad.<br />

7 Guillermo Piña Contreras, “Presentación”, t. XII, p.13, ya citada. Para el prologuista, la exclusión de esos dos<br />

cuentos es inexplicable. Si esto obedeció en Bosch a una lógica editorial de corregir lo antes publicado, siempre que<br />

el tiempo y la política se lo permitieran, creo que esta decisión se debió a la conciencia del oficio adquirida a partir<br />

de “El río y su enemigo” (Puerto Rico Ilustrado n. o 1515, 15/6/1940). Pero si los textos de Camino real (1933) no tenían<br />

la jerarquía de “El río y su enemigo” y de los grandes cuentos que vinieron después, es poco lo que puede mejorarse<br />

porque las imágenes encerradas en los textos de Camino real pertenecen a un mundo que ya había sido clausurado con<br />

los cuentos de Virgilio Díaz Grullón y que no era el de la novela de la tierra.<br />

367


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Como se ve, en estos cuentos el combate se orienta a la desestructuración de las pequeñas<br />

ideologías que forman parte inseparable de la sicopatología de la vida cotidiana y que dificultan,<br />

en quienes la llevan a extremos peligrosos, la convivencia social entre los seres humanos. Como<br />

minucias al fin, pero que no carecen de su apuesta social, estos cuentos centrados en sujetos<br />

que la literatura tradicional excluía por completo, surgen a la vida gracias a la fijación del ojo<br />

crítico de Juan Bosch que vio lo que en su época los otros no vieron o no quisieron ver.<br />

c) Visión de hoy<br />

El mundo que dejó atrás la cuentística de Bosch no es, como el agua del río heraclitiano,<br />

el mismo de hoy.<br />

otros son los temas, pero los hechos-únicos y las leyes del ritmo y de la palabra precisa<br />

para describir la acción, son las mismas en la poética de hoy. atraviesan las ideologías de<br />

época aquellos cuentos de Bosch que he señalado como representativos de la orientación<br />

política del sentido en contra de las grandes creencias y verdades que tienen una jerarquía<br />

suprema en el seno de nuestra sociedad. Me refiero a los cuentos “Los amos”, “Luis Pie”,<br />

“La nochebuena de Encarnación Mendoza”, “El hombre que lloró”, “La mancha indeleble”,<br />

“El indio Manuel Sicuri” y, en cierto modo, “Cuento de navidad”.<br />

todo lo otro es accesorio, incluso si “El río y su enemigo” explica la teoría de su propia<br />

escritura: “Con buenas dotes de narrador, con descripciones sobrias y acertadas que llenaban<br />

su relato de interés, hablaba de una cacería en la que había tomado parte el año anterior y<br />

yo seguía el hilo de su historia sin mover un músculo, cuando vi a Balbino ponerse de pie,<br />

dar las buenas noches y tomar la puerta.” (Más cuentos… p.44)<br />

El dominio del género por parte de Bosch se centra en el cuento, pero todavía la corrección<br />

conveniente del idioma adolece de defectos, menores por supuesto, sobre todo en el<br />

uso del plural para lo poseído cuando el poseedor está en plural. no siempre lo poseído va<br />

en plural si el poseedor está en plural. La lógica cultural, social y jurídica del sentido del<br />

discurso es la única que prevalece en este caso para acertar con el uso correcto del idioma.<br />

Pero este defecto, del cual no se han podido librar hasta hoy los escritores de lengua española<br />

y de otros idiomas, es común a todos los escritores dominicanos. Lo cual no significa que<br />

esté justificado: “Al rato la mujer de Justo hizo una señal a su hija, ésta pidió permiso, dio<br />

las buenas noches y madre e hija tomaron el camino de sus habitaciones. nos quedamos<br />

solos mi huésped y yo.” (Ibíd., p.45)<br />

Claro que no puede ser “sus habitaciones”, sino su habitación. ni juntas ni separadas<br />

poseen madre e hija, habitaciones. Cada una posee solamente una habitación. Es la lógica<br />

cultural, social y jurídica del discurso y su sentido la que nos asegura empíricamente que<br />

madre e hija solo poseen una habitación o dormitorio.<br />

otro asunto diferente es si se dijera: Las habitaciones de madre e hija… donde el artículo<br />

definido exige siempre concordancia de género y número. Pero en la especie que nos ocupa,<br />

a lo poseído (por la madre y la hija, que son las poseedoras) no les corresponde lo poseído<br />

en plural. Culturalmente, lo social y lo histórico me dicen que ningún campesino pobre<br />

puede poseer dos habitaciones para dormir. Hay casos en que este plural es posible para<br />

un poseedor singular o plural (reyes, sultanes y potentados).<br />

Este pequeño defecto ensombrece el dominio que todo escritor debe tener del idioma,<br />

más que cualquier otro miembro de la sociedad. La lógica del sentido del discurso implica<br />

que la madre tenía dos o más habitaciones, al igual que la hija. Y lo empírico indica que la<br />

368


IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

madre tiene solamente una habitación donde dormir, al igual que la hija. Por lo tanto, no<br />

poseen, ni juntas ni separadas, habitaciones.<br />

En este oficio de escribir, cualquier titán tiene una debilidad.<br />

Virgilio Díaz Grullón: Crónicas de Altocerro. Cuentos<br />

Nota aclaratoria<br />

Si el especialista literario quisiera establecer la cronología de los cuentos publicados por<br />

Virgilio Díaz Grullón, se tropezaría con un obstáculo insalvable si no dispusiera de los tres<br />

volúmenes dados a la luz en vida del escritor8 .<br />

Este aserto se explica porque el cuarto y último volumen publicado y revisado por el<br />

propio autor, titulado De niños, hombres y fantasmas9 , mezcla en tres secciones los cuentos<br />

contenidos en los tres libros anteriores, “de acuerdo a la condición de los héroes (o antihéroes)<br />

de sus narraciones. De ahí el título del volumen.”, según dice la presentación de la<br />

primera edición, insertada también en la segunda.<br />

a) Visión del presentador<br />

Carlos Curiel explica las razones por las cuales el autor le escogió para escribir el prólogo<br />

de Crónicas de Altocerro: “…motivos sentimentales, habida cuenta de los nexos de compañerismo<br />

y de afinidad intelectual que nos ligan desde los años de la adolescencia; y por otra,<br />

en razón de que antes de darse a la imprenta su primer libro Un día cualquiera, me tocó la<br />

delicada misión de fungir de ‘lector de sondeo’ frente a las dubitaciones del autor, nacidas<br />

de su acendrada honestidad intelectual.” (p.5)<br />

no existen otras razones de peso que las señaladas por el prologuista. De ahí que<br />

deseche cualquier consideración de tipo literario y se contente con la de un simple lector<br />

con derecho a opinión: “Lejos de mí la pretensión de hacer obra de enjuiciamiento crítico<br />

en estas breves líneas.” (Ibíd.)<br />

Curiel dice que le aterra “la labor de crítica literaria” al estilo Sherlock Holmes (“vivisección<br />

de la obra objeto de enjuiciamiento, rastrear sus antecedentes, determinar su mayor<br />

o mejor ajustamiento a las llamadas ‘reglas del género’, indagar posibles simbolismos en<br />

los personajes y descubrir recónditas conexiones entre las motivaciones de éstos y la propia<br />

psique de su creador”).<br />

naturalmente, todos estos requisitos expuestos por el prologuista forman parte del arsenal<br />

conceptual de la crítica tradicional de corte estilístico ya en desuso debido a su escaso poder<br />

de conocimiento con respecto al objeto de estudio. La lingüística y la teoría antimetafísica del<br />

ritmo cambiaron para siempre los estudios puramente estilísticos de un texto literario.<br />

Sin embargo, a causa de un anacronismo y a una relación con la metafísica del signo<br />

que la vuelve inofensiva y agradable al Poder y sus instancias, la crítica estilística es el tipo<br />

de análisis de las obras literarias que la sociedad está dispuesta a tolerar.<br />

Es, entonces, bien vista por este tipo de crítica la repetición de lo ya establecido y<br />

aceptado. Por eso Curiel repite, tomando la idea de Bosch sin decirlo, que el cuento es “un<br />

género calificado con frecuencia como uno de los más difíciles”. (p.6) Eso está ya dicho en<br />

8 Me refiero al primero: Un día cualquiera. Ciudad trujillo: Editorial Librería Dominicana, 1958; al segundo, Crónicas de<br />

Altocerro. Santo Domingo: Editora del Caribe, 1966 y, al tercero, Más allá del espejo. Santo Domingo: Editora taller, 1975.<br />

9 Santo Domingo: Colección Montesinos, 1ª edición, 1981, 2ª edición, Santo Domingo: Editora taller, 1982.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

los “apuntes…”, incluidos en la edición de 1962 de Cuentos escritos en el exilio, que Curiel<br />

leyó. Bosch la toma de otro autor, a quien tampoco cita.<br />

Por eso el prologuista señala: “…ante las expresiones artísticas mi actitud suele ser la<br />

del gozador receptivo dispuesto a ser arrastrado al orbe mágico que recrea la obra de arte;<br />

claro está, cuando la misma posea la virtud de suscitar ese milagro, siempre maravilloso,<br />

de identificación entre el creador y el gozador.” (Ibíd.)<br />

Esta identificación le permite a Curiel, al recomendar a Díaz Grullón la publicación del<br />

libro para “enriquecimiento de nuestra moderna literatura” (pp.5-6), rechazar en cualquier<br />

obra artística (cuadro, poema, sinfonía, pieza de teatro), “el hermetismo, la incomunicación”<br />

porque “constituyen pecados mortales”. (p.6)<br />

Para Curiel, con la publicación de Crónicas de Altocerro “surge en nuestro ámbito literario<br />

un auténtico cuentista dominicano.” (Ibíd.)<br />

Luego sigue a esta afirmación un largo exordio acerca del cuento latinoamericano con<br />

el “redescubrimiento del hombre americano que vive en medio de la agresividad de su<br />

‘hábitat’, arrastrado por la vorágine de fuerzas sociales que le prestan estatura heroica a su<br />

doliente humanidad”. (pp.6-7)<br />

En este contexto se inscribe el cuento dominicano, el cual entra de lleno, con Bosch a la<br />

cabeza, en esa corriente hispanoamericana con su libro Camino real (1933), el cual constituyó<br />

“una revelación” que deslumbró a Curiel y a los jóvenes que aspiraban, en aquella época,<br />

a ser escritores.<br />

Pero habían transcurrido 33 años entre la aparición de Camino real y Crónicas de Altocerro,<br />

incluso menos tiempo si la referencia es 1958, año de publicación de Un día cualquiera, donde<br />

la preocupación temática no es ya ese 70 por ciento de la población campesina dominicana,<br />

protagonista de los cuentos de Bosch, sino que ahora la preocupación de Díaz Grullón es esa<br />

pequeña burguesía de la ciudad, la cual vino, en parte, del campo, acumuló o accedió a los<br />

puestos burocráticos disponibles en la Capital, los municipios y los distritos municipales a<br />

partir del golpe de Estado de trujillo.<br />

Pero sea en el campo o sea en la ciudad, es el tema, en esa concepción estilística, lo que<br />

parece distinguir el valor literario del cuento o de los otros “géneros literarios”.<br />

El prologuista, que no desea ejercer de crítico, es sin embargo, muy agudo: “Con el paso<br />

de los años, la obra primeriza de Bosch […] se reduce, con sus altos méritos literarios, a un<br />

testimonio.” (p.8)<br />

Es el tema, y no otra consideración específica al valor literario, lo que distingue los cuentos<br />

de Bosch de los de Díaz Grullón, según Curiel: “Los cuentos de Díaz Grullón responden<br />

a las inquietudes de una generación posterior. El campo, el agro y sus problemas, siguen<br />

siendo la clave del destino nacional. Pero en ese lapso se ha producido también entre nosotros<br />

–como en otros pueblos latinoamericanos– el fenómeno del crecimiento extraordinario<br />

de los centros urbanos a expensas de la población rural.” (Ibíd.)<br />

Los personajes de la cuentística de Díaz Grullón son el recién llegado del campo a la<br />

ciudad compuesto por “obreros en las incipientes industrias, los pequeños empleados del<br />

tren burocrático –de primordial importancia en el equilibrio presupuestario de nuestros<br />

pueblos– los modestos dependientes de pulperías, artesanos, buhoneros, pregoneros de<br />

billetes de la lotería nacional, et al.” (p.9)<br />

Dice Curiel que ese es “el nuevo tipo humano que sirve de material a los cuentos de<br />

Díaz Grullón, tan auténticamente dominicano como el de extracción rural.” (Ibíd.) El juicio<br />

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IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

del prologuista habla de su inteligencia para percibir que no es el tema ni el personaje y<br />

su entorno o ambiente lo que le da valor al cuento. todavía más se muestra la inteligencia<br />

de Curiel cuando percibe certeramente que “el drama del hombre dominicano reviste en<br />

este joven autor un acento menos epopéyico –en el sentido de enfrentamiento a la fuerza<br />

externa– que en sus antecesores.” (Ibíd.)<br />

Certísimo, y en este enfrentamiento rítmico-semántico es donde reside el valor literario<br />

de los cuentos más significativos de Bosch: la orientación política del sentido de sus cuentos<br />

más perfectos en contra de las estructuras del sistema social que trituran a campesinos y<br />

habitantes urbanos (“La mancha…”, “La nochebuena…”, “El indio…”, “Luis Pie”, “Los<br />

amos”, “La muchacha de La Guaira” y “El hombre que lloró”. Es en contra de las instancias<br />

de Poder y en contra del Poder mismo que se inscribe el sentido de estos cuentos de Bosch<br />

(Estado, Ejército, Justicia, terratenientes, Iglesia, etc.).<br />

En cambio, Curiel da en el blanco cuando dice, refiriéndose a los cuentos de Díaz Grullón,<br />

que “el drama del dominicano de la ciudad es de interioridad. Ya no es la inclemencia<br />

de la naturaleza, ni la fuerza coactiva del cacique de turno, ni la esterilidad del suelo, ni la<br />

incomunicación física […]. Se trata esta vez del hombre de ciudad o del hombre que vegeta<br />

en estas poblaciones que no alcanzan la categoría de ciudad pero que han perdido el encanto<br />

parroquial y eglógico de las aldeas tradicionales.” (Ibíd.)<br />

altocerro es, como dice Curiel, el poblacho creado por la imaginación de Díaz Grullón<br />

para plantar a ese nuevo tipo humano compuesto de hombres, mujeres, ancianos y niños en<br />

medio de las contradicciones más espantosas y los delirios más desbordantes: “Hay también<br />

en estos cuentos un amargo sentido de frustración, pero en esa medida constituyen un retrato<br />

de un gran sector de nuestro pueblo.” (Ibíd.)<br />

Por esta razón el autor ha calificado a sus personajes de héroes o más bien de antihéroes.<br />

La escritura es problemática. no puede existir en esta el optimismo o la felicidad, pero<br />

tampoco el pesimismo. Los tres son ideologías en contra de las cuales deben orientarse<br />

políticamente los sentidos de un texto.<br />

Y no son solamente los cuentos de Crónicas de Altocerro, sino también los de Un día cualquiera<br />

y Más allá del espejo los que nos ofrecen, a través de sus personajes, “un amargo sentido<br />

de frustración”. (Ibíd.) no es frustración, sino fracaso de los proyectos enarbolados por<br />

los personajes. El país está simbolizado por estos antihéroes. El país es el que ha fracasado<br />

desde 1844 hasta hoy. Pero más que el país, que es una abstracción, son los dirigentes los<br />

fracasados y, como consecuencia, han arrastrado, con la práctica política patrimonialista y<br />

clientelista, al pueblo que les ha apoyado siempre, a ese mismo fracaso debido a la falta de<br />

cultura política, sin la cual esos personajes no pueden simbolizar la conciencia nacional.<br />

El prólogo de Curiel termina con una afirmación contundente de lo que es la escritura:<br />

“El autor no plantea soluciones a estas vidas frustradas.” (p.10) Claro, si los cuentos plantearan<br />

soluciones por boca y acción de los personajes, no del autor, semejantes textos serían<br />

ideología. Pero con sus palabras, el prologuista no se engaña: “no es esa su misión.” (Ibíd.)<br />

¿Y de quién es, entonces, tal misión? ¡oh, de los políticos que surjan como novedad!; no de<br />

los que han hundido el país con la práctica del patrimonialismo y el clientelismo.<br />

Culmina Curiel su prólogo con estas palabras llenas de inteligencia y captación de que<br />

la literatura cuando se concreta en la escritura no es receta, sino simbolización y relación con<br />

lo real, pero comprende que la vida no tiene lógica, es decir, que fuera de los intereses que<br />

cada sujeto tiene en ella, esta no conduce a ningún fin: “Pero, sin decirlo explícitamente, hay<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

compasión y profunda simpatía, por esos seres y el anhelo latente de que alguna vez, al término<br />

de su ruta –aparentemente sin sentido– brille una luz de redención definitiva.” (Ibíd.)<br />

Final conclusivo y discurso de deseo que plantean la vieja tesis de que el autor y la<br />

obra son idénticos. Pero quizá la ideología del autor y la de la obra no son idénticas, como<br />

ha dicho Meschonnic. El autor no es, como el narrador o los personajes, una estructura del<br />

sistema de la obra.<br />

b) Visión de cada obra<br />

En “Círculo”, cuento que abre el volumen, como en los demás textos que forman parte<br />

de Crónicas de Altocerro, se observan frases simbólicas que aluden a textos de Bosch. En este,<br />

particularmente, a “La mancha indeleble”, pero la forma narrativa –un discurso directo del<br />

personaje que narra– difiere en esto de “La mancha…”, donde se alterna la narración con<br />

la introspección.<br />

Pero, por supuesto, el sentido orientado en ambos cuentos es diferente: en Bosch, en<br />

contra de la noción de partido único; en día Grullón, en contra de la enajenación que produce<br />

la disfuncionalidad social en los seres humanos.<br />

Ya lo dijo Curiel: los textos de Crónicas de Altocerro no se enfrentan a la fuerza externa al<br />

sujeto, es decir, al sistema social: en el lenguaje del prologuista, esa es su manera de decir<br />

al sistema social que semejante sistema es el responsable de la enajenación del ser humano<br />

simbolizado por los personajes.<br />

En “El corcho sobre el río” se resume la frase de la novela policial de que el crimen no paga.<br />

Los protagonistas o antihéroes del poblacho son dos maestros de escuela. El hombre, antihéroe<br />

fracasado, casi misántropo y sin firmeza de carácter, entra en relación sexual sin amor con la<br />

profesora jamona de la tanda vespertina. Planea el personaje masculino, cual obra de relojería,<br />

el asesinato de la mujer cuando esta le anuncia, si no antes, que está embarazada. La moraleja<br />

con moral rígida es el apresamiento del homicida. El castigo es la ideología del cuento.<br />

En “El pequeño culpable” el antihéroe es un niño cuya madre ha muerto, sin que el<br />

texto explique esa defunción. Pero lo importante no es el duelo del marido, sino la relación<br />

padre-hijo, fruto de la disfuncionalidad de los hogares que pueblan el mundo de altocerro.<br />

Son vidas rotas en cada texto. ni el padre ni nadie en el entorno hogareño explica al niño<br />

la muerte de su madre y es posible que este recurra, para saber lo sucedido, al lechero o al<br />

repartidor de periódicos: “Y a mí me gusta saber las cosas, sobre todo cuando no quieren<br />

decírmelas.” (p.31)<br />

Este pequeño antihéroe está en intensidad y ritmo por debajo “La enemiga” 10 .<br />

El título de “Dos pesos para Cirilo” recuerda en parte a “Dos pesos de agua”, pero el<br />

tratamiento es distinto. Sin embargo, Díaz Grullón, quien siempre reconoció que la influencia<br />

de Bosch la tenía hasta en el inconsciente, acopia retazos de varios cuentos de su maestro,<br />

sobre todo de “La pulpería”, por lo del juego de dominó, pero también por el resultado,<br />

existe un eco de Sanz Lajara y su cuento “El machazo” 11 , donde hasta los personajes tienen<br />

el mismo nombre: Cirilo, dos jugadores empedernidos, adictos, que dejan sin comer a la<br />

familia por el vicio, para el cual siempre tienen una justificación psicológica. En el texto de<br />

10 Publicado, al parecer, por primera vez en De niños, hombres y fantasmas, obra ya citada, ediciones de 1981 y 1982.<br />

En esta última, figura en las pp.59-62. No figura en los tres libros de cuentos anteriores a De niños…<br />

11 Antología de cuentos. Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1994, pp.89-99.<br />

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Sanz Lajara, Cirilo es el jugador; en el de Díaz Grullón, José Cambronal, cuyos dos pesos<br />

van a parar al tramposo de Cirilo Villamán.<br />

En “Más allá del espejo” el antihéroe es don Álvaro torralba, loco que niega serlo, como<br />

es habitual en este tipo de enfermo. Sabemos el final del personaje gracias a la carta que<br />

puso en las manos del narrador la esposa del enfermo antes de morir ella misma. Si no es<br />

así, no hay cuento. Este es, en el linaje de arquetipos de altocerro, el que simboliza la locura<br />

y trata de vendérsela a su propia esposa y luego a los lectores. no hay enfrentamiento de<br />

don Álvaro en contra de las estructuras del sistema social. Su negación del diagnóstico ni<br />

siquiera pone en jaque al psiquiatra, sino que es descalificación y denuncia: “Por eso me<br />

mantuve absolutamente mudo e inconmovible, tanto frente a tu amoroso requerimiento,<br />

como ante la astucia infernal de los psiquiatras… Pero no hablemos del triste episodio de los<br />

médicos.” (p.46) Infernal y triste son los calificativos de la denuncia, no el cuestionamiento<br />

a la capacidad médico-psiquiátrica que determinó la locura del paciente.<br />

En “Un epitafio para don Justo” y “Su amigo Arcadio” existe un paralogismo: la afición<br />

a la elocuencia y sus artificios. El destino final de los dos personajes, antihéroes por excelencia,<br />

es el destierro de la sociedad, ambos condenados por vivir de la apariencia y, el último,<br />

Carlos Zamorán, además por adicción al alcohol. Simbolizan ambos personajes la chatura a<br />

que reduce la vida provinciana a los sujetos. Estos casos de don Justo y don Carlos Zamorán<br />

se dieron perfectamente en la era de trujillo, ya que la mayoría de la pequeña burocracia se<br />

nutría, en los municipios y distritos municipales, de los forasteros que lograban un nombramiento<br />

gracias a sus enllaves en el Partido Dominicano, el cual estaba muchas veces por<br />

encima de los ministros del ramo.<br />

Puesto que estos forasteros desplazaban a los militantes trujillistas locales que aspiraban<br />

a los mismos cargos, muchas veces se generaban odios y antipatías en contra de esos<br />

pequeños burócratas, aunque por lo general nadie quería disgustarse con ellos, pues todos<br />

comulgaban con la rueda de molino del trujillismo y las disidencias terminaban en los bares<br />

del pueblo, tal como describe Díaz Grullón la última reunión de la tertulia o peña que<br />

animaba don Carlos Zamorán, administrador de Correos de altocerro.<br />

El tipo de don Justo de la Barca y téllez es el del impostor, seudo intelectual que vive<br />

de la apariencia, provisto de informaciones culturales generales que arroja, como prueba<br />

de inteligencia, en tertulias y saraos y pasa, en provincia, por un genio, o en la Capital, por<br />

docto, como fueron los casos de don Bienvenido García Gautier, Caballero del Santo Sepulcro<br />

de Jerusalén, o alejandrito Woss y Gil, diletante empedernido, arquetipo del parlanchín, del<br />

“causeur” o diletante de los salones capitaleños. Los apellidos de dos grandes escritores del<br />

Siglo de oro español que don Justo calza a su nombre de pila, también falso, muestra cómo<br />

la apariencia es moneda de curso legal en la sociedad dominicana.<br />

En “Retorno”, aunque es aventurada y riesgosa la ecuación vida del autor igual a sentido<br />

del texto, debe el lector o lectora tomar como una coincidencia que el narrador sufra<br />

de pérdida de memoria o Alzheimer y el autor haya experimentado, al final de su vida, esa<br />

enfermedad. un texto como “Retorno”, tan temprano como 1966, no puede ser tomado como<br />

vida del autor, sino como anticipación y coincidencia entre biografía y obra.<br />

El cuento “a través del muro” puede ser la historia de los antihéroes de 1949 y 1959,<br />

pero se adapta más a lo sucedido a los guerrilleros de Constanza, Maimón y Estero Hondo,<br />

algunos de los cuales fueron rematados por los campesinos. La mano de pilón o el propio<br />

fusil del guerrillero hambriento simbolizan este fracaso de los desembarcos venidos del<br />

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extranjero a redimir la patria, desde la entrada de Sánchez por Haití hasta la de Caamaño<br />

por Playa Caracoles.<br />

ninguno ha triunfado nunca porque sus jefes no conocían la historia y la psicología del<br />

campesino y de la pequeña burguesía dominicanas, los jefes de las repatriaciones se erigieron<br />

en Mesías sin conocer cabalmente nuestra historia, lo cual revela perfectamente la conclusión<br />

a que llega el guerrillero, incapaz de comunicar su proyecto político a la campesina que acaba<br />

de saciarle la sed, pero que también le remata con el fusil por estúpido, porque no la conoce<br />

y no sabe que lo único que ella desea es que su marido vuelva al hogar y asuma su responsabilidad<br />

y no ella, como la ha tenido que asumir en cada trance histórico de su vida.<br />

también en el sainete titulado Cero invasión don Paco Escribano pone a una pareja campesina<br />

a matar a un guerrillero con una mano de pilón, si no yerro, mientras otros campesinos<br />

lo hicieron con machete, metáfora del bate o del instrumento agrícola, obrilla estrenada<br />

en el cine-teatro Julia en 1959. El título de la obra es una metáfora deportiva extraída del<br />

béisbol, cero carreras.<br />

“Crónica policial” lleva y trae el tan manido punto de vista o perspectiva que se enseña<br />

en las escuelas de periodismo y que consiste en que hay tantas opiniones disímiles sobre un<br />

hecho real como observadores, ya que estos, situados en distintos ángulos, verán de diferente<br />

manera el suceso. Es lo que ocurre en este cuento, cuyo personaje central, el comerciante<br />

arquímedes Sandoval, aparece asesinado en su casa. ni Mario el Fiscal ni el periodista que<br />

cubre el suceso son capaces de determinar quién es el asesino o la asesina. La esposa, la<br />

suegra, la hermana o el tío de la víctima se acusan mutuamente de ser el responsable del<br />

homicidio. tampoco pueden determinar si la víctima se suicidó.<br />

Los puntos de vista o perspectivas diferentes sobre el suceso radican en los intereses<br />

de cada personaje. Al final, el periodista renuncia a su cargo en el diario porque se siente<br />

incapaz de escribir el reportaje sobre el suceso.<br />

En “La campana rota” un estudiante vuelve a su colegio luego de 15 años de haberse<br />

graduado y en un banco del patio rememora cómo fue la vida allí y trae al lector la vida de<br />

un personaje del cual se burlaban todos los alumnos porque era el responsable de tocar una<br />

campana cuando terminaba el recreo.<br />

El texto, con su moraleja sin moral rígida, muestra cómo una persona odiada puede ser<br />

evocada, con el paso del tiempo, sin pasión una vez el sujeto que juzga se ha adentrado en<br />

la intrahistoria del campanero, quien al final del relato se enferma y se vuelve loco debido a<br />

la muerte de su hija, quizá la única persona que le ataba al mundo. Este cuento se empalma<br />

con “Más allá del espejo”, “Un epitafio para don Justo” y con “Su amigo Arcadio”, por el<br />

significante de la locura que encarnan.<br />

“Matar un ratón” se asemeja, por el título, a todas las obras artísticas que comienzan con<br />

“Matar un/a…”, sea un ave, insecto, animal o ser humano, calcado a partir de la conocida<br />

novela: Matar un ruiseñor, llevada a la pantalla con Gregory Peck. La sintaxis en español es<br />

calco de la inglesa. To kill a mockinbeg, ya que este vaciado verbal debe ir precedido en nuestro<br />

idioma por el artículo definido “el” o por el sintagma “La muerte de”.<br />

“Matar un ratón” empalma con “El pequeño culpable” (p.28), ya que los temas o hechosúnicos<br />

son la incomunicación entre padre e hijo, esposo y esposa, madre e hijo, del protagonista<br />

ya adulto y padre de familia, con su hijo, debido a la disfuncionalidad del hogar original.<br />

La madre domina al hijo, quien casado ya, es dominado por la esposa en virtud de una<br />

conducta aprendida, y el hijo, niño todavía, va camino a ese abismo debido a la experiencia<br />

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IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

que vive en el presente: “¿Por qué –piensa el padre– no lo hago…? ¿Por qué no salgo de esta<br />

habitación, lo alcanzo en el pasillo, lo tomo de la mano y le hablo con suavidad…? Yo quiero<br />

ser amigo de mi hijo… Quiero ayudarlo… Explicar lo que quiere saber… ¿Hasta dónde he<br />

llegado, Dios mío…?” (p.101)<br />

Ha llegado a un callejón sin salida: su falta de firmeza de carácter le lleva, como se lo ha<br />

ordenado la esposa, a echar de la casa a su propia madre anciana y desvalida; y le impedirá<br />

esta debilidad el entablar una relación de amistad con su hijo o, en el peor de los casos, se<br />

rebelará con violencia en contra de su pareja.<br />

Este cuento es el símbolo de las relaciones familiares disfuncionales y fracasadas de<br />

altocerro, es decir, de nuestra sociedad.<br />

otro tanto sucede en “Edipo” (ibíd.) con el personaje de Eduardo, castrado por su todopoderoso<br />

y dominante padre, quien es una figura simbólica que no necesita nombre ni<br />

apellido para funcionar en lugar de la sociedad dominicana fracasada.<br />

Eduardo cree que con la muerte de su padre todo ha acabado: castración, dominación<br />

y violencia.<br />

no es Eduardo quien ha matado al padre. nada se dice en el texto de las causas del<br />

deceso. Si nada se dice, la gente se muere de muerte natural. Lo opuesto, muerte violenta,<br />

hay que especificarlo por ser el término marcado en cualquier relato.<br />

a Eduardo, artista sensible, vapuleado por el padre desde su niñez, hay que decirle,<br />

“vamos a esperar que pase el período del duelo”.<br />

“El reloj” es otro cuento infantil que se relaciona con los anteriores de igual tema. Son<br />

símbolos de la educación hogareña y, a la vez, de lo inviable en nuestra sociedad. En particular,<br />

en “El reloj” se muestra la dificultad que tienen los adultos para informarles a los<br />

niños, y que lo entiendan, la significación material de la muerte de uno de los miembros de<br />

la pareja –en este caso, la madre del niño– y cómo esa pequeña criatura reaccionará al llegar<br />

a la casa y no encontrar, como todos los días, a su madre, la que se lo ha enseñado todo,<br />

comenzado por el habla y el amor.<br />

La ausencia del padre del niño para cumplir esa tarea –encargada al abuelo materno por<br />

el organizador de la ficción– simboliza la misma incapacidad paterna de interactuar con los<br />

hijos que ya analicé en los otros cuentos. Es la incomunicación total, símbolo del fracaso de<br />

la sociedad, particularizada en los padres y los hijos.<br />

El abuelo ha empleado una metáfora didáctica y un objeto que, por su misterioso funcionamiento,<br />

jugarán en el niño el papel de sustituto de la madre, junto al discurso anestésico<br />

del adulto, con quien el niño entablará de ahora en adelante una relación de complicidad:<br />

compartirán el secreto de cómo el abuelo consiguió el reloj. La valiosa pieza ejercerá un rol<br />

mágico en el niño hasta la adolescencia: la metáfora del tiempo.<br />

c) Visión de hoy<br />

al tomar en cuenta lo dicho por Carlos Curiel en el prólogo a Crónicas de Altocerro en<br />

el sentido de que los cuentos de Díaz Grullón, si bien se adentran en la interioridad de los<br />

antihéroes que pueblan el mundo creado por la imaginación del autor, estos no se enfrentan<br />

en realidad “a la fuerza externa” simbolizada por el sistema social y sus instancias, como<br />

en el caso de Bosch.<br />

¿a qué se debe esto y en qué debilita la orientación política de los cuentos de Díaz<br />

Grullón?<br />

375


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Creo que se debe a que los personajes de la pequeña burguesía que ha emigrado a las ciudades<br />

carece de una conciencia de clase que les obliga a conciliar, en el plano real simbolizado<br />

por altocerro, con las demás clases –el proletariado y la burguesía– pues necesita de ambas<br />

para convertirse en sujeto, es decir, para distanciarse de los obreros debido al terror de<br />

proletarizarse y desclasarse, al tiempo que aspira a desplazar a los burgueses a través de<br />

la acumulación de riquezas y la corrupción–. El medio de esa acumulación es el Estado a<br />

través de la práctica patrimonialista y clientelista. La burguesía también necesita conciliar<br />

con la pequeña burguesía para que le mantenga en jaque a la clase obrera.<br />

El fracaso de esos antihéroes de Crónicas de Altocerro viene de esa conciencia de no poder<br />

escalar, pues la burguesía les mantiene a raya y mide con una vara el acceso de los pequeños<br />

burgueses a las riquezas. Pero de vez en cuando se dan casos individuales de pequeños<br />

burgueses osados y atrevidos a quienes la fortuna sonríe y logran ser aceptados, con ciertas<br />

condiciones y reticencia, a la mesa de los negocios burgueses, pero no a su intimidad. De ahí<br />

el fracaso de casi todos los personajes que pueblan el mundo creado por Díaz Grullón.<br />

Los cuentos son un revulsivo que saca a flote las excrecencias de la pequeña burguesía:<br />

el chisme y la violencia cuando el primero no puede imponerse.<br />

a mi juicio, solo sobrevivirán a la obra de Díaz Grullón los cuentos “Círculo”, “Más allá<br />

del espejo”, “a través del muro” y “El reloj”, junto con otro texto titulado “La enemiga” 12 .<br />

En términos generales, los cuentos de Crónicas de Altocerro están bien escritos y muestran,<br />

con las excepciones que voy a dejar en este apartado, un dominio del idioma y un seguimiento<br />

a los postulados de los “apuntes…” de Bosch.<br />

El mismo defecto que encontré en Bosch –común a todos nuestros intelectuales y escritores–<br />

aparece en Díaz Grullón una sola vez, si no yerro. Se trata de la incorrecta pluralización<br />

de lo poseído cuando el poseedor o los poseedores están en plural. no siempre esta regla es<br />

así, por lógica gramatical y lógica del sentido del discurso: “nuestras cabezas inclinadas”<br />

(“Su amigo arcadio”, p.71) cuando debe ser “nuestra cabeza inclinada” o al menos “nuestra<br />

respectiva cabeza inclinada”. ni junto ni por separado, las personas o los sujetos poseen<br />

más de una cabeza.<br />

otro error gramatical, de léxico esta vez, se halla en “Crónica policial” (p.88) en la expresión:<br />

“–¡ah, caramba, lo siento mucho!” cuando debe decirse y escribirse: “ah, caramba,<br />

lo lamento mucho”.<br />

Dos frases con los verbos ilógicos “pedir excusas” y “sentir”, de uso muy común<br />

incluso en todas las clases sociales dominicanas, en lugar de “ofrecer o dar excusas” y<br />

“lamentar” figuran con su contexto en “Su amigo Arcadio” (pp.69 y 88). Al igual que el<br />

adverbio “mayormente”, en “El corcho en el río” (pp.21 y 75) en vez de “principalmente”,<br />

un italianismo 13 muy usado en el Cibao, lugar de procedencia materna del escritor Díaz<br />

12 Incluido en Diógenes Céspedes. Antología del cuento dominicano. Santo Domingo: Editora Manatí, 2000, pp.51-54.<br />

La 1 a edición data de 1996, en Editora de Colores. Sobre este cuento “La enemiga” y sobre las cualidades de cuentista<br />

de Díaz Grullón, véase el prólogo de Juan Bosch a la segunda edición del libro De niños, hombres y fantasmas, ya<br />

citado, y compárense los juicios de Bosch en torno al amigo y los resultados a que me ha llevado esta indagación.<br />

“La enemiga” no figura en ninguno de los tres libros de cuentos de Díaz Grullón publicados en 1958, 1966 y 1975. Es<br />

probable que sea inédito o que haya sido publicado en el suplemento cultural Isla Abierta, del periódico Hoy, como lo<br />

fue el cuento “Matum”.<br />

13 Aunque “mayormente” no figura en la décima “De coloni italiani”, de Juan Antonio Alix, lo que importa es<br />

llamar la atención acerca de la importancia de la colonia italiana en Santiago a finales del siglo XIX y cómo el Cantor<br />

del Yaque traduce en idioma macarrónico, con gracia, los sentimientos de aquellos inmigrantes. Véase del referido<br />

autor, Décimas. Ciudad trujillo: Librería Dominicana, Colección Pensamiento Dominicano n. o 8, t. I, 1961, pp.59-62.<br />

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IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

Grullón, quien también vivió en su infancia y juventud en Santiago, aunque nació en San<br />

Pedro de Macorís, de donde era oriundo su padre.<br />

también encontré el uso de dos comas (,) separadoras de sujeto y atributo, o como se<br />

dice hoy en lingüística, no se separa con coma el sintagma nominal del sintagma verbal.<br />

Solo en caso excepcional se permite esto a escritores que tienen cabal dominio del idioma<br />

y el ritmo, y a condición de que la frase u oración contenga determinadas cláusulas. La<br />

primera frase dice: “Tan bien lo recuerdo, que podría repetir incluso las mismas palabras y frases<br />

rebuscadas y ampulosas con que nos contó la historia.” (“Su amigo arcadio”, p.59) La frase<br />

siguiente dice: El Administrador de Correos de Altocerro, volvió hacia mí una mirada cargada de<br />

tristeza.” (Ibíd., p.71) no debe ir esa coma separadora del sujeto y el atributo a causa de lo ya<br />

apuntado. En el primer caso, la conjunción que es un conector o relacionante, su separación<br />

con una coma rompe el ritmo de la frase con una caída o pausa brusca, lo cual es fatal para<br />

el sentido del discurso.<br />

La tercera frase separada por coma reza así: “Esta breve sensación de ira concentrada, es<br />

también parte del ritual sagrado de cada mañana.” (“Círculo”, p.12)<br />

otros defectos menores aparecen en la página 61: “si ustedes se hubiesen preguntado<br />

alguna vez el por qué de esta invariable actitud…” (“Su amigo arcadio”) en vez de “el porqué”.<br />

un uso venial demasiado cercano de la preposición “ante”, lo cual produce cacofonía,<br />

pobreza léxica y flojera sintáctica: “cada vez que me asomaba ante aquella ventana abierta ante<br />

el misterio.” (“Más allá del espejo”, p.45) o la repetición de la dirección del comerciante<br />

arquímedes Sandoval, asesinado misteriosamente: “—Hay un muerto en la calle La Cruz n.º<br />

104” (“Crónica policial”, p.87) y más abajo: “Como Guillermo fue el primer fotógrafo disponible<br />

que encontré, me lo llevé y tomamos juntos un taxi que nos llevó en pocos minutos al n. o 104 de la<br />

calle La Cruz.” (Ibíd.) La ley de la palabra precisa para describir la acción no autoriza ese<br />

“llevé” y “llevó”, ni tampoco la dirección del muerto, pues ya el lector la conoce. Sobra<br />

pues la última dirección y una palabra que la sustituye puede ser “nos llevó en pocos<br />

minutos al lugar”. Hay también un uso masivo del empleo de “lo” en vez de “le” cuando<br />

se trata del sustituto, anterior o posterior, del pronombre personal “él”. “Lo” se emplea<br />

para objetos, animales y conceptos, mientras que “le” se emplea, por razones de lógica<br />

semántica, para personas. Pero esta confusión de uso es común en las obras de los escritores<br />

de lengua española.<br />

En la página 97 (“Matar un ratón”), el cuentista Díaz Grullón eludió magistralmente<br />

el uso de un vocablo técnico que hubiese obligado al lector a buscarlo en el diccionario. El<br />

autor prefirió el largo sintagma “el aparato de medir la presión arterial” al poco común tensiómetro<br />

o el inescribible esfigmomanómetro, término científico que ni los médicos utilizan. Y<br />

de lo que se trata en la obra literaria es de usar el lenguaje común y cargarlo de significados<br />

simbólicos que no aparecen en los diccionarios.<br />

En varios pasajes faltaron comas, según mi apreciación del ritmo. Por ejemplo, en “Matar<br />

un ratón” (p.100) donde dice: “Magnífica elección llegarás muy lejos casado con una<br />

mujer así.” El ritmo exige coma en “Magnífica elección, llegarás…” Pero en De niños, hombres<br />

y fantasmas, el autor corrigió el yerro y puso punto y coma (;) entre elección y llegarás, lo cual<br />

es un error porque la pausa no puede ser tan larga en frase tan breve. Existen en Crónicas<br />

de Altocerro errores tipográficos como “mítido” (p.78) por “nítido”, también corregido en<br />

De niños… (p.279).<br />

Al igual que “magestuosos” (p.78) rectificado con j en De niños… (p.280)<br />

377


Las siguientes correcciones indican que Díaz Grullón vigiló la edición de sus obras completas,<br />

aunque en otros lugares dejó igual lo que había escrito defectuosamente en Crónicas<br />

de Altocerro. Veamos:<br />

1) En “Círculo” (p.234) dejó la coma que sobra en Crónicas… (p.12): “Esta breve sensación<br />

de ira concentrada, es también parte del ritual sagrado de cada mañana.”<br />

2) En “Su amigo arcadio” (p.247) corrigió “el por qué” separado por “el porqué” unido<br />

de Crónicas… (p.61).<br />

3) En “Más allá del espejo” (p.286) dejó los dos “ante” de Crónicas… (“Círculo”, p.45).<br />

4) En “Crónica policial” (p.179) dejó igual la repetición de la dirección dada en Crónicas… (p.97).<br />

5) En “Su amigo arcadio” (p.259) dejó igual “nuestras cabezas inclinadas” de Crónicas…<br />

(p.71). Igualmente, en este mismo cuento (De niños… p.257) dejó igual el incorrecto “pedir<br />

excusas” de Crónicas… (p.69), cuando en realidad lo correcto es escribir “ofrecer o dar excusas”<br />

por ser lógico, gramatical y semántico, pues cómo le pide usted excusa a alguien si<br />

es usted quien está en falta.<br />

6) En “El corcho sobre el río” (p.276) dejó igual a “mayormente”. Lo mismo ocurrió con<br />

el mismo adverbio en “Retorno” (p.276), los cuales aparecen en Crónicas… (p.21 y 75).<br />

Para no abrumar al lector, detengo aquí las minucias y dejo a los críticos o estudiosos<br />

el asunto.<br />

Emilio Rodríguez Demorizi: Tradiciones y cuentos dominicanos<br />

a) Visión del presentador<br />

La antología titulada Tradiciones y cuentos dominicanos14 contiene textos de dieciséis intelectuales<br />

dominicanos y dos apéndices, el primero de antonio del Monte y tejada, titulado “La<br />

fiesta de los cangrejos”; y el segundo, de Francisco Mota, hijo, titulado “El negro incógnito<br />

o El Comegente”, así como una presentación del autor de la recopilación.<br />

En la referida introducción, Rodríguez Demorizi esbozó su concepción de la literatura<br />

en oposición a la historia, ya que su oficio principal como intelectual era el de<br />

historiador.<br />

La labor del historiador es carga pesada y abrumadora que consiste en recabar documentos,<br />

colocar citas y entrevistar a los testigos de los hechos, y de paso saber pensar o<br />

ser crítico, que es lo más difícil. El hacer un alto en el trabajo de historiador y dedicarse a<br />

componer un libro de literatura es como gozar “de unas placenteras vacaciones en que toda<br />

enojosa labor ha sido dejada atrás.” (p.7) Es “pasar a los floridos cármenes de la fantasía, de<br />

la leyenda, de la tradición, del cuento.” (Ibíd.)<br />

Esta es la antiquísima concepción de la literatura y el arte como diversión y entretenimiento,<br />

practicada en los momentos de ocio cuando el hombre público o privado (oficio<br />

masculino que excluye a la mujer), cargado de inmensas responsabilidades, halla un remanso<br />

de paz y de desconexión con el mundo. En estos momentos, la literatura y el sexo llenan<br />

su cometido.<br />

Esta idea tradicional de la literatura margina la escritura al ámbito de las frivolidades,<br />

mientras se sacraliza el oficio de investigador literario: “en toda larga faena de investigación,<br />

14 Julio D. Postigo e hijos Editores. Colección Pensamiento Dominicano n. o 42, 1969. Solo daré, para las citas, el<br />

número de la página.<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

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15 Santo Domingo; Julio D. Postigo e hijos Editores. Colección Pensamiento Dominicano, 1ª edición, 1963. Segunda<br />

edición, 1977.<br />

IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

se requiere de esas gratas treguas; mudar de ajuares, darle a la mente trabajos menos pesados<br />

que los habituales, más poéticos –se diría– que por lo mismo es parte trabajo y parte fecunda<br />

ociosidad, apenas lindante con el dolce far niente.” (Ibíd.)<br />

Esta es la visión de Rodríguez Demorizi acerca de la literatura, la poesía y, por ende,<br />

del arte. Es la conocida teoría del arte por el arte.<br />

Alguna influencia ha debido ejercer el trabajo de fray Cipriano de Utrera al limpiar de<br />

contaminación de tradiciones y leyendas algunos acontecimientos coloniales de la historia<br />

dominicana, pero mayor influencia ha debido ejercer en Rodríguez Demorizi la lectura de los<br />

“apuntes sobre el arte de escribir cuentos” de Bosch publicados en el país por primera vez<br />

en 1962 porque su libro Cuentos de política criolla 15 , en su segunda edición, lleva un prólogo<br />

de Bosch, como ya apunté más arriba.<br />

Digo esto de la influencia porque el antólogo se limita casi exclusivamente a “la valoración<br />

de nuestros costumbristas del pasado.” (p.8) En efecto, Rodríguez Demorizi cita y<br />

valora a utrera en cuanto este limpió de escorias todo lo que no era histórico en los estudios<br />

coloniales. Pero desde la publicación de los “apuntes…” de Bosch, no existe ya excusa para<br />

que un escritor o intelectual no sepa deslindar un cuento auténtico de una tradición, un<br />

cuadro de costumbres, una estampa o un cuento de camino.<br />

no obstante la claridad conceptual de Bosch, Rodríguez Demorizi, contemporáneo y<br />

amigo del célebre cuentista, permanece atado a la tradición decimonónica y tiene dificultad<br />

en deslindar la tradición de lo que es el cuento. Y se sirve de dos autoridades: Menéndez y<br />

Pelayo, para quien “el cuento es un desecho de la historia” (p.8) y de américo Lugo, quien<br />

decía que “la poesía es la cantidad de mentira que el hombre añade a la verdad para volverla<br />

agradable”. (p.9) nuestro erudito dice que “es complejo el deslinde en la prosa narrativa,<br />

por lo que el título de esta obra, Tradiciones y cuentos dominicanos, no ha de tomarse en su<br />

sentido estricto, sino en toda la amplitud de sus términos.” (Ibíd.)<br />

De todas maneras, para Rodríguez Demorizi la dificultad de deslinde se mantiene, pese<br />

a la matización que hace: “Las tradiciones deben leerse, en cierto modo, como los cuentos,<br />

en que lo irreal no es sino un modo de presentar lo real, pero que no es real. Por más desorbitada<br />

que sea, la fantasía se asienta siempre en la verdad. Desentrañarla es uno de las<br />

grandes goces de la lectura.” (pp.8-9)<br />

La perspectiva de los textos –y en esto Tradiciones y cuentos dominicanos es una antología–<br />

radica en que cada uno es una ideología, una creencia que cristalizó en un cuadro de costumbres<br />

que encontró en autores de cierta cultura la gracia y el humor que hoy son material<br />

de acarreo imprescindible para una antropología cultural del pueblo dominicano.<br />

En este sentido, la obra de Rodríguez Demorizi es una antología, pero no de cuentos, sino<br />

de documentos elaborados por cada autor atendiendo a ciertos criterios literarios, ya que al<br />

no ser ni historia ni literatura, sino un híbrido, vienen a recalar al puerto de la antropología<br />

cultural o casi al dominio del mito o leyenda como discursos de cohesión y justificación del<br />

mantenimiento del sistema colonial o republicano, tal como funcionan en Pané, oviedo, Las<br />

Casas, Pedro de Córdoba, Pedro Mártir de anglería y otros conquistadores que escribieron<br />

memorias sobre sus hazañas de matar o catequizar indios para mayor gloria de Dios y del<br />

Imperio español.<br />

379


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

a esta visión del autor-presentador de la antología se opone la perspectiva de hoy, la<br />

cual considera que la obra literaria de valor no es ni verdad ni mentira, sino producción de<br />

sentidos múltiples, al infinito, que están orientados políticamente a cambiar las ideologías<br />

de época y las creencias que el escritor encuentra en la sociedad.<br />

b) Visión de cada obra<br />

Las tradiciones y las leyendas son obras narrativas. El Diccionario de la Real academia<br />

Española en su edición de 1992 define la tradición así: “Transmisión de noticias, composiciones<br />

literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación.”<br />

(p.1421)<br />

El ser ideología es lo propio de la tradición como obra narrativa. En cambio, la leyenda<br />

es menos ideología que la tradición, puesto que exige mayor elaboración al ser cabalmente<br />

producto de la imaginación. Pero lo que le impide a la leyenda cristalizar como escritura es<br />

que su ritmo-sentido no orienta su política en contra de las ideologías de época.<br />

Más bien se orienta a perpetuarlas, pero con una estrategia que no se propone constituirse<br />

en obra artística con valor literario.<br />

Un autor muy tradicional como Ángel Lacalle –y es a propósito que le cito aquí– define<br />

las obras narrativas de la siguiente manera: “La acción referida puede haber ocurrido realmente<br />

(historia) o puede ser simplemente producto de la imaginación (poema épico, novela,<br />

cuento, leyendas, etc.). Cuando se trata de obras de imaginación, el interés que despiertan<br />

no nace de los elementos subjetivos que contenga, sino de la existencia real y exterior que<br />

el autor le atribuye y que los demás admiten.” 16<br />

a renglón seguido, Lacalle traza la diferencia entre la Historia y las demás obras de<br />

tipo narrativo: “…está en la verdad de aquélla y la verosimilitud (verdad poética) de las<br />

demás.” (p.105)<br />

En la actualidad, a ningún historiador que escriba un libro o un manual sobre un suceso<br />

o un gran acontecimiento particular se le deja de reconocer, si va a historiar nuestra Independencia,<br />

la Restauración o las intervenciones militares norteamericanas, que tales hechos<br />

ocurrieron en la República Dominicana el 27 de febrero de 1844, de 1863 a 1865, de 1916 a<br />

1924 la primera y en 1965 la última (verdad histórica, dato verdadero).<br />

ahora bien, las múltiples perspectivas o puntos de vista en torno a estos hechos verídicos<br />

es lo que impide la coagulación o cristalización de una sola verdad en torno a esos<br />

acontecimientos.<br />

En cambio, desde que se habla de leyendas (las cuales son producto de la imaginación),<br />

la verosimilitud no es del mismo orden que la verdad en historia, sino que en las<br />

obras literarias se trata, solamente, de verdades poéticas. un ejemplo de verdad poética<br />

es que el ritmo determina el valor literario o que la ley de la fluencia constante de Bosch<br />

es una verdad poética porque una vez colocada la primera palabra en la escritura de<br />

un cuento, el relato no puede detenerse jamás y ha de despertar de inmediato el interés<br />

del lector hasta el final. O una verdad poética es que Rolando es el héroe épico de la<br />

Canción de Rolando, aunque este personaje no existió en la vida real. Como no existieron en<br />

alemania los personajes del ciclo de los Nibelungos ni en Inglaterra o Bretaña el rey arturo<br />

y sus pares en el reino de Camelot, y mucho menos la corte que le rodeó.<br />

16 Teoría literaria y breve historia del español. Barcelona: Bosch, Casa Editorial, 2ª edición, 1951, pp.104-105.<br />

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IntRoDuCCIón a La SEGunDa SECCIón | DI ó g e n e s Cé s p e D e s<br />

De la misma manera como leemos estas obras épicas, debemos leer las tradiciones contenidas<br />

en la obra de Rodríguez Demorizi que ya analicé.<br />

c) Visión de hoy<br />

Son 29 textos, de los cuales solamente se acercan al género cuento “La campana del Higo”<br />

y “La ciguapa”, ambas de Francisco Xavier angulo Guridi, así como “Honor campesino”,<br />

de Rafael Justino Castillo, “La boca del indio”, también leyenda de alejandro Llenas y “El<br />

encargo difícil”, de Rafael Deligne.<br />

Los demás textos son tradiciones en el sentido en que han sido definidas más arriba.<br />

Son documentos que contribuyen a reforzar ideologías ancestrales o a hacerles creer<br />

a los lectores que los hechos que sucedieron en la vida real (historia dominicana) tienen<br />

que ver con el deseo de quienes los compusieron (de padres a hijos) de justificar un orden<br />

político-social y religioso, de combatir la dominación haitiana o la herencia africana a través<br />

del racismo, la descalificación y los estereotipos del darwinismo social y a revalorizar el sistema<br />

colonial o republicano, como lo muestran cabalmente “La profecía”, de José antonio<br />

Bonilla y España; “La fiesta de los cangrejos”, de Del Monte y Tejada; “El negro incógnito<br />

o El Comegente”, de Francisco Mota, hijo; y, finalmente, de Casimiro de Moya, “Historia<br />

del Comegente”.<br />

Son, como documentos, discursos que ayudan al lector crítico y agudo a desentrañar<br />

los efectos ideológicos y políticos que fundan la historia de la cultura y la mentalidad del<br />

pueblo dominicano. Y los textos más cercanos al cuento o los que son francamente leyendas,<br />

aparte de contribuir a fundar los mismos efectos ideológicos y políticos, se deslizan por<br />

otra pendiente que consiste en echar los pilares de lo que luego constituirá la imaginación<br />

poética dominicana.<br />

381


EMILIo RoDRíGuEZ<br />

DEMoRIZI<br />

CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Prólogo<br />

Ju a n Bo s C h<br />

n o. 28


PRóLoGo<br />

Un libro de cuentos políticos<br />

una vez dijimos, y a menudo lo hemos repetido en conversaciones, que la historia dominicana<br />

no podría escribirse tal como está escribiéndose de cierto tiempo a esta parte si<br />

Emilio Rodríguez Demorizi no se hubiera dedicado durante toda su vida adulta a recoger<br />

y publicar materiales que estaban diseminados en papeles sueltos y en archivos del país y<br />

del extranjero. Los datos que él ha aportado al conocimiento del pasado nacional han hecho<br />

posible, por lo menos en gran medida, que algunos historiadores pudieran analizar detalladamente<br />

muchos aspectos de ese pasado, y sin análisis pormenorizado de los sucesos no<br />

podemos ver la historia con claridad.<br />

Para Rodríguez Demorizi no hay actividad social que carezca de sentido a la hora de<br />

escribir la historia. Buena muestra de lo que decimos es su libro Cuentos de política criolla,<br />

publicado por Librería Dominicana en octubre de 1963, edición que a esta altura debe haberse<br />

agotado.<br />

En la introducción de esa colección figura Un cuento, que Rodríguez Demorizi copia del<br />

periódico El Eco del Pueblo, de fines de 1856; y lo hace para darle base a su tesis de que el<br />

género de cuento que el autor llama de política criolla “nació sin dudas con las contiendas<br />

políticas entre santanistas y baecistas”. La tesis no nos parece aventurada. La publicación<br />

en un periódico nacional hacia mediados del siglo pasado de ése que se titula Un cuento<br />

indica que no teníamos tradición en el género y que por no tenerla, para hacer burla de los<br />

enemigos o adversarios políticos, echábamos mano del cuento humorístico aunque viniera<br />

de otra lengua. Por ejemplo, el tema de Un cuento y las palabras con que fue realizado deben<br />

haber sido tomados del inglés, puesto que desde el siglo pasado ese tema y esas palabras se<br />

le atribuyen a abraham Lincoln, quien al parecer los usó para defender un cliente cuando<br />

era abogado rural y por tanto años antes de alcanzar la categoría a que llegó como presidente<br />

de su país.<br />

El libro de Rodríguez Demorizi comienza con diez cuentos de José Ramón López.<br />

todos relatan episodios de la política criolla; algunos bien escritos, como Siéntate, no<br />

corras; algunos con partes excelentes, como la descripción del general en el cuento titulado<br />

El general Fico; en unos brota de súbito un humor insospechado, como en Moralidad social.<br />

José Ramón López tenía madera de escritor, como puede verse en las escasas líneas con que<br />

describe la aniquilación de La Vega Real que tuvo lugar el 2 de diciembre de 1562 a causa<br />

de un terremoto: “Y se oscureció el cielo y la tierra se desquició de sus cimientos y toda la<br />

ciudad desapareció con estrépito quedando en su lugar una laguna cenagosa”.<br />

De Joaquín María Bobea hay en la colección de Rodríguez Demorizi siete cuentos. El<br />

primero, La opinión de la marmota, es típicamente pintoresco; el segundo, Los gobiernistas, es<br />

en realidad un comentario satírico, cuya última parte es el tema del cuento Una decepción,<br />

de Manuel de Jesús troncoso de la Concha, que aparece en la página 127. Una decepción<br />

está mejor escrito que La opinión de la marmota y tiene la factura de un cuento pintoresco;<br />

es decir, tiene a la vez gracia y humor. Cómicos y acróbatas políticos, Le coté y Cohetes tirados,<br />

de Bobea, son sátiras, no cuentos; Yo no conozco a nadie, del mismo autor, es un episodio,<br />

bien escrito por cierto, de la acción de la Loma de Cabao, en la que ulises Heureaux, que<br />

figura en Cohetes tirados con el nombre de general troncoso, derrotó a Cesáreo Guillermo.<br />

385


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Sin embargo, su condición de episodio no le impide ser un cuento político muy bueno. El<br />

que más patea, último de los de Joaquín María Bobea, no es cuento; es un apólogo, y bueno.<br />

De Lorenzo Justiniano Bobea, hermano de Joaquín María, hay en el libro de Rodríguez<br />

Demorizi un típico “cuento de política criolla” en el cual el actor es a la vez, como<br />

solían serlo en el siglo pasado y a principios de éste todos los “generales” dominicanos,<br />

un “militar” y un político; y de ñapa, como dice el pueblo, ese “general” era un arquetipo<br />

de sinvergüenzas.<br />

La huelga, de Víctor M. de Castro, es una anécdota de Lilís, asunto en que podríamos<br />

decir que De Castro se especializó. Lilís es la fuente más rica de anécdotas políticas que<br />

tenemos en nuestro país, y De Castro escribió muchas de ellas. Lástima que en Cuentos de<br />

política criolla aparezca sólo La huelga, que es muy buena.<br />

De Vigil Díaz, a quien Rodríguez Demorizi hace figurar con un resonante Otilio antes de<br />

su conocido nombre de Vigil, hay en la colección seis cuentos encabezados por El delegado,<br />

descripción de una acción de armas hecha en una lengua rica, suntuosa; la misma lengua<br />

que se desborda en Carvajal en párrafos como éste: “una noche, mientras se derramaba el<br />

toque de ánima del campanario de la iglesia de Santa Bárbara, la patrona de los artilleros,<br />

y el terral fresco y arrullador batía los velámenes de los balandros listos para zarpar y las<br />

linternas sangraban y rutilaban en los mástiles; con un cielo alto y tachonado de estrellas,<br />

y con cartuchera congestionada de recomendaciones ejecutivas, Carvajal puso proa franca<br />

al Este, en el Mario Emilio, que era un balandro raudo como una gaviota”. La descripción<br />

de la forma en que vestía Carvajal, que “estaba de comérselo con cucharita” (página 441),<br />

es simplemente deliciosa y muy a lo Vigil Díaz. En Cándido Espuela Vigil Díaz nos presenta<br />

el tipo clásico del dominicano de principios de este siglo, pequeño burgués malicioso que<br />

simulaba ser lo que no era; en El secretario, a otro tipo de pequeño burgués que simulaba<br />

también ser lo que no era, pero en sentido apuesto a Cándido Espuela, nombre que resume a<br />

quien lo llevaba, que parecía ser cándido y sin embargo tenía tamaña espuela escondida en<br />

el jardín de su inocencia. En Saramagullón, Vigil Díaz nos da la estampa de otro malicioso,<br />

pero despreciable, espía de los soldados yanquis que recorrían la zona del Este buscando<br />

“gavilleros” que matar. Pero en El miedo de arriba, que es una anécdota de alejandro Woss y<br />

Gil, la rica y suntuosa lengua de Vigil Díaz se empobreció de golpe, porque escribir anécdotas<br />

es una especialidad que él no conocía.<br />

De Ramón Emilio Jiménez hay nueve trabajos. tres son anécdotas de Lilís, de las que se<br />

hicieron más populares, mejoradas por el buen decir de Jiménez, que era un escritor cuidadoso;<br />

otro es la conocida anécdota del paso de orden y Honradez, lema del horacismo, por<br />

las tierras de la Línea noroestana; tres son anécdotas de Goyito Polanco, que en el terreno de<br />

lo anecdótico, muerto Lilís, superó a todos los dominicanos de su tiempo; otra es la también<br />

conocida de la respuesta que le dio un general cimarrón a Lilís al echarle éste en cara el uso<br />

indebido que le había dado a un dinero que le había enviado: “General, cuando usted moja<br />

el tronco las ramas se refrescan”. El último de los nueve trabajos de Ramón Emilio Jiménez<br />

es Los ladrones de lo suyo, el mejor de los nueve y de los mejores del libro.<br />

La cola del libro de Rodríguez Demorizi está ocupada por Rafael Damirón (Política de<br />

amarre), Jafet D. Hernández (De la guerra), Max Henríquez ureña (Borrón y cuenta nueva) y<br />

agustín aybar (Sor de Moca). Los cuentos de Damirón y Hernández se basan en dos frases<br />

de la picaresca política nacional, y las dos, como otras muchas que se leen en la colección,<br />

reflejan nítidamente la realidad social dominicana de principios de este siglo, pues un hombre<br />

386


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

como el “general” niño Camilo, que en el cuento de Damirón es el autor de la frase que le<br />

da razón de ser al cuento, no es un cualquiera puesto que se hallaba en el número de los<br />

veinte a quienes estaba consultando el gobernador de Santiago acerca del posible sucesor del<br />

presidente Ramón Cáceres, y precisamente porque no era un cualquiera debía tener intereses<br />

que defender, y sin embargo su apodo y su malicia señalan hacia su origen social, que estaba<br />

en la baja pequeña burguesía campesina; así como en el cuento de Jafet D. Hernández, casi<br />

con seguridad creación anónima mejorada por el pueblo, así como el rodaje en los ríos pule<br />

las piedras pequeñas que se llevan las aguas, lo que dice el soldado desconocido de la “revolución”<br />

que se acerca a la Capital resume y rezuma a la vez la necesidad y la ignorancia<br />

del campesino pobre de esa región de tierras ricas llamada Cibao.<br />

El cuento de Max Henríquez ureña es también un espejo de la realidad social dominicana,<br />

pero un espejo torcido que nos devuelve una figura irreal formada con materia que existía<br />

únicamente en la imaginación de sectores muy reducidos de la alta pequeña burguesía de<br />

la Capital y de Santiago.<br />

En cuanto a Sor de Moca, de agustín aybar, es posible que el primero que le dio categoría<br />

de letra impresa a la frase con que está titulado fuera Bienvenido Gimbernard, en su revista<br />

Cosmopolita, quizá por el año 1928. Si la memoria no nos falla, Gimbernard caricaturizó a un<br />

campesino mocano que le decía al doctor José Dolores alfonseca, mocano él y especie de<br />

primer ministro del gobierno de don Horacio Vásquez: “Sor de Moca y vor pa el Serbo”.<br />

¿Qué significación social tenía esa frase?<br />

Pues la de destacar el esfuerzo que hacían miembros de la baja pequeña burguesía ignorante<br />

para hacerse pasar por componentes de una capa más alta. al decir sor en vez de soy,<br />

y rotado en vez de roto, como lo oímos muchas veces en esos tiempos, esos dominicanos del<br />

pueblo pensaban que estaban dando demostraciones de un dominio de la lengua que sólo<br />

podían tener los miembros de sectores sociales privilegiados. Y naturalmente, el esfuerzo<br />

que se hace para parecer lo que no se es conduce a menudo al ridículo, y lo ridículo provoca<br />

risa en aquéllos que pueden distinguir entre lo que es ridículo y lo que es sensato. Por eso<br />

los que se ríen de frases o actitudes ridículas de gentes del pueblo están con frecuencia en<br />

las filas de los privilegiados, y a menudo no se dan cuenta de ello.<br />

Cuentos de política criolla no es una antología sino una colección en la que figuran once<br />

autores con treintinueve cuentos. En la mayoría de esos trabajos la política queda descrita<br />

como una actividad de sinvergüenzas, abusadores y ladrones; y era así como la veían los<br />

altos pequeños burgueses dominicanos y los comerciantes españoles, alemanes, holandeses,<br />

árabes, que se relacionaban con los funcionarios públicos mediante el pago de impuestos,<br />

especialmente en las ciudades como Santo Domingo, Puerto Plata y San Pedro de Macorís,<br />

donde se hallaban establecidos los importadores.<br />

¿Qué base real había para acusar a los políticos de ser sinvergüenzas, abusadores y<br />

ladrones?<br />

El hecho de que sólo ejerciendo el poder en alguno de sus muchos niveles podía ascender<br />

social y económicamente el bloque compuesto por la baja pequeña burguesía pobre, la pobre,<br />

la baja propiamente dicha y algunos sectores de la mediana; y de manera muy especial,<br />

las capas muy pobre y pobre de la baja pequeña burguesía no disimulaban sus apetitos y<br />

trataban de satisfacerlos sin la menor consideración para nadie ni para nada. En una escala<br />

muchas veces mayor y en el más alto de los niveles, en el sistema en que ha vivido hasta<br />

ahora el pueblo dominicano no se conoce otra manera de conquistar posiciones públicas y<br />

387


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

honores o de acumular riquezas; y en los años cubiertos por los cuentos del libro de Emilio<br />

Rodríguez Demorizi la única industria que les abría sus puertas a los osados que procedían<br />

de las capas más bajas de la sociedad dominicana era el poder, y al poder se llega ejerciendo<br />

la actividad política.<br />

¡En realidad, lo que se hacía al acusar de sinvergüenzas, abusadores y ladrones a los<br />

“generales” y políticos de la época de esos cuentos era llevar adelante, mediante la palabra<br />

injuriosa, una lucha de clases que se manifestaba en combates, escaramuzas, tiroteos y ejercicio<br />

violento del poder, pero también en la literatura, aunque los escritores de esos años no<br />

alcanzaran a darse cuenta de las causas que los llevaban a decir lo que decían.<br />

Santo Domingo, 28 de diciembre, 1976.<br />

388<br />

Juan Bosch


IntRoDuCCIón<br />

¡Entusiasma pensar en los cuentos de toda especie que llevaron a España los compañeros<br />

de Colón al retorno del viaje del Descubrimiento!<br />

¡Cómo deformarían la verdad, como buenos andaluces, amigos de la hipérbole, muchos<br />

de estos marinos que de inmediato se juzgaron paladines de la más grande hazaña de los<br />

siglos!<br />

Podría decirse, pues, que los primeros cuentos del nuevo Mundo –en propiedad de la<br />

Isla Española– hay que buscarlos en las Crónicas de Indias, particularmente en Pedro Mártir<br />

de anglería, quien se dio a la desenfadada tarea de recoger de la marinería colombina relatos<br />

de viajes y cuanta noticia de toda laya utilizó en sus Décadas. “así me lo cuentan, así te lo<br />

digo”, decía en su primera Década.<br />

Lo mismo puede afirmarse de las obras de Las Casas, de Fernández de Oviedo, de Juan<br />

de Castellanos, de Bernal Díaz del Castillo, del Inca Garcilaso y aún del Diario de Colón,<br />

donde podríamos rastrear no pocos cuentos, base de mitos y de patrañas que la rigorosa<br />

historiografía moderna desplaza de continuo, tales como la Fuente de la Eterna Juventud,<br />

Los Caribes, la Sierra de Plata, El Dorado, el origen del Hombre. al cuento del Becerrillo,<br />

de ámbito borinqueño, por ejemplo, y a otros del mismo estilo que aparecen en las Crónicas<br />

de oviedo, que nos tocan tan de cerca, se agregan sus breves relatos de las Quinquagenas<br />

acerca de casos de la Española: del codicioso Pylo, que se ahorcó en Santo Domingo, y del<br />

valor báquico del carcelero del Homenaje, Cristóbal Pérez, que, bebiendo por siete, no se<br />

emborrachaba. 1<br />

Los cuentos, las leyendas, las tradiciones, el relato, espigas del mismo haz, nacen aquí<br />

desde temprano: de la contienda entre indios y españoles, apenas dos años después del<br />

Descubrimiento, surge la tradición de la aparición de Las Mercedes, en el Santo Cerro, y<br />

poco más tarde la de La altagracia; de las penurias y del abandono de La Isabela se forja<br />

la espantable conseja de los hambreados hidalgos que al saludar con el chambergo empenachado<br />

aparecían descabezados; de la constante amenaza de las invasiones germinan las<br />

leyendas de los entierros de oro, de las llamadas botijas y de los anhelosos buscadores de<br />

botijas; y así nacen también las fantasías del tesoro de la Familia Álvarez y del fabuloso<br />

tesoro de Cofresí, que ya campea bizarramente por todos los géneros literarios, la historia,<br />

la poesía, la novela, el cuento. 2<br />

1 Podría formarse una muy interesante antología, Cuentos del Descubrimiento y la Conquista, extractando de las<br />

Crónicas de Indias todo lo que en sí constituye un cuento. Colón, es claro, ocuparía las primeras páginas: nadie tuvo más<br />

desorbitados ojos para contemplar las cosas de la Isla, ni imaginación más rica en las letras de su tiempo. Sus aptitudes<br />

de cuentista, valgan los términos, eran insuperables.<br />

también sería digno de recogerse el Anecdotario de los tiempos coloniales, labor iniciada entre nosotros por el<br />

inolvidable Fray Cipriano de Utrera. De época posterior, ya de fines de la Colonia, es el curioso libro Anecdotes de la<br />

revolution de Saint Domingue racontées par Guillaume Mauviel, 1799-1804. Saint Lo, 1885, 151 págs. trata de Haití y de<br />

diversos lugares de la República Dominicana.<br />

2 no se pretende aquí realizar un estudio cabal de la evolución del cuento en Santo Domingo, ya doctamente<br />

estudiado por don Sócrates nolasco en su Antología y por el Dr. Max Henríquez ureña en su Panorama histórico de la<br />

literatura dominicana (Río Janeiro, 1945), sino de ofrecer una nueva aportación en tan apasionante asunto. además de<br />

las dos obras citadas véase Juan Bosch, Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, en la revista Espiral, de Bogotá, n. o 80, de<br />

julio de 1961, reproducidos en su reciente libro Cuentos escritos en el exilio…, 1962.<br />

Quizás el primer juicio crítico, acerca de un libro de cuentos, publicado en la prensa dominicana, fue el de José<br />

Joaquín Pérez, “Bibliografía, Cuentos de hoy y de mañana. Cuadros políticos y sociales por Rafael de Castro Palomino. Con un<br />

Prólogo de José Martí”, en la Revista científica, literaria…, S. D., n. o 18, 12 de octubre de 1883.<br />

389


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Hasta en los documentos oficiales de la Colonia aparecía el cuento. Las frecuentes y copiosas<br />

Informaciones de entonces están plenas de cuentos creados por la astucia y la fantasía<br />

de los litigantes y de los peticionarios que inventaban proezas y servicios suyos o de sus<br />

antepasados, algunos no más que presidiarios que el azar convirtió en descubridores o en<br />

conquistadores, presuntuosamente alzados a émulos de ojeda. 3<br />

oviedo, en sus Crónicas, recogía toda la chismografía de su tiempo, desde su celda del<br />

Homenaje, vilipendiando al indio, mientras que Las Casas, por el contrario, adoptaba o<br />

inventaba los más fantásticos cuentos en su apasionada defensa de los aborígenes, tal en su<br />

Destrucción de las Indias, creando desde entonces la famosa leyenda negra, la detracción de<br />

España, cuya vindicación es obra secular aún inconclusa.<br />

nacen así mil y mil cuentos, muchos de los cuales no llegan a tomar forma literaria; que<br />

no pasan de la tradición oral; que se transforman o se pierden en las simas del olvido.<br />

Las primeras referencias, impresas, relativas al cuento en Santo Domingo, las hallamos<br />

algo lejanas, en El Duende, de 1821, periódico del doctor José núñez de Cáceres. Es, pues, el<br />

ilustre prócer de nuestra primera Independencia el primero en aludir al cuento y al cuentista:<br />

a sus propias fábulas las llama “cuentecillos, que aunque en boca y cabeza de los animales,<br />

como que en cierto modo y a manera de quien no quiere la cosa, pueden aplicarse a los<br />

hombres… Como el Señor cuentista vivía en la Corte de tiberio, ¡ay, que no es nada!…<br />

no sería excesivo señalar que el primer cuento aparecido en nuestra prensa, en El Duende,<br />

del 29 de abril de 1821, obra de núñez de Cáceres, fue el siguiente, que no por breve deja<br />

de ser cuento, y que por tal lo tuvo su autor:<br />

Vaya de cuento… Un padre para consolar a su hija de cierta pena que la consumía, le ofreció<br />

casarla con un joven bien hecho y garboso.<br />

La niña con esto se despeja, ya come, se adorna y restableció su salud: el padre, con pasatiempos<br />

quería eludir la promesa; mas la niña que no olvidaba lo esencial, le dijo un día:<br />

Ou donc est le jeune mari.<br />

que vous m’avez promis… 4<br />

tal eran, siglos atrás, los cuentos de El Sobremesa y alivio de caminantes, de timoneda, y<br />

los de Esteban de Garibay.<br />

Es claro que durante la ominosa dominación haitiana, de 1822 a 1844, hubo un apagamiento<br />

casi absoluto de la actividad cultural; que no puede haberla donde no hay<br />

periódicos, donde ya eran nostálgico recuerdo El Duende y El Telégrafo Constitucional de<br />

Santo Domingo.<br />

Con el resurgimiento de la prensa, en 1845, apareció el cuento, no en sus condiciones<br />

retóricas, pero sí en embrión. Eran los cuentos, los relatos burlescos contra los haitianos, de<br />

Manuel María Valencia, de Félix María del Monte, de José María Serra, de nicolás ureña de<br />

Mendoza, que circulaban en El Dominicano y demás voceros de la época.<br />

3 usamos el término cuento en su sentido más lato –sin rigurosos encasillamientos retóricos que obligarían a<br />

enfadosas explicaciones– y acogemos como cuentos lo que una crítica estricta, fuera de lugar en este caso, señalaría<br />

como un cuadro de costumbres, un relato, una narración, una anécdota, un episodio, un sucedido. Lo esencial es que a<br />

la forma indefinida del cuento se añada lo característico en esta antología: lo político, lo criollo. La propia definición de<br />

Bosch, maestro en la materia, “un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia”, ya revela de por<br />

sí lo difícil que será, en muchos casos, señalar los límites del cuento y el relato. Con razón dice Barba Salinas que “al<br />

escribir cuentos se corre el riesgo de caer en la narración o en el cuadro de costumbres”.<br />

4 El cuento breve, como se sabe, estuvo en boga, nuevamente, a fines del siglo pasado. En la revista El Lápiz, (S. D.,<br />

edición del 18 de enero de 1891), tan dada a esta clase de publicaciones, se reprodujo uno de los Cuentos cortos de Enrique<br />

Fontanills, de apenas 13 líneas.<br />

390


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

En ese trascendental período, que va de 1844 a 1865, lo antihaitiano constituye la nota<br />

autóctona predominante, pero sin exclusión de otros temas y de otras formas, más cerca del<br />

costumbrismo en boga en toda Hispanoamérica.<br />

En El Dominicano, aparecido a fines de 1845, se publicaron –además de los festivos<br />

relatos contra el haitiano– La Torre Negra, leyenda exótica, y una serie de anécdotas; en La<br />

Española libre, de 1852, A los gorrones, por Un Gorrero arrepentido; en El Progreso, de 1853, Un<br />

cuento burlesco, por Un Festañador, y se inició, en el mismo excelente periódico de nicolás<br />

ureña, la publicación de traducciones del francés: El premio de los pichones, de alejandro<br />

Dumas; Un misterio, M. Brown o el Posadero de Albany, Un vals de Strauss, por Jules Lecomte.<br />

En El Dominicano, de 1855, otra versión del francés, Diálogo de los árboles, de Bernardino<br />

de Saint Pierre, y asimismo, influidos por Larra, los artículos de costumbres Manía de la<br />

época, sobre “el continuo lamentarse” y Fisiología del miope. En 1856, en El Oasis, periódico<br />

de la juventud estudiosa, vio la luz la novela Elvira y Manfredo –a imitación de El Conde<br />

de Monte Cristo, de Dumas– que su autor definía: “Protesto seriamente que esta novelita<br />

no es más que pura invención; que el objeto que en ella me he propuesto es censurar el<br />

crédito ciego que aquí se acuerda a cualquier aventurero…” no faltaron entonces los<br />

cuentos versificados –al estilo de Fernán Caballero– como Las dos vecinas, Cuento en verso,<br />

publicado en El Dominicano en 1855. un lustro más tarde Federico Limas dio a conocer,<br />

en El Correo de Santo Domingo, su Alinoe, leyenda del Siglo XV, acerca del célebre fortín de<br />

La navidad. 5<br />

Las lecturas de novelas y cuentos se hicieron más amplias y comunes desde 1845. Se leía<br />

a los Hermanos Grimm; los Cuentos de hadas de andersen; Las mil y una noches; los cuentos de<br />

Perrault; los Cuentos fantásticos, de Hoffmann, en su edición madrileña de 1839; los Cuentos<br />

y poesías folklóricas de Fernán Caballero y los Cuentos de mamá, tradiciones granadinas, en 1853;<br />

las celebradas Tradiciones peruanas, de Palma, después de 1872, que tanto influirían en toda<br />

la américa, y entre nosotros en César nicolás Penson; las Escenas fantásticas de José Selgas,<br />

de 1876, que han sido puestas junto a los cuentos de Hoffmann y de Poe; y posteriormente<br />

las Cosas que fueron, cuadros de costumbres, de Pedro de alarcón, cuyo título reapareció<br />

en obra del hostosiano Emilio C. Joubert. Los Cuentos de Fernán Caballero, Tío Curro de la<br />

Parra y La oreja de Lucifer, podrían señalarse como antecedentes de algunos cuentos criollos.<br />

Los cuentos de Catulle Mendes se conocían en Santo Domingo por lo menos desde 1888:<br />

en el periódico El Orden, del 21 de enero de ese año, se publicó una versión española de su<br />

cuento Miss Carlino.<br />

El cuento dominicano propiamente dicho, retóricamente puro, se diría, no aparecía aún<br />

sino mediatizado por el cuadro de costumbres y por la anécdota.<br />

En 1865, al término de la Restauración, nuestra guerra con España, se inicia en la literatura<br />

dominicana el período indigenista, que alcanza hasta fines del siglo. En pugna con<br />

lo español se acude a lo indígena, tanto en la poesía como en la novela, la narración y el<br />

cuento, dando lugar a obras tan notables como las Fantasías indígenas, de José Joaquín Pérez;<br />

como el Enriquillo, de Galván; y otras obras menores lindantes con el cuento, como La bella<br />

Catalina, de apolinar tejera, y La boca del Indio, de alejandro Llenas. El tema indígena, por un<br />

5 Por entonces estuvo en Santo Domingo, como representante diplomático de España, don antonio María Segovia<br />

(El Estudiante), de quien se recuerda, en la Historia del romanticismo español, de allison Pears, la lectura, en el Liceo de<br />

Madrid, de Cuento romántico. Segovia publicó un Diálogo en el periódico dominicano El Eco del Pueblo, del 8 de marzo<br />

de 1857.<br />

391


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

tiempo olvidado, resurge luego en Toeya, de Virginia de Peña de Bordas, y particularmente<br />

en Indios, de Juan Bosch.<br />

El proceso histórico del cuento se halla en nuestras revistas literarias de fines del<br />

siglo pasado y principios del presente, de las que basta examinar las principales, aún sea<br />

ligeramente, en cada una de las etapas de ese período de nuestras letras, sin dudas el más<br />

brillante.<br />

La primera revista dominicana exclusivamente literaria fue Flores del Ozama, de 1859, de<br />

la admirable generación de los Meriño, García, Galván y Rodríguez objío; pero no fue sino<br />

años más tarde cuando el cuento empezó a aparecer regularmente en una revista dominicana:<br />

en El Lápiz, dirigida por José C. Pérez, cuya primera edición circuló en Santo Domingo el 18<br />

de enero de 1891. En sus páginas, profusamente ilustradas, se publicaron extensos extractos<br />

de las Memorias de la vida literaria, de los Goncourt; uno de los Cuentos cortos de Enrique<br />

Fontanills; Antonio Ruiz, Inmigrante útil y Tinglado Mártir, las pseudo biografías-burlescas de<br />

Gastón F. Deligne, que pueden tomarse como cuentos; el capítulo V de la novela Dolores, de<br />

José Ramón López, por entonces en Venezuela, en el exilio, pero ya con ánimo de volver a<br />

su Patria. En la edición de enero de 1892, de El Lápiz, figura su cuento No hay, que incluiría<br />

en Cuentos puertoplateños. Pero el periódico El Porvenir, de Puerto Plata, se le adelantó a El<br />

Lápiz. Fue el primero en publicar los cuentos de López: en su edición del 25 de abril de 1891<br />

apareció el cuento Muertos y duendes –tomado de La Opinión Nacional, de Caracas, del 10<br />

de marzo de 1891– y en la del 14 de mayo de 1892, En el cielo, también escrito en Caracas.<br />

Con ambos se inicia su obra Cuentos puertoplateños. En el glorioso periódico de Isabel de<br />

torres de vez en vez aparecía el cuento, entre ellos Cuento persa, anónimo, en la edición del<br />

22 de agosto de 1875; Los cinco dedos de la mano, cuento árabe, por Florián Pharaon, en la<br />

del 27 de agosto del mismo año; El cazador de elefantes, cuento persa, anónimo, en la del 3<br />

de junio de 1877.<br />

En febrero de 1892 desapareció El Lápiz y al siguiente mes nació la excelente revista Letras<br />

y Ciencias, de los ilustres hermanos Federico y Francisco Henríquez y Carvajal. no fue<br />

la ejemplar revista, de vida relativamente larga, rica en el cuento y la novela. En su etapa<br />

de 1892 a 1898 fueron escasas sus muestras de literatura narrativa. Valga al menos señalar<br />

que el primer cuento aparecido en Letras y Ciencias, en abril de 1893, después de un año de<br />

existencia, fue Toñín, de Virginia Elena ortea, que tanto se distinguiría como cuentista.<br />

otro escritor que podría incluirse entre los cuentistas dominicanos más fecundos, fue<br />

Rafael Justino Castillo, quien publicó en Letras y Ciencias algunos de sus olvidados cuentos,<br />

entre ellos, La casita verde, Su carta, Monólogo, Los tres amores. asimismo aparecieron en la<br />

revista Un Rey destronado, de Federico Henríquez y Carvajal; Coincidencia y Vieja historieta,<br />

de Rafael abreu Licairac; Angelina, de Fabio Fiallo; El Prisionero, de José Ramón López, no<br />

incluido en Cuentos puertoplateños; Suicidio, de Manuel Eudoro aybar; y La primera derrota,<br />

el celebrado cuento criollista de Carlota Salado de Peña, uno de los primeros en que se usó<br />

el lenguaje campesino. 6<br />

Las traducciones insertas en Letras y Ciencias fueron también escasas: Las naranjas, de<br />

alfonso Daudet, versión de C. n. Penson; El fin de una bandera, de octavio Feuillet; y El<br />

Proletario de la pluma, novela corta de arthur Zapp, versión castellana de Enrique Velez.<br />

6 A la introducción del lenguaje campesino en la literatura dominicana (1821) se refiere nuestro artículo Del habla<br />

dominicana, en el Boletín del folklore dominicano, S. D., n. o 1, 1946.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Muestra de las simpatías de que gozaban en Santo Domingo los grandes cuentistas franceses<br />

son las notas necrológicas de la revista acerca de la muerte de Guy de Maupassant,<br />

en 1893, y de alfonso Daudet, en 1897.<br />

El Hogar (1894-1895), de Fabio Fiallo, fue la revista que publicó en su época mayor número<br />

de cuentos exóticos, algunos de ellos traducidos por José Isaac Pou y por C. n. Penson:<br />

El Espejo, de Daudet; La Cantadora, de Manuel Reina; Alegrías lejanas, de René Maizeroy,<br />

traducción de Pou; El velo de la Reina Mab, de Rubén Darío; Después del duelo, Dulce dolor, Las<br />

apuestas, Los dos amantes, El Hada mentirosa, de Catulle Mendes, traducción de Pou; Mal por<br />

bien, de nicanor Bolet Peraza. El único amor, de Maupassant; La batida, de Georges ohnet,<br />

traducción de Penson; Pitoche, de Julio Dondon; Cuento, de Jules Lemoine; Las dos palomas,<br />

de Ivan turgueneff. Y es de advertirse que ninguno de los cuentos publicados en El Hogar<br />

aparece en la antología de mayor boga entonces a pesar de ser anterior a la revista: Cuentos<br />

escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos, Introducción y noticias literarias de<br />

Enrique Gómez Carrillo, París, Garnier Hermanos, 1893, que contiene cuentos de alejandro<br />

Dumas hijo, Daudet, Federico Mistral, Emile Zola, Jean Richepin, Judith Gautier, Paul<br />

Margueritte, Jules Lemaitre, G. Courtelines, F. Champsaur, a. Silvestre, Marcel Prevost,<br />

C. Mauclair, a. Scholl, R. Maizeroy, B. Bonnetain, Ch. Maurras, L. Hennique, M. Barres, L.<br />

Claudel, P. arene, J. Reibrach, H. Rebell, G. Sarrazin y H. Le Roux.<br />

En agosto de 1896 fue fundada en Santo Domingo la bella revista Ciencias, Artes y Letras,<br />

de Rafael Justino Castillo, Luis a. Weber y andrés Julio Montolío, en la que apareció frecuentemente<br />

el cuento, entre ellos El perdón y Un drama entre joyas, de Coppee; Poncio Pilatos, de<br />

anatole France; Drama en un acto, de Catulle Mendes; Mesa redonda, de Maupassant, traducción<br />

de Castillo; El ayuno, de Zolá; La partida de Billar; Cuento soñado, por Emilia Pardo Bazán;<br />

Una venganza, de Jacinto octavio Picón. Castillo traducía también a tolstoi. Por entonces se<br />

leía al celebrado Eça de Queiroz, como lo revela el ensayo crítico de Castillo, El Primo Basilio,<br />

inserto en una de las últimas ediciones de la revista, en 1897.<br />

En el siempre recordado Listín Diario, el periódico de mayor prestigio en la República<br />

durante más de medio siglo, se publicaron no pocos cuentos, entre ellos, en 1896, de Rafael<br />

Justino Castillo, Rafael a. Deligne, Rosa Smester, Eugenio Polanco y Velásquez, J. M. Rodríguez<br />

arresón.<br />

En agosto de 1898 vio la luz en Santo Domingo la magnífica Revista ilustrada, dirigida<br />

por M. a. Garrido y animada por el joven tulio Manuel Cestero, luego autor de La Sangre,<br />

que le dio generosa cabida a la literatura narrativa, tanto de autores nacionales como de<br />

extranjeros. En sus bellas páginas encontramos ¡Salvó su honor!, de Francois Coppee; tres<br />

cuentos criollos de andrés Freites, Cuento histórico, ¿Es soluble? y Un puesto de frutas; Una<br />

página de amor, de Federico Henríquez y Carvajal; La leyenda de Santa Hilda, de Contes a Madame,<br />

de Jacques normand; Los diamantes, cuento mitológico, de Virginia E. ortea; La pesca<br />

maravillosa y Emancipación, de Catulle Mendes; ¡Adiós!, de Maupassant; Julito, cuento sencillo,<br />

de R. octavio Galván; El fin de la novela, de ulises Heureaux hijo; Honor campesino, El sueño<br />

de una novia y Querella doméstica, de R. J. Castillo. 7<br />

La aparición de una revista como La Cuna de América, fundada en 1903, había de constituir<br />

poderoso estímulo literario. La espléndida presentación de La Cuna fue incentivo para que<br />

los cuentistas aparecieran asiduamente en sus bellas páginas, espejo de la vida literaria y<br />

7 La Revista Ilustrada vivió hasta 1900. Véanse los cuentos citados en las ediciones 1, 4-6, 10, 12-15, 19-21.<br />

393


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

galante de la época. Por ellas pasaron Freites Roques, Jesusa alfáu, amiama Gómez, C. n.<br />

Penson, Joaquín ulises alfáu, Renato de Soto, ulises Heureaux hijo, y de modo especial José<br />

Ramón López, cuyos cuentos vieron la luz en La Cuna antes de ser recogidos en su celebrado<br />

libro Cuentos puertoplateños.<br />

La magnífica revista Blanco y Negro, aparecida en Santo Domingo en 1908, fue entonces<br />

la publicación dominicana que llevó a sus páginas mayor cantidad de cuentos y de escritos<br />

exóticos diversos, traducciones admirables del Lic. C. armando Rodríguez y de otros. Entre<br />

los escritores extranjeros aludidos se contaron teodoro de Banville, Catulle Mendes, Jacques<br />

normand, Georges de Porto Riche, alfonso Daudet, Máximo Gorki, Roberto Bracco, oscar<br />

Wilde.<br />

La tendencia a lo francés que asoma en las versiones de Dumas, de Saint Pierre y de<br />

otros autores galos aparecidas en los primeros periódicos dominicanos, tenía, además del<br />

motivo literario, una razón histórica: en nuestros intelectuales del siglo XIX, particularmente<br />

en los de la primera mitad, predominaba la cultura francesa como consecuencia lógica de la<br />

dominación de Francia en Santo Domingo de 1801 a 1809, período en que las actividades del<br />

espíritu recibieron el renovador impulso de la autoridad francesa, y luego de la dominación<br />

haitiana, de 1822 a 1844, que de nuevo nos impuso la lengua francesa. Y a esto se agrega la<br />

circunstancia de que nuestro derecho se nutrió del derecho francés, de los Códigos napoleónicos,<br />

de la jurisprudencia francesa, que obligó a nuestros intelectuales al uso del francés como<br />

lengua científica; y no sólo para los abogados sino también para los médicos, muchos de los<br />

cuales hicieron su profesión o la perfeccionaron junto al Sena, como alejandro Llenas, Juan<br />

F. alfonseca, Francisco Henríquez y Carvajal y tantos otros. Pero todavía podría agregarse<br />

otra razón de nuestras simpatías por la Patria de Hugo: ya está dicho que Francia dominó<br />

toda la Isla, a dominicanos y haitianos, pero diferenciándonos, juzgándonos de otra raza más<br />

civilizada y tratando de evitarnos la perjudicial confusión entre ambos pueblos.<br />

El francés, nuestra lengua científica, fue, pues, en cierto modo, nuestra lengua literaria.<br />

nuestro romanticismo fue francés, incluso en el aspecto político, y tan sólo español en parte<br />

del aspecto literario. La lengua, el espíritu de Francia, lo teníamos por todas partes, pero sin<br />

menoscabo de nuestra entrañable hispanidad.<br />

El cuento francés, desde los de Voltaire hasta los de Catulle Mendes, tuvo gran boga en<br />

Santo Domingo, y asimismo los del norteamericano Edgard Poe: el nombre de uno de sus<br />

cuentos, Ligeia, es el de una encantadora mujer criolla. Graciela, la novela de Lamartine, popularizó<br />

entre nosotros ese bello nombre. así se originaron otros tantos nombres de nuestra<br />

onomástica romántica, particularmente inspirados en los libros que nos llegaban de Francia,<br />

Patria del cuento, como la llama Gómez Carrillo.<br />

Ya bien entrado el siglo presente, en 1914, en su artículo Gustavo Adolfo Mejía y Mi libro<br />

de Cuentos, Vigil Díaz señalaba las influencias extrañas prevalecientes en los cuentistas<br />

dominicanos de la época: “Su arte sobre todas las cosas –decía– tiene la claridad ateniense<br />

y el simbolismo embrujador del itálico D’annunzio y de los inolvidables galos Flaubert y<br />

alfonso Daudet. El procedimiento nuevo y pictórico de sus cuentos es el mismo del exquisito<br />

mago Mendes, mezclado con el descriptivo de Zola, Balzac y el psicológico Díaz Rodríguez,<br />

Maupassant y el viejo león siberiano tolstoi”. Y agregaba otros nombres: Hoffman, Poe,<br />

anatole France, Verlaine, Lorrain, Pierre Louys, Ibsen.<br />

Pero la influencia francesa en nuestras letras no nos era privativa sino de toda la América.<br />

Los sucesos regionales, las guerras, las revoluciones y demás incidencias de la vida americana<br />

394


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

suministraron a los novelistas –y cuentistas– como señala Mariano La torre, “episodios y<br />

tipos ajenos a la influencia europea y han hecho del cuento o novela corta de América un<br />

género evidentemente autóctono”. Pero si Europa dio la técnica –agrega– américa dio el<br />

motivo desarrollado con esa técnica.<br />

Al margen de las influencias exóticas, en la literatura narrativa se da el caso frecuente de<br />

la reelaboración de temas. así, por ejemplo, el cuento De gato y gallina, de Luis a. Bermúdez,<br />

publicado en 1895, no es más que la reelaboración del cuento Marrero, aparecido en El Dominicano,<br />

de Santo Domingo, del 15 de febrero de 1846; la narración Una decepción, de Manuel<br />

de Js. Troncoso de la Concha, es amplificación de Los gobiernistas, de Joaquín M. Bobea; y la<br />

anécdota Mentalidad guerrillera, también de troncoso de la Concha, apareció antes en una de<br />

las Serpentinas de José Ramón López. a su vez en los cuentos de López hay claras reminiscencias<br />

de los de Luis de taboada. El delicioso cuento Las cerezas, de Fabio Fiallo, es trasunto de<br />

La Oropéndola, de andre theuriet. José Ramón López, además, se contó entre los numerosos<br />

usufructuarios de la maravillosa cantera de El Conde Lucanor: el cuento de lo que le contesció a<br />

un hombre bueno con su fijo y un asno, aprovechado nada menos que por Lafontaine, lo utilizó<br />

López en su cuento La opinión pública. Los divertidos cuentos del portentoso Tomás Carite,<br />

publicados por Bermúdez en 1895, se inspiraron en las Aventuras del Barón Munchhausen o<br />

Aventuras del Barón de la Castaña, de popularidad universal. El cuento que se le atribuye al<br />

dominicano amable nadal, de pies irregulares; que al serle robados sus zapatos exclamó<br />

¡Ea Dios, que le sirvan!, no es más que una adaptación o repetición del siguiente cuento de<br />

timoneda, del Siglo XVI: “Hurtando a un capitán en Flandes de su aposento unos borceguíes<br />

hechos de molde para sus pies, porque los tenía lisiados y tuertos, hallándolos menos, dijo:<br />

¡Plega a Dios que le vengan bien a quien me los hurtó!”<br />

Esa licencia de la reelaboración literaria, que a veces degenera en imitación servil y<br />

en plagio, es bien antigua: sabido es que tirso de Molina, vecino de Santo Domingo por<br />

el 1618, tomó del Bocaccio, para Los cigarrales de Toledo, “argumentos y situaciones de sus<br />

cuentos”.<br />

Durante largos años el ámbito de nuestras letras fue semejante al de Venezuela. La<br />

política, que influye poderosamente en lo literario, que en las Patrias de Duarte y de Bolívar<br />

tiene notorio parentesco, creó, propiamente, la modalidad prevaleciente en el cuento<br />

criollo, lo político, tanto en los que nacieron en Venezuela bajo la dictadura de Guzmán<br />

Blanco como en los que surgieron en Santo Domingo en tiempos de la dictadura de ulises<br />

Heureaux.<br />

En todo el Siglo XIX las relaciones intelectuales entre Santo Domingo y Venezuela<br />

fueron bien intensas: en sus comienzos residió aquí, junto a sus parientes dominicanos,<br />

Rafael María Baralt –que también fue costumbrista– y al finalizar la Centuria y a<br />

principios de la siguiente, sus compatriotas Eduardo Scanlan, Rufino Blanco Fombona,<br />

andrés a. Mata, Manuel María Bermúdez Ávila, Juan antonio Pérez Bonalde, Manuel<br />

Flores Cabrera.<br />

Y a su vez los dominicanos, atraídos por el ambiente cultural de Caracas, o empujados<br />

por el oleaje político, se radicaban allí y terciaban en las lides literarias, entre ellos José Ramón<br />

López, que se distinguiría como cuentista en sus Cuentos puertoplateños; tulio Manuel<br />

Cestero, en su novela La Sangre, Una vida bajo la tiranía; Víctor M. de Castro, en el relato<br />

anecdótico, en Cosas de Lilís; el poeta y cuentista Fabio Fiallo, quien publicó en Casacas, en<br />

1902, su Primavera sentimental, con prólogo del celebrado estilista venezolano Manuel Díaz<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Rodríguez; Manuel Eudoro aybar, que desde allá enviaba sus cuentos y poesías. a su regreso<br />

de Venezuela, Víctor M. de Castro abrió el camino a la inagotable cantera de anécdotas<br />

políticas del Presidente Ulises Heureaux, la figura de mayor atracción en el anecdotario<br />

dominicano. a sus Cosas de Lilís (1919) siguieron Otras cosas de Lilís (1921), de Gustavo<br />

E. Bergés Bordas; en 1943 apareció, enriquecida por nuevos testimonios de personas que<br />

conocieron a Lilís, la obra del venezolano-dominicano Horacio Blanco Fombona, El tirano<br />

Ulises Heureaux; en 1955 circuló la segunda edición de Anédoctas de Ulises Heureaux, por su<br />

compueblano augusto Vega; y al siguiente año Lilís y Alejandrito, de Vigil Díaz. a estas<br />

obras puede agregarse nuestro reciente libro Cancionero de Lilís, poesía, dictadura y libertad,<br />

que incluye no pocas anécdotas de Heureaux.<br />

Los escritores venezolanos, cuentistas y costumbristas, predominaban, junto con los<br />

franceses, en las revistas y periódicos dominicanos, a través de sus grandes revistas, El Cojo<br />

Ilustrado y Cosmópolis. así hallamos en la prensa dominicana a urbaneja achelpohl y Pedro<br />

C. Dominici, en Letras y Ciencias, en 1894 y 1895; y asimismo a nicanor Bolet Peraza, a andrés<br />

a. Mata, a Zumeta, cuyo cuento, Una cicatriz, fue muy alabado por andrés Julio Montolío<br />

en su encomiástico artículo César Zumeta.<br />

Quien lea los cuentos de política, de Venezuela y de Santo Domingo, comparativamente,<br />

advertirá la estrecha identidad que hay en ellos; la misma raíz les une con escasas diferencias<br />

de nombres, de lugares y de estilo. Bastará para comprobarlo la lectura de Andanzas<br />

de un guerrillero, de Carlos Paz García; de Revolucionarios urbanos, de Miguel Mármol; de La<br />

Delpinada, crónica del ocaso de Guzmán Blanco, de Pedro Emilio Coll, todos de la época de<br />

El Cojo Ilustrado, de 1892, y de Cosmópolis, de 1894 en la que colaboraban los dominicanos<br />

José Ramón López y Manuel Eudoro aybar.<br />

Los Cuentos de acero, de Jorge Borges, publicados en 1924, que son como parte viva de<br />

la siniestra biografía del tirano Juan Vicente Gómez, corren parejos con estos Cuentos de<br />

política criolla. 8<br />

Claro que las influencias literarias se producen en cada escritor según su temperamento:<br />

en Fabio Fiallo, el poeta y cuentista, prevalece la influencia francesa directamente o a través<br />

de sus amigos de Venezuela; en José Ramón López, el cuentista, predomina la influencia<br />

venezolana, la contaminación literaria de sus gratos días caraqueños, hasta su retorno a su<br />

Patria, en 1896, época precisamente en que, en boga el cuento en Venezuela, también está<br />

en boga en Santo Domingo.<br />

El proceso histórico del cuento dominicano había de tener –parecerá increíble– colapso<br />

lamentable: tras su última floración, particularmente en la recordada revista Bahoruco, de<br />

Horacio Blanco Fombona, el cuento perdió vitalidad, y quedó disperso, esporádico, aventado<br />

por la tormenta política para darle paso al discurso político, al artículo político, a las<br />

excrecencias políticas que eran precio de la vida del hombre de letras. Juan Bosch, cuyo<br />

surgimiento como cuentista constituyó un acontecimiento literario –saludado proféticamente<br />

por Pedro Henríquez ureña, entonces en su Patria– dejó el país para brillar y triunfar<br />

rotundamente en otras playas. tomás Hernández Franco perdió lo mejor de su edad y de<br />

su talento prodigioso en la vana escribanía política. Ramón Marrero aristy, el sorprendente<br />

autor de Balsié y de Over, fue absorbido por la infanda política que le costó la vida, y así<br />

8 algunos de estos Cuentos de política criolla se asemejan, por su factura e intención, a La baja, del uruguayo Javier<br />

de Viana. Los que reflejan nuestras luchas revolucionarias se relacionan, asimismo, con los Cuentos militares del chileno<br />

olegario Lazo y con los Cuentos de la guerra de Secesión, del norteamericano ambrosio Bierce.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

tantos otros que se desviaron de las bellas letras arrastrados por las contingencias sociales<br />

del país en las últimas tres décadas.<br />

Huelga tratar aquí de los cuentistas dominicanos ya consagrados por don Sócrates nolasco<br />

en su admirable Antología del cuento dominicano, en cuya jugosa y atildada introducción<br />

se encarecen los méritos de cada uno: de Julio acosta hijo, Manuel del Cabral, néstor Caro,<br />

Hilma Contreras, Rafael Damirón, G. a. Díaz, Virgilio Díaz ordóñez, Fabio Fiallo, Federico<br />

García Godoy, Máximo Gómez, Federico Henríquez y Carvajal, Max Henríquez ureña, Pedro<br />

Henríquez ureña, tomás Hernández Franco, antonio Hoepelman, Miguel a. Jiménez,<br />

Ramón Emilio Jiménez, Ramón Lacay Polanco, angel Rafael Lamarche, José Ramón López,<br />

Ramón Marrero aristy, Miguel angel Monclús, Francisco E. Moscoso Puello, Virginia Elena<br />

ortea, Virginia de Peña de Bordas, José Joaquín Pérez, José María Pichardo, Freddy Prestol<br />

Castillo, José Rijo, Manuel de J. troncoso de la Concha, Julio Vega Batlle y otilio Vigil Díaz.<br />

También figura en la obra el propio antologista, sin disputa uno de los mejores cuentistas<br />

dominicanos.<br />

Es de imaginarse la desazón cívica que se producía ante la imposibilidad material de<br />

incluir a Juan Bosch en una Antología, ya que su nombre era de los prohibidos en las dos últimas<br />

décadas. Bosch, de estilo y maestría paralelos a Horacio Quiroga –cuyo famoso cuento<br />

A la deriva no supera a algunos del dominicano– acaba de reintegrarse honrosamente a su<br />

Patria. Y ya empieza a enriquecer su bibliografía con sus magistrales Cuentos escritos en el<br />

exilio y Apuntes sobre el arte de escribir cuentos. a la calidad egregia de estos Cuentos se añade<br />

el valor e importancia del ensayo que les precede, básico en la materia.<br />

El cuento tuvo gran boga e importancia en la vida dominicana, tanto en la urbana como<br />

en la rural, en el pasado. El cuento es hijo mimado del ocio, y en el pueblo dominicano de<br />

antaño el ocio era el fruto cotidiano de la haraganería y la pobreza. Donde hay gente ociosa<br />

ahí está el cuento, chisporroteando contra los hielos del aburrimiento. En las tertulias de la<br />

vieja Ciudad Romántica nacieron, por el 1890, las Cosas añejas de Penson, y en las veladas<br />

campesinas se renovaron los inacabables repertorios de Juan Bobo y Pedro animales. 9<br />

El cuento, pues, sinónimo de mentira, de invención, aparece repetidamente en esa modalidad<br />

del idioma que podría llamarse la jerga picaresca. Cada expresión se explica por sí<br />

misma: Vivir del cuento, no me vengas con cuentos, Va de cuento, El cuento del tío, Déjate<br />

de cuentos, ¿no me cuentes?, a cuento, Está en el cuento, Como me lo contaron te lo cuento,<br />

Es un cuento muy largo, Como se lo cuento, Ese es un cuentista, Esos son cuentos, no estoy<br />

para cuentos, ahí está el cuento, Esos son cuentos de camino, Ese hombre es un cuento, Del<br />

cuento la mitad, Cosa de no contar, Vaya con el cuento, Ese es un cuento, Embustes y cuentos<br />

de uno nacen ciento, El cuento para que sea cuento es preciso que venga a cuento, Me salió<br />

con un cuento, aplícate el cuento, Hacer un cuento a lo vivo, adornar un cuento, Cuentan y no<br />

acaban, te voy a contar un cuento, Cuéntame, Colorín colorado este cuento se ha acabado…<br />

Cada momento, cada situación, cada ambiente, tiene su clase de cuento, ya que su diversidad<br />

es infinita. Hay, así, los cuentos de aparecidos, de viejas, de muertos, de velorios,<br />

de misterios, de magia, de brujerías, fantásticos, maravillosos, prodigiosos, moralizantes,<br />

9 Los cuentos de Juan Bobo y Pedro animales fueron recogidos por Manuel José andrade en su valiosa obra Folklore<br />

de la República Dominicana, Santo Domingo, 1948, 2 vols., 622 págs. La edición original, en inglés, se publicó en nueva<br />

York en 1930: Folk-lore from the Dominican Republic. Véase, además, terrence Leslie Hansen, The types of the Folktale in<br />

Cuba, Puerto Rico, the Dominican Republic and Spanish South America. university of California Press, Los Ángeles, 1597,<br />

202 págs. (Folklore Studies, 8).<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

sacro-profanos, cómicos, de camino, 10 de política, militares, de revoluciones, históricos, galantes,<br />

poéticos, viejos, idealistas, románticos, sentimentales, de salón, campesinos, típicos,<br />

criollos, indígenas, picarescos, rurales, urbanos, provincianos, psicológicos, legendarios,<br />

alegóricos, novelescos, anecdóticos, sociales, costumbristas, tradicionistas, literarios, populares,<br />

folklóricos, de adivinanzas, de encantamientos, de madrastras, del diablo, humanos,<br />

de animales, infantiles, de suegras, espirituales, realistas, filosóficos, sucios, colorados, color<br />

de rosa, color de cielo, de todos colores, de frases versificadas y cantadas, encadenados,<br />

acumulativos, de nunca acabar…<br />

El cuento, la anécdota, el apólogo, la fábula, se confunden a veces. Con apariencia de<br />

cuento se hace el más verídico relato; con apariencia de anécdota se inventa no más que un<br />

cuento. Pero lo que interesa en este libro no es propiamente el hecho en sí, real o fantástico,<br />

sino la obra literaria, por una parte, y por la otra lo psicológico, la manifestación de la<br />

psicología criolla en el escabroso terreno de la política. Lo picaresco de la política es la gran<br />

sementera del cuento criollo. Y, es claro, el cuento es la mejor expresión de ese sustancial<br />

aspecto de nuestra sociología.<br />

Podría decirse que el verdadero cuento dominicano, autóctono, es el de las revoluciones,<br />

porque es el que, hasta ahora, ha revelado mejor el ambiente, lo típico, la psicología<br />

dominicana en uno de los aspectos más dramáticos de su historia: las contiendas civiles<br />

10 El cuento de camino –que se remonta a El sobremesa y alivio de caminantes, de Juan de timoneda– merece mención<br />

particular, lo que justificará la reproducción de este extenso párrafo del discurso pronunciado por el Dr. Federico<br />

Henríquez y Carvajal en su ingreso en la academia Dominicana de la Lengua, publicado en Clío en mayo de 1933:<br />

“Hay un cuento corto y a veces recortado, no de difícil cultivo y apenas cultivado, que permanece aún al margen<br />

de la literatura vernácula, el cual procede de un hecho –un sucedido– casi siempre imaginario. Cuento de camino se le<br />

llama y tuvo su origen, sin duda, en el relato con que un viandante, o un romero, entretiene a la caravana en las horas<br />

largas de un viaje a pie o en asno cansino.<br />

“El cuento de camino, hecho, episodio, paso o incidente, es una breve parcela en la ruta de la vida. Carece de descripciones.<br />

Campestre, rara vez urbano, es su ambiente y su escenario. Lo sucedido es siempre cómico; por excepción,<br />

dramático; nunca trágico. La escena se llena, en la mayoría de los casos, con un solo personaje. En ocasiones actúa en<br />

el cuento una pareja. Esta ha solido ser un dúo amartelado: él y ella.<br />

“Diéronle pasto y auge algunos hechos, hiperbolizados por la fantasía tropical, que provenían de la lucha armada<br />

entre los bandos políticos, en la segunda mitad de la decimonona centuria. Pero ha caído en desuso y va cayendo en<br />

olvido. Son gajes del progreso. El automóvil y la carretera resultan incompatibles con el cuento de camino…<br />

“Coetáneos fueron –por una extraña coincidencia– los más distinguidos cuentistas de los celebrados y a veces<br />

repetidos cuentos de camino. Eran tres, no más, y habían visto la primera luz de la vida, al amor del dulce hogar,<br />

cuando corría el segundo lustro de la segunda mitad del siglo XIX. Dato curioso: meciéronse sus respectivas cunas<br />

–como para complacer, al mismo tiempo, a las tres regiones que integran el territorio dominicano– en sendos puntos<br />

cardinales de la rosa de los vientos: Este, Sur y norte.<br />

“Con efecto: alejandro Woss y Gil oyó su canción de cuna en concierto con los dos ríos que cruzan la llanura<br />

en donde se posa, como un ave, la villa de la Santa Cruz del Seibo; Francisco Leonte Vásquez oyó la suya, no menos<br />

pastoril, en Moca, la villa heroica y jardín de Ceres, ubicada en el gran valle de La Vega Real; y Deogracias Martí, a su<br />

turno, en la urbe trinitaria y capitolina, Santo Domingo de Guzmán, que ha sido y es la Ciudad Primada de las Indias<br />

y acaso torne a ser la atenas del nuevo Mundo.<br />

“El ingenio floreció a menudo en cada uno de los tres destacados cuentistas. Pero el ingenio, florecido en cada<br />

uno de ellos, en cada cual se distinguió por una cualidad característica. El humorismo fue la nota dominante en el<br />

cuento regocijado del cuentista mocano. El tono agridulce, burlesco, a veces satírico e intencionado siempre, predominaba<br />

en el cuento o sucedido del agudo cuentista capitaleño. El cuentista seibano –el cual podría ser considerado<br />

también como santiagués pues en Santiago vivió de niño y de adolescente– con un ingenio de más intensa filosofía<br />

de la vida y de más extensa cultura literaria, había logrado armonizar la ironía sajona, fina hoja de un estilete, con la<br />

gracia andaluza, hecha de sal, de miel y de vino.<br />

“El cuento de camino, breve o comprimido, ha sido de referencia, jamás de lectura. Solía surgir, como un relámpago<br />

o una exhalación en el cruce de dos calles, o en el encuentro sobre la misma ruta campestre, y ponía a veces una gota<br />

de miel, un grano de sal o un rayo de sol, en el insípido y en el nebuloso palique de la tertulia nocturna.<br />

“Pero –¡y es lástima grande!– el cuento de camino ha caído en desuso y va cayendo en olvido. Ya lo dije: con ese<br />

cuento son incompatibles los automóviles y las carreteras. Ello no es óbice, claro es, para recoger –como dádiva de la<br />

memoria que los antiguos oyentes de los citados cuentistas le hagan al folklore dominicano– algunos de los mejores para<br />

ser conservados, en un florilegio, como flores espirituales del ingenio de los tres cuentistas de los cuentos de camino”.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

que se inician en 1844 y que llegan muy cerca del presente. De lo prevaleciente en<br />

cada país nace lo mejor de su literatura. La Sangre, que corresponde a su subtítulo,<br />

Una vida bajo la tiranía, que es una de las mejores novelas dominicanas, recoge el eco<br />

de las revoluciones anteriores a la muerte del Presidente Cáceres. Y aún antes, la obra<br />

de Galván, proclamada como la más notable de la literatura dominicana, no es sino<br />

la novela de la revolución de Enriquillo. al mismo género revolucionario pertenecen La<br />

Mañosa, novela de las revoluciones, de Juan Bosch, y asimismo los galdosianos episodios<br />

del Dr. Max Henríquez ureña, La Independencia Efímera y La Conspiración de Los Alcarrizos,<br />

de las más bellas y mejor logradas obras dominicanas. El cuento dominicano por<br />

excelencia, el de más jugo, ha sido el de las revoluciones, que empieza a florecer por el<br />

1895. En los anteriores predominaba el costumbrismo: más que cuentos eran cuadros de<br />

costumbres. Luego, tras el cuento influido por franceses y venezolanos, llegó a su más<br />

brillante período, al predominio del cuento campesino, por obra, de modo particular,<br />

de Juan Bosch, de vivo acento dramático. 11<br />

Del examen de las antologías del cuento en la américa hispana se llega a la conclusión de<br />

que la política prevalece en ellas, más que en toda otra parte, en Santo Domingo, Venezuela<br />

y México, que es donde la lucha política, revolucionaria, ha sido más intensa. 12<br />

¿Pero cómo y cuándo apareció nuestro cuento de política criolla? nació sin dudas con<br />

las contiendas políticas entre santanistas y baecistas, como en este cuento publicado en el<br />

valiente periódico El Eco del Pueblo, de Santo Domingo, en diciembre de 1856, días de enconada<br />

persecución del baecismo contra el santanismo, y que parecería tomado del Sobremesa<br />

y alivio de caminantes.<br />

Un cuento<br />

Había en cierta ciudad un loco a quien mordió cierto día un perro.<br />

El pobre hombre no dio queja alguna al dueño del fiero animal, aunque formó proyecto de vengarse<br />

cuando se le presentase la ocasión oportuna: a este fin echó mano de una lanza con la que anduvo<br />

armado de ese día en adelante, hasta que halló la ocasión oportuna de ejercer una venganza.<br />

Una fuerte herida puso fin a los días del animal mordedor.<br />

El dueño del perro elevó inmediatamente la queja ante el Alcalde, y este Magistrado hizo comparecer<br />

al loco.<br />

11 El tema campesino, lo campesino, puesto de moda en los últimos años –particularmente por Bosch– combatido<br />

por el celebrado crítico Pedro R. Contín aybar, ha sido defendido por Julio acosta hijo (Julín Varona) en su artículo Lo<br />

campesino en la tendencia del cuento dominicano, en el periódico La Opinión, S. D., 7 de junio de 1938.<br />

12 El cuento dominicano, picante, anecdótico, agudo, chispeante, a veces más travesura que cuento, campeó casi<br />

como única preocupación intelectual en el formidable grupo de políticos y de hombres de armas, habitualmente ociosos,<br />

que formaban en La Vega, tres décadas atrás, Quero Saviñón, Manuel Sánchez, Moreno Piña Zenón de los Santos, a los<br />

que se unían el Doctor Morillo, José Manuel Lara –Pochón–, Manolito Fernández, Pepe Álvarez –Cometón, que vivían<br />

inventando cuentos, de los que ellos mismos eran, tantas veces, los protagonistas. no quedaban atrás, en Santiago, César<br />

Perozo, Vicente y Cesar tolentino, Panchito Pereyra –enlazado a la familia del genial Juan antonio alix– quien fue el<br />

más extraordinario cuentista oral de su tiempo en el Cibao, cuyos cuentos se confundían con sus propias anécdotas.<br />

Perozo, como un García Sanchiz criollo llegó a ir de teatro en teatro, por el Cibao, haciendo cuentos, muchos de su<br />

propia cosecha, a veces bien divertidos. tomás Hernández Franco merece mención aparte: era el cuentista nato, de<br />

imaginación desorbitada, que no sólo escribió cuentos y relatos apasionantes, como Deleite, la extraordinaria historia de<br />

un caballo, sino que, además, en su chispeante conversación lo convertía todo en un cuento. otro hacedor de cuentos,<br />

en San Francisco de Macorís, fue el abogado Manuel R. Castellanos –Nonón– cuya especialidad era lo pornográfico.<br />

En Santo Domingo debemos recordar, entre los vivos, al poeta y abogado don Porfirio Herrera, quien posee un gran<br />

caudal de cuentos que sabe decir con gracia y donosura.<br />

399


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Impasible y silencioso oyó el pobre hombre las reconvenciones del Juez, hasta que entre otras<br />

observaciones, le hizo la pregunta de que por qué en vez de darle tan fuerte herida no le había dado<br />

un golpe con el asta de su lanza.<br />

El loco entonces rompiendo el silencio contestó: yo no le di con el asta, porque él no me mordió<br />

con el rabo.<br />

Los que dicen hoy que se ataca demasiado a los hombres del pasado, los que nos critican que agucemos<br />

la lanza contra tanto perro mordedor, respondemos: ¿Nos mordieron ellos con el rabo?<br />

Cuentos y relatos de política criolla, o Antología de costumbristas dominicanos, serían<br />

títulos quizás más apropiados para este libro, pero su limitación nos hace preferir el de<br />

Cuentos de política criolla. Por esa estricta limitación figuran aquí tan solo algunos de los<br />

cuentistas que abrevaron en el agitado manantial de la política criolla: José Ramón López,<br />

los olvidados Joaquín María y Lorenzo Justiniano Bobea, Víctor M. de Castro, Manuel<br />

de Js. troncoso de la Concha, otilio Vigil Díaz, Ramón Emilio Jiménez, Rafael Damirón,<br />

Jafet D. Hernández, Max Henríquez ureña y agustín aybar, de quienes se habla en otras<br />

páginas. Quizás huelgue explicar la ausencia, en esta antología, de cuentistas de la última<br />

generación: basta apuntar que en las últimas décadas no era fácil que ningún escritor se<br />

expusiera a las torcidas interpretaciones a que podía prestarse un cuento político. Y al<br />

callar llaman Sancho. 13<br />

Se trata, en fin, de cuentos escritos a la manera antigua –todavía lejos del cuento moderno,<br />

sujeto a las leyes esbozadas por undurraga– más bien como un relato en que la preocupación<br />

mayor es el rasgo final, la salida ingeniosa, que es paradójicamente el punto de partida del<br />

cuento, su motivo inspirador.<br />

La Sociología podría extraer de cada uno de estos cuentos un prototipo, un arquetipo<br />

criollo: el de la malicia –en sus diversas modalidades: el marrullero, el socarrón, el conservador,<br />

el oportunista o vividor–; el de la incivilidad, el de la ignorancia, el de la fanfarronería,<br />

el del valor, el de la hombría de bien, el del desinterés, el del civismo; lacras y virtudes de<br />

nuestro pueblo.<br />

El cuento de política criolla, pues, es el mejor espejo de nuestra barbarie civil, de la peste<br />

revolucionaria que una y otra vez, casi de modo permanente, agostó la República. Si alguno de<br />

estos cuentos, por contener demasiada verdad, nos causa asombro o espanto o sonrojo, valdrá<br />

seguramente como incentivo para que el cuento no se repita. No se justificaría la publicación de<br />

13 al margen de los cuentistas cabría mencionar a los que fueron y son aún objeto de la mayor cantidad de cuentos,<br />

de atribuciones, de acumulos, como dice el pueblo: Lilís, el valiente e ingenioso Presidente ulises Heureaux y varios de<br />

sus más leales amigos, alejandro Woss y Gil, el todopoderoso Gobernador de Samaná General alejandro anderson y<br />

el General Eugenio Miches, que inspiraron sendos libros, Lilís y Alejandrito, por Vigil Díaz, Macabón, por Luis Bourget, y<br />

Cosas viejas, por Francisco Elpidio Beras. Lilís, a su vez, era un maravilloso hacedor de cuentos, recargados de malicia y de<br />

intención. Con un cuento, y nada más, amonestaba en muchos casos o resolvía algún problema político. a los que publicaran<br />

contra él una copla subversiva les hacía un cuento; a los que le aconsejaban que ya debía abandonar el Poder, les hacía<br />

uno de sus más divertidos cuentos, en los que ponía su simulado acento campesino, blando y pausado, incomparable en<br />

la persuasión. Como había sido hombre de pelea desde la mocedad, en los días de la Restauración, había atesorado ese<br />

inmenso caudal de cuentos que surgen en los campamentos, en las largas horas de tregua. De ahí nacía, en los militares<br />

dominicanos, esa viva afición al cuento. De ahí que muchas hazañas militares no fueran sino cuentos del vivac.<br />

Lástima que no se hayan recogido algunos anecdotarios ya en trances de desaparición: el del Cantor del Yaque,<br />

Juan antonio alix, y el del matrero Gollito Polanco, en Santiago; el de los dones, en La Vega; el del Parque Colón, en<br />

Santo Domingo, sin dudas el más rico de todos y de mayor interés político.<br />

En su reciente ensayo, Contribución de Latinoamérica al cuento de Occidente, publicado en la ya afamada revista<br />

Espiral, del admirable Clemente airó (Bogotá, 86, 1963), antonio undurraga hace esta honradora mención, tras de<br />

hablar de t. M. Cestero y de Bosch: “otro cuentista dominicano singular es Virgilio alejandro Díaz Grullón”.<br />

400


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

este libro si no contuviera alguna intención social, de reforma, de la enmienda en todos los<br />

órdenes de que está menesterosa la sociedad dominicana.<br />

Como el destino del cuento es deleitar, que el lector disfrute aquí de algún deleite: al<br />

menos el de las emociones de nuestra tragicomedia cotidiana de antaño.<br />

Y a la vez aprenderá no pocas cosas divertidas o graves o desconcertantes de nuestra<br />

Sociología. Contribuir a su conocimiento es también objeto de este libro, quizás bien oportuno<br />

en esta hora de la vida dominicana en que lo político satura sus más hondos estratos y en<br />

que pugna, como siempre, pero quizás inútilmente, por prevalecer sobre el desinterés, sobre<br />

la civilidad y el patriotismo, que a la postre habrán de imponerse en la República.<br />

401


JOSÉ RAMÓN LÓPEZ<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

nació en Montecristi el 3 de febrero de 1866, hijo de José María López Escarfulleri y de Juana Lora.<br />

Habiéndose trasladado a Puerto Plata en los primeros años de la infancia, se consideró siempre<br />

puertoplateño. Perteneció a la viril juventud adversa a la dictadura de ulises Heureaux. El 29 de<br />

julio de 1885 se evadió de la cárcel de Puerto Plata, junto con agustín Morales y Juan Vicente Flores,<br />

yéndose luego a Venezuela, donde se dedicó al periodismo. a su regreso al país por el 1896, fue<br />

Secretario particular del Presidente Heureaux, Lilís, maestro en el arte de ganarse a sus más enconados<br />

adversarios, gran hacedor de cuentos: podría decirse que en el subconsciente de José Ramón<br />

López había un Lilís, picaresco y parabólico, psicólogo y sociólogo consumado, como lo demostró<br />

en su importante ensayo La alimentación y las razas, en sus cuentos y en los innumerables artículos<br />

políticos que publicó en la prensa dominicana hasta vísperas de su muerte.<br />

Fue uno de nuestros más sagaces periodistas. Intervino activamente en la política, llegando a ocupar<br />

una curul de Senador. Murió en la ciudad de Santo Domingo el 2 de agosto de 1922.<br />

obras: La alimentación y las razas (1898), reproducida en Revista dominicana de cultura, n. o 1, 1955;<br />

La paz en la República Dominicana, 1915; Cuentos puertoplateños, 1904; Nisia, novela, 1898; Manual de<br />

Agricultura, 1920; Geografía de Santo Domingo, 1915; Dolores, novela, Capítulo V en la revista El Lápiz,<br />

Santo Domingo, de julio de 1891; La República Dominicana, 1906; Censo y catastro de la común de Santo<br />

Domingo, 1919.<br />

Los cuentos de López reproducidos aquí proceden de Cuentos puertoplateños, salvo La política cimarrona<br />

y Moralidad social, tomados de la revista La Cuna de América, S. D., 1904, pp.358 y 534.<br />

Al pobre no lo llaman para cosa buena<br />

El vale Juan era mendigo habitual y vivía en la sección de los Mameyes.<br />

una mañana lo encontré en la población mejor ataviado que de costumbre. Llevaba una<br />

camisa de listado muy aplanchada, un pantalón de fuerte azul bien limpio, y montaba un<br />

buey de silla, con aparejo nuevo y una jáquima muy blanca pasada por el narigón.<br />

—Vale Juan –le dije, empuñando su única mano– ¿cómo va?<br />

—ahí entreverado –me contestó.<br />

—Pues, ni tan mal es, a juzgar por las apariencias. Hoy parece usted un potentado rural.<br />

—Es que ya yo estoy muy escamado y sé lo que les espera a los pobres. Me mandó a<br />

buscar don Francisco y me dije: pues me pongo los trapitos de cristianar y arreglo a Bonito<br />

que parezca el buey de un Presidente. Y así me he puesto.<br />

—Hombre, qué idea tiene usted de los pobres…<br />

—Es que la gente no sabe distinguir, y yo no quiero que me confundan. Hay dos clases<br />

de pobres. Pobres a nativitate y pobres de mala fortuna. Los primeros, aunque hayan de<br />

heredar riquezas, nacen pobres.<br />

un individuo haragán, estúpido o sinservir, siempre es pobre a nativitate, y aunque ría<br />

por primera vez entre plumas y bordados, acabará llorando.<br />

—¿Y los otros, cómo son; vale Juan?<br />

—¡Los otros son como yo, caramba! que nada me ha valido para salvarme. ¿Quién salva<br />

a uno de que lo metan a soldado y en una pelea lo dejen manco? Porque yo, si hubiera<br />

podido desertar sin peligro lo hubiera hecho; pero si desertaba, me cogían, me amarraban<br />

y por primera providencia mandaban a fusilarme; y lo esencial que uno necesita para hacer<br />

402


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

las cosas es estar vivo. Así fue que tuve que quedarme en las filas hasta que me quebraron<br />

un brazo. Y supóngase, un agricultor pobre con un ala menos…<br />

—¿De manera que los pobres de la segunda clase son los que van a la guerra?<br />

—Ellos solos no. En el mundo hay dos clases de circunstancias. Las que un hombre<br />

de talento puede prever y las que ningún talento en el mundo puede calcular. al hombre<br />

de fortuna todas las circunstancias incalculables le favorecen. al desgraciado todas le son<br />

adversas, y nunca puede salir de pobre.<br />

—La desgracia lo ha hecho a usted pesimista, vale Juan.<br />

—Ello no; es que las cosas son así, y no tengo culpa. no fui yo quien hizo el mundo con<br />

tantas jorobas y torceduras. Insisto en que al pobre no lo llaman para cosa buena, y voy a<br />

contarle un cuento que lo prueba.<br />

Cuando gobernaba en Puerto Plata el General Lovera, que era malo con colmo, convocó<br />

para un día señalado a todos los pobres del Distrito, a que se reunieran en la plaza del pueblo<br />

arriba. Cada quien calculaba sacar la tripa de mal año. “Que nos va a dar ropa”, decía<br />

uno. “no, que lo que va a dar es dinero, que recibió muchísimo por un vapor que llegó de<br />

la Capital”. Y así cada uno echaba alegremente sus cuentas…<br />

Llegó el día de la reunión y la plaza parecía una Corte de los Milagros. Cojos, mancos,<br />

tullidos, ciegos, tuertos, llagosos… era aquello una florescencia de cementerio, como si cada<br />

tumba se hubiese abierto y echado al exterior su tétrico contenido.<br />

Momentos después llegó el General Lovera seguido de mil hombres de tropa que cercaron<br />

la plaza. avanzó el jefe, con su cara de estrafalario furibundo y con ronca voz comenzó<br />

a interrogar a los pobres uno a uno.<br />

—usted, ¿de qué vive?<br />

—Yo, de la caridad pública. Ya ve que me falta un brazo y no puedo trabajar.<br />

—Pues pase a aquel lado –le contestaba él señalándole el flanco izquierdo de la plaza.<br />

Ya sólo faltaba un pobre por ser interrogado, y el General Lovera le hizo la pregunta<br />

consabida.<br />

—Yo –le contestó aquél, que era un hombrecillo flaco y desmedrado, con cara de gato,<br />

—yo vivo de lo mío. no me falta nada. Y se sonó los bolsillos del pantalón que produjeron<br />

un ruido argentino.<br />

Pues váyase a su casa, que con usted no es la cosa, –le contestó con su voz atronadora<br />

el General Lovera.<br />

Entonces, dirigiéndose al Comandante de la fuerza, le gritó:<br />

—Cumpla la orden. ¡Fusíleme a todos estos sinserviles!– Y se fue.<br />

Se armó una gritería de lamentos entre la multitud de pobres. todos gemían y lloriqueaban<br />

su desgracia, y anatematizaban el nombre de su sacrificador Lovera.<br />

El que se las dio de rico se acercó entonces al grupo de los condenados a muerte, y un<br />

compadre suyo llamado Juan José, que se encontraba allí, le increpó diciéndole:<br />

—Hombre, compadre toño, sólo usted es malo. Si usted sabía esto, ¿cómo no me dijo<br />

algo, en vez de dejar que me sacrifiquen así, como un marrano?<br />

—Compadre, –le contestó el falso rico: —Yo no sabía nada. Lo único que yo sé es que<br />

ai probe no lo yaman pa na güeno. Por eso me preparé, llenándome los bolsillos de tiestos<br />

de platos.<br />

así terminó su cuento el vale Juan, y yo, pensativo, le dije:<br />

—Demontre, con usted y el general Lovera, cualquiera teme ser pobre.<br />

403


—Cójale el peso al cuento –me contestó él. —Lo que soy yo, no me arrepiento de haberme<br />

vestido de limpio y de engalanar a Bonito para ir a ver a don Francisco. Quizás así me haga<br />

una buena proposición. De otra manera, lo contrario.<br />

Nepotismo<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¡ay Maruca! ¡abrázame! aquí lo tengo.<br />

Y don Fausto, al decir esto, se dirigía hacia su mujer, con la cara congestionada, ambos<br />

brazos en alto, en la mano derecha un pliego de papel.<br />

—¿Y qué es? –le contesta Maruca, estrechándole. —¿Qué es, mi querido Faustico?<br />

—¿no lo has adivinado todavía? ¿nada te dicen mi emoción, mi alegría, mi… es el<br />

nombramiento. Estoy nombrado Ministro de Hacienda, y es muy consolador que quien no<br />

tiene una suya pueda manejar la de la República. La hacienda grande, ¡Maruca!<br />

—Ya se acabaron nuestros apuros, Faustico, y los de la familia, también. Porque tú, ¡lo<br />

juraría! no has de ser un mal pariente.<br />

—ah, por supuesto. Lo que yo tengo está a disposición de la patria, digo, de la familia.<br />

—Bueno, pues comencemos por los hijos. Emestico y Luisito necesitan dos interventorías<br />

de aduana, y es preciso buscárselas de las mejores. ¡Les daremos, o les darás tú, la de<br />

Puerto Plata y la de la Capital!<br />

—Pero son muy jóvenes<br />

—Bah! No seas tonto. En Europa han hecho oficiales de ejército, oficiales militares, a<br />

niños recién nacidos, y ya los nuestros pasan de los quince años. además, los Papas han<br />

hecho, de sus sobrinos, Cardenales infantiles…<br />

—Bueno, pues concedido.<br />

—ahora, siquiera sea para que compensen las edades, me les darás otras dos aduanas a<br />

papá y a mi abuelo don Pepito. Entre los cuatro suman ciento setentiocho años, de manera<br />

que la parte alícuota de cada uno será de cuarenticuatro y un pico. Con eso se les cierra el<br />

idem a los envidiosos.<br />

—Ya tienes lo que querías. ahora déjame acordarme de los amigos y de las personas<br />

útiles. tú sabes que en política los hombres valen más por lo que pueden servir que por lo<br />

que han servido. Ese es un axioma indiscutible.<br />

—Eso es una paparrucha. Lo que yo sé es lo que decía un político venezolano: “Quien<br />

no gobierna con los suyos se suicida,” y los suyos son la familia de uno.<br />

—¡Maruca! ¡Maruca, que me pierdes! Bien lo dijo San nepomuceno: “Si tu mujer quiere<br />

que te tires por una ventana, ruégale a Dios que no esté lejos del suelo”.<br />

—Mira Fausto. Los santos no saben gran cosa de mujeres, porque ellos no las lidiaron jamás.<br />

Si una mujer le pide a su amado que se arroje por una ventana, ten por seguro que no es alta,<br />

y que debajo de ella ha puesto un colchón, para por si acaso. Conque, déjate convencer.<br />

—Pues sigue pidiendo.<br />

—oh, ya no será mayor cosa. Sólo necesito quince empleos importantes más para todos<br />

nuestros primos, nuestros tíos, nuestros hermanos. Déjame ver…<br />

(Los enumera y los cuenta con los dedos).<br />

—Sí, quince nada más.<br />

—¿Estás contenta ya Maruquita? te he concedido los diecinueve empleos mejor retribuidos<br />

de mi ramo.<br />

404


¿no quieres algún otro?<br />

(Maruca se queda pensativa un rato, como repasando todo su árbol genealógico. Al fin<br />

se da una palmada en la frente y exclama:)<br />

—¡Ya! ¿Dónde tendría yo la cabeza? Falta uno; pero no vayas a alarmarte: una bicoca,<br />

el empleo más humilde.<br />

—¿Cuál?<br />

—La portería del Ministerio.<br />

(El marido asombrado:)<br />

—¿Cómo? ¿Para un pariente la portería?…<br />

—no, no es pariente, que la familia es corta; pero es de la casa. Es nerón. El pobre nerón<br />

a quien olvidábamos.<br />

—¿Qué nerón?<br />

—Hombre, nuestro mastín. Tan fiel, tan ladrador, tan bueno…<br />

—¿Maruca… un perro?<br />

—Sí, Fausto. Y no te creas, hay antecedentes clásicos. un emperador romano nombró<br />

cónsul a su caballo… Y habrías tú de ser menos?<br />

—Es verdad, Maruca. El nepotismo comprende a todos los seres vivientes que duermen<br />

bajo nuestro techo.<br />

Hacerla a tiempo<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

algunos años ha volvía yo del destierro, con hambre de ver gentes y cosas de Puerto<br />

Plata. Era tal mi ansia a ese respecto, que lo primero que encontré al salir del muelle fue<br />

un buey uncido a una carreta, y a no haber sido por la mala cara que me puso ese paisano<br />

cornúpeto, le doy un abrazo.<br />

En la calle del Comercio encontré a toribio, vestido de policía. Yo lo había dejado, doce<br />

años antes, ocupando buena posición social y económica. Había sido contrario mío: pero<br />

debo hacerle la justicia de confesar que era persona completamente decente y acreditada.<br />

El asombro se me pintó en la cara de tal manera, al verlo en aquella facha, que él me dijo:<br />

—Lo extrañas, ¿no es verdad? Pues ha sido por no haberla hecho a tiempo.<br />

—¡Cómo!<br />

—Pues, si no te avergüenza andar conmigo, vamos a un banco de la plaza, que la cosa<br />

es para contarse con detalles. Quizás te aproveche.<br />

Cuando llegamos y tomamos asiento, toribio comenzó así:<br />

—Yo tenía buena posición, y era bueno. tú lo sabes. Pocos meses después de tu expulsión<br />

hubo un cambio en la política del Distrito. Quitaron al Gobernador, que era muy amigo mío,<br />

y nombraron otro. Ese otro era un caballero, un hombre de valor y correcto que cumplía<br />

lo mejor que le era posible sus obligaciones. Pero, yo era amigo del anterior y creí que era<br />

deber mío serle fiel como un perro. No hice caso de la pobre Jacinta, mi mujer, que me decía<br />

siempre: “toribio el que no hace oportunamente una pequeña vagabundería, tiene que hacer<br />

treinta grandes al día siguiente”.<br />

La primera vez que encontré al nuevo Gobernador en la calle, le vi intenciones de<br />

saludarme, y como yo me había jurado no quitarme el sombrero para él, finjí que miraba<br />

con mucho interés hacia el interior del almacén de Ginebra, mientras pasaba la primera<br />

autoridad por la otra acera.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

La cosa se volvió un sport para mí. tan pronto doblaba una esquina, como me metía<br />

en una tienda, como hacía una visita intempestiva por evitar el saludo del Gobernador.<br />

Cuando yo salía a la calle era una ocupación seria la de estar atento para evitar al Gobernador.<br />

Y, sin embargo, yo no lo odiaba, yo no lo juzgaba un mal hombre. no era más<br />

sino que el exceso de orgullo me hacía creer que debía darle esas pruebas al Gobernador<br />

cesante.<br />

En eso hubo un bochinche revolucionario, y me mandó a buscar la autoridad, para<br />

que asistiera a la Fortaleza de San Felipe. Yo creía que era para mandarme a campaña, o<br />

encargarme de cualquier servicio importante. Llego, y al momento me intiman la orden de<br />

prisión y me encierran en el Cubo.<br />

Desde el primer día mandé a decir a casa que no hicieran deligencia ni súplica alguna<br />

por mi libertad, y que pusieran en la puerta a un tal Fellé, pretendiente de mi hija titica,<br />

pues sabía que ese joven trataba al Gobernador.<br />

así pasaron algunos meses, hasta que Jacinta me informó que ya no tenía un medio, ni qué<br />

vender, para el sostenimiento de la casa. Mi dolor fue muy grande; pero empecé a transigir<br />

con mi conciencia; y resolví escribirle una cartita muy zalamera al amigo X, pidiéndole cinco<br />

pesos prestados. a los cinco días se había concluido el dinero, y tuve que recurrir al amigo<br />

H, y así sucesivamente recorrí todo el alfabeto, encontrando unas veces y recibiendo otras<br />

rotundas negativas. Por supuesto, yo no comprendía cómo era que de casa me mandaban<br />

con regularidad la comida, hasta que Jacinta me informó de que un amigo anónimo, a quien<br />

no había podido descubrir, le mandaba diariamente un peso.<br />

Hace el necio al fin lo que el sabio hace al principio. Por donde debí comenzar acabé.<br />

un día escribí al Gobernador diciéndole “que hasta cuándo estaba yo en el Cubo; que era su<br />

amigo y me sentía dispuesto a probárselo como él quisiera”.<br />

Mandó a buscarme, y yo me fui de bruces en ofertas. Le prometí que publicaría en los<br />

periódicos una manifestación diciendo que no había Gobierno mejor que el existente, el<br />

cual superaba a todos los pasados y los futuros. Salió el esperpento ese en El Porvenir, y yo<br />

quedé libre de persecuciones.<br />

Entonces apareció aquello: lo del peso diario. Fellé había abusado en mi ausencia. Enviaba<br />

secretamente el dinero; pero mi pobre titica estaba encinta, ya en meses mayores.<br />

Mi hijito varón iba y venía infructuosamente con mis papelitos. nada ¡nadie me prestaba<br />

un medio, nadie me socorría! un día de hambre fui a la Gobernación y le dije al Gobernador:<br />

“¡Déme un empleo, o métame otra vez en la cárcel, o fusíleme!”<br />

—Lo siento mucho –me contestó;– pero no puedo complacerle. ahora no hay ninguna<br />

vacante propia de su categoría.<br />

—¡Qué categoría, ni categoría! –respondí yo–. Déme lo que haya, que el hambre no<br />

tiene rango.<br />

—Pues sólo hay disponible una plaza de policía.<br />

—Vengan el uniforme y la ración. Pero desde ahora mismo le repliqué. Salí de allí<br />

vestido de peje con unos centavos en el bolsillo, para que comieran mis hijos. no recuerdo<br />

si estaba triste o alegre; pero aquello era un clavo ardiendo de que podía agarrarme en mi<br />

derrumbamiento, y no sé si considerarle como ascua o como apoyo.<br />

—Pobre toribio –exclamé con verdadera pena.<br />

—Tú tienes razón en compadecerme, –me contestó él levantándose– pero reflexiona,<br />

aprende a hacer las cosas a tiempo. Quien no hace oportunamente una pequeña vagabundería,<br />

406


tiene que hacer treinta grandes al día siguiente. Yo he hecho ya centenares y aún no he acabado,<br />

todo porque no realicé a tiempo la primera.<br />

Siéntate, no corras<br />

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Cuando Jerónimo entraba en su yola y remaba hacia el recodo del excelente puerto de<br />

Blanco, donde echaba su cordel para pescar, se le iba el espíritu en peregrinación hacia el<br />

pasado, contemplando ese panorama, poético y majestuoso a la vez, que ofrecen las aguas<br />

mansas y encajonadas como un río, mientras que en las orillas, como apretada muchedumbre<br />

salvaje, crecen los árboles disputándose el aire y el terreno y descendiendo hasta las aguas<br />

los enmarañados mangles, patriotas útiles, porque todos los días agrandan el territorio<br />

nacional robándoles espacio a los mares convirtiendo en suelo dominicano los sedimentos<br />

minerales y sus propios detritus orgánicos.<br />

Jerónimo, a fuerza de pensar, se había hecho una filosofía rara que le servía de programa<br />

político. A Dios rogando y con el mazo dando era su primera consigna; pero al mismo tiempo<br />

había resuelto abandonar el campo del luchador y no correr detrás de las cosas, sino acecharlas<br />

y empuñarlas cuando le pasasen cerca.<br />

un día su compadre Pancho quiso acompañarle en la pesca, y así que estuvieron lejos<br />

del embarcadero le habló así:<br />

—Compadre, el Gobierno es de los malos, de los peores. Ya no se puede aguantarlo.<br />

—¿usted cree, compadre? contestó Jerónimo.<br />

—Hombre, ¿cómo dudarlo? ¿no se está viendo? Si hasta la cosecha de tabaco ha sido<br />

mala este año.<br />

—Pues a mí no me ha ido mal en la pesca.<br />

—Porque el Gobierno no se mete todavía con los peces. Pero usted verá como al fin se<br />

lo vende a algún musié y se queda mi compadre pescando sabandijas…<br />

—Y yo, ¿qué puedo hacer compadre?<br />

—¿Y usted me lo pregunta? Ya se está peleando en Santiago. Metámonos en la revolución.<br />

Pronunciemos a Blanco y, lo menos, lo menos que usted saca es la Jefatura Comunal.<br />

—Compadre yo, ya que no puedo hacer otra cosa, me reservo para después del triunfo.<br />

usted conoce mis principios: “a Dios rogando y con el mazo dando”. He aprendido a leer<br />

y escribir, y vivo honorablemente de mi trabajo. no corro detrás de las cosas como hice en<br />

mi juventud. Me siento tranquilamente en el camino por donde tienen que pasar y, cuando<br />

están a mi alcance, les salto encima y las empuño por el cocote. Mire, compadre. Las cosas<br />

corren más que un tren de ferrocarril, y si usted las persigue, a poco rato lo dejan con la<br />

lengua afuera, y ellas en el confín del horizonte.<br />

—De manera, compadre, que usted no entra… –contestó Pancho.<br />

—no compadre. Me reservan para después del triunfo, si me creen útil.<br />

Pancho no insistió. Regresaron a la aldea, terminada la pesca, y en la noche, acompañado<br />

de treinta individuos, el revolucionario pronunció el lugar en favor de su partido.<br />

Inmediatamente reclutó algunos más, y marchó sobre Bajabonico. Se apoderó de la<br />

población y en seguida atacó a altamira, donde el combate fue más reñido y le quebraron<br />

una pierna de un balazo.<br />

La revolución había estallado también por el Este. En Sosúa había un fuerte destacamento<br />

de insurgentes y, como la bola de nieve, ambas fuerzas marcharon sobre la ciudad<br />

407


de Puerto Plata engrosándose de manera que cuando llegaron eran ya un poderoso ejército<br />

al cual se rindió la guarnición.<br />

Pancho, entre tanto, había sido conducido a Blanco, donde se curaba lentamente, sin médico<br />

y con pocas medicinas. En su lecho supo todas las noticias de la guerra, del triunfo de los<br />

suyos, de la constitución del nuevo Gobierno, y cuando se trató de nombrar Jefe Comunal en<br />

propiedad de Blanco, todavía sólo podía andar apoyado en una muleta en su aposento.<br />

El Gobierno pidió entonces informes sobre candidatos y todos estuvieron contestes en<br />

que Jerónimo era el hombre, y en su favor fue expedido el nombramiento.<br />

una tarde estaba Pancho sentado a la puerta de su casa, contemplando la plaza de un<br />

verde suave que reposaba los ojos, cubierta de cabras, vacas y cerdos que pastaban tranquilamente,<br />

mientras por el lado del monte, en el camino que llega a Bajabonico, aparecían de<br />

tarde en tarde aldeanas que venían de la laguna con una lata o una damesana de agua en la<br />

cabeza, cuando llegó Jerónimo a visitarlo.<br />

—¿Cómo le va, compadre? –preguntó.<br />

—aquí, cada vez más convencido de la verdad que usted me dijo en la yola. no vuelvo<br />

a correr más nunca. Y no porque esté cojo, sino porque creo que más se alcanza cuando uno<br />

sabe dónde debe sentarse.<br />

¡Pa’ la caise!<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

no ha mucho se encontraban en el café El Túnel, de Puerto Plata, algunos jóvenes tertuliando<br />

en la galería, gozando del fresco terral que soplaba y de la poesía del paisaje formado<br />

por el jardín bellísimo del parque, en el cual hacía maravillas la potente luz de las lámparas<br />

Kitson deshaciéndose como rayos de sol sobre los chorros de agua atomizada de las fuentes,<br />

el enorme ramaje de los laureles, y los rosales en flor que parecían el alma de la juventud<br />

femenina: piras de rosado tinte como el amor ferviente y entusiasta; lampos de alba nieve<br />

como esas conciencias impolutas; ramilletes amarillos, color de la decepción y el desengaño<br />

que aniquilan en flor los corazones.<br />

Hablaban los mozos de amor, de fiestas, de las manifestaciones de la vida inquieta y<br />

vivaracha de la juventud, cuando uno de ellos ladeó la charla hacia la mal llamada política, y<br />

se habló de las últimas prisiones, discutiendo unos en pro y otros en contra de su justicia.<br />

Como siempre, la tertulia se hizo anecdótica. Cada uno refirió un caso afirmador de la<br />

opinión que sustentaba.<br />

—Pues yo –dijo Luis, un joven moreno, de grandes ojos oscuros y bigote más negro que<br />

el café tostado– voy a referirles mi caso auténtico que presencié en Santiago. Había un joven<br />

de la honorable familia Pujol, el cual tenía la costumbre de restregarse las manos con frecuencia.<br />

un día las tropas del Gobierno fueron derrotadas en Puñal, y el Gobernador, apenas<br />

amaneció, salió a la calle. En la acera de enfrente vio a Pujol restregándose las manos, y al<br />

instante supuso que el joven conocía la noticia y la estaba celebrando con ese movimiento.<br />

Se devolvió a la Gobernación, y dirigiéndose al Comisario de Policía, le dijo:<br />

—¡Mándeme a meter en la cárcel a ese conspirador de Pujol!<br />

La orden fue trasmitida a dos agentes, y cinco minutos después la víctima sentía dos<br />

bocas de carabina en las espaldas, mientras una voz aguardentosa le gritaba:<br />

—¡Pa’ la caise!<br />

Entonces Eudoro, un joven de la Capital, que oía a Luis, dijo:<br />

408


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

—Eso es poca cosa, en comparación a lo que sucedió en la ciudad. El Gobierno esperaba<br />

de Europa una suma, de un cuantioso empréstito. El dinero no venía y eso daba lugar a<br />

muchísimas conversaciones.<br />

una tarde se paseaba el Gobernador por una calle del barrio cuando oyó a un honrado<br />

artesano que cantaba el estribillo de una danza a la moda:<br />

Y dicen que viene y no viene ná…<br />

El Gobernador se enfureció, llamó a un policía y mandando a la cárcel al artesano, le<br />

increpó:<br />

—Conque no viene ná, ¿eh?<br />

—Yo que sé. Eso lo dice la danza.<br />

—¿Danza? ¡Buena la vas tú a tener en el Homenaje, para que te metas en asuntos de<br />

Estado!…<br />

Pues eso no es nada –dijo alberto– El uno padeció por restregarse las manos, el otro por<br />

cantar. Ya eso es algo. Yo conozco otro que fue a la cárcel por mirar.<br />

—Eso es imposible –contestó Luis.<br />

—Cuéntalo –replicó el capitaleño.<br />

El interpelado refirió entonces:<br />

aquí, en Puerto Plata, había un Gobernador algo amigo de Venus. tenía queridas cuantas<br />

podía, y una vez logró la fortuna de encandilar a una mujer de buena familia.<br />

un noche, a eso de las nueve, quiso entrar a verla. Pero frente a la casa vivía un barbero,<br />

y el artista en pelos estaba a la puerta, mirándola fijamente.<br />

El Gobernador siguió de largo, murmurando pestes y maldiciones, y volvió una hora<br />

más tarde. Pero el empecatado barbero, que sospechaba algo, estaba todavía en la puerta,<br />

clavado ahí como un poste de farol.<br />

Cinco minutos después vinieron dos agentes de policía, y apuntándole al barbero con<br />

las armas, le gritaron:<br />

—¡Pa’ la caise!<br />

Quince días estuvo en el Cubo el infeliz barbero, y cuando le pusieron en libertad se<br />

dirigió a la Gobernación a inquirir la causa de habérsele recluido.<br />

—Le doy las gracias, señor Gobernador, por haberme puesto en libertad; pero quisiera<br />

saber el motivo de la prisión, para no volver a incurrir en él.<br />

Tardó en contestarle el Gobernador; pero al fin, levantando la cabeza, con aire de Júpiter<br />

tonante, le gritó:<br />

—¡¡Por mirón, por mirón y por mirón!!<br />

Ya iban a retirarse los jóvenes, después de haber comentado la última anécdota carceril,<br />

cuando un grupo de policías salidos de la Gobernación contigua, les rodeó, gritándoles:<br />

—¡Pa’ la caise, pa’ la caise! ¡No se premite contai cuento!<br />

La política no tiene entrañas<br />

Por instinto era maquiavélico el general Leoncio. no había leído El Príncipe, ni cosa<br />

parecida; porque desde que se emancipó de la férula del maestrescuela no se fijaba en otra<br />

escritura que su correspondencia disoluta y una parte de la que sostenía su secretario con<br />

409


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

los amigos de la causa; pero su alma era un muladar de pasiones mal aconsejadas que le<br />

tenían el corazón vacío y estéril y le llevaban de la mano a hartarlas por vías de perdición.<br />

“La política no tiene entrañas” –decía sacando a relucir todo el mobiliario de su cabeza– y<br />

se lanzaba a inmoralidades e inconsecuencias inauditas. todo por él y para él. Patria… convicciones…<br />

amigos… progreso… a su entender nada eran; cuando más, medios de llegar a<br />

su fin que era mandar siempre, tener mucho dinero, corromper muchas mujeres. Después<br />

de cada iniquidad, con repetir su estribillo se creía justificado. Y lo que son las cosas… Esto<br />

era muy repugnante; pero había en Puerto Plata grupos que celebraban las fechorías del<br />

cacique, pancistas con el cerebro y el corazón en el estómago, que decían amén a todo, con<br />

tal de recoger algunos desperdicios de la orgía.<br />

�<br />

El pueblo comienza por insultar a la oposición honrada, llamando virtud la indiferencia;<br />

pero los buenos burgueses, sí miran de reojo al que por independiente amenaza su quietud,<br />

llegan hasta a exponer el pellejo cuando la autoridad se permite bromas con sus faltriqueras.<br />

Quien hiere a un conservador en el bolsillo le transforma en radical, y el general Leoncio se<br />

permitía hacerlo cuando estuvieron exhaustas las cajas del Estado. Y luego la añadidura de<br />

que no dejaba honra sana con la lengua o con los hechos. Principió a alborotarse la colmena,<br />

y la juventud encontró apoyo.<br />

�<br />

Cuando le hablaban de descontento popular el general Leoncio se enfurecía con los oposicionistas.<br />

Si estaba de buen humor contaba el apólogo del buey, el águila y los mosquitos, que<br />

había aprendido para el caso. “Este era un buey –decía– que estaba en la sabana, muy tranquilo<br />

rumiando pajón. una nube de mosquitos le cubría de arriba a abajo; pero él no se inquietaba:<br />

seguía rumia que rumia, sin dar un mugido. un águila que andaba de caballero volante por<br />

esas tierras se acercó y le dijo: —Amigo buey, los mosquitos te tienen flaco: ¿quieres que los<br />

espante? —no –le contestó él–. Déjalos que ya esos están llenos y si vuelan los reemplazan los<br />

hambrientos”. El pueblo es el buey –añadía el general Leoncio–. Está contento. Ese zumbido es<br />

de los mosquitos flacos.<br />

�<br />

El cielo encapotado, oscura la noche; por los patios y galerías de la casa del gobernador<br />

trajinaban los esbirros; recibían órdenes secretas y partían. al pasar, los rayos de luz escapados<br />

por las puertas hacían brillar las armas como ojos de tigre en las tinieblas.<br />

Hacia el fondo de la casa, en retirado aposento, arrodillada ante sagradas imágenes,<br />

oraba la esposa del tirano: “Dios omnipotente, Virgen misericordiosa, traeme a mi hijo. He<br />

oído palabras de muerte, lazos tendidos a esa pobre juventud patriota. Mi hijo es joven y<br />

bueno como ellos. ¿Por qué tarda?… Dios omnipotente, Virgen misericordiosa, traedme a<br />

mi hijo. Esta es noche de peligros y de duelo. Que mi hijo no esté en nada. Que se salven<br />

todos; que se salve mi hijo!”<br />

�<br />

Suena la media noche. Rayos como espadas de fuego atraviesan las pavorosas tinieblas.<br />

Présagos coléricos de la arrebatada tempestad pintan con la palidez de la muerte lo que va<br />

a ser objeto de sus iras.<br />

410


El furor de los elementos se desencadena con estrépito horroroso; pero le asorda y domina<br />

el furor de los hombres apasionados. Las descargas rasgan la oscuridad alumbrando el<br />

exterminio; estallan los bronces vomitando metralla asoladora, y el agua del cielo se enrojece<br />

con la lluvia de sangre de los patriotas generosos, víctimas del engaño. El general Leoncio<br />

preside la matanza. La destrucción le excita. Como un genio satánico, a medida que diezma<br />

las filas de imberbes crece su ansia de matar.<br />

—ahí traen un prisionero –le dicen.<br />

—¡Que no se haga prisioneros! –contesta–. ¡Que lo acaben!<br />

Y se oyó el ¡cha! ¡cha! de las bayonetas al enterrarse en el cuerpo de aquel joven.<br />

acabado el degüello, avanza el general Leoncio y da un grito de desesperación cuando<br />

un relámpago le permite ver el rostro del bayoneteado.<br />

amanece. todavía sólo entra por las ventanas luz muy tenue de la aurora. La sangre que<br />

empapa las calles se confunde todavía con el oscuro apisonado. En la alcoba de la esposa del<br />

tirano, sobre las blancas telas del lecho, yace agujereado, con encajes de sangre las heridas, el<br />

cadáver del hijo, que alumbran cuatro cirios. La madre arrodillada, con un brazo bajo el cuello<br />

del adolescente, apoya sus labios sobre la fría boca del muerto, como si quisiera inyectarle<br />

nueva vida. Lívida, como el cadáver, no llora, no se queja, no articula una palabra.<br />

Entró el general Leoncio y se quedó inmóvil, contemplando su obra filicida. Sintió horror,<br />

y quiso retirarse; pero la madre, volviéndose a él y señalándole el muerto, le dijo:<br />

—Míralo. tenías razón: “La política no tiene entrañas”.<br />

Las mujeres políticas<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

El mundo estaba malo.<br />

Los hombres le hacían a la Divinidad cada perrada que temblaba la tierra. Ya se metían<br />

a filibusteros, ya a piratas, ya a contrabandistas; y los pocos indios que quedaban en la Isla<br />

estaban dados al diablo, porque indias… ni esperanza! todas eran para los españoles.<br />

El Padre Las Casas y otros buenos frailes, como representantes del Poder divino, tronaban<br />

desde el púlpito contra esas herejías y recomendaban una práctica más cristiana; pero todo era inútil:<br />

la plebe de Europa y el salvajismo de africa seguían haciendo tremendidades en esta Isla.<br />

un día hicieron una atrocidad en La Vega, y Dios bajó a la sabana, miró con ojos encendidos<br />

como fulgurantes soles a los pobladores impíos, y lanzó una maldición:<br />

—¡Qué se hunda la ciudad y quede cubierta por el fango!<br />

Y se oscureció el cielo y la tierra se desquició de sus cimientos y toda la ciudad desapareció<br />

con estrépito quedando en su lugar una laguna cenagosa.<br />

Pero los del resto de la Isla no escarmentaron ante esa hecatombe realizada por la cólera<br />

divina. Siguieron pecando y el Señor castigando: ya es una plaga de hormigas que obliga a<br />

abandonar la Capital y trasladarla a la margen derecha del río; ya un terremoto hunde a azua,<br />

ya otro se traga a Santiago, hasta que el Señor que no castiga por placer, sino para provocar<br />

la enmienda, se dijo:<br />

Estos dominicanos son unos infieles tremendos, en quienes no hacen mella las grandes<br />

catástrofes. ¿Con qué les castigaré de manera que lo sientan?<br />

Pensó un rato, y luego, dirigiéndose a un gran arcón que cerca tenía, empezó a sacar<br />

puñados de polvo y a arrojarlos sobre la Isla.<br />

—¡ahí tienen, por desordenadores! ¡ahí tienen, por fratricidas! ¡ahí tienen, por impíos!<br />

¡allá les va la mujer política!<br />

411


Y desde entonces los más grandes pecadores, los infieles más tenaces tienen un cáncer<br />

que les roe las entrañas, en vez de tener hogar, porque la dulce y suave esposa, la tierna<br />

e inocente hija, la hermana cariñosa y buena, se les han convertido en arpías políticas, en<br />

soldados con faldas que no disparan carabinas; pero echan maldiciones, y con la faz congestionada<br />

por el odio desean la muerte a todo aquel que no sea partidario de un hombre<br />

que no es el marido, ni el padre ni el hermano de ellas.<br />

El general Fico<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Venía cabizbajo de Las Escaleretas a la Palma, siguiendo a lo largo del camino en su<br />

caballo rucio avispado, al que soltó las riendas sobre el cuello, por lo que el rocín iba paso<br />

entre paso, imprimiendo al jinete un movimiento oscilatorio que le inclinaba tan pronto a<br />

uno como a otro lado de la bestia.<br />

El jinete era feo. Las piernas encorvadas por el hábito de montar a caballo, encajaban sobre<br />

el cuerpo del animal circunvalándolo como una cincha, y estaban envainadas en sendos pantalones,<br />

anchos y sobre-cortos, que dejaban en descubierto cuatro dedos de jarrete musculoso<br />

y peludo; y después unas medias de a real, caídas sobre los zapatos de orejas salpicados de<br />

lodo, con enormes espuelas de cobre bien aseguradas, rechonchos y sin lustre, fundas de los<br />

enormes pies que no se calzaban sino los domingos y fiestas de guardar. El tronco era robusto,<br />

cuadrado, ordinariote, terrible con su chaquetita corta y mal traída, de gusto y hechura<br />

rural, huyéndole a la pretina de los calzones, a dos dedos de ella, con anchos bolsillos donde<br />

guardaba el descomunal cachimbo de tape y la vejiga de toro henchida de picado andullo,<br />

y dejando ver los pliegues de la camisa listada y la ancha correa de que pendían el sable<br />

truculento, el cuchillo Colin de luciente y afilada hoja, y su revólver de Mitigüeso, que así lo<br />

llamaba. Y como coronamiento de aquel sagitario tremebundo, de aquel ecuestre Hércules<br />

pigmeo, una cabeza sobre cuello apoplético, con la faz cetrina teniendo por frente una pulgada<br />

de surcos rugosos entre el cabello apretado y las alborotadas ceja tras las cuales brillaban,<br />

emboscados como salteadores, dos ojillos negros de expresión felina, entrecerrados ahora,<br />

mirando paralelamente a la nariz de forma cónica, rematada en trompa y como queriendo<br />

zamparse en la espaciosa boca de labios gordos y negruzcos, que se abría hasta cerca del<br />

remate de las quijadas como agallas de tiburón que, con los pómulos salientes, le cuadraban<br />

la cara. De ésta, a manera de velamen, se destacaban una chiva larga y puntiaguda, y dos<br />

orejas espantadizas, desconfiadas, adelantándose en acecho para oír mejor. Y por sobre todo<br />

ese conjunto abigarrado y monstruoso un breñal de cabellera amoldada al sombrero y al<br />

pañuelo que llevaba atado, y afectando las formas de un paraguas o de un hongo.<br />

Era el general Fico, cacique el más temido en los alrededores. Machetero brutal y alevoso,<br />

holgazán consuetudinario que vivía cobrando el barato de todo en toda la comarca.<br />

De súbito se irguió como por resorte, arrendó el caballo, y en todo su ser se reflejó una<br />

expresión de fuerza bruta irritada, de tigre hambriento que olfatea la presa y se alista a caer<br />

de un brinco sobre ella. aguzó el oído, y creció la ferocidad innata de su gesto, avivada por<br />

la pasión; sus ojos despedían relámpagos, y sus músculos se marcaban con brusquedad sobre<br />

la piel, como las venas hinchadas de sangre. Se apeó del caballo, sacó su revólver y se lanzó<br />

con paso cauteloso hacia la selva por entre la cual iba el camino. Cinco minutos hacía que<br />

andaba así, escudriñando por entre el claro de los troncos y las malezas, cuando vociferó<br />

una interjección de rabia, y se quedó parado entre dos ceibas de alto y grueso tronco.<br />

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—Ei diablo me yebe. ¡Bien sabía yo que era beidá! Y me oyén eso do sinseibires, bagamundo<br />

je ofisio, y se han 1aigao! ¡Si yo cojo ese güele fieta y a esa arratrá!<br />

aquí se contuvo, y volvió a examinar los árboles.<br />

—no hay dúa –continuó–. La señai no manca. aquí taba ei picando el palo con su cuchiyo,<br />

sin atrebeise a miraila y eya detrá de lotro palo con lo sojo bajo, ei calabazo de agua<br />

en ei suelo y jasiendo un agujero en la tierra con el deo grande dei pie. Eso jueron lo golpe<br />

que oí. Pero ai freí será ei reí. no ar plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague.<br />

Y regresó mascullando tacos y maldiciones al camino, donde volvió a enhorquetarse<br />

sobre su caballo, y siguió marcha a la casa del vale Pedro, que se veía sobre un cerrito a<br />

distancia de un cuarto de milla, contrastando su techo pajizo y su maderamen de tablas de<br />

palma con el verde panorama, ondulado de colinas y vallejuelos, que la rodeaba.<br />

Ya no iba cabizbajo. El pensamiento airado no se refleja mansamente en la fisonomía: es<br />

el resplandor de un incendio que caldea el rostro y se propaga al ademán. Entre uno y otro<br />

parpadeo flameaban sus ojillos como brasas sopladas, y se aventaban sus narices a compás de<br />

las crispaduras de sus puños. De cuando en cuando espoleaba maquinalmente el rucio, que<br />

en la primera arrancada hacía traquetear el sable encabado, golpeándolo sobre un costado<br />

de la silla. torció a la izquierda y ganó la vereda que conducía a casa del vale Pedro.<br />

Ideas salvajes de deseos, venganza y exterminio azotaban el pequeño cerebro del general<br />

Fico. Estaba locamente enamorado de Rosa, hija del vale Pedro, la más linda campesina de<br />

los alrededores; pero la muchacha se resistía a corresponder esa ferviente pasión carnal de<br />

groseras manifestaciones, y desechaba las oportunidades de encontrarse con el fauno que<br />

no le perdía pies ni pisadas, en su empeño de conquistarla a todo trance. El había perdido la<br />

tranquilidad de bestia saciada con los nuevos apetitos que le aguijoneaban. Su pobre mujer y<br />

sus chiquitines andaban ahora temblando cuando él estaba en casa, porque se quedaba horas<br />

y más horas meciéndose en la hamaca, con el gesto áspero de mastín en guardia, echando<br />

pestes como si para eso y para hartarse solamente tuviera la boca: cuando no les llovía una<br />

granizada de puntapiés y garrotazos sin motivo alguno. Recordaba en este momento las<br />

facciones de Rosa, dulces como una sonrisa; su lozanía robusta y graciosa, que parecía que<br />

iba a estallar como la concha de una granada y a avivar el sonrosado de las mejillas; sus<br />

ojos negros de miradas acariciadoras, su pelo reluciente, que de tan negro de tornasolaba,<br />

y aquel cuerpo de ondas firmes, acopio virgen de bellezas tentadoras…<br />

Y que un patiporsuelo que iba a las fiestas sin chaqueta le disputara la posesión de ese<br />

tesoro, a él, al primer varón de Los Ranchos, al que hacía temblar a hombres y a mujeres y con<br />

su nombre se acallaba a los pequeñuelos traviesos… a él, que disponía de todo, que cobraba<br />

primicias así de las labranzas como de las muchachas casaderas!… ¡no, no podía ser! aquello<br />

acabaría mal, si esos tercos no entraban en razón. Porque no le cabía duda: las negativas<br />

empecatadas de Rosa provenían de que andaba en teje-menejes con ese perdido de Julián, a<br />

quien tenía que meter en cintura haciéndole sentir todo el peso de su autoridad. Había visto<br />

sus cuchicheos en la fiesta del domingo anterior, y aún recordaba que Rosa se puso como una<br />

amapola cuando Julián, con el güiro en la mano, entonó unas décimas cuyo pie forzado era:<br />

La mujei que te parió<br />

puede desir en beidá<br />

que tiene rosa en su casa<br />

sin tenei mata sembrá.<br />

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Y ella también estaba esa noche más adornada que de costumbre: estrenaba un<br />

trajecito blanco con chambra y falda de arandelas; una mantilla rosada, y un ramito<br />

de clavellinas matizadas en el pelo ¡Qué muchacha! olía a gloria y era de chuparse los<br />

dedos. Pero urgía proceder de firme y rápidamente, porque la cosa iba de largo: acababa<br />

de ver la señal de que hablaban en el monte, saliendo ella con pretexto de ir por<br />

agua al río. Y para ganar tiempo resolvía ponerlo en conocimiento del vale Pedro, cosa<br />

de que espantara a Julián y vigilara a Rosa, en lo que él ideaba algo que le asegurara la<br />

posesión de la muchacha.<br />

al desembocar a un recodo de la vereda se encontró con aquella.<br />

—Bueno día le dé Dio –le dijo Rosa toda asustada. Llevaba su calabazo de agua pendiente,<br />

por el agujero, del índice encorvado. Efectivamente había estado conversando en el<br />

monte con Julián, tranquilizándole de sus celos de Fico, cuando oyeron los pasos de éste.<br />

Se le había adelantado, y la turbó encontrarse con él toda sudorosa, jadeante, temiendo que<br />

sospechara algo al verle los colores encandilados y el traje lleno de cadillo.<br />

—Bueno día –le contestó Fico acentuando mucho las silabas; y luego añadió:<br />

—¿Qué jeso? ¿Hay arguna laguna en ei monte, que no ba ja bucai agua po la berea?<br />

—no, jue que…<br />

—Si, ya se lo que e. agora memo iba a desíselo a tu taita, poique ésa no son cosa de<br />

donseya honeta. Qué poibení te quea co nese arrancao que no tiene conuco y anda de fieta<br />

en juego y de juego en fieta. Poique yo sor claro: de dai un mai paso se da con quien deje:<br />

con hombre que sean batante pa yebai qué comé y qué betí.<br />

—Pero, general si yo con ninguno… tartamudeó Rosa.<br />

—no me digaj na que yo lo sé to. Y como tengo que mirai poi tojutede, si no acaban eso,<br />

bor a jasei que recluten pa soidao a Julián.<br />

—¡Binge santa! ¿qué dise uté, generai? a soidao… ¿Y poique? ¿Qué ha jecho ese bendito?<br />

Poi Dio… Déjelo quieto…<br />

Y te atrebej a intereaite por ei alante mí. un bagamundo que no tiene má sembrao que<br />

tre sepe plátano? Cuaiquiea te coje jata tirria. Mira: si diaquí a trej día no sé con seguridá<br />

que lo haj dejao, ba pai pueblo. Hor é lune. Ei sábado, o me aj dicho que sí o buela éi co nala<br />

de cabuya, camino e Pueito Plata.<br />

La pobre Rosa de deshizo en lágrimas y ruegos: que no lo persiguiera; que se habían<br />

visto por casualidad, y ella no podía ponerle mala cara a ese cristiano que se había criado<br />

junto con ella; que qué mal le habían hecho ellos para que los tratara como a jíbaros…<br />

Pero no alcanzaba nada. Fico al fin la dejó plantada en medio de la trilla, recordándole<br />

al volverse su amenaza: ¿Soy o nó autoridad? se preguntaba él. Vamos, Fico, ¿para qué te<br />

ha entregado el mando el Gobierno?… ¡no faltaba más: perderle así el respeto!…<br />

�<br />

El sábado siguiente, muy de mañanita, iba el pobre Julián entre cuatro cívicos, atados<br />

los brazos a la espalda, guiado como un marrano a la Fortaleza de Puerto Plata, donde le<br />

meterían en el siniestro Cubo con los criminales más atroces, para luego salir a montar la<br />

guardia y quedar condenado a envejecer bajo un fusil.<br />

En aquella mañana tan hermosa comenzaban sus amarguras. Mientras él ahogaba los<br />

sollozos de dolor y rabia, la naturaleza saludaba la dicha de vivir con la alegría de sus cantos<br />

aurorales. El inmenso azul se teñía de franjas purpurinas que asomaban como cabellera<br />

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hirsuta por la cima de los montes negruzcos que se veían al oriente, despertándolo todo;<br />

levantóse una brisita fresca y reposada, mensajera del perfume de la selva; cantando al<br />

pasar por entre las añosas ramas, e inclinándose a susurrar secretos a los inmensos pastos<br />

de yerba de guinea, esmaltados de rocío, que se inclinaban para oírla. El gorjeo de los ruiseñores<br />

se unía a los tiernos arrullos de la paloma, y al suave murmurar del Bajabonico;<br />

cantaban los gallos, sultanes de su harem y las vacas con la ubre repleta, mujían tristemente<br />

llamando a sus becerros. Y el hombre también comenzaba su labor: hendiendo las nieblas<br />

que se disipaban, subían alegres de las rústicas cocinas densas columnas de humo como<br />

matinal incienso al Dios que hizo del amor el génesis y el impulso de la vida.<br />

Y el infeliz Julián, aquel mozo robusto como una ceiba, de mirada enérgica y facciones<br />

agradables, aquel pobre muchacho, bueno y fuerte, amante y laborioso, veía todo eso<br />

con los ojos húmedos, y le parecía imposible que a su edad y entre esas lomas, bordes del<br />

inmenso tazón de suelo fértil en que había vivido, pudiera el dolor arrancarle lágrimas.<br />

Ni se fijaba en los sombríos verdes y olorosos, en los ganados relucientes y gordos que<br />

retozaban a distancia, ni en los bohíos encaramados como cabras en lo alto de las colinas<br />

y picachos. Solamente cuando pasó frente a casa de Rosa salió del atontamiento en que su<br />

repentina desgracia le tenía sumido. ¿Perderla?… ¿y por qué? Por el capricho de un asno<br />

satiriaco y omnipotente. ¿Cómo sería posible? aquel trozo de alma, aquella hermosura como<br />

flor silvestre que se iba derechamente a él para que la recibiera en sus brazos y la trasplantara<br />

a su corazón, no había de ser suya? ¿Por qué andaban las cosas tan destartaladas en<br />

el mundo? ¿Por qué el Gobierno escogía para representar la autoridad a un truhán como<br />

el general Fico? ¿acaso no había buenos hombres en los Ranchos? ah! pero los del campo<br />

son el ganado humano: les ponen un mayoral, mejor cuanto más malo, para que arree la<br />

manada a votar por el candidato oficial, o a tomar las armas y batirse sin saber por qué ni<br />

para qué. nada de prédica, nada de escuelas, nada de caminos, nada de policía. opresión<br />

brutal. Garrote y fandango: corromperlos, pegarles y sacarlos a bailar. Y en cambio de eso,<br />

que el mayoral haga lo demás. Qué estupre, robe, exaccione, mate… con tal que el día de<br />

guerra o de elecciones traiga su gente.<br />

todo eso le trasteaba confusamente la cabeza a Julián: creía tener derecho a rebelarse<br />

contra tamaña iniquidad. ¿Eso era Gobierno?… ¿Si un toro furioso le embestía en el camino,<br />

no se defendería? ¿Y qué toro se igualaba al general Fico?…<br />

Luego pensó en su madre, en la pobre viejecita que estaría a estas horas hecha un río de<br />

lágrimas, sin amparo, sin auxilio, quiza maltratada por ese malacasta… Estiró los brazos<br />

como para quebrar las cuerdas, y tomó tal impulso que derribó a los dos que lo sujetaban;<br />

pero los otros lo dejaron sin sentido a culatazos, llevándole luego bien seguro y casi a rastras<br />

hasta la población.<br />

�<br />

Pasó una semana más sin que Fico se dejara ver por los alrededores de la casa de Rosa;<br />

pero a los ocho días la esperó a la vera del río, y cuando ella asomó pálida y ojerosa, pintado<br />

su dolor en el semblante, le preguntó que cuál era su resolución. Y ella volvió a deshacerse<br />

en ruegos y protestas: que sacara a Julián de soldado porque no había nada entre los dos;<br />

que si estaba desesperada era por la idea de que ella fuese la causa de la desgracia de un<br />

prójimo: fuera de ahí nada. En cuanto a lo otro no, no insistiera, porque primero moriría que<br />

tener frutos que no fueran de bendición.<br />

415


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Él la contemplaba extasiado. arrobábale su hermosura, ora grave de mater dolorosa,<br />

con la delgadez semitransparente arrebolada de ideales, y se arrodilló, suplicante a su<br />

vez, implorando un jirón de amor, por el que le ofrecía su poder omnímodo, su brazo<br />

omnipotente, su voluntad que dominaba las otras desde tiburcio hasta Las Hojas anchas,<br />

desde el mar hasta La Cumbre. Satanás enamorado debe tener la hermosura siniestra y<br />

tenebrosa que la fiebre del amor creó en Fico. Arrebatado por su pasión vehemente, como<br />

que tenía fuertes asideros en la carne, tomó una de las manos de Rosa, y estampó en ella<br />

besos de fuego, que resonaron en la soledad confundiéndose con el bullicio argentino de<br />

la corriente.<br />

—Jesús –gritó Rosa–, retirando con violencia la mano y haciendo un gesto de asco y<br />

de desprecio. Miró a todos lados buscando un salvador, pero allí, fuera del monstruo, sólo<br />

había pájaros y peces. Entonces echó a correr por el repecho de la hoya, hasta que salió al<br />

camino. El se quedó mirándola con los brazos cruzados, torvos los ojos, meciendo la cabeza<br />

sobre su cuello toruno. Estaba sentenciada. La miseria y el dolor, como círculo de fuego, no<br />

tardarían en rendirla.<br />

no transcurrió mucho sin que se esparcieran rumores funestos en toda la comarca que<br />

riega el Bajabonico. Rosa y el vale Pedro comenzaron a notar aislamiento, vacío en torno de<br />

ellos. Se pasaban los días sin que a su puerta se oyera el ¡alabado sea Dios! o el ¡Dios sea<br />

en esta casa! de una visita. Rosa decía a veces con una sonrisa de enfermo que se le estaba<br />

olvidando ya el contestar ¡por siempre! Sospechaba el manejo oculto. Bien se le alcanzaba<br />

que todo era obra de Fico, quien los había señalado como objeto de su prevención y de su<br />

tirria, espantando a los atemorizados vecinos, que ninguna clase de solidaridad querrían<br />

con los amenazados por el tiranuelo. así había excomulgado a muchos. Pero Rosa tranquilizaba<br />

a su padre achacándole a lo afanados que andaban en todas las casas con la madurez<br />

de la cosecha.<br />

no sabía nada de Julián, lo que la traía desasosegada e inquieta. a veces se iba al monte<br />

para escapar a las miradas de su anciano padre, y allí daba rienda suelta a su llanto. traía a la<br />

memoria las horas de dicha en que bajo los mismos árboles relamía a hurtadillas con la vista<br />

la varonil hermosura de su novio; y ahora se encontraba sola: él quién sabe cómo; ella bajeada<br />

y perseguida por el enemigo de su recato, que tal vez a cuáles extremos la conduciría.<br />

�<br />

una tarde, al regresar del cercano monte, la encontró siña nicolasa, y con misteriosos<br />

ademanes le indicó que quería hablarle de algo reservado, y la llevó tras una mata de bambú<br />

muy ahijada, como enorme mazo de plumas gigantescas.<br />

allí le contó que había sabido lo que el general Fico quería contra ellos, pues lo oyó<br />

hablando a la vera del camino con tres de sus hombres, mientras ella recogía leña en el<br />

monte.<br />

Su plan era reclutar para soldado al vale Pedro; y cuando Rosa quedara sola, acabar poco<br />

a poco con cuanto tenían, mientras el viejo se pudriera haciendo guardias; hoy una vaca,<br />

mañana un caballo, después otra bestia… así irían llevándoselo todo, hasta dejarlos en la<br />

inopia y los tres bribones se encargarían de vender a medias en otra parte lo robado.<br />

Rosa, aunque no le sorprendió la noticia, pues ya lo venía temiendo, se aterró: Julián era<br />

mozo y podía esperar a que las cosas cambiaran; pero su pobre taita, viejecito que ya miraba<br />

al suelo, se le iba a morir en el servicio. Le debía más que la vida, que cualquiera la da; le<br />

416


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

debía una consagración idólatra, con ternuras y delicadezas femeniles; había sido para ella,<br />

desde el mes de nacida, padre y madre al mismo tiempo: casi ni la había dejado ocasión de<br />

notar la falta de la que la echó al mundo. Y ahora que estaba en sus manos el salvarlo, ¿no<br />

lo haría? ¡Pero, qué sacrificio era necesario! Entregar su virginidad como flor a un verraco.<br />

Encenegarse con aquella fiera, y renunciar a la realidad de sus sueños, a la vida de amor<br />

idílico con Julián, que ya consideraba como cosa hecha. Desprenderse de la riqueza, de los<br />

goces materiales, es durísimo trance; pero deshacerse de un ideal, arrancarlo después que<br />

sus raíces profundizaron en el corazón, es la muerte del alma: sigue existiendo el cuerpo,<br />

pero no vive: las piedras crecen también.<br />

Y no daba espera la maldad del general Fico. a la mañana siguiente iba a empezar la<br />

ejecución de sus planes tenebrosos. Esa noche el vale Pedro notó la aflicción de su hija, y<br />

quiso averiguar la causa: ella estuvo tentada a confesárselo todo; pero previó la amargura<br />

del buen viejo: y quién sabe si su rectitud en materia de honra pudiera llevarlo hasta a un<br />

combate en que de seguro moriría… y quiso economizarle esos dolores: sonrió forzadamente<br />

y dijo que estaba indispuesta… poca cosa…<br />

¡Qué noche! ¡Cuánto ir y venir con la imaginación, buscando una salida para todos! Pero<br />

no había otro remedio: para salvar a los demás precisaba que ella quedara en prenda.<br />

Cuando asomaron los claros del día, ya su resolución era firme: se sacrificaba entregándose<br />

a aquel hombre implacable que le causaba horror. Coló el café y salió luego con dos<br />

calabazos, más que por buscar agua para aguardar a Fico en el camino y tratar accediendo<br />

a sus infamias.<br />

no esperó mucho. Desde lejos lo vio venir cabalgando en su rucio, y rodeado de sus<br />

cuatro hombres, los brazos de sus maldades, que venían a llevarse al vale Pedro. Le llamó<br />

aparte, y la horrible transacción quedó consumada. Ella estaría a media noche en la puerta<br />

tranquera, y él perdonaba al vale Pedro.<br />

oíase el segundo canto de los gallos cuando Rosa se deslizó como una sombra y se<br />

detuvo en la tranquera, donde se recostó casi desvanecida. otra sombra avanzó entonces y<br />

empezó a hablarle en voz baja; pero cuando se disponía a saltar las varas, sonó una interjección<br />

seguida del relampagueo de un cuchillo que se hundió en las entrañas del general<br />

Fico, para salir goteando sangre al caer el cuerpo de este bandido.<br />

El matador era Julián. Se había escapado de la Fortaleza, y venía a ver a Rosa para<br />

ocultarse en cuanto amaneciera, cuando reconoció en las tinieblas a Fico que entraba en la<br />

vereda. Lo siguió andando por el monte sin perderlo de vista, luchando entre los celos y el<br />

temor de alguna nueva infamia y, resuelto a saberlo todo, se apostó en acecho cuando Fico<br />

se detuvo frente a la tranquera del vale Pedro.<br />

Rosa, defendiéndose de las acusaciones que su amante, tentado de matarla, le imputaba,<br />

refirióle lo acontecido; y cuando el vale Pedro salió a las voces, tuvo que convenir en que era<br />

necesario escapar esa misma noche. Recogieron algunas bestias, y cargando con cuanto les<br />

fue posible, se encaminaron hacia los cortes de Jamao, refugio inviolable, saldo de cuentas<br />

de los que tienen alguna que arreglar con la justicia.<br />

En La Palma, cuidando la propiedad del vale Pedro mientras la vendían, quedó la madre<br />

de Julián, aguardando a que su hijo viniera una noche a buscarla.<br />

En cuanto al general Fico, hasta el Gobierno abandonó su causa cuando dio las espaldas<br />

a este mundo, y al cabo de un mes nadie se acordaba de él sino para bendecir al que libró<br />

la comarca de tan perniciosa alimaña.<br />

417


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Moralidad social<br />

Entré a casa con la dignidad de la dicha orgullosa.<br />

todas mis aspiraciones quedaban satisfechas. no tan solo tendría dinero, mucho dinero<br />

ganado honrosamente, para todas mis necesidades, sino que ese dinero era una prueba de<br />

la confianza que inspiraba a la patria mi honradez nunca desmentida. Acababan de nombrarme<br />

Interventor de aduana, sin que yo hiciera, por obtener ese empleo, más diligencia<br />

que aceptarlo.<br />

nada dije a mi familia. Quería un poco de comedia, sana y poética: esperar hasta el día<br />

siguiente para que cuando mi mujer me preguntara, con su dulce voz de contralto:<br />

—¿Dónde vas tan temprano?<br />

Responderle yo en tono de bajo profundo:<br />

—¡A la ofiiciiina! ¡A la aduaaanaaa!!!<br />

Y ahí las explicaciones, y la cara de Pascua Florida que pondría ella, y sus risas y sus<br />

lágrimas de purísima alegría, mientras el entendimiento dividíasele entre mí y el ejército de<br />

necesidades urgentes que había que satisfacer para ella y todos los de la casa.<br />

Pero el elemento oficial me lo echó a perder todo.<br />

De pronto empezaron a entrar en casa todos los amigos, todos los conocidos, todos los<br />

comerciantes, todos los aspirantes, todos los pobretes, todos los pedigüeños, haciéndome<br />

madrigales al revés: la felicitación delante y en las ancas el fajazo.<br />

Mi mujer acechando tras la celosía del aposento, se enteró, y en un paréntesis de visitas<br />

salióme al encuentro, entre alegre y enfadada:<br />

—¡Hola! –me dijo ¿Conque eso te tenías guardado?<br />

—Es que no estaba seguro –contesté por disculparme.<br />

—¿no estabas seguro? De lo que no estás seguro es de tu programa. De cierto que<br />

estás pensando en continuar con le tontería de siempre: honradez, honradez, y quedar<br />

como un pícaro, sin poder pagarle a los acreedores, mientras los ladrones de marca son<br />

apreciados por la sociedad, porque le roban a uno solo y a todos los demás les pagan<br />

religiosamente.<br />

—ay, ¡Julieta de mi vida! –le respondí–. no me acibares la dicha. Mi deber…<br />

—¡Sí, a eso te condenas y nos condenas toda la vida: a deber y no pagar sino lo que nos<br />

quitamos de la boca!<br />

Mi madre, mi santa madre, tan honrada toda la vida, se enteró también de mi nombramiento<br />

y vino a felicitarme.<br />

—aprovéchate, hijo, –exclamó con la voz velada por el llanto– aprovéchate. Dios presenta<br />

muy pocas ocasiones en la vida.<br />

—Mamá, no tema usted. El sueldo…<br />

—¡Qué sueldo, muchacho! El sueldo es nada en comparación…<br />

—ah, no. ni un centavo más ni un centavo menos.<br />

—Hijo –replicó mi madre con dolorosa angustia–. Hijo, que vas a volver a los días sin<br />

pan y a las noches sin luz. Piensa en el porvenir, piensa en tus hijos…<br />

aquello me desgarraba las entrañas. La esposa era joven y tenía otra sangre en las venas.<br />

Pero mi madre, la matrona de honor vidrioso y extremado, el modelo de la ciudad, que tenía<br />

a punto de orgullo contarla entre sus vecinas, aconsejarme que me ensuciara las manos con<br />

los dineros del Estado… al menos contaría yo con la aristocracia, con las honorabilidades<br />

de la ciudad que apoyarían mis propósitos caballerescos.<br />

418


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

a poco rato llegó don Sisenando, el más acaudalado de los comerciantes de Puerto Plata,<br />

célebre por el desprendimiento de haber donado tres camas para un hospital donde iban a<br />

parar centenares de clientes suyos arruinados, y me dijo:<br />

—Don alberto, la discreción antes que todo. Es preciso parecer más bien que ser. Con<br />

mi casa usted puede hacer todo género de negocios sin temor de que el público se entere.<br />

Deme la preferencia.<br />

—Gracias, don Sisenando; pero no sería delicado que yo me dedicara al comercio siendo<br />

Interventor. así es que aplazo para más tarde la aceptación de su oferta.<br />

—Pero, don alberto, si yo no le hablo de comercio, sino de los negocitos naturales que<br />

usted puede hacer en la Interventoría. Yo pagaría lujosamente la exclusiva.<br />

—Don Sisenando, yo considero los negocitos como los hijos. no los quiero naturales. Los<br />

quiero legítimos.<br />

Don Sisenando abrió como una o la boca, enarcó las cejas y manifestó tanto asombro<br />

como si se encontrara ante el ave Fénix. En seguida se marchó.<br />

Yo pasé el resto del día en la más amarga de las mortificaciones. Todos los amigos que venían<br />

a verme me pedían algo y, más o menos veladamente, me aconsejaban que robara. Pero eso era<br />

poca cosa en comparación al efecto que me causaron la opinión de mi madre y la de mi esposa,<br />

de los dos seres llamados en todo el mundo a aconsejar moralidad y honradez. Ellas también,<br />

¡oh, bochorno!, me aconsejaron que metiera manos criminales en las arcas del Estado!<br />

�<br />

Pasaron meses. unas veces cobraba mi sueldo, otras no alcanzaban los ingresos para ese<br />

detalle del presupuesto, y un día cambió la política y quedé cesante.<br />

La fila de visitantes, u otra fila de igual longitud a la del día en que fui nombrado Interventor,<br />

se situó a la puerta de mi casa. Pero los individuos de aquella tenían o ponían cara alegre, como<br />

quien oculta un cañón tras un jardín, mientras que los de ésta traían el cañón a vanguardia. Caras<br />

hoscas, caras feroces, de cobradores sin piedad, me presentaban la cuenta y si no pagaba, como<br />

sucedía, hacían un gesto feo y algunas veces soltaban una palabra descompuesta.<br />

Y yo no tenía la culpa. Mientras creyeron que robaba me metían los efectos hasta por<br />

los ojos, me atosigaban, me perseguían para que tomara a crédito. Como si yo fuera una<br />

muchacha bonita los vendedores se ponían celosos por cualquiera preferencia involuntaria<br />

que concediera a uno de ellos.<br />

—ah! usted le tomó a tontico una docena de corbatas. a mí tiene que tomarme una<br />

docena de camisas de crea, que son excelentes. Voy a mandarlas a casa de usted.<br />

Y ahora no había consideración, no había piedad. Pícaro, estafador, maula decían de mí<br />

todos aquellos a quienes no había aceptado ni el diez por ciento de lo que me rogaron que<br />

llevara.<br />

¡Sea todo por Dios!<br />

Mi mujer, que ha tenido la amorosa delicadeza de no hacerme reconvenciones después<br />

que he palpado la inmoralidad social, a la cual provoqué y desafié con la protesta muda de<br />

mi honradez, no ha podido contenerse hoy, y me dice:<br />

—Mira, las Fulánez, las Mengánez, las Perencejo y las Sutanejo que vivían metidas aquí,<br />

que me cargaban los muchachos y les celebraban tanto las impertinencias, no me han pagado<br />

la última visita y viven ahora metidas en casa del último Interventor. Yo que llegué a creer<br />

que Conchita estaba enamorada de ti…<br />

419


Los vecinos no nos perdonan la más mínima infracción. Hasta se quejaron a la policía<br />

de que mis chicos arrojan cáscaras de guineos a la calle.<br />

noté también la frialdad de todos los amigos. Gente que antes si me dolía una muela<br />

se aparecían con remedios y dentistas, que querían hasta quedarse a velar en casa por esa<br />

bobería, apenas se tocan el sombrero con la diestra para saludarme con la cara muy seria.<br />

Y los mismos, ¡quién lo creyera! le sacuden el polvo, le dan palmaditas en el hombro y le<br />

hacen arrumacos y zalemas a don Patricio, que se ha robado cien mil pesos en la aduana.<br />

Eso me llamó a reflexión y un día, después que conversamos en casa sobre el estado<br />

miserable de la moralidad social no pude menos que decir a mi mujer:<br />

—Los mismos que lamentan tener una cabeza porque con el sombrero que la cubre tienen<br />

que saludarme, sienten no tener doce cabezas para saludar con doce sombreros a don<br />

Patricio, cada vez que lo encuentran en la calle.<br />

La política cimarrona<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Juan nepomuceno era campesino y vivía con su mujer en la sección de los Domínguez,<br />

en Puerto Plata<br />

Su estancia era una prueba de la laboriosidad de los padres de Juan, y una demostración<br />

de la haraganería de actual poseedor. Árboles frutales viejos había muchos. Los mangos,<br />

los caimitos, los nísperos, los aguacates abundaban; pero del platanal sólo se veían escuálidos<br />

ejemplares, y no se encontraban ni para remedio batatas, maíz, ahuyamas y víveres<br />

de cualquiera clase.<br />

—Hombre, compadre –le decía su vecino Marte–. ¿Por qué no hace usted una tumba a<br />

la orilla de arroyo y la siembra de frijoles? ahí se darían excelentes.<br />

—Compadre… usted no me conoce. Yo soy hombre justo y no le hago daño a quien no me<br />

provoca. ¿Qué perjuicio me han hecho esos palos para que yo les caiga a hachazos? ¿Qué la tierra<br />

y la yerba para que yo empuñe un machete o una azada y emplee mis fuerzas contra ellos?<br />

—Pero, compadre, no veo entonces de dónde puede usted sacar el pan nuestro cotidiano.<br />

—No se apure por eso, que días habrá flacos y malos; pero yo tengo mi hacienda. Para<br />

eso está la política. Cuando empuño el brogó y suben los míos, lo menos que pesco es una<br />

ración de un peso oro diario, y entonces ve usted a su comadre toñica estrenando un túnico<br />

cada quince días.<br />

—Y mientras tanto?<br />

—ah, unas van de cal y otras de arena. Los días malos abre el apetito para los buenos.<br />

Si uno se la pasara siempre rollizo y mantecoso, ¿cree usted, compadre, que habría valientes<br />

en la tierra? Eso se querrían los tiranos, para durar hasta el fin del mundo.<br />

�<br />

Juan nepomuceno se mezclaba en todas las cuestiones suscitadas por el choque entre<br />

los intereses agrícolas y los pecuarios.<br />

Si un cerdo se metía en el cercado de un amigo del héroe y le comía la batatas, y el dueño<br />

de ellas cogía un arma, acababa con la vida del invasor, Juan nepomuceno se ponía de parte<br />

del agricultor, y era de oírlo razonando y gesticulando.<br />

—La propiedad –gritaba– necesita garantías. Las batatas, los plátanos, la yuca no tienen<br />

patas. Se están quietecitos dentro del conuco. ¿Cómo es posible que en una zona agrícola,<br />

420


se deje en libertad a sus naturales enemigos los cerdos, para que acaben con una riqueza<br />

pública no agresiva? no. Que amarren los puercos, que son los que tienen patas!<br />

En cambio, si el caso era contrario, es decir, si su amigo era el amo del puerco, entonces<br />

se desataba contra los vegetales.<br />

—Miren –decía– que matar un pobre puerco porque, satisfaciendo una necesidad, se come<br />

unas tristes hojas de yerba. no hay respeto para el derecho de vida ¡Es preciso sostener el derecho<br />

de la inviolabilidad de la vida del cerdo! Es un ser viviente y hay que respetar su existencia. De<br />

lo que sucede a la supresión de la vida humana por simples hurtos no hay más que un paso!<br />

¡Viva la libertad! ¡Viva el derecho! como gritaba napoleón, encaramado en las pirámides.<br />

�<br />

Pasaron meses, unos pocos, durante los cuales, Juan sufrió muchas miserias y formó<br />

una cuenta más larga que un rosario en las pulperías del Camino real<br />

La misma toñica, quien era la resignación en pasta, estaba ya furiosa.<br />

—¿Qué hará esa gente? –se preguntaba a dúo el matrimonio.<br />

Por fin, una tarde llegó Juan a la casa con la cara de Pascua.<br />

—alégrate y prepárame una buena cena de arenques –dijo a toñica–. Esta noche es la<br />

cosa y ponemos un cantón en Los Mameyes.<br />

Cenó, abrazó a su consorte y se fue para el cantón.<br />

En la madrugada se oyó un nutrido tiroteo, y a eso de las ocho de la mañana se aparecieron<br />

cuatro hombres en casa de toñica, conduciendo el cadáver de Juan.<br />

a los gritos de la viuda llegó el vecino Marte y, contemplando el cadáver de su compadre,<br />

exclamó:<br />

—Eso da la política cimarrona. Bien se lo decía yo al pobre de mi compadre!<br />

JOAQUÍN MARÍA BOBEA<br />

nació el 22 de mayo de 1865 en Cumarebo, Venezuela, donde se había refugiado su padre, el político<br />

y escritor Pedro a. Bobea. Murió en San Pedro de Macorís el 26 de abril de 1959.<br />

Como medio de vida publicaba esporádicamente la revista Noche Buena, en la que aparecían sus<br />

cuentos y epigramas. Como epigramista quizás no fue superado en el país: sus Lechugas, como él<br />

llamaba a sus celebrados epigramas, fueron recogidas en el folleto La Hortaliza de don Joaquín, Lechugas<br />

recopiladas por Carlos M. Bobea en 1942.<br />

Publicó: Perdigones, 1904, y Caza menuda, 1912, Cuarto Centenario colombino, 1892; y Homenaje a los<br />

hombres del 44 en el Centenario de la República, 1944.<br />

De su libro en preparación, Charamusca, publicó algunas estampas en la revista Pluma y Espada, S.<br />

D., abril de 1921.<br />

Los cuentos de Bobea, reproducidos, han sido tomados los tres primeros de Perdigones y los otros<br />

cuatro de Caza menuda.<br />

La opinión de Marmota<br />

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La familia Pérez celebraba muy agradables veladas a las cuales asistían el señor cura de<br />

la Parroquia, el médico, el maestro de escuela, el alcalde del lugar y otras personas de más<br />

o menos vuelo intelectual.<br />

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En las reuniones se trataba de diversos asuntos: soluciones de charadas, acertijos y otros<br />

rompecabezas: se leían trabajos literarios, en prosa y en verso, propios y ajenos, y cuando no<br />

concurría el Ministro del Señor, se jugaba a las prendas.<br />

Las muchachas de la casa eran prodigiosas en todas estas cuestiones de pasatiempo:<br />

buenas recitadoras, descifradoras de alta escuela, y salerosas en toda clase de juegos de<br />

salón; eran, como dice un amigo mío, casi unas bachilleras.<br />

Entre las personas que frecuentaban la casa, olvidaba mencionar al general Marmota,<br />

toda una seriedad de la época. Siempre estaba callado, sobre todo cuando se trataba de dar<br />

solución a una charada; pero tan pronto como alguien atinaba, afectando grave postura y<br />

con ronca voz, decía: ya había pensado yo en algo parecido.<br />

Para la época a que me refiero, tenía lugar la guerra franco-alemana, y como es innata<br />

en nuestro pueblo la parcialidad en política, aún cuando ésta no sea criolla, unos de los<br />

tertulianos estaban con la verdadera dueña de la alsacia y la Lorena y otros con la señora<br />

madre patria de Bismark. De lo cual resultaban acaloradas discusiones que duraban hasta<br />

las once de la noche, y casi siempre tenía que oficiar de Juez de Paz el que lo era de verdad,<br />

el señor alcalde.<br />

Es de oportunidad advertir, por lo que pueda colegirse al finalizar esta anécdota, que era<br />

entonces Presidente de la República el General Buenaventura Báez y que a los de su partido<br />

se les llamaba rojos, pansobados o baecistas.<br />

una noche que se discutía con más calor que nunca; que el cura, corso rancio, se desbordaba<br />

en favor de los franceses; que el boticario, cuyo principal era hamburgués, encomiaba<br />

la buena táctica y la superioridad alemana; que unos decían lo contrario, y que apenas se<br />

entendía la barahúnda en la cual las muchachas no iban en zaga, propuso el maestro de<br />

escuela someter el asunto a la mayoría.<br />

así se aceptó.<br />

todos dieron su opinión, menos el general Marmota que estaba pensativo y serio.<br />

Se hizo cómputo y resultaron dieciséis opiniones del modo siguiente:<br />

Por los franceses, ocho.<br />

Por los alemanes, ocho.<br />

Entonces habló el señor cura de esta manera:<br />

—tenemos igualdad de votos.<br />

—Falta uno –gritó el boticario–.<br />

—Sí, sí –respondió otro– falta el general Marmota.<br />

—Cierto –dijo el alcalde.<br />

—usted, general Marmota, es quien va a decidir la cuestión –agregó una de las muchachas<br />

de la casa.<br />

—tiene la palabra el general Marmota –dijo el médico– y al efecto, esperamos de su recto<br />

criterio, de su ilustrada manera de pensar y de su integridad militar, que desapasionadamente<br />

nos dé su opinión, favorable a los alemanes o favorable a los franceses.<br />

Marmota tosió dos veces y poniéndose de pie y rojo como un camarón, habló del siguiente<br />

modo:<br />

—Señores ustedes saben que yo no soy más que baecista.<br />

Esa fue la opinión, la célebre opinión de Marmota.<br />

Por desdicha abundan los Marmota en esta tierra que Dios guarde…<br />

422


Los gobiernistas<br />

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Los que entienden mejor la política moderna son los gobiernistas. Su escuela es no caer,<br />

o lo que es lo mismo estar siempre arriba. Con los azules fueron azulísimos, durante el gobierno<br />

de los rojos puro vermelloni, cuando los verdes estuvieron arriba, el color del mar y<br />

el de las hojas de los árboles, fue su color de partido. En tiempos de los coludos, llevan más<br />

cola que un cometa y en la época de los bolos no tuvieron rabadilla.<br />

no tienen otras convicciones que las convicciones del que se constituye en Gobierno,<br />

sea bueno o sea malo, el caso es que sea Gobierno.<br />

Braman los gobiernistas contra la revolución; pero cuando ésta suele derrocar al Gobierno,<br />

entonces braman contra el Gobierno caído y al que antes llamaron fuerte, luego denominaron<br />

maula. ayer era su Dios y estaba como un trinquete, hoy es un cualquiera y estuvieron a su<br />

lado por necesidades políticas y no por afecto.<br />

El empleo es para los gobiernistas lo principal, y para conservarlo en la transición de<br />

una causa política a otra, se valen del espionaje, la adulación y cuantos medios rastreros y<br />

arrastrados pueda idear la mente humana.<br />

¡Cuántas veces he oído de los propios labios de un gobiernista decir “ese hombre” al que<br />

antes y a pesar de sus ejecutorias de tirano llamaban Papá, El Viejo, y con otros cariñosos<br />

distintivos!<br />

¡Ah! es que antes eran pintores de Su Excelencia, Médico del Pacificador, Zapateros del<br />

Presidente, Intérpretes particulares del Padre de la Patria, y ahora son víctimas del pasado<br />

régimen.<br />

Para los gobiernistas ya lo he dicho, no hay caída. Ellos dan un salto mortal de una situación<br />

a otra y se cuelan como Pedro por su casa.<br />

Que no se les emplee de momento, pues ya se les empleará; bien conocidas les son las<br />

entradas y salidas palaciegas; las frases usables en los cafés; lo que debe decirse a cada un<br />

Ministro, en fin, lo que puede hacerse para obtener tal o cual empleo.<br />

Mientras los soñadores, los liberales, los verdaderos liberales, los que velan por la Patria,<br />

se entregan a sanas luchas de principios, los gobiernistas están en la suya, trabajando<br />

con la lima y la escorfina en los corrillos, en el Palacio, en la calle, en todas partes, hasta en<br />

la misma Iglesia.<br />

Hay gobiernistas criollos y extranjeros; la historia nos enseña que no son desechables<br />

estos últimos.<br />

Para demostrar hasta qué grado llega la temperatura de esta gente que mariposea alrededor<br />

de los Gobiernos, nada más que porque son Gobiernos, voy a estampar una historieta<br />

que tuvo lugar en la Primada de las Indias.<br />

En los días en que tomó posesión de la Presidencia de la República, el mejor de los<br />

Presidentes hasta ahora, el repúblico don ulises Espaillat, unos cuantos gobiernistas se<br />

lanzaron a la calle estandartes en ristre, música y triquitraques previos desgañitándose con<br />

vivas a don ulises, al magnánimo, al liberal. Pocos días después, nuevos estandartes, música<br />

y triquitraques recorrían las calles, en medio de atronadores hurras al nuevo Gobierno y de<br />

escandalosas frases por este tenor: ¡abajo Espaillat! ¡abajo el Gobierno caído!<br />

Un español residente en la Capital, para la época a que me refiero, tuvo la curiosidad de<br />

asomarse a la puerta y al reconocer a los de la callejera fiesta y que echaban vivas al nuevo<br />

Gobierno, dio tamaños gritos a su consorte, expresando así:<br />

423


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¡teresa! ¡teresa! ¡son los mismos!…<br />

Y efectivamente, eran los mismos, eran los gobiernistas que abandonaban al caído para<br />

levantarse a la sombra del sustituto.<br />

Por eso he dicho al principio, que los gobiernistas no caen nunca y que siempre están<br />

arriba.<br />

Por lo demás a ellos les importa poco la censura pública. Su fuerte es estar con el<br />

Gobierno, incondicionalmente con el Gobierno. Hoy con el de hoy y mañana con el de<br />

mañana.<br />

Cómicos y acróbatas políticos<br />

no hay duda de que el campo de la política nacional presenta a la vista del observador<br />

un teatro donde trabajan cómicos de la legua y un famoso circo de maromeros.<br />

todas las piezas de representación tienen cabida, desde el juguete cómico hasta la tragedia<br />

y para todos se sobra competente personal. Barbas, barbudos y lampiños; galanes a<br />

escoger, y superiores característicos. Hay excelentes apuntadores y muy buenos traspuntadores,<br />

quienes, respectivamente parapetados dentro de su concha y detrás de bastidores<br />

responden del éxito de la comedia.<br />

En cuanto al servicio interior del escenario no se carece de utilero ni de buenos tramoyistas.<br />

¿Quién se atreve a probarme que el general Merengue no es un excelente tramoyista, ni<br />

que Potala ha dejado de cumplir, en alguna ocasión, su delicado encargo de proveer todos<br />

los objetos necesarios para las funciones? Que luego aparezcan a la escena una mesa coja<br />

o una silla despajillada, eso no empece, que el utilero ha cumplido y para el teatro de la<br />

política cualquier cosa es buena.<br />

En lo que atañe a las funciones acrobáticas, esos son otros López; que el que no sea<br />

buen planchista –y hay quien quiera vivir en eterna plancha– que no suba al trapecio ni a<br />

las peligrosas argollas; y el que quiera dar un salto mortal, que tenga sueltas las coyunturas<br />

y mucha agilidad, y ¡zas!, de portero a Comisario o a Comandante de armas y hasta a<br />

Interventor; –la mayor y más lucrativa distancia hacia donde se puede dar una voltereta. Y<br />

nada de quedarse vacilando, que tras de un salto, otro, y otro más.<br />

no tienen la misma suerte que los volteadores los señores equilibristas, porque en política<br />

todos los bailadores de cuerda floja fracasan, como es seguro el éxito de los payasos,<br />

género de empeculados y melosos artistas que no sufren contusiones y hacen reír a los<br />

vulgares espectadores con su grotesca charla y sus ocurrencias, algunas veces de un color<br />

de rosa subido.<br />

Los acróbatas que se ejercitan en las escaleras, los que se desgonzan como buenos maniquíes<br />

o que trepan con habilidad de monos al elevado trapecio, son los artistas de moda en<br />

el circo de la política dominicana, en el cual hay caballos blancos y manchados, muy bonitos y<br />

adiestrados, que saben contar, saltar las barras y los arcos, bailar y hasta firmar de orden un<br />

pasaporte y hacer una planilla. En cuanto a fieras, tenemos panteras, tigres, lobos y leones<br />

y sobre todo gran abundancia de gatos de angora.<br />

Completísimo está el personal del circo y del teatro de la política nacional, abundante<br />

en mascavidrios, pues como dice un amigo mío aquí y con perdón de la generalidad de los<br />

generales, lo que sobra son tarugos.<br />

424


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Le coté<br />

En el arte, en la ciencia del saber vivir (modus vivendi de los pegajosos) es archiperita,<br />

entendida, docta, sapientísima esta gente que no trilla otro camino ni estima por otro buen<br />

lugar sino la vía por donde caminan los que brillan por su dinero o por su mando y el lugar<br />

frecuentado por los mismos encumbrados del poder o la riqueza y de aquí que no se apartan<br />

de su lado a manera de ostras de dos pies.<br />

¡Le coté y siempre le coté!<br />

El Gobernador, traigo por caso, está en el teatro: pues hay que estar al lado del Gobernador,<br />

y vuelan como serpentinas hasta colocarse a su diestra en el palco de la Gobernación, y ya<br />

alcanzando le coté aprueban con la palabra y la más cortés y hasta reverente inclinación de<br />

cabeza cuanto dice la autoridad; a veces anticipan un “sí”, “precisamente”, “claro”, “justo”,<br />

“tiene razón el Gobernador”, a pensamientos no externados, pero bullentes en el cerebro<br />

de la primera autoridad cuyo lado se ganó a fuego y sangre, cosechando tal vez tropiezos y<br />

empellones y no reparando si se ha volcado la bandeja de refrescos llevada por un sirviente al<br />

palco vecino o si se le han humedecido con cerveza los faldines del frac. Realizado el propósito,<br />

lo demás les importa un comino a estos ladinos, derivado con el cual se me ocurre designar a<br />

los que buscan el lado de los grandes, o de otro modo, dicho a lo parisiense, le coté.<br />

En paseos, entierros y procesiones se abren paso por entre la multitud para estar al<br />

lado del Gobernador, del ricacho o de cualquiera persona de significación. Porque le coté es<br />

relativo y hasta el empresario de carretas que coloca sus realitos a interés leonino, tiene sus<br />

lados comprometidos, que si se sobran colaterales para los encumbradísimos, no han de<br />

faltar adláteres para las medianías.<br />

Que se cosechan en ocasiones un buen par de coces de estos burros con bombo cuyo<br />

coté se persigue, no hay para qué dudarlo ni es cosa que les preocupa: jamás se ha tomado<br />

buena salsa sin tener que apartar las espinas y casi todos los caminos que conducen a la<br />

dicha son escabrosos. no se va a la gloria así como así, ni se obtiene le coté a título gratuito:<br />

es contrato oneroso que pactan los ladinos, dando en pago de una derecha o de una izquierda<br />

sus convicciones y hasta su vergüenza, si la tienen, los que quieren y persiguen le coté.<br />

Cuando se adelantan unos a otros los ladinos, han de conformarse los que se quedan<br />

detrás con ir rozando su abdomen con las posaderas de la autoridad o del ricacho que va en<br />

paseo o gira, personalidad que, en fuerza a interrogaciones y zalamerías tiene que distribuir<br />

su atención entre sus colaterales y el que le va detrás.<br />

no en vano un antiguo repartidor de pan de la ciudad Capital, gritaba a más y mejor<br />

en las frías mañanas de su laboriosa ocupación:<br />

“¿Quién me dará un ladito?” Ciertamente que el citado no solicitaba le coté masculino.<br />

Él sabía lo que se pensaba y lo que decía.<br />

Le coté es un triunfo para los zalameros y aduladores a tal grado, que luego se busca el<br />

lado en segundo, tercero y cuarto rango, cuando el primero está comprometido u ocupado,<br />

y tenemos le coté del amigo del Secretario, que va al lado de éste y éste a su vez a la derecha<br />

de don Perejil, quien tiene el jus abutendi de la primera autoridad o de la digna y rica persona<br />

que funje de principal de estos truchimanescos accesorios.<br />

no hace mucho decíale un sujeto a su consorte:<br />

—Carmencita mía, estamos de plácemes, creo que nos hemos salvado. En el entierro de<br />

don Senáforo hube de adquirir a cambio de codazos y hasta de la lujación de un pie, el lado<br />

derecho del Prefecto Municipal, y ya es algo, Carmencita mía.<br />

425


Después supe que llegó a ser el sujeto en cuestión agente de la Policía Municipal, y<br />

orondamente andaba por esas calles de Dios con su macana de nisperillo y un paquete de<br />

bolas para matar perros.<br />

Prueba contundente: por medio de le coté se acerca uno a los grandes, a los perros, a<br />

éstos aunque sea para envenenarlos.<br />

Cohetes tirados<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Para algo había de servir este maravilloso invento de los chinos; para algo, además del<br />

papel que desempeñan en el comercio y en la industria estos estruendosos triquitraques,<br />

animadores de alboradas, parrandas cívicas, comités eleccionarios y otras fiestas callejeras,<br />

porque dicho está de viejo, fiesta sin cohetes, es fiesta que no resulta.<br />

Jamás soñaron los habitantes del Celeste Imperio que su invento vendría a servir de mote<br />

a los hombres de este país, dado a los apodos burlescos como no hay otro, ni hay otro que le<br />

aventaje en eso de sacar tajada de la política, la cual forma uno de los arbitrios principales<br />

de que se vale un celemín de generales y generalitos, los más de ellos, remembradores de<br />

un millón de aventuras en la guerra, en las cuales aventuras, la onomatopeya de los tiros, el<br />

tropel de la caballería y el estampido del cañón, acompaña con gestos más o menos patéticos<br />

y frases plenas de énfasis, historias de hazañas en que el semillero de cadáveres es muy<br />

grande y los heridos son tantos que la Cruz Roja no da abasto con sus camillas.<br />

Dije cohetes y dije bien, porque para merecer el otro epíteto, el de cohetes tirados, deben los<br />

motejados, lógicamente, principiar por tener el primer calificativo. Y es que hay cohetes tirados<br />

de todos los tamaños; hailos pequeñitos de los que entran cien y más en un mazo, los hay medianos<br />

y los hay grandísimos, como si dijéramos, los tres tamaños en política corriente, con sus<br />

clases intermedias; pero todos ellos pertenecientes a uno de los tres principales tipos designados,<br />

desde la portería del Palacio hasta las mismas poltronas ministeriales. no es necesario estar<br />

cesante para ser cohete tirado, lo que se requiere para caracterizarse con este papel, es ser uno<br />

de tantos, un desprestigiado de esos a quienes falta la sombra de los poderosos (derivado de<br />

poder) o si la tienen es una menguada sombra que apenas favorece gente que valga la pena.<br />

Fueron acaso prestigiosos, prestigiados y valientes, enérgicos y activos, y ahora, viviendo<br />

del grato recuerdo de un pesado glorioso, tienen un empleo inferior a su categoría o están<br />

dedicados a la crianza de gallinas.<br />

En el campo del periodismo fueron polemistas radicales que cosecharon aplausos de<br />

la oposición; ahora reciben ruin asignación y son a lo sumo, diablos cojuelos, correvediles de<br />

los grandes figurones del partido de arriba, o dicho mejor, de los arribistas, quienes, con su<br />

gran personalidad y todo, son a veces cohetes muy grandes que atruenan el espacio con su<br />

estallido; pero que son tirados también.<br />

Se me ha ocurrido que el origen de la frase cohetes tirados, se debe a que a los triquitraques,<br />

después de estallar y volar en distintas direcciones, atrayendo la multitud de muchachos callejeros,<br />

apenas si se les percibe el olor de la pólvora y sí una pestecita a algo así como sulfureto.<br />

Ya lo creo, qué van a saber los tales lo que es olor de pólvora; éste es para que lo olfateen los<br />

que se mueren una y mil veces de cara al sol, dignamente, con valor y con vergüenza.<br />

Yo que conocí personalmente al general Culebro, que sé de sus hazañas pretéritas y de<br />

su cohetismo posterior; que lo vi figurar con buenos sueldos y luego ser relegado al olvido;<br />

yo que le conocí Ministro y le vi más tarde siendo un sacristán de aldea, caigo en cuenta, de<br />

426


que por ser un cohete tirado, se mereció todo el homenaje rendido en el momento de conducirlo<br />

al campo santo un numeroso cortejo. La verdad sea dicha, fue obra de la casualidad el<br />

rendido homenaje militar en la forma que se hizo. Había que tributarle respetuosamente,<br />

prestigiosamente, los honores militares al general Culebro, pues éste, que aunque en las<br />

postrimerías de su vida era un cohete tirado, fue ni más ni menos uno de los próceres de<br />

nuestras gloriosas epopeyas nacionales. Pero es el caso que el día del sepelio no había elementos<br />

suficientes en el bohío-comandancia del pueblecito, donde rindió la jornada de la<br />

vida el general Culebro, y para salvar el conflicto, un hábil pirotécnico fabricó unos cuantos<br />

cohetes de los más grandes, y con cohetes a la salida de la Iglesia, en el primero y segundo<br />

descansos, y al colocar el ataúd en la cripta, se sustituyeron las merecidas descargas militares<br />

al prestigioso general que concluyó por ser un cohete tirado.<br />

Yo no conozco a nadie<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

La corneta dejó oír sus belicosos puntos de guerrilla, ejecutados diestramente por uno<br />

de los españoles expedicionarios que habían desembarcado por las costas de Higüey bajo<br />

las órdenes del general Guillermo.<br />

Hizo firme la vanguardia de la gente del Gobierno, y allá en la empinada loma, tocó<br />

marcha de frente la retaguardia. El plan del general troncoso, como buen conocedor del terreno,<br />

era envolver a los expedicionarios en una red sin salida, y al efecto les tenía ocupados<br />

los puntos más estratégicos del lugar.<br />

Los puertorriqueños que acompañaban al general Guillermo temblaron al oír los toques<br />

del clarín por diferentes lugares y hubieron de arrepentirse del compromiso pactado en<br />

Mayagüez. Ellos no estaban acostumbrados a esta clase de giras campestres y se ofrecían<br />

a Nuestra Señora de Monserrate sin fijarse en las burlas de los criollos ni en las sazonadas<br />

palabrotas de los españoles.<br />

Por los cuatro puntos cardinales sonaron los primeros tiros y fue nutriéndose el fuego<br />

hasta imitar uno como prolongado y rugiente trueno.<br />

El humo ennegrecía las hojas de los árboles y el filo de los sables brillaba en el aire describiendo<br />

líneas ondulosas.<br />

La pelea fue ensañándose hasta que llegó el momento decisivo; casi se fueron al arma<br />

blanca y los guillermistas, cuyo campamento de retaguardia estaba compuesto de puertorriqueños,<br />

dispersáronse como pudieron por entre breñas y zanjones.<br />

El número de bajas de ambos combatientes fue considerable y muchos de los expedicionarios<br />

cayeron prisioneros. aquí recibe uno de éstos un culatazo, allá es aplaneado otro y<br />

más allá hay algunos cruelmente amarrados a los troncos de los árboles. Quien se ofrece con<br />

armas y bagajes, quien jura no ser jamás hostil al Gobierno, todos tiemblan ante el peligro<br />

común de la muerte.<br />

al pie de una copuda ceiba está atrincado un mozo de ojos azules, rubio como la espiga<br />

del arroz y pálido como un cadáver. a cuantos pasan por su lado los llama y les dice que lo<br />

perdonen, que no lo maten, que él es nacido y criado en el pueblo de Higüey y que se llama<br />

Panchito Fernández, que él ofrece por la Virgen de su pueblo, la altagracia, no meterse en<br />

nada y que en lo sucesivo, si se lo exigían, sería lilisista neto.<br />

—Mentira –le grita un soldado– tú eres español, cacharro, ¡patasucias!<br />

—Muera –dice otro.<br />

427


—¡Muera! ¡Muera! ¡Muera el español!, repercutieron cien voces.<br />

—Yo soy dominicano, yo soy higüeyano replicó trémulo el prisionero. En Higüey viven<br />

mi madre y mi novia, seres a quienes quiero en el alma, en Higüey tengo mi fundo y mis<br />

gallinas. ¡Perdón señores! Perdón general troncoso… usted que me conoce, dígales a sus<br />

soldados que no me maten. Dígales si soy o no higüeyano.<br />

El general troncoso se desmontó del caballo ceboruno en que jineteaba y desenvainando<br />

su machete encabado dióle unos cuantos planazos a Panchito diciéndole estas palabras:<br />

—Yo no conozco a nadie y a revolucionarios menos.<br />

El que más patea<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

La diplomacia entre los irracionales, no es menos importante que entre los bípedos humanos,<br />

y he aquí la razón por la cual un hermoso alazán, padrote de gran hatajo, un burro<br />

aguatero y un mulo cosquilloso y respingón juntáronse en la sabana bajo la fresca sombra<br />

de una copuda cabirma para solucionar asuntos de la alta política caballar comentada por<br />

jumentos y arrenquines del lugar.<br />

Ya se hablaba en los irracionales corrillos de invasión de jurisdicción, atropellos al derecho<br />

de gentes y de otras tantas vilezas cometidas por algunos pollinos y arrenquines que<br />

no tenían la más ligera noción de lo que es libertad bien entendida.<br />

Los del colegio, o mejor dicho, los tres individuos constituyentes de la Junta, personajes sabios<br />

y discretos en quienes habían puesto toda su confianza los demás de su raza, para que llegaran<br />

a la mejor organización de los asomados, no asistieron al lugar de la cita, así como así, que el<br />

que más y el que menos, no tocó la malojilla ni el maíz en más de una noche, en meditativo<br />

estudio acerca de los puntos de derecho, abarcados por la alta misión que se les confiara.<br />

El alazán fue el primero en tomar la palabra y después de una larga peroración sobre el trote<br />

y pasitrote, terminó pidiendo a sus compañeros designaran a la raza caballar como la que debía<br />

constituir los tribunales bajos, los supremos Estrados y los de Cesación, porque el caballo, según<br />

la bestia que llevaba la palabra: por su estilo artístico, por sus bellas formas, por la superioridad<br />

de su raza, por su origen y por la nobleza de su carácter, era el llamado a juzgar todos los actos<br />

de los solípedos, premiándolos y castigándolos cuando el caso lo requiera.<br />

Los ojazos negros del burro se abrieron desmesuradamente, como si estuviese bajo la<br />

presión narcótica de la atropina, sacudió sus enormes orejas, se peyó estruendosamente y<br />

replicó al caballo con palabra fácil y estilo correcto, argumentando en favor de los jumentos, y<br />

pidiendo para éstos la dirección de los poderes. Según él la historia le favorecía, pues el asno<br />

fue el primer animal que habló, allá en los tiempos de Balaam, y acaso en la actualidad su<br />

silencio sea más elocuente, que el discurso de algunos racionales señalados como sabios.<br />

—La raza paciente, tranquila, calculadora y grave, es mi raza –continuó el burro– y por<br />

su sumisión al hombre, por su sobriedad típica debe constituir los tres poderes: el Ejecutivo,<br />

el Legislativo y el Judicial; los dos primeros para dar leyes perfectas y el último para<br />

aplicarlas sabiamente.<br />

Seguía discurriendo elocuentemente el pollino; ya hablaba de su paciencia, ora de su<br />

utilidad y a veces de su ardoroso amor, hasta que el caballo Presidente de la Junta llamó su<br />

atención, advirtiéndole que ya iba a oscurecer y que el mulo aún no había dicho “esta boca es<br />

mía”, y que era justo oírlo opinar para conocer todo lo bueno que se tendría en el majín.<br />

a tal interpelación contestó el burro con una cortés inclinación de cabeza y cedió la<br />

palabra al señor mulo.<br />

428


Este no se hizo esperar mucho y dijo así:<br />

Compañeros; yo soy un híbrido resultante de las razas de vosotros. Soy por naturaleza<br />

fuerte y casi indómito; he estudiado poco; mas tengo muy buen sentido práctico. Seré lacónico,<br />

pero muy expresivo. Yo he creído y sigo creyendo –repitió el mulo– que en esta tierra<br />

deben gobernar los mulos, porque aquí manda el que más patea. Y para patear los mulos.<br />

LORENZO JUSTINIANO BOBEA<br />

nació en Santo Domingo por el año de 1856 y murió en San Pedro de Macorís el 13 de enero de 1929.<br />

De su obra Cuentos criollos, inédita, perdida, apenas hemos logrado hallar uno, Contrariado, publicado<br />

con las iniciales J. L. en la revista Prosa y Verso, de San Pedro de Macorís, en julio de 1895. En la<br />

misma revista, en junio, publicó Don Palmerín, pseudo biografía burlesca. Fue periodista y maestro<br />

de escuela de largo ejercicio, Presidente del tribunal de Primera Instancia de San Pedro de Macorís,<br />

Procurador Fiscal en la misma Villa en 1903, Conjuez en El Seibo por el 1898 y Procurador Fiscal, allí<br />

mismo, en 1904-1905. también fue Defensor Público.<br />

usaba en sus escritos literarios el anagrama Sin Jota ni U. Escribió el breve prólogo de la obra de<br />

su hermano Joaquín María Bobea, Caza Menuda. En esas páginas y en el cuento que se reproduce<br />

en este libro se advierte la identidad de estilo entre él y su hermano, tanto en la forma como en la<br />

vis cómica.<br />

Publicó el opúsculo 200 charadas, 1921, con una caricatura suya trazada por el genial Capito Mendoza.<br />

Contrariado<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Él era general, y no porque para tal jerarquía tuviese títulos conocidos ni méritos conquistados,<br />

ni probado talento, sino por ser abeja del ejambre y nada más.<br />

Verdad es que don Jerónimo fue de los que, algo joven aún, combatió bizarramente en<br />

favor de la restauración política de esta nuestra República, cuando el patriotismo en masa<br />

protestó armado contra los hechos vergonzosos de la Guángara, como ellos decían, de Buceta<br />

el tirano célebre, de Campillo el desfachatado e inmoral coronel y hasta del aristócrata y<br />

relamido arzobispo Bienvenido Monzón.<br />

Él se distinguió, así como se distinguieron todos en la lid restauradora.<br />

Don Jerónimo no tenía ni aún figura de general, pues era bajetón y rechoncho con el<br />

abdomen muy sobresaliente, coloradote y sobre todo muy hablador.<br />

así y todo, allá en las comarcas donde nació y a cuyos cándidos habitantes dominaba por ser,<br />

entre ellos, el más rico y talentoso, tenía gran prestigio y una popularidad asombrosa, circunstancias<br />

que no olvidaron los Gobiernos para tenerlo siempre de Comandante de armas; y digo<br />

todos los Gobiernos, porque don Jerónimo era un famoso equilibrista político; jamás descendió,<br />

siempre firme como la roca se mantuvo en el puesto que le señalaron sus méritos.<br />

Era, en resumen, ostra política que vivió por siempre pegada al mangle del empleo.<br />

Pasaron algunos años y mi general, siempre al frente de sus comandados, conservó su<br />

prestigio y buen tacto político.<br />

En una de esas grandes marejadas formadas por el revuelto mar de las ambiciones, de esas<br />

que llevan al fondo lo que encuentran sobre la superficie, para después hacer resaca de abajo<br />

arriba y volver a ponerlo todo en peor situación, un político de significación, por entonces,<br />

levantóse en armas en las regiones cibaeñas para desconocer al Gobierno constituido.<br />

429


El Gobierno tomó la defensiva y la lucha principió.<br />

Don Jerónimo estaba en guardia, sus muchachos acuartelados y él siempre dispuesto a<br />

morir o vencer, eso sí, sin poner pie fuera del poblado.<br />

En tal situación, y en una mañana en que él pensaba en los acontecimientos que tenían<br />

lugar en el país, recibió por expreso una comunicación que le dirigía el general en Jefe de las<br />

tropas del Gobierno y que decía así: “Señor general Jerónimo de aza. Con placer comunico<br />

a ud. que ya la victoria nos sonríe. Mañana será la decisiva, cuento con un buen número de<br />

tropas y oficiales muy adictos al orden y al Gobierno. La revolución es impotente y espero<br />

que el general se rinda por falta de elementos. En tal virtud, general, espero de su conocida<br />

lealtad y buenos antecedentes sea siempre fiel a nuestra causa. Además, le ordeno levante<br />

ud. la tropa a su mando y pase esta misma noche a ocupar el camino de… para de ese modo<br />

tener cubierta la restaguardia. Le saluda con Dios y Libertad…”.<br />

—todo está bien, dijo; pero abandonar el pueblo, para… el general no ha pensado bien…<br />

en fin, esperemos. Cuando así decía, presentóse, algo espantado, un campesino, sin armas, el<br />

cual puso en sus manos un oficio que decía: “Estimado general J. de Aza. Amigo mío: Mañana<br />

será la decisiva, el Gobierno ilegal que combatimos no tiene ya elementos con que hacerme<br />

frente. Siempre conté con ud.; así, pues, mañana pronuncie ud. el pueblo para que quede<br />

en su puesto, o de lo contrario, lo tomo a fuego y sangre. Queda de ud. buen amigo…<br />

—¡Buen compromiso! Corneta, toque Ud. firme; Ayudante, forme el cuadro en la plaza;<br />

Tambor toque Ud. orden de oficiales.<br />

Cuando todo estaba listo según sus mandatos, montó a caballo, ciñóse el sable a la<br />

dominicana, se acercó frente a la tropa, le dio lectura a las dos comunicaciones y sin tomar<br />

consejos dijo:<br />

Pues bien, oficiales y soldados: ya lo habéis oído; ahora yo, entre dos órdenes contradictorias,<br />

opto por la fuga.<br />

Y así diciendo, tomó el monte mi general.<br />

VÍCTOR M. DE CASTRO<br />

Víctor Manuel de Castro nació en Santo Domingo el 12 de abril de 1872 y murió en Caracas en septiembre<br />

de 1924. Su celebrado opúsculo Cosas de Lilís, de 1919, abrió el camino a la explotación de<br />

la abundosa cantera del anecdotario del Presidente Heureaux, Lilís. tras él surgieron otros: Bergés<br />

Bordas, augusto Vega, Horacio Blanco Fombona, Vigil Díaz.<br />

Fue periodista, Juez, diplomático, maestro de escuela, Miembro Correspondiente de la academia de<br />

Historia de Venezuela, y del ateneo Puertorriqueño. Su restos fueron traídos a su patria en 1934.<br />

Fue político militante, como lo revelan sus libros Marcha del general Miguel Febles desde el Duey hasta<br />

el Ozama, 1899, Del ostracismo 1904; y Por la Verdad y por la Patria, 1911.<br />

La anécdota reproducida procede de Cosas de Lilís.<br />

La huelga<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

un murmullo, inarmónico y sordo, como de mar que quiere encresparse, penetraba<br />

por puertas y ventanas, aumentando en proporciones, y llegaba al despacho de Lilís en el<br />

Palacio nacional.<br />

—¿Qué es eso? –preguntó.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

—Los panaderos, zapateros y albañiles que se han declarado en huelga –contestóle uno<br />

de sus Secretarios– y se están reuniendo ahí, en el parque Colón, para protestar.<br />

—¿Protestar?, ¿y de quién y de qué?<br />

—De los dueños de panaderías y de sus principales.<br />

—¡Labor de mis enemigos, que quieren descomponerme el cotarro! –murmuró. Vaya uno<br />

donde don José Gabriel García, y me le dice que tenga la bonda de venir acá.<br />

no se hizo esperar don José Gabriel y en el término de la distancia se puso en presencia<br />

del Presidente.<br />

—Perdone que lo haya distraído de sus meritísimas ocupaciones, don José Gabriel;<br />

pero tengo dudas al respecto de estas cosas y deseo que ud. me explique lo que es una<br />

huelga.<br />

—una huelga es, general, la lícita expresión de inconformidad del obrero, cuando advierte<br />

o se persuade de que está siendo víctima de expoliaciones; que se le trata mal; que no se le<br />

paga lo que gana, o que no gana lo suficiente para llenar sus más perentorias necesidades.<br />

Las huelgas son ordinariamente justas. El obrero es la mula que da vueltas todo el día y todo<br />

el mes a la noria, y a fin de año, lo comido por lo servido.<br />

—¿Y qué tiene que ver mi Gobierno con eso?<br />

—Su Gobierno y todos los Gobiernos, entiendo yo, tienen que ver, o deben tener que ver,<br />

con eso y con todo lo que sea bienestar del pueblo y equidad y razón y justicia.<br />

No sentaron bien a Lilís tales palabras y reafirmó el prejuicio de que don José Gabriel<br />

García era su enemigo. Con exquisito disimulo, empero, fingió haber quedado satisfecho:<br />

—no sabe ud. cuánto le agradezco esas saludables enseñanzas, don José Gabriel, y crea<br />

que las aprovecharé y pondré en práctica en tanto cuanto me fuere hacedero y posible.<br />

La colmena humana se nutría cada vez más y el abejoneo aumentaba; a tal grado, que<br />

Lilís se vio en el caso de requerir la asistencia del Gobernador.<br />

asomáronse ambos, el Gobernador y Lilís al balcón del Palacio, y se produjo entonces<br />

una especie de silencio en la multitud. Y fue cuando éste, dirigiéndose a aquel díjole, en<br />

tono que pudiera ser oído:<br />

—General Loló, tómeme nota de los solteros.<br />

¡Que tome nota de los solteros!, repitió la muchedumbre.<br />

—Para meternos a soldados, dijo uno.<br />

—Para pegarnos el chopo, dijo otro.<br />

—Conmigo no se juntan, agregó, deslizándose, un tercero.<br />

—ni conmigo.<br />

—ni conmigo.<br />

Y a medida que una y otra frase pasaba de una a otra oreja, el murmullo iba apagándose…<br />

apagándose, y el oleaje disolviéndose… disolviéndose…<br />

En forma tal, que cuando vino a bajar del palacio el General Loló, no quedaban en el<br />

parque más que los maestros de pala.<br />

¡Conjurada la huelga!<br />

MANUEL DE JS. TRONCOSO DE LA CONCHA<br />

nació en Santo Domingo el 3 de abril de 1878 y murió aquí mismo el 30 de mayo de 1955. Fue, en<br />

su tiempo, el posesor del más rico anecdotario dominicano. Siguiendo las huellas de César nicolás<br />

431


Penson se dio a la tarea de recoger las tradiciones que figuran en su libro Narraciones, cuya edición<br />

nos confió en 1946.<br />

a su muerte era Presidente de la academia Dominicana de la Historia.<br />

obras: Elementos de derecho administrativo, 1939; La ocupación de Santo Domingo por Haití, 1942; El<br />

Brigadier don Juan Sánchez Ramírez, 1944, Narraciones dominicanas, 1946, La génesis de la Convención<br />

dominico-americana, 1946; Sucre, 1951; y Antología (Colección Pensamiento Dominicano, de la Librería<br />

Dominicana, dirigida por don Julio D. Postigo).<br />

El cuento reproducido procede de Narraciones dominicanas.<br />

Una decepción<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

¡Qué cosas las de tronquilis!<br />

Era de oírle sobre todo cuando en la prima noche, después de la cena, tomaba asiento en<br />

su silla rústica, frente al mostrador del ventorrillo, a la luz de una vela de sebo y aspirando<br />

un oloroso ambiente de guineos, guayabas, zapotes, piñas y otras frutas de esta zona.<br />

acompañado siempre de la mujer y no pocas veces de algunos vecinos de su calle, la de<br />

El Conde, tronquilis llevaba casi constantemente la palabra. ¿Quién como él para ver claro?<br />

Y lo cierto es que en ocasiones empleaba al platicar una lógica asombrosa, contundente,<br />

digna de quien, al revés de él, hubiese calentado los bancos de la escuela.<br />

Era gallego. Había venido a Santo Domingo en busca de fortuna y poco a poco, a fuerza<br />

de economías, llegó a reunir unos realitos. Ya cuarentón, abandonó la vida de célibe, uniendo<br />

su suerte a la de una criolla, muchacha más buena que el pan y trabajadora como una abeja.<br />

Con la mujer ¿quién lo duda? el viento de bonanza que le había estado soplando arreció, y<br />

tanto, que de dos subieron a cuatro las mesitas de frutas y hasta dieron las ganancias para<br />

establecer una regular venta de licores, en cuarto reservado, adonde los de la cofradía de saco<br />

acudían a saborear el dulce y picante Licor Rosolio, lucidor de los colores del iris y dispuesto<br />

en damajuanitas de cuello delgado y ancho fondo, la confortadora ginebra holandesa Mañana<br />

Imperial o el bravo aguardiente Cañete, insustituible diluidor de penas.<br />

Por varios años estuvieron la nata sobre la leche tronquilis y su costilla. Habríales augurado<br />

cualquiera, para la vuelta de algún tiempo, una riqueza completa.<br />

¿Qué más sino persistir en el trabajo y economizar cuanto se pudiera?<br />

II<br />

Los tiempos cambian, sin embargo.<br />

un día el gobierno se equivocó ¡quién lo creyera! y para aumentar el numerario hizo llover<br />

sobre el país un diluvio de “papeletas”, con lo cual no pocos se ahogaron y algunos quedaron<br />

con el agua al cuello. tronquilis entre éstos. Por grados fue reduciéndose hasta limitarse a una<br />

mesa el ventorrillo y la botillería disminuyó considerablemente. ¡Como que ya cada copete de<br />

Rosolio salía por un ojo de la cara y la caneca de ginebra se había subido hasta las nubes! Y a<br />

todas éstas, para colmo de males, el sitio. Porque es de saberse que a modo de irresistible alud,<br />

habían irruido del norte, del Sur y del Este los revolucionarios del 7 de julio contra Báez.<br />

tronquilis estaba descorazonado. Gracias que el “cuarto reservado” sostenía aún parte del<br />

negocio. a libar en él iban con frecuencia Benito “el gambao”, azuano, que allá en Santomé<br />

cortó de sendos tajos la cabeza a dos “mañeses”; ugenito Lantigua, coplero y soldado, capitán<br />

de cívicos; Martín “el brujo”, embaucador de campesinos y gran tocador de “cuatro”; “Gollito”<br />

Rodríguez, muchacho de la orilla, más malo que coger lo ajeno y encabezador habitual de<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

cencerradas; “Enemencio” Mártir, seibano machetero, con tres cicatrices enormes que le formaban<br />

una n en el rostro; “toñico” Hernández, por mal nombre “El Caimán”, montecristeño,<br />

con más alma que cuerpo y dos hileras de dientes que parecían querer salirse de la boca; el<br />

capitán “apuntinodá”, bravatero de continuo, que no cumplía jamás sus amenazas; “Periquito”<br />

Caballero, solicitado “maquiñón”, que saltaba en su corcel, sin sujetarse, las más grandes<br />

candeladas de San Juan; el “Jefe” Hipólito; el “vale” turibio; Pepito el Indio; y otros tantos al<br />

servicio del gobierno sitiado. a falta de tales parroquianos ¿qué habría sido de tronquilis?<br />

nueve meses llevaba el asedio, sin que parecieran dispuestos a ceder los de adentro;<br />

pero mucho menos los de afuera. El gallero y su mujer comenzaban a desaparecer. ¿Duraría<br />

esa situación toda la vida? Por otra parte, el “cuarto reservado” se vaciaba. Veces hubo en<br />

que tronquilis, antes de alcanzar una caneca llena, cogió hasta doce apuradas.<br />

a los diez meses llegaron al oído del desventurado negociante rumores de capitulación.<br />

Entonces ocurrió algo nuevo: el número de los parroquianos, de la “gente del gobierno”,<br />

bajó sensiblemente. ¿Qué es eso?<br />

—¡Mujer! mujer! nos acabamos! Esto no puede aguantarse ya, exclamaba el pobre hombre.<br />

una mañana, sin embargo, la esperanza sonrió en la casita de tronquilis. Venía en forma<br />

de conspirador urbano. alguien, que acudió a “tomar la mañana” allí, oyó las cuitas de<br />

aquellos consortes, su falta de fe en los días cercanos, su desesperación inmensa.<br />

El matutino visitante, luego que el otro desahogó su pecho, pareció reflexionar. Después,<br />

a manera de explorador del terreno, salió a la puerta, dirigió escrutadoras miradas al oriente<br />

y al Poniente, y cerciorado ya de que sólo tronquilis y su mujer habían de oírle, dio rienda<br />

suelta a su palabra de revolucionario convencido.<br />

Mucho les habló y algo muy bueno debió de ser. tal al menos habría cualquiera leído<br />

en la cara placentera que ambos tenían mientras el visitante peroraba.<br />

—De suerte y modo –observó tronquilis a su interlocutor cuando éste hacía un paréntesis<br />

para trasegar en el estómago “tres dedos” de ginebra– que pronto cambiarán las cosas?<br />

—Pues ya lo creo que sí –repuso el conspirador–; es gente nueva la que viene y con<br />

muchísimos cuartos. Cuando le aseguro que ni en el paraíso vamos a estar mejor.<br />

—Pero… ¡y eso se dilatará mucho tiempo!<br />

—¡Qué va! ahorita mismo; quién sabe si no pasa ni una semana.<br />

—Y dice usted que…<br />

—Lo que le digo: que son gente nueva y buena y que usted verá cómo del infierno vamos<br />

a la gloria con zapatos.<br />

a poco el hombre se marchaba. no había pagado la “nañana”; mas ¿qué falta hacía,<br />

cuando el alegrón de tronquilis compensaba con creces el gasto?<br />

III<br />

algo extraordinario ocurre en la ciudad. Inusitado movimiento se nota en sus calles<br />

principales. En la del arquillo y más aún en la de El Conde la animación es grande. Filas<br />

desordenadas de hombres y muchachos por la acera y variados grupos por en medio de la<br />

calle, hablando, gesticulando, levantando a su paso nubes de polvo, se dirigen incesantemente<br />

al extremo oeste de la población. Cada vía transversal es uno a modo de tributario de donde<br />

afluyen sin interrupción grandes y chicos, que vienen a aumentar aquella continua circulación<br />

de gente. al pie de la Puerta de El Conde, a medida que la multitud avanza, va formándose<br />

una masa humana, cada vez más grande, cada vez más compacta, un verdadero mar de<br />

433


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

cabezas, cuyos movimientos producen ondulaciones, unido a ello una gritería confusa, en<br />

que todos hablan y casi nadie entiende.<br />

¿Qué pasa? Es que va a entrar, triunfante, la Revolución.<br />

tronquilis y su consorte no son ajenos al bullicio de la urbe. antes bien ha querido él<br />

celebrar el fausto acontecimiento con su ropa dominguera y debido a tal circunstancia se<br />

halla todavía en el aposento cuando la avanzada revolucionaria está llegando al Rastrillo y<br />

en lo alto de El Conde suena un largo redoble de tambores.<br />

asómase a la puerta la mujer.<br />

—Ven tronquilis –dice–; ya están acercándose. Despáchate pronto que…<br />

no puede terminar la frase. una avalancha de curiosos ha invadido la acera para abrir<br />

campo a un caballo que corcovea. Vase ella un tanto atemorizada hacia el interior de la casa,<br />

mientras tronquilis, empaquetado, “como un veintisiete”, viene de adentro para afuera, con<br />

cara de jugador afortunado.<br />

—Ya sí se cuajó –murmura con visible gozo.<br />

Intenta salir a la calle. La apretada hilera de espectadores se lo impide. Forcejea para<br />

abrirse paso. nada.<br />

—Pues señor; no hay fresco de que esta gente me deje el camino franco. Me costará ver<br />

desde aquí.<br />

Para poner su resolución en práctica, se apodera de su silla rústica, que tiene al alcance<br />

de la mano. trepa en ella.<br />

De improviso un jinete de la avanzada, echando medio cuerpo afuera, con un pie en el<br />

estribo y el otro al aire, grita estentóreamente, a la vez que agita un pañuelo:<br />

—¡adiós, tronquilis! ¡tronquilis, adiós!<br />

Entre confuso y afectuoso, tronquilis corresponde al saludo. Juraría que aquel hombre<br />

es Periquito Caballero. Para cerciorarse recoge la mirada. Luego profiere entre dientes:<br />

—Periquito es.<br />

Suenan enseguida en la avanzada otras voces.<br />

—¡abur, tronquilis!<br />

—¡Viva el paisano!<br />

—¡Hasta luego, tronquilis! ¡memorias a la doña!<br />

tronquilis no entiende aquello. Sus ojos no le engañan. Con toda seguridad, quienes le<br />

van saludando son Martín “el brujo”, Gollito Rodríguez, el vale turibio, Ugenito Lantigua…<br />

Su mente se pierde en un mar de confusiones.<br />

Pasó la avanzada. ahí viene una guerrilla de francotiradores. a su frente marcha un<br />

hombre, color mulato oscuro, de grave continente. Es el jefe Hipólito. Cerca de él, el capitán<br />

apuntinodá gesticula. Por encima de la general vocinglería se le oye gritar:<br />

—¡Ya si se acabó el mamey! ¡ahora van a saber lo que es cajeta!<br />

En el ánimo de tronquilis ha prendido la más cruel de las desilusiones. Desmorónase<br />

súbitamente, a impulsos de una conmoción interna, el castillo de sus ensueños.<br />

¿Dónde está la “gente nueva”?<br />

�<br />

no vio más. no quiso ver más. Bajó de la silla entontecido, con el desencanto pintado<br />

en el rostro y casi maquinalmente, huyendo, diríase, de aquel ruido que ya le molestaba,<br />

volvió al aposento de donde había momentos antes salido. al ruido de sus pisadas, la mujer<br />

fue a su encuentro.<br />

434


tronquilis, que la vio, vaciló primero en hacerla partícipe de su negra pena. Después, a tiempo<br />

que ella también iba a hablar, díjola en tono amargo y moviendo tristemente la cabeza:<br />

—¡ay mujer, mujer! ¡Son los mesmos!…<br />

OTILIO VIGIL DÍAZ<br />

El desconcertante otilio andrés Marcelino Vigil Díaz nació el 6 de octubre de 1880 y murió en su<br />

amada villa de Santo Domingo el 20 de enero de 1961. “Artífice de la imagen arbitraria y de la frase<br />

sonora”, le llama el Dr. Max Henríquez ureña.<br />

Es, sin dudas, el más pintoresco de los narradores dominicanos. Por encima de todo era un conteur:<br />

en su conversación, en sus escritos, hasta en su poesía asoma la gracia del ameno charlista. Vivo,<br />

chispeante, hiperbólico, da la impresión de que escribía con la risa en los labios, como en uno de sus<br />

habituales cuentos orales, plenos de caricaturas mentales.<br />

Murió sin haber producido la obra que se esperaba de sus brillantes aptitudes, no sólo como prosista<br />

sino también como poeta.<br />

Publicó Góndolas, 1913; Miserere patricio, 1915; Galeras de Pafos, 1921; Del Sena al Ozama, 1922; Lilís y<br />

Alejandrito, 1956; y Orégano, 1949.<br />

Los cuentos de Vigil, insertos, proceden de su libro Orégano, salvo El miedo de arriba, tomado de su<br />

obra Lilís y Alejandrito.<br />

El delegado<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

El titulado general Cirilo Campusano, alias el Verraco, como le llamaban sus adulones<br />

y secuaces, era un producto fidelísimo de nuestra vida política y de nuestro caos social.<br />

Campusano tenía para ese entonces la Delegación Especial en el Este, del Poder Ejecutivo,<br />

cavernario y feroz, que se enseñoreaba en el Pretorio lombrosiano de la República. Campusano<br />

era un mulato rechoncho, con unos ojos verdosos, de un verde pútrido, sanguinario<br />

como un tigre, ladrón como un gato, lujurioso como un chango, abusador, ultrajante, soez,<br />

inmisericorde y crapuloso.<br />

Los revolucionarios estaban bien municionados. Habían recibido un convoy de la Línea<br />

noroeste. Después de haber cortado la barca de Zorra Buena, se reconcentraron y atrincheraron,<br />

estratégicamente, en el batey del Ingenio Quisqueya. En la Comandancia de armas,<br />

y en la Gobernación de San Pedro de Macorís hubo un movimiento inesperado y fuerte de<br />

a verdad. al pie del Guaraguao, el corneta, Bejuco, estaba casi al reventarse tocando llamada<br />

general. El Jefe de la Revolución le había hablado al Delegado por teléfono, motejándolo<br />

de negro entusiasmo, de machín y sinvergüenza, invitándole a venir al pleito, para darle una pela<br />

de a calzón quitao.<br />

Indignado y ensoberbecido el Delegado, propúsose castigar semejante insolencia, y al<br />

efecto, organizó, inmediatamente, lo que nosotros llamábamos una columna, abriendo operaciones<br />

fuertes y decisivas sobre los lados de “Quisqueya”, tomando el comando personal<br />

de las fuerzas, pues a la culebra había que darle duro en la cabeza, de lo contrario, era como untarle<br />

jamergo a un muerto o echarle melao a un río.<br />

El Verraco quería darle el palo de la gata a esos salteadores de camino. Echarle una manga,<br />

y romperle el pescuezo en dos cantos uno a uno. Con ese pleito, según decía él, diva a dejai la<br />

República como él quería, que se pudiera pasear con un fulá perfumado en una mano y una<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

varita en la otra, tratando de reivindicarse, así, de sus carnicerías humanas, de sus incendios,<br />

forzamientos, violaciones y depredaciones.<br />

tres veces intentaron las fuerzas legales, las del Gobierno –que son siempre las legales–<br />

desalojar a los revolucionarios de sus ventajosas posiciones, y otras tantas fueron rechazadas<br />

con considerables pérdidas. una terquedad del Coronel Cachaenaca el segundo Jefe<br />

de Operaciones, un hombrecito pánfilo, de los lados de Cevico, con el pescuezo lleno de<br />

escapularios, unos bigotazos color de cuaba, bravo como abeja de piedra, pero brutísimo<br />

e impulsivo como una bestida, el hombre de confianza del Delegado. Pero, por poquito le<br />

proporciona un desmandingue completo, definitivo, a la columna, ya que los quería coger<br />

a todos con la mano.<br />

El último estrujón fue de chemba con chemba, casi dentro de la misma casa de calera. Fue<br />

lo que se dice pleito de a vagón, como no se había dado otro itual después del Cabao, donde<br />

Lilís derrotó al heroico general Cesáreo. La Cacata y sus muchachos estuvieron de olor. El<br />

Pato, Medio Mundo, Muñingo y Juan Chiquito, cortadores y dichosos. al primero, le agujerrearon<br />

dos veces el salakof, el casco colonial que él había quitado a un jefe de cultivo, a un<br />

blanco que volteaba, inspeccionando, los campos de caña del ingenio. al segundo, a Medio<br />

Mundo, le chamusquearon la tusa, de un fogonazo a boca de jarro y le arrancaron, sin él<br />

saber cómo ni cuándo, su guarda, un alicornio curao con la regla, que había conseguido en el<br />

“Príncipe”. Pero, el que se portó como un héroe, como un verdadero napoleón, fue Tribilín<br />

el Búcaro, un muchacho nacido y criado en los Montones, un pituitario, largo y flaco hasta más<br />

no poder, con el hígado y el bazo lleno de paludismo, amarillo como una auyama, espantao<br />

como pollo de guinea, pero guapo como el ají tití.<br />

Cuando Tribilín el Búcaro supo que la gente del Gobierno venía marchando sobre ellos,<br />

decididos a tomar a fuego y sangre el batey del ingenio donde estaban atrincherados, gritó<br />

de voz en cuello pa que toitico lo ecucharan, en la misma puerta de la bodega, mientras hacía<br />

cabriolas el fogoso caballo puertorriqueño del administrador que había requisado, violentamente,<br />

a la brava:<br />

—a ese choncho de pascua, ladronazo, abusador y pendejo, le voy a degollar con éte- y le<br />

acarició el mango peludo a un puñal cacha de chivo, lindísimo, que llevaba prendido a la<br />

cintura inverosímilmente delgada y flexible. Y por poquito se sale con la suya, pues el Delegado<br />

pudo zafarlo de la tabla del pescuezo de su mula Recumina, de un maquinazo certero,<br />

cuando Tribilín, enloquecido con el bajo de la pólvora se le fue a la upa, entre el humo.<br />

En la retirada, rota la disciplina, casi sin control la tropa, hambreada, irritada por la<br />

batida, desmantelado su prestigio de invencible, esa diablera enfurecida dejaba a su paso<br />

por aquella zona laboriosa, pacífica, desarmada y sufrida, una estela de sangre, de llamas,<br />

de ignominia y de depredaciones. aniquilaba campesinos inocentes, quemaba ranchos,<br />

violaba vírgenes, le daba pelas de sable a las mujeres después de forzarlas. Pescozadas y<br />

patadas a los niños. Se pecharon de manos a boca con un anciano, blanco en canas, un pobre<br />

viejo anquilosado por la buba, que pedía limosna, casi sin poderse sostener en el aparejo de<br />

su montura desmedrada, flaquísima.<br />

—Párese viejo –le gritó un oficial espigao–, ¿uté de dónde viene?<br />

—¿Yo? De allí mesmito, Jefe –le contestó trémulo de miedo– cerquininca de aquí, de la<br />

mesma laguna de Mangantillo.<br />

—Entonces, apéese papá, que usté es enemigo del Gobierno- y paralelo a una frase soez y<br />

a una carcajada estrepitosa, le partió el cráneo de un maquinazo.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Se oyeron las últimas campanadas del toque de oración en el pueblecito de San José de<br />

los Llanos, cuando un toque de corneta, un punto de guerrilla, reventó inesperadamente,<br />

del lado atrás del cementerio, seguido de los hurras de rigor:<br />

—¡Viva el general Campusano!<br />

—¡Qué vivaaa!<br />

—¡Qué viva el Verraco!<br />

—¡Qué vivaaa!<br />

—¡Qué viva el Gobierno!<br />

—¡Qué vivaaa!<br />

toque y algarabía que prendió súbitamente el pánico y el cierrapuertas consecuencial.<br />

¡Y cómo no!, si ya tenían noticias detalladas de lo que había pasado en el batey del ingenio.<br />

Si ya sabían que el Verraco le habían cortado la retirada a Macorís y con las navajas melladas<br />

y la faja a rastro, venía derechito a entablonarse en el pueblo, a conseguir muchachitas,<br />

a ultrajar ciudadanos inocentes y decentes, a levantar empréstitos forzados, a pasar a saco<br />

las pulperías, el ayuntamiento y la botica. En verbo de hombre toitico el mundo se escondió.<br />

al único que se veía era al honorable Juez alcalde, que solo, esparante, como un símbolo<br />

de virtud y de inocencia, parado en la puerta de su destartalado tribunal, mesándose las<br />

barbas de plata torrenciales como las de un profeta, contemplaba con filosófica resignación<br />

a aquella horda salvaje, asesina y ladrona, respondiéndole sin poderlos oir -porque era profunda<br />

y definitivamente sordo- los saludos, las burlas y las rechiflas de aquella soldadesca<br />

depravada y soez.<br />

El espectáculo era pintoresco y doloroso, daba ganas de reir y de llorar. Soldados grandísimos,<br />

montados en burro, a la mujeriega. un buey viejo y rabón, tirando, a palos, una piececita<br />

de montaña salvada milagrosamente. amarrada por los cuernos, guindando de una vara, una<br />

chiva con enaguas daba berridos al compás de un acordeón. Los heridos eran muchos, unos<br />

cubiertos con yaguas, frisas y cobijas de cuero de puerco sin curtir, apoyados en varejones o<br />

de los hombros de los compañeros. Los más graves e importantes en literas de hamacas, que<br />

chorreaban sangre. otros, a la grupa de la caballería. uno venía haciéndole contrapeso a<br />

unas bandas de cecinas, tocinos y otros cachivaches, maroteados en la derrota. Hundido en<br />

un lado de las árganas, con un brazo desflecado y la panza aventada como la de un mero,<br />

por la peritonitis progresiva y fulminante, partía el alma con sus lamentos y súplicas de:<br />

—agua, demen agua, mucha agua, poi vía suya, que me mata el padrejón…<br />

Ya entrada la prima noche, con el revólver sobre el ombligo y el sable de cabo desenvainado,<br />

dando disposiciones y planazos, el Delegado volteaba el pueblo, sin sombrero,<br />

porque lo había perdido en el pleito, envuelta la cabeza braquicéfala, lanuda y canosa, en un<br />

pañuelo de Madrás color de sangre, cuyas puntas, chorreándole por el cogote apoplético y<br />

las orejitas de mono, medio que le cubría un costurón de más de a cuarta, que le chorreaba<br />

por una de las mejillas, como un tatuaje salvaje y trágico. Cuando el Delegado llegó, seguido<br />

de sus muchachos, de su Estado Mayor, de sus perros de presa, un hatajo de facinerosos, de<br />

delincuentes, de asesinos, de forzadores y ladrones, escogidos en el presidio de Santiago,<br />

de Macorís y de la Capital; cuando llegó, decimos, frente a la casa curial, le salió uno que<br />

hacía de jefe de un grupito de a caballo, que conducían a un preso, y después de un ridículo<br />

saludo militar, díjole:<br />

—Jefe, a eta porquería lo pechamos y lo escapiamo cerquininga de aquí, estaba espiándonos.<br />

—Que lo fusilen, pero ya mesmito, ordenó el Delegado, con voz aguardentosa.<br />

437


El Cura, que cerca del preso le suplicaba a los custodios, que le aflojasen la soga con la<br />

que le tenían atrincados los brazos, al oir esta orden siniestra y fulminante, en un impulso,<br />

mezcla de misericordia cristiana y de instinto de conservación, allegóse hasta la fiera ejecutiva<br />

y casi de rodillas, asido a la estribera y a la crin de la mula, suplicóle:<br />

—Perdónelo, general. ¿usted no ve que es casi un muerto?<br />

—Quítese de alante, Padrecito, que es de la pinta y no lo salva ni el mesmo Papa… Y<br />

avanzando la aguardentosa barriga sobre los furoles acharolados de la silla, clavó a Recumina<br />

y la arrendó por los lados de la Comandancia de armas.<br />

…Sonó una descarga, luego un grito desgarrador. al resplandor de las fogatas que la<br />

tropa había hecho para los gervíos, se veían los surtidores de sangre que el plomo fratricida<br />

había hecho en el pecho huesudo del heroico, del terco y desmendrado Tribilín el Búcaro,<br />

atrincado como un jús, en uno de los postes que sostenían el destartalado campanario de la<br />

Iglesia de San José de Los Llanos.<br />

En la Casa-Escuela, Cuartel General del Delegado del Poder Ejecutivo, en campaña, junto a la<br />

misma hamaca donde roncaba estruendosamente, el Verraco, borracho y hediondo como un<br />

perro sarnoso, sobre una frisa salpicada de sangre y de lodo, que servía de tapete verde, en<br />

cuclillas unos, echados boca abajo otros, en lamentable y repugnante promiscuidad, jugaban<br />

al dao corrío, el coronel Cachaenaca, el maestro, un normalista, un discípulo del señor Hostos,<br />

el comandante de Armas, el alcalde, el sacristán y algunos oficiales y soldados.<br />

En el silencio trágico de la noche, de una oscuridad espesa, se oía una vocecita andrógina,<br />

la del coronel Cachaenaca, que decía:<br />

—Paro.<br />

—Pinto. Topo. Boyobán en una y media.<br />

Y en las afueras del pueblo, las de los centinelas que gritaban espantados y nerviosos:<br />

—¡te veo!…<br />

—¿Quién vive?<br />

—¡Del puesto!<br />

—¡a tu puesto!…<br />

Carvajal<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Quién no conoció en la Capital a aquel carretero laborioso, honradísimo y pacífico, la<br />

máxima confianza del comercio al por mayor y al detalle. Quién no lo vio domingo, después<br />

de medio día, con su pantalón blanco muy aplanchado, su camisa de fuerte azul, limpísima,<br />

su cuchillo cinco clavos, sobre el ombligo, y la siniestra apoyada en la cacha picada, ya<br />

completamente jalao, con la cabeza baja, parado en la esquina de Madan Ciné, en la esquina<br />

de Musié Felipó, en la esquina de “El Gallo” o en la de “Samuel Curiel”, en este delicioso<br />

soliloquio, preguntándose y contestándose:<br />

—¿Dónde nació napoleón?<br />

—¡En neiba!…<br />

—¿Y los doce pares de Francia, qué eran?<br />

—Doce tigres del Cambronal, como yo! –Y se golpeaba el pecho fuertemente.<br />

Queremos dejar sentado con este introito, que el valor de nuestro héroe no podía ponerse<br />

en tela de juicio ni mucho menos discutirlo. Carvajal, como el valiente y honrado carretero,<br />

había nacido en el Cambronal, junto a la guarida del trágico Pablo Mamá.<br />

438


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Carvajal fue bautizado en la iglesia de la Cabecera de la Común de neiba, a la sombra<br />

viril, vengativa y trágica del colín de San Bartolo. allí pasó su infancia y su adolescencia.<br />

En su juventud leyó varias veces Los Tres Mosqueteros de alejandro Dumas; La Vida<br />

y Hazañas de Rocambole, El Mártir del Gólgota y Las Aventuras de Telémaco. Convencido de<br />

la teoría de que uno e lo que e según donde eté, como decía él, se le alojó en el cerebro una<br />

ansia loca de aventuras dignas de Simbad el Marino, el famoso viajero que recorrió todos<br />

los mares del mundo. El Listín Diario –que en paz descanse–, le estereotipó en el subconsciente<br />

el fatal espejismo de la Capital; un anhelo migratorio irresistible. Estimulado por<br />

estos venenos intelectuales, solía decir, enfáticamente, que él no era hombre de pascuas,<br />

de mangulinas ni de galleras; y en la Capital fue, precisamente, donde a Carvajal se le<br />

esfumaron casi todas las virtudes básicas y nobles que caracterizan al hombre del Sur:<br />

valeroso, leal, serio y trabajador.<br />

Carvajal se inició en la carrera de las armas, donde tuvo un éxito rotundo. Por su valor<br />

y disciplina llegó a cabo de la Policía Municipal. El arte refinado de la política y de la<br />

diplomacia lo aprendió a fondo, cuando Carvajal renunció de la Policía Municipal, y por<br />

recomendación de una de las queridas del Presidente de la República, en ese entonces, pasó<br />

a ser mensajero del Ministerio de Interior y Policía. a la sombra, alternativa, de los bolos y los<br />

colúos que ocupaban esa Cartera, llegó Carvajal a conseguir los resortes mágicos, la adaptación,<br />

la simulación, la mentira, y el cinismo indispensable en aquella época, para llegar a<br />

ser Ministro de lo Interior.<br />

Pero el discípulo de Fouché, era un hombre de acción y de gran ambición. Quería y<br />

necesitaba hacer carrera, rápidamente, y ninguna provincia más propicia para realizar su<br />

deseo, para colmar su justa aspiración, que la de San Pedro de Macorís.<br />

una noche, mientras se derramaba el toque de ánima del campanario de la iglesia de<br />

Santa Bárbara, la patrona de los artilleros, y el terral fresco y arrullador batía los velámenes<br />

de los balandros listos a zarpar y las linternas sangraban y rutilaban en los mástiles; con un<br />

cielo alto y tachonado de estrellas, y con la cartuchera congestionada de recomendaciones<br />

ejecutivas, Carvajal puso proa franca al Este, en el Mario Emilio, que era un balandro raudo<br />

como una gaviota.<br />

El cocinero, un viejo lobo de Petitrú, colaba el primer café, el de la boca, cuyo aroma zahumaba<br />

deliciosamente la cubierta del balandro, fundiéndose con el son dulce y elegíaco<br />

de una mangulina que prendió una fuerte, pero pasajera tristeza evocativa, en el alma de<br />

nuestro futuro héroe.<br />

Cuando la sangrienta Revolución de la Desunión reventó en el Cibao, ocupaba Carvajal la<br />

jefatura de orden de la desordenada y trágica “Colonia del Jaguar”, adonde lo había llevado<br />

la recomendación especial del Comandante de armas de la Plaza de San Pedro de Macorís,<br />

quien lo llamó inmediatamente a su lado, como una de sus carabinas de confianza, ya que<br />

él sabía que se iba a guayar duro de a verdad.<br />

Para Carvajal, la única gente, gente eran los capitaleños, los otros, decía él, parecen gentes,<br />

pero no son gentes; de aquí, que hiciera tanta liga con nosotros, que para ese entonces<br />

redactábamos el diario más importante de la provincia. todas las mañanas Carvajal y yo<br />

tomábamos café donde la bondadosa e inolvidable Manuela, donde evocábamos, con<br />

sincera tristeza, las delicias del Parque de Colón, con el que deliraba el paisano Carvajal.<br />

En la tarde, no faltaba en la Redacción a coger su número, a leer las noticias del mundo, y<br />

a darnos sus noticias, las que él sabía de las batallas que se estaban librando en los cuatro<br />

439


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

puntos cardinales de la República, batallas en las que siempre derrotaba el Gobierno a la<br />

Revolución, desde luego!…<br />

—Señores, ¿qué es del paisano Carvajal que hace muchos días que no lo veo?…<br />

—ni lo verá más, me contestó Yubí, un negrito medio cocolo, vendedor al pregón, más<br />

revolucionario que Pablo Reyes y Perico Lazala.<br />

—¿Cómo, mataron a Carvajal?<br />

—Qué va que están acuartelaos y no los dejan salir ni a mear. Parece que uté no sabe cómo<br />

e que etá la cosa, hum… ¡Dios quiera!…<br />

Escribíamos esa noche un editorial intitulado El peligro de la demagogia, para el próximo<br />

número de El Diario, en el cuartucho de bohemio donde vivíamos, junto a las oficinas del<br />

periódico, cuando sentimos unos golpes en la puerta del patio, que daba a un callejón estrecho,<br />

húmedo y hediondo a amoníaco y a sulfatos intestinales.<br />

—¡Pan!…<br />

—¡Pan, pan!…<br />

—¿Quién va?…<br />

—Yo, su paisano Carvajal, ábrame.<br />

Y le abrimos, y realmente, era el paisano Carvajal.<br />

—tenga, guárdeme eso… paisano.<br />

Y nos entregó un lío grandísimo, hediondo a monte, a verraco de ciénaga y a grajo,<br />

recomendándonos, con sumo interés, que no saliéramos esa noche, porque corríamos un<br />

peligro grandísimo, ya que el Gobierno, al que él defendería hasta la muerte, estaba con una mano<br />

alante y otra atrás; en el hueso…<br />

obsedidos por el editorial, no le pusimos atención a la noticia de Carvajal, y seguimos<br />

redactando El Peligro de la demagogia. Cuando terminamos, el reloj de la torre del Cuerpo<br />

de Bomberos, partió la noche en dos. El conticinio era profundo. una lechuza graznó, fatídicamente,<br />

en una mata de coco. De pronto, en un traspatio, un perro latió y luego aulló<br />

lúgubremente, como viendo muertos. El silencio se acentuó más, se hizo más espeso, augural<br />

y trágico.<br />

De los lados de la Comandancia de armas sonó un tiro seco, de máuser, que aulló en<br />

el aire como un gato en celo. tras este tiro, vinieron las descargas cerradas, el pleito se generalizó<br />

en toda la cortina, que no estaba bien defendida. Los tabicazos de los lados de la<br />

Gobernación los sentíamos dentro del cuartucho. una hora después todo había entrado en<br />

calma, la Revolución Reivindicadora había ocupado la plaza, a fuego y sangre.<br />

—¡Pan!…<br />

—¡Pan, pan!…<br />

—¡Pan, pan!<br />

—¿Quién va?…<br />

—Yo, su paisano Carvajal, ábrame pronto y apague la luz.<br />

Le abrimos y Carvajal entró precipitamente, tenía los ojos como una fiera, cargados de<br />

electricidad. Hedía a pólvora. Su carabina humeaba y estaba caliente como un fogón, se le<br />

podía freír un par de huevos en la recámara. Carvajal había peleado, como pelea el hombre del<br />

Sur, como un macho, hasta quemar el último cartucho.<br />

—Deme el lío que le dejé a prima noche: ¿yo no se lo dije, paisano?…<br />

—¡Viva la Revolución, C…!, gritó un grupo frente a la puerta donde Carvajal se había<br />

transformado con rapidez maravillosa. La noche estaba que no se veía ni la palma<br />

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de la mano. Carvajal se puso a gatas, con la carabina en bandolera, y se tiró a la calle,<br />

detrás del grupo revolucionario. al verlo perderse entre las sombras espesas y trágicas,<br />

pensamos que el pobre paisano Carvajal se había vuelto loco; pero, qué va, el antiguo<br />

discípulo de Fouché y del Ministerio de lo Interior y Policía, tenía un juicio a prueba<br />

de manicomio.<br />

El pueblo amaneció revolucionariamente engalanado. El triunfo de los bolos había sido<br />

completo. De los valientes y leales colúos no había qué hablar, el que no estaba muerto,<br />

estaba preso, escondido o huyendo.<br />

El panorama de los sucesos políticos y bélicos de la hora centelleante y dolorosamente<br />

trágica que vivimos, ha cambiado rotundamente. anule el editorial que teníamos para hoy<br />

intitulado El Peligro de la demagogia, y tenga la bondad de escribirse uno sobre los grandes e<br />

inconcusos beneficios de las Revoluciones, cuando éstas están arquitectonadas a base de una<br />

mística democrática y evangélicamente cristianos nos ordenó el Director, que era capitaleño,<br />

con una prosopopeya y un tono solemnemente cínico.<br />

Estábamos inclinados sobre nuestro escritorio, con la cabeza entre las manos, sudando<br />

la gota gorda, al tratar de instrumentar y pulir las mentiras socialmente criminales, que me<br />

había ordenado el Director, que era capitaleño, cuando irrumpió en la Redacción un grupo de<br />

revolucionarios armados hasta los dientes y enlodados como carretas en tiempos de zafra.<br />

El corazón se nos fue a la boca, ya que pensamos que venían a hacernos presos y a culatiar<br />

la Marinoni, como era costumbre en esos tiempos.<br />

nada de eso. El grupo de libertadores era todo compuesto de muchachos capitaleños<br />

cien por cien, y venían capitaneados por el paisano Carvajal; por poco me ahogan abrazándome.<br />

Carvajal estaba de comérselo con cucharita, con un atuendo revolucionario genialmente<br />

pintoresco, pero incoherente y sospechoso. Calzaba soletas con medias escocesas a grandes<br />

cuadros. Chamarra y pantalón de fuerte azul, enlodados y ripiados, amarrados con unos<br />

curricanes de barriga de yaguas, más arriba de las batatas de las piernas, pero la camisa<br />

limpísima y una corbata nueva. un sombrero de canas, con una cinta azul turquí, símbolo<br />

del partido, en el doblez, que le cubría la cabeza de pelo muy bueno, bien peinado y perfumado,<br />

con pomada de nardos y aceite de coco.<br />

Para celebrar el triunfo de la Revolución Libertadora, el Director, que era capitaleño, sinceramente<br />

emocionado, mandó a buscar a la pulpería de la esquina, con cargo al periódico,<br />

porque su crédito personal estaba agotado y cancelado, definitivamente, una botella, grande, de<br />

ron, del mejor, del más viejo.<br />

Mientras se preparaba el brindis, Carvajal nos hizo un relato espectacular de la marcha<br />

accidentada, forzada y estratégica de la columna, desde la Línea noroeste a Punta de<br />

Garza. Nosotros escuchábamos el tumultuoso, rimbombante y onomatopéyico desfile, las<br />

pintorescas y bélicas mentiras, el prodigio de aquella heroica campaña, con cínico deleite,<br />

con una meliflua y automática atención.<br />

Usté paisano, nos dijo Carvajal, con tono imperativo, usté, paisano, se ha pasado la vida como ciertos<br />

jugadores, pasando, pero esta vez, tiene que aceptarnos man que sea el Consulado de Turquilán, ya que<br />

usté es blanco y sabe inglés, que no es una pendejá…<br />

Yubí, el negrito medio cocolo y revolucionario empedernido, convencido de que las armas<br />

son siempre superiores a las letras, por lo menos entre nosotros, con la bemba coloradísima<br />

e inundada de una sonrisa maliciosa, avanzó con una bandeja de vasos espesos y labrados,<br />

441


medios de ron la “tusa”, que era el que estaba de moda, ofreciéndoselo a Carvajal, al héroe<br />

de la revolución reivindicadora y a sus muchachos capitaleños, cien por cien charlatanes y<br />

refinadamente sinvergüenzas y cínicos…<br />

Cándido Espuela<br />

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En el plácido y pintoresco pueblecito de Jarabacoa –un nido en el corazón de la montaña–<br />

Cándido Espuela era el hombre, polivalente. Político de fuste, secretario de todas las secretarías,<br />

maestro de escuela, agricultor, orador, curandero, boticario, negociante, corresponsal del<br />

Listín Diario, literato, hacedor de charadas, maquiñón, prestidigitador y gallero.<br />

todos estos ejercicios eran circunstanciales y transitorios, y los cambiaba dado su temperamento<br />

inquieto, aventurero y guerrero, por las armas, que eran su delirio, su vocación<br />

permanente, básica, definitiva; por las armas reivindicadoras y vindicadoras, como decía él,<br />

seguido que estrellaba el primer cojetazo en uno de los cuatro puntos cardinales de la convulsiva<br />

República.<br />

no se habían cicatrizado aún las heridas profundas que habían hecho en el crédito<br />

político, económico y social, en el mismo corazón de la República, la llamada “Revolución<br />

de la unión”, ese amasijo de felonías y fechorías, de ambiciones y de crímenes, en la que<br />

tomó parte activa, activísima y decisiva, el malicioso Cándido Espuela, cuando la llamada<br />

Revolución de la Desunión, la más cruenta y salvaje de todas las habidas, prendió de nuevo<br />

la tea de la guerra civil, cuyas llamas iluminaron, trágicamente, a esta tierra nuestra, la más<br />

dulce, la más bella, la más fecunda y desgraciada del mundo.<br />

una de estas mañanas alegres, del precioso y canoro valle de La Vega Real –recargado<br />

siempre de perfumes bucó1icos– se sintió, de súbito, un tá, tá, tí, tá, un toque de corneta de los<br />

lados de la Cigua, por donde un sobrino del polivalente Cándido Espuela, polivalente y bélico,<br />

llamado Turín, un muchacho medio civilizado, honrado y trabajador, ajeno por completo a<br />

ventajas y canallerías de la malvada política criolla, que tenía una pulpería buenaza, hecha<br />

de hombre a hombre, con honradez, con el sudor de su frente, que es como aconsejó Dios que<br />

se haga el dinero, para que no envenene el alma, el pensamiento, la vida y la muerte…<br />

—Esa tropa, murmuró el joven y honrado comerciante, segurito que es de tío Cachito,<br />

como le decía él cariñosamente, y como si le hubieran tocado un botón eléctrico, saltó de la<br />

parte afuera del mostrador, en mangas de camisa.<br />

Apenas habían desfilado, de uno en fondo, frente al bien surtido establecimiento de<br />

Turín, los veinte o treinta infelices campesinos, jocundos y chachareros, regalando saludos<br />

y adioses, de boca, de manos y de sombreros, cuando irrumpió en la amplia enramada<br />

anexa a la pulpería, el Jefe de la Columna, que venía a lomo de Cañonga, su mula baya, cañas<br />

negras, su ñoña, como decía él, que estaba para ese entonces que se le podía jugar dados en<br />

las nalgas, redonditas y lustrosas.<br />

Cándido Espuela, venía armado hasta los dientes. traía un sable de espejitos, un revólver<br />

nuvesiningo, cacha de nácar, con dos correas llenas de cápsulas preciosas. un puñal pata e venao<br />

y un brogocito sobre las ingles. En el sombrero, con el ala levantada alante a lo mambí<br />

cubano, que le dejaba al descubierto la cara blanca, pero fuertemente tostada por el sol, un<br />

lazo grandísimo de candelón. En bandolera, la porturola, la cartuchera de búfalo, hecha en<br />

Santiago, y nuevecita también.<br />

—La bendición, tío Cachito.<br />

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—Dios de bendiga, sobrino, y te haga un santo.<br />

—Desmóntese, tío; pa que tome café y se desayune.<br />

—Hombre sí, sobrino, te voy a complacei, poique eta milicia endiablá, me tiene, que a eta hora<br />

que tú ve, no me he echao ni un trago de jengibre en el buche.<br />

El malicioso, práctico y mentiroso Cándido Espuela, echó pie a tierra con dificultad, entorpecido<br />

por las armas superabundantemente innecesarias, y poco después de los abrazos, bendiciones<br />

y saludos, a familiares y extraños, tío y sobrino, con empalagosa amabilidad foránea,<br />

se sentaron a la mesa cibaeña, siempre oportuna, suculenta, nitrogenada, esa mesa digna de<br />

la caverna prehistórica, recargada de viandas humeantes, de huevos fritos con los cebollines<br />

y la clara achicharrada, de carne y longanizas fritas sin estáticas, sin burruqueos inciviles.<br />

Ya en el café, en el paladeo de ese aromático y sabroso café de La Vega, en el preciso<br />

momento filosófico en que Espuela encendía un cigarro, el sobrino, que lo quería y que ya<br />

tenía su trompo embollado, le rastrilló a boca de jarro:<br />

—tío, perdóneme la pregunta, ¿pero para dónde va uté con esa tropita?…<br />

—Para dónde voy a dir, muchacho, parriba, pai sitio de la Capitai.<br />

—Dispénseme, tío Cachito, pero dígame, ¿cuándo e que usté va a entrai en juicio?… Uté no<br />

sabe que la cosa pallá arriba está que arde. a Eliseo y otro General colúo le han rompío la caja dei<br />

pecho de un cañonazo. Si a usté lo malogran en una de esas sabanas grandísimas, se lo comen los<br />

perros, ahí no entierran a nadie. Si uté se muere pacá, le llenan la sepultura de clavellina y estefanotas,<br />

toitico el mundo lo llora, le hacen un rincón bien gritao, y una misa con música. Cómo se le ocurre, cojei<br />

ahora parriba, licencie esa tropita en llegando a Pontón, y vuéivase, que usté es un hombre muy querío,<br />

útil, necesario, indispensable, sin uté su pueblo no es pueblo, quédese poi Dió, no vaya a paite.<br />

Espuela, con la barba sobre el pecho, afectadamente enternecido y agradecido por las<br />

cándidas reflexiones del sobrino, le contestó:<br />

—Tropita no, sobrino, tropa y de la buenaza, de la caliente, de esas que dejan el sitio pelaito largando<br />

plomo. Pero, después de to, no te preocupe, que yo nunca me adentro mucho en la chispa,<br />

yo peleo siempre detrá del jumo, que digamos, y echándose la porturola, la cartuchera de búfalo<br />

sobre el ombligo –ve, le dijo– y fue sacando y poniendo sobre la mesa:<br />

un pedacito de corcho, un cabo de vela de cera, tres cajas de fósforo, dos juegos de<br />

barajas españolas viboreá, dos dados cargados en tres suertes en la carrera, y una panela<br />

de dulce de leche.<br />

Sobrino, yo no he matao ni pienso matai a naide. Y hurgando de nuevo hasta el fondo<br />

de la porturola de búfalo, sacó y le mostró al sobrino algunas cápsulas, haciéndole notar sus<br />

condiciones inofensivas.<br />

—Ve, sobrino, son de güebo e chivo y mi carabina es un brogocito; y después de relojear los<br />

contornos de la pulpería, por si había moros en la Corte, le dijo casi en el estribo del oído:<br />

…En el último sitio, en el de la unión, yo me gané mil pesos. Déjame jacei, que yo no dentro<br />

en eta cosas sino poi negocio na má, yo no creo en nada ni en naide… Y le echó la pierna a Cañonga,<br />

que piafaba en la enramada, loca por tragar tierra caliente, tierra de guerra…<br />

El secretario<br />

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al cantón general de la revolución libertadora, que estaba en la margen oriental del río<br />

Higuamo, en el mismo paso del Salto, dominando el camino real que va de la Pringamosa a<br />

Hato Mayor del Rey, llegó a eso de media noche abajo, un dragón reventando cinchas. Ese<br />

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dragón traía la noticia, grave por cierto, de que una fuerza del Gobierno, a prima noche,<br />

había atacado y ocupado por asalto al pueblo de Los Llanos, recuperando así el centro de<br />

operaciones del Gobierno.<br />

El Comandante de armas, el Síndico y el Cura estaban en cepo. El maestro de escuela,<br />

un viejito cibaeño llamado don Chucho, buena gente por cierto, pero demasiado metafísico,<br />

muy filorio, muy chacharero y boca dura, que se pasaba el tiempo discursiando sobre las<br />

ventajas de la democracia y el peligro de las tiranías, en el billar de don natividad, que era<br />

espía y delator temperamental, más amigo del Gobierno que sus armas, ése estaba casi derrengao,<br />

de una pela de sable que le dieron.<br />

El Secretario del Jefe de Operaciones, un pepillito de los lados de San Pedro de Macorís,<br />

entripado de necedad y embadurnado de la literatura de los “Girondinos”, autoritario,<br />

jactancioso, berrinchoso, malcriado, el odio del cantón, nadie lo podía ver por sangrúo y parejero,<br />

como él sólo, dormía esa noche en el fondo de una hamaca, cuando fue despertado,<br />

bruscamente, por Botajumo, su plantón, que le batió los jicos de la hamaca tres veces.<br />

—¡Jefecito!…<br />

—Jefecito!… El Jefe grande lo ñama, levántese seguido que dei lao de Los Llanos ha bido la<br />

dei diablo y yo credo que vamo a salí, pero ya, de a volío.<br />

—Quiero –le dijo el Jefe de operaciones, que no era uno de esos generales, nuestros,<br />

completamente incultos, de sellos de goma o de firme aquí, más bien algo leído, blanco y<br />

rubio, de pocas palabras, muy reposado y muy serio, un hombre de mando– quiero, Secretario,<br />

que usted acompañe al Coronel La Choncha, que va con todas las fuerzas de caballería<br />

y mi Estado Mayor, a una operación rápida, muy delicada, delicadísima, y le repitió lo de<br />

delicadísima tres veces. no quiero que se malogre la operación, ni el Coronel, que es un<br />

hombre demasiado impulsivo, arrojado y atrabiliario. no se le quite del lado, pie a pie con<br />

él, haciéndole las reflexiones necesarias. Procure que no tome un solo trago de ron en el<br />

camino. una vez recuperado el pueblo, al arma blanca sería mejor, porque usted sabe como<br />

andamos de municiones, y cogido el convoy que está escondido en el billar del vagabundo<br />

de don Natividad, evite violencias, atropellos y fusilamientos, porque esta es una revolución<br />

completamente distinta a las otras que se han hecho hasta ahora.<br />

Desde ese momento sintió el Secretario un tiin muy largo, largo y repetido en los oídos,<br />

que él consideró que era un aviso del Ángel de su Guarda, que le indicaba no ir a ese pleito,<br />

que en verdad no era otra cosa que la presión arterial del berrinchoso y jaquetón Secretario,<br />

presión que tenía la violenta gradación de un termómetro en el fondo de un caldero de agua<br />

hirviendo. El Secretario tenía una absoluta seguridad de que algo muy gordo le esperaba,<br />

gordo y trágico, y maldijo la hora en que al Jefe se le ocurrió ponerle de asesor de un hombre<br />

de tanto ácido, tan brutal e irreflexivo como el Coronel La Choncha, que no era un ser<br />

humano, sino una fiera y un cerdo, en una sola pieza.<br />

La fuerza, como hemos dicho, era toda de caballería, ni un solo hombre a pie, porque<br />

la delicada operación de tomar el pueblo de Los Llanos, al arma blanca, tenía que ser rápida,<br />

en la madrugada, antes de que rompiera el día.<br />

…La mejor montura de todas –y las había buenazas, porque los muchachos cuando se<br />

fueron al monte arrasaron con las cuadras de las fincas–, era la del Secretario. Un caballo<br />

hermoso, lindísimo, de siete cuartas de alzada, fino de a verdad, color alazano tostado, con<br />

dos patas blancas, las crines blancas también, y un lucero en la frente del mismo color: era<br />

una bestia de hombre. El Secretario la había cogido a la brava en el “Batey de Los Platanitos”,<br />

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era nada menos que “Príncipe”, el padrote puertorriqueño de la crianza de don nicolás<br />

Santoni, quien ordenó entregárselo, indignado, porque el Secretario no quiso aceptar otro,<br />

buenazo también, entregárselo con su silla inglesa, su freno y sus espuelas de pata, para que<br />

se perdiera todo junto; así es don nicolás Santoni.<br />

Las órdenes que recibió el truculento, impulsivo y sanguinario Coronel La Choncha,<br />

fueron breves y definitivas, no tenían municiones y había que quitárselas al Gobierno. El<br />

Secretario ya montado y estribado, haciendo figuras, con su rifle plateado, apoyado en el<br />

muslo derecho, las oyó claras y completas:<br />

—Coronel, de usted depende la suerte de la revolución libertadora. Ya usted sabe, una sola<br />

carrera, un tiro, y al arma blanca, filo con ellos; pero, después, cuidado, mucho cuidado,<br />

no se olvide que éste es un movimiento civilista, progresista y democrático, y le estrechó la<br />

mano encomendándolo a la Virgen de las Mercedes, patrona de la República y del pueblo<br />

de Hato Mayor del Rey.<br />

El miedo, que es el genitor de todas las debilidades y canallerías humanas y olímpicas,<br />

había cambiado como por arte de magia, al fantoche y boconísimo, al grosero, abusador y<br />

berrinchoso Secretario, en el hombre más amable y cariñoso del mundo, cambio que notó<br />

el Corneta, que era de la Capital, que no lo podía pasar, ni en melao, que es lo más dulce,<br />

haciéndoselo notar al Capitán Ledesma, que tampoco lo podía pasar, y que trasnochado<br />

venía durmiéndose pierna con pierna con el Corneta:<br />

—Capitán.<br />

—Capitán, ¿usté se ha fijao en el Secretario? Tiene culillo, tiene culillo…<br />

Las sombras de aquella fatídica y memorable madrugada de a fines del lúgubre mes de<br />

noviembre, del mes de las Ánimas del Purgatorio, se retenían tercas y espesas sobre el dilatado<br />

lomo de la dilatada sabana del Guabatico, animada, intermitentemente, por la escala<br />

mística y doliente de los búcaros noctívagos, que ya principiaban a esconderse en el fondo<br />

de los secos y amarillos pajonales, fatigados de sus nocturnas correrías, cuando hizo alto,<br />

bruscamente, la fuerza de caballería que al mando del Coronel La Choncha, debía tomar, al<br />

arma blanca, el pueblo de San José de Los Llanos, que ya principiaba a desperezarse.<br />

El Coronel La Choncha, que había venido durante la travesía, forzando bodeguitas en<br />

el Monte Tabila, dándose tabicazos de romo, ya chupao, de a verdad, cerrando y abriendo,<br />

intermitentemente, el ojo izquierdo, que era su tic báquico, la señal lombrosianamente criminal<br />

de que ya no se le podía hablar, y mucho menos objetarle nada, porque era un peligro inmenso,<br />

echó pie a tierra, se pasó el dorso de la mano izquierda por los bigotazos ríspidos, y<br />

las pupilas le brillaron tenebrosas y felinas. Se desmontó con dificultad e impartió la orden<br />

de ataque, una orden breve, precisa y fulminante, ya con el sable de cabo en la diestra y el<br />

revólver sobre el ombligo:<br />

—Los de silla –gritó con voz ronca y aguardentosa– a la vanguardia conmigo y con el<br />

Secretario. Los de aparejo a la retaguardia. Este es un pleito de intilectuales y de gente de coibata<br />

–y agregó–: Yo no creo en gente del campo manque tenga zapatos. Ya lo saben, muchachos,<br />

una sola carrera, una descarga, y adentro, filo con ellos, y el que baraje o se padée, lo rajo de<br />

un machetazo, carajo… y miró agresivamente al Secretario, abriendo y cerrando tres veces<br />

de seguido el ojo izquierdo, que era su tic criminal, francamente lombrosiano…<br />

El malcriado, el berrinchazo y boconazo Secretario, al oír esa arenga tan truculenta del<br />

Coronel La Choncha, más breve y peligrosa que la de aníbal en el paso de los alpes y la de<br />

Perico Pepín en Moca, cuando fue a buscar el cadáver del general Lilís, casi derrengao de<br />

445


miedo, cayó en brazos de Botajumo, su sufrido plantón, y con voz trémula y entripado de un<br />

fuerte sudor cardíaco, le dijo:<br />

—¿Qué te parece, Bota –y le apocopó el nombre con insólita ternura–, qué te parece, dizque<br />

los de silla en la vanguardia y los de aparejo en la retaguardia. ¿Ese hombre está loco?…<br />

Por tu madre, Bota, búscame una burra al pelo, aunque esté preñada, que yo la negoceo por<br />

mi caballo puertorriqueño con silla, freno y espuelas, de lo contrario, dame por muerto… y<br />

fue precipitado, húmedo y maloliente, a aplastarse detrás de unos matojos de yagrumo…<br />

¡así son por lo regular, los guapos nuestros!…<br />

Saramagullón<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Su nombre verdadero, porque no tenía patronímico, era Higinio el de Cunda, ya que<br />

era hijo de Seña Cunda, una vieja Capellana y plañidera, por más de tres cuartos de siglo,<br />

en las salidas de los rincones. Le decían Saramagullón, por remoquete, y más bien se sentía<br />

halagado, por esa recóndita y sincera voluptuosidad de los cínicos, cuando le descubren la<br />

manquera.<br />

Saramagullón era el producto quintaesenciado de la rata política de sabana, del sinvergüenza<br />

político del campo, que es mil veces más sinvergüenza y más peligroso que la rata<br />

política de la ciudad.<br />

Durante la paz, vivía de hacer fullerías en los jueguitos y galleras, vendiendo animales<br />

ajenos. En las guerras civiles, cuando “Concho Primo” se volvió loco tirando tiros, pillando<br />

y matando, se metía en el pueblo, ahí con el Comandante de Armas, buscándole muchachitas,<br />

contándole cuentos indecentes. Siempre dormía fuera de la zona militar, o donde una u<br />

otra comadre de sacramento. nunca se le vio hacer una guardia, y mucho menos salir a<br />

una operación, pero eso sí, él era el primero que cogía su ración, su mamana, como decía él.<br />

Con los americanos estaba lo que se dice a su gusto, delatando a todo el vivo, vendiéndole<br />

bestias y novillos mostrencos, y recogiendo las sobras suculentas de las cocinas asiáticas en<br />

sus campamentos, sobras que él se las vendía al Síndico y al Cura, que nunca le faltaban<br />

uno o dos marranos en pocilga, en ceba.<br />

una mañana, ya con los arreboles de la aurora sobre la testa de la loma de Fiofió, nosotros,<br />

que íbamos para adentro, y él que venía arreando duro para llegar tempranito al pueblo, a<br />

jartarse de noticias y a cumplir su desdorosa función de espía del Ejército de ocupación, a<br />

llevar a la horca, a la candelada o al patíbulo a algún campesino laborioso y honrado, enemigo<br />

personal de él, por pícaro, por mañoso y vagabundo.<br />

—ofrécome, don, ¿a uté cómo le ha amanecido? Yo sí que jacía tiempo que no lo vido.<br />

¿uté no etaba qui veidá? Segurito que jandaba por los jestranjeros, dígame una cosa, ¿poi<br />

qué no ha dío a casa? ¿Uté ve esa loma azulininga, en esa no, en la que etá atrá, e en la que vivo<br />

agora yo. Vaye pa que venga caigao. Cuando yo llegué a ese lugai, don, llegué lo que se dice<br />

inactuai, pelaíto, lo que dice ai pelo. Pero me enamoré de una muchacha lo que se dice buena<br />

de a veidá. El taita me jacía la guerra, pero lo agarré cacho y quijá, y a lo último, pa no cansailo, el<br />

taita era el que etaba enamoraíto de mí, y me casé, si don, me casé.<br />

Saramagullón apoyó el dedo gordo en la agarradera y descansando en el muslo<br />

derecho todo el cuerpo, en la cabeza del aparejo, listo para echar una plática tendida,<br />

dispuesto a comerse un barril de sal de neiba, de hombre a hombre, como decía Lilís,<br />

me interrogó así:<br />

446


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

—Dígame, don, ¿y qué se dice de política puayá? Hábleme franco, que uté sabe que yo<br />

soy un hombre que lo que me dicen, no se me sale dei pecho man que me fusilen. don tenga<br />

confianza en mí, que uté sabe muy bien que yo soy un hombre dei Gobieino, amigo de la<br />

paz y dei oiden.<br />

Queriendo nosotros ponderar la canallería política hasta dónde era capaz de llegar, en<br />

la zambullía Saramagullón, la cínica y práctica rata política de sabana que teníamos por<br />

delante, le contestamos:<br />

—Higinio, la cosa por la Capital está complicada e indescifrable, muy indecisa.<br />

—Muy ocia y metura ¿veidá don?…<br />

—Sí, Higinio. Sin embargo, yo creo que el que se tercia la Mulata es don Horacio, primero,<br />

y si no es don Horacio es don Juan, uno de los dos.<br />

—Yo le diré, don, esos viejos bueyes son los que más jalan, y nosotros los dei campo y<br />

hasta los mesmos de la ciudad estamos con ellos. Son hombres baibúos, hombres de peso para<br />

podei trabajai, y por eso toiticos etamos con ellos en cueipo y aima. Y que más se dice, don?<br />

—Se dice, Higinio y es bueno que tú lo sepas, que los americanos, los blancos, blancos, a<br />

quien van a poner es a don Pancho Peynado.<br />

—Le diré, don, si las cosas son jechas a coidei, y ése es al que debían trepai en la silla,<br />

ya que ei fue el que nos sacó casi ajogao dei chaico en que etábamos metío. Sí, fue ei que jizo ei<br />

documento, y si lo trepan, mejoi pa nojotros los hombres del campo que necesitamos trabajai,<br />

¿Y qué otra cosa se dice, don?<br />

—Bueno, Higinio, aseguran los intelectuales, los sabios, los que quieren orden, cordura,<br />

administración, que el blanco que ha venido está decidido por Chicho Vicini.<br />

—Don, ese sí es el hombrecito que me guta de a veidá, poi apretao, ése los mide a toiticos<br />

con la mesma vara, para él no hay blancos ni prietos, pobres ni ricos, y ademá tiene la<br />

muñeca dura, y eso es lo que necesitamos los hombres dei campo, para trabajai. ¿Y qué má<br />

se dice, don?<br />

—La política, amigo Higinio, tiene sorpresas inesperadas, y te digo esto, porque algunos<br />

interesados aseguran que el que se terciará la Mulata, es don Federico Velázquez, porque es<br />

uña y carne del Ministro americano. ¿Qué te parece, Higinio?<br />

—Si ese flaco coge la jáquima, poi mano dei diblo, se acabaron los mañosos y los jaraganes,<br />

yo se lo aseguro, don, que toiticos etaríarnos con ei, poique lo que necesita la República es un<br />

hombre recio y oiganizao de a veidá.<br />

—te puedo decir algo más, Higinio. Hoy hacen precisamente ocho días, cuando pasé<br />

por el batey del Ingenio Quisqueya, le oí decir al sereno de la Casa de Calderas, uno que<br />

dizque fue Coronel del Estado Mayor del General Desiderio, que él daba papeletas a cabos<br />

de túbanos a que el que se terciaba la Mulata era Desiderio. Yo me sonreí de esta monstruosidad,<br />

y por poquito, si no me disculpo, y si no ando a tiempo, me da un maquinazo.<br />

—Le diré, don, si los que lo ponen son los blancos, no les falta razón, poique pa que ese<br />

pollo de guinea de La Línea esté de sabana en sabana y de monte en monte, jeringando día y<br />

noche, que se la dén, y así se acabarán las malditas revoluciones, y toiticos podemos trabajai,<br />

que es lo que necesitan los hombres dei campo.<br />

Higinio, abatido por la marrulla, el cinismo y el utilitarismo, inclinado sobre el aparejo,<br />

apoyado en la aguantadera, miraba para el suelo trazando signos desordenados en la tierra<br />

blanda y fresca, humedecida por el rocío, con el varejón de azotar su bestia, aspirando con<br />

granujienta voluptuosidad, la onda de mariguana que le poníamos en las narices.<br />

447


—Bueno, mi estimado Higinio, ya te hemos dicho muchas, pero muchísimas cosas,<br />

ahora, yo quiero que tú me digas a mí, solito, si las cosas se aclaran y se enderazan, ¿con<br />

quién estarás tú?<br />

Súbito, como si los fatídicos jinetes del apocalipsis, hechos instintos, picardía política,<br />

sentido práctico, le hubieran pasado por la médula y el cerebro, se reajustó en el aparejo,<br />

se afianzó en la agarradera, embridó bruscamente la bestia, relojeó de nuevo la dilatada y<br />

solitaria sabana, y casi dentro del oído, con el brazo sobre mi hombro, díjome:<br />

—Don, si regla vale, mientras eto se aclara de a veídá, yo etoi con la plaza, con los blancos, en<br />

cueipo y aima. no deje de pasai poi casa, cristiano, que nosotros lo queremos lo mesmo que<br />

familia.<br />

Clavó espuelas, y se perdió, como por ensalmo, detrás de una mata fresca y verdecita<br />

como una esmeralda.<br />

El negro Martín Fulgencio, mi leal, noble e instintivo escudero, que se había parado a<br />

mi grupa, y que había oído nuestra plática, rompió bruscamente su silencio, y exclamó en<br />

un arranque de indignación:<br />

—Ese sí es un hombrecito tupío, yo lo conozco, es más sinvergüenza y adulón que un<br />

perro sato, más ladrón, que un gato barcino.<br />

El sol como un payaso obeso, hipertensivo, rojo, irradiaba, sonreído, trepado sobre los<br />

picachos de la loma Fiofió, su luz matinal, tibia, acariciando los aljófares de la sabana.<br />

El miedo de arriba<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Llegamos al año memorable de 1930. alejandrito ya no es alejandrito, sino don alejandro.<br />

La fe de bautismo y un quebranto mortal, le retienen definitivamente en su hogar. Por cariño<br />

y admiración a su talento, preguntaba yo por él todos los días y el domingo permanecía junto<br />

a su silla de extensión, desde las nueve de la mañana hasta la hora meridiana.<br />

Todos sabemos que don Alejandro tenía un tacto como el filósofo Demócrito y un escepticismo<br />

digno de Pirrón. Él nunca sabía nada, siempre decía, al informársele de algo:<br />

“Primera noticia”. Conmigo siempre guardaba menos recelo.<br />

Esa mañana al yo entrar me preguntó:<br />

—¿Hay algo de nuevo?<br />

—Bueno se dice que tiberio y su corte tienen un culillo tremendo.<br />

—El miedo, me contestó, es amplificador como una lupa y contagioso como la viruela<br />

alfombrilla. El miedo es el genitor de todas las grandezas y miserias humanas.<br />

—Bueno, sí, pero yo entiendo que un hombre de su valor nunca debe de haber sentido<br />

miedo?<br />

—Sin embargo, me contestó, te voy a contar una especie: en el año de 1882, era yo Gobernador<br />

Civil y Militar de la Provincia de Santo Domingo y estaba una noche de juerga en<br />

compañía de varios amigos azules, gobiernistas, y algunas muchachas alegres, esperando<br />

un sancocho, cuando llegó un expreso y me dijo a sotovoce: General, de parte del Comandante<br />

de armas, que vaya inmediatamente, en el término de la distancia, que tenemos a Braulio<br />

aquí dentro.<br />

—¿Cómo? exclamé.<br />

—Sí, se metió por Santa Bárbara.<br />

—Vete y espérame en la esquina, que yo voy a salir por el patio.<br />

448


Cinco minutos después de llegar yo a la Gobernación, casi todos los presentes se pusieron<br />

a mis órdenes, pidiéndome que les armase, les había picado el “mieo de arriba”, que es<br />

el más terrible de todos los miedos políticos.<br />

RAMÓN EMILIO JIMÉNEZ<br />

nació en Santiago el 17 de septiembre de 1886. Desde muy joven se distinguió como poeta y luego<br />

como prosista. autor de la más celebrada obra folklórica dominicana, Al amor del bohío. Es el poeta<br />

de la escuela nacional, en sus cantos escolares de La Patria en la Canción, con música del Maestro<br />

Revelo y de otros.<br />

Ha sido educador, periodista, político. Vida verdaderamente consagrada a las letras, con éxito notable,<br />

como lo atestiguan sus obras y su alto prestigio literario. En sus cuentos –prosa bellamente<br />

acicalada– hay no poco de malicia y de festiva ironía.<br />

En el magisterio fue de lo más humilde a lo más alto, de Profesor de Enseñanza Primaria a la Secretaría<br />

de Estado de Educación y Bellas artes, 1933-1936. En el periodismo ha alcanzado también<br />

las más elevadas cimas: Director de La Información, de Santiago, y de La Nación, en Santo Domingo.<br />

Pertenece a las academias de la Historia y de la Lengua.<br />

obras, poesía: Lirios del Trópico, 1910; Espumas en la roca, 1914; El monólogo de un Rey, 1915; El Rey del<br />

cielo y de la tierra, 1924; El patriotismo y la escuela, 1916; Diana lírica, 1918; La Patria en la Canción, 1932;<br />

y prosa: Al amor del bohío, 2 vols., 1922 y 1924; Espigas sueltas, 1938; Panegírico de Juárez, 1948; Oración<br />

panegírica, 1938; Del lenguaje dominicano, 1941; Savia dominicana, 1948, de la que han sido tomados los<br />

cuentos reproducidos en este libro.<br />

Un baecista con Lilís<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

General Matías era llamado comúnmente uno de los más audaces guerrilleros dominicanos.<br />

Había sido siempre, en política, contrario al general Lilís, quien había hecho no pocos<br />

esfuerzos por tenerlo a su lado, sin lograr conseguirlo.<br />

Cierta vez el general Matías pasaba por la pena de tener en peligro de muerte a su mujer,<br />

bella señora con quien se había casado hacía dos años, tan notable de bondad como de hermosura,<br />

cualidades que heredaba de sus padres, un distinguido español y una dominicana<br />

procedente de una de las mejores familias del Cibao. Grande era su preocupación junto al<br />

lecho de la enferma que, según él, era tan “buena como el pan”. un médico de los más acreditados<br />

de su tiempo fue llamado con urgencia a la casa de aquel hombre de armas.<br />

Enteróse Lilís de la gravedad de la gentil señora y de los desesperados esfuerzos de su<br />

marido para devolverle la salud, y le escribió una carta cuya entrega confió a uno de los<br />

oficiales de su Estado Mayor. El pliego iba escrito de puño y letra del Presidente, y le fue<br />

entregado en propias manos por el oficial. La bella caligrafía de Lilís hirió los ojos del atribulado<br />

general apenas abrió el sobre de elegante papel de hilo.<br />

antes de rasgarlo pensó hallar dentro de él terminante orden de arresto o cosa aún más<br />

grave; pero se rehizo apenas comenzó a leer:<br />

“Estimado general: Me he enterado con profunda pena de la gravedad de la madana y<br />

cumplo un deseo que no puedo ocultarle, cual es el de su pronto y cabal restablecimiento,<br />

seguro, como estoy, de que su vida le es tan cara como la propia de usted, por las nobles<br />

449


prendas personales de que está ella adornada, y, como puedo facilitarle cuantos medios concurran<br />

a la rápida conducción de médicos a su casa o el traslado de ella a la ciudad, si necesitara<br />

la intervención de cirujano, no me justificaría si pudiendo serle útil en todo esto, dejara de<br />

hacerlo por la circunstancia de ser usted mi contrario en política, que nada tiene que ver con<br />

mi leal empeño en la salvación de su digna consorte, ya que esto es cosa aparte de lo que nos<br />

tiene divididos en opinión, y no es justo que haya siempre de servirse por un interés. Mientras<br />

aguardo su respuesta quedo de usted, General, atto. amigo y S. S. ulises Heureaux”.<br />

al general Matías le brillaron los ojos de emoción al terminar la lectura de la carta. no<br />

esperaba este rasgo de hidalguía y, aunque no necesitó utilizar tan generosos servicios, por<br />

no haber sido necesario, los agradeció sinceramente en carta que dirigió días después al<br />

Presidente.<br />

una vez restablecida, la buena señora tuvo por conveniente que su marido cambiara<br />

de actitud para con el general Lilís, por aquel acto de gentileza y generosidad que, aún inspirado<br />

en la habilidad política del dictador, no carecía de importancia para ellos. Lilís, por<br />

su parte, sacó partido de aquella estudiada cortesía, logrando al fin, y por gestiones de uno<br />

de sus mejores allegados, que el general Matías se decidiera a ser su amigo político; pero<br />

en la duda respecto de si la adhesión de aquel valiente general era sincera, juzgó prudente<br />

utilizar sus servicios tan pronto como se presentara una oportunidad.<br />

un año más tarde sobrevino la revolución del año 1886, conocida por revolución de<br />

Moya a causa de tener como caudillo del movimiento insurgente al general Casimiro n. de<br />

Moya. Salió Lilís con destino al Cibao, al frente de sus tropas, llevando a su lado al general<br />

Matías, cuya fidelidad deseaba poner a pruebas, y lo envió como segundo jefe de las fuerzas<br />

que debían franquear el camino entre La Vega y Santiago. a los pocos días las fuerzas<br />

del Gobierno tuvieron un encuentro con las de la revolución, que derrotaron causándoles<br />

algunos muertos y heridos. En la acción distinguióse por su arrojo el general Matías. Súpolo<br />

Lilís y preguntó al jefe de las fuerzas qué opinión se había formado de ese general. “Muy<br />

valiente”, respondió el interpelado. “Es un león en figura de hombre, sólo que tiene un<br />

defecto que me ha llenado de disgusto”. “¿Cuál?” –preguntó muy intrigado Lilís.– ”Que<br />

en lo crudo del combate, mientras los demás compañeros gritaban entusiasmados ‘¡Viva<br />

el general Lilís!’, a él, tan acostumbrado a exclamar en otro tiempo ‘¡Viva Báez!’, nadie en<br />

esta ocasión le oyó lanzar un solo viva, como si hubiera enmudecido en la pelea”. a lo que<br />

respondió Lilís de buen humor: “no se apure, mi amigo, que el gallo no mata con el pico,<br />

sino con las espuelas!”<br />

Sabiduría inútil<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Cierta vez el general Lilís necesitaba estudiar a fondo algo de trascendencia política y<br />

celebró con tal motivo un Consejo de Gobierno, interesado en ponderar las opiniones que<br />

se exteriorizaran en él antes de preparar un proyecto de ley que oportunamente enviaría<br />

el Congreso nacional. Celebróse el Consejo y parecióle a uno de los Ministros que el Presidente<br />

no había quedado del todo satisfecho de su resultado, por lo cual ocurriósele hacerle<br />

privadamente la siguiente insinuación: “General Lilís, –díjole– no es que yo abrigue dudas<br />

respecto de su capacidad para dar con la anhelada solución del problema que le ocupa, ni de<br />

la de sus Ministros, de los cuales soy yo el menos autorizado. Creo que está demás decírselo,<br />

y así lo ha de entender ud. seguramente; pero considero, salvo su más elevado parecer, que<br />

450


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

se le presenta una buena ocasión de consultar las opiniones de tantos hombres aquí tenidos<br />

por ilustres, que le censuran actos de gobierno, a quienes llamaría ud. a palacio para oírlos<br />

en consejo acerca de este importante asunto, dándoles así oportunidad de probarle la fama<br />

de discretos y prudentes de que gozan, con lo cual aprovecharía ud. sus opiniones cuando<br />

ellas le fueran aceptables”. a lo que repuso el general, después de breve pausa: “Está bien,<br />

mi amigo, así será”. Y ordenó la invitación, dando la lista de notables.<br />

Entre los invitados había abogados de notoriedad, profesores de economía y de derecho<br />

y peritos en el ramo comercial, sin que faltara, además, uno que otro tenido por versado en<br />

doctrinas filosóficas. Se les ofrecía una buena oportunidad para el consejo sabio y la serena<br />

consideración. Podrían expresarse libremente sin previo conocimiento de las ideas del<br />

gobernante para acomodar a ellas su criterio, a lo que suelen llamar algunos de los eternos<br />

vividores que gastan casaca y buena mesa, tener sentido práctico. Por su parte, Lilís quería<br />

franqueza, aplomo y decisión en los juicios que se exteriorizaran, cualidades que admiraba<br />

en los hombres colocados dentro de las circunstancias que los obligan a opinar sobre asuntos<br />

de bien público, y con acento responsable afirmó su propósito de respetar la libertad de<br />

ideas.<br />

Acompañaba al general Lilís el Ministro de Fomento y Obras Públicas, don Teófilo<br />

Cordero y Bidó, conocido generalmente por don telo. a las ceremonias de cortesanía, de<br />

que tanto se cuidaba Lilís, siguieron las frases ponderativas del fin que motivaba la reunión,<br />

que el propio general expuso con sabia mezcla de gravedad y sencillez, fue sometiendo uno<br />

por uno los diversos aspectos del problema, interesado en escuchar los doctos pareceres de<br />

sus invitados.<br />

Hubo derroche de opiniones, profusión de doctrinas y lujo de erudición, sin que faltasen<br />

encastillamientos de algunos en sus torres de amor propio. Lilís a todo esto movía con<br />

reposado ademán la cabeza, mirando de vez en cuando a don telo, que aparentaba hallarse<br />

algo nervioso y trataba de disimular su inquietud fijando la turbada vista en un elegante<br />

reloj de pared cuya matemática revelación pasaba inadvertida para los ilustres señores de<br />

la dialéctica de su tiempo.<br />

La reunión se prolongaba sin visible fruto, en el curso de la cual don telo intervino con<br />

la venia del general para hacer una aclaración necesarias. Lilís necesitó también hacer otra;<br />

pero la discusión invadía ya las fronteras de la especulación y fue forzoso suspenderla. Lilís<br />

ocultó mejor que el Ministro su impaciencia, y dio las gracias, gentilmente, a los ilustres invitados,<br />

abrumado por la disparidad de criterios y el afán de cada uno en sostener el suyo, que<br />

a él le pareció empeño vano en revelar más las dotes del discurso que las del buen sentido,<br />

y exclamó con ironía después que se marcharon:<br />

“¡Saben mucho, don Telo, pero no entienden nada!”<br />

Una comisión de notables ante Lilís<br />

La gente distinguida de Santiago estimaba que la histórica Ciudad de los 30 Caballeros<br />

debía estar gobernada por un político de mejores prendas que Perico Pepín. Deseaba un<br />

hombre con la necesaria preparación para la vida pública y de mejores condiciones que<br />

poner al servicio de los intereses sociales de la comunidad. Veía con cierto prejuicio a su<br />

Gobernador, el cual, por su parte retraíase de los centros sociales a cuyas fiestas solía ser<br />

invitado en atención a su carácter oficial. No le interesaba a Perico aquello por lo que tanto<br />

451


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

se desvivían muchos amigos. Le interesaba más su estancia llena del encanto sugestivo de<br />

la siembra y del hechizo primoroso de la crianza. Su familia hacía igual vida de retraimiento<br />

social, con claro sentido de la realidad de su medio y de su tiempo. La vida de aquel<br />

hombre discurría entre labores ordinarias de oficina y tareas regulares de labranza. Nada<br />

comparable, para él, a su amor a la tierra y a su pasión a las espigas. Y en los días feriados,<br />

la gallera era su favorita diversión. ¡Después de las mujeres, los gallos! Su oro lo arrojaba<br />

a una mano de mujer y a una pata de gallo.<br />

Muerto Perico Pepín, y transcurrido los años, un mejor concepto del hombre como fruto<br />

de una cabal comprensión de su vida en estrechez de lazo con su medio y con su época, ha<br />

hecho interesante, para todo Santiago, la memoria de Perico Pepín. Entonces distaba mucho<br />

de ser considerado digno de dirigir esa provincia, de lo cual fue testimonio un hecho singular<br />

que constituye uno de los episodios más interesantes de la vida política del Gral. Lilís.<br />

Cierta vez visitaron a Lilís varios notables de Santiago. Pertenecían al alto comercio de<br />

aquella plaza y pasaban por personas de relieve social. Realizaron un largo viaje de tres<br />

días, a lomo de bestia, por el viejo camino polvoriento entre aquella ciudad y la de Santo<br />

Domingo. Asumían el carácter de comisionados para hacer a Lilís una petición en beneficio<br />

de Santiago, por cuyo progreso lo suponían interesado, agregando que todo cuanto él<br />

hiciera por la prosperidad de la región, le sería devuelto en ratificaciones de simpatía a su<br />

ilustre persona y a su régimen. El Presidente agradeció los cumplidos y permitió a la comisión<br />

exponer el anhelo común de Santiago, dispuesto de antemano a la satisfacción de las<br />

necesidades de bien público reclamadas por sus laboriosos habitantes, entre los que contaba<br />

numerosos amigos.<br />

añadió que Santiago érale en extremo estimado, tanto por el puesto de honor en que<br />

estuvo siempre en las lides redentoras, cuanto por el no menos honroso de pueblo trabajador<br />

y civilista, nobles frases que movieron a los comisionados a renovar sus protestas de<br />

estimación al valiente general.<br />

Hubo una pausa en que a la elocuencia de la voz sucedió la de las sonrisas, sello obligado<br />

de todas las frases de buena inteligencia y compenetración entre los hombres, que aprovechó<br />

Lilís para decir a los comisionados: “Expongan mis amigos el motivo de tan agradable<br />

comisión”. uno de ellos alargó al general un blanco pliego. Quince asuntos encerraba el<br />

mensaje petitorio: un puente, un camino, el desvío de una aguada y otras necesidades que<br />

el hábil político iba subrayando en señal de aceptación. Pero llegó a un punto en que levantó<br />

la pluma manteniéndola en suspenso unos instantes. Le brillaron con extraña luz sus vivos<br />

ojos retadores, y serenándose al punto, se dirigió a los comisionados en estos o parecidos<br />

términos: ”¿Por qué no quieren a Perico de Gobernador?” Hubo una breve pausa en el curso<br />

de la cual cruzáronse miradas de inteligencia entre los peticionarios, como en busca de forma<br />

para responder a la pregunta, y al fin exclamó uno de ellos: “General, creemos que Santiago<br />

necesita un hombre de mejores condiciones para dirigirlo”.<br />

“Señores –respondio Lilís con agudeza– del palo no hay que fijarse mucho en la cáscara,<br />

sino en el corazón”.<br />

“Permítanos, general, ser francos con Ud. y usar de esta gráfica expresión que recogimos<br />

de labios de un distinguido santiagués: “Santiago tiene ya a Perico más arriba de la<br />

cabeza”.<br />

Lilís entonces sonrió irónicamente, y saltando varias líneas del pliego que tenía por<br />

delante, concluyó subrayando con ademán aprobatorio los asuntos restantes hasta agotar<br />

452


la nota. Entonces, dirigiéndose a los comisionados, que habían estado observando con inquietud<br />

sus movimientos, díjoles amablemente:<br />

—De los quince puntos he aceptado catorce. no puedo complacerlos en uno, y ustedes<br />

van a dispensarme, porque es algo que me toca en lo más íntimo. Me piden que quite a<br />

Perico de Gobernador de Santiago, hombre unido a mi suerte por una larga consagración a<br />

mi persona y a mi política, y de cuya lealtad tengo pruebas inequívocas. Convengo en que<br />

tenga defectos, hijos, quien sabe, de desventajas que no provengan de él, sino del medio en<br />

que se formó. Defectuoso y todo, es un hombre bueno y ha tenido siempre respeto para la<br />

sociedad de Santiago. Me declaran ustedes que lo tienen más arriba de la cabeza, y con la<br />

sinceridad que me es propia véome en el caso de decirles que si ustedes tienen a Perico más<br />

arriba de la cabeza, yo lo tengo colgado del corazón.<br />

Orden y honradez<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

En ninguna otra región de la República, como en la “Línea Noroeste” cuyos campos pasaban<br />

por teatros de desesperadas escenas de valor temerario, en los cuales perdieron la vida muchos<br />

hombres, fueron más porfiadas y sangrientas las luchas entre el partido político de don<br />

Juan Isidro Jimenes, denominado bolo, y el de don Horacio Vásquez, denominado rabú.<br />

La Línea, como todos decían, era de pura cepa bola, y encarnaba la pertinacia del bolismo<br />

ciego y pasional una distinguida mujer, madre de dos valientes jóvenes muertos trágicamente<br />

al servicio de su viejo caudillo y a quien todos conocían por Siña Juanica. Desde la muerte<br />

de sus hijos la altiva señora no hacía otra cosa que estimular, en los bravos linieros, el odio<br />

implacable a sus contrarios.<br />

Divisa del partido rabú, que la adoptó como lema, fue la histórica frase “Orden y Honradez”,<br />

que se leyó en casi todos los manifiestos políticos del Gral Horacio Vásquez y en<br />

numerosos artículos de loa a este viejo caudillo, así como en décimas de subido matiz criollo,<br />

destinadas a la labor preelectoral, en las que no faltaba aquella socorrida sentencia tan<br />

malsonante en el ámbito liniero, y de las cuales es muestra original la que copiamos:<br />

Dichoso del campesino<br />

si va al poder don Horacio,<br />

desde que llegue a palacio<br />

otro será su destino.<br />

Habrá entonces buen camino<br />

tendrá el fruto validez,<br />

el ganado de una vez<br />

alcanzará más valor,<br />

y todo será mejor<br />

habiendo Orden y Honradez.<br />

Siña Juanica quemaba, sin leerlas, todas las décimas rabudas que los chicos del vecindario<br />

le llevaban, práctica que hacía extensiva a los retratos del caudillo contrario y a todas<br />

las etiquetas con gallos de abundante cola que ostentaban en botellas y cajas malos rones<br />

y productos similares procedentes de diversas poblaciones del país. El gallo rabudo era el<br />

símbolo del partido horacista, al paso que el rabón lo era del jimenista.<br />

453


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

aunque el Gral. Cáceres, que gobernaba el país con el partido de su antiguo jefe político<br />

el general Horacio Vásquez, adoptó en 1906 medios violentos para la pacificación de la<br />

Línea, es fama que inició más tarde una política de atracción de sus contrarios, empeñado<br />

en la extinción de aquel salvaje odio que distanciaba hombres y familias enteras, y en la<br />

consolidación de la paz pública, noble interés que culminó en la designación de distinguidos<br />

bolos para importantes cargos en aquella administración.<br />

Como acontecía en aquellos tiempos de continuas revueltas, algunos de los encargados<br />

de poner en práctica el severo plan ideado para la pacificación de La Línea, exageraron los<br />

medios adoptados para ese fin incendiando fincas y matando animales pertenecientes a<br />

los principales hombres de armas mal avenidos en aquella región con el gobierno de sus<br />

implacables adversarios. aires de tragedia soplaban sobre la llanura noroestana y la gente<br />

cruzaba, llena de espanto, los caminos.<br />

a la sazón retornaba de Haití el señor Bernardo Rodríguez, padre del intrépido Gral.<br />

Demetrio Rodríguez y uno de los más ricos hacendados de la Línea, que había ido al vecino<br />

Estado a realizar la venta de unas reses y desconocía los últimos sucesos políticos desarrollados<br />

en el país. no bien comienza a percatarse de la tragedia, pregunta con asombro lo<br />

ocurrido ante el lúgubre cuadro que contempla; pero la amedrentada gente no responde.<br />

“¿Qué ha pasado por aquí?” –profiere don Bernardo a la vista de una casa destruida,<br />

que fue antigua morada de un viejo amigo. Grave silencio siguió a la nerviosa exclamación.<br />

“¿Qué ha pasado por aquí?”, hubo de repetir ante una finca calcinada que viera meses antes<br />

magnífica de pasto, donde hombres y bestias parecían unir su suerte al favor de la abundancia<br />

de la misma manera que mezclaban el sudor bajo la misma fiebre de trabajo. Pero el odio<br />

templado en el crisol de la pasión política, odio de muchos linieros con el bolismo entre las<br />

venas, explotó en los labios de Siña Juanica, que al oír a don Bernardo exclamar con nueva<br />

angustia: “¿Qué es lo que ha pasado por aquí?, se atrevió a responder con ironía:<br />

“¡no se espante, don Bernardo: por aquí lo que ha pasado es Orden y Honradez”.<br />

Un sancocho santiagués<br />

En el año 1903, en que presidía don alejandro Woos y Gil el gobierno dominicano, había en<br />

la ciudad de Santiago de los Caballeros una conspiración contra aquel régimen y se concertaba<br />

un plan para tomar por asalto la fortaleza de “San Luis”. Este plan consistía en la simulación de<br />

una fiesta típica en honra de un antiguo general de la Restauración, con el pretexto de celebrar<br />

su cumpleaños. Debía ejecutarse un día señalado y a una señal convenida.<br />

La fiesta consistía en un sancocho nocturno.<br />

Habíase escogido para el sancocho una casa, antigua residencia del Gral. Miguel andrés<br />

Pichardo, conocido generalmente por Guelito. Desde la víspera se hablaba del sancocho y no<br />

faltaron flores destinadas al viejo militar, las cuales servirían para dar apariencia de agasajo<br />

al artificio. Llegaron a la casa bateas con revólveres, coronadas de lechugas, y macutos de<br />

cápsulas disimuladas bajo la complicidad de los mapueyes.<br />

De tal modo se le dio a la reunión el carácter que exigían las circunstancias del momento<br />

político, que uno de los conspiradores, maestro de las armas, apodado Yiyí, envolvió con<br />

un periódico su sable y partió, con él debajo del brazo, a la casa del sancocho; pero faltaba<br />

el criollo guiso democrático, y alguien, que quiso ver la comilona, advirtió por una de las<br />

rejas de la casa que sobre una mesa en deplorable ausencia de manteles daban su brillo<br />

454


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

metálico, a la escasa luz de una linterna, no los cubiertos, armas al servicio de la paz, sino<br />

sables y revólveres junto a la botella de tavares, –viejo ron popular ya célebre en la historia<br />

del sancocho cibaeño,– y del paquete de cigarros abierto sobre la mesa como una parda flor<br />

de vicio.<br />

La visión del fiero cuadro llegó, como un relámpago, a conocimiento del Gobernador,<br />

que sin pérdida de tiempo envió guardias con instrucciones muy secretas. a poco, disparos<br />

de fusilería alarmaron la ciudad, a tiempo en que los conspiradores huían precipitadamente<br />

abandonando el campo y dejando en poder de las autoridades un muerto y cinco heridos.<br />

al día siguiente una vieja censuraba con dureza la actitud del Gobierno por haber acabado<br />

a tiros el sancocho; pero un osado gobiernista que sabía lo del sable llevado entre periódicos,<br />

al oír las duras recriminaciones de la vieja, cuya lengua fue siempre azote implacable de<br />

aquel régimen, apresuróse a contestarle:<br />

“Sí, vieja, era un sancocho, porque yo vi pasar al general Yiyi con un tenedor debajo<br />

del brazo”.<br />

Una mala partida y una buena salida<br />

El general Basilio fue uno de los más distinguidos ases del lilisismo en la provincia de<br />

Santiago de los Caballeros. Vivía en Sabana Iglesia, de donde procedían los célebres andulleros<br />

del 30 de Marzo que a1 mando del general Fernando Valerio sobresalieron en la memorable<br />

batalla que en esa fecha histórica reafirmó la Independencia Nacional.<br />

Estaba hecho a la rudeza de las armas y no carecía de dotes para el mando. De él dependían<br />

unos veinte jóvenes de probada temeridad en los combates tenidos por sus oficiales, y<br />

sobre quienes ejercía paternal autoridad. Estos oficiales le eran fieles con largueza.<br />

agricultura, política y faldas eran su trína ocupación. Le interesaba la agricultura, le<br />

subyugaba la política y le enloquecían las faldas. Para hallarlo fuera del hogar, solían decir<br />

los suyos: “Búsquenlo en casa de Chicha, y si no está, en la de Lula; si tampoco, en la de<br />

Margarita”, y así sucesivamente.<br />

Valiente, era hombre de pantalones; mujeriego, era hombre de faldas. De lo primero respondían<br />

sus rojos calzones de general de Brigada y sus presillas; de lo segundo, sus setenta<br />

y más hijos y los pleitos gordos que se armaban entre guapas mujeres, que lo eran menos<br />

de cara que de puños.<br />

Se vio en muchas peleas sin que lo pellizcara bala alguna, y como él solía decir, cuando<br />

iba al combate más de cien velas encendidas le cubrían la retaguardia. así que, siendo todo<br />

fortaleza para la política, era todo debilidad para las mujeres. Y no es para extrañarlo si se<br />

piensa que lo uno suele ser, por lo general, causa de lo otro. Valor y amor suelen ser buenos<br />

amigos.<br />

Por su parte, la buena de Cecilia, que tal era el nombre de su mujer, no le reñía por estas<br />

cosas, antes bien le ayudaba a desenvolverse con las obligaciones creadas por el desfogue<br />

pasional de Basilio fuera del ambiente doméstico. Desprendida en este punto, transigía con<br />

el expansionismo de camino real de su marido. Sabía que ella era la mujer, y que las otras eran<br />

las mujeres, frases que, en el aldeanismo de su jerga, querían decir bastante. Y se complacía en<br />

repartir diariamente leche y víveres entre las mancebas de su esposo. Hacíalo por humanidad.<br />

Cargadas de hijos, esas pobres mujeres necesitaban protección. no temían ellas recibir el menor<br />

daño de Cecilia, y buenamente se comían cuanto aquélla les enviaba. Increíble parecerá<br />

455


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

no hallar romanticismo, loma adentro, en el corazón de una mujer, sin haber penetrado en<br />

aquellos sitios distantes la moderna liberalidad del amor.<br />

Claro que el general Basilio, con esta vida que llevaba, necesitara de una estratagema para<br />

sacarle a la política recursos que pudieran aliviarle del peso de sus treinta cruces voluntarias,<br />

ya que, Salomón en este punto, media cosecha de tabaco se le iba en llevarse muchachas, en<br />

aprestos de viviendas y en avíos de partos. Escribió una larga carta al general Lilís, insinuándole<br />

la conveniencia de un buen regalo en sonante moneda mexicana, que entonces<br />

era plata corriente en el país, a unos veinte muchachos “más guapos que las balas”, que le<br />

acompañaban en todo y a quienes tenía bajo su mando. Este regalo servía para aumentar<br />

en aquella ardorosa juventud su profunda afición al Presidente. Acogió Lilís con simpatía la<br />

sugestión del general Basilio, a quien envió ochocientos pesos para sus aguerridos oficiales;<br />

pero el general Basilio, que estaba para mudar otra muchacha en esos días, se apoderó de<br />

buena parte de la suma. Súpolo Lilís y tuvo por necesario un correctivo, lo que haría tan<br />

pronto como fuera a Santiago.<br />

Ya en aquella ciudad hizo llamar a palacio al general Basilio y en presencia del Gobernador,<br />

general Perico Pepín, y del adjunto a la Gobernación, general Rosendo negrete, se<br />

dirigió a Basilio en estos términos: “general, tengo que reprocharle que no se repartieran los<br />

ochocientos pesos entre sus oficiales, sino doscientos, y que se apropiara Ud. la mayor parte.<br />

¿Cree ud. que ha hecho bien?” El general Basilio, hombre acostumbrado a las situaciones<br />

difíciles, confió su defensa a la aventura de esta frase, que fue su salvación: “General –dijo<br />

encarándose a Lilís– cuando ud. moja el tronco, las ramas se refrescan”.<br />

Un medio de tumbar gobiernos<br />

Desde el trágico 23 de marzo de 1903, en que tuvo efecto en la Fuerza de la antigua ciudad<br />

de Santo Domingo el pronunciamiento de los presos políticos contra el régimen provisional de<br />

Horacio Vásquez, hasta el mes de octubre del mismo año, gobernó el país con el partido jimenista<br />

don alejandro Woss y Gil. Quería don alejandro hacer política de buena voluntad con<br />

una parte de sus adversarios, e ideó escribirles y tenerlos contentos al amparo del Fisco.<br />

La vieja consigna del honor político era, para cada partido, no servirle a otro partido. a<br />

tal grado llegaba el espíritu de parcialidad en este punto, que por inconsecuencia se tenía<br />

que un miembro cualquiera de una bandería le aceptase, sin haber antes renunciado de la<br />

suya, un empleo público al jefe de la bandería contraria que se hallara en el poder. no era<br />

sino osadía que el Gral. Gollito Polanco, tenido por un buen horacista, se allanara a aceptarle<br />

protección a aquel gobierno.<br />

Conocida en casi todo el país es la fama de que gozaba como gracioso este viejo general<br />

cuya conversación era un vivo derroche de humorada. Residía en Pontezuela, campo próximo<br />

a Santiago, y su vida fue siempre mezcla de agricultor y de político.<br />

Gollito Polanco recibió el primer sueldo con una atenta carta llena de cariñosas expresiones.<br />

No lo había solicitado. Le llegaba en momentos de crisis para sus negocios, y filosofaba<br />

a su manera: “no lo he bucao: se me ha aparecío. Es suya la botija que un hombre se jalla,<br />

poi casualidá, como si Dio se la pusiera en ei camino”. Estaba, además, en apuros de dinero,<br />

y éste le venía como cigarrillo después del café.<br />

Esta filosofía tenía par en la casa. La buena de su mujer, un dechado de virtudes, no<br />

comulgaba con aquella rígida moral partidista, basada más en el injusto odio que separa los<br />

456


andos, que en sentimientos de dignidad personal. Era un convencionalismo atrabiliario,<br />

de consecuencias hostiles a la paz, difícil de mantenerla con pasiones poco nobles, y el viejo<br />

general, ahogando sus escrúpulos, se avino a recibir el primer “sueldo” y los que le sucedieron.<br />

La familia, satisfecha, dijo: amén!; y alguien, alarmado: ¡transacción!<br />

La noticia llegó a oídos del grupo horacista que en Santiago acostumbraba tomar el<br />

aperitivo en el café de Laíto Guerrero, frente al Parque Duarte. Reuníanse en este café, entre<br />

otros intransigentes horacistas, los señores Gral. Chago Díaz, Gral. Simón Díaz, Santiago<br />

Guzmán Espaillat, Vicente tolentino R., Francisco antonio Bordas, José Eduvigis Rodríguez<br />

y Ramón negrete.<br />

El aperitivo lo era más para el bocado político del día que para la comida verdadera.<br />

aquel trago corto de las doce, de rigurosa necesidad en esos días, era disimulo de cita, pretexto<br />

de reunión, adobo de comentarios. Había que interrogar a Gollito para poner en claro<br />

su conducta, y se le invitó al café tan pronto como se supo que estaba en la ciudad.<br />

Montaba Gollito un moro avispao de mucha sangre, que clavaba, figurero, a pesar de su vejez,<br />

y lo detuvo frente al café de don Laíto. Ya le esperaban los amigos, que salieron a recibirle<br />

con un apretón de manos junto al bruto cuyo sudor espumeaba sobre los ijares castigados.<br />

Bajó de la montura y avanzó hacia la mesa dispuesta para el diario aperitivo. un pobre<br />

chico de la calle quedó al cuidado de la bestia. apenas le tuvieron frente a ellos, como a<br />

quien se le dispara el primer tiro a boca e jarro, le enderezó esta zumba Vicentico: “Sólo hemos<br />

invitado al amigo, porque, al correligionario, lo damos por perdido”. otro de los del grupo,<br />

alzando el rubio vaso en cuyo fondo rodaba una aceituna, gritó: “¡Brindo por el gallo embotado!”.<br />

Y un tercero, más florentino aún en la agudeza: “¡Por el novillo de Pontezuela!”<br />

Gollito, con más de astuto que de simple, vio tras el embozo de las frases, el aguijón de<br />

la invectiva, y dijo: “La muchacha que poi no sei maicriá recibe una caitita y un regalo, no<br />

ta obligá a querei ai que la enamora. no soy gallo embotao sino de epuela limpia; y novillo<br />

mucho meno, poique toi enterito”.<br />

una explosión de risas llenó todo el café, y hasta el mozo que servía mezcló su risa gorda<br />

al coro de humoradas.<br />

¿Y por quién debes brindar, por don Alejandro o por don Horacio? –profirió Chago<br />

Díaz.<br />

—“¡Poi don Horacio! –contestó resueltamente Gollito. Soy tan horacita como ante”.<br />

“Entonces, ¿para qué coges dinero del Gobierno?” fue la última embestida, que devolvió<br />

Gollito con esta frase de Sancho campesino, con que creyó justificarse: “¡precisamente, pa<br />

debilitailo!”<br />

La paz interesada<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

El general Gallito Polanco fue uno de los invitados por el Gral. Ramón Cáceres a la célebre<br />

reunión de generales que éste celebró en Estancia nueva a principios de su segunda<br />

administración pública. Viejo amigo de Mon, como era llamado en intimidad el Presidente<br />

mocano, no podía faltar en ella Gollito, ya que se consideraba uno “de los de aposento”, con<br />

que suele indicarse en nuestro medio el grado de relación que une un hombre a otro, así en<br />

amistad como en política.<br />

Gollito no era sólo amigo de los de aposento por la importancia que como hombre de<br />

armas pudiera tener, sino por el buen humor, en él característico, de que se aprovechaba el<br />

457


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Presidente Cáceres para compensar la diaria seriedad de los asuntos administrativos. otra<br />

cualidad, menos estimada, acaso, que las anteriores, distinguíale, y era, precisamente, la de<br />

hombre observador, de la que se ufanaba el mismo Gallito, según su propio testimonio, al<br />

decir que tenía “buen olfato” para la política a causa de lo cual complacíale al Presidente<br />

consultarlo, acerca de hombres y sucesos, antes de formarse opiniones sobre muchas cosas<br />

juzgadas a través de la filosofía práctica y vulgar de aquel hombre, producto crudo de su<br />

medio, con más malicia que años y más seso que prosodia.<br />

tales motivos hacían necesaria la presencia de Gollito Polanco en la reunión política<br />

promovida por el Presidente Cáceres en su cómoda posesión de Estancia nueva. La bella<br />

finca, fronteriza del camino real y la vía férrea, se animaba de cabalgaduras provistas de<br />

elegantes guarniciones. Parecía una exhibición de finas bestias y arreos proporcionados a<br />

la clase de animales según la importancia de sus dueños.<br />

La botonadura dorada con las armas de la República en relieve, a lo largo de la americana<br />

de fino paño azul, con que vestían algunos de aquellos hombres hechos a los rigores<br />

de su dura carrera, daba que hacer al sol, y otro tanto podía decirse de la plata, abundante<br />

en rendajes y espuelas brilladoras<br />

El fin de la reunión no era otro que promover una reacción saludable contra el rancio<br />

sistema según el cual se tenía por acto de infidelidad al caudillo y a la agrupación a que se<br />

pertenecía, la aceptación de favores, especialmente de empleos, al partido contrario que se<br />

hallara en el poder.<br />

Los partidos gobernaban solos sin la menor intervención de sus contrarios, al menos en<br />

lo administrativo, norma mantenida como ética política hasta que el Gral. Cáceres tuvo por<br />

necesario substituir aquella ideología, estrecha y egoísta, por otra que, al permitir la cooperación<br />

de otros partidos en las actividades del gobierno, humanizara la política quitándole<br />

el sello tradicional que conservó durante largo tiempo.<br />

La práctica de este nuevo sistema exigía, naturalmente, sacrificios. Para utilizar en el desempeño<br />

de cargos públicos a miembros del partido contrario, había que dejar sin empleos a<br />

varios “amigos de la situación”, lo que fue, para la mayor parte de ellos, causa de disgustos, al<br />

extremo de que algunos se dieran, por lo bajo, a censurar a su jefe por esta liberalidad que<br />

tenían por transacción. Ya en reuniones privadas venía hablándose de este socorrido tema.<br />

En una pulpería rural frecuentada por líderes locales amigos del Gobierno, apelóse al linaje<br />

de autoridad que suelen dar las cicatrices. “Esta pierna, decía uno –me la pasaron, fiel a mi<br />

partido, en la toma de La Vega”. “Esta costilla rota, –argüía otro– se la debo a alguno de los<br />

que pretenden beneficiarse a costa de un poder que no les pertenece”. Y una nueva intransigencia<br />

se apoyaba en el conocido proverbio: “De fuera vendrán que de casa nos echarán”.<br />

Gollito fue a la reunión de Estancia nueva con esta dolorosa impresión. ocupó su asiento<br />

sin decir palabra, esperando la oportunidad de revelar su parecer al mismo jefe, a quien<br />

tuteaba y nombraba por su apodo.<br />

Explicó el Presidente Cáceres el sentido de la cooperación que recibía de los bolos en<br />

el Gobierno y la causa de no poder emplear a todos sus amigos políticos; pero la tesis presidencial<br />

no cayó muy bien en el ambiente, aunque nadie protestaba, salvo un aguerrido<br />

general de Santiago, que roncaba a media voz: “¡Mire uté el diablo!” amén de otro que en<br />

buen lenguaje de gallero profería: “Mala pluma, mala pluma”.<br />

Con firme entonación acentuó el Gral. Cáceres la necesidad de la paz, empeñado en hacer<br />

ver a todos que sin paz no podía haber trabajo ni progreso en el país. Perseguía el Presidente<br />

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un interés de paz; pero sus amigos perseguían una paz con interés, o el interés mismo sin la<br />

paz, que para muchos es mejor negocio, ya que no los mueve estímulo alguno de ideales.<br />

Dio el Gral. Cáceres por agotado su turno y ofreció la palabra a todos los que desearan hacer<br />

uso de ella en relación con lo que acababa de exponer, y no bien hubo terminado se incorporó<br />

Gollito de su asiento y, como si quisiera expresar, más que su propio parecer, el de todos sus<br />

compañeros, dejó caer en la reunión, pesadas como piedras, estas célebres palabras:<br />

“Sí, Mon, e muy buena la pa, pero con sueido”.<br />

Los ladrones de lo suyo<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

General Masú solían llamar en el Cibao a uno de nuestros más pertinaces revoltosos,<br />

para quien la vida carecía de interés si había de llevarse sin tropiezos en medio de una paz<br />

consentidora, las más de las veces, de los irritantes desdenes a la consideración social y al<br />

respeto público, muy de la índole de mandatarios carentes de sentido político y de amor a<br />

la libertad. Era un hombre cuarentón, bronceado, de ojos negros y audaces, musculoso, de<br />

mediana estatura, acomodado, gastador, mujeriego, buen gallero y mejor tercio. De su valor<br />

hablaban con elocuencia singular sus cicatrices.<br />

no tenía el general Masú un ideal en política, ni sus escasos medios de cultura le permitían<br />

entrar en razonamientos acerca de la necesidad de sanear el ambiente político y social de<br />

su tiempo. Sin embargo, simpatizaba con los políticos a quienes la opinión pública señalaba<br />

como los mejores, y era frecuente oírlo gastar frases encarecedoras en favor de Espaillat,<br />

derribado, según él, por haberse pasado de bueno. “Es necesario –decía– que al jefe se le<br />

tema, porque si no, se lo beben como agua. Yo no estoy con lo suave. no me gusta que el<br />

sable esté siempre en la vaina”.<br />

así hablaba a sus amigos en horas de tertulia dominguera, y como era gallero de temperamento,<br />

por haber bebido la afición a los gallos en la leche de su madre, que fue hija<br />

única del mejor gallero de la comarca, le oí exclamar un día frente a uno de los mejores<br />

ases de su cuadra: “Canta bonito, pero tiene buenas espuelas”, frase que lo caracterizaba<br />

como un filósofo de la guerra.<br />

Cierto día recibió el general Masú, estando en Puerto Plata, orden expresa de pasar a<br />

Santiago con toda la gente que le acompañaba. urgía su presencia en aquella ciudad y el<br />

general salió a caballo al frente de cincuenta hombres ordenando a los de a pie hacerse de<br />

monturas donde las encontraran y continuar la marcha hasta La Cumbre, en donde había<br />

resuelto pernoctar.<br />

Su gente, desde las duras lomas, oteaba los llanos persiguiendo monturas, y a las puertas<br />

de las viviendas inquiría con imperiosa entonación si las había, hasta que daba con ellas, llevándoselas<br />

sin miramientos a la vista de sus dueños, que no sabían cómo impedirlo. agricultores<br />

con solo un animal pasaron por la pena de verle salir, sin que bastaran razonables explicaciones<br />

acerca de que era el único de que disponían para sus diarias faenas. Sabían los pobres dueños<br />

que aquello no era sino un robo, puesto que rara vez se recuperaban los animales cogidos por la<br />

tropa en tiempo de revuelta. Sin embargo, decidieron seguir detrás de sus bestias, esperanzados<br />

en su devolución cuando pudieran ver en La Cumbre al propio general y suplicárselo.<br />

una vez en La Cumbre, huésped de un viejo amigo suyo, que le brindó posada, el general<br />

dio a su gente la orden de recogerse hasta la madrugada. La previsión, que fue siempre recurso<br />

de los verdaderos hombres de armas, se manifestó bien pronto ante la posibilidad de que los<br />

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dueños de los caballos quitados en el camino, que seguían detrás de la tropa, sacaran los animales<br />

de la cerca a donde habían sido llevados. un centinela vigilaría durante toda la noche.<br />

Los dueños de las bestias llegaron a La Cumbre a las 12. La tropa dormía en una típica<br />

enramada. uno de ellos, el más osado y astuto al propio tiempo, discurrió de esta manera:<br />

“El general ya estará durmiendo y no hay que pensar en despertarlo. además no ha de ser<br />

hombre tan bobo que nos devuelva los caballos, en perjuicio de su tropa. Lo que hay que<br />

hacer es entrar sin hacer ruido en la cerca, y coger nuestros caballos”.<br />

Hubo cierto temor; pero el interés lo hizo el diablo, como suele decirse, y el plan se puso<br />

en práctica. Propicio era el ambiente: el silencio parecía secundar el designio de los pobres<br />

agricultores. La sombra dábales confianza. Ni un perro delator en aquella hora. Hasta los<br />

cocuyos presentáronles sus lámparas errantes, émulos de los ojos, llenos de inquietud, de los<br />

caballos. Confiados ganaron la tranquila cerca; pero el celoso guardián, prevenido de lo que<br />

podía suceder, advirtió ruido de pasos y el crujir de la madera de la puerta de trancas con el<br />

peso de los cuerpos humanos. aguzó el oído y pensó de repente: “¡Son ellos!” El cañón del<br />

fusil se elevó, vibró el gatillo macabro y salió el tiro, multiplicado por el eco en las montañas.<br />

Las gallinas lanzaron agudas estridencias; cundió la alarma en medio de la tropa, y cuando<br />

el general Masú, sable en mano y en paños indiscretos, inquirió al centinela: “¿El enemigo?,<br />

el centinela, con la ironía de la conciencia, que suele manifestarse en muchos casos sin que<br />

haya la intención de ser irónico, respondió en alta voz:<br />

¡General, son los dueños, que se están robando los caballos!<br />

RAFAEL DAMIRÓN<br />

nació en Barahona el 9 de junio de 1882 y murió en Santo Domingo el 6 de enero de 1956. Fue una<br />

vida intensa, plena de alternativas: poeta, periodista, militar, político, diplomático, novelista, cuentista,<br />

comediógrafo, costumbrista. Pero se distinguió particularmente en la novela y en el cuadro<br />

de costumbres. Gran parte de su obra podría considerarse como autobiográfica, ya que fue actor o<br />

testigo en la mayoría de sus relatos.<br />

obras: Del cesarismo, novela, 1911; El monólogo de la locura, novela, 1914; Alma criolla, teatro, 1916; La sonrisa<br />

de Concho, cuadro de costumbre, 1921; ¡Ay de los vencidos!, novela, 1925; Estampas, cuadro de costumbre,<br />

1938; De nuestro Sur remoto, conferencia, 1947; Pimentones, artículos de humor y sátira política, 1938; La<br />

Cacica, novela, 1944; Hello, Jimmy, 1945; Revolución, novela, 1940; De soslayo, cuadro de costumbre, 1948;<br />

Memorias y comentarios, 1953; Huerto Remoto (s. a.); Cronicones de antaño, 1949; y Nosotros, 1955.<br />

El cuento reproducido procede de La sonrisa de Concho.<br />

Política de amarre<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

a la muerte del general Ramón Cáceres, la República quedó suspensa, como bajo un<br />

narcótico que no la dejaba enderezar los verdaderos rumbos políticos que convenían a una<br />

solución pacífica y satisfactoria para todos los intereses de la Nación.<br />

La ciudad de Santiago, presa de la natural conmoción que producen los sucesos cuando<br />

son conocidos a grandes rasgos, y deformados por la habitual impaciencia de la distancia,<br />

esperaba la clave de las futuras combinaciones políticas para ver de escoger aquellas que<br />

estuvieran en mejor armonía con las premuras de la hora.<br />

460


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Como se notaran barruntos de rebelión en la atmósfera, el Gobernador Luna pensó en<br />

el apoyo de los más prestigiosos y leales amigos de la situación, y quiso para conocer el<br />

pensamiento de ellos, celebrar una reunión de veteranos de las armas, pasando una circular<br />

entre los tenientes del finado Presidente Cáceres, y muy especialmente entre aquellos que<br />

habían gozado de la gran estimación del ya extinto Jefe del Estado.<br />

Nuestro hombre de campo, trabajador, político y filósofo, tiene como norma ante los<br />

grandes acontecimientos, optar por una discreción que a más llegar, no pasa de una evasiva<br />

inviolable.<br />

Jamás emite una opinión sobre cuestiones que no entienda, y si las entiende y quiere<br />

ocultar sus particulares apreciaciones, encontrará con elocuencia y astucia, segura manera<br />

de salir de la más embarazosa situación.<br />

así es nuestro hombre: malicioso y discreto.<br />

De modo, pues, que cuando el Gobernador Luna vio reunidos en el salón principal de la<br />

Gobernación, al más representativo grupo de generales, después de ofrecerles el testimonio<br />

de su agradecimiento, y su pesar por el triste motivo que originaba tal requerimiento de su<br />

autoridad, confiado en la lealtad de aquellos prestantes brazos de la buena causa de la paz<br />

de la República, pasó a lo que integraba el tópico más importante de la hora.<br />

—Señores –dijo– el país necesita del mayor desinterés personal en este deplorable<br />

instante de la historia nacional. Cada uno de nosotros está en el deber, por sobre todas las<br />

cosas, de ver la necesidad de una franca armonía entre todos los dominicanos. La anarquía<br />

sería la muerte de las instituciones. De modo, que debemos ponernos de acuerdo sobre esta<br />

especialísima cuestión: ¿Quién debe ocupar la Presidencia de la República? Y acerca de esto,<br />

es que quiero oír la más franca y sincera opinión de ustedes.<br />

—En la Capital –continuó– han surgido los nombres de don Eladio Victoria, de don Federico<br />

Velázquez Hernández, del general Horacio Vásquez y de Juan Isidro Jimenes. ¿Cuál<br />

de éstos hombres les parece a ustedes que debemos sustentar?<br />

un silencio de piedra tapió las veinte bocas de los veinte generales allí presentes.<br />

Gollito Polanco, gruñó, se rascó la barba, y se puso a cazar una mosca que parecía revolotearle<br />

encima de la nariz.<br />

unos miraron hacia el patio; otros se enjugaron el copioso sudor; los más, bostezaron.<br />

El Gobernador Luna aguardaba impaciente, pero al notar que el viejo Juan anico le<br />

tocaba con el codo al ladino niño Camilo, se dirigió a este último:<br />

—Vamos a ver, general Camilo, cuál es su parecer, usted que es hombre de experiencia<br />

en estas cosas?<br />

El general Camilo, con un despejo admirable, se puso de pie, abrió los brazos, cerró los<br />

ojos, y dijo:<br />

—Señores, yo estoy doimío y con los brazos abieitos, el que me caiga en ellos; le daré<br />

un abrazo…<br />

JAFET D. HERNÁNDEZ<br />

nació en Santiago en 1882 y murió en Santo Domingo el 24 de junio de 1950.<br />

Aunque figuró más como abogado que como escritor, con alguna frecuencia llegaba al campo de las<br />

letras, dedicándose a los estudios sociológicos, a la gramática castellana, a la narración, algunas de<br />

ellas leídas por él en actos culturales.<br />

461


Publicó una Sintaxis de la lengua española, 1951; y Consideraciones jurídicas sobre el artículo 113 del Código<br />

de Comercio, 1909.<br />

Militó en nuestras contiendas civiles y figuró con relieve en la llamada Revolución desunionista, en<br />

el ataque a San Pedro de Macorís. Fue Secretario de Estado y luego Juez del tribunal de tierras.<br />

El cuento reproducido se publicó en la valiosa revista Sangre Nueva, de La Vega, edición 5, del 15 de<br />

diciembre de 1922.<br />

De la guerra<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

El ideal, en nuestras cruentas luchas intestinas, puede decirse que casi fue letra muerta.<br />

Se mataba, se pillaba, se incendiaba, se llevaban a cabo estupendos hechos de guerra que<br />

demostraban valor y arrojo en alto grado, se cometían, en una palabra, todos los horrores<br />

que lleva consigo la guerra, así como todas las heroicidades, sin que al final de la contienda<br />

un cambio en lo político y en lo económico viniera a tender uno como manto de felicidad y<br />

de bienestar por el cielo oscuro de nuestra República. Salvo un reducido número de personas<br />

que militaban en las filas de los partidos que se discutían el poder y que luchaban por conquistarlo<br />

con la noble ambición de un mejoramiento en todos los ramos de la administración<br />

pública, el resto sólo se debatía a brazo partido, puestas sus miras en sacar provecho de su<br />

labor, si la suerte favorecía con el triunfo al bando de sus simpatías.<br />

Y así veíamos a don Fabriciano Sabelotodo desgañitándose en manifestaciones públicas<br />

y en acaloradas sesiones con el único desinteresado propósito de conquistar con sus<br />

grandes ejecutorias una curul de Senador. a Sisebuto Paniaguado dando en las elecciones,<br />

con pitos y tambores, algunos puñados de pesos nacionales para resarcir sus dádivas, en<br />

triunfando los suyos, con una cartera de Ministro de Hacienda. Al joven Ramiro Chifladura,<br />

cuya única hoja de servicio consiste en su grande ignorancia y no menos grande ambición,<br />

aparentando saberlo todo, idearlo todo, hacerlo todo y zanjarlo todo, con tal de que al fin<br />

de la campaña se le invistiera con los arreos de una Diputación. El general Raimundo Bravo<br />

se comprometía a colaborar con el éxito de la causa, si se le aseguraba el Ministerio de la<br />

Guerra o una Comandancia de armas. El coronel Fuego al Centro, gesticulando y hablando<br />

por los codos, ponía al servicio de la gente honrada todo el arsenal de su prestigio, siempre<br />

que se le diera la Jefatura de una Comandancia aunque fuera imaginaria. Este humildísimo<br />

personaje, Benito tarragosa, modesto como ninguno, se contentaba con poca cosa: Director<br />

de Rentas alcohólicas de San Pedro de Macorís. Esotro, se metía de lleno en el asunto, si se<br />

le aseguraba el nombramiento de administrador de Hacienda. Quien, con más ínfulas que<br />

un mariscal de los tiempos napoleónicos, daba su gente, si le prometían, bajo palabra de<br />

honor, la Gobernación de tal o cual Provincia. El otro, admirador ferviente de las bocamangas<br />

y de los entorchados, se transaba por una Comandancia de Puerto. Y así, sucesivamente,<br />

daba gusto ver a cualquier advenedizo desarrollar a plena luz meridiana la potencia de sus<br />

facultades y ambiciones, vinculadas en un prestigio de cartón y puestas en evidencia en<br />

diferentes ocasiones.<br />

Daba gusto también y hasta cierta compasión risible observar como, regularmente, esos<br />

personajes iban poco a poco descendiendo de la torre de sus gigantescas ambiciones, a medida<br />

que la realidad los iba poniendo sobre la línea de sus irrealizables pretensiones. Entonces<br />

era de ver con la facilidad con que el individuo tal, que soñaba con una Gobernación, venía<br />

a conformarse con ser teniente de la Guardia Republicana; al general cual, que pensaba y<br />

462


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

ansiaba grandes cosas, resignarse a la postre con una simple Inspectoría de Estampillas o<br />

con ser alcaide de la Cárcel, etc., etc.<br />

Ese era, con poquísimas excepciones, el proceso evolutivo de nuestro ideal en la serie<br />

de revoluciones que asolaron el país.<br />

Lo que acaso no me sea a mí posible conseguir con la pluma y que pone de manifiesto<br />

la verdad de lo que vengo relatando, lo dirá al lector con grandiosa elocuencia, el diálogo<br />

que se desarrolla al final de este cuento.<br />

Eran los días subsiguientes al 26 de abril de 1902. Después de grandes preparativos y no<br />

menos grandes afanes, logró la revolución reunir un buen contingente de tropa para enviarla<br />

a la Capital, único baluarte que quedaba del Gobierno del Presidente Jimenes.<br />

Para poder reunir ese contingente de tropas, tuvieron los jefes del movimiento que echar<br />

mano de toda clase de gente: individuos aspirantes a altos y mantecosos empleos, muchos de los<br />

cuales no iban a exponer su vida al capricho de una bala, sino sólo a formar número y a ejercer<br />

presión moral en el ánimo de la tropa; y pobres infelices que, aparte de la insignificante diaria<br />

ración, se conformaban, al fin de la inútil y desastrosa lucha, con una muda y una frazada, como<br />

premio a su cooperación en el triunfo, cuando no, tenían que irse para sus respectivas casas<br />

limpios de polvo y paja, sin volverle a ver la cara a los jefes del movimiento. Infelices, repito,<br />

que cual manada de ovejas, eran llevados al sacrificio sin importarles un ardite las causas y<br />

concausas que motivaban las revoluciones ni tratar mucho menos de averiguarlas.<br />

Con las peripecias propias de esa clase de jornadas habían llegado las tropas a las cercanías<br />

de la Capital. Mientras acampaban en un lugar que no recuerdo se suscitó entre dos<br />

de los revolucionarios el siguiente diálogo:<br />

En cuantico lleguemo a la capitai le vua pedí al viejo un pai de zapato.<br />

—¿Qué es lo que estás diciendo?<br />

—adió, eso que oite: que en cuantico lleguemos a la Capitai le vua pedí un pai de zapato<br />

ai viejo.<br />

El otro, de seguro sospechando algo y que parecía menos carne de cañón, le pregunta:<br />

—¿a qué viejo?<br />

—Unjú, a cuai va sei: ai viejo Jimene.<br />

—Pero si es a ese a quien vamos a tumbar.<br />

—¿Cómo, a ese viejo e que vamo a tumbai?… Po se fuñó Jimene.<br />

MAX HENRÍQUEZ UREÑA<br />

Nació en Santo Domingo el 1 de noviembre de 1885. Hijo de dos grandes figuras intelectuales de<br />

la américa, del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal y de la poetisa Salomé ureña de Henríquez, y<br />

hermano del humanista Pedro Henríquez ureña. no se atuvo a esa gloria y él mismo forjó la suya,<br />

en el cultivo de su brillante inteligencia.<br />

Su obra abarca, pasmosamente, multitud de campos: la poesía, la novela, el cuento, la historia, el<br />

derecho, la oratoria, la crítica literaria, la crítica de arte –música–, el magisterio, y, además, la diplomacia<br />

y la política.<br />

En la literatura narrativa ocupa entre nosotros sitial privilegiado, como lo atestiguan sus Episodios<br />

dominicanos: La Independencia Efímera, 1938; La Conspiración de los Alcarrizos, 1941; El Arzobispo<br />

Valera, 1941; El Ideal de los Trinitarios, 1951; y sus Cuentos insulares, publicados en 1947, que resumen<br />

463


el proceso histórico-político de Cuba, uno de los cuales se incluye en la Antología de Sócrates<br />

nolasco, La Conga se va, que éste considera “cuento cumbre del realismo por la vitalidad, el colorido<br />

y movimiento de muchedumbres”.<br />

De su extensa bibliografía, enriqueciéndose cada día más, baste apuntar aquí, además, Rodó y Rubén<br />

Darío, 1919; El retorno de los galeones, 1930; Los yanquis en Santo Domingo, 1929; Panorama histórico de<br />

la literatura dominicana, 1945; y Breve historia del modernismo, 1954.<br />

El cuento reproducido pertenece al segundo volumen de Cuentos insulares, inédito, y corresponde<br />

a lo que podríamos llamar Cuentos del Parque Colón, que gozó de tanta fama como mentidero de la<br />

política dominicana del pasado.<br />

Borrón y cuenta nueva<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Ya dieron las ocho… ¡ahí va don Melitón!<br />

todas las noches, con precisión cronométrica, lo veían pasar a la misma hora los habituales<br />

usufructuarios de aquel banco situado al centro del Parque Colón, en la vieja ciudad<br />

de Santo Domingo de Guzmán, frente a la estatua que perpetúa la figura del Descubridor<br />

del nuevo Mundo, que con el brazo extendido y el índice recto señala el advenimiento de<br />

la tierra prometida.<br />

Don Melitón cruzaba a pasos lentos por una de las avenidas que forman el marco<br />

cuadrangular del parque. noche a noche recorría ese cuadrilátero unas cuantas veces, y<br />

al cabo de media hora, cumplido ese rito higiénico, se retiraba por una de las esquinas<br />

del parque.<br />

Don Melitón iba siempre solo, callado, como quien obedece a internas cavilaciones.<br />

no era el único paseante que se consagraba a ese ejercicio, pero sí el más puntual y exacto,<br />

pues los demás no hacían gala de igual regularidad, ni llegaban a hora fija, ni eran paseantes<br />

solitarios. Con alguna frecuencia aparecían don Julián y don Fermín; apareados, daban<br />

alguna que otra vuelta al cuadrilátero, y como don Julián era alto y delgado y don Fermín<br />

era grueso y ventrudo, el humorismo criollo los había equiparado al más popular anuncio<br />

de la Emulsión de Scott: antes de usarla y después de usarla. Pero don Julián y don Fermín<br />

solían interrumpir su recorrido para conversar con algún transeúnte. don Melitón, no: cuando<br />

más, aminoraba su marcha si alguien voceaba:<br />

—¡adiós, don Melitón!<br />

—¡Buenas noches!, –contestaba él, volviendo la vista, sin detenerse, hacia el lado de<br />

donde partía el saludo; y seguía su recorrido hasta cumplir la media hora de ejercicio.<br />

El nombre de ese paseante solitario de todas las noches se había ido rodeando de misterioso<br />

prestigio. algunos lo consideraban como un excéntrico; pero, para los más, era un<br />

hombre de superior capacidad e inteligencia, que no gustaba de perder el tiempo en charlas<br />

insustanciales: la talla mental de ese transeúnte ensimismado adquirió de ese modo categoría<br />

excepcional.<br />

La curiosa personalidad de don Melitón era tema frecuente, casi obligado, en todos los<br />

ámbitos del Parque Colón, que a lo largo del tiempo se mantenía como sabroso mentidero<br />

a cuyo influjo se hacían y deshacían reputaciones, se derribaban gobiernos y se fraguaban<br />

juegos florales.<br />

—¿En qué irá pensando don Melitón?, –preguntaba toño, uno de los concurrentes invariables<br />

del banco situado frente a la estatua de Colón.<br />

464


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

—Eso es lo que muchos querrían saber, –apuntaba Gasparito– ¡Qué hombre más raro!<br />

—nada tiene de raro, –terció don Patricio, que en razón de sus años solía hablar en tono<br />

de oráculo ante la que él mismo condescendía en llamar “juventud dorada” —Don Melitón<br />

es un cerebro bien equilibrado, sabio en economía política, experto en los negocios… En<br />

algo serio irá pensando…<br />

—Bueno… Es un agente de negocios… como hay otros; pero nunca he oído decir que<br />

esté metido en grandes empresas…<br />

—Es que él sólo busca negocios seguros y limpios, porque detesta las combinaciones<br />

turbias… no ha hecho gran fortuna, aunque disfruta de cierto bienestar, pero de que sabe,<br />

sabe…<br />

—Mi papá dice que es un verdadero economista, y que ojalá hubiera aquí muchos hombres<br />

como él, –apuntó Fello, otro de los jóvenes para quienes aquel banco era un club.<br />

—Pero no habla con nadie, y siempre va solo…<br />

—¡Claro! –ripostó don Patricio– ¿Con quién va a hablar, si nadie se dedica, como él a<br />

profundos estudios económicos? Recibe las mejores revistas de la materia, tanto de Europa<br />

como de los Estados unidos, y esas son sus lecturas. ¿Con quién las va a comentar?… Yo<br />

apenas lo conozco, porque él es hombre retraído, pero sé lo que vale. Sería un gran Ministro<br />

de Hacienda, pero estoy seguro de que, si le ofrecieran ese cargo, no lo aceptaría, porque no<br />

transige con las indecencias de nuestra política, que están llevando el país a la ruina. Y si<br />

aceptara, tendría que soltar la cartera a las pocas semanas, porque no lo dejarían desarrollar<br />

un plan científico y serio para enderezar nuestras finanzas…<br />

al retirarse toño esa noche, acompañado de Gasparito, que tenía que seguir el mismo<br />

rumbo, se mostró contagiado con el entusiasmo de don Patricio:<br />

—La verdad es, Gasparito, que si tenemos un hombre de esa talla, es una lástima que<br />

no haya un gobierno sensato que lo llame al Ministerio de Hacienda…<br />

Gasparito soltó la carcajada:<br />

—Pamplinas, Toño, pamplinas. Yo no creo en sabios que guardan actitudes de esfinge.<br />

don Patricio lo admira, pero nunca ha cambiado con él más que el saludo; y nadie, que yo<br />

sepa, le ha oído dar una opinión que valga la pena. Le conozco sólo una virtud: saber callar;<br />

pero yo siempre he pensado que los que callan no tienen nada que decir. Ese hombre está<br />

vacío por dentro, no hay quien me quite eso de la cabeza.<br />

—Pero ya oíste que el papá de Fello dice que don Melitón es todo un economista…<br />

—El papá de Fello está cortado con la misma tijera que don Patricio, y no serán pocos los<br />

que estén en su caso. Somos muy impresionables: nos seducen las apariencias; y calificamos<br />

de sabio a un hombre como ése, a quien no es posible atribuir ninguna tontería, porque,<br />

como se calla, no tiene ocasión de decirla.<br />

a la noche siguiente, cuando iban para el parque, toño propuso a Gasparito:<br />

—no está de más que hagamos un sondeo, a ver qué piensa de don Melitón la gente<br />

que viene por aquí todas las noches…<br />

—no es necesario, toño. Como don Patricio hay muchos.<br />

Empezaron los dos su indagatoria, yendo de grupo en grupo y de banco en banco. Sin<br />

discrepancias, sólo oyeron elogios para don Melitón.<br />

—¿Qué tal sería como Ministro de Hacienda? –preguntó Gasparito.<br />

—Estupendo; pero no hay gobierno que lo consiga. don Melitón está muy por encima<br />

de nuestra política…, –decía uno.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Es un hombre superior. Este medio le resulta chiquito…, –afirmaba otro.<br />

—nadie como él para enderezar esto, si lo dejaran…, – reconocían los más.<br />

—ahora mismo, –saltó el de más allá– si ese hombre se decidiera, podría arreglar en un<br />

santiamén la desastrosa situación de nuestras finanzas…<br />

En eso, dadas las ocho, se aproximaba don Melitón, que iniciaba sus vueltas al parque.<br />

Gasparito, acuciado por su espíritu travieso, se decidió a abordarlo, marchando a compás<br />

con él!<br />

—Perdóneme la libertad que me tomo, don Melitón, pero ¿ve usted una solución a la<br />

situación actual de nuestras finanzas?<br />

—¡Ah! ¿Pero es que nosotros tenemos finanzas? –contestó don Melitón sin detenerse–.<br />

Y con una sonrisa escéptica cortó en seco la cuestión.<br />

La pregunta que don Melitón formuló como respuesta a Gasparito circuló rápidamente<br />

por todo el parque y provocó cálidas expresiones de admiración.<br />

—no. Si la verdad es que en cuatro palabras ha dicho más que otros con cien discursos…<br />

—¡Qué seguridad y qué aplomo!<br />

Y don Patricio, atrincherado en su banco predilecto frente a la estatua, no pudo menos<br />

que reincidir, en su perorata de la víspera en loor de don Melitón: no había otro hombre<br />

como ése.<br />

Gasparito no pudo contenerse:<br />

—Dispénseme, don Patricio, pero por más vueltas que doy a lo que dijo, no le encuentro<br />

sentido.<br />

—¿Quieres más?<br />

—Sí, porque eso de que somos un país sin finanzas, que es lo que, en resumen, quiso<br />

apuntar don Melitón, me parece una mentecatada…<br />

—¡Mentecatada! Si esa es la disección más severa que puede hacerse del momento actual…<br />

¡Qué fina ironía!<br />

—Bueno, don Patricio, pero convengamos en que esa ironía es una forma cómoda de<br />

evadir la cuestión que yo planteaba…<br />

II<br />

Pasó el tiempo. Don Melitón seguía dando sus paseos higiénicos, noche a noche. todos<br />

lo veían pasar con respeto. Su frase: “¿pero es que nosotros tenemos finanzas?” corrió fortuna<br />

y se hizo popular. Y un día ocurrió lo que tanto se había predicho: a don Melitón le fue<br />

ofrecida la cartera de Hacienda por un gobierno en bancarrota, y don Melitón la rechazó.<br />

El coro de alabanzas fue unánime:<br />

¿Cómo iba a aceptar eso don Melitón? ¡un hombre de su saber y su prestigio! ¿Qué se<br />

había creído la gente del gobiernito ése? ¡Este don Melitón era mucho Melitón!<br />

Estalló la revolución que venía incubándose hacía rato, y se impuso un cambio de decoraciones<br />

en la administración pública: caído el “gobierno bancarrotero”, como se dio en<br />

llamarlo, se estableció un gobierno provisional que en vano quiso equilibrar el lamentable<br />

estado de la Hacienda. La voz pública proclamaba que el único hombre que podía sanear<br />

el tesoro nacional era don Melitón.<br />

—¡Y esta vez sí que no debe negarse a servir, porque la revolución se ha hecho para<br />

salvar el país! –vociferaban muchos partidarios de la nueva situación política.<br />

—¡Hay que exigirle ese sacrificio! –gritaban otros.<br />

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—¡no le harán caso ni lo dejarán poner en planta sus ideas! –sostenían los del otro bando<br />

político, defensores del gobierno recién caído.<br />

En igual forma estaba dividida la opinión de los llamados “neutrales”, pues, como de<br />

costumbre, había neutrales de un bando y del otro bando, pero, en sustancia, la personalidad<br />

de don Melitón resultaba enaltecida por todos esos comentarios.<br />

Al fin, cediendo a la presión de la opinión pública, el gobierno provisional ofreció a<br />

don Melitón la cartera de Hacienda. Y en medio de la expectación general, don Melitón<br />

aceptó.<br />

Cuando, prestado el juramento de rigor, se encaminaba don Melitón a tomar posesión<br />

de su elevado cargo, no faltaron aplausos y vivas a su paso por las calles; y a la entrada del<br />

Ministerio, donde abigarrado gentío esperaba verlo llegar, un hombre del pueblo se cuadró<br />

frente a él y lanzó un estruendoso “¡Viva el salvador de la Hacienda nacional!”, que fue<br />

coreado en forma delirante por la muchedumbre allí aglomerada.<br />

Don Melitón subió la escalera principal del edificio, guiado diligentemente por el subsecretario<br />

del ramo, e hizo su entrada en el salón que desde aquel momento iba a ser su despacho<br />

ministerial. De pie frente al escritorio que le estaba reservado, ordenó a los conserjes que<br />

hicieran pasar el personal del Ministerio. Y cuando el salón se vio repleto de funcionarios y<br />

empleados, mientras en los pasillos inmediatos se apretujaba compacta muchedumbre de<br />

curiosos, dijo secamente:<br />

—Las palabras sobran. Desde este momento empezamos a trabajar, que es lo que hace<br />

falta; pero antes quiero que el Contador general de Hacienda me resuma brevemente cuál<br />

es el estado del tesoro público.<br />

El Contador, veterano en esas lides, avezado a situaciones semejantes, pues había servido<br />

en el mismo puesto a doce gobiernos en continuo déficit, insinuó:<br />

—Señor Ministro, nuestro déficit es ya proverbial. El Estado debe…<br />

Don Melitón no lo dejó continuar:<br />

—¿El Estado debe? ¡Malo! Y si el mal es endémico, peor. ¡El Estado no debe deber!<br />

un trueno de aplausos coronó esas palabras. Del público amontonado en los pasillos<br />

brotaron voces exaltadas:<br />

—¡Este sí que es un gallo de pelea! ¡El Estado no debe deber! ¡Qué elocuencia! Esa frase es<br />

un monumento!… ¡El Estado no debe deber! ¡Qué turpén!… ¡El Estado no debe deber!<br />

Y la categórica sentencia de don Melitón seguía repitiéndose de boca en boca.<br />

Calmada esa tumultuaria demostración de entusiasmo, don Melitón agregó:<br />

—¡El Estado no debe deber! he dicho y lo repito. Y para conjurar la situación reinante,<br />

desde hoy pagaremos al día los gastos presupuestales, y lo atrasado lo arreglaremos más<br />

adelante. Queda terminada la reunión.<br />

Gasparito, que estaba en los pasillos en unión de don Patricio y toño, no pudo menos<br />

que exclamar en alta voz:<br />

—¡Este es un Ministro de borrón y cuenta nueva!<br />

—Cállate, muchacho! le recomendó don Patricio; pero, merced a la veleidad característica<br />

del público callejero, la frase de Gasparito encontró, como antes la de don Melitón, quienes<br />

la repitieran con fruición, mientras el gentío abandonaba el edificio.<br />

—¡Borrón y cuenta nueva! ¡valiente panacea! ¡Borrón y cuenta nueva!<br />

Esa noche, don Patricio creyó de su deber echar en cara a Gasparito su actitud de burla<br />

y sarcasmo para con el gran economista que había de salvar el país de la bancarrota.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Si es así, don Patricio, –contestó Gasparito,– esperamos el resultado de la política<br />

económica que él anuncia. Pero yo no veo salvación ninguna en el hecho de convertir en<br />

deuda flotante el déficit existente, porque eso y no otra cosa es lo que anunció don Melitón<br />

como medida salvadora. don Melitón va derechamente al fracaso. al segundo mes no podrá<br />

pagar al día los sueldos y gastos del presupuesto. El déficit continuará y aumentará.<br />

—¿Cómo te atreves a sostener eso?<br />

—Porque el déficit no podrá desaparecer si no se suprimen las causas y concausas que lo<br />

han provocado. Se impone una revisión integral de nuestro sistema tributario y de nuestras<br />

erogaciones presupuestales…<br />

—¿Y tú crees que don Melitón no tiene en cuenta todo eso en el plan regenerador que<br />

anuncia para nuestra Hacienda?<br />

—no lo creo. don Melitón gozará de un triunfo ilusorio cuando, a últimos de este mes,<br />

pague con puntualidad los sueldos, pero no podrá cubrir totalmente los gastos y a la vuelta<br />

de un par de semanas un nuevo déficit se habrá acumulado. No creo en la política simplista<br />

de don Melitón, que pasará a la historia como el Ministro del borrón y cuenta nueva, y no<br />

me arrepiento de haber sido el que lo bautizó así.<br />

III<br />

Dos meses después presentó su renuncia don Melitón.<br />

—Se va Borrón y cuenta nueva, y deja un déficit mayor que el que encontró. ¡Qué fracaso!<br />

–tal era el comentario callejero.<br />

Pero esas críticas fueron ateniéndose a poco. Las fuerzas de oposición tomaron pie en<br />

la renuncia de don Melitón para atacar al régimen existente.<br />

—¡no lo han dejado desarrollar su plan de regeneración económica! Sólo estorbos encontró<br />

en su camino. Con un gobierno así cualquier hombre superior tenía que fracasar.<br />

Don Melitón seguía dando vueltas al parque, con la cabeza más erguida que nunca. En<br />

el andar de los días, su personalidad crecía en estatura, en vez de disminuir. La reacción a<br />

su favor ganaba terreno. Era un incomprendido a quien las malas artes de la política habían<br />

empujado al fracaso.<br />

Lo que se ha hecho con este hombre es inicuo, –aseguraba don Patricio,– y tu, Gasparito,<br />

has contribuido a ello asignándole el mote de “Borrón y cuenta nueva”. Le exigen el sacrificio<br />

de su tranquilidad, y no lo dejan hacer nada. Porque eso de “Borrón y cuenta nueva” no es<br />

más que una irreverencia tuya, Gasparito. don Melitón tenía y tiene miras muy elevadas, y<br />

sabía lo que había que hacer. ahí están sus proyectos de decreto, que no aceptó el Consejo de<br />

Ministros, porque a toda idea suya le ponían reparos. Pero el hombre está ahí, y no podrá negarse<br />

mañana a un nuevo sacrificio en aras de la patria… Hay derrotas que son triunfos…<br />

Gasparito optó por callar. Comprendía que don Patricio era el eco del sentir popular,<br />

y que toda objeción era inútil. Por singular paradoja, el hombre de los paseos solitarios<br />

alrededor del Parque Colón se agigantaba con el tiempo. don Melitón era ya el símbolo de<br />

una aspiración nunca satisfecha. El pueblo no se resignaba a dar por fallidas sus esperanzas<br />

de buen gobierno. Equivocado muchas veces con otros hombres a lo largo de la historia, se<br />

aferraba a esta nueva ilusión como un náufrago que cree encontrar en un débil madero su<br />

tabla de salvación.<br />

Días después comentaron los periódicos, con grandes elogios, unas declaraciones que<br />

un reportero arrancó a don Melitón en uno de sus paseos por el parque:<br />

468


—Confieso que me equivoqué, –dijo don Melitón–. No basta con llevar a cabo una reforma<br />

en nuestra Hacienda. El país lo que necesita es una reorganización integral. Sí, esa es<br />

la palabra: in-te-gral… así como suena…<br />

—¿Sabes lo que quiere decir eso? –preguntó Gasparito a toño–. Que don Melitón trueca<br />

su papel de economista por el de estadista. Las aspiraciones que ha venido rumiando para<br />

sus adentros en tantos años de dar vueltas al Parque Colón, son ahora más altas. Y como el<br />

pueblo se ha dejado embaucar por ese hombre que sabe cultivar el arte de no hablar o de<br />

hablar poco, ya lo veremos, uno de estos días, en la Presidencia de la República…<br />

AGUSTÍN AYBAR<br />

El celebrado cronista santiagués agustín aybar nació en Sabaneta el 3 de abril de 1902 y murió en<br />

Santiago el 24 de mayo de 1959. Hijo de Francisco aybar y de Mercedes Diez.<br />

Desde temprano aficionado al cuento, publicó en 1922 Gotas de tragedia, en que recogió ocho breves cuentos<br />

de relativo mérito. Más tarde, en 1932, publicó su obra Pencas de palma, episodios de la intervención<br />

norteamericana, cuentos criollos y charlas políticas, a las que pertenece la charla que se reproduce en<br />

este libro. también dio a la luz Minutos, Ensayos humorísticos, en Santiago, sin indicación de año.<br />

aybar usaba, en la prensa de Santiago, el seudónimo de Parlero.<br />

Sor de Moca…<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

Dice un adagio que “a cada puerco le llega su San Martín” o que “a cada santo le toca<br />

su día”.<br />

Y así es en todos los órdenes.<br />

nadie debe reírse de la desgracia de nadie, porque nadie sabe cuándo le toca al otro<br />

reírse del que de él se ríe ahora.<br />

Lo mismo:<br />

nadie en la desgracia se desespere por la felicidad de otro, porque no se sabe cuándo<br />

el feliz de ahora, debatiéndose en medio de la desgracia tendrá que envidiar al que por<br />

desgraciado despreció ayer.<br />

Eso no es más que filosofía, impepinable.<br />

Porque así ha sido, es y sigue siendo.<br />

En la política ocurre lo mismo que ocurre en todo los órdenes de la vida.<br />

al que ayer vimos orondamente pasear en la cima del bienestar político, hoy lo vemos,<br />

cabizbajo, astroso, lacrimoso y acobardado, caminando de prisa y como quien teme a las<br />

miradas de los demás.<br />

Y viceversa:<br />

El que ayer fue un derrotado en todos los órdenes, el que ayer no tenía que comer, ni<br />

qué vestir, y que tenía que ir por las calles pidiendo cigarrillos, con el calzado muriéndose<br />

de risa y enseñando como lengua el dedo grande del pie, ahora lo vemos en carro “pescuezo<br />

largo”, y teniendo en sus manos, aún flácidas y temblorosas por las miserias pasadas, todos<br />

los medios del buen vivir.<br />

Por eso es que se dice, en medio de todas las desgracias, la gran frase del optimismo:<br />

“no hay que apurarse” agregando aquella gran exclamación: ¡quién sabe!…<br />

469


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Los pueblos, por ejemplo, se quejan muchas veces de los gobiernos que los han tenido<br />

en completo abandono mientras otros han sido objeto de todas las atenciones oficiales.<br />

Por ejemplo, en el gobierno de Horacio Vásquez, Moca y San José de las Matas fueron<br />

pueblos favoritos.<br />

Para Moca y para San José de las Matas hubo de todo. El tren de empleados públicos<br />

era en su mayoría mocano y para San José de las Matas hubo todo el adelanto apetecible<br />

para una aldea de su categoría.<br />

Los mocanos llenaban todas las oficinas públicas de la Capital y gran parte de las otras<br />

ciudades.<br />

De ahí que no había mejor recomendación para adquirir un destino público, que repetir<br />

la célebre frase: Sor de Moca.<br />

nos recordamos de que una vez desembarcó en Santo Domingo un vegano que había<br />

pasado más de seis años en el extranjero.<br />

al llegar y encontrarse con tantos mocanos, en el muelle, en el hotel, en el restorán, en<br />

el parque Colón, en el teatro, y como todos eran viejos conocidos suyos, y como el recién<br />

llegado ignoraba que se trataba de un gobierno favorable a los mocanos, llegó un momento<br />

en que dudaba de encontrarse en la Capital, y para salir de su duda le preguntó a uno:<br />

—”oye viejo, y perdona, pero como tú sabes, uno se va al extranjero y cuando vuelve<br />

lo halla todo cambiado, así es que tú me vas a hacer el favor de decirme si la Capital la<br />

mudaron a Moca”.<br />

Y el preguntado fue más ocurrente porque contestó:<br />

—”no, lo que pasa es que a Moca la mudaron para la Capital”.<br />

Y así las cosas, hasta que cayó Horacio Vásquez.<br />

Con la ida de Fellito Estrella ureña al poder, le llegó a Santiago su San Martín, o sea, le<br />

tocó su día.<br />

ahora los santiagueros están en alza. La Capital fue desalojada por los mocanos para<br />

dejarles el puesto a los santiagueros y por todos los confines de la República está la semilla<br />

del santiaguerismo regada. “Sor de Santiago” es ahora la frase victoriosa.<br />

Pero como los navarreteros no son ningunos tontos, y como ellos también son santiagueses,<br />

puesto que también ellos son de Santiago, tienen perfecto derecho a reclamar su<br />

parte.<br />

Y a ellos les ha tocado la Policía Municipal y el Cuerpo de Serenos de esta ciudad.<br />

Para ser policía o para ser sereno, no hay nada más efectivo que decir:<br />

—”Yo taba con la revolución, poique como yo no soy má que Fellito Etrella, y ademá,<br />

como yo sor de navarrete”…<br />

—¿usted es de navarrete?<br />

—¡Qué si soy… Mi papá e de Barrancón, mi mamá e de Pontón, yo nací en Elaguacate<br />

y mi padrino son del mismo pueblo e navarrete…<br />

adió, si usted quié sabei má detalle, pregúnteselo a Juan Caridá y a Cholo, que son<br />

mismamente como familia mía…<br />

—no hay que hablar más; Secretario, anote a éste para sereno… porque es del campo,<br />

si hubiera nacido en el pueblo, fuera policía.<br />

uno que oyó ese detalle, alegó: yo nací frente a frente a la iglesia y me crié, como quien<br />

dice, en la tienda de don Ricaido Canaida y na meno don Elía, que en pa descanse, jue mi<br />

padrino, por eso era que mi papá y él eran compadre e sacramento…<br />

470


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | CuEntoS DE PoLítICa CRIoLLa<br />

—no hable más… ¿Cómo se llama usted?<br />

—Yo …¿yo mismo?…<br />

—Sí, usted mismo…<br />

—Yo me ñamo Cayetano e la Cruz, pero a mí como me conocen en to navarrete e como<br />

tano… Pué preguntáiselo a Juan Caridá…<br />

—Secretario, anote a ese hombre como sargento primero…<br />

471


n o. 32<br />

Juan BoSCH<br />

MÁS CuEntoS ESCRItoS<br />

En EL EXILIo


Todo un hombre<br />

MÁS CuEntoS<br />

ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Yeyo va a explicar su caso. tiene gestos parcos y voz sin importancia. La gente se<br />

asombra de verle tan humilde. Es de cuerpo mediano, de manos gruesas y cortas, de ojos<br />

dulces. La verdad es que parece avergonzado de la importancia que le da el público. El juez<br />

le mira con fijeza y la gente se agolpa y se pone de pie. Yeyo está contando su caso con una<br />

tranquilidad desconcertante.<br />

Él había oído hablar de Vicente Rosa, claro. En la región nadie ignoraba su fama; además,<br />

lo había visto con frecuencia. Vicente Rosa era lo que muchos llaman un hombre de sangre<br />

pesada. ¿antipático? no; a él, Yeyo, no le caían los hombres ni mal ni bien; cada uno es<br />

como es y eso no tiene remedio. Pero si le preguntaran qué clase de hombre le parecía ser<br />

Vicente Rosa diría que un abusador. Cuando estaban construyendo la carretera de Jima<br />

le dieron a Vicente un cargo de capataz y estableció una casa de juego. Los peones, campesinos<br />

ignorantes, muchos de ellos haitianos, perdían allí el escaso jornal; después caían<br />

desfallecidos de hambre sobre el camino que construían, y Vicente los arreaba a planazos.<br />

un día los infelices se negaron a seguir siendo explotados. ¡Mala idea! Vicente montó en<br />

cólera y empezó a repartir machetazos. algunos quisieron defenderse, pero aquel hombre<br />

era un torbellino. abrió cráneos, tumbó brazos, seguido de los seis o siete amigos que les<br />

salen siempre a tales fieras, y entre alaridos de mujeres y de niños echaba por tierra los<br />

bohíos y les prendía fuego. Hasta los montes vecinos persiguió a los aterrorizados peones,<br />

y después se las arregló tan bien con la gente del pueblo que hasta presos fueron algunos<br />

de los perseguidos. Siempre sucede igual, claro, y también le parecía a Yeyo que tal cosa<br />

no tiene remedio.<br />

Lo malo estuvo en que Vicente Rosa abusó de su fama de guapo. En la gallera nadie se<br />

atrevía a cobrarle si perdía, y cuando entraba en una pulpería el pulpero rogaba a Dios que se<br />

fuera pronto. Lo mismo si estaba una hora que si estaba diez bebiendo, decía tranquilamente<br />

que le apuntaran lo que fuera y nunca se acordaba de la deuda. En las fiestas les quitaba a<br />

los hombres las parejas sin decir palabra… un hombre sangrudo, lo que se dice sangrudo.<br />

El caso con Yeyo ocurrió así:<br />

Por las vueltas de Pino arriba vivía Eleodora. toda la gente que llenaba la sala del tribunal<br />

vio a Eleodora. Bajo el pelo de brillante negrura mostraba la frente trigueña; después,<br />

las cejas finas, los ojos pequeños, y la nariz y la boca. ¡Qué boca, Dios! Sonrió dos veces y la<br />

gente se moría porque lo hiciera de nuevo. Era menuda, de labios carnosos y dientes macizos.<br />

Cuando el juez le ordenó levantarse para jurar, muchos hombres la miraron alelados. ¡Eso<br />

sí era mujer! Eleodora miraba a Yeyo con simpatía y la gente no quería admitir que hubiera<br />

algo entre dos seres tan distintos.<br />

Yeyo era muy firme hablando. El juez preguntó:<br />

—¿Estaba usted enamorado de la joven?<br />

—Me gustaba –dijo resueltamente.<br />

—Yo le pregunto a usted si estaba enamorado.<br />

—Eso de enamorarse no es asina, señor. a uno le gusta lo bonito, pero enamorarse viene<br />

de adentro y asigún las condiciones de la mujer. tal ve andaba por enamorarme… no se lo<br />

475


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

puedo asegurar, pero si el señor me lo permite le diré que lo que pasó hubiera pasao manque<br />

ella hubiera sido vieja y fea.<br />

Descontando todos los circunloquios de la tramoya judicial, el caso puede sintetizarse<br />

así: Vicente Rosa, con su fama de guapo y sus ojos atravesados, estaba un día dándose tragos<br />

en la pulpería de apolunio torres, y allí mismo, sentado sobre una pila de aparejos, fumaba<br />

pacíficamente su cachimbo Yeyo Ramírez. Por dos veces estuvo Vicente mirándole con sorna.<br />

Yeyo, tranquilo, indiferente, le devolvía las miradas. Parece que Vicente perdió los estribos.<br />

ordenó un trago de cuatro dedos y se dirigió con él hacia Yeyo.<br />

—¡Beba, decolorío! –ordenó.<br />

El joven no movió un músculo. Simplemente respondió:<br />

—no bebo, amigo.<br />

—¡Beba, le digo! –tronó el guapo.<br />

—Le he dicho que no bebo.<br />

—¡Beba! ¿o no sabe quién le habla?<br />

—Sí, yo lo sé; usté es Vicente Rosa, pero yo no bebo.<br />

Los tres o cuatro hombres que estaban en la pulpería se apresuraron a intervenir. un<br />

viejo negro explicó:<br />

—no puede, amigo; ta enfermo.<br />

Yeyo rectificó fríamente:<br />

—unq unq, no toy enfermo na. Lo que pasa es que no me da la gana de complacer al<br />

amigo.<br />

Vicente Rosa hizo ademán de irle arriba, pero se le echaron encima los demás y lo contuvieron.<br />

tenía los ojos fulgurantes como candelas y soplaba como animal.<br />

—Váyase, Yeyo –rogaba el viejo negro.<br />

—no puedo –explicaba Yeyo–, porque ta al caer una jarina y si me mojo me da catarro.<br />

Hecho un ciclón, Vicente Rosa luchaba por desasirse de los otros, y hacía temblar toda<br />

la pulpería.<br />

—aquiétese, Vicente, aquiétese –suplicaba el pulpero.<br />

Sólo Yeyo estaba tranquilo allí. Seguía fumando con escalofriante serenidad y sus ojos<br />

dulces parecían ver el tumulto desde lejos. Por segundos volvía la mirada hacia el camino real,<br />

como si no tuviera que ver nada con lo que sucedía. Las lejanas lomas presagiaban agua.<br />

—Vea que viene gente, Vicente –dijo el pulpero.<br />

Y en efecto, llegó gente. al ver la brega Eleodora se detuvo un instante, pero en seguida<br />

alzó la voz para pedir media libra de azúcar y un centavo de jabón, y esa voz, que parecía<br />

un canto de ruiseñor, aplacó la reyerta. Fue un toque mágico. Vicente Rosa abrió la boca y<br />

desendureció los ojos. La muchacha, cortada, se volvió a Yeyo. Había percibido el ambiente<br />

de violenta admiración que había estallado a su presencia y parecía avergonzada.<br />

Yeyo se levantó y se dirigió a ella.<br />

—¿Ha visto? Ya empezó la jarina.<br />

La muchacha se lamentó:<br />

—anda la porra, dique llover agora–. Y miró hacia el camino.<br />

El que no queso ver la llovizna fue Vicente Rosa. ni se movía ni hablaba ni parecía recordar<br />

su reciente furia. Eleodora se puso de espaldas al mostrador. En el inicio de sonrisa<br />

que le llenaba el rostro de gracia se le veía el placer que le daba tanta admiración, aunque<br />

pareciera estar solamente interesada en el leve caer de la llovizna que iba haciendo brillar las<br />

476


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

yerbas y que empezaba a engrosar imperceptiblemente, cubriendo en la distancia la masa<br />

negruzca de las lomas.<br />

De súbito aquella calma se rompió con unos pasos felinos de Vicente Rosa. Sus ojos<br />

volvieron a tener el brillo de antes y su boca volvió a mostrar el mismo gesto desdeñoso.<br />

Echó el cuerpo sobre el mostrador, mientras Eleodora simulaba estar tranquila. Vicente Rosa<br />

se le acercó más. Eleodora hizo un movimiento inapreciable, rehuyendo al hombre, y cruzó<br />

los brazos. Poco a poco su cara iba haciéndose pálida y dura.<br />

Con una insultante sonrisa de media cara, Vicente Rosa preguntó:<br />

—¿Cómo te llamas, lindura?<br />

—Eleodora –contestó ella secamente.<br />

—tú vas a ser mujer mía –aseguró él.<br />

Ella le cortó de arriba abajo con una mirada relampagueante y se apartó más. Entonces<br />

Vicente Rosa levantó una mano y la asió por la muñera. La muchacha se revolvió y empezó<br />

a injuriarle. Yeyo Ramírez puso el cachimbo en el mostrador.<br />

—Suéltela, amigo –dijo con voz serena.<br />

Vicente soltó una palabra gruesa y se le fue encima a Yeyo. Pero Yeyo no esperó el ataque.<br />

Del mostrador, sin que nadie supiera cuándo, tomó la botella de ron con que el pulpero<br />

servía a Vicente. Los hombres corrieron, dando voces, a meterse entre los dos, y Eleodora<br />

lanzó un grito al ver la botella hecha pedazos y la sangre salir a chorros. Vicente Rosa quiso<br />

levantarse y sacar el cuchillo que llevaba a la cintura, pero Yeyo le sujetó el brazo, se lo torció<br />

hasta hacerle soltar el arma y después le pegó con el pie en la cara. El pulpero se llevaba las<br />

manos a la cabeza. Yeyo se volvió a la muchacha. Estaba un poco pálido, pero la voz no se<br />

le había alterado.<br />

—Venga, que la voy a llevar a su casa –dijo.<br />

La sentía temblar a su lado y veía gente correr hacia la pulpería. Cuando llegaba a la<br />

puerta del bohío de Eleodora, dijo:<br />

—anda… Se me quedó el cachimbo en la pulpería. Déjame dir a buscarlo.<br />

Eleodora estaba tan asustada que no trató de impedirlo.<br />

Cuando los pocos amigos de Yeyo se enteraron de lo que había pasado, se presentaron<br />

en su casa. Yeyo vivía solo. tenía un conuquito bien cuidado que desde el mismo bohío<br />

iba en suave pendiente hasta las orillas del arroyo. aislado en aquel campo de viviendas<br />

desperdigadas, forjaba su vivir pacientemente, sin meterse con nadie. un compadre suyo<br />

quiso dormir con él esa noche.<br />

—no me ofenda, compadre –dijo secamente.<br />

El compadre se fue cuando ya la noche confundía los árboles y las piedras, las alambradas<br />

y el camino.<br />

Yeyo no se durmió en seguida. apagó la luz y estuvo fumando su cachimbo y pensando en<br />

lo ocurrido. Recordaba fijamente cada movimiento de Vicente Rosa, y recordaba también, no<br />

sabía por qué, el caballito que tenía estampado la etiqueta del ron. Percibió un aire fresco.<br />

—Qué calamidá –se dijo–, presentarse tiempo de agua con el arroz madurando.<br />

El aire indicaba que la lluvia seguiría. Había llovido hasta medio día, pero después paró<br />

de llover y el agua caída apenas reblandeció los caminos.<br />

no le daba sueño a Yeyo. ¿Le gustaba Eleodora? Sí, le gustaba. ahora, que para casarse…<br />

eso había que verlo. El sospechaba que a la muchacha le agradaba más de la cuenta que los<br />

hombres la galantearan.<br />

477


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Los amigos decían que Vicente Rosa iba a cobrarse la herida. Bueno, que lo hiciera. a<br />

él no le preocupaba eso gran cosa. Le molestó un poco darse cuenta de que estaba atento<br />

a los rumores de afuera. El silencio del campo, sostenido bajo el pausado ronronear de la<br />

brisa, hacía que la noche fuera grande e impresionante. acaso tremolaban las hojas de un<br />

mango, tal vez una yagua vieja del techo se levantaba y tornaba a caer. El oído de Yeyo sabía<br />

distinguir cada ruido. Dejó de fumar, golpeó el cachimbo contra la palma de una mano, se<br />

puso de lado y se cubrió lo mejor que pudo.<br />

El sueño empezó a llegar lentamente. al principio era como una remota sordera<br />

que apagaba los rumores más fuertes al tiempo que hacía perder la noción de ciertas<br />

partes del cuerpo; después el mundo fue reduciéndose, haciéndose más pequeño, más<br />

diminuto, hasta que llegó el momento en que los ruidos de afuera, el frío, la aspereza<br />

del catre, se esfumaron del todo. Pero todavía quedaba un punto imperceptible, una<br />

línea inapreciable, que duraría menos que todo lo que puede medirse. Iba a pasar ya<br />

al sueño completo. Y ahí fue cuando Yeyo alzó de golpe la cabeza. Había oído pasos.<br />

Sonaban apagados y lentos, pero eran pasos. Yeyo aguzó su atención. Se oían unas<br />

voces casi no dichas. Le pareció que alguien recomendaba irse por detrás del bohío.<br />

Creyó oír que decían:<br />

—Yo me quedo aquí.<br />

—Vicente Rosa –dijo Yeyo, en un susurro.<br />

Con extraordinario sigilo, cuidándose de que el catre no hiciera ruido, se fue echando<br />

afuera y le parecía que nunca iba a lograrlo. De la silla cogió la ropa y sujetó el cinturón por<br />

la hebilla, para que no sonara; después se puso la camisa, pero sin abotonarse. todavía tuvo<br />

tiempo de llevarse el sombrero a la cabeza, pues se preparaba como si fuera a salir. andaba<br />

buscando a tientas el cuchillo sobre la silla cuando llamó una voz desconocida:<br />

—¡Yeyo, Yeyo, alevántese!<br />

no respondió. aún no daba con el cuchillo. La voz sonaba por un lado del bohío. ¿Quién<br />

sería ese perro? algún amigote de Vicente Rosa. Y Vicente Rosa debía estar en la puerta,<br />

acechando que él saliera para asesinarlo.<br />

—¡Yeyo, Yeyo, alevántese!<br />

Buscaba aún. Iba a ponerse nervioso. Lo mejor era desentenderse de todo y hacer luz,<br />

qué caray. De todas maneras iban a matarlo. Le había llegado su hora; eso era todo. Pero<br />

en ese momento, cuando ya estaba buscando en el bolsillo del pantalón la caja de fósforos,<br />

recordó que había puesto el cuchillo en el catre, bajo la almohada.<br />

La voz llamó de nuevo. ¿Quién sería el condenado ése?<br />

Yeyo se pegó a la pared, y con pasos cuidadosos se arrimó a la puerta; después, empleando<br />

la mano izquierda, fue levantando la aldaba sin que se produjera el menor sonido;<br />

y de golpe abrió la puerta y avanzó.<br />

—Vide una sombra –explica– y le metí el cuchillo. asina fue el asunto.<br />

La gente alza la cabeza para ver el rostro de Yeyo. Él no dice una palabra más y el silencio<br />

de la sala se hace palpable. El juez levanta la mirada.<br />

—Dígame, acusado: ¿por qué sabiendo usted que quien estaba en la puerta era Vicente<br />

Rosa, y que iba a matarlo, no se quedó en su catre, con lo cual hubiera podido evitarse la<br />

tragedia?<br />

Yeyo pone cara de persona que no entiende, y mira en redondo hacia el público, como<br />

buscando que alguien le explique tan extraña pregunta.<br />

478


—Le he preguntado –insiste el juez– ¿por qué no se quedó acostado, con lo cual se hubiera<br />

evitado la tragedia?<br />

Yeyo parece comprender entonces. tranquilo, con su voz dulce y sus ojos inocentes, se<br />

vuelve hacia el magistrado y dice:<br />

—Porque cuando a uno van a llamarlo a su casa, manque uno sepa que es pa matarlo,<br />

su deber ta en atender al que lo llama.<br />

Fragata<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

La resolución de Fragata fue tan sorprendente que hasta doña ana se sintió conmovida.<br />

Doña ana no dijo media palabra, pero se mantuvo en la puerta, pálida e inmóvil, hasta que<br />

Fragata desapareció por la esquina balanceando su enorme cuerpo.<br />

La muchacha había llegado hacía un mes. Mucha gente la vio entrar en la callecita, caminando<br />

junto a una carreta que llevaba muebles y litografías de imágenes religiosas, pero<br />

a ninguna se le ocurrió pensar que iba a vivir allí. Era una criatura tan extraña, tan gorda,<br />

tan fea, y llevaba la cara tan pintarrajeada, que la gente pensó –vaya usted a saber por qué–<br />

que iba a seguir de largo, buscando el camino de Pontón. Por esa causa fue mayúsculo el<br />

asombro cuando a una voz suya el carretero detuvo el mulo frente a doña ana, en la puerta<br />

de una casucha vacía que estaba desalquilada desde mucho tiempo atrás.<br />

algunos vecinos se detuvieron a observar. La muchacha buscó en su cartera una llave y<br />

abrió el candado. Durante unos minutos pareció registrar adentro; después salió y empezó<br />

a dar órdenes al carretero. Jamás, desde que existía aquella callecita, se había oído por allí<br />

una voz tan estentórea.<br />

El lugar era pobre. Excepto la de doña ana, la de don Pedrito y alguna más, las casas<br />

eran bohíos. La calle nunca había sido arreglada. Se acumulaban allí, confundidas, tierra,<br />

yerba y piedras, y cuando llovía se formaban lodazales. Pero esa misma miseria daba al sitio<br />

un aspecto austero, al que contribuía la falta de pintura en los frentes de las viviendas. La<br />

gente no se sentía a disgusto, porque, como decían a menudo los vecinos, aunque la calle no<br />

era vistosa, las personas eran decentes. Siempre había sido así, hasta que llegó Fragata.<br />

al escándalo que hacía ésta dando órdenes al carretero, se asomó doña ana a la puerta.<br />

Quedó confundida y en el acto se sintió molesta. Don Pedrito, un viejo comerciante retirado,<br />

de esos que llevan siempre las manos a la espalda, se acercó con ánimo de comentar.<br />

—tiene todo el aspecto de una fragata, ¿verdad, señora? –dijo don Pedrito.<br />

Doña ana, que no encontraba en quién descargar su disgusto, le dio por toda respuesta<br />

una mirada fulminante y no puso atención en el símil; ello no fue obstáculo para que éste tuviera<br />

éxito, pues a poco la muchacha gorda fue conocida de chicos y grandes por Fragata.<br />

Fragata era enorme, y lo parecía más porque vestía trajes transparentes de colores claros,<br />

que la hacían ridícula. tenía una cara de facciones groseras y causaba malestar vérsela tanto<br />

y tan mal pintada. a veces se ponía en la cabeza lazos de cintas, como si hubiera sido una<br />

niña de pocos años. Caminaba abriendo las piernas y balanceando dos brazos cortos, pero<br />

gruesos hasta lo increíble.<br />

Desde el día de su llegada empezaron a visitarla los tipos más raros y a la segunda<br />

noche hubo escándalo en su casa. La pequeña calle dormía ya cuando se oyeron gritos,<br />

maldiciones y carreras. a la mañana siguiente, acompañada de un policía al que hacía reír<br />

con lo que le iba diciendo, Fragata apareció en la esquina con la cabeza vendada. a un<br />

479


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

hombre que pasaba se le ocurrió hacer un chiste a costa de ella, y sin respetar la presencia<br />

del policía, Fragata empezó a insultarlo a grito pelado.<br />

a partir de ese día doña ana inició la ofensiva sobre su marido.<br />

—Esto es insoportable –le decía–. Mira lo que hemos ganado por venir a vivir a semejante<br />

barrio. ¡Bonito ejemplo para los niños!<br />

Los niños, sin embargo, no comprendían nada. Fragata era una diversión para todos los<br />

de la calle. así, grande y gorda como era, se ponía a jugar con los pequeños, a perseguirlos y<br />

gritarles palabras extrañas, que parecían sucias, pero que estaban matizadas de una ternura<br />

conmovedora. Corría tras los muchachos, llamándolos por los nombres más raros y tirándoles<br />

piedras. Se reía a carcajadas con ellos y cuando alcanzaba a alguno se ponía a estrujarlo, a<br />

besarlo, tirada en pleno polvo de la calle aun cuando su traje estuviera acabado de planchar.<br />

Esto ocurría sobre todo de tarde, cuando el silencio era tal que la risa de Fragata podía oírse<br />

en los dos extremos de la calleja.<br />

De noche empezaban a llegar a la casa de Fragata hombres que iban de otros barrios,<br />

mandaban buscar ron a la pulpería de doña negra y armaban escándalos. Muchas veces la<br />

muchacha se emborrachaba y salía a la puerta gritando obscenidades. una de esas noches insultó<br />

a don ojito, venerable de una logia, que vivía tres casas más abajo de la de doña ana.<br />

Los sábados en la tarde Fragata se ponía su mejor ropa, algún traje lleno de arandelas y<br />

cintajos, y sacaba una silla a la acera y se sentaba allí muy circunspecta. al mismo tiempo,<br />

nadie sabía por qué, las tardes de los sábados era cuando Fragata resultaba más agresiva,<br />

pues a la menor provocación respondía con sus peores insultos. ocurrió muchas veces que<br />

estando en un cambio de palabrotas, la muchacha saliera corriendo después de haber cambiado<br />

súbitamente su cara feroz en un rostro lleno de alegría. Era que Fragata había visto a<br />

un niño y se había olvidado de todo. Entonces parecía diferente; sus ojos brillaban con una<br />

luz resplandeciente y se le advertía una especie de ausencia por todo lo que no fuera el niño.<br />

a veces recorría la callecita jugando como si no hubiera tenido más de siete años. En muchas<br />

ocasiones, tras haber perseguido a un muchacho, volvía a su casa y hallaba algún amigo<br />

esperándola; entonces se metía con él en sus habitaciones, volvía para cerrar la puerta de la<br />

calle y se quedaba adentro hasta que se la veía de nuevo despidiendo al visitante.<br />

Los vecinos vivían escandalizados. Iban a comentar el asunto con doña ana y aseguraban,<br />

muy serios, que eso no podía seguir. Doña ana comentaba:<br />

—Le dije muchas veces a Pepe que no me trajera a vivir en un barrio como éste.<br />

—Pues mire, doña, que este lugar fue siempre muy pobre, pero muy decente –explicaba<br />

alguna vecina.<br />

—no lo digo por ustedes –enmendaba doña ana– sino porque a las orillas se lanza gente<br />

de mal vivir. Miren el ejemplo ahí.<br />

“ahí” era Fragata. En ocasiones doña ana quedaba mal al señalarla, porque muchas<br />

veces la muchacha parecía transformada, convertida de súbito en un ser angustiado y digno<br />

de compasión. Se la veía caminar por la acera de su casucha, con las manos enlazadas en<br />

la espalda y la cabeza baja, y durante horas enteras permanecía silenciosa, sin responder<br />

siquiera a las provocaciones de los hombres que pasaban. En ocasiones entraba y se lanzaba<br />

sobre su cama a sollozar; otras veces cerraba la puerta y se iba, nadie sabía adónde, para<br />

retornar al día siguiente o dos días después.<br />

una tarde don Pedrito le contó a don Pepe algo extraño. Dijo que cierto conocido suyo<br />

había dormido en la casa de Fragata y a media noche la muchacha se levantó y empezó a<br />

480


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

pegarle y a insultarle. “¡Vete de aquí, condenado, maldito; vete o te voy a matar!”, gritaba<br />

Fragata. El hombre, que se había asustado, se asustó más cuando la muchacha pasó de los insultos<br />

al llanto y se le acercó, arrastrándose sobre el piso, para agarrarse a sus piernas, gimiendo<br />

desconsoladamente, quejándose de que ni él ni nadie pudiera darle un hijo. El hombre se vistió<br />

y huyó mientras Fragata, de rodillas en medio de la habitación, hablaba amargamente con sus<br />

imágenes litografiadas. Don Pedrito y don Pepe comentaron ese episodio de muchas maneras<br />

y convinieron en que Fragata estaba loca y era un peligro para todos; al final acordaron hacer<br />

algo para poner remedio a ese estado de cosas. tal vez, sin embargo, no hubieran pasado de<br />

las palabras si al día siguiente no hubiera ocurrido lo que ocurrió.<br />

Ese día siguiente fue domingo. En la noche acudió a la casa de Fragata más gente que<br />

nunca. Los viajes a la pulpería, en pos de ron, fueron incontables. a eso de las doce se oyeron<br />

voces airadas e insultos. En varios hogares de la callecita los vecinos despertaron y algunos<br />

llegaron a abrir sus puertas. Había un escándalo infernal, como si muchas personas hubieran<br />

estado pegándose entre sí, y se oía la voz estentórea de Fragata gritar:<br />

—¡no me da la gana! ¡Mi cuerpo es mío y nadie manda en él!<br />

agregó varias rotundas aseveraciones, por las que el vecindario dedujo que Fragata<br />

estaba rechazando alguna insinuación que le había desagradado; después se la oyó amenazar<br />

con muertes. El tumulto fue de tal naturaleza que don Pepe tuvo que salir a la acera<br />

y reclamar silencio.<br />

En las primeras horas del lunes don Pepe se fue a ver a don Pedrito y luego, acompañado<br />

de éste, se dirigió a la casa de don ojito. a eso de las ocho estaban los tres reunidos con<br />

doña ana en la sala de ésta.<br />

—Lo que va a hacer es insultarlos, provocar otro escándalo y dejarlos en ridículo –dijo<br />

doña ana cuando le explicaron lo que los tres señores habían acordado.<br />

—no crea que pensamos distinto, señora –admitió don ojito.<br />

—Entonces, ¿para qué se molestan? ¿Por qué mejor no hablar con la policía?<br />

—Lo haremos después que hayamos agotado los medios pacíficos, Ana –explicó su marido.<br />

Serían las ocho y media cuando Fragata abrió la puerta y asomó por ella la cara, que<br />

–cosa rara– estaba desnuda de pinturas. Inmediatamente volvió a cerrar. Los hombres se<br />

cambiaron señales como diciéndose “ahora”; y atravesaron la calle. Muy circunspecto, don<br />

ojito llamó con los nudillos. Cuando Fragata abrió, los señores entraron con solemnidad,<br />

como si cumplieran una visita de duelo. Desde la ventana de su habitación, doña ana los<br />

vio entrar.<br />

—En la que nos vemos, Señor, por vivir en este barrio. Dios quiera que esa mujer no<br />

empiece ahora a insultarlos –exclamó doña ana, volviendo la mirada hacia sus santos.<br />

Pero, cosa extraña, no oyó la voz de Fragata. Pasó un minuto, pasaron dos, tres, cinco,<br />

que a doña ana le parecieron una hora. Fue adentro, limpió algunos muebles; después sintió<br />

rumor de pisadas y volvió a ver hacia la calle. En ese momento, silenciosos y al parecer<br />

impresionados, los hombres se dirigían hacia ella. Doña ana corrió a abrir la puerta.<br />

—¿Los insultó? ¿Qué dijo? –inquirió.<br />

El que habló fue don ojito.<br />

—no señora. nos oyó y se echó a llorar.<br />

—¿a llorar?<br />

—Sí, y dijo que si ella hubiera sabido que les estaba dando malos ejemplos a los niños de por<br />

aquí, se hubiera mudado hacía tiempo. Preguntó por qué no se lo habíamos dicho antes.<br />

481


Doña ana parecía negada a comprender.<br />

—¿Preguntó eso? –articuló vagamente. Y de pronto buscó con la mirada a su marido–.<br />

¿Dónde está Pepe? –inquirió volviendo la cara a todos lados, como si tuviera miedo de que<br />

Fragata lo hubiese fascinado.<br />

Pero en eso oyó la voz de su marido que sonaba en el patio ordenando a un sirviente<br />

que buscara una carreta o, en su falta, algo que sirviera para una mudanza pequeña.<br />

—Ella dijo que quería irse hoy mismo, ahora mismo –explicó don Pedrito.<br />

Doña ana salió a la puerta. Estaba pálida y silenciosa. Durante más de media hora, mientras<br />

llegaba la carreta y la cargaban, esperó allí, sin moverse y sin hacer un comentario. Vio a Fragata<br />

salir, tan pintarrajeada como siempre, con un traje azul claro y vaporoso que la hacía ver más gorda<br />

aún. El sol ardía en la pequeña calle, llena de polvo, yerbajos y piedras, orillada de casuchas<br />

miserables. La carreta iba despacio, bailoteando. Fragata marchaba a su lado. al llegar a la<br />

esquina la muchacha se detuvo un instante y volvió la cara. Desde su puerta, doña ana estaba<br />

observándola. Durante unos segundos Fragata contempló la calleja, triste y sucia, y los árboles<br />

que ocultaban a lo lejos el camino de Pontón; después giró y echó a andar de nuevo.<br />

La carreta empezaba a doblar la esquina. En el silencio de la mañana se oían distintamente<br />

sus crujidos, los golpes de sus ruedas contra las piedras. no tardó en desaparecer,<br />

con su marcha bamboleante. tras ella desapareció también Fragata.<br />

Mujer al fin, doña Ana pensó un momento en aquella mujer que se iba así, sola, nadie<br />

sabía adónde. Le pareció que la vida era dura con Fragata. Pero reaccionó de pronto.<br />

—Se lo merece, por sinvergüenza –dijo en alta voz.<br />

Y antes de entrar contempló la callecita, que volvería a ser apacible a partir de ese momento.<br />

—Por vivir en este barrio miserable –aseguró como si hablara con alguien.<br />

Y cerró la puerta con un golpe rotundo.<br />

Dos amigos<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Duck oyó decir varias veces que un viaje cambia siempre algún aspecto de la vida del<br />

viajero. así, pues, cuando la familia decidió el traslado a un pueblo de la costa con el propósito<br />

de pasar el verano, él se llenó de aprensión y se puso nervioso.<br />

Sin duda que tal manera de sentir indicaba timidez, lo cual no podía enorgullecer a Duck.<br />

Pero el mal no tenía remedio. acaso no hubiera sido tímido si hubiera vivido con más libertad.<br />

Metido día y noche en la casa, sin haber hecho una locura en lo que tenía de existencia, siempre<br />

sujeto a órdenes, a paseos limitados por las cercanías del hogar, siempre atemorizado a la<br />

sola idea de disgustar a la señora, a la niña, a los sirvientes, al chófer, se acostumbró tanto a<br />

no atreverse a nada, que hasta el pensamiento de cambiar de casa le asustaba.<br />

todas esas cosas iba pensando Duck mientras el automóvil se deslizaba en rauda marcha<br />

por la carretera. Sombras fugaces de casas pequeñas, de árboles y de vehículos pasaban<br />

junto al coche. Se cansó de ver y se durmió. Cuando abrió los ojos estaba en un poblacho de<br />

aspecto extraño, con casas bajitas, calles sucias, niños desnudos, gente extravagantemente<br />

vestida –o desvestida–, una playa donde se veían mujeres con escasa ropa, y un mar azul.<br />

observando ese mar estaba Duck cuando oyó que le llamaban. Bajó del automóvil de un<br />

salto y se puso a ver la casa. Sin duda que en nada se parecía a la hermosa construcción<br />

donde él había vivido hasta ese día. ¿Empezarían los cambios por ahí? no muy seguro de<br />

sí, Duck entró, recorrió las habitaciones, estudiándolas con detenimiento, y al fin escogió<br />

482


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

una del fondo para echar sus habituales siestas; después le intrigó la agitación que notaba<br />

en torno suyo, y cuando supo que todo se debía al vaciado de las maletas se fue al patio y<br />

se puso a estudiar las cercanías de su provisional vivienda.<br />

Extraño lugar aquel. Había mucha luz y a lo lejos se alcanzaba a ver el mar. algunos<br />

niños hablaban a grito pelado. Duck observó que no se parecían a los niños de la ciudad,<br />

tan cuidadosos de sus ropas. Estos eran de mala presencia, sin duda clásicos tiradores de<br />

piedras y perseguidores de perros. ¡Desagradable encuentro sería el suyo con uno de esos<br />

arrapiezos! De sólo pensarlo se sintió él a disgusto, y, tratando de evitar que tal cosa pudiera<br />

convertirse en realidad, se fue a una esquina de la casa.<br />

allí estaba el bueno, el correcto, el tímido Duck, sentado sobre sus patas traseras, oliendo<br />

con delectación el aire, cuando vio acercarse un extraño perro cuya raza no conocía. Era<br />

alto, flaco, de orejas caídas y rojizos ojos, de pelo amarillento y trote vulgar. Duck se asustó<br />

y –como ocurría siempre que tenía miedo– se echó a ladrar. Sin dejar su trote, el grandullón<br />

volvió a Duck los ojos y siguió su camino.<br />

—¡Diablos! –se dijo Duck confuso y lleno de admiración–, ¿habrá tenido miedo de mí<br />

ese armatoste con figura de perro?<br />

al imaginarse tal cosa el tímido Duck se llenó de vanidad, pero de inmediato comprendió<br />

que con un solo mordisco el otro podía dar cuenta de él. En el conflicto de sentimientos que<br />

se apoderó de su almita, Duck se sintió sin autoridad sobre sí mismo; así se explica que sin<br />

saber lo que estaba haciendo, se pusiera a ladrar, esa vez mientras corría hacia el desconocido<br />

y amenazaba morderle una pata. De pronto se sintió morir porque el grandullón se detuvo<br />

en seco, volvió a mirarle con frialdad, y al fin le dijo:<br />

—¡Hola!<br />

¡ah, eso sí que era extraordinario! De manera que aquel extraño perro no sólo parecía<br />

ignorarlo sino que al cabo respondía a sus ladridos con un saludo afectuoso. ¿Qué costumbres<br />

eran ésas? Duck no atinaba a explicárselo, porque, asustado todavía, se dejó llevar del<br />

miedo y respondió ahogándose:<br />

—¡Hola!<br />

El otro movió ligeramente la cabeza, como aprobando el saludo, y después ordenó con<br />

voz autoritaria:<br />

—acércate a que te huela.<br />

Duck se quedó paralizado. ¿Por qué acercarse? ¿no sería una treta para hacerle pagar<br />

su altanería? ¡Qué segundo pasó Duck! Pero aquel grandullón le tenía como hechizado.<br />

—¿no oyes? –preguntó.<br />

Muy despacio, receloso, él se acercó y el otro empezó a olerle.<br />

—¡Demonios! –dijo–. Hueles como una señorita.<br />

—Es que me bañan con jabón fino –explicó Duck.<br />

El otro arrugó el entrecejo.<br />

—¡Miserable! –rezongó de pronto–. ¿Jabón de olor mientras miles de hermanos tuyos<br />

pasan hambre?<br />

Duck se quedó mudo, sin hallar qué responder. El desconocido hizo una mueca despreciativa,<br />

parecida a la de un hombre que escupe con desdén, y diciendo algo en que se oían<br />

la palabra “aristócrata” y otras de ese jaez, echó a andar gravemente, con la seriedad y el<br />

aplomo de un perro habituado a pensar en problemas intrincados. Duck le vio irse con su<br />

trote poco distinguido, y, cuando sin dignarse volver la cabeza el extraño dobló la esquina,<br />

483


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Duck se quedó ajeno a lo que le rodeaba, pensando por primera vez en su vida en el vasto,<br />

en el numeroso género de los perros, y al fin se dijo, con cierto dejo amargo, que aquel extraño<br />

hermano debía andar triste.<br />

—Verdaderamente –pensaba mientras se dirigía a su nueva morada– que acaso haya<br />

por ahí perros hambrientos. nunca lo había advertido.<br />

Muy absorto en tales ideas, cayó en darse cuenta de que un gato se erizaba cerca de él<br />

sólo cuando oyó a su lado el bufido del minino. Cogido de sorpresa, Duck sintió un miedo<br />

violento, y con los ojos desorbitados de pavor se lanzó en una carrera de increíble velocidad<br />

que terminó en la habitación más apartada de la casa después de varios tropezones con<br />

muebles y con personas.<br />

allí, ahogándose y nervioso, dejó pasar el tiempo y dormitó. a ratos despertaba asustado.<br />

Cada vez más confundido, preguntándose a qué se debían los sucesos del día –nada<br />

importantes, es verdad, pero muy raros–, se sumió en cavilaciones que hasta entonces no le<br />

habían mortificado. Llegó la noche, la triste noche de ese apartado lugar, y Duck soñó que<br />

andaba por las callejuelas acompañado del grandullón. así, cuando abrió los ojos a la luz<br />

del amanecer, su primer pensamiento fue para el ignorado compañero del día anterior, y<br />

mientras desayunaba se decía con pesadumbre que acaso aquel otro andaría buscando qué<br />

comer. Se prometió guardarle algo, pero no pudo porque tenía hambre y le pareció poco<br />

lo que comía. tras el desayuno se dirigió al sitio donde la tarde pasada vio al otro, y allí se<br />

sentó a observar el distante mar, los chillones colores de las casas y el brillo del sol sobre las<br />

aguas, y a percibir los mil olores que le llevaba el aire.<br />

Iba pasando la mañana sin novedad alguna, y el correcto Duck se aburría en su esquina<br />

cuando en un momento en que miraba hacia la playa le pareció ver la figura del grandullón<br />

cruzando la calle al trote. Duck se alborotó y ladró a todo pulmón; incluso corrió algo. Pero<br />

el otro –si era él– siguió su marcha sin volver la cabeza. Duck se molestó.<br />

—Lo mejor sería ir a aquella esquina –pensó.<br />

a seguidas se asustó. ¿a la esquina? Si en la casa se enteraban de que él era capaz de albergar<br />

ideas tan descabelladas, le amarrarían inmediatamente. Sólo pensarlo era arriesgado.<br />

—En verdad –se dijo Duck– que los viajes hacen cambiar.<br />

Pensando eso estaba, totalmente abstraído, cuando sintió olor de perro. Rápidamente<br />

levantó la cabeza. ¡ah, diablos, si ahí estaba el otro!<br />

—Buen día –saludó, alegre, el joven Duck.<br />

—ah, ¿eres tú, señorita? –respondió con visible desprecio el grandullón.<br />

Duck se sintió herido en lo más hondo de su alma.<br />

—no soy señorita. Me llamo Duck –dijo.<br />

—¿Duck? ¿Has dicho Duck? ¡oh, oh, oh!<br />

—Sí, Duck –explicó.<br />

El otro se sentó, a decir verdad, con movimientos nada elegantes.<br />

—Jovenzuelo –rezongó de pronto–, ¿cómo permite usted que le llamen con un nombre<br />

tan cursi?<br />

¿Cursi? ¿Qué quería decir tal palabra? Duck no entendía.<br />

—Es que así me han llamado siempre. ¿Y usted, qué nombre tiene?<br />

—¿Para qué quiere usted saberlo, joven?<br />

Duck hubiera querido gemir. Lo despreciaban, acaso por su tamaño, tal vez por su timidez.<br />

—Es que me gustaría ser su amigo –explicó.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

—¿amigo? ¿amigo mío un perro que huele tan, tan femeninamente?<br />

nada más dijo. Lo que le quedara por dentro –y sin duda que no era poco– pretendió<br />

expresarlo con la actitud que tomó al empezar a trotar de nuevo. Duck le vio partir y se sintió<br />

tan humillado que se le revolvió el ánimo. Se llenó de ira. El bueno, el correcto, el tímido Duck<br />

rompió en un segundo todos los frenos de la educación, y encendido de vergüenza se lanzó<br />

tras el grandullón. Gruñía mil cosas a medida que corría, y cuando se halló junto a las patas<br />

del desconocido gritó un estentóreo “¡oiga!” que hizo volver la cabeza al otro.<br />

—¿Cómo? ¿Qué significa esto? –inquirió el trotón.<br />

—Significa –empezó Duck–, significa, significa…<br />

Pero de ahí no podía pasar. todo su valor se había esfumado de golpe, como un poco<br />

de algodón que arde.<br />

—¡Significa qué? Diga, jovenzuelo insolente, ¡diga! –ladró el grandote.<br />

Eso era demasiado. Duck no pudo resistir. Se echó a temblar, temeroso de que aquel<br />

bárbaro le diera un mordisco por su audacia.<br />

Pero cuando temía tal cosa vio Duck con sorpresa que el grandullón despejaba el entrecejo<br />

y se sentaba plácidamente. ¿Qué había ocurrido? Misterio. Por lo visto aquel prójimo<br />

era maestro en esos cambios inesperados. también Duck se sentó. no sabía qué iba a salir<br />

de allí, pero sus emociones habían sido tan fuertes y tan dispares, que ya ni miedo podía<br />

sentir. El otro empezó a hablar y a Duck le pareció que su voz cobraba un tono benévolo,<br />

paternal, que entró como oleada de calor ligero y confortante en las venas de Duck y llenó<br />

de aliento su pobrecito corazón. Había vuelto a tutearle.<br />

Has dicho –oía Duck– que quieres ser mi amigo. Ignoro si tienes las condiciones de lealtad,<br />

de generosidad, de discreción, de valor, y en general todas aquellas virtudes necesarias para<br />

que la amistad, don sagrado, pueda embellecer tu inútil vida. Me temo que no. Sin embargo,<br />

estoy cansado de la fama de altivo con que seres inferiores bautizan mi amor a la soledad.<br />

Duck alzó los ojos y le pareció ver una mancha de tristeza nublando el rostro del desconocido.<br />

Había callado un momento y parecía recordar o meditar.<br />

—Sí, estoy cansado –siguió–; no de la soledad, que es el estado perfecto de los fuertes,<br />

sino de la calumnia de mis compañeros. Pues bien, serás mi amigo; es decir, haré lo posible<br />

para que seas mi amigo, porque no creo que tú, criatura pervertida por tus amos, sirvas para<br />

ser eso tan alto y tan sublime que se llama un amigo. ¿Entiendes?<br />

—Sí entiendo –aseguró Duck, aunque la verdad era que no entendía nada ni sentía otra<br />

cosa que una confusa alegría por la esperanza de amistad que le brindaban.<br />

—Bien, pues prepárate. Mañana vendré a buscarte.<br />

Esto dicho, el singular perro echó a andar y se perdió en el fondo de la calle, mientras Duck<br />

le contemplaba con orgullo, alborozado, sintiendo que la alegría le hacía temblar el corazón.<br />

al otro día temprano, removiendo el rabo, Duck recibió a su nuevo amigo; pero el otro<br />

no se detuvo sino que dijo secamente:<br />

—¡andando!<br />

—Pero, ¿ahora? –interrogó Duck.<br />

—Desde luego, joven.<br />

—Es que ahora…<br />

—¿Cómo? ¿Esas tenemos? ¿Empiezas con la pretensión de imponerme tu voluntad?<br />

—no, no… –pretendió explicar Duck, asustado por la luz que temblaba en las pupilas<br />

del otro.<br />

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Pero comprendió que lo mejor en ese momento era no hablar sino actuar, y empezó a<br />

caminar con la cabeza gacha. El grande trotaba a su lado y Duck no tardó en hacerse cargo<br />

de que al paso que llevaban no podría él resistir mucho, porque aquel trote le exigía una<br />

carrera a cuyo ritmo no estaba acostumbrado el bueno, el correcto, el tímido Duck. a buen<br />

paso, pues, iban ambos, y Duck abría los ojos para ver cuánto había en torno suyo. Bajaron<br />

hasta la playa y después tomaron de nuevo hacia arriba, por una calle desconocida. Duck<br />

halló que casi todas las que debían ser viviendas tenían aspecto miserable; eran pequeñas,<br />

de madera, sucias y viejas. En las puertas se veían mujeres mal vestidas y niños desnudos.<br />

—¿también ésas son casas? –preguntó Duck sin dejar su rápido andar.<br />

—Sí –aseguró el otro–. ¿no lo sabes? Son casas y por desdicha abundan más que las<br />

que tú conoces.<br />

La calle aparecía ahora enyerbada, con una especie de barranco al final y lodo rojizo en<br />

algunos lugares.<br />

—¿Y cómo viven adentro? –preguntó Duck.<br />

—¿Vivir? no viven, hijo mío; padecen la vida.<br />

Duck no contestó. Se quedó pensando en las palabras de su compañero, tratando de<br />

penetrar su misterioso significado; pero no pudo detenerse mucho en su cavilación porque<br />

un penetrante mal olor le cortó las ideas. a cada paso aumentaba la fetidez. Duck arrugaba<br />

la nariz, queriendo rehuir el aire podrido que le mareaba.<br />

—¡Puaf, qué mal olor! –comentó.<br />

El otro volvió la cabeza con aire amargado y digno.<br />

—¿Ha dicho usted mal olor, joven? ¿Sí? Pues sepa que tras él ando. Lo que así le mortifica<br />

es mi desayuno.<br />

—¿Qué? ¿Qué ha dicho?<br />

—He dicho, joven, que lo que le huele tan mal es mi desayuno.<br />

Duck quiso comentar algo, pero el otro no estaba para oír comentarios. Con precisión de<br />

soldado torció hacia la derecha, y Duck le vio irse sin que pudiera seguirle. aquella fetidez<br />

no le dejaba dar un paso. Era cada vez más fuerte, más dominante, y ya maleaba todo el<br />

aire. Duck sentía en todo el cuerpo el hedor y empezaba a nublársele la vista cuando vio<br />

acercarse a su amigo; llegaba a carrera desenfrenada, con las orejas pegadas al pescuezo y<br />

el rabo entre las piernas. apenas le oyó Duck decir, cuando pasaba por su lado:<br />

—¡Huya, jovencito!<br />

Empavorecido de súbito, también él se dio a correr. Parecían dos sombras en fuga. Duck<br />

se ahogaba. Quería preguntar algo y no podía. unas cuadras más allá el otro volvió la cabeza<br />

y al ver que no les seguían dobló una esquina y acortó el paso.<br />

—¿Qué… qué… qué su… ce… sucedió? –preguntó Duck.<br />

aun en fuga, el grande no perdía su aire digno.<br />

—Que me perseguían por comer aquella basura –dijo altivamente.<br />

—¿aquello tan hediondo?<br />

—Sí, joven; hasta la basura se nos niega a los que tenemos la desventura de no ser objetos<br />

de lujo.<br />

Con aire molesto, el perseguido cerró la boca, y Duck comprendió que a partir de esas<br />

palabras su amigo no hablaría más sobre el incidente. Se había sentado y con sus ojos serios<br />

observaba las afueras del pueblo. A lo lejos estaba el mar. El sol arrancaba reflejos de<br />

las aguas. Sobre una altura, a espalda de ambos amigos, un viejo árbol extendía sus ramas<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

poderosas. El grande se quedó mirando aquel árbol y Duck hubiera jurado que por sus ojos<br />

vagaba un aire triste y conmovedor. al cabo de cierto tiempo se levantó, señaló aquel lugar<br />

con el hocico, y dijo, como ordenando:<br />

—Vamos a dormir un poco ahí.<br />

anduvieron lentamente y se acomodaron entre las raíces. Desde donde estaba Duck podía<br />

ver los techos de las casas, rojos y envejecidos, las calles, llenas de arena y de toda suerte de<br />

objetos inservibles, la gente llenando la playa y, recortándose sobre el cielo, la vela de una<br />

embarcación. Con la cabeza entre las piernas, el amigo de Duck dormía plácidamente. Duck<br />

le miraba y sentía que una admiración extraordinaria por ese compañero llenaba sus venas<br />

de alegría. ¡Qué raro, qué fuerte, qué atrayente perro era su amigo! Vivía como le daba la<br />

gana, sin amos, libre. El se hallaba orgulloso de esa amistad. Su corazón cantaba como si en<br />

él se hubieran alojado jilgueros.<br />

De vez en cuando una hoja arrancada por la brisa caía lentamente, dando vueltas, en la<br />

sombra donde los dos perros descansaban. Duck sentía deseos de jugar con ellas, de corretear<br />

y ladrar persiguiéndolas, pero temía despertar a su compañero. Se quedó, pues, tranquilo<br />

mientras la brisa acariciaba sus ojos y se los cerraba poco a poco. Era tarde ya cuando oyó<br />

al grande gruñir algunas interjecciones. al levantar la cabeza, Duck se asombró de la hora.<br />

Pronto iba a oscurecer. a las calles empezaban a caer las sombras del crepúsculo y el cielo,<br />

allá lejos –donde se juntaba con el mar–, se llenaba de reflejos cárdenos.<br />

—Me voy, me voy a casa. Se ha hecho muy tarde –dijo Duck asustado.<br />

El otro le miró con sorna.<br />

—Joven –aseguró–, mi experiencia me ha enseñado esto que voy a decirle: si usted va<br />

a su casa hoy, le pegarán; pero si no va hoy ni mañana, sino pasado mañana, le recibirán<br />

alegremente, casi con una fiesta, le mirarán como a un resucitado y para usted serán las<br />

mejores caricias y los tratos más finos. Ahora, usted escoja entre esas dos perspectivas.<br />

Duck pensó un momento. acaso no le faltaba razón al amigo, y en verdad su deseo era<br />

seguir con él, aprendiendo a su lado, conociendo ese misterio que es la vida; pero tenía tanto<br />

miedo de hacer algo que no fuera aprobado por sus amos…<br />

—Es que siento hambre –explicó.<br />

—¿Hambre? ¿Has dicho hambre?<br />

a Duck le desconcertaban los cambios inesperados de su compañero; tan pronto le<br />

trataba de usted como le tuteaba. Parecía despreciarle. Clavaba en él sus ojos sangrientos y<br />

Duck sentía que aquella mirada le enfriaba el alma.<br />

—Hambre… –seguía con tono irónico–. Miles y miles y miles de hermanos nuestros<br />

padecen miseria en este mundo; tú has comido regaladamente hasta ahora y hoy dices que<br />

tienes hambre. Decididamente, joven Duck, no tienes condiciones para ser mi amigo. Vamos,<br />

te acompañaré hasta tu casa.<br />

Duck se detuvo y se puso a estudiar a su compañero. ¿Qué había querido decirle? ¿Iba<br />

a abandonarle?<br />

—Veo en tus ojos la duda –aseguró el grande–. Quieres seguir conmigo, pero quieres<br />

también disfrutar del bienestar que tienes en tu casa. tu corazón desea dos cosas distintas,<br />

y entre ellas vacilas. Se explica, porque eres joven.<br />

a paso mesurado, el compañero caminaba, con su torpe manera de hacerlo, sin dejar<br />

de hablar. Duck no era tan ignorante que no supiera apreciar el dolor que dejaba ver el tono<br />

de su amigo. a él le llegaba ese dolor y le hacía sufrir. oía:<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—En la vida –y atiende a este consejo que te da un viejo a quien el porvenir no le reserva<br />

nada nuevo– no hay mayor fuente de angustia que la duda. Quien duda no vive. Escoge<br />

siempre, lo mejor o lo peor, no importa, pero escoge. Y ahora –dijo cambiando de voz– anda<br />

con cuidado, que estamos pasando frente a una casa donde hay un compañero bastante<br />

colérico y mal educado.<br />

Duck tembló cuando observó que desde la puerta de la casa, un bull-terrier de aspecto<br />

malhumorado le clavaba los ojos con mala intención. Sigilosamente cambió de lado y dejó<br />

el flanco peligroso a su compañero. Una cuadra más allá volvía aún la cabeza, receloso, y<br />

mientras no se sintió seguro de ataques por la retaguardia no pensó en lo que había dicho<br />

su amigo. Este iba calmosamente, como quien rumia una preocupación. Duck observaba<br />

que su paso no le parecía ya tan atropellado. Viéndole de perfil podía apreciar la gravedad<br />

y la decisión en sus líneas, en su boca seria, en sus orejas caídas. De todo él surgía un aire<br />

altivo y modesto a la vez.<br />

—te voy a llevar hasta tu casa –le oyó decir de nuevo–, pero antes deseo que conozcas<br />

cierto lugar.<br />

Había oscurecido ya. Del lado del mar salían estrellas. En la distancia, negras, las aguas<br />

brillaban. anduvieron más. Iban orillando el pueblo y de pronto Duck notó que su amigo<br />

se hacía cauteloso, como si temiera algo; notó que todo su rostro tomaba un aspecto emocionado,<br />

que casi le hacía parecer un cachorro. Llevaba alta la cabeza y sin duda olía con<br />

delectación el aire. Se detuvo. Cerca había una casa de amplio portal.<br />

—allí, allí –dijo su amigo.<br />

Duck quiso ver, pero no lo consiguió. Señalando con la cabeza, su amigo insistía:<br />

—allí, mírala. ahora se levanta, fíjate.<br />

una perrita no más grande que Duck, blanca y lanuda, se asomó al portal y estuvo<br />

inmóvil algunos segundos. Parecía pensar en algo distante, soñar acaso.<br />

—¿Ella? –preguntó Duck.<br />

—Sí, ella –respondió su amigo sentándose–. Ella… ¡Qué simple es decirlo! La conocí<br />

recién nacida, hace menos de un año; ahora su presencia renueva mi vida y mi viejo corazón<br />

tiembla a su solo recuerdo.<br />

Duck se volvió, extrañado. ¿Era idea suya o estaba conmovido su amigo? Duck se apesadumbraba<br />

oyéndole. notó que por el lado opuesto de la calle se asomaban otros perros,<br />

tres, acaso cuatro. Venían alegres.<br />

—Ella prefiere a ésos –oyó Duck decir–. Son jóvenes. No hay que culparla.<br />

a Duck le pareció que su amigo había suspirado y él no entendía por qué lo había hecho.<br />

¿acaso sufría? Él, Duck, sólo sentía hambre; hambre y miedo de dar disgustos en la casa o de<br />

que se los dieran a él. Esperó largo rato, mientras su amigo parecía abismarse en sus ideas.<br />

—¿Nos vamos? –preguntó al fin.<br />

—Sí, nos vamos –respondió el otro.<br />

Dieron la vuelta y anduvieron a buen paso. Al final de una calleja se veía la casa de Duck.<br />

Se acercaban. Su compañero iba como quien ignora la presencia de cuanto le rodea. De pronto<br />

Duck le vio plantarse en seco, alzar la cabeza, mirarle despectivamente, y, cuando azorado e<br />

impresionado, fue a preguntar qué le pasaba, oyó una voz sorda y colérica que preguntaba:<br />

—¿Es usted capaz de creer lo que le he dicho de aquella jovencita? Se trata de una comedia<br />

¡de una comedia! ¿o tuvo usted la ilusión de que yo le abriera mi intimidad a un ser despreciable<br />

como usted, que huele a señorita y que se llama Duck? ¿La tuvo? ¡Diga si la tuvo!<br />

488


Empavorecido, Duck vio cómo el otro avanzaba hacia él, le mostraba los dientes, le<br />

descubría una fiereza no sospechada. De golpe, con los ojos llenos de un brillo infernal, el<br />

grande pegó un salto y se abalanzó sobre él. Con esguince rápido, preguntándose a qué se<br />

debía tal actitud, Duck hurtó el cuerpo y echó a correr. Se sentía morir. Era, huyendo, una<br />

bola de carne y pelos con ojos desorbitados. En la casa le vieron subir los escalones a toda<br />

velocidad y alguien gritó que había vuelto.<br />

El grande se quedó plantado en la calle. no se movió de allí sino después que Duck<br />

desapareció de su vista. Después dio lentamente la vuelta.<br />

—ahora –dijo– estoy tranquilo. Él no perderá su bienestar porque tendrá un mal recuerdo<br />

de su primera aventura y yo no corro el peligro de encariñarme con él. Porque es lo<br />

cierto que iba tomándole afecto.<br />

Pero nadie oyó esas palabras, porque aunque las dijo en voz alta, sólo un hombre pasaba<br />

cerca cuando las decía, y los hombres son incapaces de entender el noble lenguaje de<br />

los perros.<br />

Un niño<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

a poco más de media hora, cuando se deja la ciudad, la carretera empieza a jadear por<br />

unos cerros pardos, de vegetación raquítica, que aparecen llenos de piedras filosas. En las<br />

hondonadas hay manchas de arbustos y al fondo del paisaje se diluyen las cumbres azules<br />

de la Cordillera. Es triste el ambiente. Se ve arder el aire y sólo de hora en hora pasa algún<br />

ser vivo, una res descarnada, una mujer o un viejo.<br />

El lugar se llama Matahambre. Por lo menos, eso dijo el conductor, y dijo también que había<br />

sido fortuna suya o de los pasajeros el hecho de reventarse la goma allí, frente a la única vivienda.<br />

El bohío estaba justamente en el más alto de aquellos chatos cerros. Pintado desde hacía mucho<br />

tiempo con cal, hacía daño a la vista y se iba de lado, doblegándose sobre el oeste.<br />

Sí, es triste el sitio. Sentados a la escasa sombra del bohío, los pasajeros veían al chofer<br />

trabajar y fumaban con desgano. uno de ellos corrió la vista hacia las remotas manchas<br />

verdes que se esparcían por los declives de los cerros.<br />

—allá –señaló– está la ciudad. Cuando cae la noche desde aquí se advierte el resplandor<br />

de las luces eléctricas.<br />

En efecto, allá debía estar la ciudad. Podían verse masas blancas vibrando al sol, y atrás,<br />

como un fondo, la vaga línea donde el mar y el cielo se juntaban. Pasó un automóvil con<br />

horrible estrépito y levantando nubes de polvo. El conductor del averiado vehículo sudaba<br />

y se mordía los labios.<br />

De los tres viajeros, jóvenes todos, uno, pálido y delicado, arrugó la cara.<br />

—no veo la hora de llegar –dijo—. odio esta soledad.<br />

El de líneas más severas se echó de espaldas en la tierra.<br />

—¿Por qué? –preguntó.<br />

Quedaba el otro de ojos aturdidos. Fumaba un cigarrillo americano.<br />

—¿Y lo preguntas? Pareces tonto. ¿Crees que alguien pueda no odiar esto, tan solo, tan<br />

abatido, sin alegría, sin música, sin mujeres?<br />

—no –explicó el pálido–; no es por eso por lo que no podría aguantar un día aquí.<br />

¿Sabes? allá, en la ciudad, hay civilización, cines, autos, radio, luz eléctrica, comodidad.<br />

además, está mi novia.<br />

489


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

nadie dijo nada más. Seguía el conductor quemándose al sol, golpeando en la goma, y<br />

parecía que todo el paisaje se hallaba a disgusto con la presencia de los cuatro hombres y<br />

el auto averiado. nadie podía vivir en aquel sitio dejado de la mano de Dios. Con las viejas<br />

puertas cerradas, el bohío medio caído era algo muerto, igual que una piedra.<br />

Pero sonó una tos, una tos débil. El de ojos aturdidos preguntó, incrédulo:<br />

—¿Habrá gente ahí?<br />

El que estaba tirado de espaldas en la tierra se levantó. tenía el rostro severo y triste<br />

a un tiempo. no dijo nada, sino que anduvo alrededor del bohío y abrió una puerta. La<br />

choza estaba dividida en dos habitaciones. El piso de tierra, disparejo y cuarteado, daba<br />

impresión de miseria aguda. Había suciedad, papeles, telarañas y una mugrosa mesa en un<br />

rincón, con un viejo sombrero de fibras encima. El lugar era claro a pedazos: el sol entraba<br />

por los agujeros del techo, y sin embargo había humedad. aquel aire no podía respirarse. El<br />

hombre anduvo más. En la única portezuela de la otra habitación se detuvo y vio un bulto<br />

en un rincón. Sobre sacos viejos, cubierto hasta los hombros un niño temblaba. Era negro,<br />

con la piel fina, los dientes blancos, los ojos grandes, y su escasa carne dejaba adivinar los<br />

huesos. Miró atentamente al hombre y se movió de lado, sobre los codos, como si hubiera<br />

querido levantarse<br />

—¿Qué se le ofrece? –preguntó con dulzura.<br />

—no, nada –explicó el visitante–; que oí toser y vine a ver quién era.<br />

El niño sonrió.<br />

—ah –dijo.<br />

Durante un minuto el hombre estuvo recorriendo el sitio con los ojos. no se veía nada<br />

que no fuera miserable.<br />

—¿Estás enfermo? –inquirió al rato.<br />

El niño movió la cabeza. Después explicó:<br />

—Calentura. Por aquí hay mucha.<br />

El hombre tocó su bracito. ardía, y le dejó la mano caliente.<br />

—¿Y tu mamá?<br />

—no tengo. Se murió cuando yo era chiquito.<br />

—¿Pero tienes papá?<br />

—Sí. anda por el conuco.<br />

El niño se arrebujó en su saco de pita. Había en su cara una dulzura contagiosa, una<br />

simpatía muy viva. al hombre le gustaba ese niño.<br />

Se oían los golpes que daba el conductor afuera.<br />

—¿Qué pasó? –preguntó la criatura.<br />

—una goma que se reventó, pero están arreglándola. así hay que arreglarte a ti también.<br />

Hay que curarte. ¿Qué te parece si te llevo a la Capital para que te sanes? ¿Dónde está tu<br />

papá? ¿Lejos?<br />

—unjú… Viene de noche y se va amaneciendo.<br />

—¿Y tú pasas el día aquí solito? ¿Quién te da la comida?<br />

—Él, cuando viene. Sancocha yuca o batata.<br />

al hombre se le hacía difícil respirar. algo amargo y pesado le estaba recorriendo el<br />

fondo del pecho. Pensó en la noche: llegaría con sus sombras, y ese niño enfermo, con fiebre,<br />

tal vez señalado ya por la muerte, estaría ahí solo, esperando al padre, sin hablar palabra,<br />

sin oír música, sin ver gentes. acaso un día cuando el padre llegara lo encontraría cadáver.<br />

490


¿Cómo resistía esa criatura la vida? Y su amigo, que había afirmado momentos antes que<br />

no soportaba ni un día de soledad…<br />

—te vas conmigo –dijo–. Hay que curarte.<br />

El niño movió la cabeza para decir que no.<br />

—¿Cómo que no? Le dejaremos un papelito a tu papá, diciéndoselo, y dos pesos para<br />

que vaya a verte. ¿no sabe leer tu papá?<br />

El niño no entendía. ¿Qué sería eso de leer? Miraba con tristeza. El hombre estaba cada<br />

vez más confundido, como quien se ahoga.<br />

—te vas a curar pronto, tú verás. te va a gustar mucho la ciudad. Mira, hay parques,<br />

cines, luz, y un río, y el mar con vapores. te gustará.<br />

El niño hizo amago de sonreír.<br />

—unq unq, yo la vide ya y no vuelvo. Horita me curo y me alevanto.<br />

Al hombre le parecía imposible que alguien prefiriera esa soledad. Pero los niños no<br />

saben lo que quieren.<br />

afuera estaban sus amigos, deseando salir ya, hallarse en la ciudad, vivir plenamente.<br />

anduvo y se acercó más al niño. Lo cogió por las axilas, y quemaban.<br />

—Mira –empezó–… allá…<br />

Estaba levantando al enfermito y le sorprendió sentirlo tan liviano, como si fuera un<br />

muñeco de paja. El niño le miró con ojos de terror, que se abrían más, mucho más de lo<br />

posible. Entonces cayó al suelo el saco de pita que lo cubría. El hombre se heló, materialmente<br />

se heló. Iba a decir algo, y se le hizo un nudo en la garganta. no hubiera podido<br />

decir qué sentía ni por qué sus dedos se clavaron en el pecho y en la espalda del niño con<br />

tanta violencia.<br />

—¿Y eso, cómo fue eso? –atinó a preguntar.<br />

—allá –explicó la criatura mientras señalaba con un gesto hacia la distante ciudad–.<br />

allá… un auto.<br />

Justamente en ese momento sonó la bocina. alguien llamaba al hombre y él puso al niño<br />

de nuevo en el suelo, sobre los sacos que le servían de cama, y salió como un autómata,<br />

aturdido. no supo cuándo se metió en el automóvil ni cuándo comenzó éste a rodar. Su<br />

amigo el pálido iba charlando:<br />

—¿te das cuenta? Es la civilización, compañero… Cine, luz, periódicos, autos…<br />

todavía podía verse el viejo bohío refulgiendo al sol. El hombre volvió el rostro.<br />

—La civilización es dolor también; no lo olvides –dijo.<br />

Y se miraba las manos, en las que le parecía tener todavía aquel niño trunco, aquel triste<br />

niño con sus míseros muñoncitos en lugar de piernas.<br />

El río y su enemigo<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Sucedió lo que cuento en un lugar que está más abajo de Villa Riva, en las riberas del<br />

Yuna. Cuando pasa por allí el Yuna ha recorrido ya muchos kilómetros y ha fecundado las<br />

tierras más diversas. nacido en las fragosidades de la Cordillera, descendiendo en paciente<br />

y prolongada marcha docenas de lomas, el gran río llega al sitio de que hablo hecho un<br />

poderoso, aunque sereno mundo de aguas.<br />

Yo estaba pasándome unas vacaciones donde mi viejo amigo Justo Félix. Debía retornar<br />

el día siguiente a la Capital y pasaba la última noche en la sala de la casa –un vasto caserón<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

de madera fabricado sobre altos pivotes para que el río no se metiera en las habitaciones<br />

cuando se desbordaba–. nos hallábamos esa noche reunidos mi huésped, cómodamente<br />

sentado en una mecedora; su mujer, señora de pocas carnes y pelo blanco, que cosía en<br />

silencio; la hija menor de Justo, muchacha de cutis rosado y abundante pelo castaño, muy<br />

atrayente; dos nietos de Justo, Balbino Coronado y yo.<br />

La lámpara alumbraba pobremente y los rincones de la sala se conservaban en<br />

penumbras. Balbino se había sentado en una silla serrana. Yo había entrado desde<br />

el comedor y tuve que fijarme en él porque me quedaba justamente delante. Nunca<br />

le había visto, y aquella noche, tan pronto mis ojos tropezaron con él, sentí que me<br />

hallaba frente a un hombre de difícil personalidad. Él no levantaba los ojos. Muy seco,<br />

muy tieso en su silla, sólo se movía para escupir, cosa que hacía con frecuencia, tirando la<br />

saliva en el piso. De momento, tan rápidamente como un relámpago, sus ojos fulguraban<br />

despidiendo reflejos; era cuando miraba a la hija de mi huésped, la cual parecía sentirse<br />

molesta y no osaba levantar la cabeza. Yo pensé que eran novios disgustados o estaban a<br />

punto de serlo.<br />

Justo empezó a hablar de cosas interesantes, a contar cómo había él aprendido a cazar<br />

con machete los cerdos cimarrones que frecuentan los bosques y las faldas de la vecina Cordillera,<br />

y al conjuro de su voz le parecía a uno ver las escenas, vivir la misteriosa y profunda<br />

fuerza del monte que cubre ambas orillas del Yuna. Con buenas dotes de narrador, con<br />

descripciones sobrias y acertadas que llenaban su relato de interés, hablaba de una cacería<br />

en la que había tomado parte el año anterior y yo seguía el hilo de su historia sin mover<br />

un músculo, cuando vi a Balbino ponerse de pie, dar las buenas noches y tomar la puerta.<br />

Justo dejó de hablar, miró hacia el que se iba, después a su mujer y a su hija, y haciendo<br />

una mueca que lo mismo podía querer decir “¿qué ha pasado?” o “ya se fue ése”, se quedó<br />

silencioso y como preocupado.<br />

—un hombre extraño –comenté para animar el momento.<br />

Justo movió la cabeza de arriba abajo.<br />

—Bastante –dijo por toda respuesta.<br />

La mujer de mi amigo hizo alguna pregunta sobre la administración de la finca y se enredó<br />

con su marido en una conversación doméstica. La muchacha alzó la cabeza, me miró y sonrió.<br />

Me pareció atrayente. tenía los ojos limpios y aire saludable y vivaz. Hasta ese momento no<br />

lo había notado. Como creía que había algo entre ella y Balbino, hallé lógico que, si estaban<br />

disgustados, él se fuera con la cara de pocos amigos que llevaba, pues la muchacha bien valía<br />

un disgusto. Le dije algo, empezamos a hablar, y ya pasó Balbino a segundo plano. Por<br />

desdicha aquello duró poco. Los nietos de mi amigo no tardaron en irse a dormir; al rato la<br />

mujer de Justo hizo una señal a su hija, ésta pidió permiso, dio las buenas noches y madre e<br />

hija tomaron el camino de sus habitaciones. nos quedamos solos mi huésped y yo.<br />

Hora llena de impresionante calma, aquella en que estábamos me infundía sentimientos de<br />

bienestar. Se oía el vago rumor del bosque y del río; la brisa de la noche pasaba por la arboleda<br />

vecina; desde la sala se veían cruzar los cocuyos iluminando la oscuridad y un coro de grillos<br />

parecía hacer germinar sobre la tierra una rara música de encantamiento.<br />

Esa era mi última noche en el lugar y quería disfrutarla. Sentía el deseo de hablar de<br />

Balbino Coronado, de saber algo de su vida, porque la verdad era que el hombre me había<br />

interesado; pero sentía también una especie de holganza espiritual que me impedía alzar la<br />

voz. Me levanté y me fui a la puerta.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

—Esta noche sale la luna temprano –dijo mi huésped a mi espalda.<br />

—Me gustaría verla en el río –dije.<br />

Entonces Justo me invitó a seguirle; bajamos los escalones y fuimos por una vereda<br />

estrecha hasta llegar a los guijarros que marcaban la orilla del Yuna.<br />

una poderosa masa de árboles cubría del todo el agua y aquel sitio tenía un olor penetrante<br />

y suave a la vez. no hablábamos. acaso Justo me llamaba la atención sobre alguna piedra o<br />

alguna rama que podía hacerme daño, pero yo apenas le oía. Me había entregado a disfrutar<br />

de la noche. La fuerza del mundo se sentía allí. Cantaba alegre y dulcemente el río, chillaban<br />

algunos insectos y las incontables hojas de los árboles resonaban con acento apagado. De pronto<br />

por entre las ramas enlazadas apareció una luz verde, pálida, delicada luz de hechicería, y<br />

vimos las ondas del río tomar relieve, agitarse, moverse como vivas. todo el sitio empezó a<br />

cobrar un prestigio de mundo irreal. Los juegos de luz y sombra animaban a los troncos y a<br />

los guijarros y parecía que se iniciaba una imperceptible pero armónica danza, como si al son<br />

de la brisa hubieran empezado a bailar dulcemente el agua, los árboles y las piedras.<br />

absorto ante la tranquila y maravillosa escena, estuve sin moverme hasta que Justo dijo<br />

que la luna se apagaba. unas nubes oscuras que vagaban por el cielo la cubrieron lentamente.<br />

Mi amigo y yo dejamos el lugar, pero yo me sentía tan emocionado que no pude callarlo.<br />

Hablé del paisaje, del Yuna majestuoso, de la dicha que se gozaba viviendo allí. Justo me<br />

oía en silencio, igual que si jamás hubiera oído hablar así. Caminábamos muy despacio.<br />

Por momentos un rayo de luz atravesaba las masas de nubes y llenaba el sitio de claridad.<br />

tomándome por un brazo, mi amigo empezó a hablar.<br />

—al hombre –dijo– no se le puede entender. ¡Qué gran refrán es ése de que cada cabeza<br />

es un mundo!<br />

Me quedé esperando que dijera algo más, porque aquellas palabras no tenían aparente<br />

relación con lo que yo había dicho. El debió leerme la duda en la actitud.<br />

—Sí, amigo; sé lo que digo –siguió–. aquí mismo tiene usted un caso. ¿Vio a Balbino<br />

Coronado, ese joven que estaba hace una hora con nosotros? ¿Sabe usted por qué tenía esa<br />

cara tan extraña?<br />

—Supongo –respondí– que andará enamorado de su hija y le molestó que ella no le<br />

pusiera atención.<br />

Mi amigo sonrió con suficiencia.<br />

—no, no es eso. Estaba así porque él siente las avenidas del Yuna.<br />

—¿Qué las siente?<br />

—o las presiente, si halla usté más justa esta palabra.<br />

Yo no pude evitar la mirada de asombro con que me fijé en Justo. Él pareció no darle<br />

importancia a ese gesto mío.<br />

—usted –dijo– me ha hablado hace poco de la emoción que le ha producido el río, ¿no es<br />

así? Yo, en cambio, conozco a otra persona –Balbino Coronado– que siente por el Yuna un odio<br />

mortal, un odio que no puede tenerse sino por un hombre que nos ha hecho mucho daño.<br />

Me intrigaron las palabras de mi amigo.<br />

—Explíquese mejor –le pedí.<br />

En medio del patio había un tronco tirado. La tierra, los ranchos, las piedras del lugar<br />

adquirían un color grisáceo con la luz que llegaba a ratos del cielo. todo parecía allí detenido.<br />

El lento vaivén de las masas de árboles que orillaban el río producía la impresión de<br />

que el patio iba deslizándose pausadamente por una pendiente fantasmal. Sobre las masas<br />

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negras se veía el firmamento plomizo, y yo sentía que sólo la vida vegetal tenía razón de<br />

ser allí. El hombre estaba de más en el corazón silencioso de la noche. Tal vez influidos por<br />

ese sentimiento, mi amigo y yo habíamos hablado en voz baja, como si hubiéramos temido<br />

ser considerados intrusos en aquel sitio.<br />

—¿Quiere que nos sentemos en ese tronco? –preguntó Justo.<br />

Dije que sí con la cabeza. Mi amigo se sentó a mi lado, encendió un cigarro y empezó a hablar.<br />

Yo oía sus palabras, que sonaban apagadas. Explicaba él que dos veces por año, y una cuando<br />

menos, el Yuna recibe agua en las cabezadas y empieza a crecer. Poco a poco va descendiendo<br />

de la Cordillera más veloz, más ancho, y acaba bajando con un caudal imponente. En esas épocas<br />

el río llega a las llanuras tan cargado de agua que se sale del cauce; los vividores de esos parajes<br />

no hacen nada que no sea ver cómo el Yuna va adueñándose lentamente de toda la extensión,<br />

metiéndose por las tierras sembradas, inundando las sabanas y los sitios más bajos. En ocasiones<br />

las avenidas son violentas y entonces se oye el río rugir día y noche y se ven las masas de agua<br />

que descienden iracundas, negras, y asaltan los barrancos más altos y ganan en marchas impetuosas<br />

los altozanos donde la gente fabrica sus bohíos. Cuando ocurre eso el desborde arranca<br />

árboles de cuajo, arrastra viviendas y animales, se lleva pedazos enteros de conucos, porque el<br />

agua cava la tierra y la deshace. Las familias que viven en las márgenes suben a los lugares altos<br />

llevándose consigo los cerdos, las gallinas y las vacas. Desde su casa, Justo había visto en alguna<br />

de esas inundaciones kilómetros y kilómetros de agua esparcida sobre la tierra y en una ocasión<br />

su familia había estado días enteros sin poder salir de la vivienda porque el río se había metido<br />

hasta allí mismo y golpeaba sin cesar los pivotes de ojancho que sostenían la casa.<br />

—Conozco el Yuna –aseguraba mi amigo– como si fuera una persona, y siento por él<br />

gran cariño porque sé que esas avenidas fecundan toda la región. En cambio, Balbino Coronado<br />

lo odia a muerte.<br />

Mi amigo calló. Yo seguí un momento imaginando cómo sería aquel sitio ocupado por<br />

las aguas desbordadas.<br />

—¿Y por qué lo odia? –pregunté al cabo.<br />

—Mire, hasta hace tres años Balbino Coronado era dueño de tierras, bien pocas por cierto,<br />

unas quince tareas, pero él las aprovechaba como nadie; las tenía sembradas de cuanto puede<br />

dar un conuco pequeño. al parecer le había costado mucho trabajo adquirir esa pequeña<br />

propiedad. Estaba situada a la orilla del río, cerca de aquí, detrás de ese monte que se ve a<br />

nuestra espalda, vino el Yuna crecido por este tiempo, dos años atrás y le comió la tierra en<br />

una noche. al otro día el conuco de Balbino Coronado era cauce del río y todavía pasa por ahí.<br />

El muchacho casi se volvió loco y para mí que desde entonces no anda bien de la cabeza.<br />

La historia era curiosa. Quise saber más, y mi amigo me dijo que muchas veces había<br />

hallado a Balbino en el sitio donde había estado su conuco mirando con ojos desorbitados<br />

el majestuoso e indolente río.<br />

—Hace un rato –explicó– cuando lo vi a usté quedarse extasiado a la orilla del Yuna, yo<br />

pensaba en Balbino, para quien el río no tiene nada de bello. Por eso le dije que cada cabeza<br />

es un mundo.<br />

—Es raro –terminé yo por todo comentario.<br />

Mi amigo chupó dos o tres veces su cigarro, miró hacia el cielo y habló algo de posibles<br />

lluvias; después se puso de pie.<br />

—Vamos a dormir –dijo–. Mañana tiene usté que irse y debemos madrugar para arreglar<br />

el viaje.<br />

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Detrás suyo tomé el camino de la casa, y todavía desde la puerta contemplé un momento<br />

el dormido paisaje. Cruzando a toda marcha enormes nubes oscuras, la luna se entreveía en<br />

la altura. antes de dormirme pensé un poco en Balbino Coronado. Extraña historia la suya.<br />

Lamenté no haberlo conocido antes; hubiera tratado de intimar con él, de estudiarlo; pero<br />

no lo pensé mucho porque me fui durmiendo rápidamente.<br />

Muy temprano sentí voces cerca de mi habitación. Me levanté a toda prisa pensando<br />

que tal vez era tarde, y al abrir la puerta vi a Balbino gesticular airadamente al tiempo que<br />

decía cosas ininteligibles. Justo estaba frente a él y le miraba fijamente.<br />

—Cálmate, Balbino –dijo.<br />

Me acerqué a ellos. Con las manos clavadas en los hombros de Justo, el otro tenía los<br />

ojos desorbitados, luminosos e impresionantes; su faz era agresiva y al parecer, Balbino<br />

padecía de angustia.<br />

—¡Vuelve, le digo yo que vuelve! –aseguraba<br />

Se comprendía que estaba desesperado, pero yo no sabía debido a qué. Entre su<br />

aspecto y el de un loco no había diferencia alguna. Mi amigo lo tomó por la cintura y se<br />

lo fue llevando de allí. Iban a salir ya del comedor cuando llegó la hija de Justo. Súbitamente,<br />

Balbino se detuvo y bajó la cabeza. Con una voz dulcísima ella le increpó:<br />

—¿Cómo es eso? ¿Es que no vas a hacerme caso?<br />

Balbino no se movía. Yo me hallaba confundido y hubiera jurado que aquel hombre se<br />

había ruborizado.<br />

—Vete a la cocina –ordenó con suavidad la hija de mi amigo– y que te den desayuno.<br />

Silencioso y como humillado, Balbino se alejó sin alzar la cabeza. La muchacha le miró,<br />

después volvió los ojos al padre y movió las manos como quien lamenta algo.<br />

—Sólo le hace caso a ella cuando está así –pretendió explicarme Justo.<br />

—¿así? ¿Qué quiere decir?<br />

—Es la avenida. Cree que el Yuna va a crecer hoy.<br />

—¿Crecer hoy? no me parece.<br />

Justo sonrió.<br />

—usté no se va, amigo. Balbino nunca ha fallado en eso.<br />

—¿Y qué tiene que ver mi viaje con el Yuna?<br />

—¿Pero no se lo expliqué anoche? ¿Cómo va usté a cruzar ese río si se bota?<br />

Hablando nos sentamos a desayunar. Los nietos de mi amigo charlaban y contaban<br />

episodios de los desbordes. a poco empezó a llover y no me fue posible poner un pie fuera<br />

de la casa. a través de la ventana vi el patio lleno de agua. La hija de Justo se adormecía con<br />

el canto de la lluvia.<br />

—El pobre Balbino se vuelve loco de ésta –aseguró.<br />

Molesto con el fracaso de mis planes, me fui a la habitación y estuve acostado hasta<br />

mediodía. a esa hora la lluvia parecía menos fuerte. Debajo del piso gruñían los perros y<br />

cacareaban las gallinas. Ráfagas de viento sacudían los árboles cercanos.<br />

todo el mundo en la casa demostraba cansancio y sólo el más pequeño de los nietos de<br />

Justo parecía contento por la proximidad de la inundación. Los peones que entraban de rato<br />

en rato no decían palabra y el ambiente estaba cargado de preocupación.<br />

a la caída de la tarde la lluvia había cesado del todo. Yo estaba en la galería, viendo<br />

cómo unos patos se solazaban en las charcas, cuando vi a Balbino entrar a saltos y cruzar<br />

ante mí sin darse cuenta de mi presencia. Con todo el pelo caído sobre la frente, más<br />

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nervioso que por la mañana, con los ojos más fúlgidos, Balbino tomó a Justo por un brazo<br />

y le dijo:<br />

—¿no oye como viene roncando ese maldito?<br />

Justo le miró con seriedad.<br />

—Deja eso ya –ordenó secamente–. Yo no oigo nada. Son cuentos tuyos. además, Lucía<br />

está ahí y te va a regañar.<br />

Balbino pareció impresionado; empezó a irse, pero de pronto se volvió.<br />

—¡Y lo mato; si crece lo mato! ¡Le juro por mi madre que lo voy a matar!<br />

La voz de Lucía se oyó en la sala y como si lo hubieran conjurado, Balbino echó a correr<br />

hacia los escalones, los bajó a saltos y se perdió en el patio. Yo pensé que estaba al borde de<br />

un ataque de locura.<br />

La noche cayó rápidamente. Pasamos las primeras horas en la sala, hablando de temas<br />

variados. Cuando la familia se fue a dormir quise ver desde la galería el espectáculo de<br />

la naturaleza triste. un cielo plomizo, como lleno de humo, clareado por la luna –a la que<br />

ocultaban nubes pesadas– se extendía agobiador sobre todo cuanto los ojos dominaban. En<br />

el patio brillaba a trechos el agua aposada.<br />

—¿Quiere que bajemos a ver cómo está el río? –preguntó Justo.<br />

Yo no tenía interés en ir, pero me sentía dispuesto a dejarme llevar. tomamos un atajo<br />

que no era el mismo por el cual habíamos pasado la noche anterior; caminamos un rato<br />

largo, orillando la masa de árboles, y de pronto, en un recodo, nos sorprendió el horizonte<br />

amplio. Estábamos en un sitio sin vegetación, una especie de vasta playa guijarrosa. allí<br />

curvaba violentamente el río, yéndose hacia el oriente, y desde nuestro lugar podíamos ver<br />

una llanura pelada que se extendía sobre la margen opuesta y que parecía terminar en lo<br />

que debían ser las primeras estribaciones de la Cordillera.<br />

Del Yuna se elevaba un rumor sordo, que agobiaba como una amenaza. aparentemente<br />

el río era tranquilo en ese sitio. Desde donde estábamos la playa iba en descenso y dos metros<br />

hacia abajo el agua golpeaba con vago murmullo. La luz confusa de aquella noche se<br />

tendía sobre el paisaje. Los árboles que se alcanzaban a ver hacia la izquierda y la derecha<br />

lucían mustios, inmóviles, y despedían un brillo apagado. Silencioso y serio, Justo parecía<br />

vigilar la amplia masa líquida que susurraba a nuestros pies. De pronto me tomó un brazo<br />

y señaló hacia el recodo de donde surgía el río.<br />

—¡Mire, mire! –dijo.<br />

Yo traté de ver y no acerté a dar con lo que inquietaba a mi amigo.<br />

—¡Mire, mire cómo viene el condenado!<br />

temblorosa de emoción o de miedo, su mano señalaba con mayor vigor al tiempo que la<br />

otra se clavaba en mi brazo. Entonces observé con detenimiento. De súbito creí oír un murmullo<br />

creciente, que iba haciéndose más fuerte por segundos. atendí con toda la atención de que soy<br />

capaz. De golpe vi un lomo de agua parda que rodaba sobre el río y se lanzaba rugiendo en la<br />

que parecía plácida superficie; lo vi avanzar, descender y tornar a levantarse; lo vi hirviendo,<br />

arrojando espumas rojizas; lo vi rascar con furia las márgenes; lo vi agitarse, sacudirse, encresparse<br />

como una persona poseída de un frenesí. troncos y animales llegaban coronando<br />

una ola, y tras esa llegó otra y después otra y a poco otra más. Ya el agua estaba a un metro<br />

de nosotros. aquel líquido vivo empezó a esparcirse en la llanura que teníamos enfrente y a<br />

los pocos minutos todo el recodo donde se agitaban los pendones que crecen en las playas era<br />

lecho del río, y los pendones iban desapareciendo rápidamente bajo el seguro avance.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Yo estaba asustado, lo confieso. Veía salir el agua del recodo y la veía adueñarse del lugar.<br />

Pensaba en la noche anterior, tan dulce, tan hechicera, y pensaba también en los campesinos<br />

a quienes la inundación arrebataría cerdos y reses y arrojaría de sus casas. Sin decir palabra,<br />

Justo observaba, tan atento como yo.<br />

Ignoro cuánto tiempo estuvimos allí. Mi amigo debió cansarse porque me pidió que<br />

nos fuéramos. Yo hubiera deseado contemplar un rato más aquel turbio paisaje que a mi<br />

juicio debía tener mucho parecido con los de los primeros días de la creación. La vaga<br />

luz lunar sobre la extensión ahogada, el sordo rugido del río y su golpear incesante en el<br />

barranco, y el triste aspecto de la vegetación daban la impresión de que toda la naturaleza<br />

estaba empavorecida, así como la noche anterior me había parecido que hasta las piedras<br />

transpiraban paz.<br />

nos fuimos de allí oyendo el rumor amenazante. Justo iba hablando de lo que esperaba<br />

a la gente de las cercanías y nos aproximábamos a la casa eludiendo las charcas cuando de<br />

repente surgió de las sombras una figura humana que pareció confundida al vernos. Pero<br />

su confusión duró apenas segundos. En brusca arrancada, el que fuera echó a correr y los<br />

perros se lanzaron tras él, ladrando con vehemencia.<br />

Durante un momento no supimos qué hacer. De pronto Justo se volvió, me sujetó por<br />

una manga de la camisa y gritó:<br />

—¡Corra!<br />

a seguidas emprendió una carrera loca tras la sombra que huía. Mi impresión fue grande.<br />

no acertaba a darme cuenta de lo que estaba pasando.<br />

—¡Corra! –tornó a gritar Justo.<br />

¿Qué sentí? no fue valor ni deseo de luchar; lo sé, y no me engaño ni trato de engañar<br />

a nadie. Lo que tuve fue vergüenza de que a mi amigo le sucediera algo estando yo allí,<br />

y acaso miedo de verme solo en aquel lugar y en aquella noche fantasmal. Corrí también,<br />

corrí como quien huye de alguna amenaza; vi a Justo meterse en la oscuridad de la masa<br />

de árboles y le seguí sin saber por qué. Sentía el viento en mis oídos y los tenaces gritos<br />

de los perros me torturaban y me angustiaban. La sombra que perseguíamos cruzó por<br />

una pequeña zona de luz que dejaba un claro entre los árboles. Con increíble rapidez yo<br />

pensaba que el que fuera podía esconderse entre el bosque y esperar el paso de Justo para<br />

herirle a mansalva.<br />

—¡Justo, Justo! –grité con la pretensión de advertirle que se cuidara.<br />

Pero no me oía. Calculé que estábamos cerca del río, acaso a veinte metros. Se distinguía<br />

ya el rumor del agua, aquel sordo murmullo que levantaban las olas; y de súbito vi el Yuna a<br />

través de los troncos, y vi la borrosa figura lanzarse al cauce blandiendo en la mano derecha<br />

un hierro que en la confusa claridad despedía reflejos siniestros.<br />

—Justo, Justo! –torné a gritar.<br />

Pero ya era imposible que me oyera. La voz apenas me salía. Me ahogaba y el corazón<br />

quería salírseme del pecho. Los condenados perros se acercaban al agua y aumentaban su<br />

furioso ladrar. otros perros contestaban desde los sitios cercanos. a pique de llegar a la orilla<br />

oí a Justo lanzar voces coléricas.<br />

Y cuando, frío por el esfuerzo, agotado, casi a punto de caerme, desemboqué en el pequeño<br />

claro donde pensé que estaba Justo, vi en medio del agua a un hombre que se debatía<br />

entre las oleadas y que lanzaba machetazos a la superficie del río. Lo que se distinguía de su<br />

rostro –la mirada brillante y el gesto duro de la boca– daba la impresión de que era agitado<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

por una cólera que ningún hombre corriente podía sentir. Por encima del rugido del agua<br />

oía su voz.<br />

—¡Maldito, río maldito! –exclamaba.<br />

Desde la orilla, yo llamaba a Justo a gritos. otro lomo de agua se acercaba rugiendo a aquel<br />

hombre que se retorcía y se agitaba en medio del Yuna. Vi el agua acercarse a él hirviendo,<br />

espumeando, enrollándose, mordiéndose a sí misma. aquella mole pardusca avanzaba de<br />

una orilla a la otra, y las piedras de las orillas saltaban como hojas y el barro se deshacía al<br />

contacto con aquella fuerza ciega. Vi el agua acercarse y vi el gesto de ira que endureció por<br />

última vez las facciones del hombre. todavía alzó el machete una vez más, y un tronco que<br />

rodaba llevado por la corriente se interpuso entre él y mis ojos. Justo Félix, que había legado<br />

a mi lado, gritó, haciendo rebotar el grito de orilla en orilla.<br />

—¡Balbinoooo… Sal, Balbinooooo!<br />

Pero Balbino no salió.<br />

Cinco días después, cuando bajó la crecida, se vio que el cauce del río había cambiado y<br />

las quince tareas de Balbino Coronado habían quedado libres de agua y listas para levantar<br />

un buen conuco. Sin embargo, hasta donde me informaron, se quedarían sin dar fruto porque<br />

Balbino Coronado no tenía quien lo heredara.<br />

La bella alma de don Damián<br />

Don Damián entró en la inconsciencia rápidamente, a compás con la fiebre que iba subiendo<br />

por encima de treinta y nueve grados. Su alma se sentía muy incómoda, casi a punto<br />

de calcinarse, razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el corazón. El alma tenía infinita<br />

cantidad de tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada uno metido en una vena y<br />

algunos sumamente delgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y a medida<br />

que eso iba haciendo don Damián perdía calor y empalidecía. Se le enfriaron primero las<br />

manos, luego las piernas y los brazos; la cara comenzó a ponerse atrozmente pálida, cosa que<br />

observaron las personas que rodeaban el lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo<br />

que era tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas palabras y pensó: “Hay que apresurarse,<br />

o viene ese señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me queme la fiebre”.<br />

Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas entraba una luz lívida, que anunciaba<br />

el próximo nacimiento del día. asomándose a la boca de don Damián –que se conservaba<br />

semiabierta para dar paso a un poco de aire– el alma notó la claridad y se dijo que si no actuaba<br />

pronto no podría hacerlo más tarde debido a que la gente la vería salir y le impediría<br />

abandonar el cuerpo de su dueño. El alma de don Damián era ignorante en ciertas cosas;<br />

por ejemplo, no sabía que una vez libre resultaba totalmente invisible.<br />

Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la soberbia cama donde yacía el<br />

enfermo, y se dijeron frases atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada como estaba en<br />

escapar de su prisión. La enfermera entró con una jeringa hipodérmica en la mano.<br />

—¡ay, Dios mío, Dios mío, que no sea tarde! –clamó la voz de la vieja criada.<br />

Pero era tarde. a un mismo tiempo la aguja penetraba en un antebrazo de don Damián<br />

y el alma sacaba de la boca del moribundo sus últimos tentáculos. El alma pensó que la<br />

inyección había sido un gasto inútil. En un instante se oyeron gritos diversos y pasos<br />

apresurados, y mientras alguien –de seguro la criada, porque era imposible que se tratara<br />

de la suegra o de la mujer de don Damián– se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía<br />

del centro del techo. allí se agarró con suprema fuerza y miró hacia abajo: don Damián era<br />

ya un despojo amarillo, de facciones casi transparentes y duras como el cristal; los huesos<br />

del rostro parecían haberle crecido y la piel tenía un brillo repelente. Junto a él se movían<br />

la suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en el lecho sollozaba la anciana<br />

criada. El alma sabía a ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero no<br />

quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía ser vista allí<br />

donde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con indescriptible miedo. De pronto<br />

vio a la suegra de don Damián tomar a su hija de un brazo y llevarla al pasillo; allí le habló,<br />

con acento muy bajo. Y he aquí las palabras que oyó el alma:<br />

—no vayas a comportarte ahora como una desvergonzada. tienes que demostrar dolor.<br />

—Cuando llegue gente, mamá –susurró la hija.<br />

—no, desde ahora. acuérdate que la enfermera puede contar luego.<br />

En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama como una loca diciendo:<br />

—¡Damián, Damián mío; ay mi Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti, Damián de mi<br />

vida?<br />

otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la de don Damián, trepada<br />

en su lámpara, admiró la buena ejecución del papel. El propio don Damián procedía así en<br />

ciertas ocasiones, sobre todo cuanto le tocaba actuar en lo que él llamaba “la defensa de mis<br />

intereses”. La mujer estaba ahora “defendiendo sus intereses”. Era bastante joven y agraciada;<br />

en cambio don Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando él la conoció, y<br />

el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de los celos de su ex dueño. El alma<br />

recordaba cierta escena, hacía por cierto pocos meses, en la que la mujer dijo:<br />

—¡no puedes prohibirme que le hable! ¡tú sabes que me casé contigo por tu dinero!<br />

a lo que don Damián había contestado que con ese dinero él había comprado el derecho<br />

a no ser puesto en ridículo. La escena fue muy desagradable, con intervención de la suegra<br />

y amenazas de divorcio. En suma, un mal momento, empeorado por la circunstancia de que<br />

la discusión fue cortada en seco debido a la llegada de unos muy distinguidos visitantes a<br />

quienes marido y mujer atendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo<br />

ella, el alma de don Damián, apreciaba en todo su real valor.<br />

Estaba el alma allá arriba, en la lámpara, recordando tales cosas, cuando llegó a toda<br />

prisa un sacerdote. nadie sabía por qué se presentaba tan a tiempo, puesto que todavía no<br />

acababa de salir el sol del todo y el sacerdote había sido visita durante la noche.<br />

—Vine porque tenía el presentimiento; vine porque temía que don Damián diera su<br />

alma sin confesar –trató de explicar.<br />

A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza, preguntó:<br />

—¿Pero no confesó anoche, padre?<br />

aludía a que durante cerca de una hora el ministro del Señor había estado encerrado<br />

a solas con don Damián, y todos creían que el enfermo había confesado. Pero no había<br />

sucedido eso. trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y sabía también por qué había<br />

llegado el cura. aquella larga entrevista solitaria había tenido un tema más bien árido;<br />

pues el sacerdote proponía a don Damián que testara dejando una importante suma para<br />

el nuevo templo que se construía en la ciudad, y don Damián quería dejar más dinero del<br />

que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. no se entendieron, y al llegar a su casa<br />

el padre notó que no llevaba consigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía al alma, una<br />

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vez libre, eso de poder saber cosas que no habían ocurrido en su presencia, así como adivinar<br />

lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabía que el cura se había dicho: “Recuerdo haber<br />

sacado el reloj en casa de don Damián para ver qué hora era; seguramente lo he dejado allá”.<br />

De manera que esa visita a hora tan extraordinaria nada tenía que ver con el reino de Dios.<br />

—No, no confesó –explicó el sacerdote mirando fijamente a la suegra de don Damián–.<br />

no llegó a confesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora para confesar y<br />

tal vez comulgar. He llegado tarde, y es gran lástima –dijo mientras movía el rostro hacia los<br />

rincones y las doradas mesillas, sin duda con la esperanza de ver el reloj en una de ellas.<br />

La vieja criada, que tenía más de cuarenta años atendiendo a don Damián, levantó la<br />

cabeza y mostró dos ojos enrojecidos por el llanto.<br />

—Después de todo no le hacía falta –aseguró–, y que Dios me perdone. no necesitaba<br />

confesar porque tenía una bella alma, una alma muy bella tenía don Damián.<br />

¡Diablos, eso sí era interesante! Jamás había pensado el alma de don Damián que fuera<br />

bella. Su amo hacía ciertas cosas raras, y como era un hermoso ejemplar de hombre rico y<br />

vestía a la perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta de banco, el alma no<br />

había tenido tiempo de pensar en algunos aspectos que podían relacionarse con su propia<br />

belleza o con su posible fealdad. Por ejemplo, recordaba que su amo le ordenaba sentirse<br />

bien cuando tras laboriosas entrevistas con el abogado don Damián hallaba la manera de<br />

quedarse con la casa de algún deudor –y a menudo ese deudor no tenía dónde ir a vivir<br />

después– o cuando a fuerza de piedras preciosas y de ayuda en metálico –para estudios, o<br />

para la salud de la madre enferma– una linda joven de los barrios obreros accedía a visitar<br />

cierto lujoso departamento que tenía don Damián. ¿Pero era ella bella o era fea?<br />

Desde que logró desasirse de las venas de su amo hasta que fue objeto de esa alusión por<br />

parte de la criada, había pasado, según cálculo del alma, muy corto tiempo; y probablemente<br />

era mucho menos todavía de lo que ella pensaba. todo sucedió muy de prisa y además de<br />

manera muy confusa. Ella sintió que se cocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió<br />

que la fiebre seguiría subiendo. Antes de retirarse, mucho más allá de la medianoche, el<br />

médico lo había anunciado. Había dicho:<br />

—Puede ser que la fiebre suba al amanecer; en ese caso hay que tener cuidado. Si ocurre<br />

algo, llámenme.<br />

¿Iba ella a permitir que se le horneara? Se hallaba con lo que podría denominarse su centro<br />

vital muy cerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos despedían fuego. Parecería<br />

como los animales horneados, lo cual no era de su agrado. Pero en realidad, ¿cuánto tiempo<br />

había transcurrido desde que dejó el cuerpo de don Damián? Muy poco, puesto que todavía<br />

no se sentía libre del calor a pesar del ligero fresco que el día naciente esparcía y lanzaba<br />

sobre los cristales de Bohemia de que se hallaba sujeta. Pensaba que no había sido violento<br />

el cambio de clima entre las entrañas de su ex dueño y la cristalería de la lámpara, gracias a<br />

lo cual no se había resfriado. Pero con o sin cambio violento, ¿qué había de las palabras de<br />

la criada? “Bella”, habia dicho la anciana servidora. La vieja sirvienta era una mujer veraz,<br />

que quería a su amo porque lo quería, no por su distinguida estampa ni porque él le hiciera<br />

regalos. al alma no le pareció tan sincero lo que oyó a continuación:<br />

—¡Claro que era una bella alma la suya! –corroboraba el cura.<br />

—Bella era poco, señor –aseguró la suegra.<br />

El alma se volvió a mirar y vio cómo, mientras hablaba, la señora se dirigía a su hija con<br />

los ojos. En tales ojos había a la vez una orden y una imprecación. Parecían decir: “Rompe a<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

llorar ahora mismo, idiota, no vaya a ser que el señor cura se dé cuenta de que te ha alegrado<br />

la muerte de este miserable”. La hija comprendió en el acto el mudo y colérico lenguaje,<br />

pues a seguidas prorrumpió en dolorosas lamentaciones:<br />

—¡Jamás, jamás hubo alma más bella que la suya! ¡ay, Damián mío, Damián mío, luz<br />

de mi vida!<br />

El alma no pudo más; estaba sacudida por la curiosidad y por el asco; quería asegurarse<br />

sin perder un segundo de que era bella y quería alejarse de un lugar donde cada quien trataba<br />

de engañar a los demás. Curiosa y asqueada, pues, se lanzó desde la lámpara en dirección<br />

hacia el baño, cuyas paredes estaban cubiertas por grandes espejos. Calculó bien la distancia<br />

para caer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido. Además de ignorar que la gente no<br />

podía verla, el alma ignoraba que ella no tenía peso. Sintió gran alivio cuando advirtió que<br />

pasaba inadvertida, y corrió, desolada, a colocarse frente a los espejos.<br />

¿Pero qué estaba sucediendo, gran Dios? En primer lugar, ella se había acostumbrado<br />

durante más de sesenta años a mirar a través de los ojos de don Damián; y esos ojos estaban<br />

altos, a casi un metro y setenta centímetros sobre el suelo; estaba acostumbrada, además, al<br />

rostro vivaz de su amo, a sus ojos claros, a su pelo brillante de tonos grises, a la arrogancia<br />

con que alzaba el pecho y levantaba la cabeza, a las costosas telas con que se vestía. Y lo que<br />

veía ahora ante sí no era nada de eso, sino una extraña figura de acaso un pie de altura, blanduzca,<br />

parda, sin contornos definidos. En primer lugar, no se parecía a nada conocido. Pues<br />

lo que debían ser dos pies y dos piernas, según fue siempre cuando se hallaba en el cuerpo de<br />

don Damián, era un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de tentáculos, como los de<br />

pulpo, pero sin regularidad, unos más cortos que otros, unos más delgados que los demás, y<br />

todos ellos como hechos de humo sucio, de un indescriptible lodo impalpable, como si fueran<br />

transparentes y no lo fueran, sin fuerza, rastreros, que se doblaban con repugnante fealdad. El<br />

alma de don Damián se sintió perdida. Sin embargo sacó coraje para mirar más hacia arriba.<br />

no tenía cintura. En realidad, no tenía cuerpo ni cuello ni nada, sino que de donde se reunían<br />

los tentáculos salía por un lado una especie de oreja caída, algo así como una corteza rugosa<br />

y purulenta, y del otro un montón de pelos sin color, ásperos, unos retorcidos, otros derechos.<br />

Pero no era eso lo peor, y ni siquiera la extraña luz grisácea y amarillenta que la envolvía,<br />

sino que su boca era un agujero informe, a la vez como de ratón y de hoyo irregular en una<br />

fruta podrida, algo horrible, nauseabundo, verdaderamente asqueroso, ¡y en el fondo de ese<br />

hoyo brillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y expresión de terror y perfidia! ¿Cómo<br />

explicarse que todavía siguieran esas mujeres y el cura asegurando allí, en la habitación de al<br />

lado, junto al lecho donde yacía don Damián, que la suya había sido una alma bella?<br />

—Salir, salir a la calle yo así, con este aspecto, para que me vea la gente? –se preguntaba<br />

en lo que ella creía toda su voz, ignorante aún de que era invisible e inaudible, perdida en<br />

un negro túnel de confusión.<br />

¿Qué haría, qué destino tomaría? Sonó el timbre. a seguidas la enfermera dijo:<br />

—Es el médico, señora. Voy a abrirle.<br />

a tales palabras la esposa de don Damián comenzó a aullar de nuevo, invocando a su<br />

muerto marido y quejándose de la soledad en que la dejaba.<br />

Paralizada ante su propia imagen el alma comprendió que estaba perdida. Se había<br />

acostumbrado a su refugio, al alto cuerpo de don Damián; se había acostumbrado incluso al<br />

insufrible olor de sus intestinos, al ardor de su estómago, a las molestias de sus resfriados.<br />

Entonces oyó el saludo del médico y la voz de la suegra, que declamaba:<br />

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—¡ay, doctor, qué desgracia, doctor, qué desgracia!<br />

—Cálmese, señora, cálmese –respondía el médico.<br />

El alma se asomó a la habitación del difunto. allí, alrededor de la cama, se amontonaban<br />

las mujeres; de pie en el extremo opuesto a la cabecera, con un libro abierto, el cura comenzaba<br />

a rezar. El alma midió la distancia y saltó. Saltó con facilidad que ella misma no creía,<br />

como si hubiera sido de aire o un extraño animal capaz de moverse sin hacer ruido y sin<br />

ser visto. don Damián conservaba todavía la boca ligeramente abierta. La boca estaba como<br />

hielo, pero no importaba. Por ella entró raudamente el alma y a seguidas se coló laringe<br />

abajo y comenzó a meter sus tentáculos en el cuerpo, atravesando las paredes interiores sin<br />

dificultad alguna. Estaba acomodándose cuando oyó hablar al médico.<br />

—un momento, señora, por favor –dijo.<br />

El alma podía ver al doctor, aunque de manera muy imprecisa. El médico se acercó al<br />

cuerpo de don Damián, le tomó una muñeca, pareció azorarse, pegó el rostro al pecho y<br />

lo dejó descansar ahí un momento. Después, despaciosamente, abrió su maletín y sacó un<br />

estetoscopio: con todo cuidado se lo colocó en ambas orejas y luego pegó el extremo suelto<br />

sobre el lugar donde debía estar el corazón. Volvió a poner expresión azorada; removió el<br />

maletín y extrajo de él una jeringa hipodérmica. Con aspecto de prestidigitador que prepara<br />

un número sensacional, dijo a la enfermera que llenara la jeringa mientras él iba amarrando<br />

un pequeño tubo de goma sobre el codo de don Damián. al parecer, tantos preparativos<br />

alarmaron a la vieja criada.<br />

—¿Pero para qué va a hacerle eso, si ya está muerto el pobre? –preguntó.<br />

El médico la miró de hito en hito con aire de gran señor; y he aquí lo que dijo, si bien<br />

no para que le oyera ella, sino para que le oyeran sobre todo la esposa y la suegra de don<br />

Damián:<br />

—Señora, la ciencia es la ciencia, y mi deber es hacer cuanto esté a mi alcance para volver<br />

a la vida a don Damián. almas tan bellas como la suya no se ven a diario y no es posible<br />

dejarle morir sin probar hasta la última posibilidad.<br />

Este breve discurso, dicho con noble calma, alarmó a la esposa. Fue fácil notar en sus<br />

ojos un brillo duro, y en su voz cierto extraño temblor.<br />

—¿Pero no está muerto? –preguntó.<br />

El alma estaba ya metida del todo y sólo tres tentáculos buscaban todavía, al tacto,<br />

las antiguas venas en que habían estado años y años. La atención que ponía en situar esos<br />

tentáculos donde debían estar no le impidió, sin embargo, advertir el acento de intriga con<br />

que la mujer hizo la pregunta.<br />

El médico no respondió. tomó el antebrazo de don Damián y comenzó a pasar una<br />

mano por él. a ese tiempo el alma iba sintiendo que el calor de la vida iba rodeándola,<br />

penetrándola, llenando las viejas arterias que ella había abandonado para no calcinarse.<br />

Entonces, casi simultáneamente con el nacimiento de ese calor, el médico metió la aguja en<br />

la vena del brazo, soltó el ligamento de encima del codo y comenzó a empujar el émbolo<br />

de la jeringuilla. Poco a poco, en diminutas oleadas, el calor de la vida fue ascendiendo a<br />

la piel de don Damián.<br />

—¡Milagro, Señor, milagro! –barbotó el cura.<br />

Súbitamente, presenciando aquella resurrección, el sacerdote palideció y dio rienda<br />

suelta a su imaginación. La contribución para el templo estaba segura, ¿pues cómo podría<br />

don Damián negarle su ayuda una vez que él le refiriera, en los días de convalecencia, cómo<br />

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le había visto volver a la vida segundos después de haber rogado pidiendo por ese milagro?<br />

“El Señor atendió a mis ruegos y lo sacó de la tumba, don Damián”, diría él.<br />

Súbitamente también la esposa sintió que su cerebro quedaba en blanco. Miraba con<br />

ansiedad el rostro de su marido y se volvía hacia la madre. una y otra se hallaban desconcertadas,<br />

mudas, casi aterradas.<br />

Pero el médico sonreía. Se hallaba muy satisfecho, aunque trataba de no dejarlo ver.<br />

—¡ay, si se ha salvado, gracias a Dios y a usted! –gritó de pronto la criada, cargada de<br />

lágrimas de emoción, tomando las manos del médico–. ¡Se ha salvado, está resucitado! ¡ay,<br />

don Damián no va a tener con qué pagarle, señor! –aseguraba.<br />

Y cabalmente, en eso estaba pensando el médico, en que don Damián tenía de sobra con<br />

qué pagarle. Pero dijo otra cosa. Dijo:<br />

—aunque no tuviera con qué pagarme lo hubiera hecho, porque era mi deber salvar<br />

para la sociedad un alma tan bella como la suya.<br />

Estaba contestándole a la criada, pero en realidad hablaba para que le oyeran los demás;<br />

sobre todo, para que le repitieran esas palabras al enfermo, unos días más tarde, cuando<br />

estuviera en condiciones de firmar.<br />

Cansada de oír tantas mentiras el alma de don Damián resolvió dormir. un segundo después<br />

don Damián se quejó, aunque muy débilmente, y movió la cabeza en la almohada.<br />

—ahora dormirá varias horas –explicó el médico– y nadie debe molestarlo.<br />

Diciendo lo cual dio el ejemplo, y salió de la habitación en puntillas.<br />

Maravilla<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

La baja de la carne –por los días aquellos en que un toro de veinticinco arrobas valía<br />

veinticinco pesos– salvó a Maravilla del puñal del matarife, pero no pudo torcer su destino.<br />

El dueño llegó, le dio la vuelta estudiándolo detenidamente, le golpeó las ancas y dijo,<br />

mientras chupaba su cigarro, que era un crimen vender tan hermoso animal a ese precio;<br />

después se fue, cambiando opiniones con el viejo uribe, y Maravilla empezó a mordisquear<br />

la grama con su calma habitual. Cuando el viejo uribe volvió se plantó frente a la bestia y<br />

sin quitarle el ojo de encima se pasó largo rato con los brazos clavados en la cintura, la boca<br />

cerrada y la cara ensombrecida. allí estuvo uribe con sus piernas torcidas y sus hombros<br />

estrechos hasta que llegó el boyero Eusebio, a quien dijo, con cierta pesadumbre, que había<br />

que abrirle la nariz a Maravilla y que el dueño había dispuesto mandarlo a la loma.<br />

—¡Pal arrastre? –preguntó Eusebio.<br />

—unjú –respondió uribe.<br />

algo murmuró el boyero. uribe se fue sin ponerle mayor caso. Ya había él pensado eso<br />

mismo y estaba de acuerdo con lo que dijera Eusebio sobre la belleza del animal y la pena<br />

de enviarlo al trabajo. al cabo, ¿no era igual matarlo?<br />

Eusebio salió a la amanecida de un lunes, arreando a Maravilla. Eusebio temía que la<br />

gordura le hiciera daño y lo ahogara en la subida de la loma. Con su piel rojiza y blanca, sus<br />

cuernos cortos, sus ancas potentes y su hermoso cuello, Maravilla se veía fuerte y poderoso.<br />

Su conductor y él iban flanqueando el primer repecho de la Cordillera por el lado de San José;<br />

abajo, hacia el sur, flotaban manchas de humo mecidas por el viento y entre las arboledas<br />

se extendía rápidamente un tono oscuro. Eusebio se detuvo un instante para contemplar la<br />

llanura y pensó que había escogido mal día. “De las doce pa bajo llueve”, se dijo.<br />

503


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

El boyero Eusebio era muy viejo en esas andanzas para no saber con exactitud qué decían<br />

las señales del tiempo. Con toda seguridad llovería. El aserradero estaba bien distante y si le<br />

cogía el agua con Maravilla cansado iba a tener que encomendarse a todos los santos para<br />

llegar antes de la noche. Dispuso, pues, apurar al animal. al principio Maravilla rompía en<br />

trote cuando oía la voz potente de Eusebio ordenándole más prisa, pero al cabo empezó a<br />

sentir cansancio y un golpe fuerte en el pecho, algo así como si el corazón le hubiera estado<br />

creciendo. El calor era agobiante y el poco sol que llegaba quemaba como una llama. Fatigado<br />

y respirando sonoramente, Maravilla logró ganar el firme de la loma.<br />

En aquellos sitios sólo había pinos. Las negras raíces se extendían cruzando el camino,<br />

y los enormes troncos, cubiertos de cáscara rugosa, se sucedían en desorden. al pie de uno<br />

de ellos, babeando y cansado, se detuvo Maravilla.<br />

Las manchas oscuras iban ganando las primeras estribaciones de la loma; a lo lejos se<br />

podía columbrar algún techo pardo y entre la confusión de las arboledas se distinguían los<br />

tonos claros de los potreros. Expandiendo las costillas a resoplidos, Maravilla quiso descansar<br />

mientras contemplaba el paisaje con ojos inexpresivos. Pero Eusebio veía acercarse la lluvia<br />

y opinó que debían seguir. Gritó dos o tres veces, y aunque Maravilla quiso complacerlo, no<br />

pudo. Estaba ahogándose; sentía el corazón pesado como una piedra y apenas podía batir<br />

la cola. Eusebio perdió la paciencia, y con una larga vara que no había utilizado en toda la<br />

mañana, aguijoneó al animal pinchándole las ancas. Maravilla saltó como si lo hubieran picado<br />

con una punta de fuego. El boyero volvió a clavarlo. Fuera de sí por el dolor, Maravilla<br />

echó a correr y su enorme cuerpo se balanceaba mientras sus pisadas resonaban sordamente.<br />

Profiriendo gritos, Eusebio le siguió.<br />

La sospecha de que el hombre pudiera alcanzarlo y volver a causarle dolor enfriaba en<br />

sus venas la sangre del animal. Se sentía cada vez más asustado y sus propios pasos le causaban<br />

angustia. Favorecido por los desniveles del firme de la loma, anduvo a toda carrera<br />

hasta que el sol desapareció entre las nubes y el viento empezó a presagiar la cercanía de la<br />

lluvia. El boyero había dejado de gritar. arremolinándose en las copas de los pinos, la brisa<br />

arrancaba hojuelas. El lugar iba tomándose oscuro y desagradable. Maravilla sintió de golpe<br />

la soledad. Ese sentimiento no era nuevo; él había sido siempre muy sensible a la tristeza<br />

de la lluvia. Pero entonces, en aquel sitio apartado, sin compañeros y con el recuerdo de los<br />

pinchazos, la tristeza le pareció mayor. Se detuvo y volvió los ojos en redondo buscando<br />

la presencia de algún toro o de alguna vaca. El viento tomaba fuerzas por momentos. Los<br />

pinos jóvenes se doblaban y gemían como seres vivos; el batir de las hojuelas llenaba el<br />

paraje de un rumor entristecedor. Maravilla perdió su calma habitual. El mismo Eusebio<br />

se había detenido y observaba aquellas señales de mal tiempo con evidente preocupación.<br />

Repentinamente asustado, Maravilla lanzó un mugido largo y doloroso.<br />

—¡Cállate condenao! –gritó el boyero.<br />

a seguidas, como si el animal le hubiera insultado, se puso a dar voces ordenando que<br />

siguiera y el desdichado Maravilla pudo notar en el brillo de sus ojos que se había puesto fuera<br />

de sí. temeroso de algo malo, Maravilla echó a andar. Sólo el miedo podía hacerle caminar.<br />

Estaba agobiado, con el pecho como lleno de aire, las ancas adoloridas y las rodillas duras.<br />

La furia del viento aumentó de golpe y el grito de los pinos azotados se hizo más fuerte. Y<br />

de pronto comenzó a llover. De los Pinos caían gotas gruesas y al sentirlas el animal perdió<br />

hasta el miedo que tenía; sólo le quedó su sentimiento de soledad y desamparo y empezó a<br />

mugir tristemente. Eusebio buscó el cobijo de un tronco, y se dobló y se cubrió como pudo<br />

504


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

mientras Maravilla batiendo la cola, mugía con acento doliente, Al fin, también Maravilla<br />

buscó abrigo al pie de un pino. El y el hombre podían verse por entre el agua. Desde su<br />

lugar, Eusebio contempló la bestia, tan poderosa, tan fuerte, y volvió a sentir pena por el<br />

destino que le esperaba.<br />

Cuando la lluvia cesó había caído tanta agua que durante horas estaría bajando por los<br />

flancos de la loma y llenando el camino. El barro era pegajoso y en algunos sitios las patas<br />

de Maravilla se metían casi hasta las rodillas en aquella pasta rojiza. Sin duda Eusebio quería<br />

ganar el tiempo perdido y por eso gritaba como un endemoniado. Hostigado por aquella<br />

voz Maravilla apuraba el paso, cuidándose de clavar bien las pezuñas. antes de una hora<br />

se sentía cansado; le dolían las ancas y respiraba con dificultad.<br />

—¡Echa, que horita llegamos! –gritaba Eusebio.<br />

Y él “echó”. todavía caían algunas gotas de agua rezagadas y los pinos se revolvían,<br />

llevados y traídos por el viento. De pronto Maravilla percibió un rumor sordo, como de río<br />

despeñándose.<br />

—¡Para, para! –ordenó el hombre.<br />

al tiempo de decirlo se le puso delante y le pegó la garrocha en la frente. Con las patas y<br />

el vientre llenos de barro, molido, cansado, el animal se detuvo y miró en redondo. Eusebio<br />

señaló un camino que descendía a la derecha de Maravilla, y éste vio que abajo, casi como<br />

si estuvieran a sus patas, había algunos bohíos y un rancho largo, cubierto de zinc, del cual<br />

salía humo.<br />

—¡Echa! –tornó a gritar el boyero.<br />

Empezaba a oscurecer. Con sus lentos ojos, Maravilla vio la bajada del camino, por el cual<br />

rodaba agua, y sintió miedo. El descenso era difícil, mucho más que la peor de las subidas,<br />

porque como él tenía las patas delanteras más cortas que las de atrás, sentía que todo el peso<br />

del cuerpo se le iba a la cruz y tiraba de él hacia adelante, como queriendo derriscarle de<br />

cabeza. Lleno de hoyos, de piedras, de lodo y de raíces, aquel sendero le parecía a Maravilla<br />

la peor prueba de su vida. Por momentos volvía los ojos al boyero pidiéndole que lo dejara<br />

allí, que no lo mortificara más con sus gritos. Quería descansar, echarse a rumiar, dormitar<br />

un poco. Oscurecía rápidamente. Maravilla adelantaba con suma cautela, afirmando cada<br />

pezuña en terreno sólido. Correteando arriba, sin tirarse a las profundas zanjas del camino,<br />

sujetándose a los troncos y gritando sin cesar, Eusebio blandía su garrocha sobre los ojos<br />

del animal. Enloquecido por el tormento, Maravilla se puso a mugir, y su mugido era casi<br />

un grito de angustia. no podía más. Veía los bohíos y distinguía ya algunos hombres que<br />

saltaban sobre los pinos cortados; los veía y pensaba que jamás podría él llegar allá abajo.<br />

Desde el fondo del hoyo subieron ladridos de perros y voces agudas.<br />

—¡Echa! –gritaba Eusebio sin cesar.<br />

Pero Maravilla resolvió no “echar” más. Volvió los ojos a Eusebio, le miró largamente<br />

y decidido a soportar lo que le llegara, dobló las patas delanteras y se recostó en el lodo;<br />

pareció recobrar de golpe su acostumbrada placidez y se puso a ver, por entre los pinos, las<br />

lomas más cercanas. El boyero lanzó un grito agudo.<br />

—¡Condenao! –rugió–. ¡arriba, maldecío!<br />

La bestia hizo como si no lo oyera, lo cual llenó al hombre de cólera. Blandiendo la<br />

garrocha le asestó varios golpes en el espinazo y después empezó a clavarle la punta en las<br />

ancas. El animal sentía aquel clavo como un punto de fuego, pero prefería ese tormento al<br />

de seguir andando. Eusebio perdió completamente la cabeza; los ojos le enrojecieron como<br />

505


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

brasas, saltó al camino y comenzó a golpear a Maravilla en las costillas, dándole con el mango<br />

de la garrocha; después le pegó con pies y manos. Los gritos del boyero eran insufribles.<br />

Estaba como loco y llegó a pensar en saltarle un ojo a aquella bestia inconmovible, pero al<br />

fin decidió hacer algo más práctico: le tomó la cola, se la dobló por la mitad y apretó con<br />

todas sus fuerzas. Maravilla sintió de pronto un dolor tan agudo que perdió la vista y creyó<br />

que iba a morir. Mecánicamente se paró. De poder hacerlo, hubiera gritado como los seres<br />

humanos. aquel dolor insoportable le había dejado sin fuerzas. Eusebio volvió a tomarle la<br />

cola, y temeroso de que repitiera su crueldad, Maravilla echó a andar. no tenía ya voluntad.<br />

Sólo el miedo lo empujaba y se movía como un madero arrastrado por la corriente de un<br />

río. Fue bajando la pendiente poco a poco, mugiendo con tristeza. El ruido de la brisa entre<br />

los pinos, el del agua que rodaba y el que subía del fondo le atontaban más. Pensaba en el<br />

potrero y recordaba los días en que fue castrado.<br />

Llegó, al fin, metida ya la noche y levantando un vuelo de ladridos. Eusebio le hizo entrar<br />

en un corralejo y vio perros acercársele con los dientes desnudos; se echó en un aserrín caluroso<br />

y al mismo tiempo húmedo, y su cansancio era tal que durmió hasta la madrugada.<br />

Por la mañana hubo sol y la bestia pudo darse cuenta, observando lo que le rodeaba,<br />

de que estaba en un aserradero. Había por todas partes troncos de pinos; algunos hombres<br />

sacaban parejas de bueyes enyugados y se iban con ellos. Del lado opuesto a aquel por donde<br />

había llegado Maravilla, corría un río. Justamente encima del río, acaso a quinientos metros de<br />

distancia, la loma estaba calva, sin un árbol, y mostraba su entraña rojiza. Maravilla vio que<br />

algunas parejas de bueyes llegaban al calvero y que dos hombres golpeaban los troncos que<br />

arrastraban los bueyes; los troncos se desprendían, resbalaban por una zanja profunda que<br />

caía a tajo sobre el río, y, formando un estrépito infernal rodaban, haciendo saltar piedras y<br />

barro, y pegaban en el agua, de la cual se elevaban columnas de espuma. El río se remansaba<br />

en ese punto, pero inmediatamente volvía a correr llevándose los troncos. Varios hombres,<br />

armados de varas terminadas en hierros curvos, saltaban de tronco en tronco y los iban empujando<br />

y ordenando para que no se amontonaran. Los cantos de aquellos hombres y los<br />

gritos de los boyeros que desde allá arriba pedían atención, se confundían con el rumor del<br />

agua, el ruido de la tierra y los ladridos de los perros. un humo oloroso a madera se elevaba<br />

continuamente de una chimenea. algunos mulos esperaban que acabaran de cargarlos; les<br />

amarraban tablas en los lados y salían a trote ligero, arreados por los recueros, que gritaban<br />

y hacían restallar sus foetes. Maravilla trató de dormitar, pero el ruido no lo dejaba. no se<br />

movió, sin embargo. Estuvo allí toda la mañana, y los chicos –también algunos que no lo<br />

eran– se acercaban a mirarle y a decir su nombre en alta voz. Con su mirada noble, Maravilla<br />

los observaba mientras rumiaba con lentitud.<br />

Bien entrada la tarde lo sacaron del corralejo y lo llevaron junto a un viejo buey negro,<br />

de ancas peladas y cuernos rugosos, que estaba en mitad de una explanada y que tenía aspecto<br />

penoso. aquel huesudo compañero parecía agobiado por los años. Excepto la quijada,<br />

nada se movía en su cuerpo, ni siquiera la cola, por mucho que las moscas se posaban en las<br />

llagas que le había formado la garrocha. no se movió tampoco cuando pusieron a su lado<br />

a Maravilla. Maravilla se impresionó cuando trajeron un yugo que colocaron en su cabeza<br />

y en la del viejo buey. Sintió que amarraban el yugo a sus cuernos, pero no intentó impedir<br />

la operación. Se quedó quieto un rato y no comprendió de qué se trataba sino más tarde,<br />

cuando quiso moverse y observó que no podía hacerlo ni podía mover la cabeza. así, en ese<br />

estado, le hicieron andar. todo el resto de la tarde tuvo que pasarlo aprendiendo a soportar<br />

506


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

el yugo, a parar en seco, a recular. Le dolía el pescuezo y debía estar atento a la menor presión<br />

de su compañero o a la voz del boyero. Dar la vuelta, lo cual se hacía girando sobre las<br />

patas delanteras, le parecía un tormento infernal.<br />

Aquello duró varios días, pero al fin se acostumbró al yugo, al ruido de la sierra, a los<br />

silbidos de las máquinas, al estrépito de los troncos que caían, a las voces de mando. Y un<br />

día –una clara mañana de junio– Maravilla fue sacado con su viejo compañero y llevado a la<br />

loma. Le hicieron caminar horas y horas por entre pinos, por bajadas y subidas, por lugares<br />

donde las hojas caídas hacían el suelo resbaloso y por otras donde las piedras golpeaban<br />

sus patas. El sol penetraba en todas partes y la brisa hacía sonar dulcemente la loma. Sin<br />

duda el día era bello, pero Maravilla no podía apreciarlo porque iba sometido al yugo, con<br />

la cabeza baja, sin poder moverla. a su lado, calmoso y triste, iba caminando lentamente el<br />

viejo buey negro, ducho en sufrimientos. Anduvieron larga distancia y al fin llegaron a un<br />

claro donde reposaban troncos enormes de pino a los cuales habían quitado la corteza para<br />

que resbalaran fácilmente sobre el camino. Cuando Maravilla y su compañero llegaron allí<br />

oyeron a dos hombres saludar alegremente al boyero que los conducía.<br />

—Vamos a ponerle este tronco, que es de buen tamaño –dijeron.<br />

—no –opinó el boyero–, Maravilla es nuevo y hay que ponerle carga liviana.<br />

Los otros protestaron que nada importaba eso y al cabo de una ligera discusión se acordó<br />

que yendo con el negro, no había miedo de que Maravilla no pudiera cargar pesado.<br />

Mientras los hombres discutían los animales reposaban a la sombra de los pinos. El sitio era<br />

plácido. La brisa danzaba suavemente y alguna avecilla –muy raras en esos parajes– saltaba<br />

y piaba arriba.<br />

Pero el descanso no fue largo. Los hombres escogieron un tronco enorme y en el extremo<br />

más grueso, justamente en el corazón, le clavaron una especie de gran púa. utilizaban<br />

una mandarria y sus golpes resonaban multiplicándose de árbol en árbol hasta perderse a<br />

lo lejos. una vez terminada esa faena llevaron a los bueyes junto a la cabeza donde habían<br />

clavado la púa, pusieron en ésta una cadena y colgaron la otra punta de la cadena en una<br />

argolla que llevaba colgando el yugo. Maravilla oyó el tintineo de los hierros y temió que<br />

iba a empezar de nuevo algo desagradable.<br />

así fue, por desdicha. El boyero gritó hasta cansarse, le clavó la garrocha y le hizo andar.<br />

a su lado, como una sombra, con paso seguro, iba el negro. Maravilla procuraba mantener<br />

la cabeza baja porque el peso del tronco tiraba de él hacia atrás. Le ardían los nacimientos<br />

de los cuernos, quemados por las sogas. Lentamente, con mucho trabajo, los animales fueron<br />

saliendo a un camino formado por huellas de pinos arrastrados. El tronco se rodaba<br />

hacia alante en los desniveles y golpeaba en las patas de Maravilla. Delante, dando gritos,<br />

saltaba el boyero.<br />

Molesto, acalorado, resoplando, Maravilla veía que el camino se alargaba dos horas,<br />

tres horas, hasta que le pareció oír el ruido de las sierras. Por otros caminos descendían<br />

parejas de bueyes que, igual que ellos, llevaban troncos. Faltaba poco para la caída de la<br />

tarde y el sitio iba cobrando un aire amable. El sol no tardaría en hundirse en la llanura<br />

distante. arreados por su boyero, Maravilla y el negro se acercaban al calvero. otra pareja<br />

estaba ya allí. Con las patas afincadas en la tierra, inmóviles, los dos bueyes esperaban<br />

que soltaran la cadena. Maravilla vio cómo lo hacían, y vio de pronto levantarse la punta<br />

del tronco como si este estuviera manejado por un brazo gigantesco; oyó el estrépito que<br />

hacía el pino pegando contra el declive y luego el golpe en el agua seguido por gritos<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

de hombres. La pareja de bueyes quedó allí todavía medio minuto, como clavada, acaso<br />

asustada. al fragor de la caída, los dos bueyes abrieron los ojos y después empezaron a<br />

caminar con lentitud.<br />

Lleno de recelo, Maravilla oyó la voz del boyero animándoles a él y al negro a<br />

acercarse. De su lado –el derecho– no había nada entre sus patas y el abismo. un ligero<br />

movimiento, un descuido fugaz, y sus pezuñas resbalarían. al ver allá abajo hombres y<br />

troncos confundidos con el agua, Maravilla empezó a temblar. Con la mirada vidriosa, con<br />

las patas vacilantes, frío de miedo, fue andando pulgada a pulgada. La voz del boyero le<br />

enloquecía. Sentía a su lado al compañero, confiado, tranquilo, hecho desde hacía años<br />

a ese peligro, y no se explicaba por qué tenía una respiración normal cuando la suya le<br />

hacía estallar las costillas.<br />

De pronto sintió que su pata trasera derecha resbalaba, que la tierra se deshacía bajo ella.<br />

El boyero gritó con un alarido agudo y torturante. Maravilla quiso saltar y sintió que no podía.<br />

Durante un segundo su corazón se detuvo y su sangre se heló. tembló más. Inesperadamente,<br />

el pito de la sirena estalló abajo, penetró en el bosque, sacudió los pinos y paralizó la vida<br />

de Maravilla. Fue un segundo, un solo segundo mortal. Enloquecido, el animal quiso huir,<br />

escapar al yugo, al terrible instante. Su pata batió el aire y, abierto de ancas, la sintió rodar<br />

por el abismo hasta que él pegó con el vientre en la tierra. Mugió, lleno de pavor y de dolor.<br />

El pesado tronco se fue cargando de lado, moviéndose con cruel lentitud, y Maravilla sentía<br />

ese movimiento y comprendía a qué conducía. Pero luchó; clavó las tres pezuñas restantes,<br />

las afincó furiosamente, restregó el hocico contra la tierra. Una fuerza descomunal tiraba<br />

de su cabeza hacia arriba y él sabía que si le daba a esa fuerza la menor ventaja, quedaría<br />

desnucado. Hizo un esfuerzo desesperado y sus ojos se llenaron de sangre, se le hinchó el<br />

pescuezo, se le crecieron las venas del vientre y los músculos de las ancas y de los muslos le<br />

quedaron en relieve. A su lado, silencioso y obstinado, el Negro se mantenía firme, con una<br />

de las patas traseras apoyada en una raíz, tirando también su cabeza hacia abajo. asustado<br />

hasta la palidez, el boyero corría de un lado a otro dando voces.<br />

allá abajo alguien llamó la atención y la gente empezó a murmurar. Corrían de todos<br />

lados y se agrupaban a ver la escena. Los perros ladraban y esos ladridos atormentaban a<br />

Maravilla. Este luchaba con su destino en aquel calvero y desde abajo se le veía librando la<br />

batalla por su vida.<br />

Poco a poco, con lentitud espeluznante, el pino iba rodando y saliéndose hacia el abismo.<br />

Maravilla sintió que perdía la vista, que entre él y la tierra se interponía una mancha de sangre.<br />

no podía respirar; le faltaba el aire y su corazón debía estar creciéndole por segundos.<br />

Crujieron las sogas del yugo y la cadena. Maravilla oyó resoplar al negro y le pareció que<br />

también pateaba, que también iba cediendo. La fuerza que tiraba de su cabeza era cada vez<br />

más poderosa. un poco más y aquello iba a decidirse.<br />

—¡Suban para aguantar el tronco; que suban para aguantar el tronco! –gritaban de abajo.<br />

El tronco se movió, se hizo más pesado, se agitó como un péndulo, y la cadena quedó tan<br />

templada que chirrió. La pezuña de la pata trasera izquierda de Maravilla, que hasta entonces<br />

había estado fija, comenzó a rodar, a resbalar, a deshacer la tierra. El peso aumentó hasta lo<br />

indecible. La bestia perdió la vista durante unos segundos y su corazón pareció estallar.<br />

De abajo vieron cómo un ligero movimiento decidió la lucha en favor del tronco. En un<br />

instante las cabezas de ambos bueyes se movieron, se alzaron; sus patas delanteras batieron<br />

el aire y se vio a las dos bestias resbalar, empujadas por el tronco, que saltó pegando con<br />

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un extremo en un saliente del declive y se lanzó luego, en una mecida gigantesca, al vacío.<br />

Golpeando contra las piedras y las raíces, Maravilla y el negro rebotaron, ensangrentando<br />

la zanja, y cayeron con estrépito. Los hombres vociferaron. allá arriba, pálido, el boyero<br />

buscaba un sendero para bajar.<br />

De pronto un hombre de ojos autoritarios corrió desde el aserradero y hendió el grupo<br />

de gente con los brazos.<br />

—¿Corran –ordenó con voz estentórea– y saquen esos bueyes, que su carne sirve todavía!<br />

Los de varas largas corrieron en dirección de Maravilla y del negro saltando sobre los<br />

troncos que iba arrastrando el agua y otros fueron en busca de machetes y cuchillos mientras<br />

los perros aullaban de alegría pensando en un próximo festín.<br />

al caer la noche la carne de Maravilla estaba lista para ser enviada a las carnicerías de<br />

la comarca. Fue así como se cumplió su destino, a pesar del bajo precio de la carne, que por<br />

esos días era una miseria.<br />

Un hombre virtuoso<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Con voz premiosa, don Juan Ramón llamó a su mujer. tenía ya largo rato sentado a la<br />

puerta de su casa, observando hacia la de enfrente. Parecía un gato en acecho. La mujer llegó<br />

secándose las manos con el delantal.<br />

—Siéntate aquí, porque yo tengo que ir al patio. atiende a lo que hace Quin. En media<br />

hora ha ido dos veces a la pulpería, y eso da que pensar.<br />

La mujer, respetuosa de las manías del marido, obedeció con resignado gesto, y cuando<br />

su cónyuge volvió rindió cuentas de su misión: nada había sucedido. Él la miró fijamente,<br />

y ella advirtió la desconfianza en sus ojos.<br />

—te digo que no, Juan Ramón.<br />

Bien, no era cosa de discutir. Su mujer había sido siempre así, medio burlona, y a su edad<br />

no podría cambiar. aceptó, pues, el resultado, pero se propuso aumentar la vigilancia para<br />

no darle después a la mujer el gusto de pensar que él no había tenido razón.<br />

Pasado un rato, Quin dejó el martillo sobre un parador, se detuvo en la puerta, como<br />

persona que no sabe a punto fijo qué debe hacer, se atusó los enormes bigotes grises y se<br />

quedó viendo hacia la calle.<br />

¿Qué pensaba Quin? Eso era lo que hubiera querido saber don Juan Ramón. tenía allí,<br />

a su frente, a ese hombre de pocas carnes, de abultada y ancha frente, de mirada vaga y<br />

sonrisa un tanto maligna; estaba parado a pocos metros de él y sin embargo no le veía. ¿Por<br />

qué Quin no le veía? don Juan Ramón miraba sus viejos y arrugados pantalones de dril,<br />

su saco de paño negro, sucio y raído. Volvió Quin a pasarse la mano por el bigote y a poco<br />

adelantó un pie. Rompería a andar, seguro que empezaría a caminar<br />

Pero de pronto Quin dio la vuelta, tomó otra vez su martillo y se puso a clavar. Don Juan<br />

Ramón se desilusionó. Una tristeza indefinible bajó a los aposentos de su alma y amargó sus<br />

rincones más apartados. Si la mujer hubiera estado allí hubiera visto cómo los redondos y<br />

tenaces ojos de su marido habían perdido brillo. Don Juan Ramón se sintió desilusionado<br />

y hasta pensó levantarse e irse al patio. Pero no podía moverse de allí. Esperaba que algo<br />

sucedería y, además gozaba un poco del sol que entraba por la puerta y calentaba sus viejos<br />

pies friolentos.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Pasaron los minutos uno tras otro, sin descanso y sin prisa; pasó un cuarto de hora. Don<br />

Juan Ramón temía que le entrara sueño y buscaba en la calle algo en que poner su atención,<br />

un papel que volara llevado por la brisa o una mariposa que pasara con su alocado trajinar.<br />

Y de pronto advirtió que Quin había salido y con su lento andar iba camino de la pulpería.<br />

Don Juan Ramón se sintió traicionado. aquella endiablada piedra brillante que le llamó la<br />

atención había sido la causa de su descuido.<br />

Quin iba subiendo ya la acera de la pulpería. Don Juan Ramón se puso a dar un paseo<br />

frente a su casa. Con las manos a la espalda y los ojos clavados en la pulpería, trataba de ver<br />

qué hacía Quin en ella, y no podía. Sus viejos ojos no alcanzaban ya tan lejos. ¿Y qué haría<br />

Quin en la pulpería; qué buscaba con tantos viajes a la pulpería?<br />

Quin salió y volvía con la cara más animada. Don Juan Ramón oyó su voz, ronca y<br />

gastada, saludándole, y hasta le pareció que había levantado una mano en gesto afectuoso.<br />

Pero don Juan Ramón no se dejaba engañar por saludos. Se sentía disgustado. ¡Esa maldita<br />

piedra! Su mujer también era culpable, porque si en vez de estar por allá adentro berreando<br />

con la cocinera se hubiera quedado en la puerta, hubiera visto algo. Es que no se puede hallar<br />

gente que ligue realmente con uno.<br />

Mordiéndose los labios, don Juan Ramón entró y cruzó hasta el patio. no quería seguir<br />

vigilando; sabía que era inútil. Hasta el patio llegaban los rítmicos golpes del martillo de<br />

Quin. Don Juan Ramón esperaría un rato, media hora más. Pero no pudo esperar tanto.<br />

Pues los golpes habían cesado y él se dirigió a su observatorio, aunque ya sin el interés de<br />

antes. Se sentó, un poco a disgusto, y desde su silla podía ver la sombra de Quin removiendo<br />

baúles y tomando medidas.<br />

Quin trabajaba con animación porque se sentía estimulado. Cada vez que perdía el<br />

ánimo –lo cual le sucedía varias veces en la jornada– iba a la pulpería, y el pulpero, que<br />

conocía su timidez, le servía un vasito de ron antes de que llegara. Quin se escondía tras<br />

una estiba de sal, levantaba el codo, alzaba la cabeza, abría su enorme boca y se echaba<br />

en ella el ron. Se humedecía siempre los bigotes, cosa que le agradaba porque después<br />

iba remojando los labios con las gotas que pendían de los gruesos pelos, y la ilusión de<br />

que estaba bebiendo le duraba un rato largo. Pero si había gente, Quin se hacía el desentendido,<br />

hablaba con el pulpero de alguna cosa; en ocasiones hasta compraba algo que<br />

no necesitaba, y no se atrevía a echar los ojos sobre el vasito. Cuando notaba que los presentes<br />

no pensaban irse, se marchaba haciendo al pulpero una seña con la cual indicaba<br />

que volvería pronto.<br />

Ese miedo de que la gente supiera que él bebía evitaba que Quin se emborrachara. nadie<br />

le vio borracho nunca, y don Juan Ramón no había sospechado de él hasta el día anterior,<br />

cuando notó que había hecho cinco viajes a la pulpería en pocas horas. Don Juan Ramón<br />

había hablado varias veces con Quin, y si era verdad que lo había hallado un poco raro, a<br />

veces muy tímido y a veces más alegre de lo justo, no sospechó de él.<br />

allá en el taller de Quin se alzó una voz tarareando una vieja canción. Don Juan Ramón<br />

oyó y le pareció estar soñando ¿Cantando Quin, Quin cantando? no; no era posible.<br />

—¡ana, ana! ¿oyes a alguien cantar? ¿te parece que alguien canta?<br />

La mujer se acercó y dijo que sí, que a su juicio Quin cantaba; estaba segura de que ésa<br />

era su voz. Don Juan Ramón no quería creerlo; se levantó, decidido a averiguarlo todo, y<br />

con las manos en la espalda cruzó la calle. Quin tarareaba acompañándose del martillo. Don<br />

Juan Ramón estuvo un rato en la puerta, observándole, hasta que Quin se volvió y le miró.<br />

510


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

algo raro halló don Juan Ramón en los ojos del baulero. Quin se cortó, dejó de cantar y se<br />

puso a buscar clavos en una cajita. avisado ya, don Juan Ramón se hizo el distraído. Para<br />

él, lo más importante en ese momento era oler. toda la vida se le fue a la nariz. Empezó a<br />

hablar, a elogiar los grandes baúles forrados de lata multicolor que estaban amontonados<br />

junto a una pared. Pero en realidad, lo que hacía era acercarse a Quin para percibir el olor,<br />

para cogerle el rastro de su vicio.<br />

Sin embargo no podía. allí hedía a todo, y el mismo Quin despedía un tufo a ropa vieja<br />

y a cola que mareaba a don Juan Ramón. además, Quín rehuía al visitante.<br />

Habla que habla, pasaba el tiempo y don Juan Ramón no daba señales de irse. Quin<br />

debía tener algo por dentro, porque volvía angustiado los ojos a la calle y parecía mortificado.<br />

Don Juan Ramón observaba esa inquietud de Quin y disfrutaba el inefable contento<br />

de andar tras una buena pista. Pasó media hora. Quin estaba sintiendo la necesidad de un<br />

poco de ron; perdía el sosiego, buscaba baúles que arreglar, y entre todos los que había allí<br />

no encontraba por cuál empezar. Subió el sol, y sólo cuando de enfrente llamó la voz de<br />

doña ana, diciendo que era hora de comer, decidió don Juan Ramón dejar a su víctima. Quin<br />

respiró como quien sale de un peligro y se fue derecho a la pulpería.<br />

Quin creía que a un hombre como don Juan Ramón se le engaña fácilmente. Si al entrar<br />

en la pulpería hubiera vuelto la cara, habría visto que la puerta de don Juan Ramón no estaba<br />

cerrada: allí detrás, acechando, ardían los ojos del vecino, y cuando Quin salió a comer,<br />

don Juan Ramón se fue a ver al pulpero, a quien con fingida inocencia le sacó el secreto de<br />

los viajes de Quin.<br />

Pasada la hora de la siesta, Quin iba a salir en busca de su primer vasito de la tarde<br />

cuando oyó que le llamaban. Su vecino cruzó la calle, esa vez con pasos enérgicos, y cuando<br />

estuvo a su lado le preguntó de buenas a primeras, con voz tan grave que impresionó a<br />

Quin de mala manera:<br />

—Dígame, ¿va usted a beber otra vez?<br />

El baulero no supo qué contestar. Era tímido y no se atrevía a negar ni se atrevía a decir<br />

la verdad. Se quedó perplejo, con los ojos turbios.<br />

Don Juan Ramón le tomó por un brazo y le empujó hacia adentro. De súbito lo dejó libre,<br />

se echó hacia atrás y empezó a hablar. Lo que le salía de la boca era un chorro de palabras.<br />

Quin estaba alelado. Peroraba el otro sobre los efectos del alcohol en la naturaleza humana,<br />

y el baulero se llenaba de susto.<br />

—…Los espíritus alcohólicos alojados en el estómago ascienden a través de las paredes<br />

estomacales, se introducen en las venas, se confunden con la sangre, destruyen las válvulas<br />

del corazón, y un día, quizá hoy mismo, acaso esta noche, mientras usted duerme se queda<br />

bonitamente muerto, sin saber por qué. Y en cuanto al cerebro…<br />

Quin abría la boca y se quedaba inmóvil y frío. El otro veía su labio caído debajo del gran<br />

bigote y sus ojos incoloros. ¿Y era eso así, Señor? ¿Estaba él realmente en peligro de morir<br />

en ese mismo instante? El miedo empezaba a adueñarse de todo su ser y sentía la columna<br />

vertebral blanda, los pulmones agarrotados y la garganta seca. abría los ojos cada vez más.<br />

Don Juan Ramón seguía hablando. Hablaba de Dios, de la virtud de la moral, de fisiología,<br />

de economía… Era un torrente de palabras que ahogaba a Quin.<br />

Mientras su víctima se acongojaba y se hundía por segundos en un mar de tribulaciones,<br />

don Juan Ramón paladeaba el delicado placer de sentir que estaba salvando a una criatura<br />

caída en los horrendos antros del vicio. Veía a Quin asustado y a medida que aumentaba el<br />

511


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

miedo del vecino crecía la sensación de seguridad y de alegría que iba ganando el alma suya,<br />

su atormentada alma de hombre virtuoso.<br />

Don Juan Ramón ignoraba de dónde le salían tantos conceptos. Él mismo se asombraba<br />

de lo mucho que sabía, y entusiasmado por su irresistible elocuencia hablaba y hablaba<br />

sin descanso, con los ojos metidos en los despavoridos ojos de Quin. Este, al fin, no pudo<br />

resistir más de pie y se dejó caer sobre un baúl, y desde allí alzaba la cabeza hacia su vecino<br />

con atribulado gesto de súplica. Pero aquello no ablandaba a don Juan Ramón, que volvió<br />

a martillar sobre lo de las paredes estomacales, las venas y el corazón. Quin apenas podía<br />

pensar ya. Sin duda esa misma noche le tocaría morir. Sus gruesos bigotes temblaban y<br />

sentía frío en los huesos.<br />

nunca hubiera podido decir Quin cuánto tiempo duró aquello. a él le pareció una<br />

eternidad. Su miedo llegó a nublarle la vista, a hacerle perder la noción de todo. Sobre él,<br />

incansable, don Juan Ramón suplicaba:<br />

—Dígame que no va a beber más; por la salvación de su alma, por el bien del género<br />

humano, dígame que no va a beber más.<br />

Quin no sabía qué responder, y tan pronto aseguraba que sí como que no. Pensaba en la<br />

noche, la horrible noche solitaria y oscura, y él muerto sobre su catre, muerto, ¡muerto! ah,<br />

Dios, ¿por qué bebía, por qué había cogido ese maldito vicio? Y tal vez no sería en la noche,<br />

si no en la tarde; quizá sería una hora después, mientras martillaba sobre un baúl.<br />

¿Cómo iba él a beber más; cómo? no. Juraba que no; lo juraba por sus recuerdos más<br />

sagrados. ¡oh, morir en la soledad a media noche! Era escalofriante. no podía pensarlo.<br />

Sentía el vientre helado y le golpeaban las sienes. Y la voz de ese señor, esa voz.<br />

Paralizado de miedo, Quin no fue esa tarde a la pulpería y en la noche no pudo dormir.<br />

En la oscuridad veía su cuerpo, con todo y ropa, con sus viejos pantalones y su saco raído,<br />

metido en un ataúd, bajo tierra. Los gusanos –millones y millones de malignos gusanos–<br />

entraban por las cuencas de sus ojos, trepaban por sus bigotes, destruían en un segundo<br />

sus flacas mejillas. Su corazón recibía de golpe una carga de alcohol y dejaba de funcionar.<br />

Lo espíritus alcohólicos –¿cómo eran esos espíritus, Señor?– subían en rauda ascensión a su<br />

cerebro y allí se metían por cuevas y hendeduras hasta envenenarlo todo y revolver la masa<br />

encefálica tal como él revolvía la cola.<br />

Quin sentía sueño, un sueño pesado que le salía de los huesos, y hubiera querido poder<br />

abandonarse a ese sueño. Empezaba a dormirse y de pronto abría los ojos, despavorido. ¡no,<br />

no! ¿Cómo dormir, mientras la muerte acechaba? Se le helaría la sangre sin él darse cuenta,<br />

se quedaría ahí sin vida… Era insufrible; él no podía sufrir más.<br />

Los ruidos de la noche crecían desmesuradamente. Las cucarachas se movían dentro de<br />

los baúles y parecían un ejército de gusanos que llegaba lentamente, en busca de su víctima.<br />

El tiempo se retardaba hasta lo imposible. allí estaba el pulpero sirviendo un vasito. Quin<br />

iba a cogerlo, a echárselo en la boca, pero surgían los terribles espíritus, aquellos infernales<br />

espíritus, y Quin caía desmayado. La noche era interminable; no tenía fin; jamás acabaría.<br />

ahí, en su catre, Quin se ahogaba.<br />

De golpe despertó lleno de terror. Se había dormido, y ya las luces del día clareaban el<br />

aposento. ¿Estaba realmente vivo? ¿Y si era su alma la que había despertado, mientras su<br />

cuerpo yacía sin vida? La angustia de la duda roía el corazón del baulero. Se movió un poco;<br />

se llevó las manos al bigote y lo encontró en su lugar, lacio y abundante. Luego, estaba vivo,<br />

porque un alma no tiene bigote; aunque él había oído decir que el ánima de ciertos difuntos<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

no quiere admitir, al principio, que no pertenece ya al mundo de los hombres y siente como<br />

si en realidad no lo hubiera dejado. ¡Qué tormento tan difícil de explicar! ¿Pero estaba él<br />

vestido? Pues sí, estaba vestido. Por lo visto no se quitó la ropa para acostarse. ¿Y vivía?<br />

¿Eran verdaderos esos ruidos que llegaban de la calle?<br />

todavía incrédulo, Quin anduvo por su habitación, llenándose de susto cuando alguna<br />

sombra entraba por las rendijas agrandándose en el aposento. al abrir la puerta vio a don<br />

Juan Ramón sentado enfrente, con los ojos fijos en el taller.<br />

Quin se puso a trabajar. Estaba pálido, nervioso, y no acertaba a meter un clavo derecho.<br />

a cada momento se sorprendía disponiéndose a tomar el camino de la pulpería, pero se<br />

detenía a pensar un instante en la fuerza de los hábitos y en las paredes estomacales y los<br />

espíritus alcohólicos. ¡Y qué fuerte era eso de la costumbre! El cuerpo le pedía un vasito,<br />

uno nada más; se lo reclamaba la garganta.<br />

una hora después llegó don Juan Ramón le preguntó cómo había pasado la noche y<br />

volvió a hablar de los estragos del alcohol. Pero Quin no le oía. Le ardía el estómago, le<br />

temblaban las manos, le faltaba aire; le parecía que estaba perdiendo la vista. ¡oh, qué falta<br />

le hacía un vasito, uno solo! aguantó una hora. Don Juan Ramón se fue, pero se sentó en<br />

la acera, a vigilarle. Cuando el sol llegó a mitad del cielo, Quin empezó a sudar y a sentir<br />

náuseas. ¡un vasito, uno solo! Sabía que si tomaba, aunque sólo fueran dos dedos, se entonaría<br />

y se le pasaría aquel vértigo que le aturdía. Pero don Juan Ramón estaba enfrente<br />

vigilando y dentro de su alma estaba el miedo que le paralizaba. Martilló todavía en un<br />

cuadro de madera destinado a un baúl pequeño. De pronto un frío de hielo subió desde<br />

sus pies hasta su frente, y, cayéndose aturdido, sin vista, se dirigió al catre y se echó en<br />

él. Ya no supo más de sí ni se enteró de que los vecinos –las vecinas, para decirlo con más<br />

propiedad– entraron, arreglaron el aposento, le quitaron la ropa y se hicieron cargo de<br />

él. Cuando volvió en sí, dos días más tarde; entrada la noche, vio resplandores de luces<br />

a sus lados y oyó algo así como una confusa voz lejana que hablaba de la gracia divina.<br />

Después alguien le tomó la muñeca y le abrió la boca. Enseguida todo volvió a ser vago,<br />

distante. Por la mañana, al otro día –¿o era el mismo día, con otra luz?–, creyó oír decir,<br />

con bastante claridad:<br />

—Fue por dejar de beber. Sobrevino una depresión…<br />

La voz pasó a ser murmullo, y ese mismo murmullo se alejaba más, cada vez más y más<br />

y más. En el fondo de su pecho comenzó a formarse una sensación agradable de tranquilidad,<br />

de honda paz. De pronto sintió que no podía respirar. una señora dijo que sonreía, y<br />

así debía ser, sólo que bajo sus enormes bigotes nadie podía ver si movía o no los labios. Lo<br />

que sucedía era que Quin buscaba gotas de ron en los pelos; las buscaba como en un sueño.<br />

Fue su último deseo.<br />

Don Juan Ramón estaba sentado a la cabecera del moribundo. Muy serio, vigilaba<br />

atentamente la faz de su vecino. De pronto levantó una mano, indicando que todo había<br />

acabado, y dijo solamente:<br />

—Ya.<br />

Sobre el rostro de Quin se había extendido velozmente un tinte lívido, y a seguidas<br />

empezaron los huesos a brotar, a crecer, a querer salirse de la piel.<br />

Don Juan Ramón se volvió y escudriñó con ávida mirada la cara del médico. ¿Había<br />

dicho que fue por dejar de beber, o había él oído mal? Fingió indiferencia al preguntarlo.<br />

—Sí –respondió el médico–. no siempre pueden dejarse las costumbres de golpe.<br />

513


Don Juan Ramón se quedó mudo de asombro. ¿Era posible que un médico afirmara tal<br />

cosa? ¿Por qué? ¿Por qué?<br />

Súbitamente don Juan Ramón creyó ver algo raro en los ojos del joven galeno, y de pronto,<br />

relampagueante, iluminando los rincones más oscuros de su alma, sintió la sospecha. Se<br />

puso de pie, casi de un salto, y se acercó al médico. otra vez volvió a agitarse todo su ser, a<br />

sentir la vida entera alojada en la nariz. El instinto le decía que había dado con una buena<br />

pista, y temblaba de emoción.<br />

Porque sin duda alguna, el médico había hablado así para calmar su propia conciencia.<br />

también el debía ser, como Quin, un desgraciado vicioso.<br />

El difunto estaba vivo<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

La atmósfera del juicio se cargó más cuando Jesús oquendo, peón de obras públicas y<br />

testigo presencial, dijo con toda seriedad:<br />

—Lo que pasa es que el difunto taba vivo.<br />

—¿Cómo? –preguntó el juez, intrigado y al parecer de mal humor.<br />

—Sí, yo lo vide y él fue el matador.<br />

Entonces en la concurrencia empezó alguien a reírse. El propio fiscal soltó una carcajada, y<br />

cuando el juez alargó el brazo para coger la campanilla, en medio de las risas que se extendían<br />

por toda la sala resonó una voz enérgica, de tono angustiado, asegurando a gritos:<br />

—¡Sí, estaba vivo; yo puedo asegurar que estaba vivo!<br />

La sala –público, funcionarios, jueces– se llenó de estupor. El juez se quitó los lentes<br />

y miró con detenimiento y disgusto al que había gritado; igual que los del juez, todos los<br />

ojos se clavaron en él. “Él” era un hombre joven, bien parecido, arrogante y sin embargo<br />

de aspecto triste; se hallaba en medio del público y todo el mundo sabía que había sido el<br />

ingeniero jefe de las obras. El asombro era completo, ¿pues cómo podía nadie explicarse que<br />

un ingeniero asegurara tal cosa? además, desde que empezó la instrucción del sumario el<br />

ingeniero había negado conocer las causas de los hechos, a pesar de que fue él quien recogió<br />

el cuerpo herido de Felicio.<br />

a eso se refería el juez cuando preguntó despaciosamente:<br />

—¿Y cómo se explica que ahora –y recalcó esta palabra– sepa usted tanto?<br />

—Porque sólo ahora he comprendido la causa oculta de cuanto ocurrió –respondió sin<br />

titubear el ingeniero.<br />

El juez se volvió al secretario; los dos cambiaron palabras en voz baja y luego consultaron<br />

al fiscal. El abogado acusador se había quedado mudo e inmóvil. Al cabo de largo rato de<br />

confusión, de movimientos y cuchicheos, el juez hizo sonar la campanilla y pidió al ingeniero<br />

que dijera cuanto supiera. La expectación en el público era tal que nadie se quedaba<br />

tranquilo en su asiento.<br />

El ingeniero empezó con este extraño exordio:<br />

—El honorable señor juez tiene que ser benévolo y permitir todas mis disquisiciones, por<br />

alejadas que parezcan del asunto, pues cuanto voy a decir aquí es importante para conocer la<br />

verdad. al principio creía que el culpable era yo por haber cedido a las peticiones del sargento.<br />

Yo pude haber trazado la carretera por otro sitio; el terreno es llano, de igual grado de humedad<br />

en todo el valle, hasta llegar al poblado, y las dificultades de desagüe son las mismas en<br />

el centro que en cualquiera de sus orillas. además, la gente del lugar, que no está enterada ni<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

de estos particulares ni de la petición que me hizo el sargento, ha estado considerándome responsable<br />

de la tragedia e incluso un degenerado incapaz de respetar el reposo de un muerto.<br />

Esta circunstancia dificultó mucho mi situación y me impidió conocer el origen de los hechos,<br />

pues lo que yo me preguntaba, hasta atormentarme, era por qué el viejo Felicio reaccionó de<br />

tal manera si el difunto don Pablo no era de su sangre. Pero cuando habló el testigo Jesús<br />

oquendo comprendí toda la verdad: es que don Pablo no había muerto.<br />

—¿no puede el testigo ceñirse a la exposición de los hechos que presenció? –interrumpió<br />

el juez.<br />

—Sí y no; pues los hechos que presencié carecen de valor si se desconocen otros, y debo<br />

hablar de esos otros. Esta historia, señor juez, tiene dos inicios, uno reciente y otro lejano. El<br />

reciente empezó cuando el sargento Felipe fue a verme para pedirme que desviara la carretera<br />

haciéndola cruzar por el cementerio; el lejano, cuando llegó al lugar por vez primera don<br />

Pablo de la Mota. Si no puedo referirme a ambos, es mejor que no hable, señor juez.<br />

La sensación de intriga que había en la sala del juicio al terminar el ingeniero estas palabras<br />

era tan densa que el propio juez se había dejado ganar por ella. así, el ingeniero pudo<br />

explicarse sin límites. He aquí un resumen de cuanto dijo:<br />

Resulta que el sargento Felipe tenía un poco de tierra más allá del cementerio; propiamente,<br />

entre éste y el pueblo. Dos veces ya había pedido al ingeniero que desviara la carretera a<br />

fin de que pasara por esa tierra. Para complacer al sargento era forzoso cruzar el cementerio,<br />

pues no podía, sin exponerse a investigaciones y reprimendas de sus superiores, trazar una<br />

curva innecesaria y, además, cerrada. Y si la carretera cruzaba el cementerio, era inevitable<br />

que la cuneta derecha pasara a todo lo largo de la fosa de don Pablo de la Mota.<br />

—Habrá que quitar esa cruz y sacar de ahí los huesos, si todavía duran –dijo el ingeniero<br />

a unos peones.<br />

ahora bien, la mayor parte de los peones era del lugar; de ahí que poco tiempo después<br />

el viejo Felicio estaba enterado de todo. Esa misma tarde el ingeniero recibió su visita. Era<br />

un anciano casi ciego, bajito, de piel oscura, encanecido, tardo para hablar. Sentado en la<br />

silla del acusado, frente al juez, permanecía tranquilo y la gente se movía para verle. Según<br />

explicó el ingeniero, al visitarle fue muy respetuoso, pero firme. Estaba temblando, y<br />

aunque el ingeniero creyó que eso se debía a sus años, supo después que era a causa de la<br />

ira. Explicó que remover los huesos de don Pablo de la Mota lloraría ante la presencia de<br />

Dios; que el difunto descansaba ahí con todo derecho, porque él mismo había dedicado esas<br />

tierras a cementerio; y que mientras él, Felicio, estuviera vivo, no consentiría que lo dejaran<br />

sin sepultura. a todas las explicaciones que le dio el ingeniero contestó obstinadamente con<br />

las mismas razones que había expuesto en el primer momento. El ingeniero creyó que iba<br />

a perder la cabeza.<br />

—Pero señor –dijo–, ¿a mí qué me importa lo que usted siente o deja de sentir?<br />

—¿Qué no le importa? ¿usté se atreve a decir que no le importa lo que siente un hombre?<br />

¿Y no le importa tampoco el reposo de un difunto? –preguntó Felicio, con el acento de una<br />

persona que está a punto de perder la razón.<br />

—¡no, no me importa! –gritó el ingeniero, fuera ya de sí.<br />

—¡antonce máteme, máteme agora; quiero morirme antes que ver los güesos del difunto<br />

don Pablo sin reposo!<br />

a todo esto los obreros de la obra habían dejado de trabajar; oían y miraban, y el ingeniero<br />

comprendió que no tardarían en sentirse irritados. Casi toda era gente del lugar y<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

quién sabe lo que empezarían a pensar. ¿no habría en ese cementerio familiares de esos<br />

hombres enterrados?<br />

—¡Llévense a este viejo de aquí, pronto! –ordenó a voces; y después se fue a pasos largos,<br />

disgustado consigo mismo.<br />

Ya en el pueblo cometió un error: se puso a beber y lo hizo con exceso. Estaba borracho<br />

cuando el sargento entró en la pulpería, y aunque lo razonable hubiera sido que los tragos le<br />

dieran por pelearse con el sargento –pues a él se debían sus trastornos morales–, se sometió<br />

al ron, que no acata razones, y acabó abrazado al militar. a eso de las nueve de la noche el<br />

ingeniero y el sargento reían a carcajadas, eran los amigos más grandes en todo el país y<br />

hablaban horrores del difunto y de Felicio.<br />

—Desenterramos los güesos y los enterramos otra vez junto con el viejito ése –decía<br />

tartamudeando el sargento.<br />

De pronto empezó a apostrofar al dependiente, a pesar de que el muchacho no respondía<br />

ni una sílaba.<br />

—¡Sinvergüenza! ¿usté se atreve a decir que mi propiedá no vale más que los güesos del<br />

difunto, eh? ¡Manque no lo diga lo ta pensando! ¡Dígalo pa que vea cómo se muere un hombre,<br />

pedazo e sinvergüenza! ¡atrévase a decir que esos güesos valen más de trescientos pesos!<br />

Eso era verdad, pues los restos de don Pablo de la Mota no valían trescientos pesos;<br />

no valían nada en dinero. ahora bien, también era verdad –aunque eso no podía saberlo el<br />

dependiente– que si los huesos no hubieran estado allí nadie hubiera dado veinte pesos por<br />

la tierra que el sargento le había quitado a doña Masú Pérez. El sargento había obtenido esa<br />

propiedad a cambio de dejar tranquilo al hijo de la señora, un muchachón medio loco que<br />

tenía deudas con la justicia por cuenta de cierto lío de faldas. Si la carretera lo cruzaba, el<br />

terreno subiría de valor.<br />

—… Y como yo necesito ese dinero, que boten al viejo de ahí –explicaba el militar entre<br />

eructos, mientras abrazaba al ingeniero.<br />

—Si todavía está ahí –añadió éste–, pues es probable que ya no haya ni huesos. El terreno<br />

es muy húmedo –añadió a manera de explicación.<br />

Pero como pudieron ver todos el día siguiente, la osamenta de don Pablo estaba entera.<br />

El viejo era tan duro bajo la tierra como había sido sobre ella.<br />

—al ver aquel esqueleto en el fondo de la tumba sentí lo degradante que había sido<br />

mi conducta. no debí haber accedido a la petición del sargento, aunque eso me hubiera<br />

costado el cargo; no debí haber bebido la noche anterior; no debí haber tratado tan groseramente<br />

a Felicio, pues el anciano respetaba la memoria del muerto como debí yo respetar<br />

su descanso eterno.<br />

así habló el ingeniero ante el juez; e inmediatamente empezó a explicar por qué Felicio,<br />

que se hallaba en la obra junto con los peones cuando abrieron la vieja fosa, estaba tan<br />

vinculado al recuerdo del difunto. Esa era una historia antigua, pues Felicio había entrado<br />

a trabajar con don Pablo cuando apenas tenía veinte años. Don Pablo era ya hombre de más<br />

de cuarenta y reinaba como dueño absoluto en todas aquellas tierras.<br />

En esa época había pocos bohíos; ahora hay un pueblo, y para comunicarlo con Jarabacoa<br />

y La Vega se hizo la carretera; pero según pudo averiguar el ingeniero, cuando don Pablo<br />

lo vio por vez primera, toda la llanura, desde las lomas de Río Grande hasta las del tireo<br />

–un valle triangular entre montañas– era monte salvaje, donde no entraba el sol. Don Pablo<br />

llegó acompañado de un peón, contempló el hermoso y agreste panorama y volvió a irse<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

por la ruta del Sur, abriendo él mismo lo que años más tarde iba a ser el camino de San Juan.<br />

Regresó meses después, con tres peones y una negra cocinera llamada María.<br />

nadie supo jamás de dónde había salido don Pablo. Se estableció allí y con el tiempo era<br />

dueño de potreros, siembras de tabaco y caña, de varios conucos, reses, caballos y mulos.<br />

Durante mucho tiempo vivió aislado, sin trato con personas que no fueran sus peones y la<br />

cocinera. al cabo de largos años de vivir entregado al cuidado del desmonte y a levantar<br />

sus potreros, bajó un día a tireo, conoció una muchacha y se la llevó. antes del año empezó<br />

a tener hijos, y todos fueron varones.<br />

Para los días de la guerra con los españoles el hombre estaba metido en familia, lo que<br />

no le impidió asegurar cierta noche, asombrando a quienes le oían, que tal vez se fuera a<br />

soltarles sus tiros a los extranjeros. no lo hizo, y esa fue la única cosa que dejó sin hacer<br />

después de haberla anunciado.<br />

a raíz de la paz murió la mujer de don Pablo. Él no la lloró ni lamentó su falta con una<br />

sola palabra; pero desde entonces se hizo más esquivo y silencioso. Poco después murió<br />

también la negra María. Los hijos y los peones esperaban que alguna otra mujer reemplazaría<br />

por lo menos a la cocinera; pero don Pablo ni siquiera mencionó la posibilidad de hacerlo.<br />

Los hijos tuvieron que atenderse solos y acostumbrarse a asar ellos mismos los cerdos cimarrones<br />

o los becerros que mataban. Don Pablo comía con ellos. Desde lo alto del caballo<br />

señalaba el pedazo que debían asarle; sin apearse del caballo se lo llevaba a la boca y con él<br />

en la mano se iba tras la peonada a vigilar el trabajo.<br />

Criados como salvajes, los hijos de don Pablo se dieron agresivos. Era frecuente que<br />

algún vecino del tireo se acercara al viejo para darle quejas de los hijos.<br />

—Ezequiel se metió en la propiedá y me mató un puerquito, don.<br />

—Don Pablo, meta a sus muchachos en cintura, que ayer me tumbaron una palizá.<br />

aunque casi nunca respondía a quienes le iban con esas acusaciones, don Pablo sentía<br />

disgusto por el comportamiento de sus herederos; los llamaba, se quedaba mirándolos y<br />

les daba un bofetón o les echaba un “ajo”. un día se cansó de oír quejas. al que le fue a dar<br />

una le respondió:<br />

—Los hombres son para entenderse con los hombres. Si el muchacho lo embroma, mátelo<br />

y tíreselo a los perros.<br />

La gente del tireo le tenía respeto a don Pablo y murmuraba que un señor que decía<br />

esas cosas debía andar mal de la cabeza.<br />

La verdad era que aquel personaje resultaba impenetrable. Jinete en un caballo flaco, se<br />

pasaba los días de sol a sol, atendiendo a la siembra, a la producción del melado, a las reses<br />

o al remiendo de palizadas. De tanto andar al sol tenía la piel oscura y sus bigotes y su pelo<br />

blancos resaltaban sobre el color pardo de la cara, aumentando la energía que denunciaban<br />

sus facciones.<br />

De año en año don Pablo bajaba a San Juan a vender andullos, cueros de reses o melado.<br />

Cuando volvía de uno de esos viajes, al cabo de diez o doce días de andar por lomas y<br />

caminos infernales, llegaba tan silencioso como si no hubiera ido a parte alguna; respondía<br />

a los saludos de los peones con un movimiento seco de la mano; muchas veces seguía en el<br />

mismo caballo dirigiendo los trabajos y sólo en la noche pisaba la puerta de la casa.<br />

Cuando llegó al lugar la noticia de la guerra de los seis años empezaron los hijos a cuchichear<br />

entre sí y a formar grupos con los peones. Don Pablo notaba la rara actitud de sus hijos y<br />

callaba. un día desaparecieron los tres mayores con cinco de los trabajadores y ocho animales<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

de silla y dejaron dicho que se iban a la frontera del Sur. a partir de entonces se agrió el carácter<br />

de don Pablo. Cuando algún caminante contaba en la noche relatos de la guerra o cuando<br />

algún peón de los que bajaban al tireo llegaba con noticias de la frontera, don Pablo se ponía<br />

a escuchar, pero haciéndose el que atendía a otra cosa. no nombraba nunca a sus hijos.<br />

otro día desaparecieron dos más. Se llevaron cuatro caballos y dos peones. El viejo no<br />

salió de su casa, pretextando que llovía. Empezaba a notarse en su rostro el paso de los<br />

años, y al tiempo que se le descarnaban las mejillas y las sienes, el pelo del bigote se le hacía<br />

más blanco, más erizado el de las cejas y más escaso el de la cabeza. El día de la fuga de<br />

los muchachos, el viejo estuvo, por primera vez en su vida, una hora sin moverse de una<br />

silla; ese día, también por primera vez en su vida, posó su mano en la cabeza de uno de los<br />

dos herederos que le quedaban. Fue en la de Remí, el menor, que tendría entonces quince o<br />

dieciséis años, y el joven Remí pudo ver cómo una leve sombra de ternura apagó durante<br />

un instante el fulgor de los ojos de su padre.<br />

Meses más tarde ocurrió una tragedia: un toro cimarrón le mató al mayor de los dos<br />

hijos que le quedaban. El peón que le llevó la noticia llegó ahogándose y lívido.<br />

—Sí, don Pablo; yo taba con él y lo vide. Por esa loma anda el maldito con las tripas de<br />

Merardo entre los chifles.<br />

El viejo se levantó de golpe y pareció que los huesos de la cara querían salírsele de la piel.<br />

—¿Cómo? –preguntó.<br />

Sin esperar respuesta entró en su aposento, se amarró un pesado sable, tomó una antigua<br />

tercerola que nunca usaba y ordenó al peón que entramojara los perros. Se le podían oír las<br />

lágrimas por dentro.<br />

—¡Vamos! –mandó.<br />

Silenciosos y llenos de respeto, los hombres le vieron coger el camino de la loma y durante<br />

cuatro días no supieron palabra ni de él ni de su peón.<br />

al cuarto día de ausencia, ya metida la noche, les vieron volver. Don Pablo entró mudo,<br />

y se le podía ver en el rostro la enorme fatiga moral que padecía. ante el silencio de todos,<br />

su peón contaba en la enramada:<br />

—Pasaba un animal cerca y lo dejaba seguir. no más me preguntaba: “¿Ese?” Pero yo<br />

conocía bien al maldito. Era joco en negro y tenía una oreja gacha. El viejo y yo sube repecho,<br />

baja barranco, busca aquí, busca allí. Veníamos a comer en la noche, como quien dice, con algún<br />

puerquito que se arrimaba; pero el viejo ni an tentaba la comida. ayer, casi al caer el sol, asunto<br />

yo a los perros orejones y cantando. Jum… Me malicié que era el condenao; me lo dio el corazón.<br />

¿Y pueden creer que era él? El viejo ni an resollaba. Soltamos los perros y al rato asomó el toro los<br />

chifles por un claro. “¡Aguáitelo ahí, don Pablo; ése es el maldito!”, grité yo. El viejo parecía como<br />

descuidao; pero se viró en un repente y… ¡tuá! ¡Le partió una pata de un tiro! El animal pegó un<br />

grito y bregó por alevantarse, pero llegó el viejo, que taba como tembloroso: ¡tuá!; el otro tiro en<br />

la otra pata. Yo no sabía que don Pablo tenía tanto pulso. no más se veía ese toro dando vuelta<br />

y vuelta sobre las patas partías. En eso yo me le fui arriba al animal, y don Pablo me atajó y me<br />

dijo que me quitara, que no me atreviera a acercarme. Echaba candela por los ojos, créanmelo.<br />

Ahí mesmo salió en carrera, le agarró un chifle al animal y le cayó a machetazos por la cara. El<br />

toro fuetiaba la tierra con el rabo y pegaba unos gritos que partían el corazón.<br />

El peón arrugaba la cara y los otros le oían en silencio, mientras arriba, batidas por la<br />

brisa, iban y volvían sin descanso las llamas de un pedazo de pino encendido que habían<br />

amarrado a un espeque.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

—asina –seguía la voz– tuvo el viejo un rato largo; dispués parece que se cansó, cogió el<br />

sable y se lo metió entero al animal. El pobre toro boquiaba entre tanto tormento, y todavía<br />

boquiaba cuando el viejo lo dejó. Don Pablo taba embarrao en sangre de arriba abajo y me<br />

dijo que cogiera el camino. Dende que salimos no ha dicho ni jota. tá como si se le hubiera<br />

cáido la lengua.<br />

así, como si se le hubiera caído la lengua, crecía Remí, el último de los hijos, llamado a<br />

morir en brazos de Felicio. Hablaba poco, como el padre, pero era más afectuoso. aunque<br />

nunca el viejo y él cambiaban una prueba de cariño, se sentía el afecto que los ligaba, y algunos<br />

peones sorprendieron más de una vez a don Pablo con los ojos puestos en las últimas<br />

vueltas del camino cuando Remí hacía un viaje y se demoraba más de lo normal.<br />

un día Remí abrazó a dos de sus hermanos que volvían de la frontera. tuvo un alegrón<br />

tan grande que no pudo disimularlo; el viejo, en cambio, apenas los saludó. Los hermanos<br />

mostraban cicatrices y barbas, y durante muchas noches los peones se reunieron en la enramada<br />

para oírles relatos de la guerra. De los otros hermanos no sabían palabra y ni siquiera los mencionaban.<br />

En cierto momento don Pablo fue a llamar a uno de ellos y el nombre que le salió a<br />

los labios fue el del mayor, que acaso a tal hora estaba enterrado allá en el Sur. Cuando Remí<br />

se volvió notó una vaga palidez en las mejillas de su padre y un brillo doloroso en sus ojos.<br />

Los hermanos volvieron a trabajar y su vida se deslizaba en el sitio como si nunca hubieran<br />

abandonado aquel paraje. Pasaron seis meses, ocho, diez… Un día, por fin, llegó alguien con<br />

una queja, y poco a poco, igual que antes, empezaron las querellas con los vecinos distantes.<br />

Con sus ojos inyectados en sangre, sus barbas negras y crespas, jinetes en buenos caballos, los<br />

dos endiablados hijos de don Pablo recorrían los confines del sitio buscando pelea, y como<br />

la gente de los contornos sabía de lo que eran capaces, los dejaban hacer, temerosa. uno de<br />

ellos anduvo enamorando a una joven del tireo y ella no le dio oídos. El galán decidió ver al<br />

padre de la muchacha, y allá se fue con su hermano. El padre trató de esquivar el problema<br />

diciendo que él no podía obligar a su hija a ser la mujer de un hombre que no le gustaba, y los<br />

hermanos contestaron con un ultimátum en regla: o les daban la prenda de ahí en tres días o<br />

ellos irían a buscarla como hombres, se la llevarían y después darían candela al bohío.<br />

así lo hicieron. una noche se presentaron en la casa, cada uno armado de sable y carabina.<br />

El padre de la muchacha había preparado a sus familiares y peones, y cuando los asaltantes,<br />

sin apearse de los caballos, con las cabezas de los animales metidas en la casa, dijeron que<br />

iban a buscar “lo suyo” recibieron en respuesta el ataque de los asaltados. Los hijos de don<br />

Pablo no eludieron la pelea. El menor de ellos resultó herido en una pierna; pero cuando<br />

los hermanos se alejaron de allí dejaban el bohío en llamas, un peón muerto, a la muchacha<br />

herida y al padre agonizante. El vecindario oyó la precipitada carrera de las dos bestias que<br />

montaban los hijos de don Pablo; en cuanto a éstos, nadie más volvió a verlos. Muchos años<br />

después llegó al sitio un hombre que dijo haberlos conocido y contó que el mayor se había<br />

dedicado a robar reses y que el otro murió peleando en el Este.<br />

La bárbara agresión de aquellos demonios distanció a la gente del tireo de don Pablo.<br />

La misma noche del suceso se supo en la casa del viejo, pero a él no le dijeron palabra hasta<br />

el otro día. Le tembló el bigote y le ardieron los ojos al oír lo que le contaban; después se<br />

levantó, dio algunos paseos lentos por la sala, y al fin hizo llamar a casi todos sus peones.<br />

Cuando estuvieron reunidos dijo con voz pausada:<br />

—tienen dos días para buscarme a esos bandidos. Si no los pueden traer vivos, tráiganlos<br />

muertos.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Sin detenerse a pensarlo mucho, uno de los peones se adelantó.<br />

—Para nosotros no son bandidos, don, sino sus hijos, y ni yo ni ninguno de nosotros va<br />

a hacer preso a un hijo suyo, contimás tirarle.<br />

—¡tienen dos días para buscarlos! –remachó don Pablo lleno de cólera.<br />

Los peones se miraron entre sí. otro explicó:<br />

—Mire, don Pablo, una noche y casi un día nos llevan por delante. Ellos conocen bien<br />

los cubujones de la loma y no los vamos a encontrar, contimás que van bien montaos.<br />

Ante ese razonamiento don Pablo pareció dudar. Miró fijamente al que había hablado,<br />

se llevó las manos a la espalda y se puso a dar paseos. Remí temió que él mismo se lanzara<br />

a perseguir a los muchachos.<br />

Por cuenta de ese suceso Remí no quiso seguir cortejando a una muchacha del tireo<br />

que le gustaba y como ya estaba en edad de tener mujer, el disgusto lo desmejoraba. El viejo<br />

comprendía lo que le ocurría al hijo y un día lo llamó:<br />

—Vístase de limpio y ensille su caballo –le ordenó<br />

Sin hablar y sin tratar de averiguar qué se proponía el viejo, Remí le obedeció. tomaron<br />

el camino del tireo y ambos iban mudos. Don Pablo no levantó la cabeza sino cuando<br />

llegaron a los primeros ranchos del lugar. a la vera del arroyo, entre amagos de selva, pardeaba<br />

un bohío. una muchacha blanca, tierna todavía y ágil y tímida como una paloma, se<br />

metió huyendo en la casa. Don Pablo le gritó que se cambiara de ropa, entró tras ella y sin<br />

preámbulo alguno le soltó al hombre que salió a recibirlo:<br />

—aliste a su muchacha, que Remí está enamorado de ella y se la lleva hoy mismo.<br />

oyendo hablar al hombre de sus cosechas, siempre mudo y grave, don Pablo esperó el<br />

café; después salió, dijo que iba a la pulpería, donde ordenó que le despacharan dos cajas de<br />

ron en una mula, y volvió para decir a Remí que lo esperaba con la pareja en su casa. Cuando<br />

los enamorados llegaron encontraron a los peones asando dos lechones. En la enramada<br />

comieron y bebieron, alumbrados por los hachones de cuaba. Don Pablo estuvo levantado<br />

hasta muy tarde, cosa que jamás había hecho, y alguna vez se le vio sonreír, con una sonrisa<br />

torpe, a la que no estaba acostumbrado.<br />

Esa noche, sentado a su lado, estaba el todavía muchachón Felicio Rojas, que poco antes<br />

había entrado a formar fila entre los peones de don Pablo.<br />

una vez Felicio tuvo que ir a la loma en busca de Grano de oro, novilla cebada que debía<br />

ser llevada al corral; pero en el camino olvidó la orden y esa misma tarde llegó a la casa<br />

arreando a Pinto, un buey viejo que había sido echado a la sabana para que se hartara de<br />

pasto. Los peones se rieron de él y todavía hay quien diga en el lugar, a lo mejor ignorando<br />

el origen del dicho: “Cuidao si en ve de Grano de oro trai a Pinto”.<br />

así de distraído era Felicio en su juventud; con el andar de los años aquel mal pareció<br />

agravarse en vez de mejorar, y al mismo tiempo aumentaba su extraña sensibilidad moral.<br />

Había muchas cosas que Felicio reputaba por mal hechas y que a otros le parecían corrientes,<br />

y había muchas que otros juzgaban decentes y él no.<br />

—Don Pablo mata a un hombre y no lo hace por mal, sino por autoridá; pero esos<br />

muchachos suyos que se jueron dispué de lo del tireo eran malos manque hicieran el bien<br />

–decía; y sentenciosamente agregaba:<br />

—El hombre bueno lo merece todo; el malo lo que hace es malgastar lo que se come.<br />

De haber sido por don Pablo el sitio no se hubiera poblado, porque él no consentía tener<br />

cerca gente que no estuviera bajo su mando. no le dolía dar tierras, repartirlas o arrendarlas,<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

siempre que fuera a personas que reconocieran su jefatura moral y se abstuvieran de querer<br />

penetrar su intimidad.<br />

Cierta vez llegó al lugar un hombre de las vueltas de La Vega, y como en realidad aquellos<br />

terrenos no habían sido legalmente adjudicados a nadie, se creyó autorizado a tomar<br />

su parte y empezó a tender una palizada. El viejo lo supo, montó a caballo, llamó a unos<br />

cuantos peones entre los que iba Felicio, y tumbó la palizada. Cuatro o cinco días más tarde<br />

volvió el desconocido a pararla; alguien se lo dijo a don Pablo, quien, sin decir una palabra,<br />

montó a caballo y salió hacia allá. En el camino pechó al hombre.<br />

—óigame, amigo –tronó–, si usté quiere sembrar o criar aquí, hágalo sin cuidado; pero<br />

si usté quiere seguir vivo, tumbe esa palizada ahora mismo.<br />

a espaldas del papá, Remí aconsejaba lo contrario.<br />

Los años pasaban también por aquel rincón del mundo, y el viejo iba perdiendo bríos. un<br />

bohío hoy, otro más tarde; un rancho allá y alguno a la vera del río, entre el tupido monte de<br />

negros y copudos árboles fue apareciendo gente y en la tierra cubierta de maleza y de yerba<br />

fueron naciendo, como ligeras cicatrices, veredas que llevaban de una puerta a otra.<br />

Llegó el día en que la férrea mano de don Pablo dejó de gobernar los destinos de aquel<br />

triángulo de tierra metido entre lomas. Seguía siendo el amo, pero sus ojos perdían luz<br />

entre los largos pelos de las cejas y los huesos de su rostro se pronunciaban cada vez más.<br />

algunas veces hacía alusiones a la poca hombría del hijo que no daba descendencia. La<br />

nuera enfermaba mucho y se quejaba de cólicos. uno de esos terribles dolores acabó con<br />

ella y la enterraron cerca de Merardo y de dos peones que habían muerto años atrás, en el<br />

mismo sitio donde don Pablo pidió que sepultaran a su mujer y a la negra María. Jinete en<br />

un hermoso potro negro acompañó el ataúd de su nuera, y desde su montura siguió con<br />

fría mirada la operación del enterramiento. Felicio estaba allí y siempre recordó aquel grave<br />

y silencioso instante. oyendo el golpe de los picos que cavaban la zanja de la carretera,<br />

oía Felicio el de la tierra cayendo sobre la madera que albergaba el cuerpo de la difunta,<br />

desde muchísimos años atrás. Como si el tiempo no hubiera pasado, le parecía ver al viejo,<br />

callado, de mirada fija, inmóvil, y le parecía oír su voz diciendo, al emprender el camino<br />

de regreso, que ahí quería tener él su última morada. Sí, esas habían sido sus palabras, y<br />

una vez dichas se había vuelto lentamente hacia el valle, en cuyo césped brillaba el sol. al<br />

final, hacia el Tireo, se veían los negros penachos de los pinos y sobre ellos el cielo radiante.<br />

Según creyó siempre Felicio, ésa fue la única vez, en lo que él recordaba, que don Pablo se<br />

detuvo a contemplar el paisaje.<br />

antes del año Remí tenía otra mujer, con la cual fue padre. Cuando ocurrió esto don<br />

Pablo estaba ya más que viejo. Había enflaquecido tanto que sólo le quedaba la piel sobre<br />

los huesos; con la flacura parecía haber aumentado su natural solitario y a veces se pasaba<br />

días enteros sin abrir la boca.<br />

al nacer el muchacho don Pablo se animó un poco. acechaba que no hubiera gente en la<br />

casa y se acercaba silencioso a la hamaca de cuadro en que dormía el nieto y le hacía caricias<br />

en la mejilla con la punta de sus duros y temblorosos dedos. Desde recién nacido exigió que<br />

le pusieran antonio, en recuerdo de su mujer, que se llamó María antonia. aquel hombre<br />

enigmático debió guardar veneración por la difunta, con quien ni siquiera se había casado,<br />

ya que en tan remotos tiempos no había habido en toda la comarca ni cura ni juez civil.<br />

no pareció sino que don Pablo sólo esperaba la satisfacción de tener un nieto para<br />

abandonarse a las manías que le apuntaban. agravada su naturaleza solitaria con la vejez,<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

se disgustaba profundamente cada vez que alguien iba a verle. Llegó día en que se negó a<br />

ponerse su ropa y andaba por las cercanías de la casa vestido con un batón de tela que le<br />

llegaba a media pierna; cuando llegaban mujeres de visita se echaba maíz en la falda, se<br />

levantaba el ruedo de ésta hasta la altura del pecho y salía a echarles el maíz a las gallinas.<br />

Era ridículo y triste verle en tal facha, y Felicio sufría como nadie tales espectáculos, pues<br />

en tan largo tiempo a su lado había aprendido a quererle como a un padre.<br />

Cerca de los noventa debía andar don Pablo cuando se le conoció el primer quebranto.<br />

Jamás se había quedado un día en la cama y no podía admitir que tenía que mantenerse<br />

acostado. Comprendiendo que no tardaría en morir, los vecinos empezaron a visitar la casa.<br />

Don Pablo no tardó en darse cuenta de la realidad, y cuando adivinó que la cercanía de su<br />

muerte era causa de esas visitas, pidió la ropa que había dejado de usar en los últimos tiempos<br />

y, ya anochecido, tomó la puerta y se fue, sin hacer caso de la nuera que se esforzaba en<br />

convencerle de que no saliera.<br />

Cuando pasaron dos horas salieron en su busca. una luna radiante metalizaba los<br />

matorrales y los árboles. La vecindad se erizaba de miedo, llena de aullidos de perros y<br />

mugidos de toros.<br />

Fue Felicio quien dio con él cuando se levantaban las primeras luces del día. Yacía en el<br />

fondo de un barranco, descalabrado, con los brazos y las piernas tendidos y los ojos abiertos.<br />

El antiguo peón se ahogaba cuando le daba la noticia a Remí, y lloraba horas más tarde, al<br />

abrir la fosa que iban a profanar años después los picadores de obras públicas. al andar<br />

del tiempo, Remí, su mujer y su hijo Antonio iban a morir a causa de la influenza, y serían<br />

enterrados cerca de don Pablo.<br />

al llegar a este punto el ingeniero pidió tomar agua. nadie se movía en la sala. Con toda<br />

suavidad, como si temiera hacer ruido, el fiscal se rascaba la cabeza o limpiaba sus lentes<br />

con el pañuelo.<br />

—a partir de ahora debo contar las cosas, no como las vimos nosotros sino como con<br />

toda seguridad las vio y las sintió Felicio. Él está aquí y hasta ahora se ha negado a hablar,<br />

pero estoy seguro de que al final declarará y repetirá mis palabras. Es un viejo respetuoso,<br />

que no miente; yo diría que espiritualmente, Felicio es un hijo de don Pablo de la Mota.<br />

al llegar ahí el ingeniero, Felicio se puso de pie. Estaba temblando y por las mejillas le<br />

rodaban lágrimas que se secaba con el dorso de una mano. El público vio eso y se conmovió.<br />

Parece que Felicio quiso hablar, lo cual causó expectación, porque era la primera vez que iba a<br />

hacerlo; no pudo, sin embargo, y lo que hizo fue mover la cabeza de arriba abajo, aprobando<br />

lo que acababa de oír. Lentamente volvió a sentarse, mientras seguía estrujándose los ojos<br />

con la mano. El ingeniero había callado y el juez y los asistentes miraban hacia Felicio.<br />

—Yo había visto a Felicio allí, sentado sobre una tumba, oyendo el golpe de los picos y<br />

tratando de ver lo que se hacía –explicó el ingeniero.<br />

Sí, allí estaba. no quería creer lo que veía y esperaba que a última hora se ordenaría la<br />

suspensión del trabajo. Siempre había sido él así: no se avenía a aceptar que la gente procediera<br />

mal sino cuando ya era evidente que lo había hecho. En ese momento, por ejemplo,<br />

Felicio no pensaba en que estaban abriendo la tumba, sino que pensaba en don Pablo y lo<br />

veía ante él tal como había sido antes de volverse maniático; lo veía con su estampa alta,<br />

flaca, su piel quemada, sus bigotes blancos, su mirada fría; lo veía moverse, observándolo<br />

todo y siempre tan callado. De pronto oyó voces. Felicio hizo un esfuerzo, se puso de pie y<br />

caminó. Los hombres rodeaban el hoyo y señalaban algo. Felicio quiso ver.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

—¡Sigue picando, tú! –gritó alguien.<br />

Dos peones se tiraron al hoyo mientras el resto hacía gestos de repulsión y algunos<br />

se persignaban. Con sus cansados brazos, Felicio se abrió camino y se acercó al hoyo. Lo<br />

que había en el fondo era borroso para sus ojos, y cuando empezaba a distinguir oyó una<br />

exclamación.<br />

—¡Concho, ta enterito todavía! –dijo una voz.<br />

Entonces Felicio volvió el rostro a los que le rodeaban. Sí, debía ser que habían dado<br />

con la osamenta de don Pablo. Estaba ahí, en ese lugar, y él lo sabía mejor que nadie; pero<br />

se negaba a admitir que no hubieran respetado al difunto. Miró de nuevo hacia el hoyo; al<br />

principio todo le pareció barro revuelto con madera, pero después distinguió el esqueleto,<br />

del cual, debido a un golpe de pico, se había desprendido un brazo.<br />

En ese momento todo se confabuló para que las cosas ocurrieran como sucedieron.<br />

Serían las once del día, más o menos, y un sol radiante iluminaba el valle. Por el camino de<br />

tireo, que estaba al oriente, se acercaban dos hombres a caballo y uno de ellos montaba un<br />

hermoso animal negro cuya crin se batía al paso de la bestia. El grupo que rodeaba el hoyo<br />

atrajo a esos hombres y el del caballo negro se tiró de él para ver qué estaba pasando. al<br />

mismo tiempo, a cosa de cien varas y procedentes del pueblo, se acercaban a pie el sargento<br />

Felipe y el ingeniero.<br />

así estaban distribuidos los personajes en el momento en que los picadores dieron con<br />

la osamenta de don Pablo de la Mota. además de todos esos detalles, hay que agregar éste:<br />

a la espalda de los trabajadores que estaban junto a Felicio, hacia la mano derecha del viejo,<br />

había un pequeño montón de herramientas, mandarrias y martillos entre ellas.<br />

—ahí ta el difunto. usté que lo conoció, diga si es él…<br />

Felicio se volvió hacia el que hablaba y después hacia el hoyo. allá abajo estaba el esqueleto,<br />

grande, sucio, con el brazo izquierdo separado. Súbitamente, Felicio reculó, con toda<br />

la cara contraída. ahí, dentro del pecho, sintió que algo le estallaba y al mismo tiempo se le<br />

fijó en la espalda un terror que lo ahogaba y lo mataría. La idea que tuvo fue la de que don<br />

Pablo iba a salir de la tumba, montado a caballo, más colérico que jamás lo había estado en<br />

vida, y que iba a preguntarle por qué estaba allí y por qué había consentido que profanaran<br />

su último sueño.<br />

aquello fue tan vivamente sentido que Felicio gimió y se llevó las manos a los ojos.<br />

asustados, los que le rodeaban quisieron sujetarle. Entonces Felicio miró en torno suyo y<br />

vio a seis pasos del hoyo el caballo negro del recién llegado. al dar con el animal palideció<br />

y gritó, con una voz llena de miedo:<br />

—¡Su caballo; el caballo de don Pablo!<br />

Si, aquella era la bestia en que don Pablo había estado ahí, en ese mismo sitio, mientras<br />

enterraban a la nuera, muchísimos años atrás. Violentando las manos que le sujetaban, Felicio<br />

corrió y vociferó, dirigiéndose al hoyo:<br />

—¡ahí ta su caballo, don Pablo!<br />

Y entonces él vio a don Pablo, que apoyaba una mano en el fondo del hoyo; la derecha,<br />

porque no tenía mano izquierda; lo vio levantarse y sujetarse a la pared del hoyo.<br />

—¡Dame la mano! –ordenó el muerto con la misma voz autoritaria de otros tiempos.<br />

todo sucedió tan de prisa que Felicio no comprendía por qué los demás no hacían algo<br />

para evitar lo que estaba sucediendo. Él no podía hacer nada; él estaba paralizado por el<br />

miedo, con los ojos vidriados, sudando frío en la frente.<br />

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—¡acompáñame y toma esto! ¡Hay que matar, Felicio! ¡Monta conmigo! –dijo la voz,<br />

fría y precisa.<br />

¿Qué le había dado aquel difunto que de pronto volvía a la vida? ah, sí; el hueso de<br />

su brazo izquierdo. Felicio lo tomó y notó que estaba húmedo, sin duda por haber estado<br />

tanto tiempo bajo la tierra.<br />

Felicio temblaba y quería llorar. Don Pablo de la Mota se veía más viejo que cuando vivía<br />

y estaba amarillo y sucio del barro. Su aspecto era el de un hombre salido de las profundidades<br />

de una cueva. Firmemente, con su brazo a faltar, caminó y montó el caballo negro. al<br />

poner el pie en el estribo se volvió y miró a Felicio con ojos glaciales.<br />

—¡tú aquí atrás! –dijo; y nada más.<br />

Felicio corrió y montó en las ancas. Don Pablo llevaba las riendas. Felicio se dio cuenta de<br />

que el animal galopaba y oyó gritos; volvió la cara y vio que entre los hombres que rodeaban<br />

el hoyo se producía un tumulto. De súbito él se sintió lleno de ternura por don Pablo y pegó<br />

su pecho en la espalda del difunto.<br />

—Don Pablo, ¿se acuerda que se descalabró, la noche que se tiró por el barranco?<br />

El muerto dijo:<br />

—Sí; todavía tengo la marca en la frente.<br />

Pero de pronto su voz cambió, y gritó, como cuando ordenaba atajar un toro:<br />

—¡ahora, Felicio!<br />

Felicio se ladeó y vio ante el caballo al sargento Felipe, que enarbolaba un revólver. El<br />

ingeniero corría hacia un matorral vecino.<br />

—¿ta loco, viejo condenao? –gritó el sargento a todo pulmón.<br />

Se le veía que estaba asustado; se había puesto pálido y resultaba grotesco, pegando<br />

saltos con sus piernas torcidas.<br />

—¡ahora, Felicio, duro! –ordenó el difunto con voz estentórea.<br />

El caballo pasaba velozmente junto al sargento. Felicio alzó el brazo y descargó el golpe.<br />

Él no podía pensar que aquel hueso sucio, descarnado y húmedo, pudiera ser tan fuerte.<br />

oyó el chasquido del golpe y vio al sargento caer haciendo un círculo y manando sangre<br />

por la cabeza. Entonces sonó un disparo.<br />

—ay… –dijo don Pablo.<br />

Felicio se asustó.<br />

—¿Lo hirieron, don? –preguntó solícito.<br />

—Sí, aquí –masculló el difunto llevándose la mano al vientre.<br />

Pero a Felicio le resultó curioso comprobar que la mano que tocaba aquel vientre no era<br />

la de don Pablo sino la suya. tal vez era porque el difunto no tenía mano izquierda. Cada<br />

vez más asustado, Felicio notó que tocaba un líquido caliente y espeso.<br />

De golpe el caballo se detuvo. Por encima de la cabeza de don Pablo, Felicio vio el cielo<br />

y observó que las lomas iban girando allá arriba, todas deslizándose, una tras otra. Dobló<br />

la frente, golpeó la silla con el rostro; luego, con todo el cuerpo, la tierra negra y feraz del<br />

valle. a su lado, temblando, espantado y sudoroso, estaba el caballo negro. La gente corrió,<br />

dividiéndose en dos grupos, uno que se precipitaba hacia el sargento y otro hacia Felicio.<br />

—Yo mismo recogí a Felicio –explicó el ingeniero–; después noté el odio de la gente y me<br />

sentí mal. Me acusaban de ser el culpable de la tragedia, y aunque tenían razón hasta cierto<br />

punto, el que le dio a Felicio la orden de matar fue el difunto, pues aunque nadie quiera<br />

creerlo, el difunto estaba vivo. Sólo ahora lo comprendo.<br />

524


Lentamente, Felicio volvió a ponerse de pie. Parecía trabado de la espalda por algún<br />

dolor. De nuevo empezó a temblar y señalaba con un brazo hacia el ingeniero.<br />

—Sí, sí, sí –comenzó a decir, casi babeando–. El difunto taba vivo y seguirá vivo mientras<br />

yo no me muera, porque naiden se muere de a verdá si queda en el mundo quien repete su<br />

memoria.<br />

Y aquel viejo casi ciego tenía una figura y una voz tan patéticas, que a pesar de que<br />

estaba haciéndolo sin autorización, el juez le dejó hablar sin interrumpirle. El juez evocó la<br />

sombra de su padre, tan presente siempre en él, y comprendió al ingeniero y a Felicio. De<br />

todo esto surgía, sin embargo, una dificultad: él no podía condenar a un difunto, aunque<br />

estuviera vivo.<br />

Y como no quería cavilar mucho, porque se sentía cansado, se puso de pie, sonó la<br />

campanilla y dijo:<br />

—El juicio queda declarado suspenso para proceder a las deliberaciones.<br />

Con sus cansados ojos, Felicio vio la sombra de la toga levantarse y alejarse.<br />

—¿Qué hará aquí el cura? –pensó. Y siguió sentado, mientras el público abandonaba la<br />

sala con las caras vueltas para verle.<br />

Poppy<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

aunque la poca gente que conoció a Poppy parezca consternada –hace una semana que<br />

no hablan de otra cosa–, sería de tontos explicarles que lo que sucedió no fue un incidente<br />

vulgar, porque esa gente, como la gran mayoría del infatuado género humano, no aceptaría<br />

la explicación.<br />

Poppy, a la verdad, se precipitó un poco. Era demasiado sensible, y acaso hurgando en<br />

su “pedigree” se hallarían antecedentes, porque es lo cierto que nada se hereda tanto como<br />

la anormalidad. Pero las incontables parejas de quienes Poppy vino al mundo –padres,<br />

abuelos, bisabuelos– no se conocen. Excepto la madre, fox-terrier pura, nada más se sabe<br />

de sus antepasados.<br />

a juzgar por ciertos detalles físicos el padre debió ser un sato corriente; incluso en lo<br />

psíquico se le conocía, pues el pobre Poppy tenía una ternura casi humana, y la vivacidad y<br />

la gracia contagiosa del sato. Sin embargo era también grave, en ocasiones demasiado. Por<br />

lo visto, nunca pusieron atención en ese contraste.<br />

todo en Poppy era extremado. Por ejemplo, sería difícil hallar un perro tan sumiso. Jamás<br />

tuvo la menor rebeldía ni trató en momento alguno de escaparse ni se lanzó, como muchos<br />

compañeros a quienes él conocía, a morder la pierna de un visitante. ¿no era eso extraño,<br />

tratándose de un perro nada cobarde? Pues bien, nadie se fijó en ello, nadie se preguntó la<br />

causa de tal sumisión; ni siquiera Josefina, a pesar de que a ella se debía.<br />

En conjunto, Poppy sentía que su vida era muy feliz. Para él todo lo bello y agradable<br />

de este mundo tan extravagante estaba en Josefina. Desde el instante en que la luz del<br />

sol, colándose a través de los cristales, le hacía abrir los ojos, él se emocionaba pensando<br />

que Josefina no tardaría en despertar. Con su fina cabeza levantada acechaba los menores<br />

movimientos de su ama. a veces ella se levantaba tarde y Poppy sentía miedo de que se hallara<br />

enferma, y cuando al fin ella se movía, él empezaba a gemir de contento. En ocasiones,<br />

Josefina extendía el brazo desde la cama y acariciaba la cabeza de Poppy. En tales momentos<br />

él desfallecía de felicidad, se le iluminaban los pardos ojos, se le llenaban de un resplandor<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

extraño, de una claridad infantil. otras veces, muy pocas por cierto, ella no lo miraba<br />

ni parecía notar su presencia. Poppy veía entonces el entrecejo de su dueña; observaba<br />

cómo una sombra vagaba por todo el rostro de Josefina, y, herido en lo más sensible de<br />

su ser, bajaba la cabeza y se iba lentamente, con el rabo colgante, lleno de una amargura<br />

que nadie sospechaba.<br />

En verdad, esos momentos de dolor eran escasos en la vida de Poppy; incluso podía recordarlos<br />

todos, aunque a él no le gustaba hacerlo. Sólo cuando temía que algo le sucediera a<br />

su ama, volvían tales instantes a amargar sus días. además, la tristeza no le duraba mucho.<br />

Un gesto ínfimo, un amago de ternura de Josefina le hacían olvidarlo todo. La alegría era en<br />

Poppy un sentimiento desbordante, que inundaba todo su ser y le enloquecía de dicha.<br />

Pero un día –abominable día en su historia– Poppy sintió que la risa de Josefina era<br />

secundada por otra más seca y que las pisadas de su ama –leves y rápidas, tan conocidas<br />

por él– eran seguidas por otras lentas y sordas. además, le llegaba un olor nuevo. una<br />

sensación desconocida confundió sus sentimientos. Vio llegar a un hombre al lado de su<br />

ama, y vio la mano de él sujetar el brazo de Josefina. Aquello le llenó de asombro. ¿Cómo<br />

era posible que alguien tocara ese brazo? Para Poppy tal cosa era inexplicable, y se quedó<br />

sentado, con los ojos fijos en el visitante, deseoso de hacer algo no muy correcto. Sin<br />

duda su ama comprendió las intenciones de Poppy porque le dijo que se fuera. Ella le<br />

miró con dureza y a Poppy le dolió mucho esa mirada. Con la cabeza baja y la cola caída,<br />

avergonzado y triste, se fue de allí rezongando algo sobre la intromisión del hombre en<br />

la vida de los demás animales. al echarse bajo la cama se dijo que aquel desconocido y él<br />

no podrían ser amigos. Poppy no sabía debido a qué, pero lo cierto es que el extraño no<br />

le había sido simpático.<br />

Estaba Poppy cavilando sobre esas cosas cuando sintió entrar a Josefina.<br />

—¡Poppy, Poppy mío! –cantaba ella alegremente.<br />

Señor, ¿qué había ocurrido? Poppy hubiera querido tener más voluntad, ser menos<br />

emotivo, lo cual le hubiera permitido quedarse bajo la cama sin poner oídos en las voces de<br />

su ama. Pero él no podía. a la segunda llamada se lanzó, con el corazón ahogándosele de<br />

felicidad, y fue a dar en los pies de su ama. Ella lo tomó entre sus brazos, lo cargó y le dijo<br />

mil lindezas. Hablaba un idioma especial, en el cual abundaban frases cariñosas que Poppy<br />

sospechaba dirigidas a alguien que no era él.<br />

En ese estado de ánimo duró Josefina varios días. Se arreglaba con entusiasmo; peinaba<br />

de quince maneras su bronceado pelo; se ponía en las pestañas una pasta azul que daba<br />

a sus ojos un brillo y un tono deliciosos; se perfumaba, se cuidaba las uñas. Poppy se maravillaba<br />

de lo que veía y –¿para qué esconderlo?– disfrutaba también de una dicha loca,<br />

porque antes de tantos arreglos él hallaba a Josefina lo más bello de la creación; admiraba<br />

sus manos largas, pausadas, distinguidas; su pelo dorado, sus ojos azules, su nariz fina y<br />

audaz; lo admiraba todo en ella, y él observaba que con el cuidado todos los encantos de su<br />

dueña aumentaban sensiblemente. Lo único desagradable era la presencia del hombre. Iba a<br />

menudo. Cuando él llegaba Josefina se quedaba un instante como dormida, un solo instante;<br />

pero Poppy comprendía –a pesar de que él no tenía una noción clara del tiempo– que en la<br />

vida de su dueña esas fracciones de minuto duraban una eternidad. Después Josefina y el<br />

hombre se iban. ¿adónde iban?<br />

Metido bajo la cama, entristecido por la soledad en que lo dejaban, Poppy se hacía esa<br />

pregunta muchas veces. ¿Sería a la orilla del mar, frente a la casa, en el sitio donde ella solía<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

llevarlo a pasear? ¿Sería al jardín, en el rincón de las buganvillas, donde antes se pasaba<br />

ella las tardes con la mirada perdida en el cielo y donde él cazaba lagartijas? Con su fino<br />

oído –herencia de su madre– atento al menor roce, Poppy trataba de percibir los ruidos<br />

provenientes del jardín; acechaba, se volvía todo atención. al cabo de unos días notó que<br />

la llegada de Josefina era precedida siempre por el rumor de un automóvil que se detenía<br />

frente a la casa. “Pasea en esos feos aparatos que ruedan y hieden”, pensó. Y como a él no<br />

le era dado saber por dónde solía ir el automóvil, se acostumbró a no cavilar más sobre las<br />

salidas de su dueña. Lo único que le interesaba era que retornara pronto.<br />

algunas veces el hombre subía con ella y aunque Poppy no hallara al sujeto muy de<br />

su agrado, tuvo que aceptar que le pasara la mano por la frente. Bien sabía él, sin embargo,<br />

que tales caricias las hacía el hombre sólo por hacer creer a Josefina que lo quería un poco.<br />

nunca se hizo ilusiones al respecto. ni aquel extraño llegaría a tenerle estimación ni él se<br />

la tendría jamás.<br />

una noche oyó decir al visitante:<br />

—Poppy se vería mejor si le cortáramos la cola.<br />

—Imposible; le dolería mucho replicó Josefina.<br />

—¿Dolerle? ¿Y por qué? ¿acaso sienten dolor mis pacientes cuando los opero?<br />

Estupefacto, asombrado de lo que oía, Poppy salió del escondite donde se hallaba –un<br />

rincón bajo el librero– y se acercó a Josefina. ¿Qué iba ella a responder? Poppy la miró fijamente<br />

y la notó indecisa. En sus bellos ojos azules le vio la duda. Pero aquel hombre debía<br />

ejercer una mala influencia en su ama.<br />

—¿Crees que no le dolerá? –preguntó ella cediendo terreno.<br />

Con una sonrisa que a Poppy le pareció la más odiosa mueca nunca vista, él respondió:<br />

—te aseguro que no.<br />

Poppy se quedó perplejo. ¿Cómo hablaban así de esas cosas? ¿Era posible que se atrevieran<br />

a cortarle su cola, única parte del cuerpo con la cual podía él expresar su alegría y<br />

su gratitud cuando su ama le hacía mimos? no; jamás podría un ser humano hacer algo<br />

semejante. ¿De dónde había sacado el amigo de su ama ideas tan crueles y extravagantes?<br />

¡Y todavía iba a hablar más el bárbaro! Sin duda estaba empeñado en convencer a Josefina.<br />

Poppy temblaba de miedo. ¿Qué diría; qué iba a decir?<br />

Pero el hombre no habló de él, sino de algo así como un paseo. Se levantó, y Josefina<br />

no tardó en hacerlo. Sumido en la más amarga de las dudas, presintiendo algo muy malo,<br />

Poppy se quedó tan acobardado que no se atrevía ni a seguir pensando.<br />

Dos días después ocurrió algo inusitado. Con sus propias manos adorables Josefina<br />

bañó a Poppy; después se arregló ella misma. Era muy temprano, tanto que el sol no había<br />

caminado aún un cuarto de cielo. Mientras se arreglaba, Josefina cantaba. ¿Qué iba a pasar?<br />

¿a qué tales cuidados? Poppy no quería pensar en nada; ¡se sentía tan feliz! advirtió que<br />

se preparaba una salida. Hacía tiempo que Poppy no veía la calle de mañana. Pasando por el<br />

jardín, Poppy sentía la nariz envuelta en perfumes capitosos. Su ama se detuvo en la puerta y<br />

tendió los ojos hacia el mar. El mar aparecía al frente, azul, límpido y brillante como una pintura.<br />

Poppy miró a su dueña vestida de blanco, fina, dorada y celeste, con las manos puestas<br />

en la reja, con el pelo y el traje batidos por la brisa de la mañana, a Poppy le parecía ella algo<br />

delicado, bello y tierno; una flor de líneas serenas, esa flor que los hombres llaman lirio.<br />

Era aquella una gloriosa mañana de abril. El aire olía deliciosamente y toda la creación<br />

temblaba de alegría. Poppy gimió de dicha; se arrastró a los pies de su ama, correteó lleno de<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

júbilo. La felicidad le ahogaba. Por la acera, bajo los árboles, empezó a perseguir lagartijas y a<br />

dar veloces vueltas. Se embriagaba; le embriagaban el sol, el mar, el cielo distante, la sombra<br />

de los árboles, la presencia de Josefina. Pero de pronto –¡oh fugacidad de las cosas!– oyó a<br />

su espalda un ruido que le disgustó: ahí estaba el automóvil del hombre. Súbitamente sintió<br />

ira y empezó a ladrar como un desesperado. Su ama pareció más disgustada que él.<br />

—¡Poppy! ¿Qué es eso, Poppy? –preguntó.<br />

Y por primera vez –cosa extraordinaria– él no sintió dolor por haberla disgustado.<br />

Pero Poppy no tardó en arrepentirse de la dureza de su corazón. Llenándole de asombro,<br />

su dueña lo tomó en brazos y entró con él en el automóvil; incluso lo pegó contra su pecho<br />

y juntó su cara con la suya. ¡Qué inolvidable momento!<br />

Pronto llegaron adonde iban. Poppy vio a una joven graciosa vestida de blanco que le<br />

hizo caricias y a un mozo de espejuelos, muy serio, que le estuvo tocando la cola. Josefina<br />

se cubría el rostro con un pañuelo y parecía apenada. Eso entristeció a Poppy, pero no pudo<br />

detenerse mucho en ello porque sintió un ligero pinchazo en la cola. a poco ésta empezó a<br />

ponérsele pesada. ¿Qué sucedía? Miró a su dueña con ánimos de pedirle que lo ayudara,<br />

que no lo dejara en manos de aquellos desconocidos. El amigo de Josefina anduvo buscando<br />

hierros en una especie de librero blanco que no tenía libros. Poppy lo veía sonreír y lo<br />

oía hablar con desparpajo. La joven vestida de blanco y el mozo de espejuelos lo sujetaron<br />

fuertemente. Le pareció que alguien lo golpeaba en la cola y quiso volverse a ver qué le<br />

hacían, pero no lo dejaron.<br />

aquellos momentos fueron confusos. Poppy tuvo miedo, un extraño miedo a no sabía<br />

qué. ¿Maquinaban los desconocidos apartarlo de Josefina? ¡Quién podía saberlo! A él le<br />

parecía que los hombres eran capaces de las mayores atrocidades.<br />

Pero no sucedió lo que temía. Josefina volvió a cargarlo, a decirle palabras cariñosas;<br />

después entraron de nuevo en el automóvil y en todo el trayecto fue acariciándolo con mayor<br />

intimidad que nunca.<br />

aparentemente, todo volvió a ser igual. Pasó el resto de la mañana y empezó a caer el día.<br />

Poco a poco, con progreso lento, Poppy fue sintiendo dolor en la cola. trató de morderse, de<br />

pasarse la lengua, pero no lo dejaron. a media tarde ya no pudo más. Quiso mover la cola,<br />

porque Josefina había entrado en la habitación y él sintió alegría, como siempre que ella se<br />

presentaba a sus ojos, y el dolor fue tan agudo que lo inmovilizó. Entonces fue cuando, mediante<br />

un brusco esguince, logró ver. al principio no comprendía. ¿Qué era aquello? ¿Estaba<br />

él perdiendo el juicio? Empezó a girar sobre sí mismo, como un loco. Sentía que se le salían los<br />

ojos, que se le iba la cabeza. tuvo miedo, un miedo agarrotador. alzó la mirada, y fue tanta<br />

la compasión que halló en la cara de Josefina que temió más todavía, y reculó, impresionado.<br />

al acercarse al armario se vio en el espejo. ¿Cómo? ¿Qué pasaba; qué había sucedido? ¿Era él<br />

o era otro Poppy el que se reflejaba en el cristal? Se quedó un momento fijo ante su imagen;<br />

después se volvió a Josefina, con la mirada suplicante, y oyó que ella decía:<br />

—Pobrecito Poppy mío…<br />

Y al querer agradecerle su ternura él comprendió que ya nunca más podría demostrar<br />

su gratitud, porque lo habían dejado sin cola.<br />

Su primera reacción, un impulso que no pudo dominar, fue de cólera. ¡Había sido aquel<br />

antipático amigo de su dueña el que lo había mutilado! Fuera de sí, se lanzó sobre Josefina<br />

y le enseñó los dientes. Ella gritó reconviniéndole. Molesto, aunque no avergonzado, Poppy<br />

se metió bajo la cama, de donde se negó a salir en el resto del día. Con los ojos cargados de<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

sangre y el disgusto agriándole la vida, se pasó las horas amargado, pensando con verdadero<br />

dolor en su triste destino. En la noche sintió el ruido del automóvil; al oír las pisadas<br />

del hombre y distinguir su olor, quiso salir de su escondite y morderle una pierna. a duras<br />

penas lograba contenerse. El nombre de su ama le golpeaba la cabeza por dentro, y sólo así<br />

pudo resistir sus malos instintos. Después, cuando en las altas horas de la noche su dueña<br />

dormía, sintió de pronto un miedo atroz. Fue una idea loca, que le nació sin que supiera<br />

por qué. tanto le impresionó que pegó un salto. ¿Y si al visitante se le ocurría cortarle una<br />

mano a Josefina? ¿Por qué no? ¿No le había cortado a él su cola?<br />

La sola sospecha le dolió hasta dejarlo sin respiración. Se volvía loco. Estaba seguro de<br />

que iban a mutilar los hermosos brazos de su dueña; podía jurar que lo harían. El vehemente<br />

deseo de morir, si no podía impedir tal atropello, acabó por hacerle sentirse todo él un dolor<br />

vivo. Gimió en tono bajo, para no despertar a Josefina, y buscó algo con que hacerse daño,<br />

algo que le hiriera. Empezó a arrastrarse lentamente. Se sentía solo en el mundo, agobiado<br />

por la soledad y el sufrimiento.<br />

Durante tres días las cosas no cambiaron para Poppy. En la casa aseguraban que nunca<br />

había estado de tal humor. Cuando llegaba el amigo de Josefina él no podía contenerse.<br />

Ladraba, nervioso y erizado; gruñía, enseñaba los dientes. Sentía necesidad de vengarse.<br />

Pero volvía de nuevo aquella impresión de orfandad, aquella sensación de que lo habían<br />

humillado, de que lo habían despojado de parte de su vida. La tercera noche Poppy puso<br />

oído en unas palabras cuyo sentido no alcanzó a entender.<br />

—Este perro está muy majadero –dijo el hombre–. Yo te voy a dar una sorpresa.<br />

Poppy retrocedió poco a poco. ¿Sorpresa; había dicho sorpresa? ¿Qué diablos maquinaba<br />

el odioso visitante?<br />

Con la cabeza entre las piernas, preocupado, queriendo desentrañar el misterio de esas<br />

palabras, Poppy sufrió más que nunca, hasta que el sueño lo libertó de esa tortura.<br />

al día siguiente Poppy esperó ansiosamente la llegada de la noche. Disimulando su<br />

impaciencia se sentó junto a la puerta, cerró los ojos y esperó. tuvo que hacer un esfuerzo<br />

para no denunciarse cuando llegó el hombre. Le oyó hablar de muchas cosas; le oyó reír y<br />

hacer chistes. Muy tarde ya dijo:<br />

—Mañana viene Bonzo. Ese sí es de raza pura, no como este malcriado.<br />

Poppy aguzó el oído. ¿Bonzo? ¿Qué sería eso? ¿Qué significaba tal palabra? Jamás la<br />

había oído. ah, sí; una vez que su dueña disfrazó a un niño de chino. ¿Pero fue “bonzo”<br />

propiamente lo que dijo?<br />

una pregunta tras otra, docenas y docenas de ellas se fueron encadenando en la atormentada<br />

cabeza de Poppy hasta que llegó el momento en que creyó que la cabeza se le quedaba<br />

hueca. Francamente, no podía ya más.<br />

En efecto, llegó Bonzo al otro día. Poppy estaba dormitando, tratando de recobrar parte<br />

del sueño que había derrochado en la noche; iba sumiéndose en la suavidad nebulosa cuando<br />

lo despertó un grito alegre de su ama. La sintió correr a toda prisa y la oyó murmurar en<br />

voz alta palabras de emoción.<br />

—¡Qué lindo, qué preciosidad! –decía ella.<br />

a Poppy le pareció que sentía olor a perro y también que oía besos. ¿Besos? ¿a quién<br />

besaba su dueña? Poppy no era curioso –costumbre de perras y de cachorros–, pero se intrigó<br />

tanto que salió de su escondite habitual. De pronto Josefina entró corriendo y él la vio reír, y<br />

vio su dorado pelo agitarse como dos alas pardas. Llevaba algo en los brazos. Era un bulto<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

oscuro, peludo. ¿Sería un abrigo? tal vez; pero a Poppy le pareció que por un abrigo no debía<br />

ponerse así, y además, aquello olía demasiado familiarmente. Ella se tiró en un sillón, pálida<br />

de alegría, con los párpados caídos, y Poppy notó que el placer ponía en su rostro un aire<br />

apasionado. Ella estuvo así un minuto y él empezaba a sentirse confuso y avergonzado ante<br />

tanta dicha. Pero inesperadamente ella se incorporó, tomó aquel bulto lanudo y lo puso en<br />

sus piernas. Poppy no pudo reprimir un temblor de asombro y de ira. ¿Cómo? ¿Qué quería<br />

decir eso? ¡Era un perro, Dios; un perro lo que tanto había emocionado a su dueña!<br />

Incapaz de contenerse ya, Poppy saltó, con los dientes desnudos y la cólera en los<br />

ojos. Josefina lo miró un segundo; lo miró un segundo como nunca lo había hecho y le<br />

gritó algo horrible, algo que Poppy hubiera dado la vida por no oír; y a seguidas le pegó,<br />

¡le pegó con el pie!<br />

Verdaderamente, ya no era posible soportar más. Humillado hasta lo más profundo de<br />

su ser, Poppy bajó la cabeza y con la nariz rozando el suelo se fue de allí paso a paso. Estuvo<br />

debajo de la cama todo el día, negado en absoluto a salir.<br />

Durante la tarde aquello fue una fiesta. Subieron y bajaron las niñas de la casa, la vieja<br />

sirvienta, el hijito del jardinero, y cada uno le hizo gracias a Bonzo. ¡Bonzo! ¿Había habido<br />

alguna vez un nombre más feo que ése? Decían de él cosas admirables, tantas que Poppy,<br />

sin salir de debajo de la cama, aprovechó un momento en que tenían al intruso en el suelo<br />

y abrió un ojo para echarle una mirada. ¿Bonito; bonita esa bola de lana parda? Sintió asco<br />

de la gente, exagerada en todo. Vio las manos –las queridas manos de su ama– tomar al<br />

animalito y levantarlo, y aquel solo gesto rebosó el atribulado corazón de Poppy.<br />

Fue ahí, en tal instante, cuando resolvió lo que haría después. no pudo esperar. Era<br />

demasiado sensible –herencia de quién sabe cuál de sus abuelos– y además no tenía noción<br />

clara del tiempo e ignoraba que éste cura todas las heridas y hace viejas todas las novedades.<br />

Lo ignoraba todo en ese momento, excepto que ya no sería el favorito, que las frases tiernas<br />

de su ama no serían para él y que aquellas amadas manos acariciarían en lo adelante a otro<br />

perro. El era un pobre animal mutilado que no podía demostrar amor ni alegría.<br />

no se movió ese día; ni siquiera se levantó a comer. ¿Para qué? ¿Valía la pena? tampoco<br />

quiso moverse el día siguiente. Vio y oyó entrar gente que olía de mil maneras, oyó celebrar<br />

a Bonzo y se quedó quieto, sin fuerzas ni aun para indignarse. a la hora del paseo, tal como<br />

había resuelto, se levantó y dejó su rincón de abajo de la cama. Lentamente, sin ánimo alguno,<br />

fue emergiendo del escondite. Josefina no lo miró. Con gesto desdeñoso le dijo que saliera.<br />

El vio al intruso en los brazos de su dueña. ¿Le dolió? no, pero sintió tristeza.<br />

Con paso tardo descendió por la escalera. al salir al jardín se detuvo un momento y<br />

contempló el viejo escenario de su felicidad, tan lleno de olores que él conocía y distinguía.<br />

allá estaba el rincón de las bungavillas, y allí estaba el estanque de verdes aguas. Había sol,<br />

un sol que brillaba en las hojas de los árboles y en el lejano mar. amargado y enternecido<br />

recordó sus días infantiles, las horas de correteo por entre los pinitos australianos, cuando,<br />

perseguido por Josefina, iba y venía loco de contento. En lo hondo de sus venas aquella<br />

amargura hirvió rápidamente y sintió nacerle de golpe un odio enorme por cuanto lo obligaba<br />

a abandonar aquel sitio. Volvió los ojos y vio al intruso en los brazos de su ama. Durante<br />

un segundo pensó saltar, apretar entre sus dientes el pescuezo de aquel animalito lanudo.<br />

Fue un ímpetu que iluminó con reflejos diabólicos sus ojos pardos. Hasta llegó a calcular la<br />

distancia para el salto. Pero de pronto sintió que podía hacer sufrir a Josefina y eso no valía<br />

la pena. Para lo que faltaba…<br />

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Y estaba bella su ama. La brisa de la tarde agitaba su falda. ¡Lindo trajecito! alguien dijo<br />

que la hacía juvenil como una estudiante. ¿Qué era eso de estudiante? Poppy no lo sabía;<br />

lo que sí sabía era que su dueña era muy bella, que los ojos azules le brillaban dulcemente<br />

y que el aire levantaba con suavidad su fino pelo dorado. ¡Qué tristeza no volver a verla!<br />

Poppy sintió dolor por todo lo que iba a abandonar. Lentamente, como sin darse cuenta,<br />

bajó la acera. Le pareció que entre las pardas hojas jugaban algunos lagartos. Sí, debía ser<br />

así. En lo adelante serían para el otro.<br />

Anduvo más. Vio acercase el automóvil y oyó el grito de Josefina, un agudo grito que lo<br />

traspasó como una flecha. Inmediatamente, un estrépito loco, la impresión de que el mundo<br />

estallaba. De pronto, luz, mucha luz, un deslumbramiento. Después súbita oscuridad. Y<br />

nada más. acaso sólo la sensación de que se dormía velozmente.<br />

Mal tiempo<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

El viento arreció a medianoche de tal manera que Eloísa empezó a temblar. tenía miedo<br />

de que el huracán destruyera el bohío y éste los aplastara, miedo de lo que pudiera sucederle<br />

a su hijo en la soledad de la loma y miedo de que el viejo Venancio despertara y la<br />

sorprendiera sentada en el catre, llena de pavor. así pues, estuvo a punto de gritar asustada<br />

cuando oyó la voz de Venancio:<br />

—tranquilícese, que no es na. Los troncos e mangos le quitan juerza al viento.<br />

Pero los mangos nada significaban para Eloísa. Toda la vida había sido miedosa. A pesar<br />

de sus treinta años viviendo en el lugar no había podido evitar el terror que sentía ante el<br />

mar, que estaba bien cerca; y aunque no lo decía, porque hablaba poco y porque su marido<br />

no admitía debilidades, se pasaba los días creyendo que desde que Venancio la llevó a ese<br />

lugar se hallaba sin amparo alguno en la vida. además, su hijo andaba por la loma, solo del<br />

todo, y quién sabe lo que estaba haciendo ese viento por allá.<br />

Súbitamente el bohío crujió, movido por una racha que pasaba haciendo mugir las copas<br />

de los mangos; y Eloísa no pudo seguir callada.<br />

—¡Virgen de la altagracia, ampáranos! –gritó.<br />

El viejo Venancio levantó entonces medio cuerpo en el catre y sujetó a su mujer por un<br />

brazo.<br />

—¿Pero usté no oyó lo que le dije? ¡acuéstese di una vé y si le parece póngase a rezar,<br />

pero no lloriquee a esta hora!<br />

Sumisamente ella se acostó. Con los ojos cerrados podía hacerse la imagen del lugar, y<br />

ver tras el bohío los doce troncos de mango que el propio marido había sembrado mucho<br />

antes de que naciera el primer hijo. Pensar en que esos mangos servían para desviar el viento<br />

le producía cierto alivio, a pesar de que tal idea era falsa, porque lo que seguramente la<br />

tranquilizaba algo era saber que Venancio no se sentía inquieto en lo más mínimo. Por otra<br />

parte tal vez ni eso, ya que en verdad su mayor miedo no era al viento, sino a que el mar se<br />

desbordara. Siempre había sentido pavor ante esa posibilidad. El mar estaba tres millas hacia<br />

atrás, y por allí la costa caía a pico. Era muy improbable que algún día su tremenda carga de<br />

agua subiera; pero Eloísa se había asustado cuando lo vio por vez primera, y jamás se había<br />

librado de la impresión recibida entonces, que fue de soledad ante una fuerza gigantesca<br />

y ciega. a partir del momento en que empezó a tener hijos vivía segura, sin que pudiera<br />

explicarse la razón, de que alguna vez ese mar le mataría a uno de ellos. De pronto pensó<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

en el único que le quedaba; lo vio bajo la lluvia y el viento, guarecido al pie de un árbol,<br />

solito en la compacta oscuridad del monte; y empezó a sollozar tratando de que Venancio<br />

no la oyera.<br />

Pero Venancio sí la oyó, y en tal ocasión de lo profundo de sí mismo le salió la cólera a<br />

estallidos. ¡Esa mujer, con su lloradera y sus temblores, no iba a dejarlo dormir! La agarró<br />

por un hombro, y Eloísa podía sentir, en medio de la oscuridad, los llameantes ojos del<br />

marido clavados en ella.<br />

—¿Se va a tar tranquila, sí o no? –preguntó él.<br />

tratando de dominar su miedo, ella explicó:<br />

—Es que vea… Julián ta solo con este tiempo.<br />

—Julián ta seguro en la loma –sentenció él–. Lo que usté tiene que hacer es dejarse de<br />

lagrimeo y dormirse ya mesmo.<br />

Y él se durmió al cabo de un rato, aunque no Eloísa. ni Julián. Julián iba a esa hora río<br />

abajo, luchando con las sombras de la noche para que la corriente no le llevara el tronco de<br />

caoba con que había resuelto sorprender al viejo. Eso era algo que se salía de lo habitual, pues<br />

el muchacho tenía su tarea concreta, que consistía en cortar madera para que el padre hiciera<br />

carbón; echaba los palos al suelo, los partía en trozos manejables, los conducía poco a poco<br />

hasta la orilla del río y los tiraba al agua; luego iba hacia abajo escoltándolos en su cayuco,<br />

hasta salir al prolongado arenal que el río y el mar formaban cuando el primero desembocaba<br />

en el segundo. Desde la boca hasta su casa, que quedaba a cinco o seis millas hacia el oeste,<br />

había un largo trecho desarbolado, a pesar de que al principio hubo ahí manglares que en<br />

una época sirvieron para hacer carbón. En tal trecho, unas veces más cerca del río, otras más<br />

lejos, se hacían las carboneras; y todo el lugar parecía un antiguo cementerio abandonado.<br />

Cruzando los palos debidamente astillados, y colocándolos en hoyos que después cubrían<br />

de tierra, en tal forma que a distancia semejaban túmulos, el padre y el hijo carbonizaban<br />

la madera y vigilaban el hilo de negruzco humo que día tras día salía por los respiraderos.<br />

unos años atrás el viejo iba al monte con Julián, cada vez más lejos porque a medida que<br />

pasaba el tiempo eran menos accesibles los sitios arbolados; mas cuando Venancio empezó<br />

a quedarse corto de vista, como ya Julián era bastante fuerte, el padre resolvió que fuera él<br />

solo a los cortes. En los primeros meses Venancio se quejaba:<br />

—Vea, Eloísa, si no se hubieran muerto tos los muchachos que tuvimos aquí no faltaría<br />

madera pa’l carbón.<br />

—asina sería –aprobaba Eloísa.<br />

De tarde en tarde Venancio preguntaba de pronto:<br />

¿Cuántos años tendría agora Rafael, Eloísa?<br />

—Veintiocho –respondía la mujer.<br />

—¿Y Justino?<br />

—Veintisiete.<br />

El marido seguía pasando revista a los muertos, a lo mejor calculando cuánto carbón<br />

hubiera podido producir con todos vivos. no podía ser de otra manera porque Venancio no<br />

se gastaba en accesos sentimentales. Lo que a Eloísa le parecía muy raro era que recordara<br />

uno por uno los nombres de los ocho. Al final, indefectiblemente, Venancio comentaba.<br />

—antonce Julián tiene.<br />

—agora tiene casi diecinueve –le había dicho Eloísa, exactamente un mes antes de esa<br />

noche de mal tiempo.<br />

532


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Con efecto, ésos tenía; pero desde muchacho de once o doce se comportaba como un<br />

adulto. Ya en esa época, cuando llegaba con el padre a la loma y daban con un macizo de<br />

árboles apropiados, no consultaba al viejo ni le decía una palabra; cogía su pequeño machete<br />

y trepaba silencioso a los troncos para empezar a desramarlos; y una vez terminado<br />

el desrame, tan pronto Venancio comenzaba a hachar, él se ponía a abrir trocha hacia el río,<br />

para que fuera más fácil la conducción de los maderos hasta la vía de agua. Estaba hecho a<br />

actuar por su cuenta. a lo sumo, alguna vez el viejo le decía:<br />

—aquí no, muchacho. Vamos a ver si jallamos llana por ese rumbo.<br />

Entonces Julián bajaba del tronco en que se hallaba, siempre sin hablar, y se ponía a<br />

tumbar bejucos haciendo camino hacia el corazón del monte.<br />

Como no estaba acostumbrado a consultar, tres días antes de esa mala noche había<br />

resuelto tumbar el tronco de caoba con que de buenas a primeras se había dado. De inmediato<br />

comprendió que tal palo iba a exigirle varias jornadas de trabajo y que debía bregar<br />

duro para bajarlo hasta el río, pues si quería sacarle todo su valor tendría que llevarlo sin<br />

cortarlo en pedazos. Venancio se molestaría al verlo llegar sin más madera, y como ya estaba<br />

casi ciego de tanto meterse en las carboneras, no podría distinguir de pronto la calidad del<br />

tronco. Quizá hasta dijera que era ojancho; y a Julián le parecía oírlo:<br />

—Muchacho, ¿cómo cortaste ese palo tan duro en vé de traer llana?<br />

Entonces él le diría:<br />

—usté ta medio ciego, taita. Eso no es ojancho; eso es un tronco de caoba que vale como<br />

cien pesos.<br />

a lo que sin duda alguna el padre contestaría alzando la cabeza, esforzándose en mirarle<br />

la cara, y diciendo al cabo de un rato, esquivando discutir sobre su error:<br />

—antonce busque como venderlo di una vé, y si va al pueblo tréigase algo de comida<br />

y cómprele un túnico a Eloísa.<br />

Eso tendría que suceder así y no de otra manera. además si el padre no mencionaba<br />

el túnico de la madre, él iba a comprarlo de todos modos. La vieja tenía ya tal vez más de<br />

cincuenta años; era chiquita, delgada, canosa, sufrida, y aunque el hijo no mencionaba tal<br />

detalle, entre otras razones porque él no tenía el hábito de hacer comentarios, él notaba que<br />

a la hora de servir la comida en la cocina el primer plato era siempre el suyo. una vez hasta<br />

sintió a la madre, tarde en la noche, tirándole arriba un saco vacío.<br />

Durante tres días el muchacho batalló sin descanso. tumbar el caobo fue lo más fácil;<br />

lo difícil fue conducirlo hasta el río. En ocasiones lo hacía rodar al favor de los desniveles<br />

del terreno, tras haber limpiado a machete él trayecto que debía seguir el madero: pero en<br />

otras tenía que vencer los obstáculos levantando el enorme tronco por el extremo menos<br />

pesado. Cuando la tarde caía, y el bosque se poblaba de pajarillos que llegaban aturdidos<br />

por el sueño a llenar las altas ramas de los árboles, Julián se encaminaba hacia el río para<br />

dormir en su cayuco, amarrado en la orilla. El tercer día amaneció con amagos de lluvia, y<br />

desde media mañana, una vez comenzó a llover, el muchacho tuvo que luchar con ese nuevo<br />

inconveniente, lo que aumentó mucho sus dificultades. Fueron siete u ocho terribles horas<br />

las que pasó, con el tronco resbalándole a causa del lodo y del agua, yéndosele de las manos,<br />

atajándosele en cualquier pequeño matojo de yerbas. aun bajo la lluvia Julián sentía el sudor<br />

corriéndole por la frente. La ropa se le había endurecido a efectos del agua. Pero no cejó un<br />

minuto. a eso de las seis vio el río a escasos metros de distancia; y cuando oscureció del<br />

todo sintió que su decisión de echar sin demoras el tronco a la corriente crecía a compás con<br />

533


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

la oscuridad y con la lluvia, que iban engrosando cada vez más. Era septiembre, el temido<br />

septiembre de las islas, y no había esperanzas de que el mal tiempo se debiera a cambios de<br />

la luna. Julián sabía, pues, que no debía parar un instante.<br />

a eso de las ocho el caobo cayó al agua. Se le oyó chasquear blandamente; y sin perder<br />

tiempo el muchacho deshizo el nudo de la cuerda que sujetaba el cayuco y se metió<br />

en él. Con gran trabajo, canaleteando con una mano y con la otra empujando el caobo,<br />

logró situarse en medio del río. a partir de ahí la tarea sería menos agobiadora, sobre todo<br />

cuando llegara la luz del día; pues mantenerse atento a que el tronco no se le atravesara<br />

frente al cayuco o a que no se le embarrancara no era cosa fácil en la compacta oscuridad<br />

de la noche. Durante largas horas pudo manejarse relativamente bien, a pesar de la fuerte<br />

lluvia. Pero de pronto, a mitad de trecho entre la medianoche y el amanecer, notó que el<br />

cayuco se mecía de atrás alante, como si el agua del río estuviera creciendo en oleadas. Por<br />

sí solo ese hecho daba que pensar; cuánto más lo daría media hora después, al comenzar<br />

el viento a dejarse sentir soplando con creciente vigor, encajonado entre los árboles de las<br />

orillas. Julián, sin embargo, no sintió temor. Sabía bien qué indicaban esos síntomas; pero<br />

él había resuelto llevar hasta la playa de la boca el tronco de caoba, y lo llevaría sin duda<br />

alguna, pasara lo que pasara.<br />

Endurecido por la sorda lucha que libraban dentro de él el sueño y la atención, Julián<br />

se quedó sorprendido de súbito cuando, ya al amanecer, movido inesperadamente por una<br />

fuerza de agua, el tronco giró a toda velocidad y se atravesó frente al cayuco. El muchacho<br />

corrió, haciendo tambalear la primitiva embarcación. Después que logró evitar el choque<br />

alzó la cabeza y vio cómo el viento doblaba las copas de los árboles que orillaban el río.<br />

—Si el tiempo ta malo pa’bajo, los viejos ni haberán dormío –dijo en voz bastante alta.<br />

Y acertaba, porque Eloísa, por lo menos, no pudo dormir. Durante más de cinco horas<br />

estuvo con los ojos abiertos, oyendo el paso cada vez más violento de las ráfagas y el caer<br />

incesante de la lluvia, que hacía sonar de manera sorda las yaguas del techo.<br />

El viento empezó a amainar después de amanecer, pero la lluvia fue haciéndose más<br />

fuerte, y a eso de las doce era un diluvio lo que se sentía sobre la tierra. Llovió menos en la<br />

tarde, para arreciar otra vez al entrar la noche. Solos y silenciosos, dando vueltas en los pequeños<br />

límites del bohío, fumando de vez en cuando sus cachimbos, Eloísa y Venancio veían<br />

caer el agua, la veían rodar por los pequeños desniveles e ir llenando el patio de lagunatos.<br />

En dos ocasiones, una en la mañana y otra bien entrada la tarde, Eloísa comentó como para<br />

sí que tal vez su hijo Julián estaría mojándose más de la cuenta en el monte. La última vez<br />

Venancio se puso de pie al oírla, y respondió de mal modo, mirándola a los ojos:<br />

—usté déjese de tar llamando desgracia. El muchacho se pue mojar lo que quiera, que<br />

no es de azúcar pa derretirse.<br />

En lo cual estaba acertado. Julián no era de azúcar; y de todos modos estaba de más<br />

hablar de él. Pues había ocurrido que a eso de las diez de la mañana, quizá entre las nueve<br />

y media y las diez, el río había empezado a bajar cada vez más cargado. Por momentos unas<br />

turbias oleadas cubrían las orillas e iban doblegando los yerbazales. Sin duda el viento que<br />

había cruzado hacia las lomas durante la noche había empujado las nubes hasta la cabecera.<br />

Y debió ser así, porque de improviso, tal vez un poco pasadas las diez, se oyó el pavoroso<br />

ronquido de la masa de agua que bajaba dominándolo todo. Julián se puso de pie en medio<br />

del cayuco, y miró hacia atrás. Él no sabía lo que era eso, pero muchas veces oyó a Venancio<br />

contar historias de violentas crecidas. En medio de la lluvia podían distinguirse los ruidos de<br />

534


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

los bejucos que se doblaban chasqueando, el golpear del agua en los troncos de los árboles<br />

más cercanos y el impresionante fondo del ruido que hacía la propia agua al rodar sobre sí<br />

misma, creciéndose en oleadas de un pie de altura.<br />

Durante una fracción de minuto Julián quedó confundido, sin saber qué hacer. al tratar<br />

de ver el caobo advirtió que iba meciéndose, hundiendo en el río ya una punta, ya la otra,<br />

y en ocasiones girando como un rehilete. Sentándose otra vez, para no perder el equilibrio,<br />

metió el canalete en la turbia masa líquida y pretendió avanzar lo más aprisa que pudiera,<br />

porque era necesario pegarse al palo y dominarlo, a fin de que no embarrancara o no se le<br />

atravesara. Si el río estaba arrastrando árboles descuajados, lo cual era posible, y el caobo<br />

se le enredaba en uno de ellos, no iba a poder sacarlo en medio de la corriente; le cogería<br />

la noche, y como llevaba ya una sin dormir se le haría muy difícil dominar el sueño. así<br />

pues, avanzó cuanto pudo y se arrimó al tronco. Pero sucedió que en tal momento el caobo<br />

comenzó a girar sobre su eje longitudinal, y Julián cometió el error de querer atraparlo con<br />

un pie precisamente cuando otra ola de la crecida venía mugiendo tras él, imponiéndose en<br />

el recodo que acababa de dejar tras su espalda. Dos veces el tronco fue y volvió, pegando<br />

contra el cayuco; y eso ocurrió con movimientos tan rápidos que Julián no nudo evitar que<br />

su pierna, caída al agua cuando perdió la sustentación del tronco, quedara atrapada entre<br />

éste y el cayuco. El primer golpe casi le hizo perder el conocimiento tal fue el dolor que le<br />

produjo; el segundo lo aturdió largo rato, sobre todo porque había sentido el sonido del<br />

hueso al quebrarse, y de inmediato algo parecido a la feroz mordedura de un perro en lo<br />

recóndito del vientre. Llevado por el instinto el muchacho quiso acudir a cubrirse la pierna<br />

con las manos; y entonces el cayuco, atravesado ya en medio del río, se ladeó, soltó su carga,<br />

brincó un poco sobre el agua y comenzó a derivar, dando bandazos, corriente abajo. Sobre<br />

su fondo de liviana madera la lluvia sonaba con sordo golpear.<br />

Todo aquello duró tal vez lo que un relámpago y aunque las circunstancias eran aflictivas<br />

Julián ni siquiera las apreció. Perdido el cayuco nadaría otra vez hasta alcanzarlo; y si<br />

no podía, porque era demasiado ligero de peso y el agua acaso lo arrastraría con velocidad,<br />

nada evitaría que él se arrimara al caobo. De ser así se abrazaría al tronco y se dejaría ir con<br />

él, aunque se embarrancara o se enredara en un árbol desarraigado por el río. El muchacho<br />

estaba hecho a cejar, y no lo haría. no le importaba tener que pasar sujeto al caobo un<br />

día, una noche más, dos días, dos noches. ahora ya no se trataba, como minutos antes, de<br />

calcular las dificultades que podían proporcionarle la oscuridad, el río crecido y el trasnoche;<br />

ahora se trataba de salvarse y llegar a la playa de la desembocadura con el caobo. De<br />

manera firme y poderosa Julián sentía que el caobo y él, no él sin el caobo o el caobo sin él,<br />

tenían necesariamente que correr la suerte juntos, hasta arribar adonde el viejo pudiera dar<br />

con ellos. Ese sentimiento le comunicaba fuerzas, a despecho de la pierna, que tiraba de él<br />

hacia el fondo.<br />

En verdad, pocos minutos después no podía con ella; un rato más tarde ni siquiera le<br />

era dable mover el muslo, y la cadera se le estaba partiendo del dolor. Llovía, estaba metido<br />

en el agua, y sin embargo sentía que algo frío, surgido de sí mismo, le empapaba el cuerpo<br />

y el rostro. Vio con toda claridad alejarse el cayuco, que discurría rápidamente al favor de<br />

la corriente; y vio al caobo moviéndose a saltos, como si alguien lo empujara desde abajo.<br />

Pensó gritarle que lo esperara, que él iba para allá. Sin parar mientes en lo que sentía, braceó<br />

enérgicamente, una, tres, cinco veces. ¡Ya tenía el tronco ahí, a su alcance! ¡ah!, si hubiera<br />

podido detenerlo un instante, un solo instante.<br />

535


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¡Párate, maldito! –gritó.<br />

Pero en tal momento un extremo del caobo saltó, como un pez que huye, y cuando<br />

pegó de nuevo en el agua había sido arrastrado casi dos varas más allá. Julián quiso bracear<br />

otra vez; mas de súbito, con un impulso brutal y despiadado, el dolor de la cadera estalló,<br />

enfriándole el vientre, y sintió los brazos paralizados. El muchacho abrió la boca, ya con la<br />

nariz y la cuenca de los ojos afilados por el color amarillo que iba transfigurando sus facciones.<br />

Ciego y sordo; trató de salir adelante, luchando por no hundirse, seguro de que iba a<br />

vencer. Hasta que no pudo más. a pesar de que no veía cuando por última vez sacó la cara<br />

a la superficie, tuvo, sin embargo, la fugaz impresión de que la lluvia pegaba duramente<br />

en el río; lo cual –aunque ya para él estaban desapareciendo la mentira y la verdad– era<br />

absolutamente cierto.<br />

no sólo llovía allí, sobre el río, sobre el cayuco que había derivado y girado cien veces<br />

hasta quedar varado entre los matorrales de la orilla izquierda, y sobre el tronco de caoba<br />

que tan pronto se cruzaba en medio de la corriente como se dejaba arrastrar por el ímpetu<br />

de las aguas; sino que con igual intensidad estaba lloviendo en la costa, sobre el bohío donde<br />

Eloísa y Venancio, encerrados en los setos de tablas de palma, esperaban no sabían qué.<br />

La lluvia duró todavía dos días y dos noches más. al tercer día el sol fue surgiendo lentamente.<br />

Había lodo y toda la naturaleza se veía cansada; pero Venancio no parecía afligido.<br />

En verdad, jamás había cambiado su manera de ser. Mientras tomaba café, bien temprano,<br />

se dirigió a la mujer.<br />

—usté ha estao haciendo mucha zoquetá en estos días –dijo–. ajuera lloviendo y usté<br />

adentro mortificándome…<br />

—Era que estaba pensando en Julián, íngrimo y solo en esa loma con un tiempo tan<br />

malo –explicó ella.<br />

—Bueno; pero ya el tiempo pasó. Déjese de tar pensando en el muchacho, que a él no<br />

le hace falta. El muchacho sabe cuidarse.<br />

Y nada más habló de eso el viejo. unos minutos más tarde con los ojos iluminados por<br />

alguna idea que le daba cierto aspecto de picardía juvenil, dijo de pie en el umbral de la<br />

puerta:<br />

—Vea, este tiempo debe haber hecho crecer el río, y tal vé el agua haiga arrastrao algún<br />

tronco de provecho. Me voy pa allá.<br />

Y salió inmediatamente, rehuyendo los pozos de agua y los lodazales que cubrían el<br />

camino. Eloísa lo vio irse, triste sin saber por qué. El temporal había pasado y con él cualquier<br />

peligro. Pero lo cierto era que aquel sol que estaba sucediendo a las lluvias tenía un<br />

acento parecido al del hogar donde por primera vez plañe un niño cuya madre ha muerto<br />

al darlo a luz.<br />

Sin embargo, todo ese cúmulo de sentimientos debía ser causado por sus cincuenta años.<br />

Las cosas no andaban mal, como lo probó la vuelta de Venancio, quien retornó a la caída de<br />

la tarde con la noticia de que algo bueno había ocurrido.<br />

—Figúrese, Eloísa –dijo– que jallé en la playa un tronco de ojancho, y como tiene buen<br />

tamaño va a dar algunos sacos de carbón. Cuando el muchacho vuelva va a encontrar que<br />

su taita le tiene una sorpresa.<br />

—Qué bueno –comentó ella, confusamente alegre de que su marido demostrara tal interés<br />

por el hijo–. Él se la merece, porque mire que Julián es buen hijo, ¿no le parece, Venancio?<br />

Pero Venancio no la oyó bien. Estaba pensando en otras cosas; y he aquí que, sin darse<br />

536


cuenta, y para confundir más a su mujer, que nunca le había oído expresarse en tal forma,<br />

dijo en alta voz lo que pensaba. Que fue esto:<br />

—Dió no le falta al pobre, Eloísa ¡Vea que traer este temporal pa ayudarnos!<br />

Y se quedó con la mirada perdida en el cuadro de cielo que se veía a través de la puerta,<br />

quizá esperanzado en que viniera otro mal tiempo tan generoso como el que acababa de<br />

pasar.<br />

El Socio<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Justamente a una misma hora, tres hombres que estaban a distancia pensaban igual<br />

cosa.<br />

En su rancho del Sabanal, negro Manzueta maquinaba vengarse de don anselmo y<br />

calculaba cómo hacerlo sin que el Socio se diera cuenta de lo que planeaba; en la cárcel del<br />

pueblo Dionisio Rojas cavilaba cómo matarlo, tan pronto saliera de allí, y de qué manera se<br />

las arreglaría para que el Socio no saliera en defensa de aquel odiado hombre; en su bohío<br />

de la Gina, sentado en un catre, el viejo adán Matías apretaba el puño lleno de ira porque<br />

no hallaba el medio de matar a don anselmo sin que el condenado Socio se enterara y pretendiera<br />

evitarlo.<br />

Boca arriba en su barbacoa, el negro Manzueta fumaba su cachimbo y meditaba. no<br />

veía cómo recobrar sus tierras. Los agrimensores llegaron con polainas y pantalones amarillos,<br />

con sombreros de fieltro y espejuelos; cargaban palos de colores y un aparato pequeño<br />

sobre tres patas; estuvieron chapeando, y aunque él sospechó que en nada bueno andaban,<br />

se quedó tranquilo para no tener líos con la autoridad. además, ¿qué miedo iba a tener?<br />

Esas tierras eran suyas; el viejo Manzueta las había comprado a peso de título, las heredó el<br />

hijo del viejo –su taita–, y luego él.<br />

Don anselmo estuvo un día a ver el trabajo de los agrimensores y llegó hasta el rancho.<br />

—andamos aclarando esto de los lindes, Manzueta –dijo.<br />

Y el negro Manzueta no respondió palabra. Estaba contento de que lo visitara don<br />

anselmo, el dueño de medio mundo de tierras. Estuvo observándole la mulita, inquieta<br />

como mariposa.<br />

—¿Esa fue la que trajo en camión de San Juan? –preguntó.<br />

Don anselmo no debió oírlo; miraba gravemente el trabajo.<br />

—Bájese pa que tome café, don –invitó el negro.<br />

El visitante no quiso bajarse porque andaba apurado. apurado… Lo que pasaba era que<br />

le remordía la conciencia. Le quitó sus tierras, así como si tal cosa. Los agrimensores hablaron<br />

hasta decir “ya”, y el negro Manzueta se negó a entender explicaciones. Él sólo sabía que<br />

desde la quebrada del Hacho para arriba todo era suyo, y lo demás no le importaba.<br />

tuvo que importarle, sin embargo. un día llegaron los peones –ocho, armados de colines,<br />

y el capataz de revólver– y tiraron la palizada a la brava. Bueno… Para algo un hombre es<br />

un hombre, y fuera de esas tierras que le habían quitado el negro Manzueta no tenía casi<br />

qué perder. Pegado de su cachimbo, cavilando, veía entrar las sombras en su mísero rancho.<br />

En la puerta, flaco y torvo, el perro cazaba moscas; afuera la brisa hacía sonar las hojas de<br />

los plátanos. un tórtola cantó, sin duda en el roble de la vereda.<br />

—Hay que arreglar primero lo del Socio –se decía Manzueta mientras, rehuyendo las<br />

durezas de los varejones, daba vueltas en la barbacoa.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Vueltas estaba dando también en su camastro Dionisio Rojas. El pueblo se hallaba a decenas<br />

de kilómetros del Sabanal, hacia el sur, y la cárcel quedaba en una orilla del pueblo. a<br />

dos días de su libertad, Dionisio Rojas no dejaba de pensar en la maldad que le habían hecho.<br />

no se trataba de la res, y él lo sabía bien como lo sabía don anselmo; se trataba de la vereda<br />

que pasaba por su conuco. Don anselmo tenía necesidad de esa vereda porque le acortaba la<br />

distancia de sus tierras a la carretera. Su hermano estaba dispuesto a entrar en arreglos, pero<br />

él no, y por eso inventaron lo de la res. ¿Cómo lo hicieron, que ni los perros se dieron cuenta?<br />

Dionisio llegó a pensar si su hermano no había estado en la combinación. Dijeron que la res<br />

se había perdido, llegaron al bohío y se pusieron a investigar. Hallaron la cabeza y las patas<br />

enterradas en el patio, y más adentro, en pleno conuco, el cuero. ¿Por qué los perros no desenterraron<br />

esas cosas para comérselas? Dionisio no lograba averiguarlo. Era para morirse de<br />

tristeza. ¡Lo habían hecho pasar por ladrón, a él, Dionisio Rojas, un hombre criado tan en la<br />

ley, un hombre de su trabajo! don anselmo tenía que pagar su “acumulo”.<br />

La tarde caía velozmente y desde su camastro podía el preso ver el río, que rodeaba la cárcel por<br />

el oeste. En chorro impetuoso, las sombras iban metiéndose en las aguas, ennegreciéndolas.<br />

así ennegrecían esas mismas sombras las aguas del arroyo en la Gina. El lugar –tres docenas<br />

de bohíos desperdigados bajo los palos de lana o en los riscos del arroyo– estaba al oeste<br />

del pueblo, a un día de camino en buen caballo. allí, sobre el catre, pasándose la mano por<br />

la cabeza, casi arrancándose los pelos, estaba el viejo Adán Matías. Era bajito, flaco y rojo. Su<br />

bigote cano temblaba cada vez que él batía la quijada. Por momentos se ponía de pie, recorría<br />

el cuartucho a grandes pasos y volvía a sentarse. Su hija Lucinda se asomaba a la puerta.<br />

—tranquilícese, taita. Dispués con calma se arregla eso.<br />

Pero también Lucinda estaba triste y lloraba a escondidas. El viejo, que lo sabía, se<br />

llenaba de cólera.<br />

—Ella tiene la culpa, taita –pretendía alegar Lucinda.<br />

—¿Culpa ella, una criaturita sin edá pa saber lo malo?<br />

Cuanto más se le hablaba, peor se ponía el viejo. Iba y volvía por el cuartucho, se sentaba,<br />

se paraba, agarraba el machete. Al fin pareció haber resuelto algo.<br />

—¡Lucinda! –llamó a la hora en que la noche cerraba sobre el monte– ¿usté cree en eso<br />

del Socio?<br />

Con los ojos hinchados de llorar, la hija habló desde la puerta:<br />

—¿Y cómo no voy a creer, taita? Si no fuera asina, ¿cómo le diban a salir bien las cosas<br />

a ese hombre?<br />

El viejo no le quitaba la mirada de arriba.<br />

—¡Po conmigo se le acaban el retozo a él y al Socio! –tronó; y volvió a sentarse, a pasarse<br />

la mano por la cabeza, a batir la quijada.<br />

aunque hiciera preguntas, también adán Matías creía como su hija, y nadie ponía en<br />

duda lo que se decía de don anselmo. Quince años antes ni anselmo le llamaban, sino Chemo.<br />

Era feo y antipático, con su perfil rapaz, de nariz corva y mentón duro, con su frente pequeña<br />

y sus ojos de hierro. andaba siempre de prisa, con un gran tabaco en una esquina de la boca<br />

y levantándose los pantalones a cada paso. a los que dependían de él no les hablaba sino que<br />

les daba órdenes. Consiguió unas tierras en La Rosa, a precio de nada, y sin que se supiera<br />

cómo ni cuando empezó a echar palizadas hacia afuera. Fue por esos días cuando hizo su<br />

trato con el Socio. Eso ocurrió en la Loma del Puerco, y aunque el acuerdo se llevó a cabo<br />

en secreto, al poco tiempo todo el mundo conocía el trato. La sospecha comenzó cuando en<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

el sitio observaron que don anselmo no perdía cosecha ni por sequía ni por lluvia, que los<br />

hombres más hombres no le pedían cuenta por llevarles las hijas, que la viruela respetaba<br />

sus gallinas y el dandí no les daba a sus puercos, que sus gallos ganaban las peleas peor<br />

casadas, que las vacas le parían hembras todos los años, que a ninguno de sus caballos le<br />

daba la jaba o la cucaracha. Pero con todo, la verdad absoluta no podía saberse porque don<br />

anselmo tenía su malicia para hacer las cosas.<br />

Y el don sabía darse gusto. Levantó en La Rosa una casa enorme, de dos pisos y con<br />

galería amplia. abajo se fueron arrimando bohíos de peones y encargados, y entre las muchachas<br />

de esa gente iba él escogiendo.<br />

—Dentro de dos años me guardan ésta –decía.<br />

usaba automóvil y tenía luz eléctrica, nevera y fonógrafo. Vivía a sus anchas. todo le<br />

salía bien. Igual que si fueran hombres, las palizadas se mantenían anda que anda, siempre<br />

hacia afuera, ampliando la propiedad. una tropa de peones se encargaba de sembrar los<br />

postes y tirar el alambre, y durante el año entero aquello tropa vivía ocupada. Llegó el día<br />

en que sin salir de las tierras de don Anselmo podía irse de Hincha a Rincón, flanqueando<br />

la cordillera y sin tener que repechar una loma. Entre las cercas había leguas de potreros,<br />

plátanos y cacaotales, extensiones enormes de maíz y de piñas.<br />

Hubo años en que el don agotó la cosecha de muchachas de La Rosa, y entonces se iba<br />

a otros lugares y las pagaba en lo que pidieran. Las admitía de cualquier color, siempre que<br />

fueran tiernas; pero las prefería trigueñas, como la nieta de adán Matías.<br />

Le gustaban trigueñas como le gustaba la tierra con aguadas, igual a la del negro Manzueta.<br />

Y estaba acostumbrado a que todo el mundo cediera ante él, por las buenas –con su<br />

dinero– o por las malas, como tuvo que ceder Dionisio Rojas.<br />

Y al hablar del negro Manzueta, conviene decir que se había despertado muy contento.<br />

—¡El gusto que me voy a dar! –dijo en alta voz al echarse de la barbacoa.<br />

Con las costillas casi fuera del cuerpo y las ancas puntudas, el perro aguardaba órdenes.<br />

—¡ajila por ái, tiburón, que hoy arreglamos eso de la palizá! –gritó Manzueta.<br />

Salió al claro y se entretuvo en ver cómo de los árboles cercanos se levantaban bandadas<br />

de ciguas y cómo el sol vidriaba las pencas de las palmas; después se puso a recoger<br />

chamariscos, y al rato, ya sudado, se dio una palmada en la frente.<br />

—¡anda la porra! –dijo asombrado–… Si la cuaba arresulta mejor.<br />

Diciendo y haciendo. Se metió en el bohío, cogió una hacha y un machete y seguido por<br />

el perro tomó el camino de la loma. Llegó pasado el mediodía. El sol era candela. El negro<br />

Manzueta subió sin fatigarse y allá arriba empezó a darle hacha a un pino mediano. Estuvo<br />

hasta media tarde sacando astillas de cuaba, después gastó media hora buscando bejucos,<br />

amarró las astillas y bajó, con ellas al hombro y el perro pegado al pie.<br />

Sin darle descanso al cuerpo y muy contento por lo que iba a hacer, Manzueta se entregó<br />

a una curiosa faena: al lado de cada poste fue colocando una astilla, y a veces dos, clavadas<br />

en la tierra. al caer la noche había andado no sabía cuánto; luego empezó el camino al revés,<br />

dándoles candela a las astillas. así, a la hora en que allá en el pueblo el sacristán tocaba las<br />

Ánimas, en El Sabanal podía verse una hilera de postes ardiendo y a Manzueta corriendo<br />

de poste en poste, con una tea en la mano.<br />

aquella móvil y alegre línea de fuego subía cerros, bajaba hondonadas, atravesaba pajonales.<br />

todo el monte se iluminaba con la demoníaca siembra de Manzueta. El perro ladraba<br />

mientras, crepitando y crispándose, se chamuscaban las hojas de los árboles cercanos.<br />

539


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

nadie veía aquello; nadie, por tanto, sabría nunca la verdad. Las llamas iluminaban la<br />

sonrisa del negro Manzueta; los ladridos de tiburón atronaban, contestados a la distancia<br />

por otros; el alambre caía a trechos, enrojecido por las llamas, y la cerca levantada por los<br />

peones de don anselmo no tardaría en irse al suelo. Mientras tanto el fuego seguía extendiéndose,<br />

creciendo cada vez más, y los platanales y los ranchos de tabaco se dañarían o<br />

arderían. El negro Manzueta se hallaba contento.<br />

—¡Que venga a salvarlo el Socio! –gritaba lleno de orgullo al tiempo que seguía sembrando<br />

fuego.<br />

Pero el Socio sí fue. Sopló de pronto un viento inesperado que subía del arroyo, y arrancó<br />

chispas a las llamaradas. El negro Manzueta vio las chispas volar en dirección de su conuco<br />

y pensó en sus plátanos y en su rancho. Mas se rehizo pronto y volvió a sentirse alegre.<br />

Sin duda también el viento estaba contento. Sopló más fuerte, mucho más, y de súbito<br />

la candela se extendió sobre un pajonal; caminó como viva, a toda marcha, hacia el conuco<br />

de Manzueta; anduvo de prisa, y en pocos segundos hizo una trocha roja, cárdena, coronada<br />

de humo negro. Manzueta la vio y subió a su rancho. El perro ladraba. El hombre vio la<br />

llama henchirse de pronto, alzarse y caer de golpe, llevada por la brisa, sobre las yaguas de<br />

la vivienda. El negro corrió más.<br />

—¡ah candela maldita! –rugía.<br />

Con el machete en la mano, revolviéndose airado, cruzó y se metió en el rancho. Estaba<br />

como ciego de la cólera. Golpeaba con el arma. allá iba la candela metiéndose entre el tabaco!<br />

Golpeó más y más. Fue entonces, sin duda, cuando sin saber qué hacía dio con el machete en<br />

el varejón de arriba. Inesperadamente se derrumbó el techo, y las yaguas encendidas y los<br />

maderos echando llamas le cayeron encima sin que él pudiera defenderse. Saltó y quiso huir<br />

cuando notó que la camisa le llameaba. Debió tropezar con algo, y cayó. El perro gritaba y él<br />

hubiera querido que se callara. El ardor en la cara y en el vientre era insoportable. ¡Y la candela<br />

metiéndose en el conuco! ahí, en tal momento, pegado a la tierra, impotente, el negro Manzueta<br />

creyó ver el origen de aquella desgracia. alzó la cabeza, aterrorizado y frío de miedo.<br />

—¡El, él! –barbotó.<br />

La idea sacudió al hombre de arriba abajo. Su miedo se hizo súbitamente tan grande<br />

que le impedía moverse. Suplicante, casi llorando, logró decir:<br />

—¡Fue él! ¡En el nombre de la Virgen, fue el Socio!<br />

Voraz e implacable, el fuego consumió en poco tiempo la propiedad de Manzueta; pero<br />

afuera, en las tierras de don anselmo, nada habría de pasar. Mientras las llamas se entretenían<br />

con lo del negro, arriba, en el cielo, se presentaron nubes inesperadas que encapotaron la<br />

noche y a poco empezó a caer un chaparrón violento que hacía chirriar los postes carbonizados<br />

al apagar los troncos encendidos.<br />

Por la mañana encontraron al negro Manzueta lejos de su rancho. Había ido arrastrándose<br />

hasta el camino de La Jagua, seguido por el perro, que se adelantaba en carreras<br />

múltiples y veloces y ladraba sin cesar.<br />

Mirando al hombre, una vieja chiquita, flaca y de rasgos duros dijo:<br />

—¿no ven? Eso ha sío el Socio.<br />

Con ojos de asustado, un negro manco que tenía una cicatriz en la frente murmuró:<br />

—Sí, fue el Socio.<br />

—¡Fue el Socio, el Socio! –aseguró la voz de centenares y centenares de personas, mientras<br />

en toda la región se comentaba el suceso.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Exactamente a la hora en que entraban al pueblo al quemado negro Manzueta, ponían<br />

en libertad a Dionisio Rojas. Con un paquetito de ropa al hombro, sin un centavo encima,<br />

Dionisio se detuvo a mirar la inmensidad del cielo.<br />

—Bueno, al fin llegó mi hora –dijo. Y echó a andar.<br />

Dando pie, se halló en el lugar a medianoche. Había luna. La tierra negra, desnuda y<br />

bien barrida hacía resaltar el color blanco de la vivienda. Dionisio contempló con cierta<br />

amargura el paisaje familiar y se puso a pensar. ¿Dormirían su hermano y su cuñada?<br />

Los perros alborotaron, pero al reconocerlo se tiraron contra el suelo, blandiendo los<br />

rabos.<br />

Viendo el bohío, la rabia endureció todo el cuerpo de Dionisio. En seis meses ni su hermano<br />

ni su cuñada fueron a verle. ¡Daban ganas de escupirlos a los dos! ¿Llamar? ¡no! Se<br />

fue a dormir en la enramada, sobre unas esterillas viejas.<br />

Despertó bien temprano y se dirigió al portón. Vio el conuco desperezarse a la brisa<br />

del amanecer, vio las calandrias cruzar en dirección del monte, vio las gallinas bajar de los<br />

palos. nada le alegraba. De pronto oyó ruido a su espalda y se volvió. El hermano estaba<br />

en la penumbra del bohío, mirándole con ojos duros. Dionisio se tiró de las trancas, donde<br />

se había sentado, y caminó hacia el bohío. El otro ni se movió.<br />

—Como que se azora de verme –dijo Dionisio.<br />

—Ello sí. no sé a qué viene.<br />

Sujeto a la puerta, su hermano parecía su enemigo. oyó a la mujer exclamar desde<br />

adentro:<br />

—¿adió…? ¿Y es Dionisio?<br />

Él hubiera preferido no hablar, pero tenía que hacerlo.<br />

—Vengo porque ésta es mi casa y porque quiero averiguar lo de la verea –dijo.<br />

—La vendí; vendí la tierra de la verea –explicó secamente el otro.<br />

Dionisio sintió que la cólera le hacía crujir los huesos. Con un brazo apartó a su hermano<br />

y entró en el bohío. Allá, por lo hondo, pensó que su hermano estaba flaco; flaco y descolorido.<br />

Dionisio buscaba con la mirada donde sentarse.<br />

—Vea –dijo–, usté no podía hacer eso. La herencia no ta dividía.<br />

—Pero me dio la gana –rezongó el otro–. Me dio la gana, contimás que si taita tuviera<br />

vivo lo desheredaba a usté.<br />

Dionisio casi no podía seguir oyendo. ¡Virgen Purísima, las cosas que estaba aguantando<br />

desde hacía meses! Pero hizo esfuerzos por mantenerse sereno.<br />

—asunte –dijo–, don anselmo me ha deshonrao. Me deshonró pa cogerse la tierra de<br />

la verea, y usté, que es mi hermano, se la dio; pero don anselmo no pasa de hoy vivo. Lo<br />

que me ta doliendo es que usté crea lo que dijo de mí ese ladrón.<br />

—usté dijo la palabra –escupió el hermano–. usté la dijo. Si quiere hacemos el reparto<br />

ya mesmo, pero aquí, en mi casa, no dentra más.<br />

Con la garganta seca y casi ciego de ira, Dionisio se levantó.<br />

—¡Me ta insultando, Demetrio! –gritó.<br />

El otro le señaló la puerta.<br />

—Su sitio ta ajuera –dijo.<br />

—¡Me ta insultando! –tornó él a gritar, fuera de sí.<br />

Y como Demetrio seguía mirándole con tanta dureza y señalando el camino, Dionisio perdió<br />

el último resto de serenidad y se fue sobre el hermano. Levantó la mano y pegó. Su hermano era<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

bravo, y el fondo de su alma, aun en aquel momento, Dionisio se sentía orgulloso de que fuera<br />

así. Pero cuando sintió que el otro le golpeaba en la boca, hasta sacarle sangre, perdió la noción<br />

de que era su hermano y sólo le quedó en el cuerpo una cólera sorda. Quiso prenderse<br />

con los dientes de un hombro del hermano y hasta pensó apretarle el cuello hasta ahogarlo.<br />

Como no veía ni sentía no se dio cuenta de que Demetrio le estaba echando una zancadilla.<br />

oía a la mujer gritar. a toda velocidad, el bohío se clareaba por las rendijas y los perros ladraban<br />

y gemían. Su hermano le clavó un codo en la frente y lo fue doblando poco a poco.<br />

Dionisio perdía el equilibrio. De súbito, con un movimiento centelleante, el otro lo soltó y<br />

lo empujó. Lanzado como una bala, Dionisio cayó sobre una silla y sintió que la espalda le<br />

estallaba. Con la mano sobre la boca, la mujer gritó más fuerte. Dionisio quiso levantarse y<br />

no pudo. Las cosas empezaban a borrársele, a írsele de la vista, y una palidez semejante a<br />

de la muerte se extendía a toda carrera por su rostro.<br />

—¡Lo mataste, Demetrio! –oyó decir a la cuñada.<br />

Con gran trabajo, Dionisio pudo articular dos palabras:<br />

—Es-pi-na-zo -ro-to…<br />

a seguidas se desmayó. a la gente del contorno que se apareció allí en el acto, su cuñada<br />

le explicaba que Dionisio había vuelto con ánimos de matar a don anselmo, pero que se<br />

enredó en discusión con su hermano.<br />

—… y ya ven el resultado –terminaba ella.<br />

tras oírla y meditar un momento, Jacinto Flores comentó, atreviéndose apenas a levantar<br />

la voz:<br />

—¿Y en este lío no andará metío el Socio?<br />

anastasio Rosado abrió los ojos, muy asustado.<br />

—Jum… Pa mí que asina es.<br />

—¡Sí, fue el Socio, como en lo del negro Manzueta! –exclamó una mujer.<br />

—¡El Socio, fue el Socio! –repitió, de bohío en bohío, la voz del campo.<br />

De bohío en bohío esa voz corrió como el viento hasta llegar a La Gina. ahogándose de<br />

miedo, Lucinda entró en el aposento de su padre.<br />

—¿usté lo ve, taita; usté ve que lo del Socio no es juego?<br />

El viejo Adán Matías lanzó un bufido y clavó la mirada en su hija.<br />

—¿Y qué me importa a mí, concho? ¡Lo que tenga otro hombre lo puedo tener yo!<br />

La hija se escabulló y estaba en la cocina encomendándole a los santos la vida de su<br />

padre, cuando entró éste.<br />

—¿Me dijo usté que fue en la Loma del Puerco donde se vio con el Socio?<br />

—Ello sí, taita; asina me lo dijeron.<br />

—Bueno, ta bueno. ¡Pero no me hable lloriqueando! alevante la cabeza y dígame: ¿fue<br />

la vieja terencia, dijo usté, la que arregló el asunto?<br />

—Sí, taita, la vieja terencia, pero ella dique se murió cuando la virgüela.<br />

—Mejor que se haiga muerto pa que sean menos los sinvergüenzas. Pero alguno de su<br />

familia debe saber del asunto, ¿no le parece?<br />

—Dicen que dique una hija; yo no puedo asegurarlo.<br />

—Bueno, si no puede asegurarlo, no hable. acabe ese sancocho y cállese. Me tiene jarto<br />

usté con su lloriqueo.<br />

El viejo adán Matías volvió a meterse en el cuarto, a dar paseos y a querer tumbarse<br />

el pelo a manotazos. Flaco, rojo, incansable, la hija lo veía ir y volver y sentía tristeza. El<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

viejo se tomó su caldo soplando, pero todavía no había acabado cuando se puso de pie,<br />

entró en su habitación y salió con su machete mediacinta en la cintura. al verle los ojos,<br />

Lucinda se asustó.<br />

—¿Qué va usté a hacer, taita?<br />

—usté espéreme y no pregunte –ordenó él.<br />

Estuvo en el patio bregando con un caballo, lo aparejó, y diciendo a la hija que si no<br />

volvía antes del amanecer no se apurara, encaminó la bestia por detrás de la casa y le sacó<br />

todo el paso de que era capaz.<br />

a la caída de la tarde estaba el viejo adán frente a la Loma del Puerco. Preguntó en un<br />

bohío y le señalaron la vereda que lo llevaría a la casa que buscaba. Llegó oscurecido ya.<br />

Al cabo de dos horas de estar repechando loma, al caballo se le sentía el corazón a flor de<br />

pecho. a través de la puerta del único bohío que había por allí, adán vio un hombre, media<br />

docena de muchachos y una mujer. El hombre se levantó, salió y se pegó a la bestia.<br />

—¿Vive aquí la hija de una tal terencia? –le preguntó adán Matías.<br />

—Ello sí. ¿Quiere verla?<br />

De años, oscura, de piel grasienta, con los sucios cabellos echados sobre las mejillas, con<br />

los ojos torcidos hacia abajo y la boca desdeñosa y la nariz larga y un túnico lleno de tierra, a<br />

la hija de terencia sólo le faltaba la escoba entre las piernas para ser una bruja. al principio<br />

la mujer rehuyó explicar lo que sabía, pero el viejo andaba dispuesto a todo y no se quedó<br />

chiquito al ofrecer. Se habían metido en un cuartucho alumbrado por una vela y llevaban<br />

más de media hora hablando en voz baja cuando ella aceptó.<br />

—Bueno, máma me dejó el secreto.<br />

Ella vio cómo le brillaban los ojos al viejo y cómo batió la quijada, pero tal vez no se dio<br />

cuenta de todo lo que eso significaba para él. Sin embargo empezó a responder las preguntas<br />

de adán.<br />

—no, ni yo ni naide sabe la fecha. Él sólo se deja ver del que tenga negocio con él. El<br />

único que lo conoce bien es don anselmo, pero ni an máma lo vido nunca.<br />

—ta bien –cortó adán–. no se entretenga tanto, y siga.<br />

—Bueno, como le diba diciendo: se prende el azufre, pero no en crú, y usté dice la oración;<br />

cuando termina coge y pega tres gritos llamándolo, pero han de ser gritos de hombre,<br />

porque él no dentra en negocio con gente que se ablande dispué; asina que como él ta en<br />

acecho, tiene que andar con cuidao, porque si le tiembla la vo, ni an se asoma. Y to eso, tal<br />

como le digo, sólo al pie del amacey, el que ta arriba mismito, y al punto de la medianoche,<br />

ni pa trás ni pa lante.<br />

—Bueno –dijo adán–, lo que ta malo es lo del azufre. tendré que dir al pueblo a buscarlo.<br />

Por lo de los gritos no se apure, que a mí no me tiembla na.<br />

Con las manos cruzadas por delante de las rodillas, sentado sobre sus talones, veía el<br />

rostro de la mujer envuelto en reflejos mientras la luz de la vela que ardía entre ambos se<br />

retorcía a los golpes del viento que entraba por las rendijas. La mujer y el viejo estuvieron<br />

un rato callados; después adán Matías se levantó, puso algunas monedas en la mano de la<br />

mujer, salió del cuarto, saludó al hombre y se fue. al choque de las patas de su caballo rodaban<br />

piedras por los flancos de la loma. Casi amaneciendo, la hija, que no había dormido,<br />

sintió las pisadas de la bestia. Se le aplacó el corazón, que no había dejado de saltarle en el<br />

pecho toda la noche. El viejo entró, hizo como que no oía las preguntas de Lucinda, se metió<br />

en el catre y a poco empezó a roncar.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¡Qué bueno que ta durmiendo, dispués de tanto tiempo desvelao! –comentó ella.<br />

Y también ella se durmió.<br />

Pero el sueño no fue largo, porque antes de las ocho adán Matías estaba aparejando<br />

de nuevo el caballo para ir al pueblo en busca de azufre. Y a esa misma hora, don anselmo<br />

recibía a un amigo de la ciudad. Los dos hombres cambiaron frases de amistad, se echaron<br />

los cuerpos en los brazos y sobre los pechos, se palmotearon las espaldas y se metieron juntos<br />

por la sala y las habitaciones de la hermosa vivienda.<br />

—anselmo –comentó el visitante–, esto es un encanto. aquí me paso yo quince días de<br />

maravilla.<br />

Se detuvieron frente a unas litografías que colgaban de una pared y vieron la radio y el<br />

fonógrafo, bastante viejo, con su colección de discos.<br />

—Esto lo tengo para ustedes, los del pueblo –explicó don anselmo–, porque yo me<br />

aburro con esa música; pero atilio se empeñó en que le comprara el aparato con los discos,<br />

y lo complací.<br />

Salieron al jardín; vieron la pequeña planta eléctrica, el garaje, y después don anselmo<br />

se puso a señalar los muchachos que pasaban y a decir cuáles eran suyos.<br />

—Ese, y aquél que va allí. Fíjate en ese otro, el blanquito; mi misma cara, ¿verdad?<br />

—Pero es un ejército, anselmo. ¿Y cómo mantienes tantos hijos?<br />

—Yo no; los mantienen las mamás. Viven aquí y cogen lo que quieren.<br />

—Diablos… y ahora, ¿cómo está el harén ahora?<br />

Rascándose el pescuezo, con el tabaco metido en una esquina de la boca, don anselmo<br />

explicó:<br />

—ahora no anda muy bien. tengo una muchachita que me traje de La Gina, trigueña<br />

de ojos claros. ¡Bonita y mansa la muchacha!<br />

De pronto los ojos de don Anselmo cobraron un tono apagado. Al parecer estaban fijos<br />

en un limonero que florecía al fondo del patio.<br />

—Ya estoy envejeciendo –dijo con lentitud– y eso me hace sufrir. Me gusta tanto la vida<br />

que preferiría morirme ahora.<br />

—no hables tonterías, anselmo –desdeñó el amigo.<br />

anselmo le cogió un brazo.<br />

—Mira, hasta hoy he tenido cuanto he deseado. no quiero envejecer.<br />

El otro no supo qué contestar. Desde los lejanos sembradíos llegaba una suave brisa<br />

doblando hojas. Con ella viajaban trinos de pájaros y voces de hombres que cantaban.<br />

—todo lo que has deseado –comentó, al rato, el visitante–… La gente dice que tú tienes<br />

un arreglo con, con…<br />

Don anselmo sonreía con cierta amargura.<br />

—Dilo –pidió–; puedes decirlo, que no me molesta.<br />

—Bueno, ya tú sabes –terminó el otro.<br />

a su lado, cogido a su brazo, don anselmo dijo:<br />

—Yo voy a enseñarte ahora cuál es mi socio; lo vas a ver.<br />

Entre curioso y asustado, deseando decir que no y sin atreverse a hacerlo, su amigo lo<br />

miraba extrañamente mientras subían las escaleras. Se encaminaron al dormitorio. allí había<br />

una caja de hierro. Don anselmo la abrió y mostró a su amigo una pila de billetes de banco<br />

y una funda con monedas de oro.<br />

—Ese es mi socio –dijo con serenidad.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Todavía estaba el índice de don Anselmo señalando el dinero cuando sonó el bufido.<br />

Fue una especie de bufido de cólera. El visitante lo oyó y le pareció que había salido de los<br />

labios de su amigo, pero al volverse para mirarlo se impresionó enormemente: con los ojos<br />

desorbitados, pálido y tembloroso, el dueño de la casa miraba a través de la ventana y su<br />

rostro se veía desfigurado por una mueca de terror.<br />

unas horas más tarde –a las doce en punto de la noche–, el viejo adán Matías quemó<br />

el azufre, rezó la oración y pegó los tres gritos. Su voz resonó en todo el sitio, y no había en<br />

ella la más ligera huella de miedo. a la luz del azufre quemado brillaban los ojos de adán<br />

Matías y parecían más crespos sus canos bigotes.<br />

aun no se había apagado el eco del último grito cuando se oyó un tronar impetuoso,<br />

bárbaro, como si la loma hubiera estado derrumbándose o como si un ciclón llegara descuajando<br />

árboles. El viejo no sintió ni frío. De súbito vio una luz verdosa reventar ante él,<br />

comenzó a envolverle un humo azul y brillante, y por entre el humo advirtió un rabo que<br />

se agitaba con violencia. “Bueno, ya ta aquí”, pensó adán Matías; y se dispuso a hacer su<br />

trabajo con la mayor serenidad.<br />

El recién llegado habló con voz estentórea. Dijo que había ido a oírle, pero que no podía<br />

perder tiempo.<br />

—así que diga rápidamente lo que quiere.<br />

adán Matías se molestó. no estaba acostumbrado a esas maneras y ya era muy viejo<br />

para cambiar.<br />

—Si anda tan apurao puede dirse. a mí no me saca naiden de mi paso ni tolero que se<br />

me grite –rezongó.<br />

Su oyente pareció asombrado. Era la primera vez que le hablaban en tal forma. Dijo algo<br />

en tono más bajo, suavizándose. Medio calmado, adán Matías se sentó en una piedra, invitó<br />

a su interlocutor a que hiciera lo mismo y empezó a explicar qué deseaba.<br />

La negra noche temblaba, llena de grillos y de brisa. arriba resonaban las hojas del<br />

amacey y algunos cocuyos rayaban el monte. Las palabras de adán Matías eran claras y<br />

precisas:<br />

—Dicen que usté le ayuda a cambio de su alma. Bueno, pues yo le ofrezco la mía, la de<br />

mi hija y la de la muchacha, y lo único que le pido es que quite su apoyo a ese condenao.<br />

—no –oyó decir–, la de su hija y la de se nieta no; nadie puede negociar con almas ajenas;<br />

sólo puede hacerlo con la suya. En cuanto al apoyo se lo iba a retirar de todas maneras,<br />

porque esta mañana, sin respetar mi presencia, negó su sociedad conmigo.<br />

—Lo raro ta en que no lo negara antes. ¿no ve que es un sinvergüenza?<br />

—En presencia mía –lamentó la voz–… no estaba obligado a decir la verdad, pero…<br />

—Pero tampoco tenía que hablar embuste –agregó adán.<br />

—así es. no tenía que hablar mentiras.<br />

—Bueno –atajó adán, molesto por estar oyendo quejas que nada tenían que ver con lo<br />

que él buscaba–, ya lo sabe; cuento con que le niegue su apoyo.<br />

—Sí. Mañana puede ir. Yo estaré allí para ayudarle. así aprovecho y me llevo el alma.<br />

Durante medio minuto, los dos estuvieron callados. Sentado en la piedra, adán Matías<br />

se agarraba las rodillas con ambas manos. De pronto oyó preguntar:<br />

—¿Y usted? ¿Cuándo me da la suya?<br />

—Jum –comentó él–, usté como que anda apurao. Cumpla conmigo, que yo no lo engaño.<br />

¿no ve que ya soy viejo?<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—trato hecho –aseguró la voz.<br />

—Bueno, trato hecho.<br />

Inmediatamente, la Loma del Puerco volvió a resonar. ¡Qué ruido, señor! De seguro iban<br />

cayéndose los troncos y los pedregones. adán Matías se levantó, alzó una mano, abrió la<br />

boca y gritó con todas sus fuerzas:<br />

—¡Y cuidao con jugarme sucio, que de mí no ríe naiden!<br />

acabando de decirlo saltó evitando las piedras, palmoteó el pescuezo de su caballo,<br />

montó de un salto y echó la bestia cuesta abajo.<br />

—a ver si llegamos a La Rosa con la fresca de mañana –le dijo en alta voz al animal.<br />

Como si hubiera entendido, éste apuró el paso.<br />

Con la fresca de la mañana llegó a las orillas de La Rosa, pero la casa le quedaba distante<br />

todavía. Había pasado ya la hora del ordeño, porque a lo lejos, camino de los potreros, se<br />

veían unos muchachos arreando vacas. Contemplando la diversidad de siembras y el buen<br />

cuido de cada una, el viejo adán Matías pensaba con tristeza en su conuquito de la Gina.<br />

Pasaban de las ocho cuando llegó a la casa. En el patio trajinaban algunos peones y se<br />

oían cantos de mujeres que pilaban café, y por entre los cantos el golpe de los mazos en los<br />

pilones.<br />

adán Matías notó de entrada la ayuda ofrecida porque nadie salió a preguntarle qué<br />

buscaba. Se tiró del caballo y echó escaleras arriba. antes de llegar a la puerta del alto probó<br />

su machete para saber si salía con ligereza de la vaina. Sí salía. todo empezaba bien. un<br />

poco fatigado, se detuvo a estudiar el sitio. Entró en una habitación bien amoblada que debía<br />

ser la sala; al fondo se veía el comedor, y a la mesa, dos hombres ¿Cuál de ellos sería don<br />

anselmo? ambos se reían. Seguro que el condenado estaba haciendo cuentos. adán Matías<br />

se detuvo en el vano de la puerta.<br />

—Las tierras –decía uno de ellos– las fui consiguiendo poco a poco. Compraba frutos a la<br />

flor, con la propiedad de garantía. Lo demás era fácil. Con dinero se arregla todo, créelo.<br />

adán Matías tosió. El que hablaba alzó la cara.<br />

—¿Qué desea, amigo? –preguntó, sin duda asombrado de que alguien hubiera entrado<br />

hasta allí sin su permiso.<br />

El viejo se acercó con paso seguro.<br />

—¿Quién es aquí don anselmo? –inquirió.<br />

El hombre tenía en ese momento un cuchillo untado de mantequilla en una mano y un pan<br />

en la otra, y se quedó como alelado, sin mover ninguna de las dos manos. Ignoraba debido a<br />

qué, pero sentía algo raro. Quiso saber por qué aquel viejo le preguntaba por don anselmo.<br />

—tengo que verlo –explicó el viejo adán Matías–. Yo soy el agüelo de la Chinita.<br />

—ah… ¿De la Chinita?<br />

Y de pronto, llevado quién sabe por qué impulso, don anselmo señaló a su amigo, que<br />

estaba sentado frente a él.<br />

—Este es don anselmo –dijo.<br />

Adán Matías pensó: “Ahora sí se arregló esto”. Y con paso firme se arrimó al supuesto<br />

don anselmo.<br />

—ah –empezó–. Yo quería verlo, amigo, porque ese asunto de la Chinita…<br />

Pero le pareció que ya había hablado mucho. Haciéndose el distraído, no había despegado<br />

la mano del cabo del machete; y de pronto, con velocidad de relámpago, alzó la vaina y<br />

sacó el hierro. al ver aquello, el hombre a quien adán Matías tomaba por don anselmo trató<br />

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de esquivar el golpe, se enredó en la silla y cayó de bruces en el piso. Silbando en el aire, el<br />

machete había cruzado por encima de su cabeza y tropezó, chasqueando, con el pescuezo<br />

del verdadero don anselmo. al golpe, como de una fuente, saltó la sangre. Durante unos<br />

segundos adán Matías pareció perplejo.<br />

—¡Cónfiro –dijo en alta voz–, me han jugado sucio!<br />

Mientras don anselmo trataba de escapar a cuatro pies, el amigo se metía bajo la mesa,<br />

y ahí, lleno de cólera, fue a buscarlo el viejo.<br />

—¡no soy yo, no soy yo! –gritaba el desdichado–. ¡Es él, él es don anselmo!<br />

Confundido y verdaderamente disgustado, adán Matías pensó que el Socio le había jugado<br />

sucio; pero su confusión duró muy poco porque inmediatamente tomó una resolución:<br />

“Por si acaso, los arreglo a los dos”, pensó.<br />

Iba a hacerlo ya, y en eso vio a una vieja que se asomaba por la puerta del aposento. al<br />

ver la escena, la vieja se llevó las manos al pelo y empezó a gritar:<br />

—¡Han herío a anselmo; corran, que matan a anselmo!<br />

Con la ancha falda revuelta y moviéndose como una loca, la vieja fue a tirarse sobre el<br />

herido.<br />

—ah, conque éste es el don –exclamó adán Matías, entre colérico y sardónico.<br />

Y sin pensarlo más se lanzó hacia el herido y le dejó caer el machete en la nuca. Vio la<br />

cabeza doblarse de golpe y vio también al Socio, que entró por la ventana con un saco de<br />

pita abierto, como quien llega a buscar una carga de yuca.<br />

Visto que todo había terminado bien, adán Matías se volvió y huyó, blandiendo el<br />

arma, seguido por la vieja, por el otro hombre y por incontables ladridos. a través de todas<br />

las puertas comenzó a salir gente. al llegar a la galería brincó y cayó al pie de su caballo.<br />

adán veía peones que corrían con machetes y palos y docenas de mujeres y de niños que<br />

se atropellaban en dirección hacia la casa, y mientras tanto, él iba rompiendo las costillas<br />

de su caballo a talonazos.<br />

—¡Cójanlo, cójanlo, cójanlo! –gritaban a su espalda cien voces.<br />

apuró cuanto pudo y tomó un callejón. Vio la yerba de los potreros agitada por la gente<br />

que corría hacia la casa. El viento le zumbaba en los oídos y él vigilaba la vuelta distante del<br />

camino. Por allá iba a doblar, por allá, por allá. ¿Y si no se moría el mentado don anselmo?<br />

Jum… Si no se moría… Por allá iba a doblar, por allá. Se oían los pasos de sus perseguidores.<br />

Por allá…<br />

Adán Matías oyó por encima de él un bufido extraño, un bufido endemoniadamente<br />

alegre, y alzó la cabeza. Hendiendo el aire, con su frente de chivo y su rabo peludo, el Socio<br />

iba cruzando por el cielo. Una risa fina y maléfica le cortaba el rostro, y llevaba al hombro<br />

el saco de pita.<br />

—¡aquí lo llevo! –gritó señalando el saco.<br />

adán Matías sintió un contento que ni el mejor ron le había dado nunca. ¡Eso sí era<br />

cumplir los compromisos!<br />

—¡ande con cuidao! –recomendó a toda voz–. ¡asujételo bien, ése es capaz de dírsele<br />

todavía!<br />

Ya el Socio era del tamaño de un gato allá arriba. adán Matías casi no podía oírlo cuando<br />

respondió:<br />

—¡no tenga miedo, que yo soy como usté: a mí no hay quien me juegue sucio!<br />

adán Matías detuvo el caballo y revolvió una mano.<br />

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—¡Que le vaya bien, amigo! –gritó a todo pulmón.<br />

al verle hablar al aire, los dos perseguidores que le andaban más cerca se miraron entre sí.<br />

—Como que ta loco el viejo ése –dijo uno, con la voz ahogada por la carrera que iba<br />

dando.<br />

Y el otro, sin dejar de correr, aseguró:<br />

—Sí, ése ta loco; segurito que ta loco.<br />

Y por loco lo tuvieron cuando se dejó echar mano sin hacer resistencia. Había detenido<br />

el caballo; seguía mirando hacia el cielo con el rostro iluminado por una ligera sonrisa, y<br />

pensaba, complacido, que aunque el mundo había cambiado mucho, todavía quedaba alguien<br />

capaz de cumplir sus compromisos. Y como estaba seguro de que los hijos de don anselmo<br />

le darían muerte ese mismo día, él, adán Matías, cristiano viejo, no se alarmaba al pensar<br />

que tardaría muy poco en entregarle su alma al Diablo.<br />

trato es trato, y el Diablo se había portado lealmente. “Como un hombre serio”, se decía<br />

adán Matías al tiempo de entregarse.<br />

La muchacha de La Guaira<br />

El primer oficial tuvo razón al pensar que un asunto de tal naturaleza debía ser comunicado<br />

al capitán, pero el capitán no la tuvo cuando dijo las estúpidas palabras con que más<br />

o menos dejó cerrado el episodio. Esas palabras no tenían sentido. Veamos los hechos tal<br />

como se produjeron, y eso nos permitirá apreciar el caso en todos sus aspectos.<br />

El “trondheim”, de bandera panameña, aunque en verdad era un barco noruego, entró<br />

en La Guaira ese día a las diez de la mañana; a las ocho de la noche había cuatro hombres<br />

de la tripulación perdidamente borrachos en los cafetines del puerto, uno detenido por riña<br />

y varios más bebiendo. Los venezolanos llaman “botiquines” a los bares; en uno de esos<br />

botiquines, prácticamente echada sobre una pequeña mesa, con la barbilla en los antebrazos<br />

y los oscuros ojos muy abiertos, había una joven de negro pelo, de nariz muy fina y tez<br />

dorada. Por entre las patas de la mesa podía apreciarse que tenía piernas bien hechas, pero<br />

Hans Sandhurst, segundo oficial del “Trondheim”, no estaba en condiciones de demostrar<br />

que le interesaba la dueña de esas piernas. Contó tres hombres de su barco bebiendo en<br />

ese botiquín, y él sabía que no tardaría en haber escándalo; y era a él a quien le tocaría después<br />

entenderse con el capitán del puerto, ver a los agentes de los armadores, al cónsul de<br />

Panamá y a quién sabe cuánta gente más para obtener órdenes de libertad, pagar multas<br />

o enrolar nuevos tripulantes, si era del caso, todas las cuales podían ser consecuencias de<br />

esas bebentinas desaforadas. Hans Sandhurst, pues, prefería no fijarse en la muchacha de<br />

las bellas piernas.<br />

Desde la ventana junto a la cual estaba sentado podía volver la vista hacia el puerto y<br />

ver allá abajo su barco, a la luz de la luna, casi perdido entre muchos más, con los amarillos<br />

mástiles brillando y la blanca línea en lo alto de las chimeneas. Enclavada entre el mar y<br />

los andes, La Guaira apenas tendrá unos veinte metros de tierra plana natural, y desde el<br />

mar la ciudad se ve como un hacinamiento de pequeñas casas blancas trepadas una sobre<br />

la otra, destacándose sobre el fondo rojo de la montaña. El Caribe espejeaba bajo la luna,<br />

hasta perderse en una lejana línea de verde azul tan claro como el cielo de esa noche. Hans<br />

Sandhurst, que de sus cuarenta años había pasado casi diez, intermitentemente, viviendo entre<br />

Cartagena, Panamá y Jamaica, amaba ese mar, tan inestable y, sin embargo, tan cargado de<br />

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vitalidad. tres veces había fracasado en negocios y otras tantas había tenido que volver a su<br />

antigua carrera. Pero no sería extraño que probara de nuevo, quizá para dedicarse al corte<br />

de cedro en Costa Rica, o a la pesca del camarón en Honduras, en cuyas costas abundaba<br />

ese crustáceo según le asegurara en Hamburgo hacía poco el capitán de un barco italiano.<br />

Se embebió Hans Sandhurst durante un rato en la contemplación de la pulida y brillante<br />

superficie de agua, en sus tonos verde azules y cuando alzó su vaso de ron lo halló vacío.<br />

Se volvió, pues, para pedir más, y ya no estaban allí los tripulantes del “trondheim”. El<br />

segundo oficial los buscó con los ojos, moviendo la cabeza en todas direcciones. Entonces<br />

fue cuando la muchacha le sonrió.<br />

Eso sucedió probablemente pasadas las nueve de la noche; a las once no había mesas vacías<br />

en el botiquín. Entre voces, gritos, música y chocar de cristales y bandejas, el lugar era la imagen<br />

misma de la atolondrada vida nocturna de un puerto en el Caribe. Muchos hombres y mujeres<br />

estaban de pie junto al mostrador. a menudo sonaba una risa aguda o se oía alguna frase obscena.<br />

Cosa extraña, la muchacha de las bellas piernas no las oía, o si las oía las ignoraba. Parecía<br />

colgar sólo de las palabras de Hans Sandhurst, y de vez en cuando comentaba:<br />

—Me gusta como hablas el español; hablas bonito, oficial.<br />

o si no:<br />

—Me gustan tus ojos; tienes ojos honrados, Hans.<br />

Pero lo decía en voz baja, dulce y en cierto sentido triste. Había aceptado bailar algunas<br />

piezas, y era casi tan alta como Hans Sandhurst, de hombros bien hechos, de pecho alto,<br />

de cintura fina. Vestía un traje vaporoso, de brillante color naranja. Era realmente bonita y<br />

parecía muy joven. El segundo oficial del “Trondheim” advertía que casi todos los hombres<br />

y muchas de las mujeres se volvían para mirarla cuando bailaba. Con movimiento natural,<br />

ella dejaba descansar su cabeza sobre la de él mientras duraba el baile. Probablemente era<br />

debido a lo que había dicho una hora después de haberse sentado él a su mesa:<br />

—Es raro, oficial; me siento bien contigo, me siento descansada.<br />

Sin duda que resultaba muy grata compañera esa muchacha de La Guaira, de voz tan<br />

poco usual, de gestos tan armónicos, a la vez dulce y triste. Hans Sandhurst no podía sospechar<br />

que bajo esa tierna apariencia hubiera un volcán bullendo. De haberlo sospechado<br />

se hubiera ido antes de las doce; con mayor precisión, cuando vio su reloj de muñeca a las<br />

once y tres cuartos. a esa hora había acabado su sexto ron y prefería no beber más. Dijo:<br />

—tarde ya. Voy a irme porque me espera mucho trabajo mañana.<br />

Entonces en los ojos de la muchacha apareció de pronto el brillo muerto de la desolación.<br />

Sujetó al oficial por un brazo y puso frente a él un rostro desatinado, del cual había huido<br />

de golpe la luz de la vida. En todo ese rostro, sin explicarse debido a qué, él vio un aire de<br />

terror. La muchacha habló, pero no ya con aquella voz baja y tierna. Esa voz se había trocado<br />

en metálica, dura sin ser aguda.<br />

—¡no, no; no te vayas! –dijo.<br />

no agregó nada más, pero Hans Sandhurst comprendió que no necesitaba agregar palabra<br />

y, además, que él no debía irse. Sustituyó, pues, su anunciada ausencia con una petición de<br />

ron. Vio al sirviente en otra mesa, le hizo señas con un dedo en alto, y mientras le observaba<br />

correr hacia el mostrador oyó que la muchacha musitaba:<br />

—Muchas gracias, oficial.<br />

Dicho lo cual tomó amorosamente un brazo del hombre y recostó en él su cabeza. Hans<br />

vio parejas pasar bailando y también vio que en los labios de su compañera se esbozaba<br />

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una suave sonrisa. Pero en verdad no analizó la causa de cambios tan rápidos. En esas vertiginosas<br />

noches de puerto ocurría a menudo que una mujer joven se sintiera bien junto a<br />

un desconocido.<br />

así iban los acontecimientos, produciéndose sin importancia alguna, cuando el sirviente<br />

retornó. traía un ron y un vaso de agua; pero traía además –cosa que él ignoraba, por supuesto–<br />

la semilla de la tragedia. Dijo, con sonrisa melosa, lo que impedía una respuesta negativa:<br />

—no hay mesas vacías, señor, ni asientos desocupados en otras mesas. allí están dos<br />

señores que necesitan sentarse. Yo los conozco; son gente buena. Me preguntaron si usted<br />

podría dejarlos sentarse aquí. Son personas decentes, señor.<br />

¿Por qué no? Era habitual que en esos países del Caribe que él conocía los desconocidos se<br />

trataran con naturalidad, como compañeros de tripulación. Iba a preguntarle a la muchacha,<br />

pero ella había oído al sirviente y ni siquiera movió la cabeza; seguía recostada en su brazo,<br />

como perdida, como soñando, lo cual podía entenderse como una aprobación.<br />

—Muy bien –dijo él–, que vengan.<br />

Eran dos hombres de edad muy dispareja, de cerca de cincuenta años, tal vez, el mayor,<br />

y de acaso veinticinco el más joven. El primero tenía la piel muy quemada; y esto, junto con el<br />

brillante pelo negro y lacio, con los ojos, también negros y ligeramente asiáticos, y con algo duro<br />

y misterioso en sus facciones, denunciaba la presencia del indio en su ancestro. no era alto, pero<br />

tampoco bajo. Saludó con notable cortesía y tomó asiento. Hans Sandhurst comprendió de inmediato<br />

que el hombre había bebido en exceso, a pesar de lo cual le oyó ordenar al sirviente:<br />

—Dos whiskies con soda.<br />

Después observó el vaso de Hans, todavía lleno.<br />

—ah, ron –comentó–. acépteme desde ahora el próximo trago.<br />

El joven no había tomado asiento aún. Parecía estudiar el ambiente con mirada profunda<br />

y a la vez perspicaz. tenía probablemente tanta estatura como Hans, si bien era mucho más<br />

delgado, y de su piel pálida, de sus ojos ligeramente claros, tal vez también de las líneas<br />

alargadas de su rostro y de su cuello –con notable nuez de adán–, o acaso de la forma<br />

vehemente en que parecía aspirar el aire cargado de humo, se desprendía una especie de<br />

visible ansiedad, quizá una honda preocupación o esa avidez emocional que caracteriza a los<br />

temperamentos creadores. De todas maneras la pareja resultaba interesante. Hans Sandhurst<br />

observaba a ambos hombres sin que se le ocurriera relacionarlos con él ni con la muchacha<br />

que se apoyaba en su brazo. Pero como sabría más tarde, esos dos hombres llevaban consigo<br />

una mecha encendida.<br />

Cuando el joven se sentaba, el mayor estaba preguntando:<br />

—¿americano?<br />

Con lo cual en realidad quería saber si Hans Sandhurst era estadounidense.<br />

—no, noruego, aunque casi tan latino como ustedes –respondió.<br />

Hubo cierto cambio de frases, con más propiedad, de cumplimientos entre él y los dos<br />

hombres. Pero la joven parecía no haberse enterado de que ahora había dos extraños sentados<br />

a la mesa. Seguía recostada en el brazo, y de pronto, como si hubiera estado acostumbrada a<br />

hacerlo desde hacía años, besó con exquisita suavidad el brazo del oficial. Seguía el bullicio,<br />

resonaba la música de los discos en el pequeño salón, se alzaban voces y risas y los tres hombres<br />

hablaban cortésmente, presentándose entre sí, y ella actuaba como si se hallara a solas<br />

con Hans en una remota playa iluminada por la luna o en la intimidad de una pequeña casa<br />

donde no viviera nadie más. Por vez primera en esa noche Hans se sintió algo intrigado y se<br />

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volvió a mirarla. ¿Le gustaba él tanto a ella, o era que tenía una naturaleza de por sí amorosa?<br />

Cuando levantó los ojos halló que el joven tenía la cabeza caída como quien se siente muy<br />

cansado o como quien está meditando con sobrehumana fuerza mental.<br />

—La función del hombre, ¿cuál es? Eso es lo que no has podido explicarme. te has perdido<br />

en un bosque de palabras, pero has eludido responder –dijo de pronto, dirigiéndose<br />

al mayor.<br />

Hans observó que, al hablar, la mirada de ese joven relampagueaba; y observó cuán<br />

pacientemente el otro, el mayor, parecía salir de un profundo sueño mientras daba vueltas<br />

a su vaso de whisky con soda. Empezó a hablar.<br />

—Perdone, señor… ¿Cómo dijo? ah, sí, trondheim; no, Sandhurst, señor Sandhurst. Mi<br />

amigo está interesado en algunas cosas que tal vez le aburran a usted. Lamento mucho que la<br />

escasez de mesas, en este hórrido lugar, le obligue a oír cosas abstractas. Pero es el caso…<br />

un hombrón de gran cabeza, que había estado bebiendo en la mesa contigua, fue a ponerse<br />

de pie en tal instante y cayó de bruces, golpeando el suelo con la violencia de un pilar<br />

de cemento. Al parecer se hallaba totalmente ebrio. La muchacha alargó su fino cuello para<br />

verlo. Eso, sin duda, le interesaba más que la presencia de los dos extraños en su mesa. El<br />

que hablaba calló durante un momento y volvió hacia el caído un rostro desdeñoso.<br />

—Mi amigo –prosiguió– requiere una explicación, o mejor aun, necesita una explicación.<br />

Él quiere averiguar cuál es la función del hombre sobre la tierra, lo cual desde luego implica<br />

saber cuál es la de la tierra en el universo. ¿no le parece a usted muy peregrina, y muy fuera<br />

de lugar, esa pretensión de mi amigo?<br />

—¿Por qué ha de estar fuera de lugar? –inquirió, repentinamente apasionado, el segundo<br />

oficial del “Trondheim”–. Yo creo muy justo que él quiera saberlo.<br />

De súbito comprendió que el joven iba a serle simpático y que la manera de expresarse<br />

del mayor no le estaba gustando. Comprendió además que en esa noche casi vacía, que él<br />

esperaba malgastar al lado de una muchacha bonita de cortos alcances, había aparecido de<br />

golpe algo lleno de interés. Podría oír cosas tal vez importantes, y acaso cambiar ideas que<br />

siempre le habían preocupado. Pidió, pues, otro ron, y libertó su brazo, que la muchacha había<br />

vuelto a usar como una especie de almohada. El de más edad sonrió y se volvió al joven.<br />

—Miguel, ¿no es esto inesperado? aquí tienes tú al señor trondheim, digo Sandhurst,<br />

oficial de marina noruego, buscando la respuesta que tú buscas. ¡Señor Sandhurst –dijo<br />

alzando su vaso–, bebamos un trago por la búsqueda de la función del hombre!<br />

Esto habló, y a seguidas tumbó la cabeza sobre sus brazos, como poseído de un súbito<br />

sueño incontrolable. no cabía duda de que había bebido en exceso. ¿o era que él sí sabía<br />

cuál era esa función del hombre y jugaba con la ansiedad de su joven amigo como el ágil y<br />

seguro gato juega con el indefenso y aterrorizado ratón? Ese abandono con que se tumbaba<br />

sobre la mesa y ese léxico que parecía manejar con especial delectación, ¿no denunciaban en<br />

él al hombre profunda y sutilmente cruel, que usaba su sabiduría como una arma peligrosa<br />

para herir a los más inexpertos?<br />

—¡No! –clamó duramente el joven–. Es inapropiado venir aquí a brindar con whisky adulterado<br />

y ron barato por un tema tan cargado de sufrimientos. no es cosa de alzar un vaso de alcohol<br />

por ello, en un lugar como éste, antro de prostitución. ¡Me voy! –aseguró levantándose.<br />

Entonces la muchacha pareció cobrar vida y miró a ese joven. Hans advirtió el interés<br />

en todo su rostro y notó el brillo de sus ojos, del todo nuevo, por lo menos para él; no visto<br />

antes en esa noche. Comenzaba a sentirse mucho más intrigado.<br />

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—Siéntese, por favor, joven –pidió.<br />

Era evidente que también el joven había tomado más de lo debido, porque si no, ¿a qué<br />

tanta excitación? ¿Era acaso sagrado el tema que se había planteado, o había en el alma de<br />

ese muchacho una desconocida reserva de sentimiento religioso?<br />

—Siéntese, por favor –repitió cogido ya en los engranajes de la tragedia, todavía no<br />

sospechada por él ni por la muchacha ni por los dos recién llegados–. Hablemos del asunto.<br />

En realidad, me preocupa tanto como a usted el destino final de la humanidad.<br />

—¿Por qué es necesario hablar de eso, por qué?<br />

Era la muchacha quien hacía la pregunta. ¿Qué ocurría, qué le había llamado la atención<br />

hacía un instante, pues; el tema, la palabra “prostitución” dicha por el joven, o el joven mismo?<br />

La muchacha estaba resultando rara. Lo mejor sería ignorar su presencia. De todas maneras<br />

media hora después, una hora a lo sumo, el segundo oficial del “Trondheim” volvería a su<br />

barco. Pero en eso el mayor de los extraños irguió el rostro.<br />

—Ella es quien tiene la razón. ¿Por qué hablar de eso? Millones de seres viven y<br />

mueren sin hacerse la terrible pregunta. Vivir la función de la humanidad es más sabio<br />

que tratar de conocerla. ¡Hans trondheim brindemos por la vida, que lleva en sí misma<br />

su ignorado destino!<br />

En eso se hizo el silencio en todo el salón; es decir, silencio de seres humanos, porque la pesada<br />

máquina que daba música seguía trabajando en su rincón y se oía el vivaz ritmo de un joropo<br />

invitando a bailar. una pareja de policías estaba de pie en el salón, y uno junto al otro, ambos<br />

recorrieron con la vista todo el ámbito, llevando la mirada de mesa en mesa como si buscaran<br />

a alguien. Pero un parroquiano alzó su mano alegremente y los llamó; los policías sonrieron<br />

y caminaron hacia allá. Se les vio entrar en animada charla, negar uno, alegar el otro, y al fin,<br />

sin sentarse, tomaron sendos tragos y se fueron de nuevo. uno de ellos era negro y tenía risa<br />

hermosa y natural. Hans Sandhurst pensó: “He aquí un hombre que vive la vida como lo desea<br />

este señor”. Pero no lo dijo. temía a la susceptibilidad de esa gente, que a menudo en palabras<br />

sin intención descubría una ofensa al país. Hablar de un policía podía resultar peligroso.<br />

—En primer lugar –dijo el joven–, seamos corteses. El señor nos ha aceptado en su mesa<br />

y tú sabes que él no se llama trondheim. tu error es deliberado y ofensivo.<br />

—oh, no importa –atajó Hans–, pueden llamarme como deseen. Probablemente ninguno<br />

de los que estamos sentados a esta mesa volveremos a vernos pasada esta noche.<br />

La muchacha saltó como sorprendida por un ataque alevoso.<br />

—¿Qué has dicho; por qué has dicho que no volveremos a vernos, Hans?<br />

Mientras hablaba le sujetaba fuertemente el brazo, y en tal momento Sandhurst anotó<br />

en su mente este simple detalle: no recordaba cómo se llamaba ella. “Quizá espera que me<br />

quede con ella esta noche y le pague bien por la mañana”, pensó. Pero la ansiedad que<br />

había en sus ojos, mientras hablaba, no podía estar originada sólo en la esperanza de que<br />

él le pagara bien. Había algo más, algo que por momento él no podía determinar. trató, sin<br />

embargo, de pasar por alto cuanto se refiriera a esa muchacha, sobre todo en tal momento,<br />

porque el mayor estaba hablando.<br />

—La función del hombre, bah… Miguel, infinito número de sabios ha pretendido conocerla.<br />

Y yo digo que por el camino que estás queriendo transitar llegarás a un solo lugar,<br />

que es el refugio de todos los débiles; llegarás a admitir un Dios, cualquier Dios.<br />

—no –respondió el joven–. ¿Por qué he de refugiarme en la religión. Yo no temo a la<br />

verdad. Pero mire, señor… Sandhurst, mi tesis es ésta: mi tesis es que la humanidad que<br />

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puebla este planeta forma parte de un todo mayor. no sé si me hago entender. Yo creo que en<br />

esos otros mundos que nos rodean hay también humanidad. no sé qué apariencia tendrán,<br />

pero son seres pensantes. nosotros, pues, somos sólo una parte de esa humanidad universal.<br />

Siendo una parte, ignoramos qué piensa o qué siente el resto. Sólo estando todos reunidos<br />

podremos aclarar qué fin buscamos.<br />

El joven iba alzando la voz. En el barullo del botiquín no se daba cuenta de que para<br />

hacerse oír en su propia mesa estaba hablando muy alto. En la mesa contigua alguien le oía.<br />

Había allí dos hombres y dos mujeres, a simple vista muy bebidos también. Y he aquí que<br />

uno de esos hombres se puso trabajosamente de pie y se encaminó a ellos. a buen ojo no<br />

pasaba de los treinta y cinco años, y tenía aspecto de empleado, acaso de pequeño comerciante.<br />

Era muy oscuro, rechoncho, de espejuelos y nariz muy abierta. usaba sombrero de<br />

fieltro. Se inclinó sobre el joven y apoyó un codo en la mesa.<br />

—¿Por qué le preocupa a usted la humanidad? –preguntó–. Yo soy venezolano, latinoamericano,<br />

y lo que deseo saber es cuál es el destino nuestro, adónde vamos.<br />

El hombre eructó. Hablaba con esfuerzo, aunque sin disparatar. tenía los ojos turbios<br />

debido al alcohol, pero sin duda estaba dando salida a lo que llevaba en el corazón y por eso<br />

se expresaba claramente. Hans Sandhurst tenía una vaga idea de lo que estaba ocurriendo<br />

en Venezuela, pero no lo sabía a fondo; por eso no pudo advertir cuánta crueldad había en<br />

las palabras con que el mayor de sus dos recientes amigos se dirigió al intruso.<br />

—Dígame, señor, ¿cuál es a su juicio el destino de nuestro pueblo? ¿Cree usted que<br />

Rómulo Betancourt lo sabe mejor que uno de nosotros?<br />

El borracho miró torvamente y pareció haber recibido un golpe en la nuca.<br />

—Señor, yo no sé si usted es un espía de la dictadura; no sé si es un sirviente de estos<br />

militares que están asesinando a lo mejor de Venezuela. Pero me ha preguntado y yo le<br />

contesto: Sí, Rómulo Betancourt lo sabe. Y ahora, si le parece, denúncieme.<br />

no dijo nada más, sino que, a su juicio muy dignamente –aunque apenas podía tenerse<br />

en pie–, retornó a su mesa y se dejó caer en su silla, como bulto. Hans Sandhurst notó que<br />

de sus dos compañeros, el más joven se había quedado mudo; el otro sonreía. La muchacha<br />

parecía no hallarse allí; con un codo en la mesa y la cabeza en la mano, miraba dulcemente<br />

al segundo oficial del “Trondheim”.<br />

—no hay derecho –dijo el joven dirigiéndose al mayor–. Si alguien ha oído, se ha desgraciado.<br />

Fue una provocación tuya.<br />

Por toda respuesta el de más edad sonreía. Pero en esa sonrisa había un resplandor<br />

siniestro, cosa que notó ciertamente Hans Sandhurst. ahora bien, Sandhurst no estaba al<br />

tanto de lo que el extraño incidente significaba. Seguía pensando en la función de la humanidad<br />

y en lo que sobre ello había dicho el joven. De ahí que hablara como si nada hubiera<br />

sucedido. argumentó:<br />

—Yo creo que el fin del hombre es ser feliz; la humanidad busca inconscientemente la<br />

felicidad.<br />

Entonces la muchacha saltó. Se hubiera dicho que nada oía, que no tenía interés en el<br />

tema. Y he aquí que al oír esas palabras irrumpió diciendo:<br />

—¡Sí, sí, la gente quiere ser feliz! Yo quiero ser feliz. tú has dicho lo que yo siento, Hans.<br />

En ese expresivo rostro suyo, que el segundo oficial del “Trondheim” había visto cambiar<br />

tantas veces en pocas horas, parecía haberse producido de pronto una explosión de luz; sus<br />

ojos resplandecían, gozosos, y la dulce sonrisa había dejado de ser triste. Los tres hombres<br />

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se fijaron en ella. Era como si en ese instante hubieran descubierto que ella estaba allí, con<br />

ellos. Pero un observador sagaz –y Hans Sandhurst lo era– podía notar matices muy diferentes<br />

entre ellos; por ejemplo, el joven era tolerante, acaso complaciente, como si pensara:<br />

“Es muy femenina la reacción de esa muchacha, y por lo demás nunca podrá entender por<br />

qué nos preocupa este tema”. En cambio el otro tenía una actitud a la vez de sorpresa y<br />

de cálculo; parecía decirse: “ah, conque te interesa ser feliz, ¿no? Pero ahora voy a matar<br />

esa alegría en germen; ahora voy a demostrarte que no eres más que un simple gusano de<br />

polvo llamado a desaparecer, mísera vendedora de tu cuerpo”. En cuanto a él mismo, Hans<br />

Sandhurst, segundo oficial del “Trondheim” metido en esa discusión con dos desconocidos<br />

sobrecargados de whisky y soda, ¿qué pensaba de la mujer? Pues pensaba: “No es una muchacha<br />

común; se trata de una alma amorosa, que de pronto, sin saber por qué, ha sentido<br />

que hay una filosofía que justifica su vida, su natural sensualidad, sus aciertos y sus errores.<br />

Si dispusiera de tiempo me gustaría saber quién es ella y por qué está aquí”. Y a seguidas,<br />

por un fenómeno de traslación mental muy frecuente en él, se encontró pensando en que<br />

debía escribirle a aquel capitán italiano para que le diera más detalles sobre los camarones<br />

de Honduras; sabía el nombre de su buque y le escribiría al cuidado de los armadores. a ese<br />

punto miró su reloj; marcaba la una y cuarenta y cinco minutos, más propiamente, la una<br />

y cuarenta y dos minutos. Pero no sentía deseos de irse. El de más edad estaba empezando<br />

a hablar de nuevo.<br />

—Bien, bien; aquí tenemos a Miguel, el preocupado Miguel, elaborando una tesis de<br />

amplitud universal. ¡Hum! Yo supongo que tienes la esperanza, mi joven amigo, de que los<br />

platillos voladores sean realidad y de que en ellos esté acercándose a la tierra una humanidad<br />

más avanzada que la nuestra, ¿no?<br />

—Sí, puede ser, ¿por qué no puede ser? –respondió Miguel–. ocurrió ya, sucedió cuando<br />

los españoles llegaron a américa; para los indios americanos las carabelas de los conquistadores<br />

eran tan inconcebibles como para nosotros los platillos, y sus tripulantes tan extraños<br />

como habitantes de Marte hoy.<br />

El otro sonreía.<br />

—Miguel –dijo tornándose súbitamente serio y sujetando al joven por un hombro–, no<br />

desbarres; una tesis filosófica no se defiende con argumentos absurdos. Estás hablando de lo<br />

que desearías que sucediera, no de nada que está sucediendo o que pueda, científicamente,<br />

suceder mañana.<br />

a este punto ya la muchacha no estaba recostada en el brazo de Hans, soñando o simplemente<br />

descansando; atendía a lo que se hablaba, oía con todo su ser. no besaba, no sonreía;<br />

vivía la discusión. Sus ojos se hallaban fijos en el hombre que hablaba; y así le vio volver su<br />

atención rápidamente hacia el oficial.<br />

—En cuanto a usted, ¿sabe qué propugna? Propugna el caos, porque ¿qué es la<br />

felicidad? ¿Es o no la satisfacción de cada uno? La felicidad de los coroneles y los<br />

generales de Venezuela y de nuestra américa, ¿en qué consiste si no es en derrocar<br />

gobiernos legítimos, esclavizar a sus pueblos, asesinar a sus mejores hijos, enriquecerse<br />

y tener amantes? La felicidad de un criminal está en matar, la de un comerciante, en<br />

acumular dinero.<br />

El llamado Miguel miró hacia la mesa vecina, pero ya allí no había nadie. aquel borracho<br />

que se había acercado a hablarles hacía un rato, y al que sin duda le hubiera agradado oír a<br />

su compañero, no estaba, ni estaban las mujeres y el señor que bebían con él.<br />

554


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

—Señor, yo no comprendo su punto de vista tan local ni tan actual –atajó Sandhurst– y<br />

no debo juzgarlos a ustedes como pueblo. Yo creo que hay una norma de conducta general<br />

y que todos podemos llegar a conocerla y a ejercerla.<br />

—Sí, ¿pero cuándo? Porque es el caso que ya hay en Estados unidos una bomba de<br />

hidrógeno y, sin embargo, todavía viven indios salvajes en nuestras selvas. La felicidad es<br />

un estado distinto para los sabios que fabricaron esa bomba y para los salvajes del orinoco.<br />

Su punto de vista no nos sirve, como no nos sirve el de Miguel. La función del hombre es<br />

menos compleja.<br />

Eso dijo, y Hans Sandhurst comprendió que se hallaba frente a una persona inteligente<br />

y de muchos conocimientos, pero tuvo también la sensación de que no se había equivocado<br />

cuando pensó que el alma cruel. algo en él denotaba su delectación de destruir la idea de<br />

Miguel y la suya; la suya, que era también la de esa muchacha.<br />

—Debemos seguir hablando –dijo el hombre–, sobre todo porque sería innoble dejar a<br />

esta joven en un error. Pero por el momento yo pido que repitamos el trago.<br />

Con efecto, los vasos estaban vacíos. Entonces la muchacha intervino:<br />

—Yo quiero beber también –dijo.<br />

Lo cual aumentó la intriga del segundo oficial del “Trondheim”, porque hasta ese momento<br />

ella había rechazado toda invitación; había bebido sólo dos coca-colas en las largas<br />

horas que llevaban juntos. ahora parecía haber despertado a la vida.<br />

Miguel pidió bebida; ella prefirió ron, como Hans. Se veían ya algunas mesas vacías,<br />

pero todavía sonaba la música y tres o cuatro parejas bailaban. Con su silla arrimada a la<br />

pared, un jovenzuelo dormía. Llegó el sirviente.<br />

—Señorita –dijo el hombre de ancestro indígena, con el aire de un cumplido caballero<br />

que honrara a una gran dama–, brindo por usted y por su deseo de ser feliz. usted y el<br />

señor Trondheim, digo Sandhurst, tienen ideas afines. Los felicito por ello. Pero entienda<br />

usted que no hay tal cosa; no es la felicidad lo que busca la humanidad. La función de la<br />

humanidad, señorita, es simplemente vivir, dar satisfacción a su instinto vital. nacemos,<br />

nos desarrollamos y morimos, y nada más, bella joven. Vivimos porque tenemos que vivir;<br />

para vivir matamos animales y engullimos sus cuerpos, sembramos árboles y nos comemos<br />

sus frutos, pescamos peces y los guisamos. Buscando el placer de vivir escribimos y oímos<br />

música, pintamos y admiramos cuadros. no hay en absoluto nada más que eso. Luego nos<br />

toca morir y desaparecemos completamente. nosotros, los seres humanos, nos perdemos<br />

todos en la muerte, en la nada. Eso es todo.<br />

El hombre había hablado con gozosa saña; al final de sus palabras sonreía desde bien<br />

adentro; con morbosa alegría muy mal disimulada. La muchacha se quedó absorta, mirándole.<br />

tenía en la mano su vaso de ron. Y de súbito gritó, poniéndose de pie:<br />

—¡Mentira, mentira; usted sólo está diciendo mentiras!<br />

Miguel y el segundo oficial del “Trondheim” no hablaron; ambos habían comprendido<br />

que ese hombre se negaba a sí mismo, pues él también buscaba la felicidad, y su felicidad<br />

en ese momento consistía en hacer sufrir, en negar que en la tierra hubiera lugar para una<br />

concepción generosa de la vida.<br />

Hans Sandhurst vio a la muchacha beberse su ron de un solo trago; la dorada piel se<br />

le había enrojecido y respiraba con fuerza. Estaba como poseída por una sagrada cólera.<br />

Llamó a voces y pidió más ron. El hombre que había hablado seguía sonriendo. Hans no<br />

había tocado su bebida.<br />

555


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Pero Miguel sí bebió, y al terminar su trago empezó a palidecer, a ponerse lívido, casi<br />

verde. Pidió permiso y se paró. no pudo llegar, sin embargo, adonde iba, porque a unos<br />

pasos de la mesa se agarro a una silla y comenzó a vomitar; después trató de sentarse, se<br />

apoyó más en la silla y se dobló sobre sí mismo.<br />

—Su amigo está enfermo –dijo Sandhurst.<br />

a lo que el otro respondió:<br />

—Demasiada bebida eso es todo.<br />

a Hans le repugnó ese comentario tan ligero. no quería seguir allí.<br />

—Me voy –dijo al tiempo de levantarse.<br />

Pero la muchacha le sujetó de un brazo.<br />

—no, no puedes irte ahora. Yo he pedido un trago. además, yo quiero beber, necesito beber.<br />

—Muy bien, pero no aquí –explicó Hans.<br />

—no, aquí no, en otro sitio –aceptó ella.<br />

Y fue así como a las dos y media de la mañana, todavía con una luna resplandeciente que<br />

permitía ver uno por uno los techos de La Guaira bajo ellos, Hans Sandhurst y la muchacha<br />

salieron al aire de la noche, en pos de un lugar donde no vieran la dura sonrisa de aquel<br />

hombre que había proclamado, entre grumos de alcohol, el triunfo del instinto vital sobre<br />

la tierra. Con la cabeza entre las rodillas, el joven seguía vomitando.<br />

todavía a esa hora nada realmente importante había sucedido, de manera que si Hans<br />

Sandhurst se hubiera ido a dormir entonces, o la tragedia no se habría producido o él la<br />

hubiera ignorado. Pero no tuvo voluntad para recogerse. Ya se hallaba atraído por la intrigante<br />

personalidad de la muchacha, por su cambiante naturaleza, que había ido revelándose<br />

tan lentamente y que, sin embargo, podía entreverse como en verdad atractiva. Eso explica<br />

que una hora más tarde estuvieran sentados a una tosca mesa en otro botiquín, un mísero<br />

saloncito situado en el camino del aeropuerto, atendido por una mestiza gorda y entrada<br />

en años, de cara adusta y perpetuo cigarrillo en la boca. Había allí tres o cuatro hombres del<br />

pueblo bebiendo cerveza, sin duda trasnochadores habituales, que miraban a la muchacha<br />

con ojos lascivos y hablaban entre risotadas. La muchacha había bebido sin parar. Hans<br />

Sandhurst temía que se emborrachara.<br />

Pues en la mente de esta compañera de una noche estaba produciéndose una obsesión,<br />

acaso algo parecido a los huracanes tropicales que cruzaban devastadores, de tarde en tarde,<br />

por ese mismo mar Caribe que golpeaba sin cesar las orillas rocosas de La Guaira. El<br />

hombre aquel había dicho: “nosotros, los seres humanos, nos perdemos en la muerte, en<br />

la nada”, y esas palabras giraban sin tregua en el cerebro de la muchacha, e iban formando<br />

allí un núcleo que arrastraba poco a poco todas sus ideas y sus emociones, como el núcleo<br />

del huracán arrastra los vientos y los pone a girar en torno suyo. Y era así, según lo entendía<br />

Hans, porque a menudo –con mayor frecuencia a medida que aumentaba el número de<br />

tragos que ingería– ella le sujetaba un brazo y mirándole con angustia, y hasta con cierta<br />

expresión de terror en los ojos, preguntaba:<br />

—¿Es verdad que nos perdemos en la muerte, Hans; que nos perdemos en la nada?<br />

El hecho de que él respondiera negativamente no parecía hacerle efecto; volvía al tema<br />

con obstinación creciente.<br />

—Yo tengo un lindo recuerdo, un solo recuerdo bonito en mi vida, Hans, pero va a<br />

perderse, va a desaparecer cuando me muera. ¡Mi recuerdo va a morir, Hans, va a volverse<br />

nada también!<br />

556


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Él comenzaba a sentirse cansado. El terrible calor del Caribe había sido durante todo<br />

el día más fuerte que nunca; refrescó algo durante la noche, cuando estaban allá arriba, en<br />

el otro botiquín, pero ahora parecía haber vuelto y en verdad le abrumaba. La idea de ese<br />

recuerdo muriendo, desapareciendo en la nada, iba por momentos convirtiéndose, en cabeza<br />

de la muchacha, en una especie de cantinela de borracho, lo cual desagradaba a Hans. Las<br />

caras de aquellos hombres que tenían ojos tan lascivos, y sus risotadas y sus palabrotas, le<br />

causaban disgusto, como le disgustaba la torva faz de la gruesa dueña.<br />

—¡Vámonos! –dijo angustiado.<br />

La muchacha no le contradijo. Le miró con humildad, más propiamente, con amorosa<br />

humildad. Él se había puesto de pie y ella se paró también. Era alta, de piel juvenil, bonita,<br />

de linda boca, de nariz fina, de ojos oscuros, de brillante pelo corto y negro. Sin embargo, en<br />

tal momento parecía muy desamparada y Hans estaba seguro de que inesperadamente se<br />

pondría a llorar. Salieron. Hasta la puerta se asomaron dos de aquellos hombres para verlos,<br />

y cuando doblaron la esquina Hans volvió el rostro; la gorda mestiza les seguía con los ojos.<br />

Las míseras callejas se veían solitarias. uno que otro perro ladraba, tal vez al paso de ellos, y<br />

a la luz de un farol había una pareja de policías. Caminaban en silencio. Y de pronto sucedió<br />

lo que él temía: ella se agarró a su hombro derecho y comenzó a sollozar. Sufría con toda el<br />

alma, de eso no cabía duda; su cuerpo entero se conmovía a los sollozos.<br />

—¡Hans, mi único recuerdo bonito va a perderse! –dijo.<br />

El segundo oficial del “Trondheim” había aprendido que en el Caribe hay dos maneras<br />

de ejercer la autoridad; una muy amplia, cuando se vive democráticamente, y otra muy<br />

exigente, cuando se vive bajo dictaduras. Pensaba que si aquellos dos policías les veían y<br />

creían que ellos estaban besándose o acariciándose en plena vía, en las calles de La Guaira,<br />

considerarían que estaban burlándose de su autoridad y nadie sabía lo que podría ocurrir.<br />

Por eso se impacientó:<br />

—Eso es tonto –dijo–; es tonto estar llorando por un recuerdo que no ha desaparecido<br />

aún. Creo que esto debe acabarse ya. Vamos.<br />

Entonces ella levantó la cabeza y dejó de llorar. todavía le corrían lágrimas por las<br />

mejillas, pero no lloraba ya; al contrario, la ira y el asombro, o si se prefiere, el disgusto y la<br />

sorpresa se mezclaban en su expresión.<br />

—¡Vete tú! –dijo. Y se plantó en la calle.<br />

La noche comenzaba a desvanecerse. Sin duda era bastante más tarde de las cuatro y Hans<br />

sabía que a las cinco sería día claro ya. De la luna sólo quedaba un resplandor; las estrellas<br />

perdían brillo y su vívido color amarillo iba cediendo con bastante rapidez. Hans Sandhurst<br />

debía llegar a su barco. Por lo demás, esa muchacha se había embriagado. así que aceptó su<br />

orden y rompió a andar. Caminó cincuenta pasos, tal vez sesenta, y de pronto sintió que ella<br />

corría tras él, que se le acercaba en carrera desenfrenada, llamándole casi a gritos:<br />

—¡Hans, Hans, Hans!<br />

El se detuvo. Se oían con toda limpieza los pasos de la joven en el pavimento, y resonaban<br />

en la bóveda silenciosa de la noche. al llegar donde él se hallaba ella se tiró a su pecho, otra<br />

vez llorando, sacudida por el llanto. En ese momento él pensó preguntarle dónde vivía para<br />

llevarla a dormir, o decirle que lo dejara tranquilo porque él se encaminaba a su barco. Pero<br />

no hizo ninguna de esas dos cosas; lo que hizo fue pasarle la mano por la cabeza, alisándole<br />

su corto pelo negro, y dejarla desahogarse en lágrimas. así pasaron tal vez diez minutos, al<br />

cabo de los cuales ella dijo:<br />

557


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Hans, el hombre tenía razón; él era el que tenía razón.<br />

Maquinalmente echaron ambos a andar; lo hacían despaciosamente y en silencio. Ya<br />

empezaba a notarse el próximo nacimiento del día, a pesar de lo cual las callejas seguían<br />

solitarias. Iban hacia los muelles. Se oía el mar, retumbando en su ir y venir, como una lejana<br />

artillería en acción. Y de pronto, al paso de la pareja se levantó una corta bandada de palomas<br />

que picoteaban en la calle. Eran seis, tal vez siete, quizá ocho. ambos alzaron los ojos<br />

para verlas. Y una de las palomas, totalmente blanca como un ave de mármol, dejó seguir<br />

a la bandada y se posó en el alambre del alumbrado. Fue una desdichada casualidad que<br />

acertara a poner sus rojas patitas en un alambre pelado. Pero ocurrió, y de golpe, igual que<br />

abatida por un rayo, la linda ave aleteó, como si no hubiera podido desprenderse, y cayó<br />

pesadamente a tierra.<br />

Fue un pequeño pero extraño suceso. El cielo tenía ese tinte verde amarillo de los amaneceres<br />

en el trópico, y las casas, los postes de luz, todo lo que sobresalía se veía recortado<br />

contra él. así también se vio la paloma cuando estuvo en el alambre. Pero abajo, al caer, era<br />

posible distinguirla en detalle, con sus párpados grises, su pico de coral, sus blancas plumas<br />

tan limpias. En el paroxismo de la muerte tembló durante unos segundos. La muchacha había<br />

corrido y la había levantado. Expiró en sus manos. De rodillas, con la paloma en las palmas,<br />

como quien ofrenda a un Dios colérico, ella estaba frente a Hans y su rostro expresaba el<br />

enorme terror de quien está frente a un verdugo.<br />

—¡Hans, Hans, aquí está; mírala, Hans, muerta, muerta como me moriré yo, muerta<br />

como decía el hombre!<br />

así dijo la muchacha; y en tal momento lloraba. Hans iba a cogerla de un brazo y a decirle<br />

que caminara, que eso no tenía importancia. Pero en tal momento ella volvió los ojos<br />

hacia el mar. La calle iba en descenso, bordeada de aceras desiguales, y al final, ya dando al<br />

mar, se veía un perro que hurgaba en un latón de basura. todo eso lo vio Hans antes de que<br />

ella actuara. Y de pronto la muchacha se incorporó, miró con ojos de loca, con ojos de un<br />

miedo cerval, irresistible, al hombre que estaba allí, frente a ella; y sin soltar la paloma, con<br />

evidente frenesí, se echó a correr en dirección al mar. a la naciente claridad del día se veía el<br />

color naranja de su traje batido por la brisa del amanecer. El segundo oficial del “Trondheim”<br />

pensó: “Se va a su casa”. De ahí el asombro con que vio a la muchacha seguir en línea<br />

recta por el muelle, y saltar. Cuando él llegó, algunos hombres y un policía daban carreras y<br />

voces, y era inútil ya tratar de lanzarse tras ella. una sola vez vieron algo de la suicida: sus<br />

dos manos al pie de una ola. todavía sujetaba en ellas la paloma muerta.<br />

Hans Sandhurst se quedó allí, oyendo comentar, atolondrado. Mucho después que salió<br />

el sol se encaminó a un bar y pidió cerveza. no tenía hambre ni sueño ni sed, pero debió<br />

tomarse seis cervezas. tardó tiempo en pensar que el asunto podía tener complicaciones, pues<br />

en dos lugares la muchacha había sido vista con él. Por eso cuando llegó al “trondheim”,<br />

casi a las nueve de la mañana, llamó al primer oficial y habló largamente con él. El primer<br />

oficial no le interrumpió ni una sola vez; oyó todo el relato y al final dijo:<br />

—Será mejor que veamos al capitán, Sandhurst.<br />

El capitán usaba lentes y su rostro aguzado, pálido no dio señal de emoción alguna mientras<br />

oía la historia. Sólo cuando su segundo oficial terminó de hablar hizo un comentario,<br />

que en su lengua nativa sonó extrañamente a los oídos de Sandhurst. Dijo:<br />

—no veo razón para preocuparse, Sandhurst. Y en cuanto al móvil del suicidio entiendo<br />

que no fueron las palabras de aquel hombre lo que la trastornaron. Seguramente había<br />

558


otros motivos que usted desconoce. Para su buen gobierno debo decirle que las gentes de<br />

estos pueblos mestizos no tienen tan alta sensibilidad ante las ideas como nosotros. Vaya a<br />

hacerse cargo de su trabajo.<br />

Sí, eso fue lo que dijo, y para Hans Sandhurst no podían ser más estúpidas esas palabras.<br />

Por eso cuando se fue a su camarote buscó entre sus papeles la tarjeta del capitán italiano y<br />

se puso a escribirle. no tenía nada de improbable que el destinatario de la carta se asombrara<br />

cuando leyera la frase final. Decía así: “Si en verdad hay camarones y usted desea participar<br />

en el negocio, hágamelo saber. Es preferible vivir en estos países, donde todavía hay gente<br />

capaz de vivir la vida hasta la muerte, aunque sean mestizas”.<br />

Cuando salió a la cubierta los lingadores hablaban a gritos del suceso. uno preguntaba:<br />

—¿Y quién era?<br />

otro respondía:<br />

—no se sabe; dicen que era de Caracas.<br />

Pero para Hans Sandhurst ella sería siempre “la muchacha de La Guaira”.<br />

Capitán<br />

Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

a las siete de la tarde, el viernes día 3, Capitán despertó con el espinazo helado. Inmediatamente<br />

supo que se trataba de Ella y empezó a ladrar furiosamente. Se sentía lleno de<br />

ira, frenético, igual que cuando se enfrentaba a un perro enemigo.<br />

—¡Juau, juau, juau! –gritaba Capitán al tiempo que sacudía la soga a que estaba<br />

amarrado.<br />

tal vez debido a su ira Capitán no lograba ver nada. De todas maneras era igual: viera<br />

o no, Ella debía andar por allí, y eso quería decir…<br />

Pero de pronto Capitán la vio. Doblando la esquina del bohío, pegada a las tablas, Ella<br />

iba arrastrándose en dirección a la puerta del patio. una cosa extraña sucedía, y era que el<br />

perro podía ver el seto del bohío aun a través de la sombra y del manto que Ella llevaba<br />

puesto. Durante un segundo Capitán se sintió impresionado, pero reaccionó ladrando con<br />

más fuerza. Y entonces sucedió lo que todo perro teme que le pase algún día, por mucho que<br />

no haya uno entre ellos que pueda escapar más tarde o más temprano a la terrible prueba.<br />

Moviéndose lentamente, con evidente disgusto, Ella volvió el frente y plantó en Capitán<br />

sus poderosos ojos vacíos.<br />

El perro sintió que le habían partido el espinazo de un golpe seco; se abrió de patas, pegó<br />

el vientre a la tierra y un frío de muerte fue helando poco a poco todo su cuerpo y erizando<br />

los pelos de su espina dorsal. El miedo había hecho presa en él, en el temido Capitán. Como<br />

una sombra recordó a la vieja perra que lo echó al mundo, cuando en las oscuras noches le<br />

advertía cómo era Ella y cómo todo animal de su raza debe estar preparado para el día que<br />

la vea. Con la garganta seca, ahogándose y sin poder abrir la boca, Capitán se sintió morir.<br />

Desde la distancia a que se hallaba, Ella seguía espantándole con su mirada vacía. Entonces<br />

él quiso sobreponerse, luchar contra aquello, y pretendió ladrar para asustarla; pero lo que<br />

salió de su garganta fue un quejido largo de miedo, un aullido tembloroso y humillante.<br />

Convencido de que era inútil luchar, sintió lástima de sí mismo; se echó por completo al<br />

suelo, alzó el hocico en dirección de las contadas estrellas que nacían a esa hora, y siguió<br />

lanzando su penoso y lúgubre aullido, que se esparcía por todo el lugar llenando de pavor<br />

a los niños y a los viejos supersticiosos.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

a tres cosas dio lugar ese prolongado gemir de Capitán: una, que Ella se encolerizara, lo cual<br />

podía apreciar el perro porque la vio apretar las quijadas y oyó el crujido de los largos dientes<br />

descarnados; otra, que don Gaspar saliera al patio a ver qué le pasaba a su animal; y la última,<br />

que tiburón hiriera el orgullo de Capitán soltando indecorosos e inoportunos ladridos en el patio<br />

contiguo, sin duda queriendo decir al aterrorizado can que no armara tal escándalo.<br />

a causa de lo primero, Ella fue sorprendida por la presencia de don Gaspar; no lo esperaba<br />

y no supo qué hacer al verlo. Capitán observó que Ella recogió su manto, miró fijamente<br />

a su amo y entonces reculó despacio, perdiéndose otra vez en la oscuridad del callejón. a<br />

causa de lo segundo, Capitán sintió que su miedo cedía, que con la presencia de don Gaspar<br />

la confianza volvía a nacer en él. A causa de lo tercero, una sorda ira empezó a trabajarle las<br />

venas y se juró que en la primera oportunidad tiburón iba a saber con qué hay que contar<br />

para atreverse a llamarle la atención a un perro del genio y de los bríos suyos.<br />

Cuando don Gaspar llegó hasta el rincón donde amarraba a Capitán, vio a su perro ponerse<br />

en cuatro patas, mirarlo al principio con seriedad y después con afecto, y notó cómo<br />

al contacto con su mano los pelos del animal volvían a pegarse a la piel.<br />

—¿Qué te pasaba, mi buen Capitán? –preguntó el viejo con dulce voz al tiempo que<br />

golpeaba las costillas del animal–. ¿Qué te pasaba? ¿Por qué tabas llorando asina? ¿no ves<br />

que eso trae desgracia?<br />

Capitán hubiera querido decirle que a partir de ese momento no se descuidara, que se<br />

mantuviera alerta. Pero él no sabía hablar y lo único que podía hacer era dar a entender<br />

que se sentía contento con la presencia de don Gaspar. Lo dejó dicho blandiendo el rabo y<br />

pegando con él en tierra; luego se acostó de vientre y estuvo así, con los ojos entrecerrados,<br />

hasta que el viejo volvió a meterse en el bohío.<br />

El sábado temprano don Gaspar abrió la puerta y se puso a limpiar el patio. Capitán<br />

estuvo observándole y le preocupó hallar que su amo tenía aspecto de cansado; le pareció<br />

más flaco que de costumbre, con un aire de enfermedad que le adormecía los ojos. Por encima<br />

de su camisa sobresalían sus hombros y las manos mostraban docenas de huesos. aquello<br />

entristeció a Capitán. Don Gaspar iba amontonando las piedras, los aros de barril, la yerba<br />

arrancada. El sol no era excesivo, y tal vez a ello se debiera que don Gaspar no pareciera ver<br />

las cosas con precisión. ¿o se trataba de que los años iban nublando sus ojos?<br />

Por el patio vecino cruzó el negro Inés, echando humo de su cachimbo.<br />

—Buenos días, vale Gaspar –cantó Inés.<br />

—Buenos días… aquí, dándole una limpiadita a esto –explicó el amo.<br />

—anoche –empezó Inés con mucha seriedad– anduvo su perro llorando, y eso es cosa<br />

mala, Gaspar… anuncia desgracia.<br />

—Ello… Pa mí que lo que le pasó a Capitán es que sintió miedo.<br />

—Porque algo vido, amigo; algo vido.<br />

Capitán oía la conversación y se paró, extendiendo las patas. Miró de reojo a Inés. no<br />

le gustaba que hablara de eso. De pronto Capitán creyó morirse: Ella iba deslizándose en<br />

dirección a la puerta del bohío. Casi flotando, con su manto gris transparente y una expresión<br />

criminal en la cara, parecía vigilar a los hombres y al perro.<br />

—¡Juau! –ladró Capitán lleno de ira.<br />

—¡Fíjese –exclamó Inés–, fíjese en los ojos de ese animal, Gaspar! Pa mí que tiene la peste.<br />

Gaspar se acercó al perro dando la espalda a la puerta del bohío, y entonces Capitán<br />

advirtió que Ella corría para entrar. ¡Eso no podía él permitirlo! Lleno de ira dio un estirón a<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

la soga que lo sujetaba y parecía que iba a romperla; erizó los pelos del espinazo, ladró con<br />

ira cada vez mayor, empezó a pegar saltos. Por fin logró romper la soga y se lanzó como un<br />

bólido hacia el bohío.<br />

—¡ahí lo tiene! ¡Mire lo que le decía! –gritó el viejo Inés.<br />

Don Gaspar corrió detrás de su perro, llamándole a voces. Pero no tuvo que llegar lejos,<br />

porque a cuatro varas del bohío Capitán se detuvo, clavó las patas en la tierra, bajó la cabeza<br />

y comenzó a aullar. Ella había vuelto a dirigirle su vacía y espantable mirada y el animal<br />

sentía el frío del miedo paralizándole hasta la voz. Claramente, el perro oyó la advertencia<br />

que Ella le hizo:<br />

—Vas a pagar caro tu atrevimiento, animalucho indecente.<br />

El viejo Gaspar se acercaba, y Capitán, que sentía su olor cerca, quería decirle que se detuviera,<br />

que no diera un paso más, que se mantuviera quieto, sin respirar siquiera; que Ella estaba<br />

allí, a tres pasos, y que era la segunda vez que llegaba a buscarlo a él, a don Gaspar. Estaba<br />

helado, sin dominio sobre sus músculos. El miedo acababa con él. Vio como Ella empezaba a<br />

retroceder, a desvanecerse, a irse alejando, y cuando por fin dobló el callejón perdiéndose en<br />

dirección de la calle, Capitán, libre de aquella cosa que le tapaba la garganta, alzó la cabeza y<br />

se puso a aullar lastimeramente, con un largo, tembloroso aullido que espantó a Inés.<br />

Lo mismo que la noche anterior, tiburón empezó a protestar a ladridos.<br />

—¡Me está ordenando que no haga escándalo! –se dijo Capitán indignado.<br />

Por la cerca de alambre, en el solar opuesto al de Inés, tiburón asomó el hocico. Era un<br />

enorme perro negro, de cara antipática y ojos pesados. Miró fijamente a Capitán y le lanzó un<br />

último ladrido. Pero Capitán había perdido ya su miedo, porque Ella se había desvanecido,<br />

y a la insultante intervención de tiburón sintió su sangre hervir. De un salto se puso de pie,<br />

gruñó, furioso, y se lanzó a toda carrera sobre los alambres.<br />

—¡Capitán! ¿Qué es eso? –gritó don Gaspar.<br />

—Le digo que a su perro le ta pasando algo, amigo –remachó Inés.<br />

ninguno de los hombres observó la terrible y asesina mirada que lanzó tiburón desde<br />

su sitio; sólo Capitán comprendió lo que ella quería decir. Significaba: “Esto lo arreglaremos<br />

hoy mismo”. Capitán contestó volviéndole la espalda, lo cual quería decir: “Para hacerte<br />

huir me basta con el rabo”. Y se dirigió lentamente hacia su rincón habitual, donde su amo<br />

volvió a amarrarlo anudando los dos pedazos de la soga que había reventado poco antes.<br />

a eso de las tres de la tarde, el mismo día sábado, el viejo Gaspar fue en busca de Capitán<br />

para llevarlo al río. Inés le había aconsejado que lo bañara, porque la rabia venía, según<br />

él, del calor que les hacía doler las muelas a los perros. Sujetándolo por la soga, el viejo lo<br />

sacó a la callecita, a esa hora agobiada por el sol. Estaban en un extremo del pueblo, donde<br />

algunos bohíos desvencijados daban albergue a familias que vivían de milagro, cosechando<br />

maíz y batatas en los patios o haciendo trabajitos de tarde en tarde. Capitán, con su pelo<br />

rojizo y sus costillas pronunciadas, caminaba seriamente junto al viejo. Dos o tres perrillos<br />

corrieron a ladrarle, metiéndose entre sus piernas; pero Capitán no les hizo caso. tampoco<br />

don Gaspar parecía atender a la gente ni a los animales; iba erguido, caminando a grandes<br />

pasos, y ya se dirigía hacia la vereda que llevaba al río cuando una tromba de carne y pelos<br />

salió rugiendo de un bohío y se lanzó en dirección suya a toda velocidad. En un instante<br />

Capitán comprendió que tiburón había adelantado la cita.<br />

abusador y perverso como era, tiburón procedió violando todas las reglas del código de<br />

los perros. En vez de atacar a Capitán saltó furiosamente sobre don Gaspar. El viejo quedó<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

tan sorprendido que se enredó los pies, uno con otro. Pero Capitán no perdió la cabeza. Durante<br />

un segundo su ira fue tan grande que apenas pudo mostrarla enseñando los dientes;<br />

pero en el acto calculó qué debía hacer y dando un brinco bien medido clavó sus dientes en<br />

el espinazo de tiburón. Este se dobló, arrugó el hocico, volvió la cabeza y, buscando evadir<br />

aquella tenaza candente se pegó a tierra mientras encima de él, gruñendo de rabia y moviéndose<br />

sin cesar, Capitán buscaba herirlo con las uñas a la vez que lo mordía. La cólera<br />

de Capitán no se saciaba con nada. Soltó por una fracción de segundo, pero fue para coger<br />

un poco más arriba. Se le veía erizado y fuera de sí.<br />

—¡Déjalo ya, Capitán! –ordenó don Gaspar.<br />

Los niños se agruparon en las puertas y los perros del vecindario empezaron a ladrar<br />

de lejos.<br />

—¡Déjalo ya, déjalo ya, Capitán! –insistía el viejo.<br />

Cada vez más colérico, Capitán se negaba a cumplir la orden, cuando un hombrecito<br />

amarillo y flaco salió de su casa corriendo.<br />

—¡Hay que matar a ese condenao! –gritaba muy resuelto–. ¡Hay que matarlo, porque<br />

ya no se puede con él!<br />

—¡Vino a morderme sin que yo le hiciera na! –se quejó don Gaspar.<br />

El hombrecito dijo algo más, entró de nuevo en su bohío y salió armado de machete,<br />

todo en menos de un minuto.<br />

—¡Condenao, te llegó tu hora! –vociferaba.<br />

una mujer gritó que no hiciera tal cosa, pero el hombrecito no la oyó y descargó su machete<br />

dos veces sobre el animal. La brillante sangre de tiburón salió a chorros, esparciéndose<br />

por la calle. Capitán no quería soltar aún.<br />

—¡Capitán, ven, Capitán! –ordenó don Gaspar.<br />

Entonces Capitán, con los dientes descubiertos todavía, reculó con los ojos fijos en su<br />

enemigo, que se debatía en el polvo.<br />

—no te hizo na, perro mío; no te hizo ni un aruñazo –decía el viejo al tiempo que acariciaba<br />

con sus huesudas manos el espinazo del animal.<br />

Pero sí le había hecho. En el calor de la pelea el propio Capitán no se había dado cuenta<br />

de ello; sin embargo, es el caso que en una pierna, hacia la parte de adentro, tiburón le había<br />

clavado los colmillos. Cierto que era una herida apenas visible, sin importancia alguna,<br />

sobre todo si se tenía en cuenta la ferocidad de tiburón.<br />

La gente no quería creer que Capitán había salido casi ileso.<br />

—Era una fiera –explicó el hombrecillo–. Había que matarlo. ¿No se acuerdan de lo del<br />

otro día?<br />

“Lo del otro día” fue un crimen de tiburón, ocurrido dos semanas atrás. tiburón<br />

salía de la casa y por la calle iba al trote un sato blanco que apenas alzaba un pie del<br />

suelo, flaco, jadeante, que debía ir cansado porque llevaba la lengua afuera. Cualquier<br />

perro lo hubiera dejado en paz, pero tiburón era abusador y al verlo se lanzó sobre él,<br />

rugiendo de ira y sin razón para sentirla. El pobre sato aulló de miedo. tiburón le clavó<br />

los colmillos en el pescuezo y lo sacudió en el aire, enloquecido por su instinto criminal.<br />

El perrito quiso defenderse y mordió a tiburón en una oreja. todos vieron esa mordida<br />

y todos vieron cómo eso le pareció a tiburón la peor de las afrentas. En un instante echó<br />

el sato a tierra y allí lo destrozó a dentelladas y desgarraduras. El animalito se alejó<br />

aullando de dolor.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

—Bien muerto ta, sí señor –aseguró una mujer contemplando los restos de tiburón.<br />

Don Gaspar siguió hacia el río mientras los muchachos y algunas personas mayores<br />

seguían haciendo comentarios. Capitán se refrescó con el agua y parecía no tener memoria<br />

de lo que había pasado poco antes.<br />

amaneció un domingo radioso sobre el barrio. Inés se asomó por la cerca, bastante<br />

temprano, y estuvo hablando con don Gaspar sobre el incidente del día anterior.<br />

—Por lo que vi, si tato no mata a su perro lo hubiera matao Capitán –dijo.<br />

Los dos viejos volvieron los ojos hacia el animal. Echado en su rincón, bajo dos yaguas<br />

viejas, Capitán parecía atender lo que se hablaba. Con el pescuezo y la cabeza pegados a la<br />

tierra, miraba fijamente a los dos viejos.<br />

—Jum… Capitán usa poco juego –comentó don Gaspar.<br />

—Por eso me extrañó el lloro de anoche –explicó Inés.<br />

al oír referencias a aquello, Capitán cerró los ojos; pero los abrió a seguidas para ver<br />

cómo iba don Gaspar. Estaba parado, agarrado al alambre, y se veía flaco, con los pómulos<br />

muy pronunciados, la piel quemada, las manos huesudas. “no parece enfermo”, se dijo seriamente<br />

el perro, al tiempo que acomodaba la cabeza entre las piernas para dormitar. otra<br />

vez, de golpe, levantó el hocico. “no parece enfermo, pero Ella vino a buscarlo”.<br />

—tal vé taba llorando la muerte de tiburón –explicó don Gaspar.<br />

—Yo no sé qué lloraba, pero lo que sí le digo es que algo vido. Los perros asuntan cosas<br />

que los cristianos ni an se imaginan, compadre –aseguró muy serio Inés; y después se puso<br />

a contar una historia de un perro que tenía cierto amigo suyo. Cuando acabó, invitó:<br />

—Fíjese si esta noche llora. Yo por mi parte taré atento.<br />

Diciendo “adiós” se fue Inés a través del patio de su bohío, y el sol comenzó a correr<br />

arriba. Llegó la tarde, cayó la noche y Capitán no aulló; pero tampoco aulló el lunes, ni el<br />

martes, ni en toda la semana.<br />

—¿Ve, compadre, que lo que lloraba era la muerte de Tiburón? –afirmaba riendo don Gaspar.<br />

—Pa mí era eso –comentaba Inés, mientras miraba con seriedad al perro y fumaba su<br />

cachimbo a grandes bocanadas.<br />

Los viejos parecían muy contentos de que las cosas resultaran así, pero Capitán no<br />

compartía su optimismo. “Ella vino; yo la vi venir”, se decía a menudo. Ella había ido, y<br />

todo perro sabe que Ella jamás visita un hogar en vano. Capitán estaba seguro de que una<br />

de esas noches la vería entrar de nuevo.<br />

Pero todavía pasó una semana más, y aun otra y algunos días, hasta llegar a la tarde del<br />

miércoles 22. Capitán se había levantado ese día ligeramente triste y después estuvo inquieto.<br />

Sentía necesidad de arañar las viejas yaguas, de moverse, de levantarse y acostarse. algo le<br />

molestaba. La parecía que hacía más calor que de ordinario, sobre todo dentro de su cuerpo,<br />

y acezaba largamente, con su roja lengua caída por entre los dientes. En la pata derecha,<br />

hacia la parte de adentro, algo le producía escozor, y se lamía y mordía el sitio, justamente<br />

el lugar donde aquel sábado día 4 había clavado sus colmillos tiburón. Los olores que le<br />

traía el aire eran secos e irritantes. Ya en la tarde, mientras olfateaba pedazos de madera, vio<br />

a don Gaspar cruzar el patio. Fue en ese momento cuando sucedió aquello.<br />

tal vez porque no veía bien, el viejo no se dio cuenta de que iba a pisar un aro de barrica;<br />

lo pisó y el aro saltó, pegó en las piernas del viejo y éste perdió el equilibrio. Capitán lo vio<br />

caer de bruces y vio cómo su mano izquierda dio contra un casco de botella. En el acto saltó<br />

la sangre, y Capitán, asustado, comenzó a ladrar.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¡Juau, juau, juau! –exclamaba.<br />

Pero el viejo don Gaspar no hizo mayor caso al incidente y ni siquiera notó la herida<br />

en el acto. Se puso de pie, siguió caminando, y el perro siguió observándole y ladrando. al<br />

notar que le salía sangre de la mano, don Gaspar sólo comentó:<br />

—Qué cosa, una herida.<br />

—¡Juau, juau! –insistía el perro.<br />

—Eso no es na, Capitán –aseguró el viejo; y cuando llegó a su lado extendió la mano, la<br />

puso bajo el hocico de Capitán y dejó que éste lamiera.<br />

—Pa que se pierda mi sangre, mejor te la comes tú –decía el viejo sonriendo.<br />

Capitán lamió, agradecido de ese gesto de confianza, pero a poco se sintió molesto, sin<br />

que supiera debido a qué, y se echó en un rincón, mirando a su amo con gravedad. al rato<br />

el viejo se fue, y nada más pasó ese día.<br />

al día siguiente sí pasó algo. Serían las nueve de la mañana cuando unas moscas<br />

transparentes empezaron a volar ante los ojos del perro. Capitán estuvo observándolas un<br />

momento; de súbito sintió una ira loca y se lanzó sobre ellas, pero las moscas desaparecieron<br />

sin que él las viera irse a parte alguna. Capitán quedó sorprendido y caviloso. Haciendo un<br />

esfuerzo, se mantuvo inmóvil y en acecho, porque las moscas debían volver; pero entonces<br />

sucedió algo increíble: tiburón estaba allí, frente a él, erizado y mostrándole los dientes.<br />

Es difícil de explicar lo que sintió Capitán. un fuego de llama ardió de golpe en sus venas.<br />

Jamás había tenido tanta ira. Se lanzó en un brinco sobre aquel odiado enemigo y cerró su<br />

boca en el pescuezo de tiburón, pero los colmillos golpearon en el vacío. allí donde segundos<br />

antes estaba su enemigo, no había nada más que aire. Capitán ladró, lleno de cólera, y<br />

notó que su voz no era igual a la de antes; y entonces, sin saber por qué, lloró con un corto,<br />

pero escalofriante aullido muy agudo. De súbito, aterrorizado, Capitán perdió la cabeza, y a<br />

seguidas volvió a sentir ira. Le acometió una violenta necesidad de correr, y aunque trató de<br />

hacerlo no podía porque la soga no lo dejaba libre. En menos de un minuto se sintió cansado<br />

y comenzó a castigarle un súbito deseo de tomar agua, mucha agua.<br />

Media hora después toda la voluntad de Capitán estaba fija en una sola cosa: entrar en<br />

el bohío de don Gaspar y meter la cabeza en la pequeña tinaja del viejo hasta dejarla vacía.<br />

toda su ambición era beber, calmar con agua el fuego que tenía en la garganta. Después de<br />

haber tirado de la soga hasta rendirse, sólo tenía ojos para ver la puerta por la que acaso<br />

saliera don Gaspar a llevarle agua.<br />

Pero don Gaspar no salía y Capitán, que necesitaba calmar ese ardor, empezó a comer<br />

yagua. Cerca había una tusa de maíz. Pensó que su cuerpo áspero le rascaría la garganta,<br />

y se la comió; después encontró un pedazo de madera podrida y se lo engulló en el acto. a<br />

esa hora se levantaba una tenue brisa y Capitán pensó que si la brisa le llevaba un papel que<br />

había en medio del patio, o siquiera hojas secas, el papel y las hojas le ayudarían a calmarle<br />

aquel ardor.<br />

Como si hubiera decidido complacerle, la brisa metió bajo el papel sus impalpables<br />

dedos, lo alzó, lo meció, lo arrastró. Con la lengua seca y colgante, los ojos hundidos adornados<br />

por un brillo metálico, lleno de avidez, Capitán esperó. Cada movimiento del papel<br />

le hería los nervios. Lentamente, rasando el suelo, el papel se acercó, y de pronto la mano<br />

invisible de la brisa lo sacudió alejándolo. Capitán sintió ira. otra vez vio al condenado papel<br />

acercarse y otra vez se alejó en un esguince burlón. Capitán se levantó y anduvo tanto<br />

como se lo permitía la soga. notó que no le era fácil caminar. Se hallaba liviano y tenía la<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

sensación de andar por el aire; además, su paso era vacilante. Quiso batir el rabo, sin causa<br />

que lo justificara, y de golpe sintió en el tronco de la cola un dolor agudo, y algo indefinible,<br />

parecido a una fuerte sacudida, le recorrió todo el espinazo hasta la misma cabeza. Cayó<br />

sentado y empezó a acezar. Inesperadamente le ardió de nuevo la pata en el sitio donde lo<br />

había mordido tiburón. Lo que sentía allí era una brasa encendida. Desesperado, empezó<br />

a morderse y a lamerse; y a poco sintió que ya no podía abrir la boca y que unos puntos de<br />

fuego le herían el anca derecha, haciéndola temblar y endureciéndosela al mismo tiempo.<br />

¿Qué diablos le estaba pasando? ¿Y don Gaspar, y el viejo Inés; dónde estaban? Los<br />

tonos pardos de los bohíos empezaban a confundirse con los del cielo. Y en ese momento<br />

volvió a suceder aquello: En medio de las sombras nacientes, temblando, traslúcido, con<br />

las formas oscilantes, surgió tiburón; miraba con sus odiosos ojos pesados y caminaba<br />

lentamente hacia Capitán.<br />

—¡ah, maldito, ahora verás! –dijo éste.<br />

Pero al ir a saltar, gruñendo de ira, notó con asombro que tiburón se deshacía en el oscuro<br />

aire. ahogándose de cólera y asombrado a la vez, Capitán cayó sentado. a seguidas notó que<br />

apenas podía respirar. Se asfixiaba, ¡se asfixiaba! ¡Oh, si en ese momento hubiera salido don<br />

Gaspar! La presencia de su amo le hubiera ayudado a vencer esa obstinada pesadez del aire<br />

que lo ahogaba. Doblado como un arco, Capitán quiso respirar por la boca; pero su lengua<br />

ardía, ardía su paladar, y el solo contacto del aire le hacía sufrir y le daba cólera.<br />

Con los ojos agrandados por el desconcierto y no queriendo rendirse, el perro se esforzaba<br />

en usar la última gota de oxígeno que tuviera en el fondo de los pulmones. El vientre<br />

se le movía a saltos, como una vejiga que se infla y se desinfla rítmicamente. Pasado un rato<br />

comprendió que cada vez perdía más movilidad en la boca, que apenas podía sentir ya otra<br />

cosa que un progresivo endurecimiento en la quijada.<br />

Cayó la noche del todo. Por alguna causa baladí, los perros del vecindario empezaron<br />

a ladrar alborotando el barrio.<br />

Capitán quiso sentarse, pero no pudo; y entonces sintió miedo, un miedo único, que<br />

enfrió su sangre; un miedo que no había sentido ni siquiera cuando Ella estuvo mirándole.<br />

En ese momento –pequeño instante de lucidez– Capitán quiso ver hacia el callejón y vio la<br />

sombra. En el acto la reconoció. un calor cosquilleante le recorrió la piel; sus rojizos pelos se<br />

pararon; el espinazo se le alzó como un arco. ¡allá estaba Ella misma, riendo con sus largos<br />

dientes descarnados!<br />

—¿no te lo avisé? –dijo con una voz llena de sarcasmo, una voz que nadie podía escuchar,<br />

porque excepto los perros, nadie la oye.<br />

—¡Maldita! –rugió Capitán–. ¡Vienes a buscarlo, yo lo sé; vienes a buscarlo maldita!<br />

Entonces Ella lanzó una carcajada larga y seca que enloqueció de pavor a Capitán; la<br />

lanzó y salió corriendo, con su transparente manto gris batido por el aire, con sus huesos<br />

pelados y blancos, con los brazos y las costillas sonando lúgubremente. Capitán hubiera<br />

querido gritarle a don Gaspar que Ella iba a meterse en el bohío, pero no podía.<br />

Durante un segundo, al tremendo miedo siguió la ira, una ira que le hizo ver fuego en<br />

torno suyo. Quiso ladrar, pero de su garganta no salió sino un ronquido seco. Loco, frenético,<br />

saltó; rascó el aire con las patas, se sacudió, fuera de sí; y entonces, de golpe, cayó al suelo,<br />

como fulminado por un rayo. todavía pataleó algo, pero comprendió que todo esfuerzo era<br />

inútil porque el frío de la muerte endurecía ya sus músculos. Expandió el pecho una vez<br />

más, sólo una vez más; y todo desapareció súbitamente.<br />

565


Don Gaspar estaba en su catre, mirando hacia las yaguas del techo que dejaban caer trizas<br />

negras. no sospechó nada. La puerta del patio se abrió y tornó a cerrarse. El viejo sintió que<br />

por allí se había colado un frío diferente a todos los fríos. Pero él era hombre y no podía ver<br />

que Ella había llegado ni pudo oír el ruido de sus huesos secos cuando Ella tomó asiento en<br />

un pequeño banco de madera que estaba a los pies del catre. no pudo darse cuenta porque<br />

sólo los perros tienen ojos para verla y oídos para oírla.<br />

Claro que don Gaspar llegaría a saberlo, pero sería al día siguiente, cuando el viejo Inés<br />

entró como a las nueve de la mañana para decir, con acento de preocupación:<br />

—¿no ve? ¿no le dije que algo raro le pasaba a su perro? tiburón tenía la rabia. aquel<br />

perrito blanco que tiburón maltrató era de mi comadre Luisa, y ella me dijo que murió con<br />

la peste.<br />

Don Gaspar alzó los ojos y miró fijamente a Inés.<br />

—usté ta equivocao –dijo; y la voz le temblaba.<br />

—Capitán no ladró anoche, compadre; vamo a verlo –respondió Inés.<br />

Inés corría, pero don Gaspar iba cruzando el patio despacio, y cada vez que avanzaba<br />

un paso sentía un frío de hielo ascendiendo por su sangre.<br />

—¿ta muerto, muerto de la rabia! –gritó Inés, con ojos despavoridos.<br />

—¡no! –gimió don Gaspar, con voz ronca, el pescuezo rígido, el cuerpo endurecido.<br />

—¿Pero qué le pasa, amigo? –preguntó asustado Inés.<br />

Entonces vio la mano herida que le enseñaba Gaspar; la vio y comprendió.<br />

—¡Me lambió la cortá ayer! –gritó don Gaspar; y se veía tieso, como un muñeco de<br />

madera plantado en el patio.<br />

Lleno de terror, aullando de miedo, Inés huía por el callejón y a lo lejos se oía su voz:<br />

—¡Don Gaspar tiene la rabia; don Gaspar tiene la rabia!<br />

Desde la puerta del bohío, Ella había visto toda la escena con sus ojos vacíos; después<br />

entró, se sentó de nuevo al pie del catre y no se movió más de allí hasta dos meses después,<br />

cuando sacaron al viejo en un tosco ataúd.<br />

Pero Capitán no supo que Ella había alcanzado su propósito, porque ya él estaba bien<br />

podrido, una vara bajo tierra, en la misma esquina del patio donde había vivido amarrado<br />

más de cuatro años.<br />

Lo últimos monstruos<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Del gran cataclismo escaparon sólo tres hombres, dos mujeres y cinco niños. todos eran<br />

desconocidos entre sí. Subieron angustiados las laderas de las montañas mientras masas de<br />

tierra y de piedras, con árboles y seres vivos, caían formando un estrépito infernal. En la<br />

inmensa hoya donde caían esos pedazos del mundo, entraba en olas negras el mar; entraba<br />

rugiendo, hirviendo, batiéndose con furia salvaje contra las masas de tierra que caían.<br />

Locos de pavor, los fugitivos huían agarrándose a las raíces. a sus pies se deshacía el<br />

suelo. Caminaron en la oscuridad, sin descanso, sin tregua. uno de los niños, cayó en un<br />

derrisco. Debió deshacerse allá abajo, demasiado hondo porque ni siquiera se oyó el golpe.<br />

no importaba. uno de los hombres volvió la cara, y nada más.<br />

El mundo se mantenía en tinieblas. Estallaban ruidos subterráneos. Los fugitivos se<br />

miraban y hacían muecas con los rostros. De rato en rato, alguno emitía un grito torpe y<br />

señalaba hacia el centro de la tierra. al cabo de un tiempo interminable empezaron a dejar<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

de oírse los ruidos y los nueve supervivientes se hallaron en una cordillera helada. Cerca de<br />

ellos se movían luces extrañas. una de las mujeres fue a ver de qué se trataba y al apartarse<br />

del grupo la oyeron gritar salvajemente. El más viejo de los hombres salió hacia el lugar del<br />

grito. Se supo que luchaba porque se oía un estertor. agobiados de cansancio, los demás se<br />

habían echado en el suelo. al cabo de rato el hombre volvió arrastrándose y llevaba con él<br />

una bestia grande, peluda, jamás vista por los que formaban el grupo. Con sus ojos hechos<br />

a la oscuridad vieron que el hombre sangraba y perdía fuerzas; después agonizó trabajosamente,<br />

pero nadie le hizo caso porque los restantes se lanzaron sobre la bestia. uno de los<br />

hombres sacó una piedra afilada que llevaba en una tira de cuero amarrada a la cintura, y<br />

con ella empezó a cortar la piel. Los demás chillaron en señal de que entendían: hacía frío y<br />

era necesario algo con que cubrirse, y nada mejor que esa piel; después todos se abalanzaron<br />

sobre la carne y cada uno arrancó un pedazo con uñas y dientes. Durmieron allí, y ya eran<br />

sólo siete; dos hombres, una mujer y cuatro niños.<br />

al cabo de un tiempo empezó a esparcirse por el sitio una luz vaga, incolora y fantasmal.<br />

A esa claridad recortada contra el cielo, podían verse mejor las figuras. Los hombres eran<br />

bajitos, anchos, de espaldas grandes, de frentes cortas, ojillos inquietos, quijadas sobresalientes<br />

y pelo duro y abundante; sus narices eran dos hoyos en mitad de la cara y sus bocas<br />

hendiduras por las que se veían dientes grandes y blancos. no hablaban, sino que emitían<br />

gruñidos, rugidos y algunos sonidos guturales. tenían las piernas torcidas, los brazos largos<br />

y las manos enormes; caminaban balanceándose y sólo llevaban cinturones de cuero en las<br />

cinturas. El que parecía de más edad despertó a la hembra clavándole las uñas en el cuello.<br />

La hembra tenía el pelo largo, pero no se le veían vellos en la cara. apenas había espacio<br />

entre su pelo y sus cejas y también tenía la boca grande; sus ojos eran de expresión torpe.<br />

Señalando las laderas de las montañas, el hombre pareció indicar que era forzoso seguir. La<br />

hembra se levantó y sacudió a los pequeños.<br />

anduvieron bajo aquella luz fantasmal y debieron caminar una distancia muy larga<br />

porque llegaron a un lugar donde había un sitio pelado, granítico, que en nada se parecía a<br />

la montaña y que debía ser ya la llanura. allí rugieron los dos hombres y mientras la hembra<br />

y los pequeños se sentaban se fueron ellos a unos pilares de roca y arrancaron dos pedazos;<br />

después se pusieron a batirlos con piedras más pequeñas. Estaban haciendo dos mazas para<br />

tener con qué hacerles frente a los enemigos que les salieran en el camino.<br />

En toda la tierra, llena de montañas peladas, de selvas abrumadoras, de volcanes, torrentes<br />

y grandes pantanos hirvientes, no había ya más seres humanos que ésos. Habían vivido<br />

hacia abajo, donde el clima benigno y la extinción de las fieras les había permitido salir de<br />

las cuevas, fabricar habitaciones en los cerros, usar el fuego, hacer armas y útiles de trabajo<br />

y empezar a organizarse en grupos. Pero de súbito se sacudió el eje del globo y se hundió<br />

una extensión enorme y las cordilleras se derrumbaron y entró el mar. Hombres, fieras,<br />

árboles, piedras: todo cayo abajo, bien abajo, mientras del fondo de aquel hoyo gigantesco<br />

se elevaba un humo denso y salían ruidos aterradores. Sólo pudieron salvarse aquellos que<br />

escalaron a tiempo las montañas, y de ellos nada más quedaban, al cabo de largo andar, esos<br />

dos machos, la hembra y los cuatro niños.<br />

Los hombres terminaron sus mazas y las dejaron llenas de asperezas para que fueran<br />

más útiles. uno de ellos labró también hachas pequeñas para armarlas cuando encontraran<br />

árboles. Después de terminar el trabajo se durmieron y al despertar indicaron a gruñidos<br />

que era tiempo de seguir.<br />

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Después de mucho andar llegaron a la zona de los bosques. Árboles altísimos, helechos<br />

de grandes ramas por las que andaban lagartos extraños, lianas de hojas gigantes, flores de<br />

olores penetrantes, ríos torrentosos; todo eso vieron, asombrados, a la confusa luz. Estaban<br />

en medio de selvas nutridas para cruzar las cuales debían ir los dos hombres haciendo camino<br />

con las mazas. Con el pelo sobre los ojos, ellos, las hembras y los pequeños acechaban<br />

por todos lados la selva, temerosos de que surgiera a su lado algún animal desconocido que<br />

pudiera atacarlos. Comían reptiles y hojas. Durmieron varias veces en aquella marcha, y al fin<br />

llegaron a un sitio que parecía reunir condiciones para establecerse. Buscando sin cesar, los<br />

hombres hallaron una cueva amplia que estaba en la falda de una colina. Al tomar el flanco<br />

del cerro surgió de pronto a su vista un pantano enorme, de aguas fangosas que hervían<br />

continuamente. allí, en la orilla, se detuvieron. uno de los hombres, el más viejo, metió la<br />

mano en aquel fango cálido, y de pronto asomó a su lado la cabeza de un animal que ellos<br />

nunca habían visto. El animal abrió la boca, y cuando el hombre quiso huir lanzó un coletazo<br />

que destrozó el cuerpo del intruso. aterrorizados, los demás huyeron; iban huyendo cuando<br />

sintieron un chapoteo a sus espaldas, y cuando el último de los hombres volvió la cara alcanzó<br />

a ver que el animal atrapaba a uno de los niños. Se oyó un grito agudo y angustioso,<br />

y el chapoteo de nuevo. al llegar a la entrada de la puerta el macho empujo a la mujer y a<br />

los niños y cayó de bruces, falto de aire. tardó en levantarse, y cuando lo hizo se asomó con<br />

cautela a la hendidura, bajó con movimientos cuidadosos, aplicó sus fuerzas a una gran<br />

piedra y fue empujándola hacia arriba hasta que tapó con ella la boca de la cueva.<br />

temblando de miedo, los niños yacían amontonados en el fondo y la mujer golpeaba<br />

dos pedernales para hacer fuego. al hacerse la llama, la mujer miró al macho, y éste tenía la<br />

mirada brillante bajo los pelos que le caían de la cabeza y hasta los dientes le refulgían. Ella<br />

esperó el asalto, pero cuando él iba a acercársele sonó afuera un bramido largo y potente<br />

que hizo temblar la piedra que el hombre acababa de colocar en la boca de la cueva. El macho<br />

giró violentamente y empujando la piedra quiso ver qué sucedía. Lo que vio debió ser<br />

grandioso porque se arrastró hasta la mujer, la tomó con fuerza de un brazo y la llevó a la<br />

boca de la cueva.<br />

Del fondo del pantano había salido un monstruo cuya cabeza aplastada llegaba a lo más<br />

alto de los árboles más altos. La luz se había vuelto amarillenta y a esa luz brillaban los ojos<br />

de la bestia, grandes y siniestros. tenía el pescuezo cubierto con escamas que despedían<br />

reflejos, batió la cola y el hombre y la mujer vieron caer docenas de árboles que se derrumbaban<br />

como si los hubiera tronchado una fuerza descomunal. Se hizo un claro en el bosque<br />

e infinidad de aves extrañas escaparon graznando. El monstruo volvió la cabeza a todos<br />

lados, como oliendo, y lanzó de nuevo su bramido, un bramido tan potente que sacudió<br />

los cogollos de los árboles y removió la piedra de la boca de la cueva. El hombre y la mujer<br />

se miraron entre sí y gruñeron de miedo. El macho clavó sus uñas en el brazo de la mujer<br />

y apretó los dientes. Estaba de rodillas, con una mano en la maza; sentía terror, pero estaba<br />

listo a lo que sobreviniera. tal vez aquella bestia gigantesca andaba persiguiéndoles, y si se<br />

acercaba a la cueva, él lucharía, aunque no sabía cómo habría de hacerlo.<br />

Pero de pronto se oyó un chillido, tan hondo y tan escalofriante como el bramido de<br />

la bestia, y a seguidas golpes secos, como de árboles o de piedras que chocaban. La mujer<br />

volvió a mirar al macho y éste le apretó más el brazo. Súbitamente, la gran fiera que había<br />

salido del pantano sacudió el pescuezo y se echó hacia atrás, y a seguidas la pareja humana<br />

vio aparecer un pico de tamaño increíble que despedía brillo al toque de la luz. El pico se<br />

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abrió y se cerró, produciendo el mismo ruido que acababan de oír, y de él salió de nuevo<br />

aquel chillido; tras el pico se vio un cuerpo que tenía de ave y de reptil, un cuerpo que se<br />

arrastraba por entre los árboles caídos y tenía dos alas cortas y duras.<br />

Los dos monstruos quedaron cerca, el uno frente al otro, ambos meciendo las cabezas.<br />

Millares de pájaros revoloteaban y graznaban alrededor de ellos. Del pantano empezó a elevarse<br />

un humo fétido y se oía bullir el hirviente lodo. a la espalda del hombre y de la mujer<br />

se sentía el ronquido de los pequeños que dormían; el fuego iba apagándose y el corazón<br />

de la mujer golpeaba bajo su seno.<br />

De súbito la bestia que había aparecido en último lugar, la enorme bestia de pico, se alzó<br />

sobre su cola, batió las alas y se lanzó sobre la otra. Esta la eludió con un esguince del cuello,<br />

pero debió recibir algún daño porque su bramido, más hondo y más espeluznante, tuvo un<br />

tono doloroso. a seguidas levantó la cola y hendió el aire. Se veía la sombra agitarse.<br />

así empezó la descomunal batalla. Mordiéndose, arrastrándose, chillando y bramando, cambiando<br />

golpes que retumbaban en la cueva, los dos monstruos luchaban. al golpe de las colas,<br />

los árboles caían tronchados y sus chasquidos sonaban dolientes. La luz se fue haciendo más<br />

clara y ya era un resplandor amarillento que se colaba a través de nubes pesadas y oscuras.<br />

Los combatientes llegaron al pie del cerro. Estimulado por su instinto de pelea, el hombre<br />

empujaba la piedra que tapaba la boca de la cueva porque así podía ver mejor, y a través de<br />

los árboles que caían trataba de mirar hacia abajo. Más y más asombrado cada vez, contemplaba<br />

cómo se prolongaba la fantástica lucha y a los penetrantes chillidos de la bestia alada<br />

oía responder los bramidos llenos de ira de la otra.<br />

El tiempo empezó a hacerse largo. Mordiéndose, pegándose coletazos, desgarrándose<br />

con las patas, alzándose hasta el mismo cielo con los pescuezos envueltos entre sí, los dos<br />

monstruos rodaban y se levantaban, moliendo la tierra y los troncos por donde pasaban.<br />

La mujer estaba cansada, fría, agotada, y gemía. Con su maza en la mano, el hombre trató<br />

de salir a gatas porque el humo que salía del pantano no le permitía ver, y él quería ver.<br />

aquella gran batalla parecía no terminar jamás. tan pronto se oía caer y rebotar hacia<br />

la orilla del pantano como volver al pie del cerro. La brisa que rompía ramas en el bosque<br />

y las aves que graznaban formaban el fondo de la lucha.<br />

El hombre salió y la mujer le vio descender con cautela, pero a poco volvió, sin duda<br />

porque las bestias se acercaban; entró con los ojillos inquietos, como de animal perseguido.<br />

Ya apenas quedaban brasas encendidas. El hombre y la mujer estuvieron así tanto tiempo que<br />

parecían acostumbrados ya a aquel estrépito que conmovía el lugar. Se hallaban cansados,<br />

hostigados, con los cuerpos doloridos de tanta tensión.<br />

En eso se oyó un chillido que fue como una larga queja, un chillido que fue debilitándose<br />

poco a poco y haciéndose poco a poco lejano; y conmovía oírlo porque era como un canto<br />

fúnebre, una bestial elegía fúnebre. Después, el monstruo que había salido del agua lanzó<br />

un bramido apagado y doloroso como el chillido, alzó el pescuezo, meció la cabeza en la<br />

altura y la dejó caer. El golpe se oyó retumbando entre los árboles.<br />

El hombre se pegó a la tierra y puso toda su atención en escuchar. Estaba nervioso, con los<br />

ojos fijos, los pelos revueltos. Alguna vez se oía un movimiento que daba idea de un estertor<br />

mortal. Los graznidos de las aves iban apagándose y a ratos sonaba el chasquido de un árbol.<br />

al cabo de larga espera empezó a dejarse ver de nuevo la luz amarillenta y después fue<br />

haciéndose gris y blancuzca hasta que se hizo una claridad que recordaba la de las tierras<br />

hundidas. La calma parecía haber renacido con esa luz. El hombre y la mujer siguieron<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

esperando sin moverse, y esperaron tanto que los niños despertaron y gruñeron, acaso de<br />

hambre. Entonces el macho empujó la piedra, tomó la maza y salió.<br />

abajo estaba el bosque deshecho. Dos montones de carne, informes y gigantescos, se<br />

veían junto al pantano. Eran tan grandes que hubiera dado trabajo subir a ellos. El hombre<br />

fue acercándose con cautela. Las bestias no se movían. Entrelazados y revueltos con las<br />

lianas, los árboles caídos tenían las hojas batidas por la brisa. El hombre anduvo a gatas, sin<br />

soltar la maza, y se acercó tanto a los monstruos que podía ver los enormes desgarrones que<br />

se habían hecho en la pelea. El hombre tomó una piedra y la tiró. La piedra cayó sobre una<br />

de las bestias y ésta no se movió. El hombre se arrastró más. Poco a poco fue levantando la<br />

mano, hasta tocar las escamas de uno de los animales. Estaba frío y muerto. ¡Muerto!<br />

El hombre no dudó más; se puso de pie y corrió. Saltando sobre los árboles caídos, fue<br />

dando la vuelta alrededor de aquellas masas de carne y a medida que comprobaba que ya<br />

no vivían su cara se iluminaba con una alegría salvaje, daba gruñidos, saltaba y manoteaba<br />

y pegaba con la maza en los cuerpos muertos. Al fin se cansó y decidió irse; pero de súbito<br />

se volvió, sacó la piedra afilada que llevaba al cinto y empezó a cortar aquella carne blanca,<br />

repelente. Cortó un pedazo enorme y con él a la espalda comenzó a subir por el cerro mientras<br />

la luz iba haciéndose más fuerte. Quiso trepar el cerro corriendo, tanta era su alegría, y<br />

llegó a la boca de la cueva cansado. Entonces dejó caer la carne, entró dando gritos y tiró de<br />

la mujer, casi arrastrándola, clavando en su brazo las fuertes uñas. Desde la boca de la cueva<br />

señaló hacia abajo y emitió unos sonidos guturales que sonaban alegres. La hembra miró y<br />

saltó también, pegando con una mano sobre la otra. a seguidas el macho cogió a la hembra<br />

por la cintura y la apretó hasta hacer crujir sus huesos; y entonces, mientras la luz esplendía<br />

y llenaba todo aquel extraño paisaje, él, con un brazo extendido hacia los monstruos, gritó<br />

con un grito bárbaro y jubiloso que flotó largamente en el aire.<br />

traducido al lenguaje que usamos hoy, aquel grito quería decir:<br />

“Han muerto los últimos monstruos que nos amenazaban; se han acabado luchando entre<br />

sí. ahora nos queda la eternidad por delante para poblar el globo con nuestra descendencia<br />

e iniciar una gran época en la que los hombres sean felices”.<br />

Después de esto, el hombre bajó a buscar piedras para fabricar con ellas una vivienda<br />

que estuviera a la luz, porque ya no era necesario seguir escondiéndose en cuevas.<br />

La muerte no se equivoca dos veces<br />

al ingeniero le molestó el tono que usaba el cabo para interrogarle, pues aunque dijera<br />

cosas que el cabo no podía comprender –y que el propio ingeniero no podía explicar–, mal<br />

que bien él era persona conocida en la zona, y más conocidos todavía eran Manuel Sierra y<br />

angel Pascual, que daban fe de su conducta. Las miradas cortantes, las preguntas capciosas,<br />

los gestos altaneros y las rápidas sonrisitas del cabo iban llenándole de cólera; y esa cólera<br />

llegó al colmo cuando comprendió que el cabo estaba tratando de conjeturar –aunque no<br />

lo dijera– la existencia de algún plan criminal entre él y Pantaleón González. ¡Señor, pero si<br />

Pantaleón González era un alma de Dios, y no había en toda la región quien lo dudara! Vivía<br />

junto a la boca del río, del lado oeste, en una choza destartalada que ese año había construido<br />

con ramas de palma; y si el ingeniero lo ponía por testigo de sus asertos era porque sólo él<br />

estaba en la playa el desventurado amanecer en que se presentó aquel hombre a contar su<br />

caso y a pedir ayuda.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

El ingeniero había pasado la noche anterior en Hershey, velando a la hija de Manuel<br />

Sierra. todos los que estaban allí esperaban lo peor, y como sucediera que a eso de las dos<br />

de la mañana el tiempo comenzara a ponerse bastante pesado, se habló de que sin duda iba<br />

a presentarse un norte de los que a menudo soliviantan el mar de la isla y lo lanzan sobre<br />

las escarpas y las playas con ímpetu salvaje. tales vientos son frecuentes desde octubre hasta<br />

febrero, y a veces desde septiembre hasta marzo. ahora bien, es precisamente entonces,<br />

cuando la playa se queda sola y ni una sombra humana transita por ella, cuando al ingeniero<br />

le gusta el lugar. El sitio se llama Jibacoa; estará a cinco, tal vez a seis kilómetros de Santa<br />

Cruz del norte, por la línea de la costa, y tal vez a doce del Central Hershey. En Santa Cruz<br />

vive su amigo angel Pascual y en Hershey, Manuel Sierra. Excepto la pequeña rada de<br />

Santa Cruz, por allí no hay abrigo para barcos pesqueros. El río que desemboca al costado<br />

izquierdo de la misma playa de Jibacoa tiene la boca ciega, debido a que el mar acumula<br />

allí arena. Por todas esas razones pensó que si se presentaba un nortazo su pequeño barco<br />

iba a correr peligro en Jibacoa; así pues decidió irse y llevarlo hasta la rada de Santa Cruz<br />

para amarrarlo en el muellecito que tiene allí angel Pascual. a esa hora no había ni en casa<br />

de Manuel Sierra ni en todo el central nadie que pudiera llevarle en automóvil; de manera<br />

que resolvió irse a pie.<br />

La hija de Manuel estaba de muerte. Podía vivir algunas horas más, pero era difícil que<br />

pasara del mediodía siguiente. Eso estaba a la vista. un pesado silencio gravitaba sobre<br />

los amigos que se habían quedado a velar esa noche. Sentado junto a la cabecera de la muchacha,<br />

el padre tenía las manos caídas entre las piernas, estrujándoselas una con otra; se<br />

veía demacrado, casi verde, tumbada la cabeza, filosos los rasgos. Daba dolor verlo así, a<br />

él, hombre tan afectuoso y dicharachero. tendida en la cama, la joven respiraba lentamente,<br />

todo el rostro socavado por la traslúcida palidez que en los enfermos graves anuncia<br />

la proximidad del final. Tendría dieciocho, tal vez diecinueve años, y poco antes había<br />

sido de una belleza impresionante, pues siendo rubia, de piel muy blanca, de ojos garzos,<br />

tenía la gracia y la dulzura de la mujer del país; una gracia que comunicaba cierto hechizo<br />

singular a cada movimiento suyo, ya al caminar, ya al saludar, ya al bailar, y una dulzura<br />

que iluminaba su rostro con resplandores de ternura cuando hablaba o cuando sonreía.<br />

Verdaderamente, causaba dolor pensar que tal muchacha iba a morir pronto. Para no hacer<br />

patente ese sentimiento, el ingeniero no quiso despedirse de nadie. Salió quedamente, poco<br />

a poco, y se fue hacia Jibacoa.<br />

Serían las dos y media cuando abandonó la casa de Manuel Sierra y casi las cuatro<br />

cuando los perros del poblado de Jibacoa comenzaron a ladrar en hilera, al eco de sus pasos.<br />

La fuerte brisa del norte iba engrosando, haciéndose más pastosa por momentos. tuvo que<br />

apretar duro para no llegar tarde a la playa. La playa es un lugar indescriptible, y el ingeniero<br />

estaba seguro de que Dios ensayó varias veces, por otros rincones del mundo, antes de<br />

resolverse a crear algo tan sorprendente. Es un paisaje minúsculo y, sin embargo, de belleza<br />

total y perfecta. Desde más allá de Santa Cruz, que queda al oeste, corre junto a la orilla del<br />

mar una loma pétrea, y esa loma queda abruptamente cortada por el río. ahí, a la orilla del<br />

río, comienza la playa, primero, en un tramo de acaso trescientos metros, de norte a sur, y<br />

después, inclinándose ligeramente hacia el norte de nuevo, en el largo de casi un kilómetro,<br />

se dirige de oeste a este. ahora bien, el lecho del río debió ser en otros tiempos de casi medio<br />

kilómetro, pues pasada esa distancia, en dirección hacia el este, torna a levantarse, casi abruptamente<br />

también, la misma loma de piedras que con el auxilio de los siglos fue cortada por la<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

vena de agua. Y desde el empinado firme que reempieza a la derecha del lugar se domina<br />

a la luz del amanecer o al sol de los atardeceres un panorama sin igual. allá abajo, entre el<br />

paredón y el mar, la playa se estrecha, sombreada por uvas de caleta; al lado opuesto del río,<br />

hacia Santa Cruz, la erosión dejó en pie unos pedregones gigantes, llamados El Fraile. El río<br />

Ciego apenas corre, y brilla enrojecido, como un cristal fino al resplandor del crepúsculo,<br />

como brilla, agitándose, hasta perderse en el infinito, el vasto mar del Golfo. Ochenta o cien<br />

casas, totalmente deshabitadas por esos días, todas hermosas, fuertes, de piedras, ocupan<br />

aquí y allá los bordes de las rocas o las faldas del cerro.<br />

Efectivamente, el norte estaba ya allí. Sujeto a sólo una potala, el barquito empezaba<br />

a bailar desesperadamente, al escaso abrigo de la punta de piedra en que terminaba el<br />

arenazo que ciega el río. Ese desgraciado de Pantaleón estaba en la puerta de su choza,<br />

tan tranquilo, tejiendo una red, como hacía siempre, aunque apenas pudiera ver a la poca<br />

claridad de la hora. tuvo que gritarle tres veces por lo menos para que levantara la cabeza;<br />

entonces entró en su choza, agachándose, pues así como era él de alto era ella de pequeña;<br />

y como lo conocía bien sabía que primero doblaría con especial cuidado la red, que después<br />

se arrodillaría frente a una piedra extraña, que él había encontrado tiempo atrás en Canasí,<br />

unos kilómetros al este de Jibacoa; que mascullaría sus rezos, según él calificaba el lenguaje<br />

de su invención con que antes de emprender cualquier tarea se dirigía a los espíritus que<br />

a su juicio lo protegían; y sabía sobre todo que Pantaleón podía salir de la choza, plantarse<br />

cuan alto era frente a la portezuela, mirarle de lejos con ojos de ídolo oriental, muy echada<br />

hacia atrás la frente, y mover los dos brazos como aspas, lo cual en su costumbre quería<br />

decir que no, que no saldría, que no podía complacerle porque sus espíritus protectores no<br />

lo autorizaban a hacer nada ese día. Si así sucedía el ingeniero tendría que gobernar el bote<br />

hasta Santa Cruz, porque nada ni nadie obtendría que Pantaleón diera un paso y ni siquiera<br />

que dijera una palabra. Aquel extraño tipo de loco, flaco, altísimo, con ojos iluminados bajo<br />

una enorme frente toda hueso, calvo hasta la coronilla y con largos pelos en las sienes y<br />

sobre el pescuezo, siempre medio desnudo y tan quemado por el sol que su color era el de<br />

un madero abandonado, no tenía más ley que la voluntad de esos espíritus, que por otra<br />

parte sólo él interpretaba mediante hechos que nunca explicaba. así, esperó pacientemente.<br />

Valía la pena esperar, pues a pesar de su locura, Pantaleón era un marino completo. Él y el<br />

mar se entendían a las mil maravillas.<br />

La situación no resultaba agradable. El ingeniero, hombre ya de cincuenta años, sin familia<br />

alguna en el mundo, necesitaba salvar el barco. Si lo perdía, ¿cómo iba a reponerlo? Y<br />

sin él se le caía el cielo sobre la cabeza. no era hombre de mar y, sin embargo, no podía vivir<br />

sin él. Durante los meses de invierno buscaba acomodo en las playas hermosas y solitarias,<br />

como esa de Jibacoa; y durante el verano, cuando las playas se llenaban de gente, se iba a<br />

las cayerías, armado de escopeta, cordeles y anzuelos y con la sola compañía de Pantaleón,<br />

cuyas manías conocía al dedillo toda la gente de la costa, desde Cojímar hasta Varadero. En<br />

cada lugar Pantaleón ponía “casa aparte”, y a menudo tal “casa” era un antiguo bote deshecho<br />

por el maltrato de los años o simplemente un hoyo grande en la arena cubierto por<br />

ramas de uvas caleta. La piedra mágica, a la que Pantaleón dirigía sus ruegos y oraciones,<br />

ocupaba siempre un lugar privilegiado en su “vivienda”, y cuando viajaban la envolvía con<br />

sumo cuidado en restos de velas y la colocaba a proa, bajo la pequeña escotilla, “para que<br />

hubiera camino”, según su propia expresión. Ese sucio y tempestuoso amanecer, el ingeniero<br />

se imaginaba al loco de rodillas ante la piedra, preguntando si debía o no hacer caso a la<br />

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llamada. Realmente era para angustiarse. una hora más, tal vez menos, y sería difícil, si no<br />

casi imposible, sacar el barquito mar afuera.<br />

Pero Pantaleón salió y no hizo señal alguna. Con su largo andar de flamenco avanzó<br />

hacia la orilla y se metió en un pequeño bote. ¡Por fin! Dándole la espalda, Pantaleón comenzó<br />

a avanzar, con un solo remo que había fijado a popa. En eso, suaves pero rápidos, el<br />

ingeniero oyó tras sí los pasos. El drama comenzaba a producirse, y aunque él lo ignoraba<br />

presintió algo; por lo menos, tuvo miedo. no había persona alguna viviendo en la playa.<br />

¿Quién, pues, caminaba hacia él con tal rapidez, a esa hora y en momentos tan impresionantes?<br />

Súbitamente se volvió. ¡nadie a la vista! Durante un segundo se sintió como herido<br />

por un rayo, pero a seguidas pensó que el viento debía estar haciendo golpear entre sí dos<br />

ramas de algún uvero cercano. Con esa idea se hubiera quedado si no es porque al mover<br />

la cabeza hacia Pantaleón vio a éste parado en la popa del bote, inmóvil, gacha la cabeza<br />

y brillantes los ojos, toda su figura en actitud de quien va a lanzarse hacia un enemigo<br />

terriblemente odiado. La quilla del bote descansaba en la arena, del lado este ya; Pantalón<br />

debió, pues, haber saltado a la playa. Y no lo había hecho ni por lo visto pensaba hacerlo.<br />

Se mantenía tenso, no como un loco, sino como un perro de caza. De golpe, igual que si<br />

acabara de despertar de un mal sueño, el viejo pareció volver en sí y se estrujó la cara con<br />

la mano derecha.<br />

—ahora sí estoy seguro del color de la muerte –dijo al tiempo que saltaba a la arena.<br />

—¿La muerte? –preguntó el ingeniero, más asustado cada vez, sintiendo que se le enfriaban<br />

las entrañas.<br />

—Rubia, rubia –dijo Pantaleón con la cabeza baja. Y al rato repitió y explicó–: Rubia<br />

como la hija de Manuel Sierra. Se parece a la hija de Manuel Sierra. Igualita a la hija de<br />

Manuel Sierra.<br />

Entonces el ingeniero se alivió. La gente afirma que algunas veces, en el momento de<br />

morir, muchas personas se desdoblan, hacen acto de presencia a larga distancia. Jamás había<br />

tenido él manifestaciones de eso. Pero tal vez sí; tal vez la hija de Manuel Sierra acababa<br />

de morir y había ido a despedirse de él; quizás los pasos eran suyos y él no pudo verla<br />

porque no tenía aptitudes; en cambio, la vio Pantaleón. todo resultaba muy extraño y muy<br />

confuso, pero sólo admitiendo esas creencias podían explicarse las palabras de Pantaleón<br />

y el ruido de los pasos. Y en eso ¡los pasos volvieron a sonar en la arena! El ingeniero no<br />

se atrevió a moverse, tanto fue su terror, sobre todo porque en la mirada de Pantaleón,<br />

que parecía horadarlo, advirtió que alguien se acercaba a sus espaldas. Pantaleón avanzó,<br />

pero no sobre él, sino encaminándose más allá, dirigiéndose a alguna persona que debía<br />

venir hacia ellos. Cuando el loco hubo pasado a su lado, recuperando de golpe el dominio<br />

sobre sí, el ingeniero viró en redondo esperando hallar allí el fantasma de la hija de Manuel<br />

Sierra. Pero lo que vio no fue un fantasma, sino una persona de carne y hueso; un hombre<br />

raro, extranjero, sin duda, que sobresalía por entre los pequeños arbustos de uva caleta. El<br />

ingeniero se sentía todavía confundido y le hubiera sido muy difícil hablar; sin embargo,<br />

Pantaleón parecía no haber sentido nada, puesto que avanzó para encontrarse con el hombre<br />

y le dio los buenos días. El extranjero dijo algo que Pantaleón no entendió. El hombre<br />

hablaba en francés. Era pelirrojo, de ojos amarillos, de piel muy pálida y duros pelos rojos<br />

en el rostro; usaba pantalones cortos y al extremo de las desnudas piernas llevaba zapatos<br />

gruesos, altos, unos extraños zapatos sujetos encima por dos lengüetas con hebillas. antes<br />

que nada, el ingeniero observó ese detalle pues sin duda esas piezas eran de soldado, tal<br />

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vez de paracaidista, no para transitar en las arenas de una playa. El extranjero tenía una<br />

expresión sumamente triste y aunque no se le entendía no era difícil llegar a la conclusión de<br />

que pedía ayuda. ¿Qué le había pasado? Señalaba hacia las casas de la playa, como indicando<br />

que allá estaba sucediendo algo. Habiendo entrado para entonces en calma, el ingeniero se<br />

le acercó y le habló en inglés. Súbitamente el otro se volvió hacia él.<br />

—oh –dijo.<br />

Y pausadamente, para que su interlocutor pudiera entenderlo, empezó a explicar su<br />

caso. Se expresaba en inglés con bastante corrección, si bien se veía que no era su lengua. He<br />

aquí, resumido, lo que dijo: Había llegado a Cuba tres días antes; le acompañaba su mujer.<br />

ambos eran holandeses y se habían casado en Curazao. Habían volado a Cuba en viaje de<br />

novios. Querían un lugar solitario, tranquilo y hermoso, y le recomendaron Jibacoa. En el<br />

propio hotel de La Habana le consiguieron que alquilara, por un mes, una casa en la playa;<br />

y el dueño de la casa los había llevado allí. Llegaron tarde, acaso a eso de las nueve de la<br />

noche. El casero estuvo con ellos hasta las once, más o menos, ayudándoles a distribuir las<br />

ropas y a poner en el refrigerador lo que habían comprado para los primeros días. La noche<br />

era calurosa, razón por la cual no se acostaron inmediatamente, sino que salieron a dar un<br />

paseo en la oscuridad. Más tarde comenzó a soplar el viento; se le oía ulular entre las rendijas,<br />

engrosar y fortalecerse cuando buscaba paso entre dos casas. Eso asustó a la mujer, sin<br />

duda. no había podido dormir y a esa hora estaba enferma. Él no conocía a nadie. Había<br />

llamado en algunas puertas sin que le respondieran, y muy adolorido y preocupado había<br />

esperado la luz del amanecer, a cuyo amparo pudo ver de lejos el barquito que se movía en<br />

un extremo de la playa; y pensando que en ese barco hubiera gente, se encaminó hacia allá.<br />

Lo que pedía era ayuda. Su mujer, muy joven, estaba bastante enferma. ¿Podían ayudarle<br />

los señores?<br />

Claro que iban a ayudarle. El extranjero delante, el ingeniero siguiéndole y Pantaleón<br />

atrás, se encaminaron a la casa. Desde la puerta apreciaron la tragedia; y el holandés estuvo<br />

a punto de enloquecer. Pues la mujer se veía caída de lado, con la palidez de la muerte y<br />

una herida en la frente. Se había levantado sin duda angustiada por su mal, y cuando éste<br />

le atacó a matarla cayó sobre un enorme macetero de bronce en que había plantada una<br />

palmita de fantasía. Dos sillas estaban tiradas en el piso. Esas sillas y la herida en la frente<br />

eran la causa de la suspicacia con que el cabo interrogara al ingeniero.<br />

Pero había algo mucho más extraño que las sillas caídas y la herida, y desgraciadamente<br />

eso era lo que no podía él explicar al cabo: aquella muchacha holandesa tenía la figura de la<br />

hija de Manuel Sierra; tenía su color, su pelo, ¡y exactamente igual la cara! La confusión del<br />

ingeniero y de Pantaleón González fue tal que se quedaron sin poder hablar, mientras el extranjero<br />

corría sobre el cadáver, silencioso y pálido. ¿Cómo era posible que la hija de Manuel<br />

Sierra, que estaba de muerte horas antes en Hershey, se hallara allí, con un desconocido?<br />

Pantaleón miró al ingeniero con sus profundos ojos de loco, miró después al extranjero, que<br />

removía a la muerta y prorrumpía en exclamaciones, seguramente en holandés.<br />

—Vete pronto al pueblo, Pantaleón –ordenó el ingeniero– ¡y llama al cabo para que<br />

venga! ¡telefonea al central y que venga también Manuel Sierra! ¡Dile que su hija está aquí<br />

muerta!<br />

¿Qué podía hacerse mientras tanto? Pantaleón salió a toda prisa. El viento seguía ululando,<br />

y en lo que Pantaleón tardara en ir al poblado de Jibacoa y volver, el mar desharía el<br />

barco. no había, sin embargo, remedio. Pues aquel desconocido estaba allí, con el cadáver<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

de la hija de su amigo, y él no debía moverse hasta tanto no llegara la autoridad y aclarara<br />

la situación.<br />

—Señor, no la toque –dijo en inglés al extraño–. Es muy delicado eso aquí. Hay que<br />

esperar que venga el cabo de la guardia rural.<br />

absolutamente fuera de sí, el otro dijo que nada le importaba, que era su mujer y que<br />

se le había muerto; que él no podía explicarse aquello y que odiaba a Cuba y esa playa y<br />

todo lo demás.<br />

“Psicosis de guerra”, pensó el ingeniero. Y de pronto, en medio de barullo que tenía en<br />

la cabeza, sospechó que el holandés estaba loco. Quizás era un loco que había llevado allí el<br />

cadáver de la hija de Manuel Sierra. ahora bien, ¿cómo lo había sustraído de la casa de su<br />

padre? Para calmarse encendió un cigarrillo y le brindó otro al holandés. Este tomó asiento.<br />

En completo silencio, los dos hombres esperaron.<br />

¿Cuánto tiempo? Difícil de decir. Junto con el cabo, que llegó con aire insolente, llegaron<br />

algunos hombres más; y desde luego, Pantaleón. Pero Pantaleón dijo algo inexplicable:<br />

—no es la hija de Manuel Sierra, ingeniero. Hablé con él, con él mismo, por teléfono, y<br />

la muchacha tá allá, en su casa, mejorando mucho.<br />

—¿Pero cómo puede ser señor? –preguntó, a punto de perder la razón, el ingeniero–.<br />

¿usté no ve cabo, que ésta es la hija de Manuel Sierra? Dígame, ¿no es ella misma?<br />

El cabo estaba mirando hacia la muerta, y uno de los que llegó con él aseguró que sí,<br />

que era ella. Pero al cabo, como a toda la gente de armas, se le había enseñado durante muchos<br />

años a no perder el tiempo en disquisiciones; a actuar rápido y a desconfiar de todo<br />

el mundo.<br />

—Bueno, esto es muy confuso. Domingo va a quedarse aquí, cuidando mientras llegan<br />

el juez y el médico; y ustedes, el resto, se van conmigo al cuartel ahora mismo.<br />

—Pero Pantaleón no puede irse con nosotros, cabo –adujo el ingeniero–; el tiempo está poniéndose<br />

muy feo y si él no saca el barco ahora para llevarlo a Santa Cruz, voy a perderlo.<br />

El cabo volvió sus sagaces ojos hacia Pantaleón y se quedó estudiándolo.<br />

—no, señor –dijo–; Pantaleón también va al cuartel. Esto hay que aclararlo ya mismo.<br />

Iban camino del poblado cuando comenzó a llover. El ingeniero estaba seguro de que<br />

el mar le destrozaría su querido barco. Ese pensamiento, trabajando sin cesar por debajo de<br />

todas sus ideas y sensaciones, ayudaba a irritar al ingeniero y le hacía abultar ante sus ojos<br />

cualquier gesto del cabo, confiriéndole categoría especial de fines perversos contra él. Por<br />

eso el interrogatorio estaba poniéndolo fuera de sí. Y el interrogatorio continuaría hasta que<br />

no fueran de Santa Cruz el juez y el médico a levantar el cadáver. Mientras tanto, afuera<br />

llovía y Manuel Sierra no hacía acto de presencia. a eso de las once el ingeniero empezó a<br />

sentir frío; poco después estornudada. a la una, la cabeza estaba partiéndosele en dos de<br />

dolor. Y afuera seguía la lluvia, tremenda lluvia de los días de temporal, del seno de la cual<br />

surgían ráfagas de viento cada vez más fuertes. Poco a poco la fiebre empezó a subir desde<br />

el pecho del ingeniero, ganándole el rostro; y a tal extremo subió que cuando llegaron el<br />

médico, el juez y el secretario, él no se dio cuenta. El cabo le había ordenado echarse en una<br />

de las camas del cuartelillo, y allí deliraba a eso de las cinco, cuando entró Manuel Sierra.<br />

Pero tampoco se dio cuenta.<br />

Al fin, retornaron el médico y el juez y el secretario; dijeron que la muchacha había<br />

muerto de sincope cardíaco y se había herido al caer, pues al parecer al momento de morir<br />

se levantó y trató de ganar la puerta. Manuel explicó que su hija estaba en su casa, que la<br />

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había dejado allí, y el cabo aseguró que iría a verla esa noche, pues quería cerciorarse de que<br />

en efecto vivía. Se buscó un automóvil para ir a recoger el cadáver y llevarlo a Santa Cruz;<br />

en ese automóvil se fue Pantaleón. Pero el ingeniero no se dio cuenta de nada. El médico le<br />

tomó el pulso, puso un termómetro en las axilas, dijo que se hallaba bastante mal probablemente<br />

de un ataque gripal, y le dejó al cabo un frasquito de sulfas para que le administraran<br />

dos pastillas cada cuatro horas. Por lo demás, los que actuaron en el caso y los que fueron<br />

espectadores cercanos se dispersaron murmurando acerca del extraño parecido entre la<br />

extranjera muerta y la hija de Manuel Sierra.<br />

La terrible noche cayó sobre el lugar; ululaba el viento, se desgranaba la lluvia, y Pantaleón<br />

González, metido en su covacha, alumbrado apenas por un viejo farol de marino,<br />

contemplaba en silencio su sagrada piedra, cuya superficie oscura brillaba a la pobre luz<br />

del farol. La contemplaba y a la vez pensaba y no pensaba. Pues en su anormal mente había<br />

dos ideas; la primera pasaba a veces a ser la segunda, la segunda pasaba a veces a ser la<br />

primera; en ocasiones las dos estaban juntas. Y en verdad no eran ideas, sino imágenes. Él<br />

las veía como dos figuras. Una era la Muerte. Pantaleón González conocía ya a la Muerte.<br />

Sabía que era rubia, y parecida a la hija de Manuel Sierra. Él la había visto por la mañana,<br />

cuando llegó en busca de la extranjera. La otra imagen era el barco: el barco del ingeniero<br />

iba a perderse a menos que él lo sacara de allí y se lo llevara a Santa Cruz, a la pequeña rada<br />

donde tenía un muellecito Ángel Pascual.<br />

afuera reinaban la lluvia y el viento; adentro estaba Pantaleón González, doblado en su<br />

covacha, enrojecido por la luz, calvo, con largos pelos en las sienes y en el pescuezo, todo<br />

frente y ojos, extraños ojos de loco. Y de pronto levantó la cabeza, pues había comprendido.<br />

Sí, había comprendido, él, Pantaleón González. ¡no había tal misterio, no había nada! Simplemente,<br />

la Muerte se había equivocado. Era muy de mañana, tan temprano que apenas<br />

se veía bien; él mismo, de aguda mirada de marino, casi no podía remendar sus redes a esa<br />

hora, porque el mal tiempo cubría el naciente sol y todo el aire era turbio; y esa falta de luz<br />

favoreció el error de la Muerte. Es claro; ella había pasado por allí en busca de la hija de<br />

Manuel Sierra, y a lo mejor estaba cansada de trabajar toda la noche quién sabe en qué partes<br />

del mundo. Y como la extranjera se parecía tanto a la hija de Manuel Sierra…<br />

—no era rubia; no se parece a la hija de Manuel Sierra. Lo que pasa es que se parece a<br />

la persona a quien va a matar –dijo en alta voz Pantaleón González; e instintivamente miró<br />

hacia los lados, no sabía por qué.<br />

Del techo de la covacha comenzaron a caer gotas. Cuidadosamente, Pantaleón envolvió su<br />

sagrada piedra en un pedazo de lona, lo puso luego bajo su almohada y se estiró. Pensó que<br />

aunque el tiempo siguiera malo sacaría el barco bien temprano; alzó el farol, levantó el tubo<br />

y sopló. La terrible noche estaba poblada de rugidos. Pero él se durmió como un bendito.<br />

Meditaba el día siguiente cuando Pantaleón llegó al poblado de Jibacoa. Iba desde Santa<br />

Cruz, pasando por Hershey, medio vestido gracias a Ángel Pascual. Destocado, con su<br />

frente casi negra por el sol del mar, penetró en el cuartelillo como en su casa. El cabo estaba<br />

sentado a un pequeño escritorio tomando sorbo a sorbo una taza de café.<br />

—¿El ingeniero? –preguntó el cabo, como si supiera a qué iba el viejo–. ahí está acostado.<br />

Pasó mala noche. Todavía tiene fiebre alta. Si no se mejora voy a mandarlo al hospital<br />

de Hershey.<br />

Entonces Pantaleón González se metió por la puerta que le había señalado el cabo y vio<br />

allá, en la penumbra, al ingeniero en cama. El ingeniero tenía los ojos abiertos.<br />

576


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

—Hola, Pantaleón –dijo.<br />

—El barco ta en Santa Cruz –explicó él sin preámbulo–. El viento va a amainar desde<br />

esta tarde. Dígame si necesita algo.<br />

a seguidas se sentó en la propia camita del enfermo y comenzó a sacar muy pausadamente<br />

cigarrillos y fósforos de un bolsillo del pantalón.<br />

—Dice el cabo que no fue la hija de Manuel Sierra –empezó a decir el ingeniero.<br />

—no, señor. Pero la Muerte venía por ella. Lo que pasa es que se equivocó.<br />

—¿Quién se equivocó, Pantaleón?<br />

—Ella, la Muerte. ¿no ve que esa muchacha y la hija de Manuel Sierra eran igualitas?<br />

—no te entiendo, Pantaleón.<br />

—Bueno; no importa. Yo sé lo que digo. Si no mejora lo van a mandar a Hershey. Yo me<br />

voy. El barco ta en Santa Cruz.<br />

a tal momento, era mucho lo que había hablado Pantaleón, razón por la que se puso de<br />

pie y se fue sin despedirse ni del ingeniero ni del cabo. Maquinalmente se encaminó hacia el<br />

norte, para irse a la playa; pero recordó de pronto que llevaba puesta una camisa que no era<br />

suya y decidió retornar a Santa Cruz para devolvérsela a Ángel Pascual. Dio media vuelta,<br />

pues, y tomó el camino hacia Hershey. Iría a Santa Cruz y de ahí, por la costa, se iría a la<br />

playa. Mas he aquí que la lluvia empezó a arreciar, en esa forma desconsiderada en que se<br />

acrece cuando el mal tiempo va a comenzar su última etapa, y cuando llegó a Santa Cruz,<br />

caminando trabajosamente, anochecía ya. Como se había hecho tarde pensó que mejor dormía<br />

en el barco. no le gustaba la idea de llevar la piedra en la mano desde Santa Cruz hasta la<br />

playa bajo la lluvia; no quería que se le mojara, y se le podía mojar aunque la llevara envuelta<br />

en lona embreada. al entrar en la cámara del barco corrió a ver su piedra. Sí, estaba allí, bajo<br />

el asiento de estribor, tal como la había dejado. Pantaleón salió a la toldilla y se puso a ver<br />

caer la lluvia en el agua de la rada. Poco a poco las luces del pueblo iban encendiéndose y<br />

algunas de ellas se reflejaban, despedazadas, en el agua. En el hotelito de Ángel Pascual se<br />

oía una música de radio. Pantaleón se metió en la pequeña cámara y se tendió en el suelo.<br />

Siempre que dormía a bordo un brazo le servía de almohada. Esa noche fue el derecho.<br />

A la hora en que Pantaleón se dormía hablaba el cabo con el ingeniero. La fiebre iba<br />

cediendo.<br />

—Si sigue con esa maleza mañana lo mando al hospital de Hershey –dijo.<br />

El ingeniero no estaba muy seguro de sus propios sentimientos. La enfermedad lo aturdió<br />

cuando más colérico iba sintiéndose con el cabo. Pero ahora resultaba que el hombre le había<br />

atendido, le había estado dando pastillas de sulfa cada cuatro horas, de día y de noche, y<br />

además quería enviarlo al hospital.<br />

—Siento que voy mejorando, cabo. Si despierto mejor mañana me voy a Santa Cruz.<br />

—Bueno. De todas maneras seguiré dándole la medicina esta noche.<br />

Y así fue como a las seis de la mañana el ingeniero se sintió libre de dolores y de fiebre.<br />

Estaba saliendo el sol. Pantaleón había dicho que iba a amainar, y era cierto. Bastante débil,<br />

el ingeniero se puso de pie.<br />

—Voy a mandarle un cafecito –dijo el cabo a eso de las siete.<br />

El café le tonificó mucho; y más o menos a las ocho pidió al cabo que llamara a su amigo<br />

Ángel Pascual en Santa Cruz para que fuera a buscarlo en su automóvil.<br />

Ángel Pascual había madrugado también. tras dos días infames retornaba la claridad,<br />

la estimuladora claridad del cielo cubano. En los árboles de los patios piaban los gorriones y<br />

577


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

el sol iba poco a poco evaporando el agua depositada en las charcas. Pegando rítmicamente<br />

contra los acantilados, el mar se batía con dulce son. Muy de tarde en tarde reventaba una<br />

ola llenando de espumas las rocas.<br />

Pantaleón había despertado antes que el ingeniero, que el cabo y que Ángel Pascual.<br />

Él, viejo, feo, flaco, calvo, era el hijo del mar. Él y el mar se bastaban. Nadie mediaba entre<br />

ellos ni nadie más hacía falta al uno o al otro. De manera que Pantaleón González despertó<br />

oscuro todavía, cuando aún el cielo se conservaba encapotado, y supo que iba a salir el sol.<br />

¿Para qué irse, entonces, a pie hasta Jibacoa, si podía pedirle su bote a algún pescador? a él<br />

no le gustaba caminar, sino navegar. así, pues, decidió esperar; y mientras esperaba se puso<br />

a hacer café, a baldear, a recoger cordeles, a ordenar la cámara y a limpiar la toldilla.<br />

Sin saber cómo se le fue el tiempo a Pantaleón. Vino a darse cuenta de que el sol estaba<br />

alto cuando llegó Ángel Pascual para decirle:<br />

—Pantaleón, espera aquí al ingeniero. Yo voy a buscarlo. Me habló por teléfono y ya<br />

está bien.<br />

Pantaleón no contestó nada, sino que se puso a ver las cuberas y los aguijones que jugueteaban<br />

al costado del pequeño barco, deslumbrados ellos también, y llenos de alegría,<br />

por el brillante sol que penetraba hasta el fondo mismo de la rada. allí estaba él, mirando<br />

sin pensar, absolutamente en blanco su extraña mente, cuando vio venir por encima de las<br />

aguas al ingeniero. Era transparente y caminaba de prisa. Instantáneamente comprendió;<br />

comprendió mejor cuando el ingeniero quiso mirarle con unos ojos cristalinos, sin superficie<br />

y sin profundidad. En eso oyó el automóvil y las voces. Él quería al ingeniero. no lo había<br />

dicho nunca y ni siquiera se había detenido a pensarlo. Pero en tal momento comprendió<br />

que lo quería, tal vez porque el ingeniero quería al mar. Entonces salió corriendo, saltó al<br />

pequeño muelle y trepó la escalerilla que unía al muelle con la terraza del hotel de Ángel<br />

Pascual.<br />

Era una terraza pequeña, abierta junto a la rada, desde la cual se dominaba el paisaje de<br />

cerros que se extendían entre Santa Cruz y Hershey; un precioso lugarejo en que se volcaba<br />

el sol, con un fondo de viejas casas hacia el sur y enfrente la mole de hierro galvanizado y<br />

la chimenea de una gigantesca destilería. allí, sentados a una mesita blanca y roja, estaban<br />

Ángel Pascual y el ingeniero, y Ángel decía, con una botella de ron en la mano:<br />

—Sí, hombre, sí, te va a caer muy bien. Esto te entona –entonces sirvió ron en dos vasos,<br />

uno para él, otro para el ingeniero, y proclamó–: ¡Salud!<br />

Por última vez Pantaleón vio al ingeniero caminar sobre las aguas, y gritó:<br />

—¡Ingeniero, cuidao! ¡ahora viene por usté! ¡Cuídese!<br />

Pero el ingeniero estaba bebiendo ya; de manera que tuvo que esperar que el primer<br />

trago le cruzara el gaznate para preguntar:<br />

—¿Quién, Pantaleón?<br />

—¡Ella, la Muerte! ¡Ahora tiene su figura!<br />

—¿La mía? –el ingeniero palideció; mas en seguida se repuso y argumentó–: no le hagas<br />

caso, Pantaleón. Seguro que va a equivocarse también, como anteayer.<br />

—¡no! –respondió Pantaleón–. ¡no, ingeniero; la Muerte no se equivoca dos veces!<br />

El ingeniero sonrió a Ángel Pascual.<br />

—Este Pantaleón… –comenzó a decir.<br />

Y no terminó porque cayó de bruces, volcando el vaso y la botella sobre la mesita a que<br />

se hallaba sentado.<br />

578


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

El propio médico que le había recetado la sulfa comentó después, cuando lo llamaron<br />

para certificar la defunción:<br />

—Pero qué locura. Se había tomado las dos últimas pastillas de sulfa a las ocho y a las<br />

nueve estaba bebiendo ron.<br />

—Se las di yo mismo, doctor –explicó el cabo–. Quería atenderlo bien, porque yo tuve<br />

la culpa de que se pusiera malo. Figúrese, a un hombre de su edad lo hice ir al cuartel bajo<br />

la lluvia.<br />

Pantaleón se había ido. Estaba en la cámara del barco, con la piedra desnuda en la mano,<br />

pidiéndole que protegiera el alma del muerto.<br />

—Era un buen hombre –le explicaba a la piedra– y le gustaba el mar. así que ahí te lo<br />

dejo. Y vámonos que se hace tarde.<br />

La envolvió; la cargó junto al pecho, con el brazo izquierdo, y se encaminó hacia su<br />

covacha, en la orilla del río ciego. Caminaba paralelamente a la costa. En dos o tres bohíos<br />

salieron los niños a decirle adiós. Pero él no levantaba los ojos. tenía miedo de volver a verla,<br />

sobre todo después de haber aprendido ese día que ella no se equivoca dos veces.<br />

Rosa<br />

La sequía de los nueve meses acabó con el Cibao. Los viejos no recordaban castigo igual.<br />

La tierra tostada crujía bajo el pie, los caminos ardían como zanjas de fuego, los potreros se<br />

quedaron pelados. Las familias se acostaban sin haber comido y los animales que habían<br />

sobrevivido no tenían fuerzas ni para espantar las moscas.<br />

Sufrí mucho en ese tiempo. anduve buscando trabajo desde las orillas del Yaque, por<br />

taveras, hasta las del Yuna, por almacén de Yuna. Estaba dispuesto a todo, y lo mismo me<br />

hubiera metido en los Haitises a cazar cerdos cimarrones que me hubiera ido a pescar a<br />

Samaná.<br />

al tratar de recordar aquellos días no logro saber cómo pude mantenerme. Iba y venía<br />

lleno de polvo, enloquecido por el calor y el hambre. Muchas noches llegué a pedir posada<br />

en algún bohío y me devolví de la puerta. La gente no se quejaba; apenas lamentaba aquella<br />

desgracia diciendo, mientras miraba el cielo:<br />

—todavía no se acuerda Dios de nosotros.<br />

Pero yo veía los rostros afilados, los ojos ardientes, a los niños flacos y callados; veía a<br />

la mujer silenciosa, el bohío sucio. Sabía que en toda la noche no oiría palabra y me iba sin<br />

decir nada.<br />

Pensaba: “Con un conuco propio, con un bohío aunque fuera destartalado, estaría<br />

penando menos”. Poco a poco fue tomando cuerpo la idea de ser dueño de mi destino.<br />

Llegó día en que lamenté haber perdido mis mejores años trabajando para otros. Sentía<br />

que me nacía adentro un hombre nuevo, un ser distinto que iba desalojando en mí los<br />

restos de mi vida anterior. La soledad me parecía dura e injustificable. Repasaba con la<br />

mente mis años perdidos y no encontraba recuerdo de amigos ni huellas en los demás de<br />

mi paso por el mundo. Estaba cansado de pensar tales cosas cuando llegó octubre y con<br />

él las aguas.<br />

El primer aguacero, pesado y rápido, cayó de tarde. Media hora antes el cielo era transparente<br />

y limpio; una hora después de la lluvia comprendí que no padeceríamos más. Las<br />

nubes grises empezaron a seguir de atrás de las lomas y escalaban la altura con solemne<br />

gravedad.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Yo estaba en despoblado, más allá de almacén de Yuna. Seguro de que me mojaría si no<br />

encontraba cobijo, apuré el paso cuanto pude. al anochecer columbré un bohío. Los niños<br />

correteaban en el camino, con expresión alegre, dirigiendo palabras cariñosas a las nubes.<br />

apenas había pasado el umbral cayeron las primeras gotas. todo el mundo salió a verlas.<br />

La lluvia hizo muy largo el camino a Cenobí. aprovechaba las escampadas, que eran<br />

escasas y cortas, para hacer una ruta trabajosa, entre lodo y agua. Iba a ver al viejo amézquita.<br />

El viejo amézquita me cobró cariño en el corto tiempo que pasé con él. tenía una hija<br />

vistosa, saludable y despreocupada, cuyo rostro se iluminaba con la gracia de una malicia<br />

incipiente. a mí me gustaba la hija del viejo amézquita, y cuando volvía, al atardecer, de los<br />

potreros o de los cacaotales, me ponía a charlar con ella, sumido en una especie de alegría<br />

que me hacía sentirme bien. Muchas veces vi en los ojos del viejo la esperanza de que su hija<br />

y yo llegáramos a entendernos. no sé; a lo mejor eran ilusiones mías. Él nunca dijo nada,<br />

pero sonreía con reserva cuando nos veía juntos, y a mí me dio su sonrisa qué pensar. Yo era<br />

nuevo por esa época y adoraba mi libertad, la propiedad de mi cuerpo y de mi tiempo. un<br />

día me cansé del viejo amézquita y de Rosa, como me cansaba de todo. Sentí el cansancio<br />

una tarde; en la noche dormí mal y al otro día amanecí con el machete al cinto y la hamaca<br />

en el hombro, fija la vista en la vuelta distante del camino, sobre el que empezaba a levantarse<br />

un sol bermejo.<br />

Esas cosas las recordaba en Cenobí, adonde había llegado al cabo de una semana de<br />

marcha trabajosa. Había tendido la hamaca en la enramada de un bohío bastante pobre y<br />

me sentía cansado de andar entre lodazales y raíces resbalosas. Era temprano. La gente de<br />

la casa hacía cuentos en la cocina; la alegre candela metía por las rendijas su vivo color rojo<br />

y en los árboles vecinos zumbaba la brisa. Pensando en el sitio hacia donde iba me preguntaba<br />

por qué quería volver a Penda, si el Cibao era tan grande y tantas las fincas donde<br />

un hombre de trabajo podía hallar quehacer. La respuesta surgió como empujada desde la<br />

sangre: era Rosa; sí, la causa era Rosa. Iba hacia ella llevado por el instinto de la carne y por<br />

el miedo a la soledad. Rosa estaba en mis venas. Me sonreía, mostrando sus dientes parejos;<br />

se movía con su gracia un poco ruda; veía, como en la realidad, su cuello grueso, sus hombros<br />

redondos, su pecho alto, su piel bronceada. Y en aquel instante –uno de esos segundos<br />

tan intensos como toda una vida– me di cuenta de que quería ser el marido de Rosa. Vi<br />

claramente mi porvenir: vivíamos en un bohío nuevo, rodeado de yucas; desde la puerta se<br />

dominaba un paisaje de plátanos llenando una hondonada; en el patio escarbaban docenas<br />

de gallinas. Hasta vi los perros, y uno de ellos era blanco y negro. Colmado de una extraña<br />

alegría, empecé a dormirme. todavía charlaban en la cocina y mi sangre iba apagándose<br />

lentamente, llena de Rosa.<br />

Bien temprano, sin hacer caso de las señales del cielo ni de los ruegos de mis huéspedes,<br />

dejé Cenobí. tardé dos días en llegar a Penda, y era ya noche cerrada cuando alcancé el lugar.<br />

El viento daba vueltas entre los troncos de los cacaoteros y del cielo caía una lluvia menuda<br />

que anunciaba más aguaceros. Había pasado la oración cuando vi las luces de la casa.<br />

El hogar de los amézquita era un caserón de madera. Se entraba por un portón amplio;<br />

detrás había unos ranchos e inmediatamente después un pequeño patio lleno de yerbajos<br />

casi lleno por la cocina –grande como una casa–, y a seguidas empezaban las plantaciones<br />

de cacao, café y plátanos.<br />

no se conocían las tareas que tenía el viejo amézquita. Mucho más de la mitad de sus<br />

tierras estaban abandonadas. a medida que avanzaba pensaba yo en lo grande que era su<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

propiedad y trataba de ver las alambradas de enfrente, que guardaban los potreros. El viento<br />

tiraba sobre mi cara rachas de agua fina y yo me esforzaba por alcanzar con la vista la sala<br />

de la casa. Vi una sombra de mujer que se movía. tuve la impresión de que era Rosa. Me<br />

pareció que la sangre se me paralizaba en las venas y que hasta la voz se me hundía en lo<br />

más escondido del ser. Después alguien que me pareció ser el viejo cruzó la puerta trasera,<br />

hacia el comedor. Yo me acercaba al portón. La luz de la casa espejeaba en los pozos que la<br />

lluvia formaba en el camino. Los perros, que tanto me conocieron en otro tiempo, rompieron<br />

en ladridos vehementes.<br />

nadie salió a recibirme. Dos peones jugaban barajas bajo la luz de la lámpara y contestaron<br />

a mi saludo con voces indiferentes. una vieja negra rezaba en un rincón. Era Marta, la cocinera.<br />

La vieja alzó la cabeza y trató de verme, pero los años habían enturbiado sus ojos.<br />

—Dentre y asíllese –dijo.<br />

Yo murmuré:<br />

—Soy yo, Juan, Marta.<br />

Ella se incorporó con relativa agilidad. Parecía dudosa.<br />

—¿usté, Juan? ¡Válgame Dios, cristiano!<br />

Los peones dejaron de jugar para verme. En una de las habitaciones sonó la voz del<br />

viejo. Preguntó:<br />

—¿Es Juan, Marta?<br />

—Sí, hijo; el mismo, el mismito.<br />

Yo sonreía. En la puerta estaban los perros ladrando todavía. Los llamé:<br />

—¡Rabonegro, Rabonegro, Mariposa!<br />

Los animales empezaron a mover las colas. De pronto oí en el comedor la voz vibrante<br />

de Rosa.<br />

—¡Juan!<br />

La vi. Procuraba hacerse la desinteresada, pero su rostro estaba lleno de luz y todos sus<br />

gestos eran torpes, como los de un niño sorprendido en delito. Me acerqué para saludarla.<br />

Sentía los labios fríos y el corazón me daba golpes.<br />

—Hola, Rosa –dije.<br />

no sabía qué hacer de mi sombrero mojado, pero Rosa no sabía qué hacer de sus ojos<br />

negros.<br />

aunque en aquel caserón de Penda había siempre catres puestos para los visitantes y<br />

para los que pidieran posada, yo no quise dormir sino en mi hamaca. La tendí en la sala.<br />

Sentía que esa noche necesitaba estar cerca de algo mío, de algo que tuviera para mí cierta<br />

familiaridad. Mientras cavilaba oía roncar el viento en el cacaotal vecino y desplomarse<br />

sobre el techo de zinc un aguacero pesado.<br />

Era todavía de madrugada cuando sentí al viejo chancletear en el piso del comedor. Me<br />

levanté. La vieja Marta hacía arder en la cocina una leña húmeda. Desde la puerta de la cocina<br />

podía apreciar el ambiente de fecundidad que me rodeaba. Parecía que todo el campo<br />

acopiaba energía bajo la lluvia del amanecer. El viento sacudía las yaguas de la letrina y<br />

mecía la puerta del comedor. Los troncos y los colores se perdían en el gris de la lluvia.<br />

El viejo empezó a hablar. Sus palabras estaban cargadas de una honda y a la vez suave<br />

ironía. Se notaba que hacía esfuerzos por demostrarme que hice mal en dejarlo, y que procuraba<br />

conseguirlo sin herirme.<br />

—Dicen que Malhaya volvio en caballo cansao –dijo<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Sí, don; cansado y cojo –afirmé.<br />

—¿Y por qué? ¿Malas las cosas?<br />

—De vicio, viejo. La sequía acabó con el mundo.<br />

—anjá. ¿Y por dónde andabas?<br />

—Vengo de las vueltas de Macorís.<br />

—Dicen que por allá se da bueno el cacao.<br />

—El cacao y todo, pero el sol achicharraba.<br />

—¿Y no dique hay mar?<br />

—Su poco de mar, don; pero mucho más allá.<br />

El viejo se pasó una mano por la cara.<br />

—Ya ni an me acuerdo del mar. Lo vide en Puerto Plata, estando chiquito. ni más agua,<br />

cristiano.<br />

Miraba sin malicia. Marta soplaba desesperada.<br />

—¡ande el diablo con esta leña tan enchumbada! –lamentó.<br />

El viejo amézquita se puso de pie.<br />

—Hoy va a ser día perdío, como el de ayer.<br />

Dio algunos pasos y volvió a sentarse. Yo me encogía. El viento frío no desperdiciaba<br />

rendija. El viejo preguntó:<br />

—¿Y a dónde vas agora?<br />

—¿Yo? tengo idea de quedarme aquí.<br />

—Jum… Pa dirte cuando nos estemos acostumbrando a ti.<br />

—no, don; ahora no estoy por andar más mundo. Me he cansado de bregar con la gente.<br />

—Bueno, pues aquí te quedas. trabajo no falta.<br />

—Sí, ya lo sé; pero lo que quisiera es trabajar con más comodidad.<br />

—Si es por comodidá… Yo no apuro a mi gente; tú lo sabes.<br />

—no, don; ni usté apura ni a mí me duele doblar el lomo. Es que cogí este rumbo pensando<br />

en otra cosa.<br />

—ah, jijo; lo que se piensa y no se dice, como si no se hubiera pensado. Si nosotros<br />

fuéramos adivinos…<br />

—Lo mío no hay que adivinarlo. Es que quería encontrar quién me diera una tierrita a<br />

medias.<br />

—Pero por tierra no tienes que apurarte; ahí las tengo yo perdías.<br />

—Pues si usté me las da, no hay más que hablar, don.<br />

Marta nos tendía ya las tazas. terció:<br />

—Sí, Juan; quédese aquí.<br />

El viejo amézquita vaciaba su café en el platillo y luego lo sorbía con gran ruido. Entre<br />

sorbos hablaba:<br />

—Yo supongo que tú vendrás arrancao. Si necesitas algo para peones, yo tengo ahí unos<br />

centavos.<br />

Hubiera empezado el mismo día a buscar lugar para mí, pero durante una semana apenas<br />

pude salir de la casa. El viejo se quejaba de su reumatismo y yo aprovechaba las escampadas<br />

para echar una mirada por afuera. al atardecer me tiraba un saco de pita en los hombros y<br />

me iba a encaminar los becerros hasta el chiquero.<br />

algunas veces hablaba con Rosa. una graciosa timidez, mezclada con cierta dosis de<br />

coquetería, la mantenía a distancia de mí. Yo esperaba que esa situación se prolongaría hasta<br />

582


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

que volviera la confianza de otros tiempos. La encontraba más hecha, de formas más definidas.<br />

De sus gestos trascendía un aire de mujer en sazón, y a veces sus ojos se incendiaban<br />

con luces relampagueantes. Era una típica muchacha de campo, con sus malicias a la vista<br />

y su cortedad, terreno de pugna perpetua entre la naturaleza fuerte y el pudor. un día le<br />

pregunté si no pensaba casarse.<br />

—Me falta lo principal –dijo.<br />

Por su expresión me pareció que mentía, pero me hice el desinteresado y seguí tejiendo<br />

unas cinchas de cabulla para el uso de los asnos lecheros. Días más tarde estaba enterado de<br />

todo lo que deseaba saber. Mientras echaba la brisca con Pancholo y con Remigio, mientras<br />

descascaraba el arroz y atendía a los gallos de calidad que el viejo criaba para regalar a los<br />

amigos del pueblo, fui sabiendo cosas. En la pulpería me dijeron que Inocencio el del viejo<br />

Vinicio no dejaba sestear a la muchacha; de la ciudad iban de domingo en domingo dos<br />

enamorados, y hasta don Rogelio el del Palmar aprovechaba toda ocasión para cantarle<br />

bonito.<br />

Rosa no se decidía por ninguno. Decía que no podía dejar al padre con la única atención<br />

de Marta, que ya estaba vieja y pesada para cuidarlo. a lo que parece, amézquita no era<br />

muy exigente en cuestión de marido para la hija; le bastaba con que se la quisieran y se la<br />

trataran bien. En todo era él así, discreto y amplio.<br />

Contaban que en su juventud fue muy corrido, amigo de enamorar muchachas y dejarlas<br />

después que le daban un hijo. Parece que tenía varios regados por esos mundos de Dios, y<br />

que a cada uno le había dado un pedazo de tierra y dos o tres onzas para que trabajaran.<br />

Con la mujer sólo tuvo a Rosa. La mujer se le murió en el parto, y desde entonces se recogió<br />

y se dio a trabajar sus tierras.<br />

Se contaba que el padre había sido muy rico y que fue hombre de juntar cincuenta onzas<br />

para jugárselas al dado o a los gallos. Decían que había sido muy sangrudo, que tenía la<br />

mano recia y pronta. Murió ahogado cierta vez que metido en tragos se empeñó en cruzar<br />

a caballo el río, que bajaba crecido y arrastraba troncos y animales muertos. uno de esos<br />

troncos le hirió el animal cuando estaba en medio del cauce; la bestia se ladeó, tragó agua,<br />

y la corriente impetuosa se llevó el caballo y al jinete entre remolinos y espumas. tres días<br />

después encontraron los cadáveres medio descompuestos, entre las piedras de una playa<br />

alejada. La gente recordaba al difunto para decir, refiriéndose al hijo:<br />

—Del taita na más sacó la cara.<br />

Y así debió ser, porque el “taita”, por ejemplo, no me hubiera dado tierras a escoger,<br />

como hizo amézquita. Cuando le dije que había seleccionado un sitio cerca de la casa, en la<br />

misma orilla del camino real, me respondió que lo que yo hiciera estaba bien para él.<br />

trabajé duro y con entusiasmo. Cerqué con palizada de estacas recortadas; talé, quemé,<br />

desyerbé y sembré maíz, para ir acostumbrando la tierra. no pude hacer bohío, pero como<br />

no lo necesitaba me conformé con un rancho. Esperaba ir haciéndome poco a poco de lo necesario<br />

para levantar un bohío bueno, y con esa intención limpié y dejé sin sembrar un altillo<br />

que dominaba el lugar, cerca del camino. allí no se estancaba el agua y la grama compacta<br />

afirmaba la tierra; estaba coronado por un guanábano que esparcía por el sitio su grato olor<br />

y por un naranjo agrio que algún día se utilizaría en las exigencias del guiso.<br />

Yo soñaba con hacer de aquel punto un retiro amable, y ya creía ver las laderas de pendientes<br />

imperceptibles cubiertas por un jardín en el que reventaban las dalias rojas y blancas<br />

y en que se balanceaban pausadamente las gallardas azucenas.<br />

583


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

De tarde en tarde le hablaba de mis propósitos al viejo amézquita.<br />

—aquí va el bohío –le explicaba–, aquí la cocina, y por ahí bajará un caminito de piedras.<br />

allí voy a poner el portón.<br />

Él sonreía con mezcla de escepticismo y ternura. Cierto día me dijo, como al descuido:<br />

—Lo malo es que te vuelvas a dir.<br />

Era difícil saber si en sus palabras había reproche o aprobación. Servían para las dos cosas.<br />

Si hacía el bohío, sería uno más en Penda, donde podría haber, a buen contar, ciento<br />

cincuenta. Desde las orillas del arroyo, hacia el norte, hasta las del Camú, por el Sur, y desde<br />

La Mara hasta el Rancho, Penda se extendía en distancias tan largas que a un hombre se le<br />

hacía difícil caminarlas. Había potreros y conucos, pero lo más abundante eran los cacaotales<br />

y el monte. Las hojas se cerraban en un amasijo alto; se cruzaban las ramas de cien clases<br />

de árboles diferentes y la tierra se pudría en las lluvias, bajo la gruesa capa de hojas caídas.<br />

Las veredas serpenteaban de bohío en bohío y de paraje en paraje. El único camino real<br />

era el que pasaba por la casa del viejo amézquita. En mal tiempo era un lodazal hediondo,<br />

amasado por los cascos de caballos, mulos y asnos.<br />

Por ese camino, hacia la salida del sol, estaba la pulpería de antonio Rosado. antonio<br />

era cojo, picado de viruelas, trigueño y mal hablado. Había levantado una gallera en el patio<br />

de su negocio y los domingos no le alcanzaban las manos para despachar ron. En días de<br />

jugadas se oía desde lejos el griterío de las gentes del Rancho de Penda y de La Mara, que<br />

acudían a los desafíos. temprano los veía pasar; llevaban fundas con gallos y las monturas<br />

inquietas batían el lodo con su rápido casquear; cruzaban mujeres con bandejas de empanadas<br />

y dulces, cruzaban hombres descalzos, que desechaban las pozas y se tiraban contra<br />

la alambrada para llegar limpios.<br />

Yo iba a menudo a la pulpería porque me agradaba la amistad de antonio Rosario. Su<br />

conversación era tajante, como machete afilado. Llegaba allá algunas tardes en busca de jabón<br />

para la casa, de gas o de azúcar, y aprovechaba la ocasión para hablar con el pulpero de la<br />

cosecha, del tiempo, de los negocios y hasta de política. antonio llenaba las conversaciones<br />

de palabras puercas, pero las decía con naturalidad.<br />

Los domingos no me aparecía por allí porque aunque los gallos me entusiasmaban, los<br />

galleros borrachos me daban asco. armaban una bulla infernal y a veces, si se acaloraban<br />

en una discusión, acababan echando mano a los cuchillos y clavándoselos en el vientre.<br />

Desde luego, comprendía que ellos habían nacido, crecían y morían en un ambiente que no<br />

les proporcionaba facilidades para que cambiaran su manera de ser; y en cambio yo había<br />

rodado, dado tropezones, visto mucha gente diferente, y había aprendido algo que me hizo<br />

distinto de ellos: había aprendido a juzgarme a mí mismo y a tratar de ser algo más que un<br />

peón de campo. Personas ilustradas a las que conocí en mis andanzas me dijeron más de<br />

una vez que esa superación se conseguía cambiando de vida, procurando otro ambiente,<br />

rodeándome de artefactos que podía comprar con dinero si decidía dejar de ser peón para<br />

ser amo en el campo o en una ciudad. Pero yo quería progresar por dentro, no por fuera, y<br />

no me animaba a dejar el campo. amaba aquello con devoción. Las raíces de mi vida estaban<br />

allí, en el árbol, en el hombre, en el río, en aquel escenario de trabajo incesante donde se<br />

fraguaba el porvenir. no era culpa del campo ser arena de tragedias ni semillero de hombres<br />

que se desconocían a sí mismos. Esa era culpa de otros, de los que sacaban de nuestro sudor<br />

la parte que usaban en rodearse de comodidades o simplemente en envilecerse, y ni siquiera<br />

nos devolvían en escuelas lo que nos quitaban todos los días. Rodando por el mundo conocí<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

a muchos de esos culpables y me percaté de que gran parte de ellos ignoraba que vivían a<br />

costa nuestra. a los que me decían que con lo que yo sabía podía hacerme rico en la capital<br />

o en alguna ciudad, les respondía que yo sabía que era un explotado, pero que prefería eso<br />

a ser un explotador.<br />

Pero estaba hablando de antonio Rosario. Pues bien, antonio Rosario me recibió un día<br />

con la cara seria. no me saludó, y cuando yo estaba a pique de preguntar qué sucedía, me<br />

sorprendió con estas palabras:<br />

—usté sabe que yo no soy chismoso, y que lo que le digo a cualquiera se lo pruebo<br />

cuando le parezca.<br />

Me pregunté a qué vendría aquello. Él siguió envolviendo una azúcar que estaba despachando<br />

y ni siquiera me miró. Pero yo me sentía preocupado. así, le dije:<br />

—Le agradecería que me explicara por qué me dice usté eso.<br />

—Por nada. Es que aquí andan diciendo cosas que lo perjudican, y como yo soy su amigo<br />

quiero que usté las sepa.<br />

—¿De mí? –pregunté.<br />

—Sí, de usté. Yo no entiendo de líos y por eso me pongo alante, pa que no vayan a creer<br />

que ando con chismes.<br />

La mujer a quien despachaba hacía esfuerzos por sonreír, incómoda con la situación<br />

que se avecinaba.<br />

—La gente siempre habla caballás, antonio –dije.<br />

—Sí, pero no como ahora. Inocencio el del viejo Vinicio anda regando que usté enamora<br />

a la muchacha por los cuartos de amézquita.<br />

no esperaba eso y temblé de arriba abajo, como a efectos de un mazazo en la cabeza.<br />

—oiga, antonio, usté sabe que no cuento más que con mis brazos para ganarme lo que<br />

como.<br />

Callé, porque la indignación no me permitía seguir hablando. Veía los objetos de la<br />

pulpería temblando ante mí. Mi voz sonaba en mis propios oídos con timbre metálico.<br />

—además, –agregué–, yo nunca he enamorado a Rosa.<br />

—Pero dende que usté asoma la muchacha le pierde el gusto a to el mundo. Yo no sé<br />

por qué será.<br />

—no es por mí, antonio; créalo.<br />

—Bueno, eso a mí no me importa. ojalá yo que cayera en su mano y no en la de algún<br />

vagabundo. Lo que le dije es pa que usté no se descuide.<br />

Claro que no podía descuidarme. En el campo, si un hombre dice algo que pueda denigrar<br />

a otro, hay que tomar en cuenta, no lo que dice, sino la intención. Desde ese día no me<br />

quité de arriba el mediacinta ni un momento.<br />

El mediacinta estuvo al costarme la vida; pues un día encontré una mata de guao en lo<br />

que llamaba para mis adentros “mi tierra”. El guao es venenoso y su sombra encona. Me<br />

puse a cortarlo, pero como tenía que hacerlo con cuidado para que no me cayera encima<br />

alguna gota de la savia, tiré un machetazo loco que me alcanzó un pie. Cuando bajé los ojos<br />

vi la sangre fluir y cubrirme todo el pie. Traté de estancarla, y al agacharme sentí que todo<br />

lo que veía huía de mí. Me pareció que el campo, con sus árboles y sus veredas, con sus<br />

potreros y sus cacaotales, con su cielo y sus lomas lejanas, se alejaba y se acercaba formando<br />

un conjunto de borrachera; después todo fue haciéndose amarillo, blanco, más blanco. Luchaba<br />

por sostener la cabeza clara, por ordenar otra vez el paisaje. Creo que traté de llamar,<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

pero no pude, y si lo hice fue en voz tan baja que nadie me oyó. Casi sin darme cuenta sentí<br />

un sueño pesado y a la vez agradable, y luego me pareció que descendía muy de prisa por<br />

declives de pendiente suave.<br />

Desperté poco a poco, con el sol ya alto. Empecé a recordar vagamente lo que me había<br />

sucedido. tenía la pierna pesada, y cuando quise ponerme de pie, no pude. Entonces me<br />

arrastré hacia el camino y no tardé en ver las alambradas. De pronto sentí deseos de dormir,<br />

de quedarme allí boca abajo y recibir en todo el cuerpo la sensación de la tierra, su frescura<br />

y su pulso. no tenía ganas de ver más caras humanas sino de dormir ahí, en ese punto, un<br />

sueño muy largo. Me sentía como un niño echado en el regazo de una madre dulce. Dormir,<br />

dormir y no trabajar más, no luchar más, no sufrir ni ambicionar más; eso era lo que me pedía<br />

el cuerpo. Quedarme en ese sitio y no caminar otra vez; quedarme dormido a la sombra<br />

del naranjo o a la del guanábano, mientras en las lomas de Macorís, en los Higos lejanos, en<br />

la pulpería de antonio, en la Línea de tierra quemada –cerca y muy lejos–, la vida siguiera<br />

sembrando dolores y esperanzas, insensible a lo bueno y a lo malo.<br />

Pero Remigio pasó por el camino real. algo debió decir ese hombrecillo débil que vive<br />

en mí y en toda persona; algo debió decir, porque Remigio saltó la alambrada, gritó, llamó,<br />

y entre él y Pancholo me llevaron a la casa, donde los ojos de Rosa se agrandaron con la<br />

noticia y los viejos y gastados de Marta se esforzarían en ver la herida.<br />

En las horas lentas de la enfermedad, comencé a dudar. aquello comenzó por una ligera<br />

inconformidad conmigo mismo. nunca, cuando soñé que Rosa fuera mi mujer, me acordé<br />

de que el padre tenía dinero; pero debí haber previsto que otros pensarían en eso. así, de<br />

lo que Inocencio había dicho en la pulpería, el culpable era yo, sólo yo y nadie más que yo.<br />

Yo tenía la culpa de que Inocencio estuviera hablando.<br />

a ser sincero, yo no me preocupaba por lo que la gente dijera; lo que me preocupaba<br />

era mi conciencia. Y la conciencia me echaba en cara haber puesto los ojos en la hija de un<br />

hombre como amézquita, a quien todo el mundo en el sitio consideraba rico. analizaba<br />

la situación y me decía que en verdad yo no había enamorado todavía a Rosa, aunque tal<br />

vez la muchacha sospechaba mis intenciones; me decía que al viejo amézquita le hubiera<br />

gustado verme casado con la hija, porque me había dejado entrever en alguna conversación<br />

que quería para su hija un marido que no la maltratara. Luego, yo debía sentirme libre de<br />

mis propias sospechas. Pero no estaba conforme, y yo había deseado siempre, de manera<br />

ardiente, vivir de acuerdo conmigo mismo.<br />

En mis relaciones con Rosa y con amézquita había algo que no me satisfacía y no podía<br />

saber qué era, y con las murmuraciones de Inocencio aquello, lo que fuera, se hacía presente.<br />

¿Era la nostalgia de mi vida anterior? En algunos momentos, la idea de perder la libertad de<br />

ir y venir sin compromisos me causaba cierto malestar. De pronto me asaltaba el recuerdo<br />

de paisajes, de caras, de voces, y sentía el deseo de verlos y oírlas otra vez.<br />

¿Qué era, en realidad, lo que había ido a buscar a la casa de amézquita? ¿Había sido a<br />

Rosa o algo diferente? amézquita era bondadoso como un padre. ¿Estaba yo buscando la bondad<br />

de amézquita, sin saberlo? Si Rosa era necesaria para mí, ¿por qué no la enamoraba?<br />

Rosa me cuidaba; entraba en mi cuarto a preguntarme cómo me sentía y qué necesitaba.<br />

Yo notaba que antes de entrar se pasaba el peine por los negros cabellos. Como en los primeros<br />

días tenía fiebre, una inflamación en la ingle y el pie y la pierna hinchados, ella me<br />

llevaba tisanas y me decía que había estado delirando y hablando disparates o que había<br />

dormido tres horas corridas.<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Los peones de la casa me recomendaban cosas tan peregrinas como cera derretida en la<br />

herida. Marta, y alguna que otra vieja de la vecindad, me ponían cataplasmas de tuna. El<br />

primer día me habían lavado el pie con gas, y después, como no apareciera yodo, me echaron<br />

creolina. Según Pancholo, me habían confundido con un becerro.<br />

De tarde en tarde llegaba alguien a visitarme y también gente que iba a otra cosa. Don Rogelio,<br />

el del Palmar, estuvo dos veces, pero sus visitas eran para Rosa. Hombre maduro, con barriguita,<br />

rico, era el tipo clásico del hacendado comodón. Llegaba en una mula bien enjaezada y vistosa, y<br />

yo pensaba que él era el marido ideal para Rosa. Me molestaba pensarlo, pero lo pensaba. Rosa<br />

debía ser la mujer de otro, no la mía. no debía ser mi mujer. Es verdad que me gustaba verla y<br />

que a veces me embriagaba de sólo pensar que tenía sus cabellos en mis manos y que los peinaba<br />

con los dedos. Pero esa atracción no podía justificar que me casara con ella, y por otra parte el<br />

comportamiento del viejo amézquita me impedía llevármela y dejarla luego.<br />

Rosa no debía ser mi mujer. En algunos momentos casi me gritaba a mí mismo esas palabras,<br />

sobre todo cuando la medianoche me hallaba pensando en Rosa o cuando la imagen<br />

de su cuerpo me hacía despertar antes del amanecer.<br />

uno de los muchachos del pueblo estuvo a verla. tenía cara lamida y ojos falsos, y no<br />

me gustó el mozo aquel. Hablaba con demasiada suficiencia, seguro de que estaba deslumbrando<br />

a los campesinos, lo cual me disgustó tanto que lo traté con visible desdén. otro que<br />

fue una tarde fue Inocencio el de Vinicio. Era joven, de cuerpo enorme y rasgos gruesos.<br />

tenía una mirada de animal y torva. Se le veía que no utilizaba la cabeza sino para ponerse<br />

sombrero. Habló con mucha reticencia, casi sin mirarme, con los ojos puestos en Rosa. (Por<br />

cierto que cuando me sané antonio el pulpero me contó que el lengualarga andaba regando<br />

por los callejones que en la casa de amézquita la poca vergüenza había llegado al extremo<br />

de meter bajo el propio techo al novio de la hija, lo cual sin duda dijo porque la tarde de su<br />

visita Rosa estuvo particularmente simpática conmigo).<br />

Yo no había recuperado el movimiento del pie, pero no me acostaba y pasaba el día en<br />

la sala, en el comedor y hasta en el patio, haciendo algún ejercicio. Cuando llegó la época<br />

de recoger el cacao me tiré a trabajar porque hacían falta brazos. Me ayudaba con manteca<br />

de culebra, que afloja las coyunturas, y trajinaba el día entero, empeñándome en olvidar los<br />

restos del mal. Iba y venía por los cortes, cuidaba del desgrane, atendía a los secaderos, y no<br />

cargaba yaguaciles con cacao verde porque no podía hacerlo. una tarde el viejo me siguió<br />

por una tira de cacao, y cuando estuvo separado de los peones, apoyándose en el tronco de<br />

una guama, me dijo:<br />

—Mire, Juan, usté debía quedarse aquí conmigo. Sembramos esa tierrita que a usté le<br />

gusta y no se ocupe más de ella. Yo me toy sintiendo cansao.<br />

—Pero yo estoy tullido, don.<br />

—Eso es asunto de días, y yo no le hablo pa de una vez.<br />

—Es que, mire, a la verdad, yo me cansé de trabajar para otros. ahorita me caen los años<br />

encima y voy a llegar a viejo sin un bohío.<br />

amézquita sonrió con pena.<br />

—así quisiera yo que me cayeran a mí. Con esos bríos suyos, me tragaba el mundo.<br />

Me recogí en mí mismo. no sé por qué me pareció ver en lo que decía una alusión a mi<br />

aparente indiferencia por Rosa. El viejo creía que yo estaba desperdiciando la mejor oportunidad<br />

de mi vida, y no podía él darse cuenta de que si Rosa no hubiera sido hija suya,<br />

hubiera cargado con ella y hecho renuncia de lo que él pudiera dejarle. Dije:<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—no lo piense, don. Mucha agua sucia he tenido que beber en el rato que he vivido.<br />

—tal vé. Hay gente asina, que envejece pronto. Dicen que cada uno tiene cara de<br />

cada uno.<br />

—Sí, viejo. El corazón de la auyama sólo lo conoce el cuchillo.<br />

Él estuvo un rato callado; después lamentó:<br />

—Si Dios me hubiera dado un hijo como usté…<br />

Esa simpleza me causó un efecto desgarrador. Me dejé dominar por la lástima y le dije:<br />

—Pues hágase de cuenta que lo tiene y tráteme como hijo.<br />

Pero el viejo entendió mal. Los ojos se le llenaron de luz y sonrió como nunca antes lo<br />

había visto sonreír.<br />

—¿De forma que usté y Rosa…? –comenzó a preguntar.<br />

—no, viejo; como amigos –atajé yo.<br />

La expresión del viejo amézquita cambió en segundos. Se quedó mirándome con ojos<br />

profundos y después le vi en la cara todas las gamas del desconsuelo hasta que en el fondo<br />

de sus pupilas quedó fijo el vago resplandor de la tristeza. Aquello me apenó en tal forma<br />

que sólo podría explicarlo diciéndome que había causado un desengaño a mi propio padre.<br />

¿o era que yo quería a amézquita como si fuera mi padre?<br />

De ese mal rato me salvó el viejo Vinicio, que llegaba a tratar un negocio con el viejo. Me<br />

pareció muy joven para ser el papá de Inocencio y hasta más simpático de lo que merecía<br />

el animal de su hijo.<br />

a partir de esa conversación la vida se me fue amargando. De noche, sobre todo, me<br />

ponía a calcular el alcance oculto de los silencios y los gestos de amézquita, el valor que<br />

les daba a sus palabras cada vez que se dirigía a mí. trataba de adivinar el desarrollo de<br />

los acontecimientos y sufría de antemano por el dolor que podría causar en aquella familia.<br />

notaba con disgusto que Rosa se esforzaba en agradarme, y en la difícil situación en que<br />

me había colocado mi propia duda, eso me llenaba de indignación. Me sentía objeto de<br />

acechanzas, de una cacería. a menudo culpaba a Rosa por lo que Inocencio había dicho en<br />

la pulpería, como si la pobre muchacha hubiera sido la instigadora de tales habladurías.<br />

Llegué a pensar que ella coqueteaba con Inocencio, le daba esperanzas con algunos gestos<br />

y luego lo mortificaba haciéndole creer que su preferido era yo. Me decía que Rosa era una<br />

de esas mujeres a las que les gusta sentirse celadas y centro de tragedias.<br />

La duda trabajaba con rapidez en mi pecho y poco a poco fui sintiendo que todo se me<br />

hacía extraño, que repelía a las gentes y las cosas, que había a mi alrededor una inexplicable<br />

hostilidad que al principio surgía de mí e iba hacia los demás y después rebotaba de nuevo<br />

en mi alma, llenándome de inquietud y malestar. Empecé a echar de menos mi vida de antes,<br />

mi vagabundear sin rumbo, aquella posesión de mí mismo que tan feliz me hizo en una<br />

época. “antes –pensaba– alquilaba mis brazos y los recuperaba cuando quería”. Me decía:<br />

“ahora estaría por las vueltas de Bonao cortando madera”. o simplemente me veía a mí<br />

mismo en un camino, sin pasado y sin futuro, gozando de un presente corto pero mío, de un<br />

presente maravilloso, lleno de todo aquello que admiraba y quería en mi tierra –el paisaje,<br />

la honda esencia propia, el sentido viril, el infatigable espíritu de producción– y eludía lo<br />

que me hacía sufrir, la miseria y la ignorancia de los demás.<br />

Ese movimiento de repulsa se hacía cada día más fuerte, ganaba cada vez más terreno<br />

en mi alma. Llegué hasta a reaccionar con disgusto a las frases agradables de amézquita y<br />

a las coqueterías de Rosa. Sólo me encontraba bien con Pancholo, con Remigio, con los otros<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

peones. Les oía charlar, los veía trabajar sin descanso y me sentía ajeno a las asechanzas<br />

contra mi libertad.<br />

Pero el diablo no duerme, según dicen, y si lo hace es caminando. El diablo arregló las<br />

cosas de tal manera que me resultó imposible abandonar la casa: el viejo amézquita enfermó<br />

y se fue agravando poco a poco, al punto que nos vimos metidos en el mal trance sin que<br />

ninguno lo viera llegar. Y yo no podía dejar al viejo amézquita cuando él no servía para<br />

nada, porque hubiera sido cobardía y deslealtad.<br />

La enfermedad se presentó con dolores en el pecho, al amanecer de un lunes; en la noche<br />

Amézquita respiraba con dificultad y yo no arreglé la hamaca porque amanecí sentado,<br />

en espera de que me necesitaran. El martes el enfermo estuvo débil, con algo de fiebre; el<br />

miércoles deliraba y la fiebre lo sacudía en temblores, le hacía sudar y le hundía los ojos y<br />

las sienes. El viejo se quejaba de dolor en el lado derecho, apretaba los labios y dejaba caer<br />

los párpados. Ese día, en la noche sobre todo, fue gente de toda la vecindad e innumerables<br />

mujeres a quienes yo no conocía estuvieron entrando y saliendo, murmurando sin cansarse,<br />

preparando tisanas y rezando. El jueves temprano amézquita me llamó. Hablaba con voz<br />

profunda e insegura.<br />

—Ya falta poco pa que esto se acabe, Juan. Si por mí fuera, le pediría que me consiguiera<br />

el cura en el pueblo pa morir en confesión.<br />

Yo me hice el sordo y no le contesté. trataba de mirar hacia cualquier sitio donde no<br />

estuvieran los ojos de amézquita. Él me sujetó una mano por la muñeca.<br />

—Vea, Juan, y tanto que me hubiera gustao verlo junto con Rosa.<br />

no pude evitar el impulso y le clavé la mirada, una mirada que estoy seguro de que era<br />

fría y dura. El viejo tenía los ojos puestos en el vacío y por eso no notó nada. De pronto se<br />

llevo ambas manos al pecho y gimió. Trataba de hundirse los dedos, oscuros y flacos, en el<br />

esternón. Parecía querer desgarrarse. tosió y quiso hablar.<br />

—Juan…<br />

Por la puerta cruzó la sombra de Rosa. Sentí que de golpe el mundo pesaba sobre mí;<br />

el mundo todo, con sus arenillas y sus yerbas, pero también con sus montañas y sus ceibas.<br />

no podía resistir la angustia. Rosa, Rosa, Rosa… En lo profundo de mi pensamiento estaban<br />

ella y el viejo y Penda. Y cientos de caminos pardos que se cruzaban unos sobre otros.<br />

Me acudían a la mente recuerdos de la niñez, retazos de episodios que yo creía olvidados.<br />

amézquita estaba ahí, junto a mí, muriéndose, y yo no podía retornar a mí. Rápidos, veloces,<br />

a galope tendido, desfilaron días y días por mi memoria; unos eran oscuros, otros<br />

eran claros, otros confusos.<br />

—Juan…<br />

allí estaba amézquita, una línea oscura y huesuda, de la que salía una voz pobre. Las<br />

mujeres de las cercanías hablaban y se oían voces de hombres. amézquita acezaba, como<br />

si se asfixiara.<br />

—Juan…<br />

Pero yo no podía responderle. ¿Por qué había de responderle? ¿Por qué había de consentir<br />

que me lanzara en aquel pozo que se abría a mis pies? Rosa estaba en el fondo del<br />

pozo, llena de sonrisas maliciosas. Era agraciada, sí, y joven y saludable. Pero yo no podía,<br />

¡no podía admitir que el moribundo me dejara amarrado! Comprendía que no debía hablar;<br />

que si decía lo que estaba sintiendo, iba a matar al viejo, iba a precipitar su muerte, y no<br />

quería ser responsable de su muerte. Era para volverse loco.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

tal vez lo que estoy contando duró menos de un minuto, pero yo sentía que el tiempo se<br />

había detenido, que todo lo que se mueve en el mundo había dejado de moverse. Me volvía<br />

loco. Y de pronto, en aquella angustia, una idea surgió del caos, una idea no buscada, no<br />

solicitada, una idea que fue como una luz en la noche cerrada.<br />

—a usté le hace falta un poco de berrón –dije.<br />

a seguidas, como un autómata, me puse de pie y eché a andar. Me había agarrado de<br />

aquel pretexto sin darme cuenta cómo ni por qué. Crucé a toda prisa por entre la gente,<br />

aparejé un caballejo que hallé en el patio y tomé al trote el rumbo de la pulpería. todavía a<br />

la vuelta me sentía como sin voluntad de llegar, y confieso que no me daba cuenta de por<br />

qué retardaba la marcha del animal. Me daba asco reconocer, con miedo de mí mismo, que<br />

tenía la esperanza de que el viejo muriera antes de que yo llegara a la casa. Desde lejos,<br />

tratando de ver él movimiento de la gente, quise adivinar si había pasado algo. Pero todo<br />

parecía igual que antes. Y como si el destino escondiera una burla en la curva de cada minuto,<br />

el berrón que fui a buscar para no estar presente en el momento de iniciarse la agonía de<br />

amézquita, sirvió para volver en sí al enfermo. Rato después de habérselo untado en la cara<br />

y en el pecho, el viejo dormía como un niño. Yo también tenía ganas de dormir. Busqué la<br />

sombra de un alero y eché una siesta corta.<br />

Pasamos aquella noche en calma relativa. a lo lejos ladraban los perros mientras adentro<br />

rodaba el murmullo de las conversaciones sostenidas en voz baja. algunos hombres galanteaban<br />

a las muchachas; el humo de los cachimbos y los cigarros llenaba las habitaciones;<br />

en la cocina hervían tisanas y hacían café.<br />

Rosa aprovechaba cualquiera ocasión para acercárseme. Iba a preguntarme futilezas, se<br />

acercaba como si fuera a sentarse en mi silla, y hasta me sujetó una mano, en una ocasión.<br />

Con los labios lívidos y los ojos fosforescentes, su descuido y su palidez le daban un marcado<br />

aspecto de mujer sensual que no era corriente en ella. Yo procuraba mantenerme alejado.<br />

En un grupo distinguí el rostro duro de Inocencio. Sus ojos me seguían como perros hambrientos.<br />

no le vi mover la boca una sola vez. Estuvo en el patio, entre mozos de su edad, y la<br />

luz de la cocina le enrojecía las facciones, dándoles mayor repulsión de las que tenían.<br />

temprano, cuando me convencí de que el viejo no daría sustos, me fui a dormir. antes<br />

de sumergirme en el sueño oí la voz de Rosa, apagada y con un timbre extraño:<br />

—Juan, Juan… ¿adónde estará Juan, Marta?<br />

no quise responder.<br />

En toda la mañana del viernes nos sentíamos animados: el viejo parecía mejorar. Para mí<br />

aquello era la solución de mi tormento, porque la salud o la muerte eran puntos extremos,<br />

y en ninguno de ellos cabía la duda, origen de mi angustia.<br />

nos envolvía un cielo nítido y el sol se mostraba jocundo, propicio a pensamientos de esperanza.<br />

Yo sentía que una felicidad suprema flotaba en el ambiente, pero sentía también que a mi<br />

no me tocaba parte en esa felicidad. La quietud de la mañana, sin embargo, me fascinaba.<br />

En la misma casa había paz. Había ido poca gente y amézquita dormía tranquilamente,<br />

tal vez sólo molesto por el desacompasado subir y bajar del pecho.<br />

¿Por qué veía yo aquella tranquilidad como cosa superficial? Me dije que debía estar<br />

nervioso por el mal dormir, el trajinar, el pensar, y me lo repetí varias veces, empeñado en<br />

convencerme. Pero no lo lograba. Veía aquel cielo alto y claro, aquel armónico y gentil movimiento<br />

de toda hoja, aquel fluir lento del día como algo lejano, casi de sueño, que sólo lograba<br />

adormecerme la piel. Para ponerme a tono con el día cogí maíz y estuve echándoselo poco<br />

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Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

a poco a las gallinas; recorrí el jardincito deteniéndome en cada flor, y jugué con los perros<br />

como en mi olvidada niñez. Y de pronto, cuando correteaba entreteniendo a Rabonegro, oía<br />

a Rosa gritar mi nombre y llamarme.<br />

Corrí. Ella estaba en la puerta, con un paño sobre la boca. La empujé y entré. Marta<br />

rezaba al pie del catre. al viejo se le había llenado el rostro de huesos.<br />

—¿El berrón, el berrón! –grité.<br />

toda alocada, en un revuelo de brazos, de faldas y de pelo, Rosa registró un rincón, y se<br />

volvió desolada, mostrando la botella vacía. no perdí un segundo y corrí al patio.<br />

—¡Pancholo, Remigio!<br />

nadie contestó. En una sombra de yerba que había junto a la cocina, mordisqueaba un<br />

potro. Me dirigí a él corriendo y en medio de la carrera iba pensando: “Ya no lo salva nadie”.<br />

Mientras le echaba el bozal a la bestia tuve tiempo de decir algo que le devolviera a Rosa la<br />

confianza. Salté sobre el animal sin aparejarlo y empecé a maltratar a talonazos sus costillas.<br />

Llegué rápidamente. Desde el camino grité:<br />

—¡antonio, pronto, berrón, que el viejo se muere!<br />

Veía la pulpería en sombras y repetía ahogándome.<br />

—¡Berrón que se muere!<br />

—Dios le guarde la suerte –rezongó una voz.<br />

al tiempo que me volvía, pregunté:<br />

—¿Suerte? ¿a quién?<br />

todavía no lograba distinguir al que hablaba. antonio Rosario destapaba la botella para<br />

que yo perdiera menos tiempo. De pronto le oí decir:<br />

—no hable caballá, Inocencio.<br />

Pero Inocencio no quiso callarse.<br />

—a usté –dijo señalándome.<br />

Mientras corría a montar, sin comprender claramente qué quería decir, insistí:<br />

—¿Y por qué a mí?<br />

Pero súbitamente vi claro. no esperé la respuesta. Como si la sangre se me hubiera vuelto<br />

llamas de pronto, me sentí arder por dentro.<br />

—¡Hijo de mala madre! –grité al tiempo de atacar.<br />

Él estaba armado de cuchillo, pero no lo había sacado. al golpe, le vi la cara echando sangre<br />

y los ojos enrojecidos por la ira. El piso resonaba bajo nuestros pies. antonio Rosario maldecía<br />

a grito pelado. En un relámpago de tiempo eché el ojo sobre el cabo de un machete que descansaba<br />

en el mostrador. tiré la mano, pero ya él había logrado sacar su cuchillo. Mostraba los<br />

dientes ensangrentados y soplaba como bestia. Sentí la punta del cuchillo en el hueso, sobre el<br />

omoplato izquierdo, y, ya loco, como quien tala matorrales, lancé el primer golpe. El hombre<br />

se ladeó. Di otra vez, y otra más. La voz de antonio resonaba en mis oídos:<br />

—¡Lo va a matar, Juan; lo va a matar!<br />

Entonces vi a Inocencio doblarse, cubrirse el rostro y caer. Me asomé a la puerta. Los<br />

objetos se me confundían. El cielo, los árboles, el camino: para mí todo se movía en una<br />

danza vertiginosa. Corrí. no recordé que andaba a caballo y me fui a pie. antonio Rosario<br />

daba gritos:<br />

—¡Corran, que malograron a Inocencio!<br />

Caminé hora tras hora, dando rodeos, y cuando el sol clareaba, antes de que reventara<br />

la mañana, había alcanzado el fundo de nisio Santos. El trillo terminaba ahí y a nadie iba<br />

591


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

a ocurrírsele buscarme donde el viejo nisio Santos. Era un negro serio, silencioso, muy<br />

estimado por sus amigos. Lo llamé desde la tranca. tardó en salir. un perro blanco empezó<br />

a alborotar.<br />

—Muchacho, soñando contigo tuve anoche. Quién me lo diba a decir.<br />

—Corté a Inocencio, el del viejo Vinicio –dije a manera de explicación.<br />

—Dentra y siéntate. Eso le pasa a cualquier hombre, no te apures.<br />

La mujer de nisio Santos no podía levantarse. Ellos eran solos, porque los dos hijos se<br />

les habían ido al pueblo. La vieja tenía medio cuerpo paralizado.<br />

—ay jijo –comentó al verme–. Dichosos los ojos. Mira que hacía tiempo que no sabíamos<br />

de ti.<br />

Hablamos de su enfermedad, mientras nisio bregaba con astillas de cuaba en la cocina.<br />

El bohío era pequeño, sucio. no comprendía uno cómo podía resistir las inclemencias<br />

del tiempo. una gallina estaba echada en un rincón. afuera se mecían los plátanos al aire<br />

de la mañana.<br />

El viejo hablaba con voz monótona, respondiendo a una petición mía:<br />

—Yo casi no resisto camino largo, y menos hoy, con este anuncio de agua; pero un servicio<br />

no se le niega a naiden, muchacho. Horitica salgo yo pa Penda. asina no haberá lugar<br />

a que piensen que tú andas por aquí.<br />

Yo le oía y veía sus desnudos pies, grandes, de talones cuarteados. Ya estaba abrumado<br />

por los años. Se movía con lentitud y chupaba su cachimbo como adormeciéndose. Me pidió<br />

que le hiciera su sopa a la vieja y que le terminara un desyerbo en el platanal, si no llovía.<br />

El perro le acompañó buen trecho, moviendo alegremente el rabo.<br />

El fundo estaba metido en pleno monte. Se oía el susurro del viento entre los troncos<br />

cubiertos de bejucos. Las hojas de plátanos resonaban con la brisa como puertas que se<br />

abrían y se cerraban de golpe. Silenciosa, la vieja dejaba pasar las horas prendida de su<br />

cachimbo de barro.<br />

Cansado como me hallaba, quise esperar un rato antes de ponerme a desyerbar. Me tendí<br />

sobre un banco estrecho, frente al fogón, y cerré los ojos. Sin explicarme por qué tenía una<br />

sensación de seguridad que me hacía mucho bien. Echado en la puerta de la cocina, el perro<br />

blanco se adormilaba para sorprender las moscas que se le posaran encima.<br />

Poco a poco fui sintiendo los ojos duros y empecé a perder el dominio de los sentidos.<br />

De pronto vi a Inocencio tendido a mis pies con la cabeza machacada, sin rasgos humanos.<br />

Yo caminaba, y adonde iba, iba aquel cuerpo de cabeza deshecha. no se movía, pero no me<br />

abandonaba. Yo cruzaba el potrero de amézquita. La noche era oscura y llovía a cántaros.<br />

De todo terrón, de todo tronco salía una mano. Yo lograba escapar por pulgadas de ventaja.<br />

Llenando el potrero, resonaba la voz de antonio Rosario: “¡Él fue, él fue, él fue!” Rosa se<br />

hincaba frente a un soldado de rostro repugnante y lloraba hablando: “Le doy lo que usté<br />

me pida si lo perdona”. Yo no podía con mi terror. Gritaba desesperado, corría ladeándome,<br />

huyéndoles a tantas manos. Blandiendo un machete afilado, el viejo Nisio Santos clamaba:<br />

“¡no le pongan la mano, no le pongan la mano, sinvergüenzas!” Seguía la noche negra, tan<br />

negra como si hubiera sido sólida. Vi una mujer cruzar el potrero, apartando la yerba con<br />

unas manos blancas y gentiles. De pronto aparecí a la puerta de amézquita. Había mucha<br />

gente, un catre en la sala, y alrededor, cuatro velas en sillas, y Rosa tendida sobre el catre,<br />

llorando. El viejo amézquita surgía de entre las sábanas blancas, me miraba con ojos hundidos<br />

y horrorizados, y me decía: “¡tú fuiste, tú, yo lo sé!” Yo empecé a gritar: “¡Yo no, yo no, yo<br />

592


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

no!” Entonces Pancholo y Remigio rompían en una risa a la vez sonora y tenebrosa, una risa<br />

tan estrambótica que ahogaba todos los ruidos. no sé por qué me hallaba con ellos jugando<br />

brisca al tronco de un caimito. Hacía mucho sol y a la vez era noche cerrada. Jugábamos, y<br />

al volver los ojos tropezaba con Inocencio a mis pies. allí estaba, con la cabeza hecha trizas.<br />

Encolerizado por su injusta persecución, yo le escupía el vientre y el muerto lloraba lleno de<br />

amargura. Eso me causaba terror. “¡Juan, ahí vienen; huye, Juan, que ahí vienen!” –gritaba<br />

Marta–. Yo no podía huir. Quería moverme y estaba clavado en el suelo; deseaba dar voces<br />

y había enmudecido. Rabonegro empezó a ladrar en forma desesperada.<br />

alcé la cabeza. El perro blanco de nisio perseguía un hurón, llenando el patio de ladridos.<br />

tardé en recobrarme, lleno de miedo cerval. De pronto no comprendí dónde estaba,<br />

y veía la cocinita negra, el bohiucho pobre; vigilaba los alrededores y me parecía estar<br />

acechando el silencio. La vieja tosió en su habitación. Entonces me hice cargo de dónde<br />

estaba y me apresuré a reavivar la candela, que ya se consumía. Después me puse a buscar<br />

los ingredientes de la sopa; registré macutos viejos, rincones y barbacoas; en parte alguna<br />

hallé con qué hacerla. Había unos granos de sal en una higüerita, pero ni manteca ni ajos<br />

ni otra cosa para condimentar. Salí al patio, recogí unas mazorcas de maíz y en un plantón<br />

raquítico encontré unos rabos de yuca. Más que sopa, lo que hice fue un caldo pobre, que a<br />

nada sabía; sin embargo la vieja estuvo tomándoselo con placer y cuando terminó dijo que<br />

hacía tiempo que no comía sopa tan sabrosa.<br />

Yo estuve un rato mortificado, mientras ella tornaba a chupar su cachimbo, con los ojos<br />

perdidos en el techo. no sabía si sus palabras eran sinceras o si las dijo para no echarme<br />

en cara mi ignorancia. Lo primero me impresionaba por la miseria que hacía sospechar; lo<br />

segundo, por su generosidad.<br />

Esperando a nisio, que anduvo ligero, entró la tarde. El viejo llegó silencioso, preguntó<br />

por su mujer, fue a saludarla y después se metió en la cocina. no se había quitado el<br />

sombrero. Estuvo un rato acariciando al perro. Yo trataba de adivinar qué iba a decir. Sus<br />

gestos pausados y nada extraordinarios podían encubrir una noticia mala o una buena. al<br />

cabo habló.<br />

—Eso del muchacho de Vinicio es caballá. La gente creía que diba a salir guapo, pero<br />

yo sabía que no.<br />

a la verdad, yo no estaba nervioso, o creía no estarlo; pues si no lo estaba, ¿por qué había<br />

soñado lo que soñé unas horas antes? Pero si tenía una falta de acomodo interior, creía que<br />

la causa no era que hubiera herido a Inocencio sino haber sido violento con él: que él me<br />

hubiera sacado de mi decisión de no ser violento. Me producía rabia pensar que él me había<br />

obligado a herirle. Era bruto el condenado, bruto y odioso. Rosa no tenía nada que ver en<br />

eso; ni siquiera pensaba en ella. Era sólo Inocencio, sólo él; él y yo.<br />

—Le diste sus buenos golpes, pero de plan, no de filo. Agora, que cuando te sintió hombre,<br />

se aflojó. Y como tú le sacaste sangre… una cortaíta; cosa de na. Me dijeron, y te lo digo<br />

como me lo contaron, que el taita le dio su pela por blandito.<br />

—¿no está grave, entonces?<br />

—¿Grave? Esos porquerías ni an se mueren, muchacho. Y yo no sé, porque pa la falta<br />

que hacen en el mundo.<br />

—Yo creí que… usté no sabe la alegría que siento.<br />

—Caballá, muchacho… ni an herido… tú puedes dirte a Penda, si te da la gana; pero<br />

si quieres llevarte de mi consejo, no vayas. El Inocencio ése no saldrá guapo, pero alevoso<br />

593


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

sí. Lo mejor es evitar. Cuando no hay más remedio, se para uno a pelear. Yo creo que tú no<br />

tienes qué buscar en Penda, asina que…<br />

—Sí, tengo que ir donde el viejo amézquita.<br />

—¿amézquita? Enterrao ta ya. Hoy mesmo lo enterraron.<br />

“Hoy mesmo lo enterraron, hoy mesmo lo enterraron”. He oído esas cuatro palabras<br />

mil veces, más de mil veces, y ahora mismo estoy oyéndolas. La noche anula las líneas del<br />

camino y borra los perfiles del monte. Cantan las ranas y algunos cocuyos se encienden;<br />

los perros ladran en hileras; uno aquí, otro más lejos, otro perdido en la distancia. Camino.<br />

arriba asoma una que otra estrella entre nubes densas y lentas.<br />

He dejado atrás el trillo que lleva al fundo de nisio Santos; he dejado atrás los primeros<br />

bohíos de Penda; y camino, camino. Como en la noche de mi vuelta a la casa de amézquita, pienso<br />

en Rosa. ahora es huérfana. Estará con Marta. El caserón le parecerá grimoso y oscuro.<br />

también pienso en amézquita. Lo veo huesudo, con los ojos agrandados, agarrándose el<br />

pecho. “Hoy mesmo lo enterraron, hoy mesmo lo enterraron”. Imagino la hora del desenlace.<br />

ocurriría cuando yo estaba luchando con Inocencio en la pulpería. Rosa gritaría desolada<br />

y las viejas del lugar debieron llegar a toda prisa. La noche del velorio –anoche– Rosa se<br />

pasaría el tiempo preguntando al sesgo por mí; le contarían lo de Inocencio y lloraría la<br />

desgracia a la vez que la muerte del viejo. Me parece verla con su negro pelo descuidado,<br />

los ojos hinchados y la nariz roja de llorar. En el velorio habría gente de todos los lugares<br />

vecinos; los hombres contarían cuentos y las viejas cabecearían sueños entre los rezos.<br />

Camino, camino… arriba siguen amontonándose nubes negras. Si no estoy equivocado<br />

debe faltarme poco para llegar a la pulpería. Llamaré a antonio Rosario y le preguntaré.<br />

aunque no; es mejor que nadie sepa mi paradero. a lo mejor es una trampa lo que le han<br />

contado al viejo nisio Santos. Bueno, no puede ser trampa porque nadie sabía que yo estaba<br />

en su casa.<br />

Me gustaría hablar con antonio, oírle decir algo. Es buen amigo y con seguridad no<br />

me delatará. Decía: “¡Corran, que desgraciaron a Inocencio!”; pero no decía quién lo había<br />

cortado. Quizá hasta esté un poco alegre por lo que le haya pasado a Inocencio.<br />

Camino, camino… ¿Cuándo se desplomarán esas nubes que ya cubren el cielo? Creo<br />

reconocer el sitio por donde voy. De ser éstos los cacaotales de don Vinicio, estoy al alcanzar<br />

la pulpería. Sí, son ellos. Ese árbol, aquí, a mi izquierda, es un roble desramado. ahí está la<br />

pulpería; es ese bulto cuadrado. Llamaré a antonio. Pero, ¿y si hay gente con él? ¿Quién? tal<br />

vez una mujer; nadie sabe. El perro ladra furiosamente; parece que va a reventar ladrando.<br />

acorto el paso. ¿Llamo?<br />

Ya estoy frente a la pulpería. Debería detenerme y llamar. Pero no lo haré. ahora no<br />

quiero devolverme. antonio estará durmiendo. ¿Serán las doce? no, quizá sea un poco más<br />

tarde. Es imposible saber la hora exacta. De noche se camina más despacio porque apenas se<br />

ve por dónde se anda. además, esta vez no hay estrellas. Las nubes crecen y se confunden<br />

allá arriba.<br />

Camino, camino… a ratos no pienso; sólo me esfuerzo en mirar. ¿alambres? Los tiento y<br />

digo: “tierra de amézquita”. tierras de amézquita. ¿Por qué no me conmueve pensarlo? toda<br />

la que tenía la ha cambiado ahora por un hoyo estrecho. ¿Cuándo comenzará a pudrirse?” Dicen<br />

que alguna gente no se pudre; depende del terreno y quizá hasta de la causa de la muerte.<br />

Pero amézquita… Amézquita se pudrirá pronto. Murió flaco. Quería dejarme atado a su hija.<br />

¡ah, el viejo amézquita! Era buen hombre, no cabe duda; pero quería atarme a su hija.<br />

594


Juan BoSCH | MÁS CuEntoS ESCRItoS En EL EXILIo<br />

Rosa debe estar pensando en mí. ¿Llorará? Su vida ha quedado dislocada de golpe.<br />

¿Quién iba a decirle que sucedería todo esto? La vieja Marta rogaba: “Quédese aquí con<br />

nosotros, Juan”. Bien: ni el viejo ni yo. nadie puede prever el futuro, y a veces llega lo que<br />

menos esperamos.<br />

Camino, camino… La brisa ha cambiado y es ahora viento de agua. Voltijea entre las<br />

copas de los árboles; zumba, gira, arranca hojas. no tardará en llover.<br />

toda la noche suena, canta. Del mismo corazón de la tierra parece levantarse un rumor<br />

de vida. Veo los arbustos doblarse, mecerse; ojeo hasta que me duelen los ojos; extiendo el<br />

brazo para evitar tropiezos. “amézquita no está; ha muerto” –pienso–. Se lo llevaron esta<br />

mañana por este mismo camino. todos los campesinos de por aquí se pondrían ropa limpia<br />

–”su muda limpia”, como dicen ellos–, y sin duda vino don Rogelio el del Palmar en su<br />

mulita. Buen paso el de la mulita.<br />

Camino, camino… oigo a mi espalda el ronroneo de la lluvia; distingo el ruido peculiar<br />

de las gotas sueltas que caen en las hojas. Apuro el paso. Ahí está la casa. Aprecio el perfil<br />

de los árboles que la rodean, inesperadamente el corazón me salta. Sí, ahí está la casa. Siento<br />

que las manos se me enfrían. El aguacero viene cantando a mi espalda. Corro. Rabonegro<br />

ladra, se enfurece, estruja su cabeza con mis piernas. Busco el alero. Me siento frío y lucho<br />

contra la impresión. La lluvia está lavando ya el techo de la casa.<br />

El perro se echa a mis pies. Yo me doblo y acaricio su cabeza. Llueve intensamente. Me<br />

siento mojado en un brazo, en un hombro. Me pego más. Silencio. ahora, al conjuro de la<br />

lluvia, me va invadiendo una tristeza inexplicable. Debe ser mucho más de medianoche.<br />

Quizá en algún lugar distante estén celebrando una fiesta. Esta lluvia se irá filtrando poco<br />

a poco hasta mojar el ataúd de amézquita. Los bohíos, pobres y miserables, están cerrados.<br />

Yo tendré que trabajar mañana, como ayer, como siempre; y no yo solo: también los miles y<br />

miles de seres humanos que viven en esos bohíos miserables. a esta hora hay mucha gente<br />

cobijada por un techo de zinc, de yaguas o de cemento; unos estarán durmiendo junto a sus<br />

mujeres, otros junto a sus hijos, otros con sus padres y sus hermanos. Yo estoy aquí, bajo un<br />

alero, acariciando la cabeza de Rabonegro. ¿Estará Rosa pensando en mí?<br />

La lluvia arrecia. Las ideas tristes, los pensamientos dolorosos nacen en tropel no sé<br />

dónde, y me angustian. oigo el viento pasar por entre los árboles.<br />

¡Solo, solo! ¿De qué me sirve mi libertad ahora? tal vez enferme, quizá caiga herido un<br />

día, golpeado por un tronco o macheteado por cualquier Inocencio. Rosa está aquí, y acaso<br />

no duerma. Su catre estará caliente. ¿Por qué no llamar, por qué, si ello asegura mi porvenir<br />

y calma mi soledad de hoy?<br />

Voy a llamar. Bastará con que dé un golpe en la puerta y diga su nombre. Ella estará<br />

despierta, quizá esperando esto mismo, que yo la llame. La vieja Marta se alegrará de que<br />

vuelva; estoy seguro de que se alegrará.<br />

Rabonegro gime entre mis pies. La lluvia decrece por un momento; es menos ronco su<br />

canto en el techo. La brisa pasa ahora menos sonora, más suavemente.<br />

oigo una tos. Estoy seguro de que es ella. Me presiente y no duerme. a seguidas, una voz:<br />

—Marta, Marta…<br />

Me llega el murmullo de la respuesta, pero no distingo las palabras. a poco, otra vez Rosa:<br />

—no es el perro, Marta; es gente.<br />

¿Gente? Ha querido decir “Juan”. Levanto la mano. Fugazmente, la imagen de amézquita<br />

pasa por algún lugar de mi cerebro. Lucho. tengo la mano levantada, pero lucho. Su catre<br />

595


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

estará caliente. ¿Y mi libertad, mi libertad? no puedo más, ¡no puedo más con mi duda! La<br />

lluvia torna a arreciar. Es un golpe de agua y viento el que se acerca. El camino estará parido<br />

de charcas y lodazales, y aquí hay cama, casa, afecto.<br />

Creo que voy a ahogarme. La voz se me aprieta sin haber salido; me ahoga como piedra<br />

metida en la garganta. Decididamente, no puedo más, ¡no puedo más!<br />

Y me lanzo al camino, por cuyos desniveles corre raudamente el agua sucia.<br />

596


VIRGILIo DíaZ GRuLLón<br />

CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

CuEntoS<br />

Prólogo<br />

Ca r l o s Cu r I e l<br />

n o. 38


PRóLoGo<br />

La circunstancia de que el autor de estos cuentos, que la Colección Pensamiento Dominicano<br />

recoge en una primera antología –prosiguiendo así una ejemplarísima labor de allegamiento<br />

de las más representativas obras del quehacer literario de nuestro pueblo– me haya escogido<br />

para pergeñar estas palabras de presentación, obedece, por una parte, a motivos sentimentales,<br />

habida cuenta de los nexos de compañerismo y de afinidad intelectual que nos ligan<br />

desde los años de la adolescencia; y por otra, en razón de que antes de darse a la imprenta<br />

su primer libro Un día cualquiera*, me tocó la delicada misión de fungir de “lector de sondeo”<br />

frente a las dubitaciones del autor, nacidas de su acendrada honestidad intelectual, antes<br />

de aventurarse, nuevo Jasón, en el oleaje de opiniones encontradas que agita ese proceloso<br />

mar que forma el público de los lectores.<br />

Lejos de mí la pretensión de hacer obra de enjuiciamiento crítico en estas breves líneas.<br />

Estimo justificada mi misión con señalar el hecho de que tan pronto concluí la lectura de<br />

aquellos primeros cuentos, encarecí a Virgilio Díaz Grullón desechar todo escrúpulo y<br />

apresurarse a publicarlos para enriquecimiento de nuestra moderna literatura en un género<br />

calificado con frecuencia como uno de los más difíciles.<br />

La acogida altamente favorable que obtuvo ese primer volumen de cuentos –no sólo en<br />

los círculos literarios del país, sino del Hemisferio, incluso entre lectores de habla inglesa a<br />

través de traducciones– justificaron con creces mis recomendaciones y ratificaron mi fe en<br />

el talento y la capacidad creadora de su autor.<br />

Insisto en que la labor de crítica literaria me aterra. Particularmente si ésta reviste las características<br />

del “Sherlockholmismo” crítico, en el sentido de practicar la vivisección de la obra<br />

objeto de enjuiciamiento, rastrear sus antecedentes, determinar su mayor o menor ajustamiento<br />

a las llamadas “reglas del género”, indagar posibles simbolismos en los personajes y descubrir<br />

recónditas conexiones entre las motivaciones de éstos y la propia psique de su creador.<br />

ante las expresiones artísticas mi actitud suele ser la del gozador receptivo dispuesto a<br />

ser arrastrado al orbe mágico que recrea la obra de arte; claro está, cuando la misma posea<br />

la virtud de suscitar ese milagro, siempre maravilloso, de identificación entre el creador y<br />

el gozador. Frente a un cuadro, un poema, una sinfonía, una pieza de teatro, una novela o<br />

un cuento, persigo de inmediato esa sensación de plenitud, de entrega total, de deleitosa<br />

incursión en una “terra incógnita”. En suma, a mi entender, el hermetismo, la incomunicación,<br />

constituyen pecados mortales en toda obra de arte.<br />

Con la obra de Díaz Grullón surge en nuestro ámbito literario un auténtico cuentista<br />

dominicano. La yuxtaposición de estos dos conceptos –cuentista y dominicano– ofrece la<br />

oportunidad para reiterar consideraciones –que en modo alguno pretenden ser originales–<br />

acerca del llamado cuento dominicano.<br />

A partir del florecimiento de las literaturas regionalistas en Hispanoamérica –ese formidable<br />

re-descubrimiento del hombre americano que vive su drama en medio de la agresividad<br />

de su “hábitat”, arrastrado por la vorágine de fuerzas sociales que le prestan estatura<br />

heroica a su doliente humanidad– los escritores dominicanos se suman a la corriente y se<br />

habla, cada vez con más insistencia, del cuento dominicano.<br />

*Un día cualquiera, editado por la Librería Dominicana en 1958.<br />

599


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Se asoma a nuestra literatura el medio rural cual trasfondo o escenario para la actuación<br />

como protagonista, agonista o antagonista de la figura del campesino, tanto como vale, peón,<br />

gavillero, cacique de facciones, capataz, hacendado, general de horca y cuchillo; esto es, como<br />

ingredientes de recio colorido para arrojar ese precipitado que es la expresión literaria de la<br />

más bronca esencia de la dominicanidad.<br />

Esto se explica por el hecho de que en nuestro país más del 70% de su población vive en<br />

el medio rural, en condiciones poco menos que infrahumanas, y su vinculación a la tierra,<br />

en una forma u otra, constituye el drama de su vida y, por tanto, el más inmediato y rico<br />

material para una elaboración cuentística o novelística de esencia nacional.<br />

Dentro del género del cuento, esta tendencia dominicanista y rural alcanza su culminación<br />

en la formidable obra de Juan Bosch, que por sus múltiples méritos ha prestado una<br />

dimensión continental –si no universal– al obscuro drama del hombre dominicano.<br />

Bosch es el gran cuentista dominicano. Y lo es porque en su talento se ligan indisolublemente<br />

una honda vivencia del escenario y una vital identificación con la psicología del<br />

hombre del agro. La aparición de su primer libro de cuentos Camino Real constituyó una<br />

revelación. Para los que entonces éramos muchachos, fervorosamente asomados a las nuevas<br />

corrientes literarias americanistas, la obra de Bosch sencillamente nos deslumbró.<br />

allí estaba el hombre dominicano luchando a brazo partido frente a las adversidades. EL<br />

héroe surgido de la gleba arrastrado ya por las fuerzas incontrolables de la naturaleza –inundaciones,<br />

sequías, epidemias– ya que por la vorágine de las luchas fratricidas o estrujado por<br />

el férreo puño del latifundismo feudal. obra amarga y cargada de profunda compasión.<br />

Con el paso de los años, la obra primeriza de Bosch –desgarrada y palpitante– mantiene<br />

su vigencia como elocuente testimonio de una realidad social. Desgraciadamente –y esto es<br />

un juicio personalísimo– se reduce, con todos sus altos méritos literarios, a un testimonio.<br />

Vivimos en ella el drama desgarrador del hombre de nuestra tierra. Pero hay en esos cuentos<br />

un amargo acento de pesimismo. Su lectura deja, en estas alturas de los tiempos, un regusto<br />

de frustración.<br />

De antemano, se adivina que esa lucha, esa dura agonía en el sentido unamuniano,<br />

desembocará en una interrogante, cargada de sugerencias, cierto, pero también de un vago<br />

y anhelante sentimiento de insatisfacción como en aquel film de Chaplin cuando el héroe,<br />

cumplida su frustrada epopeya, se aleja, con su andar ridículamente patético, a lo largo de<br />

un desolado camino hasta perderse en un remoto punto de fuga que se esfuma para dar<br />

paso a la palabra “fin”.<br />

Los cuentos de Díaz Grullón responden a las inquietudes de una generación posterior.<br />

El campo, el agro y sus problemas, siguen siendo la clave del destino nacional. Pero en<br />

ese lapso se ha producido también entre nosotros –como en otros pueblos latinoamericanos–<br />

el fenómeno del crecimiento extraordinario de los centros urbanos a expensas de la<br />

población rural.<br />

Junto al hombre de ciudad, ha aparecido el hombre que se desplaza del campo en busca<br />

de mejores condiciones de vida y aporta así una inédita nota de calor, no menos auténtica, en<br />

el paisaje humano de la ciudad. De este núcleo recién llegado, apenas sacudido de su agreste<br />

relente, se nutre la nueva clase obrera en las incipientes industrias, los pequeños empleados<br />

del tren burocrático –de primordial importancia en el equilibrio presupuestario de nuestros<br />

pueblos–, los modestos dependientes de pulperías, artesanos, buhoneros, pregoneros de<br />

billetes de la lotería nacional, et al.<br />

600


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

He aquí el nuevo tipo humano que sirve de material a los cuentos de Díaz Grullón,<br />

tan auténticamente dominicano como el de la extracción rural. ahora bien, el drama del<br />

hombre dominicano reviste en este joven autor un acento menos epopéyico –en el sentido<br />

de enfrentamiento a la fuerza externa– que en sus antecesores.<br />

El drama del dominicano de la ciudad es de interioridad. Ya no es la inclemencia de la<br />

naturaleza, ni la fuerza coactiva del cacique de turno, ni la esterilidad del suelo, ni la incomunicación<br />

física.<br />

Se trata esta vez del trauma psíquico del hombre de ciudad o del hombre que vegeta en<br />

estas poblaciones que no alcanzan la categoría de ciudad, pero que han perdido el encanto<br />

parroquial y eglógico de las aldeas tradicionales.<br />

Varios de los cuentos de Díaz Grullón se desarrollan en un poblacho creado por su<br />

imaginación –altocerro– pero en el que se descubren elementos tomados de la realidad de<br />

nuestro medio, de pura extracción vivencial. Se trata del escenario para el drama de ese<br />

nuevo tipo de dominicano, también frustrado, malogrado en su destino, anhelante de una<br />

nueva oportunidad, de un cauce a su vida que siente, en lo íntimo, llamada a un más alto<br />

destino.<br />

Hay también en estos cuentos un amargo sentido de frustración, pero en esa medida<br />

constituyen un retrato de un gran sector de nuestro pueblo.<br />

El autor no plantea soluciones a esas vidas frustradas. no es esa su misión. Pero, sin<br />

decirlo explícitamente, hay compasión y profunda simpatía, por esos seres y el anhelo latente<br />

de que alguna vez, al término de su ruta –aparentemente sin sentido– brille una luz<br />

de redención definitiva.<br />

601<br />

Carlos Curiel


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Círculo<br />

Soy un hombre ordenado. Extremadamente ordenado y cuidadoso. tan pronto abro los<br />

ojos a las cinco en punto de cada mañana, inicio un sagrado ritual de movimientos precisos<br />

–siempre los mismos– que transportan mi cuerpo, desde la estrecha cama arrimada a la<br />

pared, hasta el oscuro cuarto de baño anexo a mi habitación, donde completo mi prolijo aseo<br />

personal. Veamos: emerjo suavemente del sueño y me encuentro a mí mismo acostado de<br />

espaldas, en el centro exacto del lecho, con las piernas juntas y estiradas y los brazos reposando<br />

en ambos lados del cuerpo, formando un ligero ángulo con el torso, pero absolutamente<br />

rectos, sin flexión alguna en el codo. Las manos, apoyadas por el dorso, mantienen<br />

los dedos ligeramente curvados hacia las palmas, en una suerte de crispación natural, desfallecida<br />

y estática. Mi cabeza se apoya en el medio de la almohada, y yo adivino junto a<br />

mis sienes los simétricos pliegues que provoca su peso en la tela blanca y tersa que la envuelve.<br />

Más allá del suave género de mi pijama de pálidos colores, observo mis pies sobresalir<br />

de la sábana cuidadosamente doblada que me envuelve tan sólo las piernas y el<br />

vientre. Están allí, erguidos, gemelos, escrupulosamente limpios y cuidados. Los veo como<br />

si no me pertenecieran y alguien los hubiera puesto allí aprovechando mi sueño. Durante<br />

unos segundos, juego con esta idea absurda que se quiebra bruscamente –como estalla una<br />

pompa de jabón– cuando, con movimiento ininterrumpido y certero, me incorporo, aparto<br />

la sábana con la mano izquierda, y giro sobre el coxis hasta sentarme en el lecho. Entonces<br />

los pies –prodigiosamente reconquistados por mi cuerpo– descansan suavemente en el<br />

suelo, junto a las pantuflas de cuero colocadas simétricamente delante de la cama. Sucede<br />

a ese instante preciso, un momento breve, pero intenso, de meditación y ensimismamiento.<br />

Coloco los codos sobre las rodillas y reposo la cabeza entre las manos. Me concentro, me<br />

absorbo en mi propio yo, y ahuyento de ese modo las postreras nieblas del sueño. Después<br />

de algunos segundos, ya estoy listo. Sacudo la cabeza, me calzo las pantuflas (sin ponerles<br />

las manos, con sólo un doble movimiento de los pies) y doy los cinco pasos que me separan<br />

del cuarto de baño. Es ésta una habitación estrecha, asfixiante, mal ventilada y peor iluminada.<br />

Me he quejado sin éxito… He protestado de eso y de otras cosas que ahora no recuerdo.<br />

Cada vez que entro aquí me subleva y me irrita el recuerdo del poco caso que han hecho<br />

siempre a mis justas reclamaciones. Esta breve sensación de ira concentrada, es también<br />

parte del ritual sagrado de cada mañana. La desecho, no obstante, casi de inmediato, enciendo<br />

la bombilla y me dedico a la observación del rostro que me devuelve el espejo incrustado<br />

en la pared sobre el lavabo. Frente amplia de pensador. ojos negros, profundos,<br />

penetrantes. (Hay que cuidar, sin embargo, de ese atisbo de desconfianza que se trasluce en<br />

el girar nervioso de la pupila, y en esa tendencia a mirar de soslayo). Frunzo el ceño y me<br />

pongo a ensayar frente al espejo una mirada recta, fija y limpia sobre mí mismo. Me hago<br />

el propósito de repetir este ejercicio cinco veces por día, cinco minutos cada vez. abro la<br />

boca y me examino detenidamente la lengua, extendida sobre el labio inferior. Bien. La escondo<br />

y recojo los labios, dejando al descubierto los dientes blancos, cuidados, sanos. tomo<br />

el vaso metálico del pequeño escaparate y lo lleno de agua hasta tres cuartos de su capacidad.<br />

Lo coloco sobre el lavabo. Cojo el cepillo de dientes con la mano izquierda y el tubo de<br />

pasta dentrífica con la derecha, los reúno frente a mi rostro y vigilo atentamente que la presión<br />

de los dedos sea la justa para extraer un centímetro de pasta. arrastro el tubo sobre las<br />

cerdas del cepillo y allí queda la familiar sustancia blanquecina, prolijamente distribuida en<br />

la superficie raspante. Retiro un poco las manos de mi rostro y admiro por un buen tiempo<br />

602


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

la perfección de la obra (digna de un anuncio a todo color de una revista americana). Entonces<br />

inicio la operación de limpieza, con movimientos rítmicos, de abajo hacia arriba, de<br />

arriba hacia abajo. (Es preciso seguir las estrías naturales de los dientes… lavárselos tres<br />

veces por día… el cepillo no debe humedecerse… Son cinco pesos la consulta…). De arriba<br />

hacia abajo, de abajo hacia arriba. Lentamente, lentamente… una, dos, tres veces, hasta contar<br />

quince. al principio el brazo se me cansaba extraordinariamente. Ya no. ahora resulta<br />

algo más bien divertido… (Cuatro, cinco, seis, siete)… aunque a veces siente uno la tentación<br />

de cambiar la dirección y mover el cepillo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha…<br />

(ocho, nueve, diez, once)… o hacerlo girar en círculos, cada vez más estrechos y rápidos…<br />

(Doce, trece, catorce y quince…) La boca tiene ahora un agradable frescor, pero es preciso<br />

enjuagarla, y ello también procura un goce especial. abro la llave de agua y sumerjo en el<br />

chorro la punta del cepillo. Con el pulgar barro hasta el último vestigio de pasta sobrante, y<br />

luego observo las cerdas al trasluz de la pequeña ventana enrejada. no quedan trazas. tomo<br />

el vaso de agua y bebo cuatro buches sucesivos arrojándolos cada vez sobre el lavabo. Coloco<br />

nuevamente vaso y cepillo en su lugar respectivo y realizo un nuevo examen de mi dentadura<br />

frente al espejo. al bajar la vista, distingo junto al grifo, una mancha blancuzca, pequeña,<br />

pero deprimente, afrentosa, sobre la límpida superficie esmaltada. No quiero tocarla<br />

con las manos. Produzco nuevamente el chorro de agua, tomo un poco en el hueco de las<br />

manos juntas y lo dejo caer poco a poco sobre la pequeña mancha. no desaparece totalmente,<br />

aún cuando queda borrosa, invisible tal vez para otra mirada menos perspicaz. Vuelvo a<br />

insistir con el agua derramada desde arriba, aún sin tocar la desagradable mancha, pero ésta<br />

no disminuye, más bien parece ahora crecer y tornarse más oscura. Miro a mi alrededor. allá,<br />

doblada en dos sobre la pequeña mesita niquelada de medicinas, hay una toalla. Corro hacia<br />

ella, la tomo, vuelvo al lavabo y froto desesperadamente, una, dos, tres, más de cien veces.<br />

Sudo copiosamente, pero no me atrevo a mirar los resultados de mi labor. Al fin, el cansancio<br />

me paraliza los brazos y me obliga a detener la faena. tiemblo. Dejo caer lentamente la toalla…<br />

¡Está horriblemente sucia! La arrojo con asco lejos de mí y miro con horror la mancha<br />

del lavabo agrandándose cada vez más. Ya no es blanca, sino roja y mana como una herida<br />

abierta… ¡Es sangre, Dios mío!… no necesito más, huyo hacia mi habitación y cierro con<br />

violencia la puerta tras de mí. Me apoyo jadeante sobre ella. Presiento que aquella sustancia<br />

sanguinolenta que mana sin cesar del lavabo terminará por inundar el cuarto de baño e invadir<br />

después mi propia habitación. Me aseguro de que la puerta está herméticamente cerrada.<br />

Luego me separo de ella y busco ansiosamente algo con qué tapar los intersticios. ¡Dios<br />

mío! ¿Qué veo?… toda mi precisa y ordenada personalidad parece estallar de repente. (Me<br />

habré equivocado de puerta otra vez?)… no estoy en mi habitación, sino en el centro de una<br />

llanura inmensa que se comba en el horizonte infinitamente lejano, en una parodia absurda<br />

de la curvatura de la tierra. Después de un primer momento de horrorizado estupor, comprendo<br />

que es preciso escapar de aquella espantosa soledad y refugiarme de nuevo en la<br />

seguridad de mi habitación que debe estar en alguna parte detrás de este páramo infinito.<br />

Elijo al azar la dirección que debo imprimir a mis pasos, e inicio la penosa marcha hacia el<br />

confín del mundo. Camino con rapidez. Corro casi, durante horas interminables, jadeante,<br />

conteniendo la respiración, con los ojos fijos en el horizonte desierto. El suelo es viscoso,<br />

resbaladizo, pero me mantengo en prodigioso equilibrio. De repente, un temor súbito me<br />

asalta. Estoy en el mismo lugar, y a pesar de mi sobrehumano esfuerzo no he logrado avanzar<br />

una sola pulgada. Sin dejar de mover las piernas, bajo la vista y compruebo, azorado,<br />

603


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

que el terreno se mueve hacia atrás a medida que voy mudando pasos, como si mi loca<br />

carrera siguiera la dirección inversa de una de esas escaleras automáticas de las tiendas de<br />

lujo. Comprendo que debo caminar en dirección contraria para aprovechar el movimiento<br />

del terreno. Doy vuelta e intento desandar el inexistente trayecto que creí haber recorrido.<br />

Mas, tan pronto lo hago, el gigantesco mecanismo subterráneo modifica a su vez la dirección<br />

con un ruido atronador de sus engranajes invisibles y el terreno vuelve a correr en contra<br />

de mi marcha. Cambio dos veces más el curso de la ruta, y otras tantas vuelvo a ser víctima<br />

de la trágica jugarreta. En el último de mis bruscos virajes, doy un traspiés y caigo de bruces<br />

en el suelo. Compruebo que mientras permanezco inmóvil, la tierra tampoco se mueve.<br />

Después de un corto respiro de alivio, me incorporo lentamente, pero al intentar el primer<br />

paso, el ominoso estruendo me anuncia lo que sucedería de llevar a cabo mi propósito. opto<br />

por permanecer inmóvil, acostado sobre el pecho, con la mirada prendida al horizonte inaccesible<br />

y el oído atento a los ruidos que podrán producirse bajo la tierra. El silencio es<br />

total, espantoso. Por un largo rato nada parece suceder, hasta que noto, con una súbita sensación<br />

de inmenso júbilo, que el final del mundo ha venido paso a paso acercándose hacia<br />

mí, y trayéndome en su confín mi anhelada habitación. Por unos segundos disfruto de ese<br />

engañoso espejismo. Luego, un inesperado ramalazo de angustia: soy yo quien se hunde<br />

inexorablemente en la materia viscosa que me rodea, súbitamente reblandecida y absorbente.<br />

aterrorizado, miro mis piernas, desaparecidas ya bajo la tierra, y al ver sus muñones<br />

desolados, me siento de pronto víctima de la más espantosa de las mutilaciones. Puedo, sin<br />

embargo, con un supremo esfuerzo, rescatar mis miembros de la trágica trampa y rodarme<br />

a un lado en busca de algún apoyo más firme. Todo inútil: en el nuevo refugio, va hundiéndose<br />

mi brazo derecho y parte del pecho y la cadera. agito brazos y piernas en una infeliz<br />

tentativa de nadar, pero cada nuevo intento ahonda más la fosa que me devora. En ese momento<br />

sobreviene la desesperación. Lloro amargamente, me agito con furia, profiero espantosos<br />

alaridos. tengo ya totalmente paralizados piernas y torso, comprimidos hasta la<br />

desesperación por la masa asfixiante que los aprieta cada vez más. Sobre la superficie, tan<br />

solo los antebrazos y manos, los hombros y la cabeza, a punto de estallar de temor y desesperación,<br />

pero lúcida aún, con su precioso bagaje de facultades visuales y auditivas en angustiosa<br />

expectativa de alguna ayuda providencial. Y justamente en este preciso instante,<br />

la planta de mi pie izquierdo, de la que había perdido ya toda consciencia, parece renacer<br />

de pronto: algo sólido –¡maravillosamente sólido!– permite que se asiente en un milagroso<br />

soporte. Afirmo todo el peso del cuerpo sobre este sostén salvador, y asumo la postura ridícula<br />

de una estatua de Mercurio, con sólo un punto de apoyo para su alado pie. Me aferro<br />

desesperadamente a una nueva esperanza: mi lenta absorción por aquella materia repugnante<br />

ha detenido su inexorable curso… Pero ahora el cielo se oscurece. una mancha inmensa<br />

cubre el firmamento y me sumerge en la penumbra. Miro hacia arriba y veo un ave<br />

gigantesca cuyo tamaño inverosímil llena toda la comba celeste. El ave monstruosa agita<br />

sus negras alas en un veloz descenso sobre mi cabeza. Viene hacia mí directamente, mas, a<br />

medida que se acerca, por alguna razón absurda imposible de explicar, su tamaño se reduce<br />

cada vez más, y al posarse sobre mi frente no es ya más que una mosca pequeñita de<br />

nerviosas patas y alas inquietas y vivaces. El insecto recorre mi cabeza con carreritas cortas,<br />

produciéndome una desagradable picazón que se convierte al poco rato en escozor insoportable.<br />

La posición de los brazos, atrapados hasta el codo, me impide espantarla de un manotazo.<br />

Mi única posibilidad es alejarla con bruscos movimientos de la cabeza. al intentarlo,<br />

604


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

compruebo que la materia en que estoy hundido ha fraguado y tiene ya la solidez del cemento.<br />

Esta nueva desventura trueca una vez más mi angustia en desesperación. Muevo la<br />

cabeza de uno a otro lado con ímpetu extraordinario, pero el maldito insecto no se aparta<br />

de mi frente. Después de un largo batallar, ceso de esforzarme para comprobar, horrorizado,<br />

que no puedo ya detener el movimiento y la cabeza continúa por sí sola el incesante bamboleo.<br />

ahora mi cuello comienza ya a sufrir las consecuencias del prolongado esfuerzo,<br />

sobre todo cuando el cabeceo se transforma en un girar apresurado sobre el propio eje.<br />

Siento que mi cráneo gira como una pelota de goma a la que se hubiera impreso un movimiento<br />

de rotación con la punta de los dedos. Entonces oigo un leve crujido seguido de un<br />

fuerte dolor en la garganta. Después, una sensación de asfixia y la convicción de que el<br />

cuello se me retuerce como una tela húmeda escurrida por manos vigorosas. Por fin, un<br />

último desgarramiento definitivo, y mi pobre cabeza salta como un corcho y cae a mi lado<br />

después de producir el sonido característico de una botella de champagne que se destapa…<br />

Está ahí, frente a mí, apoyada sobre la sien izquierda, con su frente pálida, sus mejillas sin<br />

afeitar, cubiertas de retorcidos pelos rojizos, sus cejas hirsutas y los ojos de córnea amarillenta<br />

ribeteada de rojo. Pero también están allí, junto a ella, mis manos crispadas, sobresaliendo<br />

apenas de la tierra endurecida en la que parecen sembradas, como dos plantas<br />

malditas. Y más allá aún mis hombros raquíticos, con la llaga purulenta, el círculo de carne<br />

y sangre, nervios y arterias cercenados donde una vez reposó mi cabeza. Están todos ahí, y<br />

yo los miro (¿desde dónde?) como si no me pertenecieran, y se tratara de objetos extraños<br />

encontrados al azar durante un paseo por el campo… ahora comienzo a oír de nuevo el<br />

crujido de los goznes subterráneos. Los siento crecer bajo la tierra, y observo que el suelo se<br />

convierte poco a poco en un plano inclinado. Mi cabeza comienza a rodar sobre sí misma. El<br />

terreno que aprisiona mi cuerpo se agrieta súbitamente y mi tronco, con sus extremidades<br />

agitándose a su alrededor como tentáculos, se ve de pronto liberado, y principia a rodar en<br />

pos de mi cabeza, en una carrera que va acelerándose paulatinamente. Yo (pero, ¿dónde estoy<br />

yo, Dios mío?…) corro desesperadamente detrás de mis miembros. tropiezo, caigo. Me levanto.<br />

Vuelvo a caer. La inclinación cada vez mayor del terreno me arrastra en vertiginoso<br />

descenso. Pierdo todo dominio de mis movimientos. Me siento en el vértice de una vorágine<br />

de objetos y ruidos girando a mi alrededor. ahora voy acercándome a mi cuerpo decapitado.<br />

Lo alcanzo. Me posesiono de él. Me sumerjo más bien en su tibia armazón de huesos y tejidos.<br />

Sigo rodando hacia el abismo. Presiento que el final está cerca. Mi cabeza rueda un poco más<br />

adelante. Extiendo los brazos. Logro tocarla con la punta de los dedos, pero no puedo asirla.<br />

De pronto vislumbro una puerta cerrada. Contra ella choca mi cabeza y se detiene. La tomo<br />

cuidadosamente entre las manos. Me pongo en pie. La examino: está prodigiosamente intacta.<br />

Limpio sus mejillas, le arreglo un poco el pelo y la coloco sobre mis hombros. La hago<br />

girar a derecha e izquierda: bien. abro la puerta. Penetro en el cuarto de baño. Me miro al<br />

espejo: perfecto. Salgo por la otra puerta. Llego al fin a mi habitación… Necesito descansar.<br />

Mi confortable lecho me espera acogedoramente. Me arrojo sobre él y cierro los ojos. (¿Durante<br />

cuánto tiempo?…) Los abro de nuevo. Son las cinco en punto de la mañana y yo soy un<br />

hombre extremadamente ordenado y cuidadoso. Junto a mi cabeza, en la tela suave y fresca<br />

de la almohada, simétricos pliegues rodean mi amplia frente de pensador. En el extremo de<br />

la cama, mis dos pies gemelos sobresalen de la sábana que abraza amorosamente mis piernas<br />

y mi vientre. un ligero movimiento de rotación, con el coxis de punto de apoyo, y mis pies<br />

descansan sobre el suelo junto a las pantuflas de cuero. Allí, a sólo cinco pasos de distancia,<br />

605


la puerta entreabierta de la pequeña y oscura estancia contigua, me promete deliciosas y<br />

refrescantes abluciones matinales. Me concentro en mí mismo, ahuyento los postreros vestigios<br />

del sueño, me calzo las pantuflas y marcho, lentamente hacia el cuarto de baño, optimista<br />

y sin memoria, ajeno por completo a la espantosa amenaza que me acecha tras su<br />

aspecto inocente y pueril.<br />

El corcho sobre el río<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Apenas transcurrió ese espacio de tiempo –sin medida ni definición posibles–, que sucede<br />

al instante preciso de despertar, y durante el cual parece que recogemos los trozos dispersos<br />

de nuestra mente y los unimos con rapidez mágica para formar de golpe el rompecabezas de<br />

nuestro mundo consciente; tan pronto se sintió vivo una vez más, y recordó que se llamaba<br />

Luis almovar, y se le reveló que justamente amanecía el día doce de julio, saltó de la cama<br />

y caminó con decisión hacia el lavabo que se levantaba en un rincón de la estancia. no fue<br />

sino después de haberse salpicado la cara con agua fresca, y mientras buscaba a tientas la<br />

toalla colgada a su lado, cuando reparó, al través de los ojos entrecerrados, en el sobre blanco<br />

que reposaba en el suelo, junto a la puerta cerrada de la habitación.<br />

Con el rostro húmedo todavía y la toalla entre las manos, se acercó a la carta, mirándola<br />

fijamente, como hipnotizado. Aún antes de levantarla del suelo y de que sus ojos de miope<br />

pudieran recorrer las letras menudas que se apiñaban en el sobre, supo que la carta era de<br />

Laura. Se arrodilló a su lado y, sin tocarla todavía, leyó su propio nombre en aquellos rasgos<br />

firmes y apretados que tanto conocía. Permaneció un rato inmóvil, y luego se sentó lentamente<br />

en el suelo, abrazadas las rodillas, con el mentón descansando sobre ellas. La carta<br />

debía estar allí desde la tarde del día anterior, pero como él llegó después de anochecer y se<br />

acostó a oscuras, no la había notado. un escalofrío le recorrió la espalda y lo forzó a apretar<br />

maquinalmente los brazos contra el cuerpo. Sintió que una breve lucha se libraba en su<br />

interior. De un lado, sentía el deseo casi irresistible de enterarse del contenido de la carta;<br />

pero, de otro, sabía que esto sería un error. Que no podía permitirse el lujo de enfrentarse<br />

una vez más con las mismas quejas y recriminaciones. Que debía evitar un nuevo encuentro<br />

con expresiones de dolor demasiado conocidas. En el fondo, tenía la certeza de que cuando<br />

se toma una decisión como la que él había adoptado, era preciso defenderla de toda contingencia,<br />

ampararla contra toda debilidad. Y allí, dentro de aquel sobre cerrado, se adivinaba<br />

la presencia de una trampa, de un llamado a la blandura y a la conmiseración… no, no iba a<br />

leerla. Por nada del mundo cometería esa equivocación… Y, además, había otra cosa: la carta<br />

era una prueba de una relación personal que él pretendía borrar sin dejar rastro. Las otras,<br />

las que había conservado hasta poco antes encerradas en el armario, habían sido cuidadosa<br />

y totalmente destruidas. Era preciso hacer lo mismo con aquel postrer vestigio del pasado.<br />

Sin vacilar un instante más, tomó el sobre cerrado, se incorporó, fue hasta el lavabo y lo<br />

rompió en trocitos menudos, dejándolos caer en el recipiente de loza. Luego abrió la llave<br />

del agua y observó atento hasta que el último pedazo de papel desapareció por el desagüe<br />

en un remolino vertiginoso de agua, papel y tinta emborronada.<br />

Su brusca decisión después de aquellos momentos de duda, pareció darle nuevos bríos.<br />

Se abalanzó casi sobre la ropa que permanecía doblada en la silla junto a la cama, y comenzó<br />

a vestirse rápidamente. no estaba asustado ni sentía temor alguno. Por el contrario, lo embargaba<br />

una grande, fría y decidida determinación. Había resuelto hacerlo y lo haría. Cuanto<br />

606


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

antes, mejor. El hecho de que aquel mismo día iba a preparar el escenario para asesinar,<br />

calculada y alevosamente, a un ser humano, no parecía afectarle mayormente.<br />

Si a Luis le hubieran preguntado en qué momento preciso había decidido matar a Laura<br />

Vindaya, no hubiera sabido responder. Pero, como es natural, nadie le había hecho aquella<br />

pregunta, ni siquiera él se la había formulado a sí mismo. Hay cosas que no tienen fecha de<br />

nacimiento. Ideas cuyo origen es imposible determinar. Son algo vago, confuso, nebuloso, que<br />

de repente adquiere una naturaleza clara y definitiva. Pero cuando uno viene a tener conciencia<br />

de ello, ya la metamorfosis se ha consumado totalmente, y parece que siempre hemos pensado<br />

así; que desde el primer momento habíamos adoptado aquella determinación irrevocable.<br />

Conoció a Laura el mismo día de su llegada a altocerro. Había aceptado el cargo de<br />

director de la escuelita rural a raíz de completar sus estudios de bachillerato, y se trasladó a<br />

aquella aldea enclavada en la Sierra como había realizado siempre todo acto de su existencia:<br />

dejándose arrastrar por la corriente de la vida, sin resistirse a los acontecimientos, como flota<br />

un corcho en la corriente del río.<br />

alquiló un cuarto en el único hotel del pueblo y se entregó sin entusiasmo a la rutina<br />

diaria de la labor escolar. Su vida se impregnó de monotonía. todas las mañanas se levantaba<br />

con el alba, desayunaba frugalmente y hacía a pie el recorrido hasta la escuela, distante tres<br />

kilómetros del poblado. a las ocho menos diez minutos, invariablemente, abría las puertas<br />

de madera y se sentaba en la silla de guano, tras de la mesa, en espera de los niños. Eran<br />

cuarentiséis, de edades que oscilaban entre siete y doce años y ni siquiera conocía sus nombres:<br />

les atribuyó un número a cada uno y con eso le bastaba.<br />

Las horas se extendían, elásticas, interminables, mientras repetía, sin mirar a su infantil<br />

auditorio, las mismas nociones elementales, primitivas, que vagamente recordaba haber<br />

oído muchos años antes en una voz apagada que sonaba como la suya y que, como ella,<br />

parecía rodar, sin tocarlas, por encima de las pequeñas cabezas que se amontonaban frente<br />

a la mesa, hasta perderse suavemente en la nada y el olvido.<br />

Laura era la única persona que compartía sus tareas. oriunda de altocerro, vivía a pocos<br />

pasos de la escuela y estaba encargada de la tanda vespertina. al principio, no se sintió particularmente<br />

atraído hacia ella. Era una mujer madura, seca, que debía llevarle diez años cuando<br />

menos. Durante las primeras semanas sus relaciones se limitaron al intercambio de un trivial<br />

“buenos días”, cuando, al punto de las doce, ella entraba a la escuela para hacerse cargo del<br />

turno que le correspondía. aún antes de que terminaran de llegar los nuevos alumnos, Luis<br />

partía de nuevo hacia el pueblo, desentendiéndose de todo hasta el día siguiente.<br />

Pero una vez volvio por la tarde, y la encontró cerrando la escuela, a la hora del crepúsculo.<br />

no se había propuesto llegar allí; había salido a pasear por la carretera para romper el<br />

aburrimiento de la tarde pueblerina, y sin quererlo expresamente, sus pasos lo condujeron<br />

maquinalmente hasta la escuela. Laura lo invitó a su casa a tomar una taza de café y él aceptó.<br />

Fue una visita corriente, durante ella sólo hablaron de la escuela y de los niños y Luis partió<br />

al poco rato, sin sospechar las consecuencias futuras de aquel primer contacto inocente.<br />

Como se sentía solo en el hotel y nadie le interesaba especialmente en el pueblo, poco a<br />

poco adquirió la costumbre de visitar a Laura por las tardes, y fue adentrándose sin notarlo<br />

en aquella vida aislada que se mustiaba sin quejas. Sus padres habían muerto cuando ella<br />

era aún niña y vivía desde entonces con su hermana mayor, solas las dos a partir del día en<br />

que su hermano más joven abandonó altocerro en busca de más propicios horizontes. Laura<br />

no se había casado nunca y parecía no haber conocido jamás el amor.<br />

607


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Y no fue precisamente amor lo que Luis pudo darle. La tomó por vez primera junto al<br />

río, una tarde triste de noviembre, sobre el lodo negruzco que bordeaba la orilla. Lo hizo sin<br />

pasión y casi sin deseo, como se realiza algo sólo porque es inevitable. Y aunque después de<br />

aquel día sus citas fueron frecuentes, jamás le abandonaron el desgano y la indiferencia, y<br />

se limitó siempre a dejarse llevar, como siempre, por los acontecimientos. Ella, en cambio,<br />

pareció desarrollar una nueva personalidad. Su sensualidad dormida despertó con voracidad<br />

extraordinaria, como si quisiese recuperar con creces todo el tiempo perdido. no<br />

obstante desplegar la más sutil astucia para ocultar de todos su secreto, fue apoderándose<br />

de él, absorbiéndolo con requerimientos constantes y cada vez más apremiantes. Frente a<br />

la naturaleza pasiva, inerte, de Luis, su propia personalidad fue creciendo e imponiéndose<br />

cada vez más sobre la debilidad apática del hombre. Fue una batalla ganada desde el<br />

principio, en la que el perdedor se sintió desde el primer momento como un insecto preso<br />

en una telaraña.<br />

Por acuerdo mutuo, habían decidido mantener en secreto sus amores, y cuando, durante<br />

las horas de trabajo, se encontraban en la escuela, se trataban con indiferente y lejana<br />

cortesía, sin dejar jamás traslucir frente a ojos extraños que sus relaciones fueran otras que<br />

aquel seco y frío intercambio de saludos y recomendaciones oficiales.<br />

De aquel modo transcurrieron los primeros meses y, para Luis, asimismo hubiese transcurrido<br />

la vida entera, de tal modo se recostó él en la muelle costumbre de la sensualidad<br />

satisfecha sin riesgos ni problemas. Pero un día, junto al río, en el lugar que se había convertido<br />

en habitual para sus encuentros, ella le dijo, después de un silencio, y sin mirarlo a<br />

los ojos: “Voy a tener un hijo”. al principio él no pareció entender lo que oía, pero cuando,<br />

segundos más tarde, aquello se abrió paso en su cerebro y pudo medir en toda su magnitud<br />

el sentido de aquella frase, sintió una profunda y violenta sacudida. Fue como despertar<br />

de un largo sueño. una especie de rebeldía, de furia violenta contra sí mismo y aberración<br />

hacia la mujer, lo invadieron de súbito. Permaneció en silencio, reconcentrado, anonadado<br />

por la íntima convicción de que aquel juego placentero y fácil al que se había entregado ciegamente<br />

hasta ese momento, se trocaba de repente en algo peligroso, complicado, extraño<br />

a su propia naturaleza y a su personal filosofía de la vida.<br />

no expresó inconformidad alguna ni alteró en lo más mínimo su actitud reconcentrada<br />

y huraña, pero allí, en lo más recóndito, sintió nacer un odio profundo, desorbitado,<br />

inhumano, hacia aquella mujer y la extraña criatura que comenzaba a vivir dentro de su<br />

vientre. ni el más ligero sentimiento, ni el más leve asomo de piedad fueron capaces de<br />

aminorar el odio feroz y el afán de destrucción que lo poseyeron desde aquel día. Sabía<br />

que era inútil proponerle a Laura la eliminación del hijo, porque presentía la irrevocable<br />

decisión de la madre de conservarlo a toda costa. una sola idea centraba, pues, sus pensamientos:<br />

Laura tenía que morir. La debilidad del hombre, su incapacidad de luchar, fueron<br />

–por paradójica razón–, el irresistible impulso que lo empujara a decidir y planear la muerte<br />

de su amante. aceptar el nacimiento de aquel niño era aceptar además la permanencia de<br />

sus relaciones con la madre. Significaba asumir una responsabilidad perdurable, definitiva.<br />

Es decir, algo inconcebible, absurdo. “antes de aquello, todo, incluso el crimen”, se dijo<br />

desde el primer momento.<br />

La decisión fue informe y oscura, pero los detalles fueron completándose con el tiempo,<br />

durante sus largas horas de insomnio por las noches o, a veces, junto a la misma Laura, y<br />

mientras ella formulaba en voz alta planes para el futuro en los cuales él tenía irremisible<br />

608


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

participación. Porque seguían encontrándose, como antes, y sólo cuando ya se acercaba la<br />

fecha escogida para actuar, dejó Luis de acudir a las citas junto al río. Lo hizo sin previo<br />

aviso y sin dar ninguna explicación…<br />

Entonces comenzaron las cartas. Las traía al hotel uno de los muchachos de la escuela.<br />

a veces llegaban tres el mismo día. Él las leía a solas en su habitación con rabia y desprecio<br />

que cada vez se hacían más intensos. En las dos semanas que duró la ofensiva epistolar,<br />

Luis estuvo a punto de adelantar la ejecución de sus planes, temiendo alguna imprudencia<br />

mayor. Pero ella no la cometió. no se presentó nunca en persona en el hotel, y las cartas,<br />

encerradas en los largos sobres de uso en la escuela, podían pasar como correspondencia<br />

oficial. Cuando, al fin, las cartas cesaron, Luis las quemó todas juntas, arrojando sus cenizas<br />

por el desagüe del lavabo, aliviado de no enfrentarse con la necesidad de actuar antes del<br />

12 de julio, último día de clases.<br />

Y, precisamente el día 12, había encontrado aquella última carta que destruyó sin leer,<br />

con impulsivo instinto de preservar contra todo la ejecución exacta de su plan. Porque<br />

había dispuesto las cosas en sus menores detalles: cerraría la escuela, abandonaría el hotel<br />

diciendo que se iba de vacaciones, y partiría a caballo del pueblo, a la vista de todos. Por un<br />

atajo, y dando un rodeo, regresaría al día siguiente a casa de Laura, aprovechando la hora<br />

en que sabía que la encontraría sola. Fingiría una reconciliación y la llevaría al río, como de<br />

costumbre. tendría buen cuidado de tomar de la casa alguna cuerda. tal vez un cinturón de<br />

Laura; quizás el de la bata que usaba entre casa. Parecía suficientemente fuerte… Igual que<br />

el mamón que crecía en la explanada cercana del río. Las ramas eran resistentes, sobre todo<br />

una, la más baja… El lo sabía muy bien, porque había tenido el cuidado de comprobarlo<br />

personalmente…<br />

�<br />

Ya completamente vestido, Luis se detuvo frente al almanaque de propaganda comercial<br />

que constituía la única decoración de la estancia. Puso el dedo sobre el número doce, sonrió<br />

levemente, y caminó hacia la puerta.<br />

El agente de policía estaba justamente en el marco, llenando con su corpachón fornido<br />

casi todo el espacio entre el umbral y el dintel. Luis sintió que la sorpresa y el miedo lo paralizaban<br />

de súbito, y apenas escuchó la voz que le decía fríamente:<br />

—acompáñeme, profesor.<br />

—¿Qué pasa?… –Sólo atinó a balbucir, poniéndose mortalmente pálido.<br />

—Está usted preso, bajo sospecha de asesinato… Vamos pronto, que el sargento está<br />

esperándolo…<br />

Luis se apoyó en el marco de la puerta. –¿asesinato?…–, exclamó mientras le parecía<br />

que todo se hundía a su alrededor.<br />

—La maestra apareció ahorcada esta mañana a la orilla del río… Descartamos el suicidio,<br />

porque no apareció ninguna carta… Lo tomó con firmeza del brazo, forzándolo a iniciar la<br />

marcha por el estrecho corredor. Mientras caminaba como un autómata, Luis revivio mentalmente<br />

su acción de destruir sin leer aquella última carta de Laura… a su lado, el policía<br />

continuaba hablando sin parar:<br />

—…el forense del Distrito no ha llegado todavía, pero estamos seguros de que la mujer<br />

estaba encinta… El sargento supo desde el primer momento que a quien había que buscar<br />

era el hombre que la deshonró…<br />

609


Llegaban ya a la puerta de la calle, y justamente allí, Luis tuvo su último gesto de rebeldía:<br />

—Pero, ¿por qué yo?… –preguntó parándose en seco y mirando a los ojos el rostro<br />

ceñudo del otro.<br />

Su acompañante era realmente locuaz:<br />

—Hay testigos de que ustedes se encontraban por las tardes junto al río. además –y esto<br />

es lo más grave–, alguien lo vio hace unos días colgándose con las manos de una rama del<br />

mamón que está en la orilla, como si probara su resistencia… De la misma rama, por cierto…<br />

no creo que se salve de ésta, profesor…<br />

al oírlo, con la cabeza baja y reiniciando lentamente la marcha, Luis sintió de repente<br />

que volvía a ser el mismo de antes: el que se dejaba arrastrar por los acontecimientos sin<br />

oponer resistencia, como un corcho que flota sobre el río. Y esa convicción le llegó junto con<br />

la visión confusa de innumerables trocitos de papel que resbalaban entre inmundicias por la<br />

corriente de agua de una cañería subterránea, que conducía inexorablemente hacia la nada<br />

la confesión de suicidio de Laura Vindaya.<br />

El pequeño culpable<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Hoy me dijo tía Clara que yo cumplía cuatro años. ni Chacha ni papá me habían dicho<br />

nada. En casa nadie habla nunca de mi cumpleaños. A veces me llevan a algunas fiestas<br />

donde se reparten bizcochos y helados, pero siempre se trata de cumpleaños de otros niños,<br />

nunca del mío… Pasé casi toda la tarde en casa de tía Clara. Me gusta estar allí. Hay un<br />

patio grande con árboles muy altos. Sobre todo uno, con ramas fuertes y un tronco grueso,<br />

fácil de trepar. Me encaramé hasta casi la mitad. Había dos ramas cruzadas y me senté en<br />

ellas, como en una silla. Con la uña abrí una zanjita en la rama más gorda y salió una cosa<br />

blanca que parecía leche. Se me pusieron las manos pegajosas. Me las limpié con las hojas<br />

que arranqué de la otra rama. Eran verdes, del mismo color que la alfombra que está en la<br />

sala de casa. Sacándoles pedacitos a cada lado me fabriqué unas plumas y me las puse en<br />

la cabeza, como los indios… Pasé mucho rato subido en el árbol, y cuando Chacha salió al<br />

patio a buscarme, yo me quedé quietecito hasta que, después de dar algunas vueltas, alzó<br />

la cabeza y me vio… Chacha es difícil de engañar. uno puede esconderse de ella, pero no<br />

por mucho tiempo. Me agrada estar con Chacha. Sabe contar cuentos e inventar juegos.<br />

Cuando salimos a pasear, me lleva de la mano. a mí no me importa que me coja de la mano<br />

dentro de la casa o en el patio de tía Clara, pero no me gusta que lo haga en la calle. a veces<br />

yo halo la mano hacia abajo para soltarme, pero ella entonces me aprieta más fuerte. una<br />

vez tropezó y cayó al suelo, pero yo no me reí. Se quedó en medio de la acera, con los ojos<br />

cerrados, sin hablar, y yo me senté a su lado y lloré mucho, como si hubiera sido yo quien<br />

se hubiera caído. Después se levantó y me apretó contra su pecho. Entonces fue ella quien<br />

lloró… Volvimos a casa despacito, porque caminaba cojeando…<br />

Chacha es quien viene cada mañana a sacarme de la cama. Mi cama es chiquita, con rejas<br />

de madera que en uno de los lados se bajan y suben. En cambio, la de papá no tiene rejas y es<br />

muy grande, tanto que él duerme en la mitad de ella solamente… Cuando Chacha llega por<br />

las mañanas yo estoy ya siempre despierto, pero me quedo tranquilito, sin llamar, porque<br />

me gusta estar bajo el calorcito de las sábanas y esperar hasta oír los pasos de Chacha por el<br />

pasillo. Cuando ella entra a la habitación, baja las rejas de la cama y me carga en sus brazos,<br />

y yo mantengo los ojos cerrados para hacerle creer que todavía estoy dormido y poder tener<br />

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la cabeza recostada en su hombro… Chacha entonces me lleva al baño. El baño está junto<br />

a mi cuarto. tiene mosaicos azules en el piso y las paredes. a mí me gusta tocarlos con las<br />

manos porque son suaves. Chacha me pone en el suelo y yo entonces abro los ojos y, como<br />

estoy descalzo, siento el frío del piso. Ella me lava los dientes con un cepillito que siempre<br />

está colgado de la pared, al lado de otro, más grande, que es el de papá… no me gusta que<br />

me laven los dientes, porque me hacen daño los pelitos del cepillo. Es como cuando viene<br />

abuelito del campo y me besa. Me gusta cuando llega abuelito, pero cada vez que me besa me<br />

pincha la cara… abuelito tiene un bigote blanco. Se ríe fuerte y mucho. Me sienta sobre sus<br />

rodillas y me alborota los cabellos. Sé que le gusta estar conmigo, porque pasa en casa todo<br />

el tiempo que duran sus visitas a la ciudad. tan pronto llega con su maleta negra, Chacha<br />

le cuelga una hamaca en la galería que sólo se usa cuando él está en la casa. allí se acuesta<br />

después de cada comida y me lleva con él. Extiende un brazo para que yo apoye la cabeza<br />

y comienza a hacerme preguntas y a reírse de lo que le respondo.<br />

Después se pone serio y me hace historias de reyes y guerreros. Por eso sé ya quiénes<br />

fueron alejandro el Grande, napoleón y Luis Catorce. también me habla de otras cosas,<br />

pero yo prefiero que me cuente historias de guerras que pasaron hace mucho tiempo, como<br />

la de troya, en la que había un caballo grande de madera con muchos soldados dentro…<br />

Cuando abuelito se va de nuevo al campo, yo me quedo muy solo y me siento triste,<br />

porque papá casi nunca está conmigo. Pasa todo el día fuera de casa y viene sólo por las noches,<br />

a la hora en que Chacha me ha puesto ya el pijama y me está preparando para dormir.<br />

Entonces papá entra en mi cuarto y me besa en la frente, sin mirarme, y se va enseguida, sin<br />

decirme nada. Sólo algunos domingos, por las tardes, me lleva a pasear y siempre vamos<br />

al mismo sitio. Es un lugar bonito, pero triste. tiene unas paredes muy altas y adentro hay<br />

una especie de jardín con muchos árboles y flores. Aunque es más grande que el patio de tía<br />

Clara, a mí no me gusta estar allí, porque me asusta el silencio que hay, y las pocas personas<br />

que van hablan siempre en voz baja y están muy serias. Papá es el más serio de todos y pone<br />

una cara que me da miedo mirarla de tan triste que es… no estoy seguro, pero me parece<br />

que una vez lo vi llorar. Puede ser que me equivoque porque papá es muy grande para<br />

eso; pero una tarde estábamos frente a una cosa cuadrada de cemento del tamaño de una<br />

cama, que se levantaba de la tierra y tenía unas flores encima. Papá la miraba y la miraba,<br />

sin cansarse, hasta que al fin volvio la cara y se pasó la mano por los ojos. Después se dio<br />

vuelta y, sin hablar, se fue alejando. Yo le seguí detrás, pero él no me miró ni una sola vez<br />

hasta que llegamos a la casa…<br />

Esta tarde, después que volvimos de donde tía Clara, llegaron unas visitas. al principio<br />

creí que habían venido por mi cumpleaños. Pero no era eso: todos eran grandes y estaban<br />

muy tristes. abrazaban a papá y se sentaban en la sala muy serios, sin hablar… Chacha me<br />

sacó al patio y se quedó allí conmigo mientras duraron las visitas. nos sentamos en la grama<br />

del jardincito que hay frente a la casa y jugamos con los soldaditos de plomo. Por la ventana<br />

oía a la gente en la sala hablar en voz baja. no entendía bien lo que decían, pero oí dos<br />

veces una palabra rara que no conocía. Creo que era aniversario, pero no estoy muy seguro.<br />

también oí la palabra parto y la palabra muerte. Yo sé lo que es la muerte; fue lo que le pasó<br />

al perrito aquel cuando lo pisó un camión frente a la casa; pero nunca había oído aquello de<br />

muerte de parto. Cuando le pregunté a Chacha lo que quería decir, no quiso expirármelo… Y<br />

a mí me gusta saber las cosas, sobre todo cuando no quieren decírmelas. Es igual que cuando<br />

Chacha me esconde una cosa porque no quiere que juegue con ella. Entonces me dan más<br />

611


ganas de tenerla y la busco por toda la casa hasta encontrarla. Y mientras no la he encontrado<br />

me siento triste, y pienso siempre en eso y, por las noches, no puedo dormirme… así haré<br />

con estas palabras. Le preguntaré a abuelito cuando vuelva y, sí no me lo dice, se lo preguntaré<br />

a tía Clara. Y, si tampoco ella quiere explicármelo, se lo preguntaré al hombre que trae la<br />

leche por las mañanas y al que deja el periódico… Y así seguiré hasta averiguarlo, porque no<br />

hay nada en el mundo que yo quisiera saber más que eso… a quien no se lo preguntaré es a<br />

papá… no, a papá no… Quizás porque le tengo un poco de miedo, o quizás piense que se<br />

pondría más triste todavía… no, a él no se lo voy a preguntar; pero alguno de los otros me<br />

lo dirá y entonces yo me sentiré mejor, y volveré a jugar sin estar pensando siempre en eso,<br />

y estaré contento y, sobre todo, podré dormir tranquilo por las noches…<br />

Dos pesos para Cirilo<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Pedro Valbuena se detuvo frente a la ventanilla de la oficina de pagos y observó atento<br />

a través del enrejado cómo manipulaba el cajero los billetes crujientes, recién estrenados. Sin<br />

apartar la mirada un sólo instante de las hábiles manos del hombre, admiró una vez más la<br />

destreza con que rompían el cintillo de papel y contaban con rapidez increíble los billetes<br />

amontonados, levantando los extremos con movimientos impecables de los dedos, nerviosos y<br />

ágiles. Como siempre, intentó seguir mentalmente el conteo vertiginoso, pero quedó rezagado<br />

ante la pericia del otro. Las manos prodigiosas ejecutaron dos movimientos casi simultáneos,<br />

y el fajo de billetes quedó aprisionado dentro de una cinta elástica que sonó ruidosamente al<br />

chocar contra el paquete. un nuevo movimiento, y el resto de los billetes quedó al alcance de<br />

Pedro, en el espacio abierto que dejaba en su parte inferior la rejilla metálica. Con una leve<br />

sonrisa, lo retiró haciendo un impreciso gesto de conformidad: por nada del mundo habría<br />

confesado su incapacidad para realizar tan velozmente como el otro el conteo, y esperaría<br />

hasta desaparecer de su vista para comprobar si su sueldo estaba completo.<br />

Se retiró cuatro pasos y, protegido tras una columna, contó lentamente los billetes<br />

abriéndolos en abanico entre el pulgar y el índice… “Cinco de a Veinte, cuatro de a<br />

Diez y doce de a uno”… Seguramente había contado mal y volvio a hacerlo “Cinco de<br />

a Veinte, cuatro de a Diez y doce de a uno… Doce de a uno”… Sí. Le habían pagado dos<br />

pesos de más. Con movimiento impulsivo giró a su derecha y dio dos pasos hacia la ventanilla<br />

del pagador, pero se detuvo en seco antes de alcanzarla. nadie le vio realizar aquel<br />

movimiento: el cajero conservaba la cabeza baja mientras ejecutaba sus manipulaciones<br />

habituales, y la larga fila de hombres por cobrar avanzaba lentamente, sin hacer caso de<br />

su presencia. tras un breve instante de vacilación, Pedro se dirigió a la puerta de la fábrica<br />

con la mano derecha dentro del bolsillo del pantalón, cerrada con fuerza alrededor del<br />

pequeño fajo de billetes…<br />

�<br />

José Cambronal se despojó de la camisa y la colgó de uno de los postes que sostenían<br />

la alambrada de púas. Echó una ojeada sobre el terreno que debía desbrozar y calculó que<br />

habría trabajo para tres horas cuando menos. Se colocó las manos frente a la cara y escupió<br />

con fuerza sobre las palmas encallecidas; las frotó entre sí y empuñó el machete que recogió<br />

del suelo. Con las piernas bien abiertas y el torso inclinado hacia adelante inició el golpear<br />

rítmico del brazo armado sobre la maleza tupida que se entrelazaba a sus pies. El machete se<br />

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alzaba y descendía en movimientos regulares y precisos. uno desde la izquierda, otro desde<br />

la derecha… uno, dos. uno, dos. uno, dos…. “Dos pesos”, le había dicho a la mujer y, para<br />

evitar todo regateo, reafirmó: “Ni un centavo menos”. Pero ella dijo, simplemente: “Está<br />

bien”, y le volvió la espalda. Dos pesos era un buen precio por aquel trabajo. aunque era<br />

preciso desmontar primero, desyerbar después, y, finalmente, amontonar el desbrozo para<br />

facilitar su quema cuando se secara, no le tomaría más de tres horas realizarlo todo. Podría<br />

estar llegando al rancho alrededor de las tres. aquel día se comería tarde, pero se comería…<br />

La culpa no sería de él esta vez. Había salido casi de madrugada, dejando atrás los gritos<br />

de los niños. Con el machete en la mano fue ofreciendo su trabajo de casa en casa a lo largo<br />

de la carretera, pero hasta las doce no había encontrado nada que hacer. Valió la pena, sin<br />

embargo, esperar hasta entonces: dos pesos en tres horas estaban más que bien, sobre todo<br />

en esta época de paro. En tiempos de zafra siempre había el recurso de ofrecerse a última<br />

hora a los blancos del Ingenio, pero en este tiempo muerto se necesitaba mucha suerte para<br />

ganarse dos pesos tan fácilmente… Y la mujer no había regateado. tal vez hubiera podido<br />

pedirle un poco más…<br />

�<br />

Cirilo Villamán mordió la colilla apagada del cigarro y lo trasladó de uno a otro extremo<br />

de la boca con un movimiento lateral de los labios fruncidos. Estaba sentado en un cajón,<br />

ocupando uno de los cuatro lados de la improvisada mesa de dominó. Sobre la tosca tabla<br />

colocada horizontalmente sobre un barril, las fichas formaban una letra L negra, punteada<br />

de blanco. Mientras chupaba maquinalmente el cigarro sin lumbre, Cirilo colocó ruidosamente<br />

–casi con rabia– una pieza en el extremo de la hilera que se extendía sobre la mesa…<br />

“Cuadré a cinco”, se dijo. “Hay cuatro cincos en juego. Yo tengo el doble, pero mi frente salió<br />

a cinco y dio después otro: debe tener por lo menos uno más. aunque me maten el doble, le<br />

doy un pase a éste de mi derecha y le abro juego al frente…”<br />

Estaban en el patio de la bodega, protegidos del sol por el ramaje tupido del mango que<br />

extendía su follaje sobre las cuatro cabezas inclinadas hacia la mesa de juego. Las tardes de<br />

los lunes eran de poco movimiento en el negocio y para Cirilo constituía ya una costumbre<br />

llenar aquellas horas muertas organizando la mesa de dominó. aparte del hecho de que<br />

tres de los tercios eran siempre los mismos, otra circunstancia jamás variaba en aquellas<br />

sesiones: el bodeguero y su frente ganaban siempre, porque Cirilo Villamán no era hombre<br />

que dejara las cosas al azar…<br />

�<br />

“Es la primera vez que se equivoca”, pensaba Pedro Valbuena en tanto se dirigía a la<br />

parada de autobuses. tres años recibiendo su sueldo cada mes a través de aquella rejilla,<br />

y era hoy cuando comprobaba el primer error… Pero, ¿por qué no había devuelto los dos<br />

pesos, como fue su primera intención? a Pedro le gustaba analizar sus propios actos y sentimientos,<br />

y ninguna ocasión más indicada para hacerlo que aquellos largos recorridos en<br />

al autobús que lo transportaba diariamente desde la fábrica hasta su casa de las afueras de<br />

la ciudad… aunque su primer impulso había sido devolver el dinero, algo le impidió llevar<br />

a cabo su propósito. Fue como si una fuerza extraña hubiese detenido su ademán. Pero él<br />

sabía que ningún acto humano se produce por sí sólo; que aún los que aparentan ser más<br />

impulsivos, tienen una causa oculta que puede siempre descubrirse. Y nada le placía más<br />

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a Pedro que hallar esa razón de ser escondida y misteriosa… Evidentemente, ni el cajero ni<br />

ningún otro de los presentes se había percatado de lo sucedido.<br />

nadie tampoco observó su gesto trunco al acercarse de nuevo a la ventanilla. ninguna<br />

persona podía pues acusarlo de haber dispuesto de aquellos dos pesos… Pedro se sonrió<br />

imperceptiblemente: aquella impunidad le proporcionaba una sensación de íntimo bienestar…<br />

Cuando se comprobara la falta del dinero, se movilizaría todo el departamento de<br />

contabilidad de la fábrica. Se revisarían una y otra vez las nóminas. Se contaría y recontaría<br />

el efectivo en caja. tal vez fuera necesario trabajar hasta de noche… Cerró los ojos y se acomodó<br />

mejor en el asiento del autobús, ampliando la sonrisa que jugueteaba en su rostro. Le<br />

pareció ver encendidas las bombillas de la oficina y a los empleados en camisa, sudorosos,<br />

inclinados sobre los libros y las máquinas de sumar, tratando inútilmente de descubrir el<br />

destino de aquellos dos pesos…<br />

�<br />

José Cambronal, en cuclillas bajo el sol inclemente que castigaba su espalda desnuda, se<br />

ensañaba contra la yerba crecida. Después de una hora de trabajo, había logrado avanzar hasta<br />

casi la mitad del terreno. Probablemente acabaría antes del término que se había fijado. El secreto<br />

era no parar ni un momento. Si lo hacía, el cansancio llegaba de golpe y le llenaba de dolores la<br />

espalda y la cintura, agarrotándole los brazos. Pero mientras siguiera así, golpeando sin cesar<br />

con el machete, no sentía la fatiga, y le parecía que su brazo no era parte de su cuerpo, sino algo<br />

independiente que se movía por sí sólo, como dotado de vida propia. Él mismo se sentía en<br />

este instante como una máquina movida por un impulso extraño a su voluntad, aunque a<br />

veces creía estar oyendo los gritos de los niños… Sus hijos tenían varias formas de llorar y<br />

José sabía distinguirlas muy bien unas de otras. Había los gritos de rabia, que eran agudos<br />

y largos como la sirena del Ingenio. Había los de dolor, más cortos y graves. Y había los<br />

otros, roncos, profundos, interminables: los gritos de hambre. José no podía oír estos últimos.<br />

Simplemente no podía. Esa madrugada lo habían despertado aquellos gritos. Comenzaron<br />

suavemente, como murmullos, se hincharon luego hasta ser como aullidos, y luego bajaron<br />

de nuevo hasta convertirse en una especie de estertor… no soportó mucho tiempo: se tiró<br />

del catre, se puso a oscuras el pantalón y la camisa, afiló brevemente el machete en la piedra<br />

de amolar, y salió a la carretera sin tomar siquiera un jarro de agua…<br />

�<br />

Con las manos abiertas y las palmas boca abajo sobre la mesa, Cirilo entremezclaba<br />

las fichas para iniciar una nueva partida. Habían ya jugado cinco y seguramente aquella<br />

sería la última para el infeliz que estaba sentado a su izquierda: ya no daba para más… a<br />

veinticinco centavos por partida, las ganancias sumarían un peso y medio. Claro que había<br />

que reducirlas a la mitad, porque la parte de Pepe había que reembolsársela después que el<br />

otro se fuera. Pero así y todo quedaban setenticinco centavos, que repartidos entre los tres<br />

tocarían a veinticinco por cabeza. no había estado mal la tarde. Cirilo se asombraba de que<br />

nadie hubiera ni siquiera sospechado del truco que empleaba en el juego. Y sin embargo lo<br />

hacía frente a las narices de todos. El sistema en sí era sencillísimo. Lo único necesario era<br />

cierta habilidad manual y mucha práctica. Él necesitó meses para dominarlo a la perfección.<br />

Todo estaba en la forma de voltear y colocar las fichas después de cada partida. Agrupándolas<br />

por pintas y mezclándolas con cuidado, sin separar los grupos uno de otro. Cirilo sabía, al<br />

comenzar el juego, cómo estaba compuesta la mano de cada uno de los jugadores con un<br />

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ochenta por ciento de exactitud. Con eso y una serie de señales secretas, cuidadosamente<br />

ensayadas, no se podía perder. Había practicado el sistema con su compadre Pepe y el muchacho<br />

que le ayudaba en la bodega, y para los tres aquella ya constituía una fuente regular<br />

de ganancias seguras. Cirilo clasificaba a los clientes en diferentes categorías, pero prefería<br />

trabajar al vicioso. Esta especie no le costaba esfuerzo alguno: ellos mismos se colocaban<br />

voluntariamente dentro de la trampa. Bastaba que se sentaran los tres a la mesa de juego.<br />

El tipo se acerca, se detiene tras uno de ellos y comienza por obenquear. Luego pide un lugar,<br />

y una vez allí, nada ni nadie es capaz de desprenderlo de la mesa hasta haberse dejado<br />

desplumar el último centavo. Cuando las cosas sucedían de ese modo, Cirilo se sentía como<br />

un pescador que ha cogido un pez sin usar carnada. Claro que a veces surgían problemas,<br />

porque este tipo de individuos suele pedir crédito. En este punto era necesario parar, y en<br />

ocasiones esto costaba trabajo y alguna violencia. a Cirilo no le gustaba la violencia. En los<br />

casos en que las circunstancias la hacían indispensable, intervenía Pepe. Pero estas situaciones<br />

críticas no eran frecuentes. Lo corriente era ver al hombre registrarse una vez más los<br />

bolsillos, ponerse en pie tranquilamente y largarse sin decir nada…<br />

�<br />

Cuando Pedro Valbuena había ya abandonado el autobús y se acercaba con paso<br />

rápido a su casa, vio la espalda desnuda del hombre oscuro agachado en el jardín. Sintió<br />

un súbito desagrado y reprimió un gesto de impaciencia. “otra vez adela tirando<br />

los cuartos”, se dijo. En este punto su mujer era completamente irresponsable. Parecía no<br />

haber conocido jamás el valor del dinero y lo malgastaba en una forma que lo indignaba.<br />

Pedro no podía soportar su hábito de comportarse como si fueran ricos. Pasó junto a José<br />

sin mirarlo, y tan pronto la puerta giró sobre sus goznes, interpeló a la mujer que venía<br />

a su encuentro: “¿Qué hace ese hombre en el patio?” Ella se detuvo bruscamente: “La<br />

yerba estaba muy alta. a pesar de que me has estado prometiendo ocuparte de eso cada<br />

semana, nunca lo has hecho. no podía esperar más. Sabes muy bien que no puedo tolerar<br />

el abandono y el descuido”. “¿Cuánto?”, le interrumpió él. “Lo contraté por dos pesos…”<br />

dijo ella, con un hilo de voz.<br />

Era, sin duda, realmente curioso: dos pesos, precisamente… Se asomó a la ventana y<br />

preguntó en voz alta: “¿Dos pesos nada más que por cortar esa yerba?”…<br />

�<br />

José Cambronal estaba dándole los toques finales a su labor. Junto a la alambrada en que<br />

remataba el patio, amontonaba la yerba recién cortada para facilitar su quema.<br />

Después de preparar el último montón, se puso la camisa y se dirigió hacia la casa. Sentía<br />

los riñones destrozados y las manos hinchadas apenas podían sostener el machete. “Ya<br />

terminé, doña”, dijo mientras subía lentamente los escalones que conducían del patio a la<br />

cocina. adela se dirigió a su marido: “anda, Pedro, dale dos pesos a este hombre”.<br />

Sin mirarla, Pedro se asomó de nuevo a la ventana. Hubiera deseado que algo estuviese<br />

mal; que el trabajo adoleciera de algún defecto que pudiera echarle en cara a aquel<br />

hombre. Pero todo parecía estar bien. La yerba había desaparecido por completo y en<br />

el fondo del patio se alzaban cinco montones de desbrozo perfectamente alineados y de<br />

igual tamaño. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó el fajo de billetes. no era precisamente<br />

éste el destino que él hubiese deseado darle a aquellos dos pesos, pero no había<br />

615


otra alternativa. Separó dos billetes del resto y se los pasó al hombre que lo observaba<br />

en silencio…<br />

�<br />

Aquel resultó ser un caso normal: no hubo contratiempo alguno. Una vez finalizada la partida,<br />

el hombre se puso en pie, se despidió con una frase ininteligible y se marchó tranquilamente.<br />

Cirilo sabía que las cosas iban a suceder así. Él conocía la gente. a veces le bastaba una mirada<br />

para saber de antemano cómo reaccionaría una persona. ¿Dónde habría llegado si hubiese<br />

estudiado? Pero él no tuvo tiempo de ir a la escuela. Siempre hubo otras cosas más importantes<br />

que hacer desde que era niño. Por ejemplo, trabajar como un burro, de sol a sol, mientras<br />

el viejo se emborrachaba tranquilamente en la casa… Pero, después de todo, no le pesaba. El<br />

contacto directo con la vida y las dificultades que tuvo que vencer, le enseñaron desde muy<br />

temprano más de lo que hubiera aprendido en cualquier escuela. Sobre todo en lo que se refiere<br />

a conocer a la gente. En ese aspecto, Cirilo se consideraba el mejor. no sólo no conocía a nadie<br />

capaz de engañarle, sino que se consideraba a sí mismo capaz de enredar a cualquiera.<br />

Había encendido de nuevo la colilla del cigarro y estaba en aquel instante apoyado<br />

en el mostrador de la bodega, mirando hacia la carretera por la puerta entreabierta. un<br />

hombre venía acercándose rápidamente por la orilla. aún antes de distinguir sus facciones,<br />

lo conoció por la forma de caminar. Era José Cambronal, el negro que vivía con Caridad.<br />

Entrecerrando los ojos y expulsando una nube de humo por la boca, Cirilo se entregó con<br />

fruición a su manía de adivinar los actos y pensamientos de la gente… Viene con el machete<br />

y son ya las dos y media de la tarde. Debe haber encontrado algún trabajo hoy, porque de lo<br />

contrario habría vuelto antes a comerle la comida a Caridad. Estuvo chapeando, porque tiene<br />

las rodilleras del pantalón sucias y húmedas. Viene cansado, sin duda, porque cojea un poco<br />

al andar y camina sin mover casi los brazos. Probablemente está loco por beberse un trago<br />

de ron: por eso apuró el paso tan pronto vio la bodega abierta… Y debe tener en el bolsillo<br />

algo así como un peso y medio… tal vez dos… Sólo tendrá que dejarlo beber un trago, y,<br />

con una pequeña insinuación, lo haré sentarse a la mesa de juego… “una manito nada más,<br />

mientras te lo bebes tranquilamente, José…”.<br />

una vez más Cirilo tuvo razón. Media hora más tarde, exactamente a las tres, cuando<br />

Pedro Valbuena repetía en la casa una vez más a su mujer que “a pesar de todo, aquel trabajo<br />

no valía dos pesos”, José Cambronal abandonaba con paso lento la bodega, presa de<br />

un cansancio infinito. Cirilo, con una sonrisa en los labios, cerraba el cajón de madera del<br />

mostrador donde quedaban, bien acondicionados con los demás, dos billetes crujientes de<br />

a peso. Y trescientos metros más abajo, al borde de la carretera, en un rancho de yaguas y<br />

cana, el grito ronco de dos niños desnudos crecía interminablemente bajo el cielo indiferente<br />

y gris de altocerro que se tiende por igual sobre la casa de Pedro Valbuena, la bodega de<br />

Cirilo Villamán y el rancho de José Cambronal.<br />

Más allá del espejo<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

De las diversas desapariciones personales que afectaron la pacífica existencia de Altocerro,<br />

ninguna dejó de tener tarde o temprano, alguna explicación más o menos lógica.<br />

Es decir, todas menos una: la súbita partida de don alvaro torralba. Su desaparición fue<br />

de tal modo inesperada y su paradero permaneció de tal forma desconocido, que aún hoy<br />

616


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

es corriente oír decir en el pueblo que a don alvaro se lo tragó la tierra. Probablemente<br />

hubiese sido yo uno de los que continuasen utilizando esa expresión común para explicar<br />

la desaparición de nuestro ilustre compueblano, de no ser por la revelación que obtuve al<br />

respecto en un momento de debilidad de la esposa de don alvaro.<br />

no creo que sea conveniente entrar en detalles sobre los motivos de la señora torralba para<br />

hacerme partícipe de su secreto. La discreción es una de las pocas virtudes de que puedo envanecerme,<br />

y esa virtud ha sido, justamente, la que ha sellado mis labios hasta el día de hoy.<br />

a partir de ahora, no obstante, no me siento ya obligado a mantenerme en silencio<br />

porque ayer acompañé al cementerio de Altocerro los despojos mortales de mi confidente y<br />

esta mañana he recibido de manos de su albacea el sobre lacrado que ella me ha legado por<br />

expresa disposición testamentaria.<br />

Dentro de ese sobre hay una carta, amarillenta ya por efecto del tiempo, mediante la<br />

cual don alvaro explica su desaparición. no me cabe duda de su autenticidad porque está<br />

escrita de su puño y letra y me limitaré a transcribirla textualmente. no formularé ningún<br />

comentario, pero deseo dejar bien claro que no me solidarizo con su contenido. Afirmo sí,<br />

que la carta es auténtica y para comprobarlo, conservo su original, el cual está a disposición<br />

de cualquier persona interesada.<br />

El texto de la carta es el siguiente:<br />

Querida esposa:<br />

Creo que esta es la primera vez que te escribo. Para bien o para mal, nunca nos hemos<br />

separado durante los largos años de nuestra vida en común y jamás se nos presentó a ninguno<br />

de los dos la ocasión de dirigir al otro una carta. Esta es, sin duda, la razón de que me sienta<br />

un poco extraño, tímido tal vez, al comenzar a escribirte. acostumbrado a mirarte mientras<br />

te hablo y adivinar tus reacciones a través de las mil pequeñas inflexiones que matizan<br />

tu rostro mientras escuchas mis palabras, me encuentro un poco a ciegas, algo inseguro y<br />

vacilante, al relatarte en esta forma el más extraordinario acontecimiento de mi vida… Sí,<br />

querida mía, precisamente el más extraordinario. Y no sólo ha sido asombroso por contraste<br />

frente a la uniforme gris condición que ha caracterizado toda mi existencia, sino porque, en<br />

sí mismo, el increíble suceso no tiene, que yo sepa, precedente alguno en la historia de la<br />

humanidad… no te asustes: no he perdido el juicio, aunque a veces yo mismo he llegado a<br />

pensarlo. Me conoces demasiado bien y sabes que soy escéptico por naturaleza y modesto<br />

por convicción. Jamás me dejaría arrastrar por supercherías ni osaría nunca considerarme<br />

superior a mis semejantes, a menos que tuviese una razón valedera para ello. Sin esa razón,<br />

no hubiera llegado a creerme dotado de poderes sobrenaturales otorgados por un misterioso<br />

más allá. Y sin embargo, ¿cómo explicar sino dentro de leyes de otro mundo, desconocidas<br />

por completo en el plano donde se ha desarrollado durante siglos la vida de la humanidad,<br />

la experiencia extraordinaria que he vivido en estos últimos meses?… Sé que habrá de mortificarte<br />

esta última afirmación, porque significa que durante meses he guardado un secreto<br />

sin compartirlo contigo. ¿Podrás perdonarme alguna vez?… Pero no. no es tu perdón lo que<br />

necesito, sino tu comprensión. tu aceptación de que las cosas han sucedido tal como voy a<br />

contártelas. Con esto sólo me basta, porque nadie que acepte la realidad de mi experiencia<br />

podría demandar de mí una actitud diferente a la que he asumido: callar primero, hasta<br />

estar absolutamente seguro de que las circunstancias no tienen explicación lógica posible,<br />

y adoptar luego, sin vacilación ninguna, la decisión irremisible que he tomado… Pero<br />

vayamos por partes y no adelantemos los acontecimientos.<br />

617


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

todo comenzó aquella tarde lluviosa de noviembre pasado, cuando visitamos la pequeña<br />

tienda de antigüedades cerca del puerto en ocasión de nuestro último viaje a la capital.<br />

¿Recuerdas? Mientras tú curioseabas unas miniaturas renacentistas y regateabas su precio<br />

con el dueño, yo pasé a la trastienda y me dediqué a observar varios espejos que estaban en<br />

el suelo, recostados de la pared. uno entre todos llamó poderosamente mi atención. Era un<br />

espejo ovalado, de mediano tamaño, con marco dorado de madera labrada en estilo rococó,<br />

en el cual pequeños querubines semidesnudos, de caritas sonrientes, enmarcaban una luna<br />

que apenas se adivinaba bajo una espesa capa de polvo. Me incliné para limpiarla con el<br />

pañuelo y allí mismo, en cuclillas frente a aquel curioso objeto, sentí el primer escalofrío de<br />

los que habrían de sacudirme a lo largo de los últimos meses. El rincón en que me hallaba<br />

estaba sumido en la semioscuridad y mi visión no podía ser clara. Sin embargo, tuve la<br />

indiscutible sensación de que el espejo no había reflejado mi cara. Desde la borrosa superficie<br />

en penumbras me miraba otra faz que no era la mía. aquella sensación duró tan sólo un<br />

breve instante. Me acerqué más al espejo, limpié mejor su superficie, y la sangre que había<br />

sentido paralizarse en mis venas reinició su fluir normal: estaba ya contemplando mi propia<br />

imagen. Con los ojos desorbitados y la tez un poco pálida, pero indiscutiblemente la mía.<br />

Me incorporé, tomé el espejo con manos todavía temblorosas y con él bajo del brazo me<br />

reuní contigo. aún recuerdo tu extrañeza al verme decidido a comprar aquella “horrorosa<br />

cosa de mal gusto”, como la calificaste entonces. Opusiste una resistencia impotente ante mi<br />

obstinada determinación de conservarlo a toda costa, y durante el trayecto a nuestra casa, me<br />

recriminaste amargamente por haber pagado un costo exorbitante por algo completamente<br />

inútil. ¡Qué irónico fue que calificaras al espejo de aquel modo cuando, precisamente con<br />

él, se iniciaba una revolución total de mi existencia!<br />

Para ti el incidente terminó aquella misma noche cuando guardamos el espejo en el<br />

desván, junto al montón de cosas en desuso que mantenemos en esta estrecha y oscura habitación<br />

en donde ahora te escribo esta carta. Para mí, en cambio, se inició una nueva vida de<br />

extraordinario contenido. Desde aquel día, cada vez que salías de la casa subía yo al desván<br />

y me colocaba frente al espejo, mirando fijamente durante horas, mi rostro reflejado.<br />

Durante la primera semana no ocurrió nada extraordinario y llegué a temer que aquella<br />

primera experiencia en la trastienda sólo había sido una ilusión de mis sentidos. Mas, al fin,<br />

mi constancia fue premiada. Recuerdo perfectamente lo que llamó inicialmente mi atención<br />

al cabo de aquella dura semana de prueba. En los primeros días solía quedarme pasivamente<br />

aquí, frente al espejo, esperando una revelación que no llegaba nunca. a partir del cuarto<br />

día, comencé a hablarle. al principio mis palabras no producían resultado visible alguno,<br />

y la imagen del espejo se limitaba a reproducir fielmente el movimiento de mis labios. Pero<br />

luego observé que, aunque yo hablase continuamente, la imagen mantenía a veces los labios<br />

fruncidos e inmóviles. Cada vez que esto sucedía, mi faz entera dentro del espejo asumía<br />

una expresión de infinita tristeza.<br />

De ese modo se inició el escalofriante proceso del desdoblamiento. Lentamente, tan imperceptiblemente<br />

que sería imposible fijar gradaciones a aquella paulatina transformación,<br />

fueron modificándose los rasgos de la imagen que producía mi presencia frente al espejo.<br />

(Me resisto ya a hablar a estas alturas de imagen “reflejada”). El proceso se produjo en su<br />

primera etapa mediante un desdibujamiento de las facciones, que llegaron a adquirir, al<br />

final de la primera fase, la apariencia de esas viejas fotografías desvaídas por el efecto del<br />

tiempo. (Cierto parecido conmigo, muy leve ya en aquellos días, acentuaba la semejanza<br />

618


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

de la imagen con el antiguo retrato de un remoto antepasado). a esta esfumación de las<br />

facciones siguió un período inverso de acentuación de los rasgos, y me fue dado presenciar<br />

como, día a día, nacía asombrosamente frente a mí un ser desconocido que nada tenía ya en<br />

común con mi propia apariencia. al mismo tiempo, como si estuviese siendo dibujado por<br />

una mano misteriosa, el fondo del espejo iba adquiriendo contornos propios, independientes<br />

del desván polvoriento donde se producía aquél acontecimiento extraordinario.<br />

¿De qué modo podría comunicarte la extraña sensación, mezcla de fascinación y de<br />

temor, que me embargaba cada vez que me asomaba ante aquella ventana abierta ante el<br />

misterio? Intentarlo sería inútil. Sólo podría decirte que, a medida que pasaban los días,<br />

de aquel conjunto de sensaciones contradictorias fue surgiendo poderosamente un sentimiento<br />

único de solidaridad y ternura, a la vez, hacia aquel ser que palpitaba ya con vida<br />

propia más allá del espejo… ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué me había seleccionado<br />

a mí como punto de contacto entre el mundo común y corriente y el misterioso mundo de<br />

donde procedía? Estas preguntas sin respuesta torturaban todos los instantes de mis días<br />

y mis noches.<br />

Fue entonces, pobre querida mía, cuando comenzaron a preocuparte los estragos visibles<br />

que sobre mi organismo venía produciendo la increíble experiencia por la que atravesaba.<br />

Mis insomnios, mi irritabilidad, mi permanente desasosiego… ¡Qué lejos estabas de<br />

sospechar entonces la verdadera causa de mi estado, y qué impotente me sentía yo para<br />

comunicarte la verdad increíble que se ocultaba tras la aparente sintomatología del trastorno<br />

mental! Porque yo sabía que el secreto sólo a mí pertenecía, y tenía conciencia plena de que<br />

divulgarlo hubiera sido una traición a la confianza que se había depositado en mí. Por eso<br />

me mantuve absolutamente mudo e inconmovible, tanto frente a tu amoroso requerimiento,<br />

como ante la astucia infernal de los siquiatras… Pero no hablemos del triste episodio de los<br />

médicos. De sus indagaciones atrevidas y sus elucubraciones estúpidas. Hablemos, sí, del<br />

maravilloso mundo que yo sentía palpitar al alcance de la mano, más allá del espejo, y que<br />

reservaba para mí solo toda su asombrosa y enigmática estructura.<br />

Me refería anteriormente al sentimiento de solidaridad que me inspiraba el misterioso<br />

ser con quien me comunicaba a través del espejo. Sentía que un poderoso lazo se iba anudando<br />

cada vez más estrechamente alrededor de ambos, y esa sensación progresiva culminó<br />

precisamente el día que escuché por primera vez el llamado. un apremiante llamado, sin voz,<br />

pero perfectamente audible para mí. no podría decirte de dónde venía, aunque sospecho<br />

que nacía en aquellos ojos que me miraban a través del espejo. ¿Cómo definirte la infinita<br />

tristeza de aquella mirada? La sentía, casi físicamente, depositar sobre mi pecho su muda<br />

desesperación. Jamás en toda mi vida había sido acudido tan poderosamente por un pedido<br />

de ayuda como entonces lo fui… “¿Qué quieres?”, le grité casi, lleno de profunda compasión.<br />

“¿Qué puedo hacer para borrar esa tristeza de tus ojos?” Y la imagen continuaba mirándome,<br />

muda y sin esperanza, con mayor pesar todavía, como si mi incapacidad de comprenderla<br />

la entristeciese aún más.<br />

Pero fue ayer cuando sucedió lo más extraordinario de todo. Había permanecido por<br />

largo tiempo absorto frente al espejo, tratando inútilmente de descifrar su incomprensible<br />

mensaje, cuando observé que la imagen se cubría los ojos con la mano y que cierto desfallecimiento<br />

en su actitud presagiaba una inminente caída. Actuando bajo un impulso reflejo,<br />

extendí la mano hacia la imagen como si intentase brindarle apoyo y sostenerla. no alcancé<br />

a completar el ademán porque, antes de tocar el cuerpo vacilante y al propio instante en que<br />

619


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

comenzaba a recriminarme mentalmente por lo absurdo de mi gesto, me detuvo horrorizado<br />

una circunstancia increíble: mi mano había traspasado la superficie del espejo… Sí, querida<br />

mía, he escrito traspasado. no podría emplear otra palabra para describirlo. Más allá del espejo,<br />

mis dedos se movían dentro de una masa gelatinosa, perfectamente sensible al contacto<br />

estremecido de mi piel. no puedo describirte la horrible sensación que experimenté. aunque<br />

fue algo parecido a sumergir y mover la mano bajo el agua, la resistencia al movimiento era<br />

mucho mayor que la que normalmente ejerce la presión de una masa líquida. aunque yo<br />

diría que, más bien que resistencia, lo que se produjo fue una combinación de atracción y<br />

resistencia, de la cual resultaba una tercera fuerza desconocida, fuera de todas las leyes de<br />

la física, que tiraba poderosamente de mi mano desde el fondo del espejo.<br />

no sé cuánto tiempo duró aquel extraordinario fenómeno. De igual modo que los conceptos<br />

corrientes del espacio, las reglas y medidas ordinarias del tiempo habían ya perdido<br />

toda significación para mí. Sólo sé que, después de un gran esfuerzo desesperado, logré<br />

vencer la fuerza que intentaba arrastrarme y caí en el suelo del desván, temblando de pavor,<br />

nublada toda facultad de raciocinio, absolutamente perdido dentro de la intrincada red que<br />

lo absurdo había ido tejiendo a mi alrededor.<br />

Y sin embargo, a pesar de la aterradora experiencia que significó para mí, este episodio<br />

me ha ofrecido la oportunidad de hallar el verdadero camino. El único camino posible a seguir.<br />

Esta misma noche se me ocurrió la solución, mientras tú dormías dulcemente a mi lado,<br />

ajena al drama que se estaba desarrollando junto a ti. Fue como un inesperado relámpago<br />

que iluminara en un segundo fugaz la senda extraviada en mitad de la noche. tan pronto<br />

vi todo claro me arrojé de la cama, subí al desván y me puse a escribirte esta carta.<br />

Comprenderás que no tengo más que una alternativa. Por alguna razón incomprensible<br />

he sido elegido para protagonizar un acontecimiento extraordinario. tal vez un experimento<br />

que revolucionará todo el edificio científico que ha levantado trabajosamente la humanidad<br />

durante siglos. tengo plena conciencia de que no debo ni puedo rehuir esa responsabilidad.<br />

no sé quién me ha seleccionado ni para qué, pero estoy convencido de que el reclamo es<br />

auténtico y voy a aceptarlo. no sé dónde iré ni por cuánto tiempo, pero tengo que ir. Sé que<br />

mi ausencia te producirá pesar y te pido resignación. Espero que me comprendas, pero<br />

aunque así no fuese, nada que hagas o que digas podría alterar mi decisión, porque ella<br />

es irrevocable. Tan pronto termine esta carta, daré el paso definitivo, el final: atravesaré el<br />

espejo y me enfrentaré con mi destino. adiós.<br />

Un epitafio para don Justo<br />

Hoy tuve una verdadera sorpresa en la peluquería. Estaba ya sentado en el confortable<br />

sillón, con el blanco paño anudado al cuello, en espera inmóvil de la eficiente intervención<br />

de mi barbero, cuando alcancé a ver a través del espejo una figura extraña junto a la puerta<br />

de la calle. aunque a raíz de la primera ojeada me pareció desconocido aquel hombrecillo<br />

enteco y encorvado, había en él algo familiar que pugnaba por despertar en mi memoria algún<br />

recuerdo inasible y dormido. Permanecí un largo rato observándolo, intrigado, hasta que una<br />

súbita luz pareció iluminar de pronto mi cerebro. a medias gozoso, a medias incrédulo, me<br />

incorporé bruscamente en el sillón, volvi la cabeza, y comprobé directamente que la imagen<br />

que me ofrecía la superficie azogada del espejo no era una visión desconocida, sino que correspondía<br />

real y exactamente a la humana presencia de don Justo de la Barca y téllez.<br />

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VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

Hacía más de quince años que no veía a don Justo y no creo que en ese lapso haya pensado<br />

en él más de dos veces. Mas, tan pronto como identifiqué su familiar figura, todo un<br />

tropel de recuerdos perdidos me asaltó de inmediato. Durante el corte de pelo, y mientras el<br />

metálico aleteo de las tijeras revoloteaba sobre mi cabeza, permanecí con los ojos fijos en la<br />

imagen del espejo, sumergido en una tibia ola de evocaciones que me arrastró suavemente<br />

hacia mi lejano pueblecito natal de altocerro, poderosamente revivido por aquel encuentro<br />

inesperado.<br />

Y es que don Justo fue sin duda el más singular de los habitantes de altocerro. Parecía<br />

escapado de otra época, incrustado por error en un siglo al que evidentemente no pertenecía,<br />

ni física ni espiritualmente. Muchas veces me pregunté al pensar en su desaparición súbita<br />

del minúsculo escenario pueblerino, si acaso la Suprema Voluntad, al percatarse al fin de<br />

su equivocación, lo había sustraído del presente y transportado a través del tiempo hasta la<br />

época caballeresca y lejana a la que realmente correspondía.<br />

Don Justo era de baja estatura y delgado, pero enhiesto hasta donde se lo permitían las<br />

evidentes limitaciones de su conformación ósea. Se dejaba crecer el cabello, suavemente<br />

ondulado, hasta mucho más allá de lo consentido por la moda, y los mechones grisáceos<br />

que sobresalían por debajo de las alas de su sombrero fueron siempre la delicia de la muchachería<br />

regocijada y burlona que lo encontraba por las calles. usaba lentes de presión<br />

sujetos con un negro cordón de seda que descendía en armoniosa parábola sobre el pecho<br />

enjuto hasta perderse en el bolsillo superior del chaleco. El soporte de aquellos lentes, la<br />

curvada nariz de corte clásico era lo único agresivo del conjunto, todo él discreto y severo,<br />

opacado y tímido.<br />

Su indumentaria, concebida dentro de los más estrictos cánones de la sastrería de finales<br />

del siglo pasado, era la digna y adecuada envoltura de don Justo. Se componía exteriormente<br />

de una anticuada casaca negra y unos pantalones oscuros, de rayas los días festivos y sin ellas<br />

los demás de la semana. El inevitable chaleco, atravesado a lo ancho por la gruesa leontina<br />

de oro, permitía una visión reducida de la blanca camisa, siempre recién planchada, sobre<br />

la cual derramaba su romántica cinta la corbata floja, anudada con calculado descuido en<br />

redor del duro cuello de celuloide, inflexible y brillante.<br />

Don Justo fue siempre la más acabada personificación del formulismo y la etiqueta. De<br />

una impoluta corrección, sin haber alzado la voz en su vida más allá de lo conveniente, ni<br />

agitado los brazos más de lo que permiten los buenos modales, parecía deslizarse más que<br />

caminar por las calles del pueblo, en un continuo quitar y colocarse el sombrero al encuentro<br />

de las personas que su estricto concepto de las jerarquías sociales consideraba de su misma<br />

condición, adoptando en cada caso el grado de cortés inclinación del torso a la exacta ubicación<br />

del objeto de su reverencia en la escala –rebosante de categorías– que utilizaba para<br />

calificar a los sencillos habitantes de Altocerro.<br />

no tenía edad. o, por lo menos, habría sido imposible calculársela partiendo de su aspecto<br />

y de las transformaciones que hubiesen debido afectarlo a lo largo del tiempo. Siempre fue<br />

el mismo en todas las épocas, y la evocación que de él hacía el más viejo lugareño, parecía<br />

coincidir con la figura parsimoniosa y diminuta que se movía entre nosotros repartiendo<br />

saludos y prodigando reverencias.<br />

Mi memoria lo recordaba desde los días en que iba yo a la escuela, con mi pila de libros<br />

bajo el brazo, y lo veía cruzar fugazmente alguna calle, inclinado a veces para apartar una<br />

piedra del camino con la puntera del bastón, encerrado siempre en su irreprochable y severa<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

parsimonia. Era muy madrugador, y en muchas ocasiones, cuando la señorita amparo<br />

organizaba en días de asueto excursiones escolares, lo encontrábamos en las afueras del<br />

pueblo, con su invariable atuendo dominguero, tomando el solecito reconfortante y discreto<br />

de las primeras horas de la mañana. tan pronto nos veía, aumentaba la rigidez de su enteca<br />

figurilla y se inclinaba, destocado y reverente, al paso de la profesora, beneficiaria sin duda<br />

de alguno de los más encumbrados escalafones de la jerarquía social que había estructurado<br />

don Justo para su uso particular. Y cada vez, la señorita amparo, desde la cumbre de sus<br />

cuarenticinco años de jamonería recatada y cursi, enrojecía de turbación y apuraba ostensiblemente<br />

la marcha del pequeño ejército bajo su mando hasta perder de vista, atolondrada<br />

y ruborosa, la causa inocente de su desconcierto.<br />

Indudablemente, era un devoto amante de la naturaleza. así lo atestiguaban sus largas<br />

caminatas por las afueras del pueblo, interrumpidas de trecho en trecho para permitir que<br />

su curiosidad se inclinase absorta sobre alguna planta rara o algún extraño insecto; como<br />

también sus paseos nocturnos, en los que parecía estar más en el cielo que en la tierra, absorto<br />

como quedaba mirando las estrellas y descifrando su mensaje profundo y misterioso.<br />

Vivía solo, en una casita humilde de madera, recostada en el flanco del cerro que se<br />

levantaba a la salida del pueblo. Descolorida, agobiada, la sencilla vivienda refulgía sin<br />

embargo de puro limpia y cuidada. Francisca, la mujer del sacristán, acudía dos veces por<br />

semana a realizar las labores de limpieza general y de lavado, pero las comidas se las preparaba<br />

el propio don Justo, y él mismo compraba los simples ingredientes que componían<br />

su frugal alimento cotidiano. ¡Cuántas veces le vi regresar del mercado, con su estrafalaria<br />

vestimenta, llevando ensartado en el brazo el modesto canasto de mimbre, regando a su<br />

paso una estela invisible en que se mezclaba el fresco aroma de las legumbres con el desagradable<br />

olor de la carne cruda y sangrante! ¡Y cómo intuía yo entonces, a despecho de<br />

mis escasos años, que aquella figura desconcertante y ridícula era todo un símbolo de valor<br />

y dignidad humanos, enhiestos como un mástil por encima de algún naufragio desolador<br />

e inexorable!<br />

nadie supo en el pueblo de dónde procedía don Justo. Muchos pensaban que era español,<br />

y varios le añadían la condición de noble venido a menos, inducidos a ello por la sonoridad<br />

de sus apellidos y por sus maneras ampulosas y aristocráticas. Pero estas suposiciones quedaron<br />

siempre en el terreno de las hipótesis, porque don Justo guardó siempre respecto de<br />

su origen el más inabordable mutismo.<br />

En realidad, no tuvo amigos en el verdadero sentido de la palabra, y sus relaciones con<br />

los lugareños se limitaban al intercambio de protocolares fórmulas de cortesía que al principio<br />

desconcertaron a los sencillos habitantes del pueblo y a las que al final se acostumbraron,<br />

considerándolas como singularidades propias de un excéntrico. Después de su primer año<br />

en altocerro, por gracia de la rutina, don Justo pasó a ser algo todavía inexplicable y extraño,<br />

pero cotidiano y habitual, como la salida del sol, las fases de la luna o el arcoiris que cruzaba<br />

el cielo pueblerino las tardes de lluvia.<br />

no trabajaba, y parecía vivir exclusivamente de una pequeña remesa mensual que recibía<br />

por correo el día quince de cada mes, procedente de la capital. Con ella pagaba escrupulosamente<br />

el reducido alquiler de la vivienda y sus cuentas pendientes con Francisca y las vendedoras<br />

del mercado. no fumaba, ni bebía, ni se permitía otra diversión, y el sobrante de su modesta<br />

pensión, religiosamente separado mes por mes, engrosaba en algún rincón oculto de la casita,<br />

la suma destinada a remozar cada cierto tiempo sus extravagantes prendas de vestir.<br />

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VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

no parecía tener familia en parte alguna porque, descontando el remitente anónimo<br />

de las mensualidades, nadie escribió nunca una carta a don Justo, ni nadie vino tampoco a<br />

visitarlo en el lejano rincón provinciano que había escogido para exprimir gota a gota, con<br />

resignada paciencia, el jugo espeso de su existencia monótona y oscura.<br />

así había vivido entre nosotros, a lo largo de diez años, don Justo de La Barca y téllez,<br />

hasta que un día quince de mes, pagado hasta el último centavo de sus humildes deudas<br />

pendientes, tan misteriosamente como vino, desapareció para siempre de altocerro, sin dejar<br />

tras de sí amigos ni enemigos, sin que nadie derramara una sola lágrima por su partida ni se<br />

regocijara de su ausencia, y sin que su recuerdo dejara otra huella que alguna sonrisa burlona<br />

o un leve encogimiento de hombros cuando alguien, por acaso, mencionaba su nombre en<br />

la tertulia cotidiana. Y sólo tal vez la señorita amparo se hizo más seca, más callada, más<br />

intransigente, y aunque nunca la oí pronunciar el nombre de don Justo, la sorprendí más de<br />

una vez desde aquel día mirando silenciosamente, a través de la ventana abierta del salón de<br />

clases, hacia el caminito sinuoso y polvoriento cuyo curso, en algún ignorado y lejano lugar,<br />

enlazaba nuestro pueblito con grandes ciudades modernas, ruidosas y añoradas.<br />

�<br />

Dos golpes suaves de cepillo en el cuello y los hombros; y una espesa nube de polvo<br />

de talco barato flotando a mi alrededor, me sustrajeron del mundo mágico de evocación en<br />

que me hallaba inmerso. El corte de pelo había terminado.<br />

Don Justo permanecía en la misma postura, parado en la acera, ofreciendo con humildad<br />

su modesta mercancía a transeúntes presurosos e indiferentes. Me acerqué a él. Lo saludé<br />

efusivamente, y, aunque no me reconoció de primera intención, al poco rato pareció identificar<br />

el niño solitario de Altocerro con el hombre que lo estrechaba entre sus brazos. Pasada<br />

la primera impresión, lo arrastré hasta el restaurante más próximo y allí nos sentamos, en<br />

medio del salón desierto, frente a dos tazas humeantes de café.<br />

Me quedé observándolo fijamente mientras se acomodaba frente a mí, con movimientos<br />

lentos y cansados y la mirada sin brillo fija en sus propias manos entrelazadas. De su porte<br />

señorial, de su prestancia, de su erguida hidalguía, no quedaba el más ligero rastro. Vestía<br />

prendas raídas y de dudosa limpieza. Sobre sus rodillas, ocultos por el mantel a mis miradas<br />

curiosas, había escondido los billetes de lotería que pregonaba un momento antes en la<br />

acera, y se adivinaba, bajo la aparente resignación sumisa, el hondo disgusto que mi súbita<br />

aparición le provocara. un resabio de su antigua compostura pareció revivir en el gesto con<br />

que trató de esconder a mi vista el puño deshilachado y sucio de la camisa, pero el ademán<br />

quedó trunco, disolviéndose en una desfallecida renunciación, como si sólo entonces se<br />

percatara de que ya era inútil todo fingimiento.<br />

—¡Quién lo hubiera dicho! Don Justo, –dije rompiendo el silencio–. Después de tantos<br />

años…<br />

—Por favor, nada de don Justo… Perico, Perico Pérez Martínez…<br />

—¿Perico Pérez Martínez?… –repuse asombrado–. Pero, ¿ha cambiado usted de nombre?…<br />

—Sí, lo cambié, pero no ahora… antes fue cuando lo hice… Justamente cuando me fui<br />

a vivir a altocerro.<br />

—¿De manera que nunca se llamó usted don Justo de La Barca y téllez?… ¡Qué lástima!<br />

tan sonoro como resultaba ese nombre.<br />

623


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¿Verdad que sí?… –y lo repitió con verdadera fruición: —Don Justo de La Barca y<br />

téllez… Fue sin duda un verdadero acierto… Me sentía realmente orgulloso de él. Para<br />

encontrarlo me ayudaron mucho mis conocimientos de Literatura Clásica española… usted<br />

recuerda, ¿verdad?… Calderón de La Barca, Fray Gabriel téllez…–<br />

Yo, claro, recordaba, pero la verdad era que jamás se me habría ocurrido aquello.<br />

—Nací aquí, en la capital… –La válvula de las confidencias parecía haberse ya abierto de<br />

par en par. En el más miserable de los barrios pobres de la ciudad. nunca conocí a mi padre,<br />

y mi madre murió en la cárcel pública, poco después de haber nacido yo… Desde esa época<br />

tuve que averiguármelas solo… Conocí por dentro el reformatorio de menores desde muy<br />

temprano… Cuando me enderecé, me fui a trabajar de mandadero en una escuela. allí aprendí<br />

a leer… Después que me despidieron, me las arreglé para conseguir libros… Mí vida fue<br />

azarosa y llena de tumbos, pero siempre tuve tiempo y ocasión de ilustrarme… tal vez eso me<br />

ayudó a no meterme en líos con la justicia: no he vuelto jamás a visitar una cárcel…. –alzó la<br />

mano provista del fajo de billetes de lotería y la agitó frente a mí.– Con esto me he defendido<br />

en todo momento. Hace más de treinta años que estoy en el negocio. De día pregonaba los<br />

boletos, y de noche asistía a la biblioteca pública, donde vivía algunas horas de irrealidad y<br />

fantasía… Era como vivir dos vidas en una sola, ¿usted me entiende?…<br />

Yo asentí, sin proferir palabras, mientras él pareció concentrarse y olvidarse de mi presencia<br />

al añadir:<br />

—Y un día, al fin, se abrió inesperadamente la puerta de la más fantástica de las posibilidades…<br />

un billete cuyo número acostumbraba a reservar para un cliente, fue rechazado a<br />

última hora por éste sin darme tiempo a devolverlo a la administración… Resultó el tercer<br />

premio. no tuve la más mínima vacilación acerca de cómo emplear aquel regalo del cielo.<br />

Calculé que la suma bastaba para proporcionarme la existencia con la que había soñado<br />

siempre, exactamente durante diez años y cuatro meses. Escogí en un mapa de la isla el<br />

lugar apropiado para trasladarme, deposité el dinero en un banco con instrucciones de<br />

remitirlo en sumas mensuales en favor del nombre que había escogido en un momento de<br />

feliz inspiración, y me marché a altocerro…<br />

no pude menos que interrumpirle:<br />

—Pero, ¿y después?… ¿no pensó en lo que pasaría cuando se le agotase el dinero?…<br />

—¡Claro que lo pensé! Pero valía la pena, y no me arrepiento de lo que hice… además,<br />

¿sabe usted?, siempre tuve la secreta esperanza de que la muerte me sorprendiera allí, mientras<br />

gozaba del respeto de los demás… Soñaba con unos funerales dignos, con asistencia del<br />

cura y las autoridades y todo eso… no sucedió así, claro, pero pudo haber sucedido, ¿no es<br />

cierto?… Que hubiera una tumba ahora en altocerro, con una inscripción que dijera algo<br />

así como “aquí yacen los restos mortales del señor don Justo de La Barca y téllez”, y algún<br />

recuerdo amable más abajo… ¿Verdad que hubiera podido ser así? ¿Verdad?… –Y me miró<br />

con ojos por primera vez luminosos y vivos.<br />

—naturalmente que sí, naturalmente que sí… –le respondí apresuradamente mientras<br />

calculaba en secreto el costo aproximado del traslado de un cuerpo desde la capital a altocerro,<br />

y el valor de una lápida de mármol digna de conservar para la posteridad el epitafio<br />

de don Justo de La Barca y téllez.<br />

una vez convencido de que podía permitirme el gasto, me puse en pie y ayudé a incorporarse<br />

al tembloroso anciano. Lo miré marcharse lentamente, con la cabeza baja y arrastrando<br />

los pies hacia la puerta. Ya en el umbral, se volvió y me dijo:<br />

624


—Y, por favor, no diga a nadie de allá… –Pero yo le interrumpí con voz algo más ronca<br />

que lo normal: –no se preocupe en lo más mínimo, don Justo: eso, la lápida y todo lo demás<br />

corren por mi cuenta…<br />

Su amigo Arcadio<br />

VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

Don Carlos Zamorán era el administrador de Correos de altocerro. Sin embargo, a pesar<br />

de la desproporcionada pompa de este título en relación a la modestia de la destartalada<br />

casucha de madera que le servía de oficina, no era esta calidad la que confería mayor prestigio<br />

entre nosotros a don Carlos. Y es que el señor administrador de Correos era, además, el<br />

orador oficial de Altocerro, y su elocuencia, ampulosa y estirada, presidía invariablemente<br />

los entierros, bodas, bautizos y demás acontecimientos significativos que sacudían de tiempo<br />

en tiempo la habitual modorra pueblerina. Era ésta sin duda, y a mucha honra de su parte,<br />

la función principal y la verdadera vocación de don Carlos Zamorán.<br />

Las tertulias de los domingos en el café de Las Brisas, que reunían alrededor de la gran<br />

mesa central a la mayor parte de la élite lugareña, se convirtieron muchas veces, por obra<br />

y gracia de la verborrea de don Carlos, en largos monólogos durante los cuales nuestro<br />

administrador de Correos hacía uso desmedido de sus facultades oratorias contra nuestra<br />

pasiva, deslumbrada y silenciosa ignorancia. Siempre retrasaba un poco su llegada, y no<br />

hacía su entrada en el café hasta que todos estábamos ya sentados a la mesa, como aguarda<br />

un actor que su público colme la platea antes de salir al escenario. Llegaba en silencio, colocaba<br />

el sombrero en la única tosca percha que sobresalía de la pared –sobre la cual parecía<br />

tener exclusivo derecho– y se sentaba en una de las cabeceras de la mesa, especialmente<br />

reservada para él.<br />

Durante los primeros minutos, seguía con atención la conversación general, hasta que,<br />

en el momento oportuno, como si cazase una mosca con un movimiento brusco de la mano,<br />

asía con vigor una frase, una palabra, que alguien hubiere dicho al azar, y por allí, sin soltarla,<br />

tiraba de la conversación, atrayéndola hacia sí, dominándola, apoderándose completamente<br />

de ella, y sin soltarla ya más hasta el final de la reunión.<br />

Su parloteo incesante no tenía competencia entre los modestos contertulios, y nadie entre<br />

nosotros intentaba oponer resistencia al caudaloso torrente de su oratoria. Pero don Carlos<br />

era instruido, había viajado mucho, y sin duda alguna sus intervenciones constituían lo más<br />

interesante de aquellas pláticas domingueras del café de Las Brisas.<br />

un día la sesión fue particularmente interesante. aunque don Carlos hacía muchos años<br />

que vivía entre nosotros, no era oriundo de altocerro y no hablaba nunca de su vida anterior.<br />

Sin embargo, aquella vez nos relató un episodio de su pasada existencia que se me grabó<br />

para siempre en la memoria. tan bien lo recuerdo, que podría repetir incluso las mismas<br />

palabras y frases rebuscadas y ampulosas con que nos contó la historia.<br />

Estaba lloviendo fuertemente aquella mañana, pero ninguno de los habituales había<br />

faltado a la tertulia. don Carlos, que había permanecido en silencio por un rato más largo<br />

de lo corriente absorto en sus propios pensamientos, rompió de pronto su mutismo y, como<br />

de costumbre, sin dirigirse a nadie en particular, nos habló del siguiente modo:<br />

—Hace mucho tiempo que debí contarles la historia de arcadio, pero es ahora, después<br />

de tantos años, cuando me decido a hacerlo. Supongo que esto les parecerá extraño a ustedes,<br />

que tan bien me conocen y tantas pruebas tienen de mi locuacidad y de mi incapacidad de<br />

625


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

guardar secretos. Por eso deseo comenzar explicando la razón por la que callé hasta el día de<br />

hoy una historia que me retozaba en la lengua y cuyos pormenores bullían en mi memoria<br />

como gotitas saltarinas sobre la superficie del agua hirviente. La razón de mi silencio no<br />

podía ser más poderosa: para contarles mi aventura con arcadio, era preciso revelarles una<br />

etapa de mi vida que hasta ahora he mantenido oculta para todos. El tiempo de mi primer<br />

contacto con arcadio se remonta a una época turbia de mi existencia sobre la cual no me<br />

gusta hablar. Creo, sin embargo, que ya puedo depositar mi confianza en ustedes y que<br />

cualquier cosa desagradable de mi pasado que yo les revelara no cambiaría el buen concepto<br />

que tienen de mí, formado y robustecido a través de los largos años que he convivido con<br />

ustedes. Cualquier descarrío de mi juventud, cualquier tropiezo de mi vida anterior, no va a<br />

privarme de su amistad, ni va a cerrarme las puertas de sus reuniones, ni a afectar en lo más<br />

mínimo las inmejorables relaciones que nos unen. Pero, amigos míos, esa fe que les tengo no<br />

podía nacer de la noche a la mañana ni formarse de un día para otro. Fue necesario esperar<br />

hasta hoy para que yo sintiera que esa confianza existía plenamente y que, por tanto, yo<br />

podía contarles sin temor la historia de arcadio.<br />

Hizo una breve pausa y prosiguió después, con igual ímpetu:<br />

—Para ustedes, que me han visto por espacio de quince años ir y regresar cada día a las<br />

mismas horas de mi trabajo en la oficina de Correos (a la cual no he faltado ni un solo día<br />

laborable); que me observan transitar por la misma calle hasta el modesto hotel donde como<br />

todos los días idénticos platos y duermo en la misma cama durante el mismo tiempo diariamente;<br />

que saben que cada domingo abandono el lecho una hora más tarde que de costumbre,<br />

me visto con un traje recién planchado y asisto a esta tertulia habitual en el Café donde los<br />

mismos amigos se reúnen en torno de la misma mesa para reírse de los mismos chistes; que<br />

comprueban –por múltiples circunstancias– que cada día de mi vida es exactamente igual<br />

a los demás, y que mi existencia entera se asemeja a un mecanismo de relojería, a tal punto<br />

están sincronizados y se repiten una y otra vez en la misma forma todos mis movimientos;<br />

ustedes, amigos míos, se asombrarán cuando sepan que mi juventud fue desquiciada como<br />

un bote al garete y turbulenta como un ciclón tropical.<br />

Esperó unos instantes para comprobar a su alrededor el efecto producido, y continuó<br />

luego:<br />

—tal vez alguno de ustedes, sugestionados por la imagen de mí mismo que les ofrece<br />

mi formal y metódica vida presente, juzguen exagerada esta declaración, o la consideren<br />

como una broma increíble dicha para pasar el rato. nada estaría más alejado de lo justo que<br />

hacerse una suposición semejante. Lo que voy a relatarles les convencerá de que no exagero<br />

nada ni me burlo de nadie.<br />

aspiró profundamente y se acomodó mejor en su asiento.<br />

—ustedes habrán notado (necesariamente lo han hecho, porque en este pueblo suceden<br />

tan pocas cosas, que cualquier detalle o circunstancia se observa detenidamente y se convierte<br />

en objeto de comentarios y discusiones sin fin). Ustedes habrán notado, decía, que cuando<br />

nos sentamos en torno a esta mesa y se sirven bebidas alcohólicas, yo jamás pruebo una<br />

gota. al principio, algunos de ustedes insistían en que les acompañase a escanciar un vaso<br />

de cerveza o una copa de ron, encontrándose siempre con mi negativa cortés, pero firme.<br />

Ya nadie pretende obligarme a tomar alcohol y mi condición de abstemio empedernido se<br />

acepta como algo perfectamente natural. Y, sin embargo, si ustedes se hubiesen preguntado<br />

alguna vez el porqué de esta invariable actitud, si hubiesen profundizado un poco respecto<br />

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VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

de tal circunstancia, habrían adivinado probablemente su escondida causa, descubriendo<br />

el secreto de mi vida. Porque, yo amigos míos, –y sé que esto les parecerá increíble– he sido<br />

un alcohólico en último grado.<br />

La pausa fue entonces más larga. don Carlos nos miró por turno a todos, pero nadie<br />

pronunció una palabra. Como si estuviese decepcionado, agregó:<br />

—Esto, dicho en frase sencilla y corriente, pierde una gran parte de su horrible significado,<br />

y tal vez a la mayoría de ustedes se les escape la horrorosa condición que se esconde<br />

tras esas simples palabras. Pero yo, desgraciadamente, la conozco por triste experiencia<br />

hasta sus más crueles detalles, porque durante cinco largos años de mi vida yo me debatí<br />

sin esperanzas en las aguas cenagosas y turbias del alcoholismo… ustedes deberían saber<br />

que, para un religioso, los hombres se dividen en creyentes y ateos; para un aristócrata, en<br />

nobles y plebeyos; para algunos, en blancos y negros; para otros, en buenos y malos. Para<br />

nosotros los que formamos la clase de los alcohólicos, los hombres se dividen en los que<br />

pueden beber y los que no pueden beber. Para mí, y para todos los que son como yo, esa es<br />

la única clasificación que de veras importa. Estamos obligados a respetarla reverentemente,<br />

y si alguna vez –aunque fuere una sola vez–, trasponemos la sagrada línea que las separa,<br />

pagamos muy cara nuestra transgresión… La pagamos con todo lo que poseemos, incluso<br />

nuestra propia alma, como en las antiguas consejas de pactos con el diablo…<br />

Bajó la cabeza y prosiguió amargamente:<br />

—Yo violé una vez esa línea divisoria. un poco por irresponsabilidad juvenil, otro poco<br />

por soledad y aburrimiento… Pero las razones no vienen al caso. Lo que importa es mi caída<br />

vertiginosa en el abismo sin fondo de la desesperación. abandoné hogar, trabajo, amigos,<br />

y me convertí en un paria burlado por los niños, perseguido por los perros y despreciado<br />

por todos… Esto sucedió hace mucho tiempo. tanto, que a veces pienso que no fue más que<br />

una pesadilla, sin otra realidad que la huella que nos deja en la memoria un sueño maldito<br />

cuyos detalles se olvidan y del que sólo se recuerda el horror que nos produjo, revivido<br />

ocasionalmente por reminiscencias dispersas…<br />

Levantó la frente, y haciendo un gesto con la mano, pareció barrer la tristeza que se<br />

mezclaba con sus palabras.<br />

—no quiero insistir en la descripción de aquellos años: no es de interés para la historia<br />

que voy a contarles, y revive viejas heridas que el tiempo ha restañado. Pero es necesario que<br />

les hable del doctor Jordán. El doctor Jordán fue mi Ángel Bueno. Si hoy puedo estar aquí<br />

con ustedes, rodeado de afectos y viviendo una existencia normal, lo debo exclusivamente<br />

a su bondad y al interés paternal que se tomó por mí en aquella época negra de mi vida.<br />

Había sido amigo íntimo de mi padre y me conoció desde niño. Cuando se enteró de mi<br />

desesperada situación, fue personalmente a buscarme al pequeño pueblo de la costa norte de<br />

la isla donde a la sazón me hallaba yo viviendo de la caridad pública… Es decir, invirtiendo<br />

en alcohol el producto de las limosnas que recibía cada mañana a la puerta de la iglesia.<br />

Como el doctor me encontró en un estado de inconsciencia total, me trasladó como un fardo<br />

a la capital, y cuando surgí de mi sueño alcohólico, me hallé internado en una clínica que<br />

poseía mi protector en las afueras de la ciudad…<br />

—allí permanecí diez meses, sometido a un tratamiento de rehabilitación que el propio<br />

doctor Jordán se encargaba de dirigir personalmente… naturalmente, los primeros meses<br />

fueron horrorosos. El ansia de beber despertaba en mí cada cierto tiempo, y siempre que<br />

su garra me apretaba las entrañas, intentaba evadirme de la clínica por todos los medios<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

imaginables. afortunadamente nunca logré mis propósitos y cada tentativa de fuga se<br />

estrelló contra los pechos robustos y entre los brazos vigorosos de los enfermeros, rigurosamente<br />

adiestrados y aptos para evitar toda alteración de la férrea disciplina de la institución.<br />

Lentamente fui adaptándome a la vida de internamiento y aprendiendo a considerar<br />

impracticable todo intento de evasión. Como en el fondo de mí mismo vivía el profundo<br />

anhelo de sanar de mi horrible mal, y ese deseo crecía y se robustecía a medida que iba<br />

desintoxicándose mi organismo, paulatinamente fue avanzando el proceso de mi recuperación.<br />

un sólo síntoma de mi enfermedad persistía tenazmente a través del transcurso de<br />

los meses: las alucinaciones.<br />

nos recorrió a todos de nuevo con su mirada cargada de experiencia, y continuó:<br />

—Sin haber pasado por ello, ustedes no podrían jamás hacerse una idea de lo que son<br />

las alucinaciones de un alcohólico. Imagino que la debilidad de la mente o tal vez la necesidad<br />

de escape del subconsciente, interrumpido por la cesación brusca del suministro de<br />

la droga, crean las condiciones propicias para que nazca en torno al enfermo un mundo de<br />

fantasías, entremezclado hasta tal punto con la realidad circundante, que uno no es capaz<br />

de distinguir dónde termina ésta y dónde comienza el delirio…<br />

—De este modo, viví durante meses experimentando las más extraordinarias aventuras.<br />

En ocasiones, fui califa árabe, reclinado en mullidos almohadones, servido por esclavos<br />

abisinios y deleitado por hermosas huríes complacientes y exquisitas. otras veces, poderoso<br />

monarca de un reino milenario, triunfador de intrigas palaciegas. otras, corsario pirata,<br />

vencedor de tempestades y ducho en abordajes. otras… Pero no voy a cansarles con la<br />

relación de las existencias fantásticas que creí vivir en aquella época. Lo que sí deseo dejar<br />

bien claro es que cada vez que despertaba de esas ensoñaciones, la impresión de realidad que<br />

su recuerdo me dejaba era tan profunda que tenía que hacer un esfuerzo de razonamiento<br />

para comprender cuál era mi verdadera personalidad y adaptarme de nuevo a mi yo y a mi<br />

ambiente verdadero. a medida que progresaba mi curación, aquellos delirios se espaciaban<br />

cada vez más y, cuando aparecían, esa impresión de realidad de que les he hablado se<br />

manifestaba con menos intensidad. Al final del sexto mes de internamiento desaparecieron<br />

por completo, y yo tuve entonces la certeza de haber retornado definitivamente al mundo<br />

de los seres normales… Pero justamente entonces, apareció arcadio.<br />

Sonrió levemente, y su relato cobró animación:<br />

—Mi primer encuentro con arcadio sucedió una fresca noche de diciembre. Había<br />

dormido ya algunas horas y desperté en la madrugada, probablemente a causa del frío.<br />

Me envolvía una agradable sensación de bienestar cuando, después de subirme la frazada<br />

hasta la barbilla, me puse a pensar con optimismo en mi curación inminente. tenía los ojos<br />

cerrados y comenzaba ya a adormecerme en el instante en que una voz, profunda y suave<br />

a la vez, me sustrajo bruscamente de la modorra.<br />

—Carlos, Carlos, –me dijo– ¿Estás despierto?<br />

Me causó extrañeza que me llamaran por mi nombre de pila, porque en la clínica siempre<br />

lo hacían por mi apellido. Me incorporé a medias y respondí:<br />

—Sí… ¿Quién es?<br />

La voz me habló en un susurro:<br />

—no creo que conozcas mi nombre, ni ganarías nada con saberlo. He venido a hacerte<br />

compañía y a conversar un rato.<br />

Busqué con la mirada a mi interlocutor, pero no vi a nadie en la habitación.<br />

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VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

—¿Dónde está usted? –pregunté alzando la voz, algo asustado.<br />

La puerta de la estancia se abrió de golpe y una enfermera, rígida dentro de su planchado<br />

uniforme blanco, inquirió solícita:<br />

—¿Desea algo, señor?<br />

—¿Yo?… no nada. Muchas gracias… ¿Hablaba usted con alguien allí afuera, en el pasillo?<br />

—no, señor, con nadie. Estaba sola, haciendo la guardia, y me pareció oírle hablar…<br />

usted dispense. Y salió cerrando la puerta sin ruido.<br />

Permanecí tenso bajo la colcha, con la frente inundada de sudor y un escalofrío intermitente<br />

recorriéndome la espina dorsal. En la habitación no había nadie, excepto yo, y la voz<br />

que me llamó había surgido junto a mi cama. Haciendo un esfuerzo de voluntad, me rodé<br />

hacia la izquierda y asomé con prudencia la cabeza debajo del lecho.<br />

—no seas tonto: estoy aquí en la cabecera; pero no podrás verme por más que trates.<br />

La voz nacía ahora exactamente a mi espalda y continuaba hablándome en susurros.<br />

Me senté en la cama, bañado en un sudor frío, y miré con ojos desorbitados por encima<br />

del hombro. Mi línea visual se extendía hasta la pared blanca y desnuda, y nada ni nadie<br />

interrumpía su curso. Mientras tanto, la voz continuaba:<br />

—no te asustes. no te haré ningún daño. Sólo quiero charlar un rato y pasar el tiempo.<br />

Y, después de una corta pausa: —¿Por qué será que ya a nadie le gusta recibir visitas? ¡Cómo<br />

han cambiado las cosas! En mis tiempos la gente era sociable y trataba a sus semejantes con<br />

amabilidad y cortesía. En cambio, ahora…<br />

a medida que hablaba la voz misteriosa, fui comprendiendo poco a poco la verdad. Con<br />

profundo abatimiento iba convenciéndome de que había pecado de excesivo optimismo. Yo<br />

no estaba todavía curado, ni mucho menos. Las alucinaciones no habían desaparecido, –como<br />

lo pensé–, y la prueba de ello estaba ahí, en aquel susurro que dejaba oír su acento grave y<br />

monótono a mi lado. Bajé la cabeza y hundí los hombros mientras mis manos colgaron entre<br />

las piernas entreabiertas. Debí encarnar en aquel instante la propia imagen de la desolación,<br />

porque la voz cambió de pronto el objeto y el tono de su discurso.<br />

—¿Por qué te pones así? –me dijo con suavidad acercándose a mi oído. —Crees que no<br />

existo y te imaginas que soy otra alucinación, ¿no es cierto?… Pero, ¡hombre de Dios! –añadió<br />

subiendo de tono–, ¿eres acaso sordo o torpe? ¿no notas diferencia alguna entre tus delirios<br />

absurdos y mi ser real, existente que te habla y que sientes a tu lado? adquirió un tono amargo<br />

al continuar: Pero, después de todo, ¿qué puede esperarse de la ignorancia y la vanidad de<br />

la humanidad de hoy? ustedes, los “vivos” –e imprimió un dejo irónico a esa palabra–, han<br />

llegado a creerse que son los únicos que existen. Que el universo todo, con sus leyes eternas<br />

y sus misterios insondables, está donde está, exclusivamente para que ustedes puedan comerse<br />

tranquilamente sus huevos pasados por agua cada mañana, trabajar como estúpidos<br />

y amontonar dinero durante el día, y dormir o fabricar hijos cada noche…<br />

La voz pareció ahogarse de indignación y desde lo más profundo de mi terror y mi<br />

aflicción, surgió la mía, temblorosa, aprovechando la pequeña pausa:<br />

—¿Quieres decir que existes realmente? ¿Qué no eres alucinación? ¿Qué has muerto, y<br />

sin embargo estás aquí, a mi lado, diciéndome todas estas cosas?…<br />

—¡Claro que estoy aquí! no puedes verme ni tocarme porque existo en una dimensión<br />

que no pueden captar todos tus sentidos, sino los que yo he escogido expresamente para manifestarme<br />

ante ti. Pero no te engañas cuando oyes mi voz, aunque seas el único en oírla.<br />

—Pero, –balbucí–, ¿Por qué yo?, ¿por qué me has escogido precisamente a mí?<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Las razones son muchas, pero no entenderías la mayoría de ellas… Basta que sepas<br />

que fui en vida el mejor amigo de tu abuelo y que, desde mi plano, seguí siempre con interés<br />

y compasión todas tus desgracias.<br />

—De manera que cuando existías… Es decir, cuando existías de la otra manera, viviste en<br />

este país, y… ¿Cuál era tu nombre?<br />

—arcadio. arcadio Zaldívar, Caballero de la orden del Santo Sepulcro, farmacéutico y<br />

comerciante, –y la voz adquirió un tono solemne y engolado.<br />

—Mucho gusto –murmuré sin que se me ocurriera decir otra cosa.<br />

—Me parece que es suficiente por esta vez –dijo Arcadio–. Volveré a menudo para cambiar<br />

impresiones contigo. te recomiendo guardar el secreto de mi existencia, pues podrías<br />

encontrar inconvenientes si te pones a pregonarla. ¡Hasta pronto! –Y el silencio reinó de<br />

nuevo en la estancia.<br />

Como es natural, aquella noche no pude conciliar de nuevo el sueño. Di vueltas sin cesar<br />

de un lado a otro de la cama, sumido en un mar de conjeturas cuyo examen me mantuvo en<br />

vela hasta la mañana siguiente. Y, en realidad, el caso era para preocuparse. Por un lado, me<br />

sentía inclinado a aceptar la realidad de la existencia de arcadio. Por otro, padecía el íntimo<br />

temor de que se trataba de una nueva alucinación, quizás con más visos de realidad que<br />

las anteriores, pero producto también de mi imaginación febril. Ya bien entrada la mañana,<br />

logré al fin dormir, después de haber adoptado una firme decisión: Arcadio no existía, y por<br />

lo tanto ya debía olvidar para siempre aquella absurda intromisión en mi vida rutinaria de<br />

interno en una clínica.<br />

Pero arcadio no tardó más de tres días en reaparecer. Yo no había confesado aún al<br />

doctor Jordán aquel nuevo desvarío de mi mente, y había resuelto hacerlo precisamente<br />

esa misma mañana. Estaba tomando el sol en la galería posterior de la clínica, alejado de<br />

todos, cuando la voz inconfundible de arcadio pronunció a mi lado un “buenos días” que<br />

me obligó a brincar de sorpresa en la silla, pero que también, en el fondo, me hizo vibrar<br />

de felicidad.<br />

Me explicó brevemente que la causa de su ausencia obedeció a compromisos previos con<br />

otras personas desgraciadas a las que se sentía en el deber de ayudar, pero que había decidido<br />

consagrarse a mí por el momento y se había ya despedido formalmente de aquéllas. Por mi<br />

parte, le expuse mis dudas y vacilaciones, y le supliqué que las desvaneciera ofreciéndome<br />

alguna prueba tangible de su existencia… Llegué a insinuarle que me daría por satisfecho si<br />

me anunciaba el billete ganador en el próximo sorteo de la lotería… ¡oh! Sí, lo comprendo:<br />

fue algo indigno y vulgar. Pero, por favor, comprendan ustedes qué confusión padecía mi<br />

mente en aquellos momentos…<br />

arcadio permaneció un largo rato en silencio y yo adiviné la mirada de reconvención<br />

que debió destinarme. Mas, si estaba colérico, no lo dejó entrever. Me explicó con suavidad<br />

–como se hace con un niño– que ese tipo de revelaciones le estaba terminantemente prohibido<br />

y que además, le parecían muy poco serias.<br />

avergonzado, le pedí excusas que él aceptó con hidalguía, diciéndome en tono paternal:<br />

—no te preocupes. no es la primera vez que me sucede, ni será tampoco la última. El<br />

escepticismo parece ser la consigna de la juventud de hoy en día. Pero tengo la seguridad<br />

de que, a medida que vayas conociéndome mejor, aumentará tu confianza en mí y que terminaremos<br />

siendo buenos amigos… no trates de forzar tu inteligencia para convencerla de<br />

que me acepte. Deja pasar el tiempo y la convicción llegará por sí misma.<br />

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VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

Y efectivamente, arcadio tenía toda la razón. a partir de aquella entrevista, y cada vez<br />

más durante las subsiguientes, mi fe en él se robustecía y fui adaptándome a la idea de la<br />

existencia de aquel ser extraordinario que me había escogido a mí entre todos para ofrecerme<br />

su amistad y protección.<br />

a tal punto llegué a habituarme a su presencia, que no vivía ya sino para gozar de sus<br />

visitas periódicas, y me parecían interminables las horas de espera que mediaban entre<br />

ellas. naturalmente, oculté a todos la existencia de arcadio, y mi amigo y yo nos citábamos<br />

de noche, en la galería posterior de la clínica, desierta siempre a aquellas horas… ¡Cómo<br />

describirles aquellas veladas extraordinarias! Rodeados de un profundo silencio y alumbrados<br />

sólo por la luz de las estrellas, analizábamos y discutíamos los más variados temas: los<br />

misterios de la filosofía, los secretos de la ciencia… Viví entonces los días más apasionantes<br />

e intensos de mi vida. La sabiduría de Arcadio era infinita, y su poderosa personalidad iba<br />

influyendo en mi conducta y transformándola por completo.<br />

Me sometí estrictamente a las normas de la institución. Dejé de fumar a escondidas en el<br />

cuarto de baño. acepté sin protestas la aplicación de inyecciones y medicinas. Jamás volví a<br />

discutir con las enfermeras y el personal doméstico. Fui amable, dócil y servicial con todos,<br />

y mantenía gustosamente aquella actitud pensando en la amistad de arcadio y en lo que, a<br />

consecuencia de ella, podía reservarme el futuro.<br />

Mi conducta ejemplar apresuró mi salida de la clínica, y el Dr. Jordán me llamó una mañana<br />

para anunciarme que me daría de alta al día siguiente. Me sentía intensamente feliz al comunicarle<br />

aquella noche a arcadio la gran noticia. Sin embargo, él no pareció compartir mi alegría.<br />

Me expresó con voz entristecida que tenía algo penoso que anunciarme. Era su propia partida.<br />

Se le había encomendado una lejana misión que cumplir. no sabía por cuánto tiempo. no podía<br />

decirme su destino. Debíamos despedirnos y resignarnos a una larga separación.<br />

El golpe inesperado me aturdió por completo. Le supliqué, le imploré, lloré como una<br />

criatura, pero todo fue inútil. nada podía variar aquella suprema y misteriosa decisión cuya<br />

fuente ignorada ni siquiera me era dado conocer. arcadio me recomendó resignación y paciencia,<br />

y el único rayo de esperanza que me dejó entrever, alumbró tímidamente a través<br />

de las últimas palabras que pronunció antes de marcharse:<br />

Algún día volveremos a encontrarnos. Ten la absoluta confianza de que, no importa<br />

cuántos años pasen, seremos amigos de nuevo.<br />

—Pero, ¿dónde?, ¿dónde podré hallarte? –le grité casi, sumido en la desesperación.<br />

Y con voz que ya se hacía lejana y comenzaba a perderse en el espacio, arcadio me<br />

respondió:<br />

—Cuando llegue el momento, tú sabrás dónde encontrarme…<br />

�<br />

Y don Carlos Zamorán se quedó callado, mientras las últimas palabras de arcadio parecían<br />

revolotear sobre nuestras cabezas inclinadas por la curiosidad a su alrededor.<br />

Fui yo quien rompió el hechizo del silencio total que había descendido sobre el grupo.<br />

—¿Y nunca ha vuelto a saber de arcadio, don Carlos?<br />

El administrador de correos de altocerro, volvió hacia mí una mirada cargada de tristeza.<br />

—nunca más…, –me respondió. al principio, a pesar del primer momento de desesperación,<br />

no me importó tanto. Era entonces joven. tenía toda la vida por delante, y salí de la<br />

clínica lleno de bríos y proyectos optimistas… Pero, después, a medida que fue pasando el<br />

631


tiempo, y fui sintiéndome viejo y solo, comencé a echar de menos a mi amigo… Como ustedes<br />

saben, no me he casado nunca, vivo solo y no tengo familia… Muchas veces siento la irresistible<br />

nostalgia de arcadio, pero jamás en todos estos años, he vislumbrado el menor vestigio de su<br />

presencia, y ya hace tiempo que perdí la esperanza de encontrarlo de nuevo…<br />

ninguno de los presentes dijo nada más, y así terminó aquella tertulia del café de Las<br />

Brisas de altocerro, dejándonos a todos un poco más tristes y haciéndonos sentir mucho<br />

más indulgentes con don Carlos Zamorán, el entrañable amigo de arcadio.<br />

La noticia de la desaparición del administrador de correos sacudió todo el pueblo de<br />

altocerro. ocurrió a la semana siguiente de relatarnos su historia. aquel lunes, por primera<br />

vez en quince años, no abrió sus puertas la oficina postal. Se le buscó en el hotel y se comprobó<br />

que faltaba desde la noche anterior. Habían desaparecido también sus escasas pertenencias,<br />

pero nadie se había percatado de su misteriosa partida.<br />

Por mucho tiempo no volvimos a saber de don Carlos, hasta que un día, en medio de<br />

una conversación casual con un viajante de comercio de tránsito en el pueblo, algún lugareño<br />

se enteró de la extraordinaria nueva: nuestro antiguo administrador de Correos se había<br />

entregado de nuevo a la bebida, y arrastraba una penosa existencia de beodo por los bares<br />

de la capital.<br />

La noticia recorrió todos los rincones del pueblo y fue el tópico central de la próxima<br />

sesión del café de Las Brisas. todos lamentaron la inesperada recaída de don Carlos, menos<br />

yo que, mudo en mi rincón, me alegré secretamente de aquel desenlace porque, en lo íntimo<br />

de mi ser, comprendía que don Carlos Zamorán al fin había descubierto el único camino<br />

para encontrar de nuevo a su amigo arcadio.<br />

Retorno<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

no soy lo que corrientemente se llama un hombre de buena memoria. Desde muy joven<br />

he sido distraído y poco dado a recordar detalles. Mas como esta condición pareció siempre<br />

formar parte de mi propia naturaleza, mis padres primero, mis amigos después –incluso<br />

yo mismo–, nos hemos adaptado a ese mi modo de ser y, así, mis distracciones, mis breves<br />

raptos de amnesia, han venido a ser cosa corriente y aceptable para el estrecho círculo de<br />

personas entre las cuales se desenvuelven mis modestas actividades de pueblerino agente<br />

de seguros.<br />

�<br />

Y lo más curioso de todo es que mi memoria –o lo que de ella funciona– es caprichosa en<br />

extremo. tomemos el ejemplo de mis padres. ambos murieron cuando yo apenas contaba<br />

cuatro años de edad. De mi padre no recuerdo nada. ni sus rasgos físicos, ni el metal de su<br />

voz. ni siquiera algún suceso cualquiera de mi vida en que él participara. En cambio, la imagen<br />

de mi madre vive persistentemente en mi recuerdo. Con sólo cerrar los ojos puedo evocar su<br />

rostro pálido, su frente surcada por leves arrugas que se acentúan sobre las sienes. Sus ojos<br />

claros y siempre tristes… Siento aún el dulce peso de su mano cerrándose protectoramente<br />

en la mía durante el paseo dominical hasta la iglesia. Puedo asimismo –como antes– aspirar<br />

el aroma de su piel, oír el tono ligeramente ronco de su voz.<br />

Como consecuencia de esos caprichos de la memoria, me sucede a veces que no recuerdo<br />

lo acaecido hace apenas un momento y sin embargo soy capaz de reconstruir en sus menores<br />

632


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

detalles sucesos sin importancia acontecidos en los lejanos días de mi infancia. ¿Será que la<br />

memoria, como el organismo humano, envejece con los años? ¿o será éste un mecanismo<br />

defensivo del subconsciente que tiende a arrojar en el olvido lo desagradable para conservar<br />

en su lugar lo que nos relaciona con una existencia más feliz? algo de eso he leído alguna vez<br />

y lo cierto es que, en mi caso, ésta parecería ser la teoría valedera, porque mi vida presente<br />

no tiene nada de agradable, y sí mucho de frustración y de vacío. En realidad, mi existencia<br />

podría representarse con una línea recta, pero dibujada de arriba hacia abajo, con inexorable<br />

trazo… Provisto de una buena educación, heredero a la mayoría de edad de una regular<br />

fortuna, vegeto ahora, al término de los cincuenta años de una vida uniforme y gris, en este<br />

rincón pueblerino de Altocerro, ganando apenas el dinero que demanda cada fin de mes la<br />

exigente propietaria de la casa de pensión en que habito.<br />

Los afanes de mi negocio de seguros –aunque ya convertidos en rutina– colman mi diaria<br />

jornada y así, mientras el ardiente sol de altocerro se ensaña contra el poblado, deambulo<br />

aturdidamente por las calles, visitando clientes, y añorando secretamente el instante en<br />

que, cada atardecer, habré de encerrarme en mi modesta habitación. aquí, de codos en la<br />

tosca mesa que me sirve de escritorio o de bruces en el lecho, me dedico a esperar el sueño<br />

cotidiano mientras mi mente vaga, dispersa, recorriendo caminos que a veces me resultan<br />

desconocidos y llenos de sorpresas…<br />

Rodeado de oscuridad y de silencio, me siento fuerte y seguro. Es como si ellos me protegiesen<br />

de todos los peligros. Como si sólo entre ellos me sintiera ser yo mismo. Porque,<br />

en realidad, la luz y el ruido me aturden, me espantan. Por eso, durante las horas del día,<br />

aguardo con impaciencia el momento de llegar a mi oscura habitación y sumergirme en la<br />

protectora intimidad de su silencio.<br />

¿Qué me atrae en este claustro donde me siento como si flotara en el centro de una espesa<br />

masa, a la vez muelle y protectora? ¿Será un sentimiento de anticipación a la muerte<br />

–secretamente anhelada– lo que me hace preterir esta oscuridad y este silencio que mucho<br />

tienen de tumba? no lo creo. Le temo a la muerte desde que tengo uso de razón. Me aterra<br />

su naturaleza irrevocable, su carácter de viaje sin retorno.<br />

Pero, ¡por Dios!, no es para relatar las locas digresiones nocturnas de mi mente que escribo<br />

estas líneas. tampoco para contar lo que ha sido hasta hace muy poco tiempo mi pobre<br />

y triste vida sin interés. Escribo para hacer conocer de otros los singulares acontecimientos<br />

que se han precipitado a mi encuentro durante las últimas tres semanas. Porque hace apenas<br />

ese lapso sucedió algo que ahora, desde la perspectiva que me ofrecen –vistas en conjunto–<br />

las circunstancias producidas durante los últimos veinte días, reconozco como el punto de<br />

partida de un brusco viraje de mi existencia.<br />

a mediados del mes pasado había concertado una entrevista con un comerciante de<br />

importancia del poblado. Mi cliente potencial, con poco tiempo disponible para atender<br />

agentes de seguros, me había citado en su oficina a las tres de la tarde del sábado siguiente.<br />

La mañana del día señalado transcurrió sin novedad. almorcé frugalmente al mediodía y, a<br />

las dos y media, me dirigí al lugar de la cita. Hasta ese instante todo había sucedido normalmente<br />

y es justamente a partir de entonces cuando comenzó a acontecer lo extraordinario. Y<br />

lo peor de todo es que este calificativo no lo empleo para definir lo que mi memoria guarda<br />

de aquella tarde, sino para describir precisamente lo contrario: el impenetrable vacío, la<br />

absoluta falta de contenido del tiempo transcurrido a partir de la salida de mi casa hasta<br />

que me hallé, a las seis y media del mismo día, sentado en un banco de la plaza central del<br />

633


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

pueblo, absolutamente ajeno a lo que hacía allí y sin tener la más remota idea de lo que había<br />

hecho durante las cuatro horas anteriores.<br />

naturalmente, perdí la oportunidad de realizar el negocio, pero esto no me importó<br />

mayormente porque toda mi capacidad de preocuparme se concentró en tratar de descifrar<br />

el misterio de aquellas horas perdidas cuyo contenido me era imposible descubrir por más<br />

que torturara mi memoria. ¿Existe acaso un suplicio mayor que la búsqueda inútil de una<br />

porción de la propia vida, perdida para siempre? traté de conformarme a la idea de que,<br />

después de todo, lo que me había sucedido no era más que lo que todos experimentamos<br />

cada noche durante las horas del sueño cotidiano. no obstante, me respondía a mí mismo,<br />

el sueño nos mantiene en un lugar fijo que reencontramos en el instante de despertar,<br />

garantizándonos que, no importa cuánto tiempo hayamos dormido, hemos permanecido<br />

silenciosos, inmóviles, protegidos –precisamente por la inmovilidad y el silencio– de toda<br />

contingencia externa, de toda posible actitud comprometedora sobre la cual no hubiésemos<br />

podido ejercer ningún dominio. Y lo que me aterraba era precisamente eso: la conciencia<br />

de haber efectuado movimientos, proferido palabras, contraído quien sabe qué responsabilidades<br />

de las cuales no quedaba en mi recuerdo ni el más ligero vestigio.<br />

Durante los primeros días que sucedieron a esa experiencia permanecí en casa, sin<br />

atreverme a salir a la calle, temeroso de encontrarme con alguien que hubiese sido testigo<br />

de mi conducta durante aquellas horas perdidas y que, por tal razón, tuviese motivos para<br />

recriminarme alguna ofensa o para reclamarme el cumplimiento de algún compromiso<br />

inconscientemente contraído. Pero, por otra parte, sentía una irrefrenable curiosidad de<br />

saber lo que había hecho en las horas de amnesia. Fue, pues, una curiosa lucha la que se<br />

libró en mi interior entre este último sentimiento y el temor de enterarme de alguna acción<br />

comprometedora de la que hubiese sido protagonista.<br />

Triunfó al fin la curiosidad y me armé del valor necesario para trasponer el umbral de<br />

mi casa. Salí a la calle e hice mi recorrido habitual por la zona comercial del pueblo. Visité<br />

clientes, me encontré con amigos y estuve en el café que acostumbro frecuentar. nadie me<br />

hizo la menor alusión. todos mostraron frente a mí una actitud normal y mi preocupación<br />

disminuyó en parte. Digo en parte porque lo que de veras me importaba seguía constituyendo<br />

un misterio indescifrable: no podía recordar nada de lo sucedido aquella tarde de sábado y<br />

esta idea me sacudía el cuerpo de escalofríos cada vez que me asaltaba.<br />

Tal vez me hubiese acostumbrado con el tiempo a vivir con esa obsesión –al fin y al cabo el<br />

hombre es capaz de habituarse a todo– de no haber sido por la repetición, en este segundo caso con<br />

características aún más graves, de la dolorosa experiencia pasada. Esta vez el tiempo perdido<br />

abarcó casi un día completo. una semana después del primer ataque de amnesia, salí de mañana<br />

rumbo a mi oficina, situada en la calle principal del pueblo, a unas seis cuadras de mi casa.<br />

a mitad del camino, me detuve un instante frente a las vidrieras de una tienda de juguetes.<br />

Distraídamente miré los escaparates del establecimiento y en el mismo instante, es decir, después<br />

de haberlos recorrido con la vista durante apenas un segundo, me hallé de súbito en un lugar<br />

despoblado, rodeado de las densas sombras de una noche sin luna débilmente combatida por<br />

las luces lejanas de Altocerro, cuya silueta se perfilaba difusamente en el horizonte.<br />

Me sobrecogió un intenso pavor y corrí desesperado, enloquecido hasta la casa, refugiándome<br />

en mi habitación, no sin antes haber echado una mirada aterrorizada al reloj de la<br />

sala y comprobado que eran exactamente las cinco y diez minutos de la madrugada. ¡Había<br />

estado veinte horas consecutivas sin conciencia alguna de mí mismo!<br />

634


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

Desde ese día no he vuelto a salir de mi cuarto. Por nada del mundo hubiese sido capaz<br />

de enfrentarme con la realidad exterior. Permanezco en cama todo el tiempo, con las manos<br />

cruzadas debajo de la nuca y los ojos fijos en las arietas del techo. La criada me trae las<br />

comidas a horas regulares y en consumirlas tres veces por día y escribir estas notas se ha<br />

concretado prácticamente toda mi actividad durante la última semana.<br />

no tengo libros que leer. apenas un viejo álbum de fotografías familiares con las hojas<br />

semidesprendidas por efecto del uso. Paso el tiempo hojeándolo maquinalmente y me quedo<br />

durante horas absorto ante la imagen de un niño –yo mismo– jugando con objetos de los<br />

cuales mi memoria guarda un recuerdo borroso que siento volverse más nítido cada día…<br />

un oso de peluda piel rojiza, un tren de latón con vagones multicolores desvencijados, unos<br />

mutilados soldaditos de plomo…<br />

�<br />

ayer sobrevino el tercer ataque y hoy apenas convalezco de sus efectos. Sin embargo,<br />

algo ha cambiado, porque ya no me asombra ni desconcierta la experiencia por la que<br />

atravieso. Y esto obedece a que ya sé… El último rapto me ha servido para descifrar el<br />

enigma. no es que recuerdo con precisión lo que sucedió, pero guardo, sí, una vaga reminiscencia,<br />

una especie de dulce nostalgia, como se siente después de un sueño cuyo contenido<br />

–aunque no podamos reconstruir– nos deja en el espíritu la sensación de que hemos tenido<br />

una hermosa experiencia mientras dormíamos… Ya no sufro. ahora más bien espero con<br />

impaciencia que se produzca el nuevo rapto. Sé que toda transformación es dolorosa y que,<br />

por ello, los primeros síntomas me produjeron sufrimiento. En cambio, ahora, la certeza<br />

de conocer el final del viaje, de adivinar que retorno al punto de partida, me colma de una<br />

serena felicidad.<br />

�<br />

Y no me equivocaba. El último rapto me ha transportado definitivamente –esta vez con<br />

plena conciencia– al lugar que me corresponde, al destino que ya presentía. Estoy en un<br />

patio enorme, con árboles infinitamente altos que dan sombra a una casa gigantesca. Comienzo<br />

a subir trabajosamente unos majestuosos escalones de piedra, pero, no obstante la<br />

seguridad y confianza con que me aprestaba al tránsito, tardo algún tiempo en comprender<br />

que lo que me rodea no tiene proporciones mayores de lo normal y soy yo quien todo lo<br />

observa –desde una perspectiva distinta– ¡al fin recuperada!: la altura de los ojos del niño<br />

que sube gateando por los altos escalones mientras arrastra tras de sí un oso de juguete de<br />

hirsutos pelos rojizos.<br />

He logrado alcanzar el nivel de la amplia galería bordeada de blancos balaustres. En<br />

un rincón, tirados unos sobre otros, veo los soldaditos de plomo. Más allá, el pequeño tren<br />

de vagones destartalados. Me arrastro lentamente hacia ellos pero, a mitad del camino, me<br />

siento de pronto cansado. todavía no es la hora de la merienda y tardarán todavía algún<br />

rato en traerme la leche. Hay tiempo, pues, para echar un sueñito sobre los mosaicos frescos.<br />

Cierro los ojos, mas, en el instante preciso en que voy a abandonarme, un temor me asalta<br />

de repente: inconscientemente he recogido las piernas flexionándolas en las rodillas y he<br />

colocado entre ellas la cabeza abarcándolas con los brazos. así parezco un feto, lo que me<br />

convence de que sólo estoy de paso en esta estación, y que mi largo viaje de retorno apenas<br />

comienza.<br />

635


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

A través del muro<br />

Está tirado en el suelo, aplastado contra la negruzca tierra ardiente. apoya la barbilla<br />

en el vértice que forma su brazo izquierdo doblado en ángulo. Con la mano derecha empuña,<br />

firmemente aún, el fusil que descansa a su lado. Hace mucho tiempo que está allí,<br />

inmóvil, tenso, con los ojos fijos en la estrecha abertura que forman más abajo dos rocas<br />

gemelas, enormes y peladas. Sabe que si ellos vienen pasarían forzosamente a través de<br />

aquella especie de pórtico natural que él está dispuesto a convertir en trampa mortífera.<br />

aunque le parece que ha transcurrido ya una eternidad desde el último disparo, se aferra<br />

a esta posibilidad y esperará todavía algún tiempo antes de abandonar este perfecto lugar<br />

de observación. Siente la boca ardida y seca y la lengua, enorme, pesada y torpe, se revuelca<br />

contra las paredes del paladar como un perro hidrófobo moribundo. (tibia evocación<br />

de suaves aguas en remanso y un niño –él mismo– zambullendo desnudo hasta el fondo<br />

cenagoso de una laguna). La lengua se estruja ahora, dolorosamente, contra los dientes en<br />

busca de un poco de saliva. La imagen del agua lo obsesiona. Piensa fijamente en un sorbo<br />

de agua. un sorbo tan sólo. Mantenerlo avariciosamente en la boca y moverlo de uno a<br />

otro lado del paladar y dejarlo descender después sin precipitación ninguna, y sentir su<br />

frescor y su dulzura bañarle la garganta. (El filtro de loza blanca arrinconado en un lugar<br />

familiar del comedor hogareño. La añorada cursilería de sus florecitas azules danzando<br />

acompasadamente frente a sus ojos afiebrados). ¿Cuánto tiempo puede permanecer un<br />

hombre sin tomar agua? ¿Dos, tres días? no recuerda bien. En la escuela aprendió algo de<br />

eso, pero aquellos tiempos estaban tan lejanos… Además, no puede uno fiarse: también le<br />

enseñaron que podía permanecerse durante tres minutos sin respirar y él jamás soportó<br />

bajo el agua más de un minuto… aunque tal vez ahora podría estar mucho más. Sumergido<br />

en un río fresco, de suave corriente… Sentarse sobre las piedras pulidas y sentir la<br />

caricia del agua rozarle amorosamente el costado… Extender los brazos y dejarlos flotar<br />

desfallecidamente… o, con los dedos juntos, agitar dentro del agua las manos y sentir la<br />

resistencia de la masa líquida y vencerla lentamente…<br />

La sensación de la realidad circundante le sacude bruscamente, como un escalofrío:<br />

ahora no estoy en el agua sino en la tierra. Mi tierra. La que he venido a liberar… “tenemos<br />

que limpiar nuestra tierra”, había dicho el instructor en el lejano campo de adiestramiento,<br />

siguiendo su costumbre de mezclar frases altisonantes con la instrucción militar. “Hay que<br />

ir allá y limpiarle la cara sucia”… Bueno, aquí estoy yo tratando de hacerlo. Sólo que ahora<br />

no puedo verlo de la misma manera que desde allá… no, no es lo mismo. no se trata ahora<br />

de un paseo triunfal, ni de “la jornada gloriosa de los héroes de la libertad”, ni de cantar<br />

himnos ni discutir de política… Esto es sentirse uno barrido, llevado y traído en el viento.<br />

Sin poder utilizar el propio timón… Sin tener tiempo siquiera para pensar que debía haber<br />

un timón en alguna parte. “Hay que limpiar la tierra”, pero la única tierra de que ha podido<br />

tener conciencia es el trozo minúsculo sobre el que se aplasta su propio cuerpo con un salvaje<br />

anhelo de no ser visto. Y lo único que podría limpiar de ella es la yerba rala que crece bajo<br />

sus miembros… además, éste no es el momento de pensar en limpiar nada ni de arrancar<br />

la mala yerba. Este es el momento de pensar en salvar la vida y escapar de esta trampa…<br />

¡Dios mío, un poco de agua!… no debo pensar en el agua. El agua es lo de menos. La sed es<br />

un estado mental. La sed es un estado mental. La sed es… El filtro de loza blanca tenía una<br />

llavecita pequeña y el agua salía de ella tan lentamente que era preciso inclinar el aparato<br />

para apresurar su caída. Una vez se le cayó el filtro al suelo durante aquella maniobra. Se<br />

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VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

dio un susto tremendo, pero no se rompió y nadie se enteró siquiera… tengo la boca seca.<br />

tan seca que siento la lengua agrietada y la garganta me duele al tragar… ¿tragar qué? tal<br />

vez aire porque lo que es saliva ya no tengo… Debería aliviarme tragar aire porque el aire<br />

es fresco y eso es precisamente lo que necesito: refrescarme por dentro… Debo tener fiebre.<br />

Siento el cuerpo ardiente. Si me pusiera el termómetro marcaría 39 grados por lo menos…<br />

Pero, ¿quién piensa ahora en termómetros? Este no es un problema a resolver con termómetros.<br />

Es algo mucho más serio este lío en que me he metido… ¡Maldita sed! ¿Cuánto tiempo<br />

más podré resistir? ¿Cuánto más?…<br />

�<br />

La mujer, alta y huesuda, erguida frente al pilón de madera, maja los granos de café<br />

recién tostados con movimientos rítmicos de los brazos secos y fuertes. Manejado con<br />

destreza, el pesado mazo sube y cae acompasadamente, golpeando sin cesar los granos<br />

oscuros apretujados en el fondo del pilón. Por encima del ruido sordo, la mirada sin brillo<br />

de la mujer se pierde en la llanura lejana, pasando a través de la puerta abierta del rancho,<br />

anchándose cuando llega al campo raso y a la falda pelada de la loma donde se quiebran<br />

los últimos rayos del sol de la tarde… Hace ya mucho tiempo que machaca los granos.<br />

un poco más y acabaría… Cuando vinieron los guardias, hace ya más de dos horas, la<br />

encontraron en plena labor y, durante el registro, no la suspendió ni un sólo momento. ni<br />

cuando le preguntaron si había visto pasar unos hombres huyendo. ni siquiera cuando el<br />

que más hablaba y parecía el jefe se paró delante de ella, empuñando el mazo y deteniendo<br />

en seco sus movimientos, le gritó: “oiga, vieja del diantre, si usted esconde alguno de esos<br />

bandidos la voy a cortar en dos con esta bayoneta”… no le respondió ni una palabra. Zafó<br />

la mano con un movimiento brusco y continuó su trabajo sin mirar siquiera al hombre…<br />

Y toño, como siempre, no estaba allí. Cada vez que pasaba algo, toño estaba afuera. Era<br />

como si adivinara cuándo iba a haber líos. así fue con las calenturas del niño, que se le<br />

murió en los brazos mientras ella, parada frente al rancho, miraba hacia el camino en<br />

espera de su hombre… Y cuando el río subió, dos años atrás, y tuvo ella sola que sacar<br />

todos los trastos del rancho y subirlos a la loma y pasar allá toda la noche porque el agua<br />

cubrió por completo el llano, y toño no se dejó ver sino cuando el agua ya había vuelto<br />

al río… Siempre era ella quien tenía que resolver las cosas. Suerte que no perdía nunca<br />

la cabeza. Lo que había que hacer lo hacía. Sin pensarlo: sólo dejando que algo que tenía<br />

adentro saliese afuera y obrase por ella… Y ahora todo este nuevo lío. Primero los tiros<br />

detrás de la loma, y después la guardia metiéndose en el rancho, revolviéndolo todo y<br />

preguntándole por su marido… Y los ojos colorados del oficial amenazándola… No, Toño<br />

no volvería ahora. Era inútil esperarlo. algo debía haberse olido ya. Desde hacía un tiempo<br />

vivía como espantado. Estaba metido en algo de lo que no hablaba. Ella no le preguntaba<br />

nada, pero sospechaba de sus salidas por las noches y sus reuniones con gente extraña<br />

de las que volvía hosco y callado, con un brillo raro en los ojos… no, toño no volvería<br />

por ahora. Llegaría al día siguiente, cuando todo hubiera pasado. traería cara de perro y<br />

vendría hablando pestes del gobierno. Y era ella quien tendría que resolver los problemas,<br />

como siempre…<br />

�<br />

Se afinca sobre los codos, se arrastra un poco hacia adelante y, levantando con precaución<br />

el torso, recorre con la mirada las rocas peladas que se extienden allá abajo, examinando<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

atentamente los escasos matorrales, asegurándose de que no hay peligro alguno. Es entonces<br />

cuando nota por vez primera el rancho de tablas de palma, techado de yaguas, que<br />

se levanta a la izquierda del claro. Clava fijamente los ojos en la destartalada estructura y<br />

contiene la respiración. En algún lugar tras aquellas rústicas paredes, sobre cualquier tosco<br />

soporte, despreciada tal vez, disminuída sin duda su importancia suprema, una rojiza tinaja<br />

de agua fresca aguarda indiferente con su gordo vientre henchido como un Buda… La<br />

prudencia le abandona de repente. Se incorpora de un todo y corre velozmente hacia abajo,<br />

desprendiendo a su paso las piedras del camino. a medias erguido, a medias rodando y<br />

deslizándose, con el fusil maquinalmente empuñado, alcanza la llanura abierta y se lanza a<br />

toda carrera hacia el rancho que se ofrece, impasible y gris, a su muda desesperación…<br />

Lo ha visto mientras se acerca corriendo a través del claro, pero no interrumpe su<br />

labor. todavía deja caer el mazo dos veces más sobre el grano ya pulverizado después de<br />

oír las palabras entrecortadas del hombre que se apoya desfallecidamente en el umbral:<br />

“agua, doña… Por favor, un poco de agua”… Sin que un sólo músculo de su cara se mueva,<br />

habiendo apenas posado un instante los ojos sobre la figura implorante, la mujer cruza<br />

lentamente la estancia y, tomando el jarro de lata que pende de la pared opuesta, lo llena<br />

en la tinaja y se lo ofrece al hombre, sin mirarlo aún mientras éste bebe con desesperada<br />

ansiedad. Él mismo vuelve a llenar el jarro y apura de nuevo su contenido de un tirón,<br />

hasta que se siente casi reventar por dentro. Se seca, luego, la boca húmeda con el dorso<br />

de la mano y observa entonces a la mujer que ha vuelto junto al pilón y machaca de nuevo<br />

los granos, indiferente por completo a su presencia. Vuelve ya a sentirse él mismo. Es como<br />

si sólo ahora, luego de haber saciado su sed, adquiriese conciencia de quién es y qué hace<br />

allí. Mira el fusil y se asombra de haberlo conservado. Le parece que ha sido otro, no él,<br />

quien ha corrido como un loco por el llano descubierto exponiéndose a los tiros… “Gracias,<br />

doña”, dice con voz entrecortada. Se siente absurdo, incongruente, allí parado, con el<br />

arma en la mano, frente a aquella callada mujer que golpea sin cesar con el pesado mazo el<br />

fondo oculto del pilón… “¿Puedo descansar aquí un momento?… Me estaré sólo un rato,<br />

junto a la puerta”. no hay respuesta y se deja caer, deslizándose, por la áspera pared hasta<br />

quedar sentado en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda recostada al fin contra<br />

algo sólido, seguro. El fusil, momentáneamente olvidado, reposa a su lado. Quiere hablar,<br />

pero no encuentra las palabras. Sabe que existen y que son términos sencillos, claros y<br />

precisos, pero no puede dar con ellos. Sabe que ha de explicarle a aquella mujer quién es<br />

y a qué viene. Es la primera persona que ha encontrado después del azaroso desembarco,<br />

porque a los soldados ni siquiera los vio: sólo oyó sus voces en la noche, entremezcladas<br />

con los disparos… Sí, debe hablarle, pero no puede hallar la fórmula para pasar a través<br />

del muro que siente crecer entre ambos. Es absurdo, piensa. Estoy a dos escasos metros de<br />

un campesino. “El noble fruto de la tierra”, habría dicho el instructor. Me ha dado agua.<br />

Me ha ofrecido un lugar para descansar. Y, sin embargo, ella no sabe quién soy. Qué busco.<br />

Por qué estoy aquí. ¿Podría yo explicárselo? ¿Podría decirle todo lo que llevo dentro en una<br />

forma que entienda? ¿Para que me mire con otros ojos, más compasivos, más humanos?…<br />

no, no podría. nunca podré… Y siempre fue así. Jamás logré poner en palabras inteligibles<br />

todo lo que, desde niño, se estremeció dentro de mí. Esta rebeldía y este amor que me ha<br />

arrastrado siempre junto a los débiles, los pobres, los de abajo quienes quiera que fuesen…<br />

todo iba muy bien mientras permanecía en el terreno de la elucubración general, de la teoría<br />

política más o menos abstracta. ¡Qué difícil, en cambio, expresarla y dirigirla hacia un objeto<br />

638


concreto! ¡Qué imposible me ha resultado siempre trasmitir ese calor, ese fuego interno<br />

directamente a un ser humano!… Y he aquí de nuevo la misma historia: aquí está ella, al<br />

alcance de la mano, aguardando mansamente mis palabras, con una resignación callada,<br />

inmersa en su infinito desamparo, en espera inconsciente de una salvación oscuramente<br />

presentida. Y no soy capaz ni siquiera de explicarle lo que represento. Por qué he vuelto<br />

a mi tierra. Decirle todo lo que voy a hacer por ella y por todos los que son como ella…<br />

¡Dios mío!, ¿dónde está el mal? ¿Es ella o soy yo el culpable de este muro infranqueable?<br />

¿He sido yo quien lo ha levantado con estas mismas manos con que pretendo curar las<br />

heridas del pueblo? ¿Es porque en realidad no sé nada de ella por lo que se frustra todo<br />

intento de recíproca comunicación? Ignorancia de sus verdaderos problemas. no de los<br />

que representa como símbolo, como mera abstracción, sino de los que ella vive y padece<br />

cada día. Los que durante siglos han ido absorbiéndole la sangre y los jugos del cuerpo…<br />

¿Por qué me siento tan y tan lejos de ti, hermana mía?…<br />

Poco a poco sus ideas van tornándose más vagas: Este maldito mazo golpeando sin cesar<br />

sobre el pilón eternamente, como el tic tac de un reloj que no se detiene nunca… Y este<br />

cansancio infinito que se me va metiendo en el cuerpo… No debo dormir ahora: sería una<br />

estúpida imprudencia… ¡Pero hace tanto tiempo que no duermo… ¿treintiséis horas? ¿Cuarentiocho?…<br />

¿Qué será de los compañeros? ¿Habrán escapado algunos de la emboscada?…<br />

“Reunirse bajo el puente”, fue la consigna… Pero el puente estaba tan lejano… todo está tan<br />

lejano… Y el aire es aquí tan fresco… Y ese maldito mazo cayendo y cayendo…<br />

La gorra se desliza suavemente de su cabeza al apoyarla, ya vencido por el sueño, en<br />

el quicio de la puerta. La mujer golpea aún un poco más. Luego, sin abandonar el mazo,<br />

camina lentamente hasta el cuerpo tendido. Se inclina sobre él y recoge la gorra de tela verde<br />

mientras mira la frente que se ofrece rendida a sus pies. al contemplarla tan serenamente<br />

abandonada murmura quedamente para sí misma: “pero si es un niño”… Entonces, un<br />

impulso terrible, con raíces perdidas en la profundidad del tiempo, le desorbita los ojos, le<br />

pone tensos los secos brazos nervudos, le cierra ferozmente las manos de venas hinchadas<br />

en torno a la tosca madera del mazo. Después, todo el horrendo conjunto se alza sobre la<br />

dulce frente abandonada y luego desciende con furia increíble en el instante en que, súbita,<br />

cruel, ensordecedora y brutal, como si surgiese de todas partes al unísono, de las paredes,<br />

de las ventanas, de la puerta, del piso, del techo, la ráfaga atruena el rancho con su rugido<br />

infernal. El cuerpo inerte ha saltado cien veces sobre sí mismo y las suaves facciones, un<br />

momento antes distendidas por el sueño, se transforman bajo sus ojos en un amasijo trágico<br />

de carne y sangre y huesos triturados…<br />

un silencio profundo lo invade todo. De todas partes han surgido guardias, como un<br />

enjambre de avispas amarillas, que se mueve en todas direcciones y hablan entre sí sin que<br />

ella los oiga. Dejando atrás todo, sale lentamente del rancho y se para en el claro, con los<br />

brazos cruzados en el pecho, impasible, en espera de su hombre, que nunca estaba en casa<br />

cuando había que resolver un problema.<br />

Crónica policial<br />

VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

tan pronto llegué a la redacción del periódico aquella mañana lluviosa de junio, el director<br />

me llamó a su despacho y, sin levantar la vista de las pruebas de imprenta que tenía<br />

sobre el escritorio, me dijo:<br />

639


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Hay un muerto en la calle de La Cruz no. 104. Ve con un fotógrafo y prepara el reportaje<br />

para la edición de esta tarde.<br />

—Bien, –respondí, y salí de inmediato a cumplir sus instrucciones, porque mi jefe es<br />

hombre de acción y no le gusta que nadie desperdicie el tiempo que paga religiosamente<br />

cada fin de mes.<br />

Como Guillermo fue el primer fotógrafo disponible que encontré, me lo llevé y tomamos<br />

juntos un taxi que nos llevó en pocos minutos al no. 104 de la calle de La Cruz.<br />

La casa era modesta, de una sola planta, construida de madera y con una galería estrecha<br />

en el frente que rebosaba de curiosos, empujados por ese instinto que nos impulsa a<br />

acercarnos morbosamente a la tragedia.<br />

Guillermo y yo nos abrimos paso gracias un poco a nuestra credencial de periodistas<br />

y otro a base de empellones y codazos. a través de la marejada humana, pasamos por la<br />

sala, el comedor y una pequeña terraza posterior, y desembocamos en el patio. En el centro,<br />

tirado de espaldas en el suelo, con las piernas separadas en actitud inverosímil y los brazos<br />

en cruz, estaba el muerto, rodeado por algunos agentes de la policía y dos hombres vestidos<br />

de civil que se inclinaban sobre el cuerpo yacente.<br />

Eché una ligera ojeada sin acercarme demasiado, porque no me gusta contemplar cadáveres,<br />

y reparé que el muerto era de edad madura y corpulento, y que vestía pantalón y<br />

camisa blanca que la lluvia de la mañana había pegado a su cuerpo y salpicado de manchas<br />

de fango rojizo.<br />

Mientras Guillermo buscaba el ángulo más apropiado para fotografiar el cadáver y las<br />

personas que lo rodeaban adoptaban las posturas más convenientes, me dirigí a una señora<br />

entrada en años que observaba impasible la escena desde la terraza.<br />

—¿Es usted de la casa? –le pregunté.<br />

—Sí, señor… Por lo menos lo fui hace algún tiempo.<br />

—¿Pariente del difunto?<br />

—Su hermana.<br />

—ah, ¡caramba! lo siento mucho… Soy periodista, ¿sabe?… ¿Puede informarme algo<br />

de interés para la prensa?<br />

Me miró con un atisbo de desconfianza en los ojos, pero se le notaba que no le disgustaría<br />

ver su nombre en las columnas de un periódico.<br />

—¿Qué quiere saber?<br />

—todo. acabo de llegar y no estoy enterado de nada… ¿Cómo se llamaba su hermano,<br />

a qué ocupación se dedicaba, cuál fue la causa de su muerte?…<br />

Me interrumpió diciendo fríamente:<br />

—Su nombre era arquímedes, arquímedes Sandoval Guerra. Era comerciante y murió<br />

asesinado.<br />

—¿asesinado?<br />

—Sí, asesinado. Cobardemente asesinado por esa mujer.<br />

—¿Qué mujer?<br />

—La malvada con quien se casó.<br />

—¿La esposa? ¿Y ya ha sido detenida?<br />

—no, todavía no. no sé qué espera la policía para llevársela. La tienen en su habitación,<br />

bajo custodia.<br />

—¿Y por qué lo mató?<br />

640


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

—Es una historia larga… Mi pobre hermano siempre fue una víctima de esa mujer. todos<br />

nosotros le aconsejamos que no se casara con ella: él le llevaba más de veinte años. Pero<br />

siempre fue terco como una mula. La mujer lo dominó desde el primer momento, y sólo veía<br />

por sus ojos. Ya en el primer mes de matrimonio comenzó a engañarlo descaradamente. Yo<br />

se lo advertí entonces porque en aquel tiempo vivía con ellos y me daba cuenta de todo…<br />

¿Sabe lo que hizo mi hermano?…<br />

Como yo realmente no lo sabía, se lo confesé abiertamente y entonces ella prosiguió:<br />

—Me echó de la casa. ¿Se da cuenta? –se golpeó el pecho–. a mí, a su propia hermana.<br />

no creyó una sola palabra de cuanto le dije y me llenó de insultos. Desde aquel día no había<br />

vuelto a poner los pies en esta casa hasta hoy… y ya es demasiado tarde: arquímedes murió<br />

sin abrir los ojos. Esa malvada lo asesinó antes de que él pudiera convencerse de que era<br />

yo quien tenía la razón…<br />

Le di las gracias a la buena mujer y me separé de ella porque alcancé a ver en aquel<br />

momento a mi amigo Mario, el ayudante del Fiscal, saliendo hacia el patio desde una habitación<br />

de la casa.<br />

—¡Hola! Mario, ¿confesó la asesina?<br />

—Que quién confesó qué –Mi amigo no parecía estar de muy buen humor.<br />

—La esposa del muerto –repuse. —no estabas interrogándola hace un momento?<br />

—Sí, en efecto, estaba haciéndole algunas preguntas. Pero, ¿de dónde sacas que ella<br />

mató a su marido?<br />

—Pues… eso oí decir hace un momento. ¿Puedo verla?<br />

—no hay inconveniente. Está allí, en aquella habitación.<br />

Seguí la dirección que me indicaba con la mano, y después de tocar suavemente con los<br />

nudillos en la puerta, la abrí y entré en la habitación.<br />

Había allí dos mujeres. La más joven, sentada en una mecedora con la frente apoyada<br />

en la mano, se dejaba consolar por una señora mayor que le acariciaba el pelo.<br />

—Perdón soy periodista, ¿puedo conversar un momento con usted, señora? –expliqué<br />

mirando a la que me parecía más afligida de las dos.<br />

Ella asintió con un movimiento de cabeza, pero la otra dijo, poniendo cara de disgusto:<br />

—Periodista, ¿eh? De los que les gusta meterse en vidas ajenas y averiguar cosas que no<br />

le importan, ¿no? Y volviéndose a la joven: —no le digas nada. Son todos unos enredadores<br />

y unos embusteros. ¡Sabe Dios qué mentiras va a publicar después en el periódico!…<br />

—Pero, mamá. Déjalo que me pregunte. Yo no tengo nada que ocultar y, además, cuando<br />

sucede una desgracia como esta, no se puede evitar la publicidad. Y volviéndose a mí agregó:<br />

—Por favor, tome asiento. ¿Qué desea saber?<br />

Me senté en un extremo de la cama, frente a ella, pensando que era preferible iniciar el<br />

interrogatorio de manera indirecta.<br />

—ante todo, señora: ¿Cuánto tiempo hacía que estaba casada con el señor Sandoval?<br />

—Dos años y tres meses.<br />

—¿Y fue usted feliz durante su matrimonio?<br />

—Perfectamente feliz. arquímedes fue siempre un modelo de esposo: gentil, complaciente,<br />

bondadoso… Jamás tuve motivos de queja contra él.<br />

—¿Y se amaban mucho ustedes?<br />

—Éramos una pareja perfecta. Jamás tuvimos disgustos y nos queríamos profundamente.<br />

no alcanzo a imaginarme…<br />

641


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¿Y a qué atribuye usted la muerte de su esposo?<br />

—¡ah! ¿Pero no lo sabe?… arquímedes se suicidó.<br />

—¿Se suicidó?… ¿Por qué motivo?<br />

—Los negocios… Últimamente había tenido mala suerte y estaba al borde de la quiebra.<br />

Él, que había vivido siempre, si no con lujos, por lo menos acomodadamente, no pudo resistir<br />

la perspectiva de una estrechez económica…<br />

La joven bajó la cabeza y se enjugó de la mejilla algo que me pareció una lágrima. Me<br />

puse en pie, le expresé correctamente mis condolencias y me despedí.<br />

En el umbral me alcanzó la madre y salió conmigo hacia la terraza. tomándome de un<br />

brazo me llevó a un rincón y me dijo:<br />

—no quería hablar delante de ella… En su estado, la pobrecita no debe enterarse bruscamente,<br />

sino más tarde y poco a poco… Pero es necesario que usted lo sepa: mi yerno no<br />

se suicidó…<br />

—¡ah! ¿no?<br />

—no, arquímedes no hubiera sido capaz de abandonar de esta manera a su mujer…<br />

Mi pobre yerno fue asesinado.<br />

—¿asesinado? ¿Y por quién?<br />

La mujer bajó la voz y señaló con disimulo:<br />

—La culpable está allí, mírela usted: es aquélla, vestida de negro.<br />

Volví la cara y eché, un vistazo hacia mi primer informante, que nos miraba, ceñuda,<br />

desde la terraza.<br />

—¿La hermana del difunto? –pregunté asombrado.<br />

—Sí. Ella misma. Ya la he denunciado al Fiscal. Está loca y siempre tuvo unos celos enfermizos<br />

de mi pobre hija… Estaba enamorada de su propio hermano… Incesto, ¿sabe?…<br />

una mujer completamente anormal y peligrosa, muy peligrosa…<br />

Quedé mudo, mirando sucesivamente a ambas mujeres. Por suerte en aquel preciso<br />

instante pasó por mi lado Mario, y excusándome con la señora, me emparejé con el representante<br />

del Ministerio Público y entré en el interior de la casa en busca de la salida<br />

hacia la calle.<br />

—Caso complicado este, ¿verdad? –comenté.<br />

El ayudante del fiscal se volvió hacia mí con ojos abiertos de asombro.<br />

—¿Complicado? ¡no, hombre! Ya tenemos al culpable casi desenmascarado.<br />

—¿no me digas? –repuse, ya algo escéptico. —¿Y quién es?<br />

—La suegra de la víctima. Es una mujer capaz de todo. no hice más que mirarla y me<br />

di cuenta de que era la única culpable. ¿No te has fijado en sus ojos?<br />

no respondí. Me hice la decisión de no pronunciar una sola palabra más dentro de<br />

aquella casa.<br />

Guillermo me esperaba afuera, con la cámara fotográfica al hombro. Al tomar el taxi<br />

que nos conduciría de regreso a la redacción, me hundí en el asiento y me eché el sombrero<br />

en la cara mientras mi compañero me informaba:<br />

—Parece que ya cogieron al hombre.<br />

—¿a quién? –tenía un miedo horrible de oír la respuesta, pero no pude evitar percibirla<br />

claramente:<br />

—¿a quién va a ser…? al asesino: un tío de la víctima…<br />

naturalmente, no escribí el reportaje y esa misma tarde renuncié del periódico.<br />

642


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

La campana rota<br />

al pasar junto a la vetusta pared de mampostería, alberto detuvo la marcha y dio una<br />

rápida mirada a su reloj de pulsera. Eran las cinco y veinte minutos de una tarde nublada y<br />

fría de noviembre, y pensó que disponía de tiempo suficiente para echar un vistazo al patio<br />

del colegio. Era algo que se proponía hacer en cada uno de sus viajes al pueblo, y hasta hoy<br />

un obstáculo de última hora le había impedido siempre realizarlo.<br />

avanzó hasta la puerta pintada de un verde desvaído y acarició las maderas carcomidas con<br />

la palma de la mano. Para sorpresa suya, comprobó que cedían a su presión y que la enorme<br />

hoja se movía lentamente hacia adentro con un quejido agudo de sus goznes herrumbrosos.<br />

avanzó un paso, traspuso el umbral y apareció de súbito a su vista el amplio patio de tierra,<br />

rematado en el fondo por el antiguo edificio de dos plantas que alojó las aulas.<br />

Recorrió con la mirada todo el recinto, bordeado por los altos muros grises donde el<br />

tiempo había grabado numerosas grietas oscuras. a su izquierda, el viejo cobertizo en que<br />

se celebraban los actos de graduación, apenas se sostenía en pie. Muchas de las planchas<br />

de zinc que lo techaban habían desaparecido, y el resto –semidesprendidas y oxidadas–,<br />

parecían sólo sostenerse por milagro. El pequeño jardín que separaba el patio del edificio<br />

de las aulas no existía ya, y el terreno dedicado a la huerta estaba cubierto totalmente por<br />

la yerba crecida y descuidada.<br />

alberto se sintió profundamente triste de repente. Dio dos pasos a su derecha y se<br />

dejó caer sobre el rústico banco de hierro desde el que tantas veces vio pasar –huraño y<br />

abstraído– las ruidosas horas del recreo. a su lado, prodigiosamente sostenida aún por el<br />

tosco maderamen de donde pendía, la pequeña campana de bronce parecía ser la única<br />

sobreviviente de tiempos antiguos y perdidos. Cerró los ojos y sintió de pronto la extraña<br />

sensación de sumergirse en el pasado, como si una fuerza irresistible lo empujara hacia atrás,<br />

vertiginosamente, rumbo a los años lejanos de la infancia.<br />

Sin oponer resistencia, se dejó arrastrar cada vez más lejos, hasta que el aire se llenó de<br />

ruidos y el espacio que lo rodeaba se pobló de niños que corrían detrás de una pelota de goma.<br />

Junto a alberto, el profesor “Campana”, con el reloj en una mano y la otra alzada sobre su cabeza<br />

empuñando la cuerda, esperó con paciencia hasta que las agujas ocuparon el lugar indicado<br />

y, en el instante preciso, hizo sonar con fuerza los tres toques que ponían fin al recreo.<br />

Las carreras y los gritos cesaron de repente y un silencio total, macizo, se fue extendiendo<br />

como una ola por todo el inmenso patio. La pelota de goma, abandonada, cayó al<br />

suelo y rodó lentamente hacia el banco de hierro. alberto se levantó, pasó junto a ella sin<br />

prestarle atención y fue a ocupar su lugar en las filas. Los niños se alineaban, juiciosos, en<br />

tres largas hileras perpendiculares al pequeño muro de cemento que separaba el jardín del<br />

resto del terreno abierto. El profesor “Campana”, con el silbato en los labios, observó con<br />

ojos agudos, vigilantes, mientras cada uno ocupaba el sitio que le correspondía. un silbido,<br />

y las filas se tornaron rígidas, uniformes. Los hombros se encuadraron militarmente. Las<br />

espaldas, sudorosas, se irguieron y las frentes se alzaron. El profesor revisó la formación<br />

una vez más antes de volver a silbar. al unísono, las piernas se levantaron y marcaron el<br />

paso con ruido sordo sobre la tierra. La primera fila de la derecha inició la marcha hacia el<br />

interior del colegio. La siguió la segunda. Luego la tercera…<br />

alberto se sentaba en el último banco de la clase y desde su asiento observaba siempre<br />

con igual sensación de lástima cómo el profesor “Campana” subía trabajosamente a la<br />

tarima. todo el cansancio y el peso del mundo parecían gravitar sobre aquellas espaldas<br />

643


encorvadas, y vista al nivel desde donde la observaba alberto –casi a ras del piso cubierto<br />

de polvo de la tarima–, la pobre figura que se movía frente a él justificaba por sí sola el mote<br />

burlón que los muchachos le aplicaban. Más que por su misión de suspender los recesos<br />

con el toque agudo de la campana, eran aquellos hombros caídos, aquel vientre abultado<br />

–en cruel desproporción con el pecho escuálido–, aquella chaqueta pasada de moda que le<br />

llegaba casi a las rodillas, aquel color grisáceo de toda la figura, los que habían bautizado<br />

con el mote ridículo al triste personaje…<br />

un día Julito trajo la noticia a la hora del receso: “El profesor Campana no viene hoy”. En<br />

derredor del portador de la increíble nueva, se arremolinaron las preguntas y las respuestas:<br />

“¿Estás seguro? Sería la primera vez”… “¿Estará enfermo?”… “Si es así, ojalá que tarde mucho<br />

en sanarse”… “no, no es él quien está enfermo, sino su hijita”… “¿Quién? ¿La rubita de las<br />

trenzas?” Era del propio alberto que había brotado esta pregunta, casi sin saberlo. “¿Cuál va<br />

a ser?: es la única que tiene”… “¿Crees que nos despacharán?… ¡Claro! ¿Qué otra cosa pueden<br />

hacer?…” “Vamos todos a la Dirección…” “Sí, vamos. ¡Vamos!”… Pero alberto no fue con los<br />

demás, y permaneció mucho tiempo inmóvil y en silencio en el banco de hierro…<br />

El profesor sólo volvió una vez más al colegio. Estuvo ausente dos semanas, durante las<br />

cuales la campana permaneció muda. Fue una novedad: el director hizo instalar un timbre<br />

eléctrico. El decimoquinto día el profesor reapareció. Parecía más pequeñito que nunca y<br />

traía una cinta negra en el brazo izquierdo. Cuando entró en el patio a la hora del recreo,<br />

se hizo un silencio profundo entre la muchachería alborotada, y todo el mundo se detuvo<br />

a mirarlo mientras se dirigía con paso lento hacia la campana. Se detuvo a su lado, alzó la<br />

mano y empuñó la cuerda, pero se quedó allí, inmóvil, sin hacer un solo gesto. asombrados,<br />

mudos, los muchachos se agruparon a su alrededor. En el centro de la escena, el profesor<br />

parecía una estatua de piedra, impasible, con la mirada lejana y perdida y todo el cuerpo<br />

detenido en aquella actitud incomprensible y absurda.<br />

Los minutos pasaron con lentitud infinita y a todos les pareció que aquella escena duraba<br />

horas. Al fin llegaron el Director y otras personas y se llevaron al profesor “Campana”. Se<br />

dejó conducir mansamente y nadie en el colegio volvió a saber de él, hasta que alguien dijo<br />

un día: “Está en el manicomio”. Y eso fue todo…<br />

alberto tuvo un sobresalto. De repente el patio se vació de niños y de ruidos, y él volvió<br />

a sentirse solo, viejo y triste. Sacudió la cabeza y se levantó del banco. Miró el reloj: las seis<br />

y media. Se acercó a la campana y, sin pensar en lo que hacía, empuñó la cuerda y tiró de<br />

ella. ningún sonido respondió a su ademán: la campana estaba muda. Le dio vuelta y la<br />

examinó de cerca. El badajo había desaparecido y el metal estaba hendido en la parte que se<br />

ocultaba originalmente a su vista. alberto la acarició distraídamente con la mano y caminó<br />

luego hacia la puerta.<br />

Hoy no seguiría más adelante… tal vez otro día, con más tiempo… Empujó la hoja de<br />

madera suavemente y salió a la calle. El cielo se había despejado ya, y en lo alto brillaba la<br />

primera estrella.<br />

Matar un ratón<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

El niño recogió una pesada piedra de las que abundaban en el pequeño patio posterior<br />

de la casa, calculó cuidadosamente la puntería y la arrojó con fuerza contra el ratón que<br />

parecía observarlo atentamente a pocos pasos de distancia.<br />

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VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

La piedra, describiendo una corta parábola en el aire, cayó pesadamente sobre el espinazo<br />

del animal produciendo un ruido sordo. El ratón se arrastró un poco hacia el fondo del patio,<br />

se detuvo luego y tras una grotesca voltereta quedó por fin inmóvil con el vientre al sol.<br />

Dando media vuelta, el niño corrió velozmente hacia la casa. abrió de un empujón la<br />

puerta trasera y cruzó como una ráfaga de viento fresco la habitación semioscura donde la<br />

anciana dormitaba. Esta despertó sobresaltada y al comprobar la causa que la había sustraído<br />

de su sueño, cambió ligeramente de posición y cerró de nuevo los ojos.<br />

—¡Qué muchacho éste! –murmuró para sí… ahora le sería difícil conciliar otra vez el<br />

sueño. Y el médico le había advertido que necesitaba dormir mucho y no preocuparse demasiado.<br />

Se lo había dicho en aquella forma especial que tenía de hablarle: con suavidad,<br />

pero con firmeza… Le gustaba mucho aquel médico. Le complacía verle sentado a su lado,<br />

con el maletín lleno de instrumentos extraños abierto junto a él, y oírle hablar mientras<br />

manipulaba la jeringuilla, el termómetro o el aparato de medir la presión arterial… Era<br />

sin duda una persona que inspiraba confianza, y ella se la tuvo desde el primer momento.<br />

Siempre estaba pendiente de cuanto le decía y cumplía sus instrucciones al pie de la letra…<br />

La verdad era que había mejorado mucho. Ya respiraba casi sin dificultad y las articulaciones<br />

apenas le dolían. Sólo aquel dolor del costado seguía molestándola… Pero el dolor se<br />

iría también y ella volvería a sentirse fuerte y saludable como antes… Cuando estuviese un<br />

poco mejor volvería a trabajar en el jardín. Si no lo hacía ella, nadie en la casa se ocupaba de<br />

las flores. Daba pena asomarse a la ventana y comprobar lo descuidado que estaba todo. El<br />

rosal estaba casi seco, los yerbajos crecían por todas partes y las dalias se habían marchitado<br />

por completo… Pero cuando ella sanara, el jardín, que también estaba enfermo, sanaría<br />

con ella y volvería a ser como antes… Después de todo, cultivar con amor el jardín era la<br />

única forma en que podía devolver a su hijo todo cuanto hacía por ella. La sola manera de<br />

pagarle sus bondades, sus sacrificios… Sí, era sin duda un sacrificio alojarla en su casa y<br />

pagar al médico y comprar medicinas caras para ella, cuando él ganaba tan poco y había<br />

vivido siempre tan estrechamente… Y a pesar de todo, su hijo la mantenía allí desde hacía<br />

meses, y la rodeaba de atenciones y de cariño, no obstante las insinuaciones de su mujer…<br />

Porque ella sabía que su nuera no la quería… aunque no se lo decía abiertamente, lo adivinaba<br />

en el tono de su voz, en la forma de mirarla… Daba gracias a Dios porque su hijo<br />

fuese tan bueno… Y siempre lo había sido: desde niño fue obediente, dócil. Pocas madres<br />

habían tenido la suerte de ella…<br />

El sueño al fin nubló la mente de la anciana y la poseyó total y dulcemente.<br />

al llegar a la mitad del pasillo que dividía en dos la casa, el niño detuvo su carrera, giró<br />

a la izquierda y entró en su habitación cerrando con fuerza la puerta tras de sí. Se arrojó<br />

de bruces sobre la cama y escondió la cabeza bajo la almohada… Pero aún allí, el vientre<br />

blancuzco del ratón resplandecía en la oscuridad.<br />

En la habitación contigua, el hombre acostado en la amplia cama matrimonial arqueó<br />

el cuerpo y se desperezó sin abrir los ojos. La mujer acostada a su lado se incorporó y preguntó<br />

en voz alta:<br />

—¿Qué fue ese ruido? ¿Eres tú, Manuelito?<br />

nadie respondió y la mujer se volvió hacia el hombre diciendo:<br />

—Recuerda lo que me prometiste anoche. Debes decírselo ahora mismo.<br />

¿Decirle qué a quién? El hombre apenas oía las palabras a través de las últimas brumas<br />

del sueño.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—…es algo que debes hacer de todos modos…<br />

Siempre algo que hacer. A todas horas. Moverse… caminar… dar la mano… inclinarse.<br />

—…así que lo mejor es hacerlo cuanto antes…<br />

Todo aprisa. No dejar nada para después… correr… apresurarse…<br />

—¿Por qué no dices nada? ¿Es que estás tratando acaso de echarte atrás? –La voz aguda<br />

de la mujer le estalló con violencia en los oídos.<br />

El hombre giró sobre sí mismo y se colocó de costado. Era necesario responder, decir algo.<br />

Pero estaba tan bien así, tendido, con los ojos cerrados, sin hablar…<br />

Cuando la mano de la mujer se prendió como un garfio de su hombro y lo sacudió con<br />

furia, abrió los ojos, sobresaltado.<br />

—¿Qué pasa?<br />

—¡Estabas despierto desde hace rato!… ¡A mí no me engañas! ¿Crees que fingiendo dormir<br />

y escondiendo la cabeza bajo la almohada es como se resuelven las cosas?… ¡Levántate<br />

ahora mismo y háblale a la vieja de una vez!…<br />

—Espera un poco, mujer. Hoy es domingo. Déjame descansar un rato. Más tarde le<br />

hablaré…<br />

—¡De ninguna manera!… ¡tiene que ser ahora mismo!… anoche me prometiste que<br />

sería la primera cosa que harías por la mañana… ¡no toleraré ni un sólo retraso más! ¿Me<br />

oyes?… ¡Conozco demasiado bien tu sistema de ir dejándolo todo para después y luego no<br />

hacer nada!…<br />

La boca de su mujer abriéndose y cerrándose… Cada vez más aprisa… Más aprisa… Más…<br />

¿Desde cuándo vienes soportando esto? ¿Desde el día que te casaste?… No. Desde antes aún…<br />

¿Recuerdas las felicitaciones de los amigos el día de la boda?: “Congratulaciones. Te casas con<br />

una mujer de carácter”… “Ella siempre ha logrado lo que se ha propuesto. Será de gran ayuda<br />

para ti”… “Magnífica elección llegarás muy lejos casado con una mujer así”… Claro que has<br />

llegado lejos. Mucho más lejos de lo que jamás soñaste; pero no en la dirección que suponían<br />

ellos. No hacia arriba, sino hacia abajo… Fuiste hundiéndote lentamente al principio, sin que<br />

apenas te dieses cuenta de lo que sucedía… Primero fueron pequeñas concesiones, para evitar<br />

escenas en público. Después esas concesiones se multiplicaron en cada hora y en todas partes<br />

hasta constituir la esencia misma de la vida en común… Aprendiste a tolerar, a callar, y así<br />

comenzaste a hundirte poco a poco en este abismo en que estás sumido en el presente. La senda<br />

que te condujo a él se iniciaba en una suave pendiente, y cuando empezaste a descender por ella<br />

creías poder detenerte cuando quisieras… ¡Qué lejos estabas entonces de sospechar que cuando<br />

la pendiente se tornara en precipicio, el impulso inicial te sumergiría cada vez más aprisa hasta<br />

el fondo de la oscura sima!…<br />

La puerta de la habitación se abrió con violencia y la cabeza del niño asomó por el hueco<br />

preguntando:<br />

—Papá, ¿es pecado matar un ratón?<br />

La mujer se volvió con furia hacia la voz:<br />

—¡Lárgate de aquí!… ¿no ves que estoy hablando con tu padre?<br />

La cabeza del niño desapareció y la puerta se cerró con un golpe seco. El hombre cerró de<br />

nuevo los ojos, ¿Por qué no lo hago… ¿Por qué no salgo de esta habitación, lo alcanzo en el pasillo,<br />

lo tomo de la mano y le hablo con suavidad… Yo quiero ser amigo de mi hijo… Quiero ayudarlo…<br />

Explicarle lo que quiere saber… ¿Hasta dónde he llegado, Dios mío?…<br />

La mujer volvió a la carga:<br />

646


—Vas a ir ahora donde tu madre y le dirás que no puede seguir en esta casa. Que debe<br />

irse sin falta hoy mismo… ¡te doy exactamente cinco minutos para hacerlo…!<br />

—Sí, mujer, como quieras… ahora mismo voy –y la voz del hombre sonó como la de un<br />

niño que recitara una lección aprendida de memoria y mil veces repetida.<br />

Con gestos maquinales y rostro inexpresivo, se incorporó de la cama, se calzó las pantuflas<br />

y salió en silencio de la habitación.<br />

En el pasillo, el niño recostado en la pared alzó la cabeza hacia su padre. El hombre colocó<br />

su mano sobre el hombro de su hijo y, mientras caminaba junto a él y abría la puerta de la<br />

habitación donde dormía la anciana, respondió a su pregunta con voz apenas audible:<br />

—no, mi hijo, matar un ratón no es un pecado: los ratones están mejor muertos que<br />

vivos…<br />

Edipo<br />

VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

Cuando la voz del cura se extinguió y el silencio reinó de nuevo en el interior de la pequeña<br />

iglesia, los hombres se movieron hacia el ataúd y lo levantaron con cuidado del banco de<br />

madera en que había reposado hasta ese instante. Eduardo no fue de los que se apresuraron<br />

a cumplir aquel deber. Durante la breve ceremonia había permanecido abstraído de cuanto<br />

le rodeaba y sólo cuando alguien le rozó al pasar, comprendió que la intervención del cura<br />

había terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia el cementerio.<br />

Se apartó un poco para dejar pasar a los que llevaban el féretro y comenzó a bajar junto<br />

a ellos las gradas de la iglesia. a su lado, el ataúd se balanceaba inquietamente a medida que<br />

los hombres descendían vacilantes. un traspié, un paso en falso, provocarían sin duda una<br />

catástrofe. Y Eduardo meditó objetivamente sobre tal posibilidad, porque observaba cuanto<br />

ocurría a su alrededor como contempla un espectador el escenario: atento al desarrollo de<br />

la trama y secretamente confiado en un final sorpresivo y dramático.<br />

Pero nada extraordinario sucedió. Los hombres alcanzaron el nivel de la calle sudorosos<br />

y jadeantes, y respiraron con satisfacción. Se detuvieron unos instantes, se organizaron de<br />

nuevo y reanudaron la marcha tranquilos y aliviados.<br />

Frente a la iglesia, el reloj de torre de la plaza cantó seis sonoras campanadas… Las<br />

seis: hacía justamente nueve horas que había muerto y a Eduardo le sorprendió aquella<br />

cronométrica exactitud. a su padre sin duda le habría gustado saber que todo se había<br />

realizado a su debido tiempo. Que cada quien había cumplido a cabalidad su obligación…<br />

Pero ya el viejo no podría alegrarlo eso ni ninguna otra cosa en el mundo, porque estaba<br />

muerto para siempre dentro de aquella caja reluciente de caoba que se balanceaba suavemente<br />

a su lado…<br />

Si hurgaba en su memoria, allá en lo más profundo de su reminiscencia, la primera<br />

noción que conservaba de la existencia de su padre se confundía con una voz aterradora<br />

que tronaba por encima de su cabeza mientras él corría a guarecerse en el regazo tibio de la<br />

madre… aquella escena debió repetirse muchas veces porque, al recordarla, la asociaba con<br />

diferentes acontecimientos de su infancia… Las primeras lecciones de equitación (el viejo<br />

azotándose furiosamente las botas con una fusta flexible: “¡Algún día haré un hombre de<br />

esta mujercita!”… y el terror del niño al lomo inseguro del caballo)… o el primer disparo<br />

con la escopeta de caza, apenas sostenida entre sus manos temblorosas (la voz iracunda del<br />

padre a sus espaldas: “¡aprieta el gatillo de una vez, cobarde!)… o el chapuzón inesperado<br />

647


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

en el mar, y la angustia de sumergirse hasta el fondo, y los gritos mudos bajo el agua… y la<br />

risa odiosa del viejo en lo alto del trampolín…<br />

una mano se apoyó en el hombro de Eduardo, y una voz dijo a su espalda: “Le acompaño<br />

en su sentimiento, joven”. “Gracias, muchas gracias”… ¿Sería la expresión de su rostro<br />

adecuada a las circunstancias?… ¿Estaba dándole a toda aquella gente la impresión de una<br />

pena honda, aunque discretamente expresada?… tal vez debía pedirle a uno de los hombres<br />

que le permitiera cargar en su lugar el ataúd… Sí, sin duda era algo así lo que todos<br />

esperaban de él…).<br />

“Por favor, ¿me permite?”, y sustituyó a uno de los portadores del féretro. Los músculos<br />

del brazo se le pusieron tensos, se le abultaron las venas de la frente y enrojeció su rostro…<br />

El viejo pesaba mucho. Siempre fue corpulento. alto y macizo como una torre. Músculos de<br />

hierro y manos poderosas… aquellas manos enormes como palas… Rojizas y sembradas<br />

de un vello abundante que fue poniéndose gris con el tiempo… Manos siempre ocupadas,<br />

sin tiempo para las caricias… ¡Qué vivamente recordaba el gesto brutal de aquellas manos<br />

rompiendo su primer boceto de dibujo!…<br />

Fue un domingo por la tarde. El viejo jamás entraba a la habitación de su hijo; pero aquel<br />

día, al pasar junto a la puerta, debió sospechar del movimiento brusco del niño cerrando la<br />

gaveta baja del armario al oír sus pasos por el corredor… Vestido con su traje blanco recién<br />

planchado, parecía más alto e imponente que nunca. Se detuvo un instante en el umbral,<br />

entró luego sin dar explicaciones y sacando la cartulina de su escondite, la rasgó de arriba a<br />

abajo con un sólo movimiento poderoso de sus manos… “¡Si vuelvo a encontrar otra tontería<br />

de éstas en la casa, será su cara la que voy a partirle en pedazos!… ¡Y no siga llorando, que<br />

los hombres no lloran!…”.<br />

…Y ahora sus manos estaban inmóviles, cruzadas por encima de su pecho sin aire, y no<br />

volverían jamás a romper nada…<br />

alguien le tocó levemente en el hombro y sin pronunciar palabras se ofreció a sustituirlo…<br />

(¡Ya era hora!)… Eduardo se corrió ligeramente a un lado mientras abría y cerraba<br />

repetidamente la mano para ahuyentar el calambre. La lenta caravana silenciosa trasponía<br />

en aquel momento la puerta del cementerio.<br />

El panteón familiar estaba en el extremo opuesto. Era una construcción sencilla, sin<br />

alardes, pero resultaba imponente junto a las modestas tumbas que lo rodeaban. En la<br />

segunda hilera de nichos, un poco hacia la izquierda del centro, la boca abierta y negra<br />

aguardaba…<br />

Los hombres depositaron el féretro sobre el piso de tierra, se secaron con sus pañuelos<br />

el sudor de la frente, y observaron atentos los movimientos precisos y hábiles con que el<br />

albañil mezclaba el cemento y la arena húmeda amontonados junto a la tumba.<br />

“Buena cara para un estudio”, pensó Eduardo apreciando los rasgos fuertes y angulosos<br />

del rostro que se inclinaba frente a él, concentrado en su tarea… ahora trabajaría mucho.<br />

Debía recuperar todo el tiempo perdido… Mañana mismo traería sus telas y útiles de pintura<br />

de la capital… usaría como estudio la habitación grande que daba a la terraza posterior de<br />

la casa… tal vez con un año de trabajo intenso se sentiría preparado para la beca…<br />

a una señal del albañil, los hombres habían levantado el ataúd y lo estaban introduciendo<br />

horizontalmente en el nicho. al principio rodó fácilmente hacia el fondo, pero de pronto,<br />

como si algún objeto extraño se interpusiese en su camino, se detuvo en seco y permaneció<br />

inmóvil.<br />

648


Los hombres se consultaron entre sí murmurando en voz baja. a Eduardo sólo le llegaban<br />

algunas frases sueltas… “…la caja es demasiado ancha…”. “Debe haber algo ahí dentro”.<br />

“…son las agarraderas. Hay que quitárselas…”. “agarre usted por aquel extremo: vamos<br />

a sacarlo de nuevo…”.<br />

Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, presa de un oscuro impulso irresistible, Eduardo<br />

corrió hacia delante, echó bruscamente a un lado a quienes se interponían en su camino, y<br />

apoyando primero las manos y luego el hombro sobre el extremo saliente del féretro, estuvo<br />

allí empujando con todas sus fuerzas, desesperadamente, como si de aquel esfuerzo formidable<br />

dependiera su vida entera, hasta que un golpe seco y sordo le anunció al fin que el<br />

otro extremo de la caja había llegado al fondo del nicho.<br />

Sólo entonces se retiró algunos pasos, tembloroso y jadeante, y mientras el albañil completaba<br />

su labor, permaneció callado e inmóvil, con la mirada fija en la boca del nicho hasta<br />

que el último ladrillo la cerró por completo para siempre.<br />

El reloj<br />

VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

—Se lo diré yo, –dijo el abuelo. Empuñó su bastón y poniéndose el sombrero de pajilla<br />

amarillento se dirigió en busca del niño que jugaba en un rincón de la galería.<br />

—Ven, mi hijo, vamos a pasear.<br />

—¿tan temprano, abuelito?<br />

El niño, sentado junto al ferrocarril eléctrico, levantó su mirada interrogante hacia el<br />

anciano.<br />

—no es tan temprano: son ya más de las cuatro.<br />

El niño se incorporó un poco y, de rodillas, comenzó a desarmar cuidadosamente los<br />

rieles de latón.<br />

—Deja eso. tía Irene lo recogerá más tarde.<br />

El abuelo, inclinándose, tomó de la mano al niño y lo ayudó a levantarse:<br />

—Lávate las manos y pásate un poco el peine…, –y, al ver que el niño se dirigía hacia el<br />

interior de la casa: ¡no!… ¡no entres ahí!… Lávatelas en el fregadero…<br />

El niño volvió sobre sus pasos con docilidad y entró por la puerta que daba a la cocina.<br />

Se acercó al lavadero y, abriendo la llave de agua, se mojó un poco las manos alisándose con<br />

ellas el pelo rebelde. La mujer que estaba a su espalda extendió sus manos hacia él como si<br />

intentase ayudarlo, pero, arrepentida de su gesto, se contuvo y permaneció inmóvil observándole<br />

con una expresión extraña hasta que el niño salió de la cocina.<br />

En la galería, el abuelo se paseaba impaciente con las manos a la espalda sujetando tras<br />

de sí su bastón.<br />

—¿Ya estás listo?… anda, vamos.<br />

Lo tomó de la mano y salieron juntos a la calle emprendiendo la marcha hacia el centro<br />

del pueblo.<br />

—¿Por qué salimos tan temprano hoy abuelito?<br />

—Ya te dije que eran más de las cuatro. –El anciano sacó del bolsillo el reloj de plata reluciente<br />

y desprendiendo la leontina de la trabilla de su pantalón, se lo pasó al niño, diciéndole:<br />

—toma, llévalo tú; pero ten cuidado de que no se caiga.<br />

—¿Puedo llevarlo todo el tiempo? –el niño había asido el reloj con ambas manos y lo<br />

contemplaba asombrado.<br />

649


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Sí, mi hijo. Me lo devolverás cuando lleguemos de nuevo a la casa –le respondió el<br />

anciano poniéndole una mano sobre el hombro.<br />

—¿Y por qué me lo dejas hoy, abuelito…?<br />

—Porque ya eres un hombre… Es tiempo de que vayas aprendiendo a cuidar las cosas…<br />

El niño miró de nuevo el reloj observando el girar apresurado del segundero.<br />

—¿Y por qué sólo se mueve la agujita dorada, abuelito?<br />

—Las otras también se mueven, pero más despacio…<br />

—no, no… no se mueven… Míralas… –acercó el reloj al rostro del anciano celosamente<br />

aprisionado entre sus manos juntas.<br />

—no se mueven cuando las estás mirando. Pero si te olvidas de ellas y no las miras,<br />

aprovechan entonces y corren para recuperar el tiempo perdido.<br />

—Pero por más que corran no podrán alcanzar nunca a la agujita dorada, ¿verdad,<br />

abuelito?<br />

—no, mi hijo, no pueden alcanzarla nunca…<br />

—¿Y por qué no pueden alcanzarla…?<br />

—Pues… porque esa agujita dorada en realidad no es una agujita es un rayito de sol<br />

que yo tengo aquí prisionero… Y tú sabes que de prisa corre el sol, que atraviesa todo el<br />

cielo en un solo día…<br />

El niño, pendiente de cada palabra del abuelo, asintió con la cabeza y quedó un rato<br />

silencioso hasta que luego siguió en voz alta el curso de sus pensamientos:<br />

—¿Y cuándo conseguiste ese rayito de sol, abuelito?<br />

—anoche, mientras dormía…<br />

—¿anoche…? ¿Y quién te lo dio?<br />

—Me lo trajo un viejito con una barba muy blanca que le llagaba a la cintura.<br />

—¿Y por qué el viejito tenía el rayito de sol?… ¿Quién se lo regaló a él?<br />

—no era de él, era de Dios… Y Dios se lo había entregado para que me lo trajera a mí…<br />

—¿Dios? –El niño permaneció un instante abrumado, —Y por qué Dios te regaló el<br />

rayito de sol, abuelito?<br />

—no fue un regalo: fue un cambio… Yo le di algo mío también a Dios…<br />

—¿Y qué le diste tú?…<br />

El abuelo permaneció un momento en silencio y luego respondió sin mirar al niño:<br />

—Yo le regalé algo muy precioso hoy, mi hijito… –y después de una pausa: —Ven, vamos<br />

a sentarnos allí…<br />

Se dirigieron hasta una cerca de mampostería que circundaba un solar yermo y se sentaron<br />

sobre ella, el anciano apoyando sus manos en el bastón colocado verticalmente frente<br />

a él, y el niño a su lado, con el reloj entre las manos que reposaban en sus rodillas y el rostro<br />

expectante vuelto hacia el abuelo.<br />

Este por fin habló:<br />

—Fue un acuerdo entre Dios y yo, ¿sabes?… Él necesitaba de alguien a quien yo quería<br />

mucho, y deseaba tenerla a su lado para siempre… Cuando lo supe, le dije que Él era dueño<br />

de mí y de todo lo mío, y que podía llevársela cuando quisiera… Entonces Él me dio las<br />

gracias y me dijo: “Deseo darte algo a cambio del sacrificio que te pido. Toma este rayito de<br />

sol y guárdalo para ti…”.<br />

El abuelo, que había hablado con la cabeza inclinada sobre el pecho, hizo una pausa y<br />

luego agregó mirando al niño a los ojos:<br />

650


VIRGILIo DíaZ GRuLLón | CRónICaS DE aLtoCERRo<br />

—…y esa es la historia del rayito de sol… Desde hoy lo tendremos tú y yo para nosotros<br />

solos. Será nuestro secreto y no se lo diremos a nadie más…<br />

—¿a nadie más, abuelito?… Pero yo quiero contárselo a mamá…<br />

El abuelo colocó el brazo alrededor de los hombros del niño y acercándolo hacia su<br />

pecho murmuró:<br />

—no, mi hijito… no podrás decírselo a mamá porque ella ya no estará en casa cuando<br />

volvamos…<br />

El niño se levantó de la cerca y anduvo algunos pasos como si diera tiempo para que el<br />

sentido de las palabras se abriera paso en su cerebro. Después de permanecer un instante<br />

inmóvil, levantó las manos en las que conservaba el reloj y apretándolo fuertemente contra<br />

su pecho dijo:<br />

—Ya podemos volver a casa, ¿verdad abuelo?<br />

El anciano se levantó trabajosamente y respondió mientras iniciaban juntos el retorno:<br />

—Sí, vamos… –Y después de una breve pausa agregó: —…y puedes quedarte para<br />

siempre con el reloj…<br />

651


n o. 42<br />

EMILIo RoDRíGuEZ<br />

DEMoRIZI<br />

tRaDICIonES Y CuEntoS<br />

DoMInICanoS


PRESEntaCIón<br />

Dejar de lado las graves tareas de la Historia, la abrumadora carga de los documentos y de<br />

las citas y pasar a los floridos cármenes de la fantasía, de la leyenda, de la tradición, del cuento, es<br />

como descanso necesario para los obreros de las hondas e inescrutables canteras del pasado.<br />

¡Qué gozo, entonces, el de vagar, como cazador de mariposas, por entre las cosas volanderas!<br />

En la investigación histórica, en toda larga faena de investigación, se requiere de esas gratas<br />

treguas; mudar de afanes, darle a la mente trabajos menos pesados que los habituales, más<br />

poéticos –se diría– que por lo mismo gravitan con menos pesadumbre sobre el espíritu. algo<br />

que es parte trabajo y parte fecunda ociosidad, apenas lindante con el dolce far niente.<br />

Este libro es, así, como la delectación de unas placenteras vacaciones en que toda enojosa<br />

labor ha sido dejada atrás, tan sólo atenta la mirada a la visión de las cosas agradables, las<br />

cosas amenas que nos dan esa confortadora sensación de ingravidez y de reposo tan necesaria<br />

en el horrendo tráfago de la vida moderna.<br />

Esta necesidad y este deseo de levedad nos liberan, pues, de aprovechar los materiales que<br />

forman este libro para realizar el examen y la valoración de nuestros costumbristas del pasado,<br />

dignos de estudio y de recuerdo, porque entre nuestros hombres de letras del pretérito, tan dados<br />

a las tradiciones y a los cuadros de costumbres, tanto a los de la literatura española, de los Larra<br />

y los Mesonero, como a los de américa, de los Palma y los Bolet Peraza, el costumbrismo fue<br />

afición común predominante, desde Félix María del Monte, Manuel María Valencia, José María<br />

Serra y nicolás ureña, en los primeros años de la República, hasta César nicolás Penson y Luis<br />

A. Bermúdez, a fines del siglo pasado, y en el presente hasta el Dr. Ml. de Js. Troncoso de la<br />

Concha, maestro en el género, digno continuador de la obra del autor de Cosas Añejas. Huelga<br />

señalar que entre nuestros costumbristas de hoy, bien escasos por cierto, ocupa el más alto<br />

sitial el admirable autor de Al amor del bohío, el poeta y prosista don R. Emilio Jiménez.*<br />

Aquí, en fin, sólo caben las simples palabras de presentación de estos cuentos y tradiciones<br />

en que hay tantas y tan vivas evocaciones de nuestro pretérito que a cada paso<br />

*En nuestro libro Cuentos de política criolla, S. D., 1963, y en el Prefacio de la novela de Bonó, El Montero, S. D.,<br />

1968, hay noticias acerca de la narrativa dominicana que se relacionan con la presente obra. Se trata, pues, de tres<br />

fuentes para el estudio de los géneros afines que son la novela, el cuento, la tradición, el cuadro de costumbres. Como<br />

apuntamos en los estudios preliminares de las obras citadas, es por demás complejo el deslinde en la prosa narrativa,<br />

por lo que el título de esta obra, Tradiciones y cuentos, no ha de tomarse en su sentido estricto, sino en toda la amplitud<br />

de sus términos. una cosa es la tradición que se acepta como tal y otra la que el vulgo y quien no es vulgo convierten<br />

en rigurosa historia. Contra esa especie de tradición, alzada a imposible rango, contra las leyendas caseras, por demás<br />

ingenuas y pueriles, invocadas como hechos indubitables, arremetió implacablemente, con toda la fuerza de su dialéctica<br />

de polemista, Fray Cipriano de utrera, pero limitado a los tiempos coloniales. De ahí que le acusaran a diario de<br />

destructor de las tradiciones dominicanas, sin parar mientes en que quien reduce la tradición a sus propios límites,<br />

enriquece la verdadera historia, la limpia de invenciones interesadas o de infundios de la fantasía popular. El cuento,<br />

dice Menéndez Pelayo, es un desecho de la historia.<br />

Las tradiciones deben leerse, en cierto modo, como los cuentos, en que lo irreal no es sino un modo de presentar<br />

lo real, pero que no es lo real. Por más desorbitada que sea, la fantasía se asienta siempre en la verdad. En todo late<br />

una verdad. Desentrañarla es uno de los grandes goces de la lectura. La poesía –decía américo Lugo en el Prólogo de<br />

los Cuentos frágiles, de Fiallo– “es la cantidad de mentira que el hombre añade a la verdad para volverla agradable”.<br />

acerca de costumbrismo y costumbristas dominicanos véase Enrique Deschamps, La República Dominicana, Barcelona,<br />

1907, p.268, y Max Henríquez ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945.<br />

La bibliografía haitiana cuenta con interesante estudio acerca de la materia: Louis Darondel, Legendes et traditions<br />

de Saint Domingue, Essai critique. Port au Prince, 1939, 90 págs. trata de Santo Domingo y de otros lugares de la<br />

hoy República Dominicana la obra de Guillermo Mauviel, Anecdotes de la revolution de Saint Damingue racontee par…<br />

1799-1804. Saint Lo, 1885, 151. p.<br />

655


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

habremos de disfrutar de los goces de antaño y de repetir los memorables versos de Manrique:<br />

“como a nuestro parecer todo tiempo pasado fue mejor…”<br />

un amante de nuestras cosas del pasado tenía el hábito de saludar a un compañero de<br />

aficiones, al Dr. Alcides García Lluberes, con esta paradoja:<br />

–¿Qué viejo de nuevo?<br />

Y ahora cabría responder con esta otra paradoja:<br />

La novedad de estas viejas cosas…<br />

II<br />

Las primeras tradiciones americanas<br />

El piadoso ermitaño Fray Ramón Pané, que anduvo entre los indios de la Española por<br />

el año de 1493, y Pedro Mártir de anglería, maestro y sacerdote en la Corte de los Reyes<br />

Católicos, fueron los primeros en recoger las tradiciones de los indios quisqueyanos.*<br />

Mientras Fray Ramón convivía con los aborígenes y aprendía sus lenguas, observaba<br />

sus ritos y costumbres y recogía sus fábulas, Pedro Mártir permanecía en las playas ibéricas<br />

aguardando el retorno de carabelas y galeones que llevaban a España oro y noticias de las<br />

Indias. Llamaba, alojaba en su propia casa a los audaces marinos y conquistadores, sometía<br />

a largos y sagaces interrogatorios a Cristóbal Colón, a núñez de Balboa, a Vespucio, a Pedrarías,<br />

a Pinzón, a Cabot, a Hernán Cortés, y no sólo escogía para sus libros lo que tenía<br />

color de historia, sino también las tradiciones aborígenes.<br />

La primera tradición americana, recogida por el ermitaño de la Española, también aparece<br />

en las Décadas de Pedro Mártir: El origen del hombre. Con ella se inicia la poética mitología<br />

indígena, propia de aquellas almas infantiles.<br />

Los graves cronistas de Indias nunca dejaron de consagrarle sitio, en sus vastas obras, a<br />

las leyendas y tradiciones indígenas, de las que dejaron tan hermosos recuerdos el incansable<br />

oviedo y el áspero Las Casas.<br />

Hasta en el Teatro Eclesiástico, que escribió González Dávila por el año de 1647, encontramos<br />

leyendas de los primeros años de la Colonia, cuando Enriquillo no había congregado<br />

aún a sus esclavizados compañeros en los inaccesibles riscos del Bahoruco.<br />

Cuenta González Dávila que, en el año de 1525, a la muerte del obispo y escritor alejandro<br />

Geraldini, sucedió en Creviche, lugar de este arzobispado, un caso digno de recuerdo.<br />

Yendo a predicar en unión de varios compañeros, Fray Pedro de Córdoba, religioso de la<br />

orden de Santo Domingo, profeso en el Colegio de San Esteban de Salamanca, supo de un<br />

Cacique que tenía engañados a numerosos indios, valiéndose para ello de endemoniadas<br />

artes. De noche los reunía en una cueva oscura y allí les decía cuanto deseaban saber, pues<br />

el demonio, apoderado del espíritu del Cacique, hablaba por su boca y nada había que le<br />

preguntasen a que no respondiese.<br />

Fray Pedro enteróse bien de todo. Cuando bajaron las sombras de la noche, entró en la<br />

cueva. En su diestra resplandecía una antorcha; la mano del corazón sujetaba un crucifijo.<br />

*Este artículo había sido publicado –dedicado a mi inolvidable amigo el tradicionista Dr. Ml. de Js. troncoso de la<br />

Concha– en la revista Ozama, S. D., n. o 1, de feb. de 1941. Entre nuestras tradiciones las hay de verdadera importancia,<br />

como las de las Mercedes y la altagracia. Véase al respecto Fr. C. de utrera, Ntra. Señora de Altagracia, S. D., 1933, y E.R.D.,<br />

El culto de las Mercedes, en Apuntes y documentos, S. D., 1957 p.99. acerca de Colón hay varias tradiciones: la de su prisión<br />

en Santo Domingo, la de la Ceiba en que amarró su carabela a orillas del Ozama y finalmente la relativa a su sepultura,<br />

recogida en nuestro artículo La tradición y los restos del Almirante, en el diario La Nación, S. D., 19 sept. 1940.<br />

656


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Los indios escuchaban atentos las palabras del demonio, mientras el Cacique permanecía<br />

inerte, como un cadáver por cuya boca salieran acentos infernales. apenas llegó al extraño<br />

recinto, conoció Fray Pedro la invención y el engaño del demonio. Conjuró al Cacique,<br />

en nombre de Jesucristo, a que respondiese a lo que le preguntara, y el indio obedeció<br />

sumiso.<br />

“Di, traidor, ¿a dónde llevas las almas de estos pobrecillos indios?<br />

“a un lugar lleno de entretenimientos y deleites”, respondió el indio.<br />

“Mientes –dijo el religioso– te mando que digas la verdad en nombre del Señor”.<br />

“Llévolos a las penas eternas en que yo estoy y al fuego en que yo ardo, que nunca<br />

acabará”, contestó el demonio en el mismo idioma de Fray Pedro.<br />

“Di eso mismo –dijo el cristiano– en lengua en que todos te entiendan”.<br />

al punto obedeció el Cacique, y todos los indios oyeron estupefactos las tremendas palabras:<br />

“Llévolos a las penas eternas en que yo estoy y al fuego en que yo ardo, que nunca<br />

acabará”.<br />

Entonces, temerosos y trémulos, fueron los crédulos indios a besar las negras sandalias<br />

del misionero: todos querían salvar sus almas del fuego “que nunca acabará”.<br />

Gracias a Fray Pedro, que conquistó fama de santidad, aquellos indios se hicieron hijos<br />

de la Iglesia y fueron a purificarse en las aguas del bautismo. Confesaban el error en que<br />

estaban perdidos y hablaban maravillados “de la virtud del Padre, y del gran favor, y poder,<br />

que Dios les daba”.<br />

así, bajo el poético velo de la leyenda y de la tradición, aparece Fray Pedro de Córdoba<br />

en las antiguas y severas páginas del Teatro Eclesiástico.<br />

En las añejas Crónicas de Indias y en las obras de historia nacional, toda llena de glorias<br />

y de sombras, hay inagotables y claras fuentes de poesía y de enseñanza. En ellas la tradición<br />

no ha sido desdeñada: es flor que surge de continuo en la aspereza de las solemnes y<br />

graves narraciones.<br />

657


CÉSAR NICOLÁS PENSON 1 1855-1901<br />

César Nicolás Penson, “el corazón más seráfico que he conocido”, como dijera Hostos, nació en Santo<br />

Domingo el 22 de enero de 1855 y murió en la misma villa el 29 de octubre de 1901.<br />

Aún no ha sido suficientemente aquilatada la importancia de Penson en la historia de la cultura dominicana.<br />

Como poeta escribió una de las más bellas composiciones de nuestro parnaso: La víspera<br />

del combate; como tradicionista dejó las celebradas Cosas añejas, de 1891, que lo colocaron a la cabeza<br />

de nuestros costumbristas del pasado siglo; como periodista fue el fundador del diarismo en la República,<br />

en 1882, con su diario El Telegrama. Fue el fundador, en el país, de los estudios folklóricos,<br />

filológicos y bibliográficos y asimismo el iniciador del estudio de nuestra arquitectura colonial.<br />

también dio inicio al estudio de nuestra historia literaria, con su admirable Reseña histórico-crítica de<br />

la poesía en Santo Domingo, publicada en 1892.<br />

Penson empezó a escribir desde muy joven: en 1875 escribió su comedia de costumbres Los viejos<br />

verdes, inédita, cuyos originales conservamos en nuestra biblioteca. En 1877; su extenso discurso<br />

sobre “el carácter distintivo de la civilización del pueblo dominicano”.<br />

Dejó comenzadas o en esbozo no pocas obras que habrían enriquecido notablemente la bibliografía<br />

dominicana. La vasta y diversa obra que realizaba quedó trunca, dispersa, pero su nombre resplandecerá<br />

entre los más altos de nuestra historia literaria, por la excelencia y extensión de sus trabajos<br />

y porque él fue el más activo y desinteresado afanador de nuestros escasos civilizadores. Fue, sin<br />

disputa, nuestro primer ensayista. Más aún: nuestro primer polígrafo.<br />

Las tradiciones que se recogen en esta obra no fueron incluidas por Penson en su Cosas Añejas: La<br />

Hermandad de las Ánimas y El Juego de San Andrés, aparecieron en el periódico El Teléfono, en 1889.<br />

La Escuela de Antaño, inédita, ha sido tomada del original, manuscrito que conservamos junto con<br />

muchos otros papeles de Penson cuya enumeración no cabría en esta noticia biográfica.<br />

Parece que Penson se proponía escribir la famosa tradición de El Tapado, a juzgar por sus Anotaciones<br />

al Tapado, publicadas en la revista Letras y Ciencias, de Santo Domingo, de 1892, páginas 218 y 227.<br />

Tenía en preparación una novela histórica en cuyo asunto figuraban los orígenes de la villa de Santo<br />

Domingo.<br />

Sus narraciones aparecían indistintamente bajo los títulos de Costumbres antiguas y modernas, Costumbres<br />

nacionales y tradiciones, y Costumbres y episodios de Santo Domingo.<br />

El juego de San Andrés<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

De dónde tomó origen el tradicional juego no se sabe. Los egipcios celebraban el carnaval o<br />

la fiesta de los cherubs, en que se disfrazaban, y de lo que provienen las máscaras, para adorar al<br />

buey Apis, hacia el equinoccio de otoño; y refieren que en los días de carnaval se daba o aún da<br />

culto en ciertos países al singular juego del mójote yo y mójame tú que aquí va a reseñarse.*<br />

1 Ver Eugenio Polanco y Velásquez, Penson, en la revista El Lápiz, S. D., 4 mayo 1891; (Polanco y Velásquez publicó<br />

antes el artículo Ricardo Palma y las Tradiciones peruanas, en el periódico El Estudio, Puerto Plata, n. o 27, feb. 15 de 1897);<br />

El Conde de las Navas, artículo acerca de Cosas Añejas, en Letras y Ciencias, S. D., 1893, p.374; Rafael a. Deligne, acerca<br />

de la poesía de Penson La víspera del combate, en Letras y Ciencias, 1896, p.906; acerca de Cosas Añejas, en El Cable, San<br />

Pedro de Macorís, 28 marzo y 5 abril 1893 (lo reprodujimos en La Nación, S. D., 28 y 29 julio 1940); Federico García<br />

Godoy, Cosas Añejas, en Letras y Ciencias, S. D., n. o 48, 15 marzo 1894; M. a. Machado, C. N. Penson en La Cuna de América,<br />

S. D., n. o 42, 1904; E. R. D., Penson, traductor de Manzoni, en Cuadernos dominicanos de cultura, Santo Domingo, n. o<br />

25, 1945), y Gustavo Penson, Licenciado César Nicolás Penson, rasgos biográficos, en La Nación, S. D., 16 y 19 de agosto de<br />

1940, escrito basado en unas notas autobiográficas de C. N. Penson.<br />

*Esta tradición, no incluida en Cosas Añejas, se publicó en El Teléfono. S. D., n. os 350-351, de diciembre de 1889.<br />

En el mismo periódico, n. o 349, S. D., 1 de dic. de 1889, F. M. G. R., (F. M. García Rodríguez), publicó El juego de San<br />

Andrés, cuadro de costumbres, semejante a la tradición de Penson.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

La época del San Andrés cae en la estación más fría y en el mes de enojosos nortes y lloviznas<br />

peligrosas, y no parece sino que como al fin mes de constipados, catarros, pleuresías<br />

y otros regalos, cuadró en él como de molde el tal juego para ayudar sin duda las probabilidades<br />

de atrapar aquellas cositas y agravarlas en cuanto se pudiera.<br />

Consiste el tradicional juego ardoroso (no obstante estar hecho para calarse hasta los<br />

huesos) en producir un diluvio artificial bajo todas las formas posibles, adicionando al agua,<br />

como adminículos indispensables para hacer una mezcla bizarra, polvos de harina, almidón,<br />

cenizas, ocre y también aserrín, y cuanto sirva para recalentarle los cascos al prójimo, llenarle<br />

de mugre y transformarlo de racional en pez o cosa parecida.<br />

Fuerza es confesar que el San Andrés ha perdido de su primitivo ardor y entusiasmo; como<br />

que era antes un juego culto si los había, en que se preciaban de tomar parte en primera línea<br />

las más distinguidas familias, los hombres más importantes y graves, la nata y flor de la buena<br />

sociedad de la antigua atenas del nuevo Mundo. ¡Y ahora singular movilidad de las cosas humanas,<br />

o progreso de la civilización! que todo eso será, el San Andrés es tenido en poco y tildado<br />

cuando menos por juego bárbaro y peligrosa diversión, impropia de cultas sociedades.<br />

Véase si no la barbaridad que estampaba un moderno periódico hace apenas seis años,<br />

que antes hubiera sido sacrílega profanación, y habría valido al autor o autores la nota de<br />

incivilizados, y algún buen estregón de cenizas en las greñas por brutos: “nos parece (el<br />

mes de noviembre) el más caprichoso del año. Empieza silencioso y acaba con estruendo.<br />

Principia con dobles y lamentos y acaba entre desorden y gritos. Principia, en fin, con el día<br />

de difuntos y acaba con el día de San Andrés. La grandeza de la muerte y las miserias de la<br />

vida se relacionan más íntimamente que nunca en el mes de noviembre. Los muchachos van<br />

al cementerio el día de los muertos a robarse las velas o a recoger la cera que queda sobre las<br />

tumbas para tapar con ella los cascarones de San Andrés que ya amenaza caernos encima con<br />

todo su séquito de groserías e incivilidades. Es necesario desterrar el agua y los cascarones<br />

del San Andrés. El que quiera jugar Carnaval que gaste y lo juegue con finura”.<br />

Participamos de los dos períodos del dicho juego, y por ende, de estas dos opiniones:<br />

tuvímoslo por agradabilísimo y de buen tono, y de poco tiempo a esta parte, nos ha parecido<br />

no muy conforme con la salud y el sentido común. Sin embargo, según el cantarcillo:<br />

Que cuando llueve tós nos mojamos,<br />

así cuando llega el San Andrés, a todos, cual más cual menos, nos hace sus cosquillitas, y<br />

todos jugamos su poquito. La costumbre…<br />

Calderón de la Barca, en su entremés Las Carnestolendas, habla del uso de los huevos que se hacía en los días de<br />

Carnaval:<br />

Vejete: Gastar su dinerillo en tirar huevos.<br />

Rufina: ¡Y cómo! Veinte huevos azareños<br />

les cuestan veinte reales a sus dueños,<br />

tíranmelos; y mánchanme el vestido;<br />

quedo yo triste y el galán corrido<br />

sin alzar más cabeza en todo el día…<br />

acerca de esos juegos, usados en la américa en tiempos de Felipe IV, véase Boletín del Instituto de Investigaciones<br />

Históricas, Buenos aires, n. o 46, oct. 1930, p.434.<br />

En su Historia de Santo Domingo, (S. D., 1952, p.47), refiriéndose a costumbres dominicanas del siglo XVI, dice<br />

américo Lugo: “Reputóse por escandalosa la costumbre que tenían los oidores de salir a caballo ciertos días, tirando<br />

naranjas a quienes se las arrojaban desde las ventanas. Pero el Fiscal Diego de Villanueva Zapata informó sobre esta<br />

sabrosa suerte del juego de San andrés, que en ello no había escándalo, sino regocijo y alegría del pueblo”.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Fuerte y despótica era en sus buenos tiempos. ¿Quién se eximía del San Andrés, de mojar<br />

o ser mojado? nadie; porque no había tentación más irresistible, ni respetos, ni muros, ni<br />

paraguas, ni capotes que preservaran de su desatada furia. Y es que el jueguillo tenía y tiene, y<br />

tenía más que tiene, unos encantos avasalladores para todo bicho viviente. Cuéntase, y vamos<br />

por partes, como dicen los revisteros, que una ocasión y durante la dominación del intruso<br />

pueblo occidental, pareció a la gente mañesa, que en su vida había estado acostumbrada a<br />

estos jolgorios, que debía redimir las costumbres nuestras ¡vaya una pretensión! del dichoso<br />

San Andrés, extirpándolo para siempre jamás por dañino y perverso. Pero no contaban con<br />

la huéspeda, esto es, con la fuerza de la costumbre, en que afianzaba tamañas raíces San<br />

Andrés, tan duras y firmes como las de los copeyes que se nacen entre las piedras venerables<br />

de nuestras ruinas monumentales. Y acaeció que la autoridad publicó un bando prohibiendo<br />

el juego. ¿Prohibir dijiste? En hora mala. Cogieron muchos y muy principales caballeros y se<br />

fueron derechito a casa del Gobernador, le sorprendieron, le mojaron, lo cubrieron de peluca<br />

como Dios manda ¡díganme, en aquella grifa cabeza! y le dejaron hecho una jalea. Rió la<br />

ocurrencia el cortés Gobernador, porque eso sí, para polis, la gente de ultramontes, y ¿qué<br />

hizo? en compañía de los mismos zurradores y vengativos defensores de las costumbres, se<br />

armó de cascarones y dicen que dio miedo el juego ese año.<br />

¿Qué tal sería el San Andrés bravío de entonces cuando se atrevió con la primera autoridad?<br />

ahora es el manso San Andrés: ahora hasta los mendigos se quejan y protestan y se<br />

atufan si se les moja, y quieren los ciudadanos, los muy bárbaros, salirse a la calle el día<br />

treinta de noviembre como cualquiera otro día, como si tal cosa, y creyéndose con derecho<br />

a enfadarse. no, señores, no, el San andrés es despótico tirano, y moja al lucero del alba;<br />

tales han sido y deben ser sus fueros, según lo consigna en sus pragmáticas: El que no quiere<br />

que lo mojen, que no salga a la calle. ¡Es que han perdido el respeto al San Andrés: este progreso,<br />

estas sociologías, estas morales sociales tienen la culpa de muchas cosas malas!<br />

Decíamos que tenía el juego sus muchos y grandes atractivos. Gusto daba ver a las<br />

doncellas, riéndole los ojos, coloradas de puro alborozo, asomadas a ventanas, balcones y<br />

azoteas, afanadas, y con bulliciosa alegría derramando cántaros de agua para lo cual no se<br />

daban manos, empapado el vestido y marcados los bellos contornos de su busto, como si<br />

fuesen estatuas de yeso, y suelta al aire la madeja de sus cabellos. Enardecidas por el juego,<br />

de sus contraídos labios salían raudales de dulces desafíos y más dulces frases de cariñosa<br />

confianza que dejaban para los parientes y los amigos. Cruzaban de parte y parte, entre la<br />

nube de cascarones, los chistes sazonados y cultos, y estallaban las risas festivas en uno y<br />

otro bando cuando se acertaba a pegar de lleno un cascaronazo, u ocurría algún incidente<br />

cómico de los que abundan en casos así.<br />

Pero refiérase la historia por su orden.<br />

Desde la víspera, o días antes, empezaba la actividad febril a acopiar proyectiles, y en<br />

casa de las dulceras, por ejemplo, el trasiego de cascarones de los depósitos en que se les había<br />

estado acumulando un año entero, a las canastas de los compradores. La misma víspera, la<br />

fiebre del juego le hacía bailar el gozo en el cuerpo a toda persona capaz de mojar y ser mojada;<br />

y derramábase por el aire cierto perfume de fiesta que iba mezclado con el penetrante<br />

de la cera derretida que en cada casa se fundía para pegar los parches a las bocas del cascarón,<br />

y que atraía sinnúmero de abejas. alrededor de un fogón con la cera, se alineaban los<br />

cascarones dentro de las bateas, después de llenarlos con rojiza agua de tuna, de cocimiento<br />

de rompezaragüey, o agua azulada, o bien mezclada con esencias tales como agua de Colonia,<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

de Florida, Divina u otra. Varias mujeres tapaban diestramente el cascarón, metiendo antes<br />

el parche, en recortar los cuales se había pasado parte del día anterior y de la primanoche,<br />

dentro de la derretida cera y ajustándolo a la abertura de la rellena cáscara de huevo. así se<br />

preparaba fabuloso número de docenas para un solo jugador. Bueno es advertir aquí que de<br />

estos proyectiles los había aristocráticos, esto es, llenos del agua perfumada con las esencias<br />

dichas, y destinados a alguna amiguita o enamorada, y habíalos democráticos, rellenos de<br />

agua azulada o con color, y hasta demagogos, cargados con cosas que no se dicen. Mientras<br />

tanto los balcones y ventanas se fortificaban con trincheras de lonas y caballos de frisa, que<br />

no eran maderos, sino cortinillas dobladas hacia arriba para impedir el paso a los cascarones<br />

y que allí cayesen sin quebrarse y aprovecharlos contra los tiradores.<br />

Desde la víspera por la tarde, era arriesgado transitar por las calles, porque a partir de<br />

esas horas y durante la primanoche, ya cruzaban el aire los cascarones y sonaba el agua sobre<br />

el pavimento de la calle con ruido alegre e incitador.<br />

El gran día, que muchas veces amanecía brumoso y con lloviznas, durante las primeras<br />

horas se activaba todo lo concerniente a compras y quehaceres domésticos, y se continuaba<br />

precipitadamente el acopio de agua a las azoteas y balcones, comenzando el día anterior,<br />

la cual agua se vertía en todo linaje de receptáculos, como bateas, baños de latón, tobos curazoleños,<br />

envases de lata, tazas de zinc, etc.; se descolgaban cuadros y se retiraban ciertos<br />

muebles de las salas por que no sufriesen algún húmedo obsequio; hervía la cera y bullían<br />

las clásicas cáscaras de huevo en profusión increíble dentro del agua de tuna en casa de cada<br />

quien que iba a traficar con tal mercancía; porque no bastando los arsenales particulares<br />

de todo jugador, se improvisaban puestos de cascarones por dondequiera. Los hombres se<br />

vestían regularmente de blanco para excitar las ganas de mojarlos, y se armaban de cestos<br />

de todas formas y de macutos, que, o se colgaban en el brazo o eran conducidos por muchachos.<br />

algunas damas se cubrían la cara con máscaras de alambre; y todas se proveían de<br />

la legendaria higüera para arrojar el agua y asimismo de cascarones. Y temprano, temprano<br />

principiaba la original, bulliciosa acuática porfía que se llama San Andrés.<br />

Grupos de jugadores alegres asomaban por todas partes rodeados y precedidos de<br />

pilluelos descalzos y rotos.<br />

De cada balcón, ventana o azotea caían torrentes de agua clara o teñida del cactus que<br />

fue criado quizás expresamente para el San Andrés, la colorada tuna. Los grupos de hombres<br />

se agolpaban bajo esas trincheras recibiendo impávidos la inofensiva lluvia, pero buscando<br />

el modo de asentar de firme el traidor y peligroso cascarón; trocados así los papeles, pues<br />

que tocaba al más débil el arma más inservible y al más fuerte la poderosa. En tan desigual<br />

lucha ¿qué quería ud. que resultara? Que en medio del jolgorio en ventanas, balcones y<br />

azoteas y la febril impaciencia de mojar al contrario y la inocente alegría que animaba los<br />

bellos rostros de las distinguidas damas, ¡paf! un maldito cascarón tal vez lanzado por la<br />

mano más humana del grupo, venía a dar de lleno en un ojo a la pobre señora que desde<br />

ese momento quedaba condenada a gemir en agudo dolor y puesta en grave riesgo de perder<br />

la su ecuórea lumbrera, como dijo el otro. Este incidente era de los inevitables y no poco<br />

frecuentes del San Andrés, y sabiéndolo las señoras, arriesgaban con gusto sus ojos, que es<br />

decir, tratándose de mujeres que arriesgaban la vida. ¡Lo que es la pasión del juego, aunque<br />

sea el del agua va!<br />

Daba gusto transitar por esas calles, calado hasta el tuétano y mirando escenas cómicas,<br />

oyendo chistes, risas y bulla creciente, y de aquellas boquitas de panal retos varoniles. Los<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

agresores, mojados hasta no poder más, y teñidos de tuna y otros colores chillones producidos<br />

por el almagre, y de vez en cuando, cubiertas cejas y cabellos por la peluca que no ya las<br />

mujeres, sino ellos mismos se administraban en dosis respetables. Las damas, empapadas<br />

por el mismo efecto de arrojar agua y teñidos también los vestidos por el agua azulada o de<br />

almagre que enviaban algunos cascarones poco aristocráticos, ofrecían a la vista sus escultóricas<br />

formas contorneadas artísticamente por la pícara agua que amoldaba la tela.<br />

apoderado ya el delirio de jugadores y jugadoras, no obstante dar diente con diente<br />

del frío, o desde el principio del juego, según se presentara la coyuntura, los del sexo feo se<br />

colaban, si una puerta no estaba bien atrancada y cedía a sus belicosos ataques, dentro de<br />

una casa; y allí era troya. Sorprendidas las damas, no menos belicosas, huían unas amparándose<br />

en los aposentos, pero era éste caso raro, y las más corrían a sus cubetas e higüeras<br />

y cegaban a los asaltantes a pura agua, o bien a pura ceniza o harina, mientras que éstos,<br />

luchando cuerpo a cuerpo con ellas, les estrellaban con el puño los cascarones en las espaldas.<br />

un campo de agramante hecha la casa, la confusión era espantosa: hombres y mujeres<br />

mezclados, jadeantes, furiosos, empeñábanse en mojarse tanto y tantísimo que quisieran<br />

mojarse por la cuenta la mismísima alma; luchaban algunas parejas a brazo partido; y es lo<br />

bueno que tan valientes y resueltas se mostraban las mujeres, que entre muchas arremetían<br />

a un asaltante y no paraban hasta dar con él en una batea bien llena, o en alguna pila no<br />

honda que a la mano hubiera, en donde le zabullían la cabeza al infeliz, corriendo su riesgo<br />

no pequeño de ahogarse en un mísero charco. Mas si alguno, al empujarlo dentro de la pila<br />

arrastraba en su feliz caída a alguna hermosa aporreadora, y tras esta pareja iban otras, parecía<br />

la pila hecha un ponto mitológico con tritones y náyades tamañitos. a otros donceles les<br />

arrastraban hasta el pozo, y allí cántaros van y cántaros vienen por la cabeza, sin que faltaran<br />

los puñados de harina, almidón, ceniza, tierra, o lo que viniera a la mano. Pero las mujeres<br />

son el diablo, según la expresión vulgar. ¡Pues no lograban las más de las veces acosar a<br />

sus asaltantes y vencerlos hasta arrojarlos de la fortaleza! ¡En aquellas luchas figúrese Ud.!<br />

cuántas Venus no dibujarían las ropas que de puro empapadas parecían ya incorporarse a<br />

las carnes y formarlos un cutis especial… Pero ¡qué diablos! el ardor del juego no reparaba<br />

en menudencias; y no por eso pasaron aquellas escenas de húmedo pugilato de claro, como<br />

el agua que se vertía, a turbio. Las más inocentes risas y chistes las matizaban. La furia de<br />

mojar y mojar era cuanto arrebataba los sentidos de jugadores y jugadoras.<br />

acontecía también que la casa no era forzada, sino que se abría a los luchadores por las<br />

mismas damas, mediante un reto propuesto y aceptado en toda regla.<br />

otras veces se daba el asalto a un balcón. Subiendo unos en los hombros de otros como<br />

los saltimbanquis, alcanzaban los hierros y trepaban, no sin sufrir horrorosas descargas a<br />

boca de jarro, cascaronazos y empujones; pero trepaba uno y luego los otros, y después de<br />

la lucha en el balcón, venía la de la sala, el corredor, aposentos, escaleras, patios, etc., y en<br />

este último punto era donde las mujeres desafiaban a sus asaltantes en forma y les hacían<br />

por la mayor parte de los casos morder el polvo, digo, el agua, porque allí no había polvos<br />

franceses que morder sino muy castiza agua de pozo y muy fría que sorber. Solía resultar<br />

que los mismos asaltantes cogieran a uno de los suyos traidoramente por pies y cabeza para<br />

entregarlo al furor de las jugadoras.<br />

Gusto daba ver a las señoras en estas pugnas: se salían fuera de su centro; el ardor del<br />

juego hacía brillar sus ojos, enardecer sus labios y colorear sus pómulos: sus miradas eran<br />

altaneras y retadoras, y el timbre delicado de su voz adquiría la vibración de clarín guerrero.<br />

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Eran heroínas y estaban sublimes. Lo mismo estarían cuando fabricaban cartuchos sus<br />

manos aristocráticas, fundían balas y ponían escapularios al cuello de sus hijos y hermanos<br />

para mandarles a la épica conquista de la Independencia, la misma noche del 27 de Febrero<br />

y después del 27…<br />

Si todo esto era jugar culto figúrese Ud. lo que sería entre la gente del pueblo. Allí cada<br />

revolcón en el mismísimo santo todo de patios y calles que formaba el artificial aguacero,<br />

valía un Perú; y a veces se corría el riesgo de ahogarse allí al prójimo con honores de vil cerdo.<br />

Los hombres entre sí hacíanse también cruda guerra. ¿Pues qué, la fiebre del San Andrés se<br />

apagaba así no más? ni con toda el agua del diluvio, ni con todos los huevos vacíos de todas<br />

las gallinas que prohijaron las salvadas en el arca de noé, dicho sea con el debido respeto.<br />

unos a otros se derribaban, se almidonaban orejas, boca y ojos, se perseguían, se pintarrajeaban<br />

con almagre, se polvoreaban con caliente aserrín que causaba escozor en el cuello<br />

y las espaldas, etc. Había quien (y no del vulgo, sino gente principal) preparase un gran<br />

baño en mitad de su sala, desamueblando completamente la casa antes, y tomase tres mozos<br />

de cordel a uno de los cuales colocaba en la puerta y a los otros dos en la próxima esquina<br />

a guisa de ojeadores de la caza que había de venir. un grupo de caballeros asomaba con<br />

los cabellos caídos sobre la frente, enrojecidos los ojos, no tanto por el agua cuanto por las<br />

copitas que había que trasegar en tan húmedo día, con los cestos ya vacíos, extenuados de<br />

fatiga, anhelando ya más el descanso que otra cosa, pues la noche caía a toda prisa; la más<br />

mala oportunidad y precisamente la escogida para el chapuzón postrero por los aficionados<br />

a dar violentos baños semi-rusos sanandréicos.<br />

asomar el grupo lacio y descolorido, y caerle encima los apostados galgos, era todo<br />

uno. Cargaban con una víctima, y por las puertas le entraban con gran algazara y risotadas,<br />

y allá va; zambullíanlo cuan largo era en el maldito baño y allí le sujetaban los forzudos<br />

mozos, expuesto el extenuado jugador a boquear dignamente con el San Andrés que moría<br />

en brazos de la noche, según diría un pichón de poeta.<br />

Sucedía, como sucedió, que encaramándose en las azoteas algunos bellacos a mojar<br />

descuidadamente a alguien, topasen con un pobre y respetable viejo sentado tranquilamente<br />

en su puerta o en la acera de enfrente, y que como viejo al fin creía tener ciertas prerrogativas<br />

para no ser mojado como el común de las gentes. Pero ¡zas! uno de ellos le embicaba<br />

un buen cubo que desde la altura de una casa terrera bien podría valuarse su volumen de<br />

agua en cosa de media arroba, ¡y esto sobre una calva cabeza! ahí era la de Dios es Cristo;<br />

porque el burlado bufaba y pataleaba y amenazaba, mientras aquellos se iban riendo azotea<br />

adelante.<br />

Por la noche ¡oh! por la noche, cuando ésta cerraba, a favor de la soledad y lobreguez de<br />

las calles, pues todas las puertas se cerraban y ni una luz brillaba y cada familia se recogía<br />

en las antesalas y corredores, temerosa de que la alcanzase un chorrito de agua de jeringas,<br />

instrumento admirable para esas horas de oscuridad y general encierro, y a oír cómo llovía<br />

sobre el piso, los muebles y las alfombras donde por casualidad las había entonces; por la<br />

noche, digo, había como un recrudecimiento de fiebre de mojar al prójimo.<br />

Desdichada la casa que tenía buenos muebles que perder con la clandestina mojada; desdichada<br />

la lámpara, no puesta a respetable distancia de los vagabundos, indiscretos y atrevidos<br />

tubos de estaño y hojalata; porque si el vigoroso y sostenido chorro alcanzaba sus vidrios o sus<br />

mecheros, allí liquidaban. Desdichado el aposento por bien preservado de agujeros de férrea<br />

cerradura u otros (y cuando no los había naturales, diremos, los abrían a barreno); porque el<br />

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chorro endemoniado y vulgarísimo no perdonaba en el sagrado de él al dueño o dueña (las<br />

hembras son las más maltrechas en estos lances) que estuviese desnudándose, matándose las<br />

pulgas o en otro entretenimiento de este jaez, o en su propio lecho acostado. a veces, ojos, que<br />

no tubos lanzadores de chorros, pegados a los agujeros, descubrían ¡oh profanación! desnudas<br />

y mórbidas formas, o bustos de media vida con tentativas de esqueleto…<br />

El silencio, la soledad, el ruido estridente y traidor del barreno, el chorro de agua inundando<br />

la casa, las carreras, el cuchicheo de los mojadores, las risotadas, y todo lo demás,<br />

¡digno coronamiento de la fiesta del día! No dejaban de infundir cierto temorcito que duraba<br />

hasta la medianoche. Percances no faltaban a los desalmados jeringadores. Individuo había<br />

de tan recias pulgas que acaso en el acto de pillárselas en el cuerpo y enfriándole la voluntad<br />

un soberano chisquetazo, arremetía furioso a una franca, a un viejo machete de cabo, a una<br />

escopeta o carabina y saliese tras los burladores echando todas las pestes que por corteses<br />

no han podido transigir con el diccionario ni aún tan siquiera con el de la academia, por<br />

ser el más malo de todos.<br />

naturalmente, no faltaban ni faltan en día de San Andrés sus riñas que antes no pasaban<br />

de unos cuantos trompazos, pero que ya en esta época de más ilustración (¡a ver qué tendrán<br />

que ver la ilustración y el progreso con los cascarones!) son con honores de tiros y machetazos,<br />

con apéndices de muertos y heridos. Fuera de que ya nuestro San Andrés no es aquel culto<br />

cuanto bravío, en que las más nobles damas y galantes caballeros eran los protagonistas del<br />

juego; sino el manso, el vulgar y el peligroso que señoras y caballeros desdeñan; cumpliéndose<br />

así aquel adagio: Del agua mansa líbreme Dios que de la brava me libro yo…<br />

Y de tal desdén resulta que ya se sale impunemente ese día vestido como cualquier otro<br />

y aún sin paraguas (precaución indispensable para el que no jugaba) y ¡cosa rara! se abren<br />

los templos en sus novenarios sin temor a un ¡sálvese el que pueda! y aún se ha dado el año<br />

pasado función dramática en el teatro de La Republicana. tan poco respeto por la tradicional<br />

barbaridad acuátil es signo de decadencia visible de ese juego y acaso revele un grado más<br />

de sentido común del que teníamos ahora diez o doce años.<br />

En efecto, el San Andrés manso inspira repugnancia y temor; porque las chabacanerías<br />

del vulgo y aún de los que calzan levita y son vulgo por dentro y no por fuera, han acabado<br />

con el otro, el bravío, el bueno, el elegante San Andrés de nuestros antecesores. El caso es<br />

que casi nadie juega, y dentro de poco perecerá tan honesta diversión.<br />

Enero de 1889.<br />

La escuela de antaño<br />

La letra con sangre entra.<br />

Máxima de la Escuela de antaño.<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

antiguamente, la escuela era pretexto. además, era inquisición hecha y derecha, y jubilación<br />

de ignorantes dómines y descanso de los papás.<br />

Pretexto de todo; menos lugar donde pudiese enseñarse una palotada de cosa alguna ni<br />

fuese capaz ningún cristiano de trasmitir conocimientos que no tenía. ¡Patarata!<br />

El dómine era todo un ente raro, un pobre diablo que no debía tener ni dignidad de director<br />

moral ni de hombre siquiera, y que anda mais, debía estar reñido con el pan cotidiano.<br />

Era, tenía por fuerza que ser ante todo y más que otra cosa alguna, sucursal de represiones<br />

y castigos de la casa paterna, y un espantajo en forma para el chico en el tiempo y en el<br />

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espacio, cuya conciencia estaba amoldada sobre el rigor de las disciplinas y palmeta del<br />

inflexible dómine. Así es que el desdichado que tenía la humorada de nacer por aquellos<br />

felicísimos tiempos, al dar sus primeros pasos en la vida y en el período de la razón, había<br />

de encontrarse el nido del búho con todos los horrores de la noche de ignorancia secular, la<br />

escuela de entonces, levantada a alturas de institución benéfica y con honores de santa por<br />

la bonachona candidez de nuestros padres, con su famoso lema La letra con sangre entra.<br />

¡Cómo granjeaba en el hogar la evangélica máxima, que por tal la tenían nuestros padres;<br />

repetida a cada instante al niño y en todos los tonos, para edificarle y prepararle convenientemente<br />

al martirologio de la escuelita! Y allí íbamos, a pasar nuestra vía-crucis.<br />

El dómine era, como bicho raro, una excepción de los vivientes. Figuraos un hombre<br />

medio seco y difuminado por el hambre clásica, que en fuerza de adoptar todos los visajes de<br />

la inflexibilidad más cruel y de remedos inquisitoriales, había adquirido gesto de can, mirar<br />

feroz, y logrado endurecer su fisonomía, así como su corazón; porque es cosa averiguada<br />

que quien fuese capaz de tener entrañas y de enternecerse y por ende, de no martirizar al<br />

educando, no servía para el oficio.<br />

Vestía traje antediluviano: es decir, camisa por lo común de color, arrugada y un si es no<br />

es mugrienta, desabrochada algunas veces y las mangas al aire, cruzada o no por los tirantes<br />

desvaídos y rotos; pero rara vez o nunca honrada la susodicha prenda siquiera por una<br />

mala chaqueta de lienzos. Los calzones, vacilando entre faroles y guardabrisas, pugnaban<br />

por subírseles a las rodillas, hechos de una tela burda y ligerilla que amenazaba con dejar<br />

entrever los macilentos muslos, flacos de pura abstinencia, sin calzoncillos, porque esos<br />

pobres maestros de escuela no gozaban del privilegio de usarlos.<br />

Remataban el traje señoril unas chanclas de cordobán amarillo o morado, modestamente<br />

ensartadas en unas medias de algodón ordinario, que cubrían unos pies largos, huesosos, y<br />

sin duda no muy limpios; pues es fama que el aseo, así como el bodijo, no fue nunca santo<br />

de la devoción del dómine de antaño.<br />

una silla de palo, vetusta cuanto podía ser y si venía al caso, carcomida de comején,<br />

puesta delante de una mesita de pino coja, mugrienta y embadurnada con abigarrados tonos<br />

de tinta de todas las épocas, adornada a trechos por horribles muñecos que los muchachos<br />

pintaban en venganza y los cuales hacían una tentativa de semejanza con el maestro, y<br />

sangrada con buenas cortaduras en los bordes por las indicadas cortaplumas, y que por lo<br />

mismo dejaban allí su sello, constituía el solio de este Plutón. a un lado y otro de la silla<br />

colgaban las disciplinas y la palmeta, sus sabios atributos; o bien veíase sobre la mesa un<br />

cordel retorcido, duro y como encerado, que eran las disciplinas, y el cual, según el profundo<br />

dicho del maestrillo, se paraba solo, de duro que era el maldito.<br />

Dómines había que en vez de mesa desvencijada, o además de ella, tenían por delante<br />

una raída banqueta de lana, que también servía de asiento a falta de otra cosa, provista de<br />

cigarrillos, yesquero, barajas, cortaplumas con vistas non sanctas y otros baratijas; y, habíalos<br />

también ¡los muy taimados! que a retaguardia, en el aposento, guardaban como oro en<br />

paño una botellita de lo fuerte a que de cuando en cuando iban a pedir luces, abrazándose<br />

amorosamente con ella y prodigándole unos besos, unos besos, que trascendían luego a la<br />

clase. Efusiones alcohólicas que daban por resultado enardecer más su piadoso celo para<br />

arrancarle el pellejo a uno.<br />

La escuela era regularmente una piecesita cerrada, que recibía escasísima luz y ningún<br />

aire, porque era requisito indispensable que la susodicha escuela estuviese lo más separada<br />

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posible del mundo de los vivientes, algo así como apéndice de monasterio, y también su<br />

poquito de oscura y nauseabunda; sin duda por exceso de previsión, o acaso de saludable<br />

rigor. En aquel tugurio estaban ordenados por lo general los durísimos bancos, o a derecha<br />

e izquierda de la silla pretorial o paralelos a él, y allí apretados unos contra otros los<br />

alumnos. ocupaba las cabezas de banco o los primeros bancos, según, la primera clase, y a<br />

ésta seguían por riguroso orden la segunda, tercera, cuarta, hasta lo infinito. ¡Librara Dios a<br />

alguno que se mezclase siquiera por un instante en clase que no era la suya y menos en una<br />

superior! Serviría esto de algún estímulo, no hay duda, y por lo mismo, se era tan celoso<br />

en recompensar la aplicación trasegando al muchacho desde la última a la quinta, cuarta,<br />

tercera, segunda y primera clase con las solemnidades de estilo, en día sábado y en rígida<br />

formación la escuela, o bien degradando a los desaplicados, haciéndoles repasar el río, esto<br />

es, descender de una clase superior a una inferior.<br />

Semejantes evoluciones no eran, como se ve, de lo peor del repertorio. Silencio, que no<br />

se oyese volar una mosca, pero ni una mosca (y ésta era luego la consigna textual, lo que<br />

no impedía que quisiesen tumbar la casa cuando daba la espalda el maestro) reinaba en<br />

aquellas benditas aulas.<br />

¿Y qué cuando los fijos, saltones y sangrientos ojos del dómine discurrían por sobre las<br />

infantiles cabezas de las masas escolares en ciertos momentos solemnes en que se acababa de<br />

turbar el orden o de hacer una ejecución, o al empezarse a tomar la lección? Entonces era de<br />

ver al dómine en toda la plenitud de su olímpica severidad, rodeado de un como nimbo de<br />

respeto temeroso y forzado; mientras los muchachos, disimulando con el libro pegado a las<br />

narices, pero sin osar levantar los ojos, le echaban maldiciones por almudes. Porque moralmente,<br />

era una corriente tal de simpatías la que se determinaba entre maestro y discípulos,<br />

que aquel habría deseado los más de los días que estos hubieran tenido una sola asentadera<br />

para sajársela de un rebencazo, y éstos cuando menos que a aquel le hubiese tomado una<br />

parálisis por más de la mitad del cuerpo, sobre todo quedándole bien inutilizado el brazo<br />

derecho. ¡a dónde aquella solicitud paternal y afecto, que es lo que precisamente caracteriza<br />

la escuela moderna!<br />

La disciplina escolar, según las muestras, era de lo más atroz, bárbaro, inhumano y absurdo<br />

que se pueda imaginar. Ella exigía que se estudiasen o repasasen las lecciones en alta voz<br />

con una tonada monótona y fastidiosa que era un cacareo de gallinas o golpes acompasados<br />

sobre el yunque que se oía a leguas, y oído el cual, podía el caminante o el transeúnte decir:<br />

por allí hay una fragua; porque, en realidad, fragua y escuela de antaño era todo uno.<br />

Si un infeliz interrumpía el lúgubre silencio que debía reinar, caía sobre sus espaldas<br />

un chaparrón, inmediatamente, o si no inmediatamente, quedaba marcado para cuando<br />

concluyese la clase. Había de saberse de coro y retebién la lección de memoria, porque si<br />

no, o se recibían incontinenti cuatro palmetazos, o se enviaba a uno al rincón, casi siempre<br />

vuelta la cara a la pared, o se le ponía de pie en medio de la sala a estudiarla como un becerro<br />

hasta que de puro machacar, la daba como un papagayo; y el darla como papagayo<br />

era sabérsela perfectamente. otras veces se quedaba el desaplicado muchacho, despedida la<br />

clase, en castigo de no ser memorioso.<br />

Los castigos… Haceos cargo de los castigos, cuando la escuela misma y la presencia del<br />

ceñudo dómine eran de por sí castigos fieros para la alegre y bulliciosa infancia. Escuela<br />

y dómine, ambas invenciones del peor género, habíanse fríamente calculado para estar en<br />

completo desacuerdo con la naturaleza y en perfecta oposición con la tierna índole del niño.<br />

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La escuela era el lecho de Procusto a que debía sujetar éste sus naturales inclinaciones y el<br />

desenvolvimiento de su carácter; y ella había de contribuir necesariamente a su corrupción<br />

moral: y en cuanto al otro, era el representante neto de la idiosincrasia social, del despotismo,<br />

de la absorción del individuo por las preocupaciones y la más crasa ignorancia. Sin embargo,<br />

hay que darle su adarme de justicia. El tal dómine era por lo general en su casa un hombre<br />

bueno, un excelente ciudadano y paterfamilias (aunque a veces de lo más atrasado y más<br />

bestia de la creación), y mientras más rígido y brutal se manifestaba, mejor creía cumplir con<br />

un deber sagrado, y también lo creían así los padres a pie juntillas. ¡aquellos tiempos!…<br />

Pues los castigos eran de lo más variado y sabroso que humanas carnes hayan soportado.<br />

La palmeta era castigo, digámoslo así, aristocrático. Se aplicaba más a los grandes que<br />

a los pequeñuelos, y esto, con cierta grave solemnidad. ¿Fulano se hacía merecedor a un<br />

castigo? Pues bien; condenado ya (sin ser oído) se llamaba a Fulano a la mesa pretorial, se<br />

ponía de pie el dómine, empuñaba la palmeta de modo que le llenase la mano, vibrándola<br />

antes ligeramente para asegurarse de la precisión del golpe, tomaba luego las puntas de los<br />

dedos de una mano que le alargaba medrosamente la víctima, tratando al mismo tiempo de<br />

huirla de la quema; levantaba aquel la palmeta, caía ésta como el rayo sobre la abierta mano<br />

y sonaba el fatídico ¡plas! que hacía temblar la escuela. Probábase en este caritativo ejercicio<br />

el temple del muchacho: si era valiente, o soberbio, alargaba sin pestañear la otra mano, y<br />

luego la otra y la otra, sin más muestras de que era persona humana el apaleado que algunos<br />

resoplidos, hasta quedar saciada la ira del maestro o cumplida ad pedem literae la fatal<br />

sentencia. Si era flojo el chico, allí era el ocultar la mano y el retorcerse y el lloriquear y el<br />

clamar al impávido verdugo: ¡Maestro, no, ya, ay maestrico, por su madre! Pero la compasión<br />

no se hizo para escuelas de antaño. ¡Qué había de hacerse!<br />

El niño sabía muy bien que estaba condenado al eterno aguante: que él había nacido para<br />

la escuela, es decir, para la palmeta y el fuete, como la escuela, los dómines, los palmetazos<br />

y los rebencazos tradicionales habían sido hechos para él. ¡Y no tenía más que aguantar con<br />

alma, vida y corazón; o morirse! Lo que no quitaba que el picarillo buscase algún medio de<br />

burlar o atenuar siquiera los rigores de las tollinas de ordenanza, colocando una pestaña<br />

que la mano en el momento de alargarla para que la palmeta saltase en astillas o untándose<br />

ajo, o bien forrándose de libros y pizarras para que el vergajo no tuviese donde hacer presa.<br />

La verdad es que yo, que ardientemente deseaba ver el milagro de saltar una palmeta no lo<br />

logré nunca; y lo que sí hice fue contribuir a dar con ella en una letrina, y ocultar el látigo<br />

entre matas de cundeamor.<br />

Había palmetazos y latigazos al por mayor y al granel: los había individuales y colectivos,<br />

es decir, por filas cerradas, en que fríamente el dómine pasaba revista a manos y espaldas,<br />

como un fusilamiento en masa; y en fin, los había de todos los modos y estilos apetecibles.<br />

Pero lo bueno, lo fenomenal era ya cosa más decente y escogida. Delinquía un hijo de<br />

su madre, grande o chico, pero de un modo digno de la escuela.<br />

—a ver; que cuatro me cojan a ese (estaba excusada la urbanidad entre maestrillos) y<br />

al banco!<br />

Decir cuatro era como pedir un cabo cuatro números, y decir al banco era como decir<br />

en Rusia al Knout.<br />

En efecto, cuatro robustos jayanes cogían a la víctima, y si forcejeaba, peor para sus<br />

huesos, que corrían riesgo de fracturárseles; apeábanle los calzones (moral de escuelas de<br />

antaño!), le fijaban acostado boca abajo sobre el banco como con garfios, acudía el jayán en<br />

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jefe, atufadas las narices, que olían ya la chamusquina y se gozaba previamente en ella como<br />

el tigre con la sangre que va a derramar, descompuesto el rostro, alzadas las gafas sobre<br />

la frente, medio abierta la camisa y expuesto a las miradas el velludo pecho, arrolladas las<br />

mangas como un carnicero, y en alto el erguido vergajo. ¡Zas! rompía el aire zumbando el<br />

latigazo y crujían las carnes del mártir. Revolvíase, bufaba, se sacudía, mordía, maldecía,<br />

gritaba, se ponía cárdeno, ¡nada! llovían azotes como granizo y quedaba el chico hecho un<br />

santo Cristo. ¡Hubo quien, como yo, saliese con una apostema en una pierna, cuando sólo<br />

tenía ocho años de edad!<br />

no acababa ahí el programa, como se ve, bastante variado, de los castigos extra y de<br />

pacotilla; porque no hemos hablado sino de los golpes aplicados secumdum natura, es decir,<br />

a vergajo limpio, no provisto de gusanillos o puntas de alambre, como disciplinas de penitente.<br />

Ya esto era más elevado, más chic.<br />

El castigo grande, notable, que decidía de la corrección de cualquier bergante (y de su<br />

salud también), castigo que aún tenía su estética (pues no faltaba más sino que no tuviese<br />

su estética, como todo, la escuela de antaño) era el hacer un desbocado una gran cruz con la<br />

lengua en el suelo: y no a medir por pulgaditas, sino por buenas varas castellanas. obligábase<br />

pues al pillastre, eso sí por un desliz muy gordo, o aunque fuera inocente ¡qué diablos!<br />

un inocente más, ¡qué importa al mundo! a hacer su cruz en el santo suelo; y no había<br />

más que cebar y tirar, o sea salivar y mojar a qué quieres boca. Eso fue en un colegio dizque<br />

muy cristiano.<br />

Había otros castigos raros y de menor cuantía, como era poner a un niño en la puerta<br />

con un letrero irrisorio para que los mismos compañeros y los vagos de la calle ¡qué salvaje<br />

crueldad! hiciesen burla de él; hincarle con los brazos abiertos en cruz, y a veces añadiendo<br />

sendos pedruzcos en las manos, o con los pantalones levantados sobre arena o sobre una<br />

hojalata picada, o sea un guallo. Hasta dicen que en tiempos bárbaros, con relación a nuestra<br />

escuela de antaño, ahora treinta años poco más o menos (¡qué tal sería esa edad de oro!) solían<br />

colgar de una viga a un infeliz, izándole por momentos como si fuese jamón wesfaliano.<br />

Lo de encerrar en un calabozo oscuro y hediondo por un día o una noche, a pan y agua, y<br />

aún por dos, tres o varios; dejar detenidos todo un día y a veces con su primanoche entera<br />

sin probar bocado, y no pocas veces arrodillados y otras rezando a vista de un altar o de un<br />

santo de palo, muertos de debilidad, a unos pobres niños de once años para arriba que luego<br />

se retiraban a sus casas tambaleándose de pura debilidad o enfermos, todo naturalmente a<br />

satisfacción de la familia; era tortas y pan pintado comparado con los grandes castigos moralizadores,<br />

regeneradores y edificantes. Esto último era una cosa tan ligera, que no pasaba<br />

de una dulce reconvención. ¡Quién se iba a quejar de eso!<br />

Cualquiera puede recordar a una especie de dogo, un viejo perro de aguas, venido de no<br />

se sabe dónde, que casi en estos mismos tiempos, pues que todavía hay reminiscencias de la<br />

escuelita antigua y gente que le gusta cascar al hijo del prójimo y tomadores de lecciones de<br />

memoria, holgazanes y brutos a carta cabal, a pesar de estar los ayuntamientos y las Juntas<br />

de Instrucción Pública y la prensa amenazando con la ley que prohíbe los castigos corporales,<br />

todo el día se paseaba, garrote en mano, por delante de los muchachos y a quienes manejaba<br />

a gritos, a golpazos sobre las mesas con el palo, a repiques de punta y filo sobre las cabezas.<br />

Este tal convertía la escuela en salas de cuartel, en manicomio o caballeriza en que los muchachos,<br />

atados al libro, no podían mover pie ni pata, y aún por eso eran más tremendos.<br />

Caso llegó en que, estando en formación toda la clase, en número tal vez de sesenta o más<br />

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niños, hubo de imponer orden y querer alinear bien la gente, lo que no podía lograr, y sin<br />

pararse a corregir a determinados individuos, o a diezmar las filas, arremetió por el sistema<br />

de fusilamientos en masa, desde un extremo de la línea, y corriendo el garrote al nivel de las<br />

canillas, hízole rodar así hasta el extremo opuesto, estropeando piernas que era una bendición,<br />

pero eso sí, metiendo en cintura a todo el mundo. ¡Inventiva para martirizar como esos<br />

dómines no la tuvieron a la verdad los torquemada ni los Domingo de la Calzada!<br />

tampoco desconocía el cancerbero aquello de las horcas caudinas, porque en su fecunda<br />

inventiva, un día imaginó meter las cabezas de los alumnos bajo la mesa, quedándoles así<br />

el cogote pegado al borde inferior de ella y las espaldas a discreción de sus golpes.<br />

no padecía la vergüenza en la escuela de antaño; al contrario se aquilataba, como todas<br />

las facultades (y las asentaderas) del individuo. Cogían bonitamente al pobre chico y “porque<br />

no te sabes la lección” y “porque eres un desorden impenitente”, etc., pegábanmele un<br />

gorro con plumas de gallina, poníanmele en las manos una escoba, y me lo plantaban en la<br />

puerta de la calle, o en una ventana, o lo sacaban irrisoriamente por las calles con un jayán<br />

que lo vigilase. De un gigantesco indio de la Goagira me acuerdo yo que hacía este oficio<br />

en un cristiano colegio de esta ciudad.<br />

¿Y la revista del aseo? Era de lo más curioso e interesante de los programas tontos de la<br />

de antaño. Los sábados (era consigna que nadie debía olvidar), conforme iban llegando los<br />

alumnos encaminábanse a la mesa pretorial donde el dómine, ya en ese día medio aseado él<br />

mismo, vestido de limpio, con o sin la siempre ausente chaqueta y las greñas un tanto reducidas<br />

a la obediencia merced a una pomadica hecha ex-profeso con sebo de vaca curado y a<br />

un peine caritativo, lujo que se permitía sin duda para dar el buen ejemplo, donde el dómine,<br />

repito, muy tieso y grave procedía a riguroso examen; mientras los demás, perfectamente<br />

alineados en sus bancos sudaban sudores de muerte, y los que no las tenían todas consigo,<br />

frotaban con saliva orejas y manos y se roían las uñas o las limpiaban sabe Dios cómo.<br />

—¡Las orejas! ordenaba la voz del dómine con la gravedad y cómica solemnidad que<br />

el caso requería.<br />

Presentaba el chico las dichas, y tal era lo que se miraban y remiraban volteándolas como<br />

hoja de libro, que ni al microscopio.<br />

—¡Las uñas!<br />

Estiradas las diez uñas en uniforme plano horizontal, habíalas el impertinente examinador<br />

de ver brillar de puro estregadas y recortadas.<br />

—¡Los pies!<br />

aquí era el desenvainar pies de todos calibres, con medias o sin ellas, limpias, aunque<br />

rotas o remendadas. Es fama que de vez en cuando olíalas el maestro, fiel a su programa<br />

limpiador, como la academia Española, por si querían pasarle contrabandos.<br />

Quien no tenía orejas limpias, se llevaba dos tirones que podían arrancárselas*, y uñas<br />

idem, un reglazo firme y sonoro ¡díganme, de tales manos! Sobre los mismísimos dedos<br />

cogidos por el maestro a guisa de manojos. terminada la desaseada revista (y eso que faltaba<br />

el maestro en persona, que ahí era que habría que ver!) se rezaba la doctrina o se hacía<br />

cualquiera otra majadería; se amarraban corbatas de yagua a los que las habían olvidado, y<br />

se atendía a otros menesteres así.<br />

*todavía hoy se citan individuos que tienen desprendida alguna oreja, de resultas de tirar de ellas el maestro en<br />

castigo de cualquier falta, que era lo más común y corriente.<br />

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Había de todo en el catálogo de la escuela de antaño, para todos los gustos. ¡Cuántos<br />

tormentos inquisitoriales podían inventarse para mortificar las carnes, la paciencia, la inocencia,<br />

el pudor, la santidad de la infancia!…<br />

Como era de esperar, no siempre para el impasible dómine había de ser todo vida y dulzura.<br />

El irascible temperamento de no pocos alumnos, incapaces de sufrir golpes y vejaciones,<br />

y la escasa paciencia de algunos padres de familia (que eran habas contadas), daba lugar<br />

a incidentes cómicos y semi-trágicos de que no salía el dómine muy bien librado. Mocitos<br />

hubo que se encararan con él, que se resistieran a ser azotados, que le endosaran ternos y<br />

tacos valientes, y que, arremetiéndoles aquel, le recibieran a patadas y a trompis o con él se<br />

enredaran en porfiada brega. Hubo ya quien le amenazara con un pistolete destornillado de<br />

los que por acaso podía haber entonces a la mano un muchacho o le enseñara una navaja;<br />

quien le disparase tinteros a la cabeza y aún buenos pedruscos. alguno que otro padre de<br />

familia, cuyo hijo había salido apostemado por aquella sabia mano, no paraba hasta personarse<br />

en la clase, insultarle, amenazarle con llevarlo a un tribunal, o cuando menos con<br />

pegarle un tiro. todo lo cual llovía sobre la resignada cabeza del dómine como aguacero de<br />

Mayo, tanto más horroroso cuanto que todo era hacer él gracias, sufrir las ajenas costillas y<br />

celebrárselas los papás.<br />

así era que no había ideal para éstos como el pensar que podrían, aunque fuese cuando<br />

grandes, romperle un ojo al maestro en justo desagravio de tanta injusticia. Hay quienes hoy,<br />

ya padres de familia (lo he oído con mis oídos) al recordar eso, querrían hallarse de un golpe<br />

en aquellos tiempos, sólo por el placer de pasearle la costilla a su sabor al que fue su maestro,<br />

en recompensa de lo mucho que hizo por su perfeccionamiento intelectual y moral.<br />

Hasta el espionaje se hacía ejercitar allí para enseñar también a aborrecerse los hombres<br />

desde sus primeros años, y a ser serviles. ¿Sabéis cómo? Por el sistema que llamaban de los<br />

decuriones. A son de mantener aquel orden artificial y violento, encargaba el dómine, cuando<br />

se ausentaba, acaso al mejor de la escuela, acaso al peor de ella, de la conservación de la paz<br />

varsoviana. Y el decurión, redomado canalla tal vez, hacía con cualquier pretexto víctima suya<br />

al que no quería bien, al que en alguna ocasión le había acusado o apuntado desempeñando el<br />

propio oficio. Y de aquí una serie de malas voluntades y de rencores que han durado parte de<br />

la vida, porque muchas veces habían tenido origen en una flagrante injusticia de esa índole, a<br />

lo que se añadía el exagerado celo del decurión y el deseo de halagar al maestro, y este empeño<br />

del decurión rebajaba su dignidad porque le hacía servil, aún a costa de ser injusto.<br />

Esas faltillas leves daban ocasión para que el dómine repartiese palmetazos y latigazos<br />

como granizo a justos y pecadores, y se enconasen los rencorcillos.<br />

¡Miserias! Pero no ¡qué digo! ¡admirable organización de la escuela de antaño! Los padres<br />

de familia no dejaban de contribuir a ella, quitando y poniendo, según ellos decían, a sus<br />

hijos de una escuela en otra, o porque no aprendían nada ¡como si en esas benditas fraguas<br />

se pudiese aprender cosa alguna! o porque el maestro no pegaba casi, o por el mero gusto de<br />

trasegar al muchacho de la escuela del señor Fulano a la del señor Mengano, pues recorriendo<br />

las existentes sin duda aprenderían más, lo que también es auténtico.<br />

He aquí ahora la pintura de algunas de estas escuelas, que acabarán de dar idea cabal<br />

de cómo estaban constituidas.<br />

Estas eran, diremos, como excepción de la regla, o más bien, matices más fuertes o más<br />

débiles de la de antaño. En la que se consideraba la mejor en su género, (el summun escolar)<br />

sólo se enseñaba francés, todo en francés, hasta el modo de andar; pero no por eso faltaba<br />

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en casa del famoso Monsieur Charles, sino al contrario, estaba multiplicado por el cuadrado<br />

el rigor clásico, la cara feroce, los rugidos tigrinos desde un hondo aposento frontero a la sala<br />

escolar, y la prohibición napoleónica de no volar allí moscas ni para un remedio, y mucho<br />

menos, de menear pie ni pata, con aditamento de ¡Ah! matin, ¿qué est que tu fait? aquella<br />

escuela, tenida como modelo, o normal de su tiempo, era un claustro (y por cierto que la<br />

sala no tenía más que ventanas enrejadas y era oscura y por lo menos húmeda y criadero de<br />

alimañas) o un cementerio o en fin, un regimiento prusiano en correcta formación. Aquello<br />

sí era bueno, excelente; pero eso sí, cuenten los que quedan, que son naturalmente los que<br />

mejor manejan aquí el francés, y eso siquiera dejó la escuelita antigua, si había bellaquerías<br />

y se inventaban bellaquerías que no han tenido precedentes ni igual en semejantes escuelas,<br />

¡no bien el maestro iba a buscar luces en el dulce retiro de una hamaca!…<br />

Por el estilo, aunque menos autorizada, era la escuela que llamábamos del Sr. trujillo,<br />

única escuela liberal que hemos tenido aquí en tiempos tan calamitosos como los de nuestra<br />

infancia. allí discurrieron mis últimos años de aulas y es la de la única ¡cosa estupenda! de<br />

la cual conservan los que a ella concurrieron, gratos recuerdos; porque allí, en vez de cara<br />

feroce, ni palmeta ni vergajos había la bonachona ignorancia del maestro mezclada a una<br />

buena dosis de paternal confianza y una libertad que rayaba en licencia para estudiar y estar<br />

en clase. allí no podía haber hipocresía ni horrendas bellaquerías, ni silencio despótico, ni<br />

decuriones ni revistas desaseadas, ni nada de esa levadura maldita de la escuela de antaño.<br />

Concluida la clase, dada la lección, que si se sabía bien y si no también, pero que se explicaba<br />

(y por tanto allí sería que se usó por vez primera el sistema explicativo), a jugar al patio, así<br />

fueran las tres de la tarde. En cuanto a plan de estudios, privaba la enseñanza del francés y<br />

el inglés sobre toda otra, y la gramática castellana explicada y lo mejor explicada posible: allí<br />

no había textos que valieran en materia alguna; ni Ballot ni Herranz y Quiros, ni Fenelón, ni<br />

urcullú, ni Chantreau, ni noel y Chapsal ni Smith, aunque todos servían para chapurrear en<br />

francés, inglés y español. El liberalismo llegaba hasta esconder un libro de geografía, que era<br />

lo único que una vez por semana se daba de memoria entre un montón que tenía el maestro<br />

por delante, y en sus mismas narices se hacían estos fraudes amistosos. En aquellos bancos<br />

no se oía más que el I have, You have, he has, je suis, tu est, il est, etcétera.<br />

Único caso de que discípulos de entonces estimasen y respetasen de veras a su maestro,<br />

ese fue; lo que no impedía que de cuando en cuando sonase en su boca un daim rasquil u otro<br />

mal terminacho en romance, o algún mal hábito, y el consiguiente tirón de cabellos o amagos<br />

de patadas de unas piernas larguísimas; pero ¿iba usted a buscar nada completo en aquellas<br />

escuelas de Cristo? otra escuelucha había en que el respetable profesor, que seguramente<br />

no había nacido ni siquiera para escuelas de antaño, no obstante ser hombre entendido, era<br />

hasta tartamudo; pero eso sí, colgaba su buena cabulla en el ángulo del respaldo de la silla<br />

pretorial, aunque más por intimidar, porque el pobre viejo de puro enclenque quería caerse<br />

a cada latigazo que soltaba. Mucho becerrear era cuanto exigía, es decir, al cacareo aquel, y<br />

lección de memoria, si cortísima con su correspondiente doble marca de lápiz, bien sabida.<br />

Por lo demás, poquísimo francés e inglés para dos o tres de los grandes, asignaturas principales,<br />

que se reducían a trasegar a ollendorff del texto a la memoria, de ésta a una pizarra,<br />

la parte extranjera, para ponerle luego la traducción, y finis opus. ¡Con esto y mascullar la<br />

tabla en inglés (idioma que tenía allí la preferencia, por ser él medio inglesado), ya sabía usted<br />

un idioma! Y después, al patio los de la primera a pelar cañas y a fumar cigarrillos de La<br />

Habana. Buenos ratos; ¡vive Dios! que nos resarcieron de las pasadas crujías.<br />

671


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Un rasgo gráfico para concluir con el capítulo de horrores de la escuela de antaño.<br />

Venía el maestro, por ejemplo, de casa de la maitresse a las once de un día de buen sol, de<br />

muy mal talante, o porque estuviese chispo, o porque se la pegaran o véase qué, como aquí<br />

decimos y deseando tener algún pretexto para desfogar su mal humor, cogía cualquier libro<br />

que a mano tuviera, lo abría al azar, y se ponía a dictar tres o cuatro páginas; luego cerraba el<br />

in-folio o el 4o. mayor y recomendaba que se trajesen sabidas esas páginas de memoria para<br />

las dos de la tarde; o que si no… Esto, en la estación calurosa y maleante de estos climas,<br />

durante los meses de julio y agosto, pongo por caso, a esa hora canónica, pesada y soporífera,<br />

como al fin hecha para bien comidos canónigos, y lección de memoria por añadidura, era<br />

empresa ardúa, como dijo un discursante en cierta ocasión solemne, leyendo un discurso<br />

que no era suyo. Los pobres muchachos llegaban a sus casas desalentados, condenados a<br />

muerte, y ni aún comían con el disgusto, el susto y otros consonantes, y en vano sudaba el<br />

meollo por encajarse en la cabeza aquellas páginas indigestas, producto infando del alcohol<br />

o las calabazas. total, que desertaban los más a la hora de la prueba heroica, y los que se<br />

atrevían a arrostrar esa gimnástica del diablo, arrostraban con valor de mártir la soberana<br />

tunda que les tenía aparejada el inmoralísimo dómine; y porque pensar en saberse aquellas<br />

páginas era pedir guindas a la tarasca.<br />

¿Y los textos? ¡Los textos! Esta era la piedra angular de la institución. Sin los textos no<br />

podría concebirse la escuela de antaño: como que ellos eran la ciencia infusa, la pedagogía<br />

¡qué sé yo! Y es lo bueno que para entonces ni textos había. Raros y de subido precio, como<br />

no se conocía otra librería que la de Sardá y llegaba un buque al año de España, que era de<br />

donde podían venir libros cabalmente los que podía consumir la actividad intelectual (y de<br />

los dedos) en los doce meses. Estos eran El Silabario, Elementos de todas las ciencias, el Rueda,<br />

Gramática de Ballot, el Fleury o sea Historia Sagrada, el Catecismo de Ripalda, etc.<br />

En cuanto a sistemas de enseñanza consistía en el deletreo y lectura de procesos para<br />

ejercitar al niño en descifrar caracteres enrevesados y en escribir palotes de gordo y de fino.<br />

La mitad del tiempo transcurría en este aprendizaje mecánico; aunque a decir verdad,<br />

salían buenos pendolistas, lo cual echan algunos todavía de menos. En materia de número,<br />

mucha tabla, quebrados, denominados, reglas de tres, de interés y compañía. La enseñanza<br />

religiosa que no debía faltar, so pena de atraerse el estigma de la autoridad eclesiástica y<br />

civil y a más el aborrecimiento de los padres y de los pontífices con levita, constaba de doctrina<br />

cristiana y rezos, y a veces de confesión y comunión por pascua florida. Un poco de<br />

mala geografía universal y en algún colegio nociones de la patria y ejercicios sobre el mapa,<br />

con mucho texto crudo de gramática castellana latinizante, y en una que otra escuela, los<br />

consabidos estudios de francés e inglés.<br />

Ya últimamente se enseñaba retórica en algunos colegios de mucho bombo y pocas<br />

nueces. Retórica ¡oh!… Por supuesto, la de Hermosilla, sin entenderse bien los mismos<br />

quedaban lo que ostentosamente llamaban la clase de literatura. así pretendía un director<br />

de colegios, que sus alumnos más adelantados, con un tinte de gramática de Bello (que<br />

tampoco entendía el director) y la retórica susodicha, se ejercitasen en escribir ¡en escribir,<br />

señor! dándole temas fáciles. Y los muchachos, a quienes se les había indigestado la poca<br />

ciencia allí aprendida, ¡figúrese usted si estarían para literaturas! En fin, engañifa para todos<br />

los interesados, incluso el director.<br />

Pero ahí venían los exámenes. Preparábase la cosa con seis meses de antelación, para<br />

lo cual se adiestraban los muchachos en pintar letras en sus cuadernos, engalanados por la<br />

672


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

madre o la hermanita con cintajos de todos colores, seguros maestros y discípulos de que<br />

habían de quedar muy satisfechos los padres del progreso caligráfico de sus nenes. Item: se<br />

les hacía machacar algunas lecciones de memoria y repasar cuentas; y el día del examen se<br />

presentaban muy limpios y en orden, contestando como papagayos a lo que les preguntaban<br />

los que estaban en el secreto, y encogiéndose y callando como muertos si cualquiera otro les<br />

cuestionaba. aquí estos versos de Ricardo Carrasquilla…<br />

Después, mucho beso y abrazo de los padres y enhorabuenas de los parientes, hasta el<br />

día de la repartición de recompensas en que vendrían los discursos soporíferos del director<br />

y de los ayudantes, incluso el del maestro de francés que pronunciaba como un chino Monsiú<br />

yapó (chapeau) y los preparados ad hoc en todos los idiomas vivos y muertos para que<br />

los recitasen pedantescamente los mocitos; y dulces y confites, y brindis y música y baile, y<br />

sonrisas frescachonas del director, y apretones de mano, y agur y hasta la vuelta.<br />

Esa candidez de nuestros padres hacía más estragos que la escuela. Creían a puño cerrado<br />

que lo que no salía de esos bancos, no salía de ninguna parte: que allí se formaba el<br />

hombre útil, el sabio, el carácter, el corazón, todo; y por consiguiente, que lo único de que<br />

habían menester sus hijos, para salir hombres completos, como los pueblos, era rigor, rigor<br />

y rigor. De ahí la idiotez del dómine, que como la sociedad, estaba dispensado de pensar<br />

sumido en tenebrosas preocupaciones y la más grosera ignorancia. Los padres se alegraban<br />

de que les agolpeasen a sus hijos, ¡tan maltratados siempre de razón como de carnes! “¿El<br />

maestro te pegó?” decían, pues arriba te voy a dar otra. ¡aprender o soltar el cuero! Y cuando<br />

venía un muchacho con una oreja desprendida, abierta la cabeza o apostemado, entonces se<br />

encogían de hombros como ante los inescrutables designios de una Providencia, y a curar<br />

al muchacho, si este no se moría de las resultas como hubo casos.<br />

Y aquí termina ya este largo proceso de la escuela de antaño.<br />

¡Más valía entonces nacer para carbonero!<br />

1889.- Del manuscrito inédito, Biblioteca de E.R.D.<br />

La hermandad de las ánimas<br />

Era de ver y oír aquello.<br />

Cuando aún hoy se puede formar triste idea del estado semi-colonial en que viven<br />

nuestras grandes poblaciones, sin contar el de semi-salvajismo en que yacen sumidas las de<br />

último orden, qué no sería entonces, cuando ni había una miserable candileja de éstas que<br />

ahora nos alumbran en las primeras horas de la noche como luciérnagas entre unas ruinas,<br />

ni rodaban muchos coches de los raros, monumentales y pesadísimos que algunos ricos<br />

poseían, ni tampoco tranvías, ni cosa alguna daba señales de vida culta y moderna; sino<br />

que todo tenía el sello inflexible de los tiempos coloniales, ¡con su reata de preocupaciones<br />

sociales y fanáticas creencias!<br />

Figurémonos aquellas costumbres, que no obstante, tenían mucho de sencillez y óptimo<br />

grado de honradez suprema.<br />

En el antiguo templo de San Nicolás, que, como todos saben, edificó la piedad o la presunción<br />

del Comendador Ovando, quien le dio su nombre, edificio hoy en ruinas que se ve<br />

al norte de la calle del Estudio, enclavado junto al antiguo hospital que se llamó del mismo<br />

modo, alineados ambos a la siniestra mano bajando de la cuesta de La altagracia; hará unos<br />

treinta o cuarenta años, que los lunes en la noche reuníase un grupo regular de hombres<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

de edad madura, de los de capa y espada, honrados ciudadanos a carta cabal, traficantes o<br />

artesanos muy dignos, en su mayor parte del pueblo.<br />

Eran personas todas de respeto, lo que no les impedía salir noche por noche a beberse<br />

las densas sombras que envolvían en tan benditas épocas la noble Ciudad Antigua desde el<br />

punto del toque de oraciones, que sea dicho de paso, rezaban muy devotamente con toda<br />

su familia poco antes de la abundante, sazonada y bien oliente cena criollesca, a buscar<br />

aventuras, la capa enrollada al izquierdo brazo y la esgrima de tres cuartas, pesada y tosca,<br />

de ancha taza y fuertes gavilanes bajo el mismo. Y acaecía que eran grandes cantadores y<br />

trovadores populares, que glosaban en porfía a lo divino y a lo humano y que por quítame allá<br />

esas pajas se cruzaban cristianamente buenos mandobles, sin que nunca se derramase una<br />

gota de sangre.<br />

Era, en suma, gente en regla, sin doblez ni egoísmo, hombres hechos de una sola pieza,<br />

y que en nada se parecían a los enfermizos y mal aconsejados ciudadanos de lo presente.<br />

El grupo que acudía los lunes en la noche al templo de San nicolás componía la venerable<br />

Hermandad de las ánimas. Consistía su devoción en salir de allí al toque de las nueve<br />

para recorrer las desiertas calles. La hora era la más oportuna para provocar cierto religioso<br />

temor e infundir la devoción de que iban bien provistos; pues júzguese lo que serían para<br />

entonces esas tétricas campanadas de las nueve, cuando aún hoy es señal para recogerse la<br />

mayoría de las familias y para dar principio rezos piadosos, y hora en que comienzan los<br />

misteriosos miedos de la noche.<br />

Dadas las nueve, y apenas vibraban por la tranquila ciudad los acompasados, roncos y<br />

monótonos sonidos de las campanas de la Catedral, a dúo con las de otras iglesias, sin excluir<br />

las del mismo San nicolás, cuando la Hermandad se ponía en campaña. armábanse de sendos<br />

faroles recubiertos de hojalata picada que escatimaba la soñolienta luz de los cabos de cera, y<br />

ordenados en filas y precedidos de una esquila que manejaba uno de ellos que servía de guía,<br />

desfilaban así hasta llegar a la primera esquina. Entonces el de la esquila daba tres golpes<br />

tristes y fúnebres y gritaba a grito pelado para que toda la rezadora manzana se previniese,<br />

con voz cavernosa de bajo profundo que ex-profeso se guardaba para esas solemnidades: Un<br />

padre nuestro y un avemaría para las benditas ánimas del Purgatorio.<br />

Quilín, quilín. E inmediatamente la procesión respondía en tono más bajo, pero sacando la<br />

más profunda y cavernosa voz que podía, lo que la asemejaba a un enjambre; Padre nuestro &.<br />

Quilín, quilín, seguía sonando la fúnebre esquila, y seguía repitiéndose el piadoso ejercicio<br />

en todas las esquinas.<br />

Muy conforme con las sanas costumbres y prácticas de entonces, la cosa no tenía de malo<br />

sino que azoraba de un modo horroroso a los pobres niños, que oír la esquila y, el confuso<br />

retumbar de las roncas voces y meter las orejas en el regazo maternal o en las sábanas era<br />

todo uno. ¿Y qué? de menos se asustan los hombres de hoy.<br />

Dicen que era curioso el aspecto de aquellos buenos viejos. Bien rebujados en su capa,<br />

o cruzada oblicuamente sobre el pecho, destocados, y los que no tenían algunos mechones<br />

de pelo que exponer al relente de la oscurísima noche, cubriendo sus venerables calvas<br />

con un pañuelo de los buenos de Madrás o con un gorro de dormir de seda negra, que era<br />

cosa que todo el mundo gastaba; iban con mesurado paso recorriendo sus estaciones, muy<br />

penetrados de que hacían una obra de misericordia.<br />

Lo cual, al decir de las crónicas, no quitaba que, terminada la procesión, y dejados faroles<br />

y esquila en alguna capilla de la supradicha iglesia, de esa hora en adelante envolviesen<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

su capa sobre el brazo izquierdo sin temor ya al sereno ni a las ánimas del Purgatorio ni<br />

del rey abajo a bicho viviente, y puesta la de ancha taza bajo el brazo, se largaran a buscar<br />

velorios y aventuras, o a discurrir cual pacíficos fantasmas por entre las sombras espesas<br />

de la muy noble villa.<br />

¡Buena vida! voto va! buena vida la de aquellos tiempos y aquellas Hermandades.<br />

Enero de 1889. (EL TELÉFONO, S. D., n. o 318, abril 28 de 1889).<br />

Cosas del tío Perete<br />

El tío Perete había nacido en el año de desgracia de 1801, en los momentos en que el<br />

Gobernador de la parte española, don Joaquín García, por miedo o exceso de debilidad,<br />

franqueaba la entrada de la ciudad al ogro de occidente, al invasor toussaint Louverture;<br />

de manera que el primer grito que anunció la venida al mundo del tío Perete se confundió<br />

con los gritos de esta sociedad atribulada por tan infausto acontecimiento; tenía pues el tío<br />

Perete en la época en que le conocimos, 15 de febrero de 1886, ochenta y cinco años, y no<br />

obstante su edad octogenaria era de una naturaleza privilegiada, conservaba íntegras todas<br />

las facultades de su espíritu.*<br />

El tío Perete era un archivo viviente, un antropologista, pues conocía las familias española,<br />

la francesa y la haitiana que representan tres dominaciones distintas en esta tierra,<br />

después de extinguida la generosa y valiente cuanto infortunada raza de los aborígenes,<br />

sin contar con la anexión a la metrópoli española realizada en 1861, ni con las innumeras<br />

revoluciones que han surgido en el país después de la gloriosa epopeya continuada en la<br />

célebre montaña de Capotillo; revoluciones que hasta ahora no han tenido más justificación<br />

notoria que mudar de hombres.<br />

El tío Perete, personalidad distinguida, inspiraba respeto; era la representación de todo<br />

un período histórico: alto de estatura y flaco como espátula de boticario, cara ovalada con<br />

pómulos sobresalientes; frente espaciosa donde principiaba una ancha y reluciente calva; ojos<br />

pequeños y vivos que se movían intranquilos dentro de su órbita; nariz a guisa de pico de<br />

águila, que sostenía enormes antiparras, y boca bastante deprimida por falta de los dientes;<br />

el tío Perete no era lampiño, pero su rostro estaba siempre terso, gracias a la diestra mano<br />

de un Fígaro que lo afeitaba tres veces por semana.<br />

nuestro personaje en eso de modas era un rezagado de nuestra época culta y elegante,<br />

vestía con arreglo al figurín del año 1811, en que reinaba el amado monarca Fernando VII, el<br />

deseado; camisa blanca con gregorillo de fina batista y de cuello largo y puntiagudo; oprimía<br />

su garganta enorme corbatín que asemejaba más a dogal de ajusticiado que a prenda de<br />

adorno; pantalones estrechos como fundas de quita-sol; zapatos de paño, corte bajo, levitón<br />

largo y abrochado a usanza de cofradía, sombrero alto de pelo negro, y un bastón que habría<br />

causado celos al mismísimo Hércules.<br />

Como buen católico la ocupación diaria del tío Perete, era por la mañana asistir a misa y<br />

a todos los oficios de la iglesia; por la tarde se le encontraba en la alameda sentado próximo<br />

a la peña conocida con el nombre del Púlpito, contemplando el mar y entretenido con los<br />

pescadores de caña que concurren a ese sitio con extrema regularidad; ahí le conocimos;<br />

*Este artículo apareció en EL Teléfono, S. D., en mayo de 1889, con el seudónimo de Nemófilo. no tenemos la certeza<br />

absoluta de que sea de Penson. En el mismo periódico, edición del 3 de junio del citado año, apareció otro artículo con<br />

igual título. Comienza “Buenas tardes…”.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

ahí oímos las primeras relaciones tradicionales de esta isla hechas por ese hombre reliquia,<br />

oráculo de un siglo, historia viva de casi dos generaciones.<br />

—¡Santo Domingo! exclamaba con tristeza el noble y venerable anciano, quien te conoció<br />

y te ve ha de perder el juicio si no tiene fuerza de voluntad bastante para sobreponerse a<br />

las evoluciones del tiempo.<br />

¡Qué cosas, señor, pasan en esta bendita tierra… ¡y yo vivir para presenciarlas!<br />

Supónganse uds., –nos decía a varios jóvenes– que allá en mis días, en mis mocedades,<br />

Santo Domingo era el pueblo modelo por sus austeras costumbres, por sus hábitos sencillos,<br />

y porque sus moradores eran pacíficos, ejemplos de honestidad y de virtudes. ¡Cuán distinta<br />

de aquella que fue Primada de las Indias y nuevo areópago del saber humano!<br />

Entonces no había alambres habladores que divulgaran el pensamiento de un polo a<br />

otro polo, ni tranvías tirados por caballos escuálidos que se mueren de inanición; ni esos<br />

libros que hablan de astronomía, de las pléyades, del cinto de Brión, de Venus, de Marte, y de<br />

estrellas fijas y de estrellas de primera magnitud; ni de líneas mixtas y quebradas, ni de<br />

ángulos ni de terrenos volcánicos y de aluvión; ni de derecho constitucional; entonces no<br />

había tales libros y si los había, ocultos estaban a las ávidas miradas de los profanos; pues<br />

nunca los leí ni ninguna persona docta me hizo referencia de ellos; y sepan uds. que yo<br />

tenía intimidades con su Sría. Ilustrísima, con los canónigos y los frailes dominicos que eran<br />

hombres de mucho saber y de grande fama.<br />

Yo veía ahí en ese cielo límpido y azul en noche clarísima a los tres reyes, los ojitos de<br />

Santa Lucía, las siete cabrillas, el lucero del alba: hablábamos de líneas rectas cuando el hombre<br />

era honrado y cumplía con sus deberes; al perdido, al licencioso le decíamos, ese va por<br />

línea torcida: llamábamos terrenos fértiles cuando era mucha y exuberante su producción y<br />

estériles a los que nada producían. Constitución no conocí otras que la del año 12, y después<br />

¡qué vergüenza! la de Musié Boyer.<br />

no había escuelas normales donde se enseñara como hoy tanta ciencia, que parece<br />

imposible que una inteligencia en las primeras purísimas arborescencias de la vida, pueda<br />

aprender en tan corto período tantas cosas.<br />

Las niñas no aprendían más en las escuelas, y eso con mucho recato, sino a leer y escribir,<br />

religión y moral, indumentaria de oficios domésticos; pero eso sí, eran buenas esposas<br />

y mejores madres de familia; virtuosas a carta cabal. no vestían con ese lujo deslumbrador<br />

y costoso, tormento de padres y ruina de esposos.<br />

Los bailes eran modelos de moderación y de buen gusto; la mujer podía lucir su gentil y<br />

esbelto talle, sus contornos estéticos, su diminuto pie en el majestuoso minué, en la difícil y<br />

agraciada contradanza. no se conocían las voluptuosas y pecaminosas danzas, que es lo único<br />

que se baila hoy desde que se comienza la fiesta hasta que termina. ¡Ya se ve, no existen<br />

maestros de baile como en mis primeros juveniles años!<br />

Los jóvenes mis contemporáneos tenían esmerada educación, se disputaban corteses el<br />

obsequio así a las damas como a los caballeros respetables y extranjeros; los niños, esos muñecos<br />

llorones, no invadían los salones, ni faltaban al respeto y a las merecidas consideraciones<br />

que se debe tributar a las damas; jamás solicitaban la pareja con que bailaba un caballero.<br />

¡oh amigos míos, aquellos tiempos de ventura pasaron… no volverán!<br />

¿Qué joven se atrevía a solicitar como ahora ningún destino público? Para ser empleado<br />

de cuarto orden era preciso antes, además de tener veinte y un año, aptitudes y valiosas recomendaciones;<br />

ingresar en la carrera de hacienda, administrativa o municipal de escribiente<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

cuando más, y después ascender por rigurosa escala, si sus antecedentes le hacían acreedor<br />

a gozar de esa prerrogativa. En el foro ¡oh! en e] foro era diferente; para ser Juez… era indispensable<br />

vestir la toga y tener de ejercicio profesional, cuando menos, diez años.<br />

Hace cuatro días que estaba sentado en uno de los bancos de la plaza de armas, cuando<br />

vi pasar a un jovencito, hombre en proyecto, de cara limpia sin seña siquiera de bozo,<br />

vestido de rigurosa etiqueta que se dirigía al augusto Santuario de las Leyes; la curiosidad,<br />

consejera fatal, tentación peligrosa, causa de la tragedia paradisíaca me hizo preguntar a<br />

un caballero que estaba a mi lado ¿quién es ese niño tan lujosamente vestido? Ese no es un<br />

niño, nos respondió, es un Señor Diputado… ¿Diputado? ¡pues si es capaz de jugar todavía<br />

el trompo y a los mates!<br />

—Pues tío Perete, es Diputado y con aspiraciones a Ministro.<br />

—En mi época había pocos escritores, pero todos eran de galano estilo, de forma correcta<br />

y usaban las palabras con exacta propiedad. Qué escritor por novel que fuese confundía<br />

vocablos, ni tratando por ejemplo del censo de una ciudad decía: se pone de manifiesto en<br />

un estado censorio, equivocando la palabra censo, que así se llama el padrón o lista de una<br />

población y su riqueza, con la palabra censura que en buen castellano es lo que significa<br />

censorio; ni constatar, término francés, por hacer constar que es la frase castiza; ni aquello de<br />

una población es más intensa que otra; vamos, en mi época se escribía castellano puro.<br />

¿Quién, señores, se atrevía a usar pistolas? nadie, absolutamente nadie, si alguna persona<br />

tenía que emprender viaje, llevaba un par de pistolas de arzón para su defensa nada más, por<br />

si en el camino pudiera salirle al encuentro algún malhechor, que era difícil. El hombre si<br />

salía tarde de la noche llevaba la caballerosa e hidalga espada, no como ahora que el revólver<br />

es una pieza necesaria, como el sombrero y los zapatos.<br />

¡asesinato! el ánimo se sobrecogía de espanto cuando había algunos de esos incidentes<br />

funestos; mi madre (que en gloria esté) me refería que fue día de tristeza y de dolor el que<br />

sucedió a la noche de la muerte dada al presbítero Canales por el célebre Juan Rincón.<br />

Pero hoy, vivo horrorizado. ¡Qué país! está desconocido, completamente desconocido.<br />

—tío Perete, le arguyó uno de los jóvenes, he oído cuanto ud. ha dicho y sólo en un<br />

punto estamos de acuerdo, en lo demás no, absolutamente no.<br />

El telégrafo, el vapor, el tranvía, tío Perete, son los frutos sazonados, las primicias<br />

fecundas de la civilización del prodigioso siglo diez y nueve. El hombre en su afán de<br />

perfeccionar su espíritu, de conocer el origen de los mundos, que fue un misterio para<br />

las generaciones del pasado, ha escalado el firmamento y ha estudiado a los astros, viajeros<br />

vagabundos del espacio, y sabe con perfección el trayecto que recorren, a dónde<br />

van, y cuándo vuelven, y le ha dado nombre a esas minadas de estrellas; después ha<br />

bajado hasta las más profundas excavaciones para estudiar las capas de la tierra, su<br />

calidad, su manera de crecer, y cómo se forman esas moles gigantescas que se levantan<br />

con gallardía hacia lo infinito.<br />

Esas ciencias, astronómica y geológica, han dado solución a grandes problemas que<br />

fueron el tormento durante muchos siglos de cabezas privilegiadas.<br />

La astronomía, la bellísima ciencia, la ciencia de la armonía universal; las matemáticas,<br />

ciencia de la verdad absoluta, revelan a Dios en la plenitud de su grandeza, en la omnipotencia<br />

de su poder.<br />

El derecho Constitucional, es la ciencia que organiza los Estados, el establecimiento de<br />

los poderes públicos; el que consagra las garantías de los ciudadanos.<br />

677


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

El que distribuye las funciones públicas, y ha constituido ese sistema de gobierno admirable<br />

que se llama democracia, que ha formulado la gran ley de la igualdad humana tan<br />

espléndidas las conquistas de la civilización, que a pesar de Hobbes, el hombre no es lobo del<br />

hombre, sino el semidiós de la creación.<br />

¿Se asombra ud. porque el joven adquiera conocimientos amplios y profundos en todos<br />

los ramos del saber humano en tan corto tiempo?, pues cese ese asombro. Hoy existe un<br />

método de enseñanza lógico y racional, claro y preciso que no produce confusión de ideas<br />

en las tempranas inteligencias; hoy se enseña a pensar. Los maestros aprenden enseñando,<br />

y enseñan aprendiendo. Esta serie de métodos oscuros y complicados han caído ante Pestalozzi.<br />

Por esa circunstancia ve ud. una pléyade de jóvenes que a los 18 años han adquirido<br />

un grado de instrucción que no alcanzaban ante los jóvenes de 25 años; el título de maestro<br />

no es un galardón al favor, sino una recompensa a la justicia.<br />

Que la mujer se instruya es preciso, ¿no está llamada a ejercer la más grande y la más<br />

augusta misión? ¿no es ella la sacerdotisa del hogar? ¿no es la madre la que debe formar el<br />

corazón del hijo en las fruiciones del amor santo, y la conciencia en el deber inflexible que<br />

contrae el hombre desde el instante que nace para con Dios, para consigo mismo y para con<br />

la patria? Pues bien, tío Perete, mientras más instruida sea una madre, mejor cultivará la<br />

inteligencia del hijo, mejor lo educará para el ejercicio de la ciudadanía, mejor para que sea,<br />

dentro de la sociedad, hombre de su propio derecho, amante al trabajo que independiza<br />

la conciencia, y moral para que ame el trabajo. El cristianismo rescató a la mujer hetaira, la<br />

ciencia ha elevado purificándola, a la mujer esposa, a la mujer madre.<br />

Es verdad que hay hombres bastante audaces que injurian el idioma, y maltratan el<br />

periodismo haciéndolo el órgano de sus malas pasiones y de sus dislates; pero existen<br />

periodistas que manejan con gentileza la pluma, que escriben artículos que, como la luz,<br />

iluminan entendimientos, que censuran con independencia los actos malos, y son obreros<br />

de bien y de verdad.<br />

Sólo en un punto estamos de acuerdo, en la corrupción de nuestras costumbres; en esa<br />

enfermedad que existe en todas las esferas de nuestra sociedad; y eso depende del medio en<br />

que se agita la familia dominicana. Esos crímenes que horrorizan tienen su origen en que no<br />

hay organización, en que se ven con indiferencia esos atentados contra la seguridad individual,<br />

atentados que muchas veces quedan impunes y la impunidad alienta el crimen, lo fomenta. La<br />

vagancia de esos niños que no tienen ocupación alguna es un estímulo para el vicio y el vicio<br />

conduce a un abismo, sí, ¡a un abismo sin fondo! ¡Crea los grandes criminales!<br />

Pero a pesar de nuestro estado de desorganización no hay que desesperar; el progreso<br />

hace milagros, y el progreso se impone con fuerza en la República; dentro de diez años habrá<br />

cambiado la faz de Santo Domingo.<br />

—ud. lo cree así, contestó el tío Perete, pero yo no apaciento en mi alma tan risueños<br />

ideales; yo moriré pronto sin que pueda vislumbrar en mis sueños como Jacob, la escala<br />

misteriosa y en ella como promesas de redención la fe, la esperanza y la caridad.<br />

—Se equivoca ud. tío Perete, es preciso tener fe en el progreso y en la ciencia, esperanza<br />

en esta generación pujante por instruida que se levanta para realizar en lo porvenir los<br />

mejores destinos de la patria, esa generación, tiene la caridad, es decir, el amor ardiente, el<br />

amor patriótico de reconstituir auxiliada con los elementos que ofrece el progreso y la ciencia,<br />

a esta sociedad a fin de que sea lo que V., dijo al comienzo de su relación, una Sociedad<br />

modelo, areópago del saber humano.<br />

678


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

FRANCISCO XAVIER ANGULO GURIDI 1 1816-1884<br />

nació en la villa de Santo Domingo el 3 de diciembre de 1816 y murió en San Pedro de Macorís el 7 de<br />

diciembre de 1884. Hermano del notable publicista alejandro angulo Guridi, fuera de nuestro país tenido<br />

por muchos como chileno, en razón de que su importante obra Temas Políticos fue impresa en Chile.<br />

Francisco X. angulo Guridi fue el primer hijo de Santo Domingo que publicó un libro de versos en que<br />

aparece tema dominicano, Ensayos Poéticos, publicado en Puerto Príncipe, Camagüey, en 1843.<br />

Vivió gran parte de su mocedad en Cuba, adonde se refugió su familia con motivo de la invasión haitiana<br />

de 1822. allí estudió y fue periodista. Colaboró en los periódicos La Prensa, Brisas de Cuba, Alborada de Villa<br />

Clara, Revista de La Habana. antes de establecerse en Cuba la familia angulo Guridi vivió en Puerto Rico.<br />

al regresar a su Patria, en 1853, la saludó con su poesía A la vista de Santo Domingo, en la que figura<br />

este celebrado serventesio:<br />

Quien te dijera, ¡oh Grecia! que algún día,<br />

modesta virgen de la indiana zona<br />

su delicada frente adornaría<br />

con el mismo laurel de tu corona.<br />

En su tierra natal fue activo político y periodista, Senador, Catedrático. Escribió algunas novelas y<br />

tradiciones de asunto local: La fantasma de Higüey, publicada en 1857, que trata de las hazañas de los<br />

filibusteros en la Isla; La campana del higo, La ciguapa y Silvio, impresas en 1866, en libro, y por entonces<br />

como folletines del periódico El Tiempo.<br />

Para el teatro escribió el juguete cómico –drama nacional, le llamaron– Cacharros y Manigüeros, en tres actos<br />

y en verso, relativo a la guerra de la Restauración, en la que tomó parte: los cacharros eran los españoles;<br />

manigüeros, los dominicanos: fue estrenado en Santo Domingo el 11 de octubre de 1867, junto con Los<br />

apuros de un destierro, en un acto y en prosa. De la misma época es su drama caballeresco El Conde de Leos,<br />

muy aplaudido en su estreno en Santo Domingo, el 3 de mayo de 1868. también se estrenó en ese día su<br />

graciosa pieza cómica Don Junípero. Su pieza teatral más conocida es el drama Iguaniona, publicada aquí<br />

en 1881. Es, puede decirse, el precursor de José Joaquín Pérez en nuestra poesía indigenista.<br />

Dejó un libro de poesías, inédito, en el que figura el largo romance histórico Talebard. “trovador, a veces simple<br />

versador, de gran facundia, a veces de alta fantasía, pero de poco sentimiento”, le juzga Penson.<br />

a pesar de su vida azarosa, errante, acosado por persecuciones y exilios políticos, trabajó incansablemente.<br />

Fundó aquí y en Santiago importantes periódicos, de interés político y literario.<br />

Publicó en 1866 su Geografía de la Isla, modesto comienzo de los estudios geográficos en la República,<br />

proseguidos por F. a. de Meriño, C. n. de Moya y C. a. Rodríguez. En tiempos de la anexión a<br />

España, en 1861, en La Habana, en colaboración con a. Stanislas dibujó un mapa de la Isla.<br />

En su periódico El Sol, n. os 8-12, de febrero de 1870, publicó Un episodio de la Restauración; en El Dominicano,<br />

en febrero de 1874, publicó El dolor mata, leyenda histórica de la Restauración; y Recuerdos<br />

de Palo Hincado, episodio histórico, reproducido por el Dr. alfau Durán, con erudita nota acerca de<br />

angulo Guridi, en Clío, S. D., n. o 89, de 1951.<br />

Se reproducen ahora dos obras de angulo Guridi, La Campana del higo, que él llamó tradición dominicana<br />

y La ciguapa, que calificó de novela, pero que es más bien una tradición, de las más curiosas<br />

de nuestro folklore.<br />

1 Ver Rafael a. Deligne, Javier Angulo Guridi, estudio crítico, en Letras y Ciencias, S. D., nov. 30 de 1894; José Castellanos,<br />

Lira de Quisqueya; Max Henríquez ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana; a. Cometta Manzoni, El Indio en<br />

la poesía de la América española, Buenos aires, 1939, p.185; Dr. Joaquín Balaguer, Los Próceres escritores, B. a., 1947, p.204.<br />

En nuestra obra Próceres de la Restauración, S. D., 1963, hay una extensa noticia biográfica de Angulo Guridi. Consta ahí<br />

que el poeta prestó excelentes servicios a la causa restauradora y que firmó el Acta de Independencia de 1863.<br />

679


La campana del higo<br />

tRaDICIón DoMInICana<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Era el… de 1514.<br />

Los honrados y alegres habitantes de La Vega Real se levantaron con el más hermoso<br />

día de cuantos lucieran hasta entonces en la romántica Quisqueya para celebrar la fiesta<br />

de su Santísima Patrona. Infinidad de banderas suspendidas en altas varas de bambú se<br />

destacaban así de las boca-calles y de las azoteas de las casas como de la torre de la iglesia,<br />

batiendo inquietas a impulsos de la brisa, y entre las espesas nubes de humo que desde<br />

los pedreros y las carabinas corrían a desvanecerse en el vacío. ni una sola ventana se<br />

descubría desnuda de la ritual cortina de damasco labrado, ora azul o amarilla, ora punzó:<br />

ni una esquina en que no se viera enclavada la gallarda palma, ni una casa, en fin, de cuyo<br />

interior no saliesen torrentes de armonía producida por flautas y guitarras, acompañando<br />

dulcísimas canciones. Los muchachos, heraldos de todos los festejos, corrían en oleadas,<br />

disparando profusión de cohetes al son de estrepitosos gritos: los jóvenes regateaban sobre<br />

caballos ligeros como el pensamiento, ya cubiertos de polvo y de sudor; y las vírgenes,<br />

agrupadas en las puertas, aplaudían a los vencedores, y se recordaban las alegrías prometidas<br />

en el baile dispuesto para la noche, después de la salve, o se cambiaban dulces<br />

y sonoros besos de concordia. Era, pues, uno de esos días particulares y solemnes en que<br />

los pueblos asocian lo religioso a lo profano en la efusión de los regocijos, pero siempre<br />

contenidos en la respetuosa órbita del orden; uno de esos días en que los deberes públicos<br />

gozan de tregua sin provocar el escándalo; en que la libertad de acción despliega todos<br />

sus recursos, sin merecer por ello el siniestro nombre de licencia; por último, uno de esos<br />

días únicos, exclusivos, y al mismo tiempo suspirados, en que la prudencia se disfraza con<br />

el traje de la locura, la temperancia con el del abuso y la debilidad con el de la fortaleza.<br />

Porque es evidente que ni el octogenario se excusa entonces de tomar asiento en la gran<br />

rotunda de la alegría común, so pena de una multa pecuniaria para dar con ella doble<br />

esplendor a los festejos, o de una burlona cencerrada; cuyo eco lo apaga sólo, aunque más<br />

tarde, el sufragio de un baile, o de un banquete.<br />

La Vega en ese día parecía dispuesta a sellar su fama de rumbosa y entusiasta, fama que<br />

le acordaban sin violencia los otros pueblos de la jurisdicción, y aún los de su provincia rival,<br />

o sea Santiago. Así, pues, la noticia de sus fiestas se repartió por unos y otros despertando<br />

en todos igual entusiasmo, y desde las primeras horas de la mañana comenzaron a entrar<br />

en la ciudad interminables pelotones de caballerías conduciendo jóvenes de ambos sexos<br />

que, apenas se les columbraba atravesando el manso río agua Santa, cuando eran objeto<br />

de salvas atronadoras, de músicas, de coros verdaderamente infernales, de palmadas y de<br />

rechiflas que concluían en abrazos y besos cariñosos.<br />

El Cura de la parroquia, que era al mismo tiempo el ídolo del pueblo, estaba frente a la<br />

puerta principal del santo templo, o, mejor dicho, en la plazuela, dirigiendo a varios hombres<br />

que allá en lo alto colocaban la gran culebra de fuego que había de quemarse al terminar la<br />

salve. Era este señor como de cincuenta años, y la dulzura de su rostro sólo pudiera compararse<br />

a la que pinta el del niño cuando acaricia su madre. Llamábanle el Padre Eduardo, y<br />

queríanle entrañable y doblemente, es decir: como ministro de Dios y como hombre; porque<br />

sensato y exento de extravíos, lejos de ganarse la devoción de sus feligreses por el desfiladero<br />

peligroso del fanatismo, o de las inconducentes amenazas, era señor de sus corazones y dirigía<br />

680


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

sus conciencias con las suaves bridas de un amor purísimo, con la predicación de doctrinas<br />

que persuadían sin violentar, y con el ejemplo de virtudes que en la práctica marchaban por<br />

un rumbo muy opuesto al de la ya desprestigiada hipocresía.<br />

Los grupos de regateadores pasaban por la plazuela en sucesión fatigadora, oyendo<br />

siempre los consejos con que el Padre Eduardo quería convidarles a que moderasen la<br />

carrera, temeroso de alguna catástrofe; pero en el delirio del triunfo librado a los esfuerzos<br />

supremos de sus corceles, poco caso hacían de los avisos. Los labios del sacerdote murmuraban<br />

entonces una brevísima oración, y seguían trasmitiendo órdenes a los hombres que<br />

se hallaban ocupados en la torre.<br />

Serían, pues, como las cuatro de la tarde cuando rendidos de cansancio los jinetes marchaban<br />

a sus hogares por la misma plaza de la iglesia.<br />

—Al fin –les decía el Padre Eduardo con su habitual mansedumbre– la falta de fuerza<br />

os restituye el juicio.<br />

—En efecto, querido Padre –le contestaban todos– pero en la mesa recuperaremos ahora<br />

nuestros bríos. ¡Ea! Venid con nosotros.<br />

—no es posible porque hago mucha falta aquí; sin embargo, os agradezco la invitación<br />

con toda el alma.<br />

Siguieron aquellos su camino.<br />

—Dos hombres a caballo se detuvieron pocos minutos después delante del sacerdote.<br />

El uno era joven y estaba elegantemente vestido; el otro, como de cuarenta años, cargaba el<br />

modesto traje del campesino.<br />

—Señor Cura, dijo el primero, vengo a obtener una respuesta concluyente.<br />

—Hijo mío –repuso aquel con dulzura– mi respuesta de hoy es la misma de siempre.<br />

El semblante del joven se contrajo.<br />

—Repetídmelo –añadió– porque las razones en que os apoyáis me parecen controvertibles,<br />

y en este caso la discusión pudiera conduciros a la reforma que apetezco.<br />

—Mis razones son hijas de mi deber como ministro del altar, y no se prestan a reformas<br />

que no partan, cuando menos, de la Diócesis.<br />

—¿Con que… no me casáis, entonces…?<br />

—Hijo mío, yo no puedo casarte con una hermana de tu difunta esposa, viuda de un<br />

hermano tuyo; y que además te ha bautizado un niño, sin que obtengas las dispensas necesarias.<br />

Mis facultades no alcanzan a tanto.<br />

—Pero no tenemos vacante la Mitra?<br />

—Desgraciadamente es así.<br />

—Y bien ¿qué remedio me queda?<br />

—El de encaminar tus súplicas a Roma.<br />

—Pues… así lo haré: entre tanto dirigid las vuestras al cielo…<br />

Y arrimando la espuela al vientre del caballo desapareció de aquel círculo hervoroso de<br />

cantos, detonaciones y armonías, para sepultarse entre la tupida arboleda que se agrupaba<br />

a las márgenes del río. El Padre Eduardo le seguía tristemente con la vista y murmuró<br />

cuando se ocultaba:<br />

¡Cuán afligido lleva el corazón! ¡Ni aún ha mirado al pueblo en el día de sus regocijos… !<br />

Luego: volviéndose al campesino:<br />

—Y bien, hijo mío, exclamó: –¿qué me quieres?<br />

—Señor cura… mi mujer está enferma y quiere confesarse esta tarde.<br />

681


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

¡oh! Eso es muy justo.<br />

En seguida dio orden a los operarios para que bajaran de la torre, puesto que habían<br />

concluido de colocar los fuegos, se embonó el hábito en la sacristía, y acompañando al<br />

campesino que entre tanto le había ensillado un caballo, salió del pueblo y atravesó el río<br />

orando a media voz.<br />

Las canciones habían cesado en el pueblo; pero en cambio sus moradores improvisaban<br />

redondillas análogas alrededor de las mesas, chocaban copas y se regalaban recíprocamente<br />

bocados de manjares exquisitos con todos los golpes de la galantería más esmerada. Y seguían<br />

por las calles las gritas de los pilluelos, de esas naturalezas inenarrables, como dicen<br />

los franceses, o de esas especialidades, como decimos nosotros, que inauguran las fiestas, y<br />

las presiden, y las acompañan hasta apagar la última luminaria y recoger el último vagido.<br />

Y seguían las explosiones de la pólvora, estremeciendo los edificios en sus sólidos cimientos,<br />

y suspendiéndose nuevas banderas al aire; y se barrían las calles, y se cubrían de sillas para<br />

salir más tarde a tomar en ellas el aromático café y el rico andaya.<br />

una hora habría transcurrido desde que los habitantes de La Vega se dieron a las delicias<br />

del banquete, cuando un caballo enjaezado, pero sin jinete, y todo tinto en sangre, entró a<br />

escape por la calle principal, no parando hasta la plaza de la parroquia, al mismo tiempo<br />

que la campana mayor daba tres golpes con una lentitud horrible.<br />

—¡Los santos óleos!… exclamaron al oírla todos los vecinos.<br />

—¡omnipotente Dios!, salió gritando por las calles el aterrado Sacristán: –¡la campana<br />

sola, señores! ¡ella! ¡mirad la llave del campanario!… Ella sola pidió los santos óleos…<br />

¡Pero qué veo! ¡aquel caballo ensangrentado es el mismo en que nuestro párroco salió<br />

hará una hora a recoger las últimas palabras de una moribunda!… ¡oh! …¡Lo han asesinado!…<br />

¡Sí!… ¡Lo han asesinado!<br />

Y corriendo adonde estaba el animal cabalgó con la agilidad de un loco, y se lanzó camino<br />

del río, seguido de la juventud que aún mantenía ensillados sus bridones.<br />

tristes quedaron las vírgenes del pueblo, llorando amargamente aquel suceso, que<br />

envolvía en una nube de luto sus ilusiones más hermosas; mientras los ancianos, agrupados<br />

con espanto en la plazuela de la iglesia, no acertaban a construirse el fenómeno de<br />

haber sonado tres veces por sí sola la campana, sino era colocando el hecho en el catálogo<br />

de los milagros. El tiroteo cesó como por encanto: rodaron hasta el suelo las banderas, se<br />

recogieron una por una las cortinas, volvieron las sillas a su lugar común, y a sus chozas<br />

los pilluelos.<br />

Era ya la noche: un grupo muy compacto de personas venía del lado del camino que<br />

conduce a Moca. El Gobernador de la provincia salió a su encuentro, asistido del alcalde y<br />

del notario, y así como estuviera a voz les interrogó de esta manera.<br />

—Decidme, señores, ¿nuestro buen Cura es el herido?<br />

—¡El mismo! –respondieron todos a la vez. apresurando entonces el paso llegaron hasta<br />

el grupo. La luna, entera y limpia, proyectaba el más hermoso de sus rayos sobre la pálida<br />

frente del venerable sacerdote.<br />

—¡Padre mío! exclamó el Gobernador, todo conmovido.<br />

—¿Qué me queréis… excelente amigo?, contestó con trabajo el Padre Eduardo.<br />

—¡ah! ¿Respiráis todavía? ¡Loado sea el Señor! –¡Per omnia secula seculorum! dijo el<br />

herido con solemnidad.<br />

—¡amén! –respondieron todos en coro.<br />

682


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

—Y bien, ¿quién os hirió…?<br />

—Señor, lo ignoro…<br />

—un hombre, sin embargo, salió con vos de La Vega…<br />

—Cumplida mi… misión… ese hom… hombre… me acompañó un… un buen trecho…<br />

luego… se… se retiró… La herida… fue… Y el sacerdote se desmayó.<br />

Los que le cargaban y los que le custodiaban redoblaron el paso, entrando en el pueblo<br />

como en una procesión, es decir, silenciosos y compungidos. Después de varios pareceres<br />

sobre el local a que habrían de conducir al moribundo párroco, se resolvió que fuera a la<br />

morada del Gobernador. Entraron, pues, en ella; y colocándole en un catre de viento se<br />

arrodillaron en derredor, mientras el resto de la asombrada población invadía la casa, toda<br />

ávida de contemplarle en sus últimos momentos.<br />

Entre tanto el campesino volvía a La Vega. un hombre cubierto hasta los ojos con su<br />

capa, y que marchaba en dirección contraria le interpeló de esta manera.<br />

—¿a dónde vais, Sanabria?<br />

—Señor, mi esposa ha muerto en esta misma hora y corro a preparar su entierro.<br />

—Pues volved grupas, amigo mío: nuestro amado Padre Eduardo ha sido mortalmente<br />

herido cuando también habrá una hora que cruzaba este camino.<br />

—¡Cielos!… –exclamó Sanabria; y contra el precepto del desconocido se lanzó a escape.<br />

aquella voz no le era extraña; de modo que dando crédito al aviso apenas entró en el pueblo<br />

se encaminó al alojamiento provisional del Padre Eduardo, al que llegó cuando éste decía<br />

trabajosamente “¡Hijos… míos!… recibid… to… todos mi ben…dición!”<br />

—¡Padre cura!, gritó Sanabria, abriéndose paso hasta el mismo lecho de muerte: – yo<br />

quiero algo más que vuestra bendición…! Conmigo saliste sano y risueño de esta ciudad, y<br />

habéis vuelto solo, pero agonizante… ¡Declarad aquí, por la gloria de vuestra alma, cómo<br />

se llama el asesino!<br />

—no se llama… Sanabria.<br />

—¡Respiro! –dijo éste con solemnidad.<br />

—¡Su nombre! –repuso impaciente el Gobernador.<br />

—¡Me… me hirió por… la espalda…!<br />

Las campanas comenzaron a herir el viento con el doliente toque de agonía…<br />

—¡otra vez! –exclamó el Sacristán temblando de pavor:– he aquí la lleva de la torre…<br />

¡y sin embargo, suena la campana; suena…! Escuchad.<br />

también el Padre Eduardo la oyó: sus labios sonrieron, murmurando el sublime Pater in<br />

manus tuas commendum spiritum meus, cerró con tranquilidad los ojos, ¡y su alma se remontó<br />

a la mansión de los ángeles…!<br />

un temblor prolongadísimo se percibió instantáneamente, produciendo en los habitantes<br />

de La Vega el espanto de la muerte. La luna huyó del mundo: las nubes bajaron hasta tocar<br />

en las almenas de las azoteas; los árboles de las inmediaciones batían y mesaban sus copas<br />

con estrépito hasta arrancarse de raíz; las casas se derribaban sepultando cuanto se encontraba<br />

en su interior; la tierra oscilaba, se cuarteaba, abría bocas inmensísimas, y precipitaba<br />

en sus entrañas palpitantes todo lo que encontraba al paso. Gritos de desolación, lamentos<br />

de los heridos en aquel desconcierto de la naturaleza, el río que roncaba al precipitarse en<br />

los abismos imponderables de su nuevo incierto curso, los silbidos horrísonos del viento<br />

corriendo miles de leguas por segundo, ¡ay! todo parecía anunciar que la hora solemne del<br />

exterminio universal había sonado en la invisible péndula del tiempo.<br />

683


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¡Misericordia! gritaban sin consuelo las mujeres arrodilladas en medio de las calles a<br />

efecto de las trepidaciones irresistibles de la tierra: ¡Misericordia!<br />

Y los hombres, corriendo sin tino, para caer y volverse a levantar, respondían a la plegaria<br />

con estas palabras: —¡Es el terremoto! Encomendemos al Cielo nuestras almas, porque no<br />

hay salvación sobre la tierra…<br />

Sanabria, que a las primeras indicaciones del terremoto había salido de la casa del Gobernador<br />

y montado en su corcel, se destacó por la sabana con los cabellos derechos de terror,<br />

pensando en la aflicción que devoraría entonces el alma de su única hija, niña de ocho años,<br />

al verse sola en una casa de campo y al lado de una anciana hermana de él mismo mientras se<br />

operaba aquel fenómeno. Dominado por esa idea, y a pesar de la oscuridad que le rodeaba,<br />

clavaba sin compasión los ijares del caballo, por manera que pronto atravesó el hermoso río,<br />

no sin peligro de que se hubiese sepultado en sus corrientes y entró por la misma arboleda<br />

en que habían herido al virtuoso sacerdote. un estremecimiento súbito agitó hasta el más<br />

débil de sus músculos, mientras el caballo lanzando roncos resoplidos, detuvo la carrera<br />

indiferente al dolor que la espuela le causaba en sus costados, verdaderos manantiales de<br />

sangre. La tierra en aquel momento dio una fuerte sacudida, haciendo que jinete y cabalgadura<br />

se desplomaran a la vez: un relámpago vivísimo cruzó el espacio… Sanabria paseó en<br />

derredor sus atónitas miradas, y a la luz del meteoro descubrió un objeto pequeño, pero en<br />

parte muy brillante. acercóse a gatas, porque la tierra no le permitía mantenerse derecho,<br />

le tomó en sus manos, y volviendo a montar desapareció.<br />

Entre tanto la ciudad de La Vega se había destruido totalmente. Sólo escaparon algunos<br />

de sus habitantes, dos paredones de la iglesia que aún existen en pie, una de las campanas<br />

de ésta, enganchada en la horqueta de un árbol corpulentísimo llamado Higo, donde sin<br />

duda la arrojó alguna columna del vigoroso viento que soplaba, y las robustas murallas de<br />

un Castillo. todo lo demás quedó convertido en una vasta tembladera.<br />

II<br />

Doce años después de los dolorosos acontecimientos que se dejan referidos, se levantaba<br />

la nueva ciudad de La Vega en un pintoresco llano que se encuentra al S. E. del río<br />

Camú; siendo la mayor parte de sus edificios sumamente humildes, antes que por falta de<br />

elementos para darles la elegancia y solidez necesarias, por el temor justificado de un nuevo<br />

desconcierto. En efecto: desde esa fecha a la presente sólo se construyen casas de tablas de<br />

palma y guano, salvo alguna excepción muy señalada. así, dado caso que se repitan, como<br />

aconteció en 1842, esas escenas indescribibles en que la naturaleza parece que pierde el<br />

equilibrio y amenaza consumar un homicidio gigantesco, ni los derrumbamientos producen<br />

en la humanidad tantas catástrofes con el peso de sus grandes masas, ni los que sobrevivan<br />

tienen que unir a las lágrimas de la conmiseración las de una ruina absoluta que trueca en<br />

líquido y vaporoso humo sus haberes.<br />

Los fundadores de esta nueva ciudad, en su mayor parte restos de la antigua, vivían<br />

(como viven hoy) consagrados al culto de todas las virtudes, no sólo porque ellas han sido<br />

siempre la brújula del dominicano en general, sino porque de este modo y en cualquiera<br />

emergencia sobrenatural, jamás les abandonaba la dulcísima esperanza de merecer en la<br />

otra vida el galardón y descanso que sobre la tierra puede decirse son delirios. Y como la<br />

pureza de las costumbres entra por mucho en la virtud, y como ellos las observan a cual más<br />

y mejor, resultó que todos constituían una familia; no oyéndose jamás una desavenencia,<br />

684


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

una queja o una frase disociadora entre algunos de sus infinitos miembros, la cual viniese<br />

a tender una sombra sobre el tranquilo cielo de la común felicidad.<br />

Casi en los límites de La Vega antigua, o sea al pie del Santo Cerro, vivía un anciano labrador<br />

acompañado de una hermana todavía mayor que él, y de una hija que frisaba ya en las<br />

20 primaveras de la vida. Florinda, que así era su nombre, unía a una hermosura prodigiosa<br />

todos los encantos de un carácter suave y tierno, que la hacían sin querer el bello ideal de<br />

cuantos tenían la fortuna de tratarla. Conocedor del mundo el viejo Pedro, no la dejaba sola<br />

sino entre el cercado de mayas que ceñía su cacagual; porque pensaba, y con sobrado tino,<br />

que no todos los hombres son hidalgos, y que con el dulce lenguaje del amor más han sido<br />

las lugareñas conducidas al oprobio que las levantadas al paraíso de la honra. Esto no quiere<br />

decir que sus derechos de padre declinaran en una insoportable tiranía, puesto que lejos de<br />

eso, y principalmente por las noches admitía a tertulia bajo el fresco colgadizo del bohío a<br />

los jóvenes de ambos sexos del contorno; pero demuestra por lo menos que centralizando en<br />

esa hija todos los sueños de su vida temía por ambos a la vez, y aceptaba el cargo de Veedor<br />

perpetuo que le había impuesto la experiencia, primero que por abandono llorar más tarde<br />

sobre la dura tarima de la afrenta…<br />

Religioso sin prostituir la creencia, cumplía con todos los deberes impuestos por la Iglesia,<br />

en unión de su hija y de su hermana, para cuyo efecto las llevaba en los días de precepto<br />

a la célebre capilla del Santo Cerro, o bien a la parroquia de La Vega; soliendo dejarlas en<br />

este último punto hasta la nueva aurora en la morada de la madrina de Florinda. así se dio<br />

involuntariamente a conocer aquella joven entre los galanes de La Vega, y así contra las<br />

teorías del viejo Pedro, abrió la fatalidad un ancho flanco en el largo tiempo bien guardado<br />

jardín de sus amores… ¡oh! ¡Cuántas y cuántas veces el exceso de la vigilancia excita una<br />

curiosidad insistente de parte de los menos impresionables, y concluye por inspirarles el<br />

capricho de traicionar esa vigilancia misma!<br />

Florinda tenía una infinidad de admiradores que la contemplaban en silencio siempre<br />

que venía a La Vega; habiéndose concertado todos entre sí conservar esta actitud hasta que<br />

ella con su mirada, o su sonrisa, revelase cuál era el más aceptable a su corazón. Semejante<br />

pacto, que parece contrario al despotismo de la juventud tratándose de la mejor de sus pasiones,<br />

procedía, primero, de la unión en que vivían y querían mantenerse, sin escuchar en<br />

ningún tiempo la voz de las rivalidades turbulentas que pudiese recabarla, y segundo por<br />

estar seguros de que tan luego como el tío Pedro averiguase sus aspiraciones, sepultaría a<br />

Florinda en el apartado cacagual, sin dejarla ver más que los domingos en el templo, y eso<br />

cubierta por el escudo de sus ojos. así, pues, en los paseos por el río, como en las cabalgatas<br />

y en los bailes, andaban alrededor de la doncella sin que nadie absolutamente pudiese<br />

descubrir en ellos ni la más remota sombra de interés.<br />

Pero menos generoso y delicado, uno que por contar seis lustros de edad no formaba<br />

parte de aquella noble juventud, vio a Florinda, y desde luego juró en el fondo de su corazón<br />

que había de marchitar las rosas de su pudor siquiera fuese para enseñar a los otros a<br />

triunfar de los obstáculos. Este hombre original concertó, pues, su plan de ataque bajo un<br />

reglamento inviolable de reserva, fuese ya porque se hallara aprisionado de antemano en la<br />

tupida red de algún vínculo social y temiese el escándalo, fuese porque quisiera así quedar a<br />

salvo de cualquier responsabilidad después de coronados sus propósitos. al efecto comenzó<br />

a rondar por los linderos exteriores del cacagual, en que, como queda dicho, Florinda tenía<br />

la libertad de pasearse a sus antojos.<br />

685


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

una tarde logró verla, pero a gran distancia. Sin embargo, no fue tanta como para no<br />

determinar bien sus facciones, que grabó cuidadosamente en la memoria porque a derechas<br />

no la había visto antes sino a la carrera de un caballo –y para marcar el punto donde ella solía<br />

sentarse a tejer una guirnalda de flores, que era a las orillas del arroyo. Así continuó cerca de<br />

un mes, estudiando las entradas y salidas de la finca con el interés de un verdadero salteador,<br />

sin que fueran parte a distraerle de sus observaciones maquiavélicas ni el sol ardiente, ni las<br />

lluvias. Su presencia en aquellos lugares desde el toque de oraciones era tan segura como<br />

las indicaciones de un cuadrante; teniendo, sin embargo, el cuidado de ocultarse entre los<br />

montes siempre que por el camino venía algún transeúnte.<br />

Al fin, desesperado de perder el tiempo en una observación ya casi inoficiosa, y contando<br />

con la impunidad que le garantizaban aquellos lugares solitarios, resolvió consumar su inicua<br />

obra. al efecto una tarde llegó al pie de la cerca en su caballo, que ató a un árbol algo oculto,<br />

trayendo consigo un pañuelo en que recataba alguna cosa. Su semblante estaba descompuesto,<br />

y era su mirada inquieta. ¡Siempre las malas acciones se reflejan en el rostro por más<br />

que constituyan un hábito en el hombre! Largo rato estuvo incierto sin saber si renunciaría<br />

a la idea que le dominaba, o si por el contrario debería marchar a su cumplimiento en derechura,<br />

hasta que al fin se resolvió por esto último. Entonces desató el pañuelo, envolvióse<br />

en un dominó negro que extrajo del interior, y atándose la careta de cera, igualmente negra,<br />

salvó de un salto la cerca de maya y fue a esconderse tras una jabilla robustísima próxima<br />

al arroyo, cuyo tronco después de las raíces tenía el espesor de una muralla.<br />

Media hora había transcurrido cuando la bella Florinda se llegó al arroyo trayendo en<br />

el delantal todo un jardín, por lo variado de las flores con que, como de costumbre, se prometiera<br />

entregarse a la construcción de su guirnalda; más apenas se hubo sentado cuando<br />

su espía salió de súbito, mostrando en la mano derecha una pistola. La presencia de aquella<br />

figura, para cuya contemplación no estaba Florinda preparada; el arma que blandía a sus<br />

ojos espantados y su timidez natural, hicieron que sin articular una palabra, sin dar un grito,<br />

rodase desmayada sobre la yerba…<br />

La luna se envolvió en un tupido manto de nubes para no presenciar el triunfo de la<br />

depravación más inaudita…<br />

Y el miserable que cometió tan horrendo crimen huyó después sobre su caballo, dejando<br />

marchita aquella flor bellísima…<br />

Vuelta al cabo de su fatal desmayo, cárdenos labios, tendida al aire la cabellera y con la<br />

errante mirada de la demencia, Florinda se arrastró desde el cadalso de su virtud hasta las<br />

puertas del bohío. al verla llegar así su tierno padre, saltó de la hamaca en que al descuido<br />

se mecía; pero no pudo dar un solo paso, y clavado en medio de la pequeña sala sintió que<br />

una lágrima furtiva humedecía su curtido rostro.<br />

—¡Entra hija mía! –dijo con el acento de quien desea y teme al mismo tiempo.<br />

—¡Escusádme por Dios, amado padre, si esta vez desoigo vuestra voz! –así respondió<br />

la avergonzada joven mientras se ponía de rodillas.<br />

—El viejo, entonces superior a la inercia que le había embargado un momento, corrió a<br />

la puerta exclamando:<br />

—¿Qué dices, Florinda…?<br />

—¡oh!… Yo no puedo entrar sin vuestra promesa de perdonarme… Y la joven prorrumpió<br />

en un llanto abundantísimo que interrumpían a intervalos los sollozos.<br />

—Bien… pero… ¿qué misterio?… Lloras… ¡Estás trémula…! Esto dicho la tomó en sus brazos.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

—¡ay padre del alma…! ¡Si estuviera sólo trémula…!<br />

—¡Vamos: tranquilízate! aquí tienes una silla… ahora, dime que es lo que produce en<br />

ti tanto olvido de mi amor, cuando para entrar en tu casa has invocado primeramente mi<br />

perdón.<br />

—Yo no soy culpable, padre mío; pero…<br />

—acaba, por Dios, que me mata esta agonía.<br />

—¿te han arrancado algún voto por la fuerza?<br />

—Más todavía, señor…<br />

—¡Florinda…!<br />

—¡Me han arrancado por ese medio mismo… por la fuerza, lo que hay de más hermoso<br />

en nuestra vida…!<br />

—¡Calla! ¡Calla! –gritó fuera de sentido el tío Pedro– ¡ah! no lo digas otra vez… ¡no!<br />

¡Porque sería capaz de reventar mi corazón minado por la pena…!<br />

Pero la deshonrada joven no le oía: su hermosísima cabeza, desvanecida por el recuerdo<br />

de la inmediata desventura, se inclinó sobre aquel seno más bello que un jazmín, mientras<br />

que sus negros ojos se cerraban exprimiendo las postreras lágrimas que le arrebataba del<br />

alma la más penosa de las revelaciones. Entonces el anciano detuvo el arrebato involuntario,<br />

aunque consiguiente de su cólera, para acudir en auxilio de aquella a quien por desgracia<br />

tocaba la mayor parte en el dolor común a la familia.<br />

—¡ídolo de mi alma! –le dijo, mientras la estrechaba en sus brazos dulcemente:– tú eres<br />

la que debes perdonarme, pues he sido demasiado cruel contigo.<br />

Animada Florinda con estas palabras nunca más dulces que dichas por un padre, refirió<br />

la escena acontecida en mal hora cerca del arroyo. El tío Pedro la oyó con toda la calma que<br />

le fue posible aparentar, luego le estampó un beso en la frente, y añadió:<br />

—Pues que no hay culpabilidad alguna de tu parte, yo te adoro, ¡oh desgraciada hija<br />

mía! con el mismo entusiasmo, y la admiración misma con que siempre te adoré.<br />

—¡Gracias, señor! –dijo interrumpiéndole aquella, sin levantar los ojos de la tierra.<br />

—En cuanto a la ofensa de que has sido cobardemente objeto, ella me pertenece casi<br />

toda, y juro a Dios que no será menos horrenda la venganza… Poco importa que el villano<br />

se valiera de un disfraz. ¡oh! Yo le descubriré; y así como él supo descartarse de tu valor<br />

con una pistola, sabré a mi vez vencer las ventajas de su posición, sea cual fuere, para con<br />

un puñal dividirle el alma en dos mitades. Por ahora, hija mía, procura ocultar al mundo tu<br />

dolor, con especialidad a la pobre Carmen, que al punto de comprenderlo expiraría, siendo<br />

así que ella te hace mucha falta. Vamos: recoge esas lágrimas, y vuelva la sonrisa a ocupar<br />

el lindo trono de tu boca, por lo menos fuera de la alcoba. La aflicción nada remedia: trata,<br />

pues, de dominar la tuya, y confía en el amor de tu padre.<br />

Sonrió Florinda con tristeza, besó la mano de aquel hombre generoso, y se retiró lanzando<br />

un lúgubre suspiro. Lo que pasaba más allá del exterior, en el fondo de su lastimado<br />

corazón, sólo Dios bastara a comprenderlo.<br />

El anciano desde entonces no volvió a ocuparse del adelanto de la finca, que propiamente<br />

dicho, quedó convertida en reclusión eterna de Florinda. Y este abandono venía de<br />

que su alma sólo acariciaba el placer atroz de la venganza, placer que tenía la seguridad de<br />

saborear, porque a más de la suprema fe que siempre inspira la defensa de una causa justa<br />

contaba con el auxilio de una naturaleza vigorosa, y lejos de arredrarle la juventud que suponía<br />

en su ofensor daba por cierto hacerla despojo de su triunfo. Discreto en su amargura, nunca<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

recordó dentro del bohío el infortunio que pesaba sobre toda la familia; pero desde que salía<br />

al camino real se le llenaba de rabia el corazón, y marchaba escogitando a solas los medios<br />

más conducentes al servicio de sus nobles exigencias.<br />

Separábase una tarde de su hija, que le acompañara hasta la portada de la finca, cuando<br />

al abrazarla sintióle el corazón muy agitado, y advirtió que sus ojos buscaban con espanto<br />

algún objeto, el cual al parecer se ocultaba tras un espeso montecillo. La joven se retiró al fin,<br />

y el anciano emprendió poco a poco su camino sin manifestar curiosidad, pero dispuesto a<br />

observar con más calma que su hija.<br />

Poco después salió del monte un hombre, también a caballo; y suponiendo que algo<br />

distante el tío Pedro no pudiera estorbarle en su propósito se aproximó a la portada. un<br />

grito agudo resonó en aquellas austeras soledades.<br />

—¡Gracias, justiciero Dios! –exclamó con júbilo el tío Pedro, y partió a todo galope en<br />

seguimiento del desconocido, que también emprendió la carrera a son de huída, calándose<br />

antes el sombrero de paja hasta las cejas.<br />

una larga hora había transcurrido, en la cual ambos jinetes cruzaron ríos, escalaron<br />

montañas y salvaron vastísimas llanuras, cuando más allá de agua Santa, casi sobre las<br />

tembladeras de la antigua Vega se detuvo el perseguido y echó pie a tierra con una resolución<br />

inesperada. Hizo otro tanto el anciano, y al encararse con aquel vio que tema el rostro<br />

oculto detrás de una careta.<br />

—Veamos, paisano, –dijo el disfrazado, jadeante de cansancio, al mismo tiempo que<br />

quitaba la hebilla a una de las cañoneras– veamos por qué razón me vienes persiguiendo<br />

desde más allá de Río Verde.<br />

—Para saberlo ni es necesario que os arméis de una pistola, que os juro os será inútil,<br />

ni tampoco que me tratéis con una confianza a que nadie menos que vos tiene derecho. En<br />

cuanto a la razón porque os persigo, a vos toca el darme cuenta de ella, y tened entendido<br />

que habréis de dármela muy estrecha.<br />

—Pues bien; hablad, y sed breve sobre todo. ¿Pero sabéis que vuestro lenguaje es muy<br />

curioso?<br />

—¡todavía lo es más vuestra conducta!<br />

—¿Me insultáis? –Y volvió a requerir la cañonera.<br />

tío Pedro le dio un fuerte empellón que le apartó ocho pasos del caballo diciéndole con<br />

reprimida cólera:<br />

—¡Eh, señorito! dejad ahora la pistola, y vamos desatando pronto esa careta que no se<br />

trata aquí de causar miedo a una virgen para arrebatarle la mitad de su existencia; sino de<br />

responder al padre que os pide cuenta de ese crimen.<br />

—Señor mío –repuso el desconocido con serenidad afectada:– vuestra preocupación os<br />

defiende de la responsabilidad que provocan esas palabras. Siendo cierto lo que decís, os<br />

compadezco, porque no hay duda: crimen, y muy grande envuelve el hecho de que habláis;<br />

pero nadie os autoriza a tomar por el culpable al primero que se presenta a vuestros ojos.<br />

—¡Menos retórica, caballero! gritó furioso el tío Pedro. Menos retórica, y vamos igualando<br />

la partida.<br />

—Vamos igualándola, repuso aquel, algo turbado.<br />

—¡abajo esa careta!<br />

—no creo que sea necesario para darnos a entender.<br />

—Yo sí lo creo, y mando por última vez que os la quitéis.<br />

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Hízolo el incógnito; y su interlocutor al verle el rostro sintió una contracción horrible en<br />

todo el sistema muscular: le había reconocido.<br />

—¡Y bien! preguntó aquel, mostrando el rostro con soberbia: ¿estáis desengañado?<br />

—¡al contrario, caballero: estoy más convencido!<br />

—¿Más convencido?<br />

—Escuchad. Hace dos meses que entrasteis en mi fundo, cabalmente a estas horas, armado<br />

de esa misma máscara, de un dominó negro y de una pistola. Con tan singular aparato<br />

sorprendisteis a mi hija Florinda, sentada cerca del arroyo… ¡Ella se desmayó, y vos, mal<br />

caballero, vos, salteador infame de la honra, consumasteis vuestro plan inicuo abusando de<br />

su estado! Luego huisteis al espectáculo de su vergüenza y al grito estridente de su justísimo<br />

dolor… espectáculo que legasteis desde entonces como una burla a mi bien alimentado<br />

orgullo, y dolor que por cuanto tiene de punzante ella y yo nos lo hemos compartido…!<br />

¡Pero aún no quedasteis satisfecho…! La hiena después que devora la víctima, vuelve<br />

para beber hasta la última gota de sangre derramada sobre la grama silvestre… así vos,<br />

veníais esta tarde a recoger los despojos de vuestra bárbara victoria, y os aproximasteis con<br />

ese fin a mi portada…<br />

—¡Señor! –exclamó el joven con aparente indignación– ¡ved que voy cansándome de escuchar<br />

tanto absurdo, y que la paciencia una vez agotada toma las proporciones de la ira!<br />

El anciano, sin hacer caso de aquella interpelación, continuó diciendo:<br />

—¡Pero un grito de espanto lanzado con naturalidad por ella al ver de nuevo esa careta,<br />

pérfida como vuestra alma, avisó oportunamente al cazador que velaba desde hace dos<br />

meses a la hiena…! Y he aquí explicada, caballero, la razón por qué os he venido siguiendo<br />

desde Río Verde hasta las tembladeras… Sólo os resta saber ahora que no recuerdo haber<br />

jamás corrido tanto sin la evidencia de obtener compensación…<br />

—Señor Sanabria: –exclamó el mancebo queriendo aterrar a su adversario.<br />

—¡Hola! –respondió el tío Pedro con sarcasmo:– parece que, si bien a la fuerza, vais<br />

refrescando algo la memoria. Sin embargo, en esto como en todo os llevo la ventaja: yo os<br />

reconocí desde que os quitasteis la careta.<br />

—¡Sí! Vos sois Sanabria, el que horas antes del terremoto estuvo al lado del pobre Padre<br />

Eduardo…<br />

—¡En efecto… y vos sois Mariano, su asesino!<br />

—¡Mentís, vive Dios!<br />

—¡Silencio! no tenéis derecho de nombrar a Dios, porque vuestra alma pertenece toda<br />

a los infiernos!<br />

—¡Protesto que esta acusación también es calumniosa!<br />

—¡El espanto, señor, os hace insolente, y vais a precipitar el desenlace!<br />

—¡Sea cual fuere no lo temo; mas antes habéis de certificar con pruebas vuestras ridículas<br />

imposturas!<br />

—Pues bien: cuando el Padre Eduardo negado a consumar uno de vuestros delitos, os<br />

dijo hará doce años que dirigieseis vuestras súplicas a Roma, vos con aire amenazante le<br />

respondisteis: dirigid también las vuestras al cielo; y una hora después, regresando de mi casa<br />

a la ciudad, fue herido mortalmente… Cuando por segunda vez me encaminaba a la ciudad<br />

aquella noche, una voz, que es precisamente la vuestra, me dijo que allí, junto a la arboleda,<br />

habían herido de muerte al Padre Eduardo… Cuando huyendo del terremoto volvía para mi<br />

fundo caí con el caballo al pie de dicha arboleda, y a la luz de los relámpagos recogí del suelo<br />

689


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

este puñal, teñido en la sangre fresca de una víctima… ahora, para probar que vos también<br />

sois el asesino del honor de mi Florinda, diré que la voz que amenazó al Padre Eduardo,<br />

y la que me avisó de la catástrofe, es, como dejo demostrado, la voz que en este momento<br />

pretende en vano sofocar la de su conciencia. además, con una careta en el rostro manchasteis<br />

el honor de mi familia, y hoy os sorprendo otra vez con la careta y en la portada de mi<br />

casa. ¿Podréis justificaros?<br />

—Decididamente, señor Sanabria: el justo dolor que atormenta vuestra alma os hace<br />

incurrir en un estravío que, no obstante, tiene mucho de ingenioso; pero que debo rechazar<br />

como lo rechazo con toda la energía de mi carácter, porque es en la esencia temerario.<br />

—¡Mentís, os digo a mi vez! –gritó desesperado por la ira el terrible Sanabria:– ¡mentís como un<br />

villano! Mirad este puñal, si os atrevéis, y estremeceos… ¡Qué! ¿ahora no levantáis los ojos?<br />

—¡Y bien! ¿Qué hay de común entre ese puñal y yo?<br />

—¡Vive Dios, que es graciosa la pregunta! ¡Hay que en la parte superior del mango tiene<br />

grabado vuestro nombre!<br />

Mariano repuso temblando:<br />

—Lo habréis grabado para autorizar vuestra impostura.<br />

Fuera de juicio el viejo Sanabria al escuchar semejante recurso, establecido en medio de<br />

la impotencia más extrema, tendió la mano izquierda sobre el cuello de Mariano, mientras<br />

con la derecha sostenía el puñal, y le arrastró a veinte pasos de distancia, donde se hallaba<br />

un corpulento árbol de Higo sosteniendo entre sus ganchos una campana de bronce.<br />

—¡Deteneos aquí, miserable! –dijo llegando– y pues recusáis en vuestra corrupción el<br />

juicio de los hombres, ¡veamos si recusáis también el alto juicio de Dios!<br />

Mariano estaba pálido como la muerte: su acusador continuó con entusiasmo religioso.<br />

a la hora que hirieron al virtuoso Padre Eduardo, esa campana sonó tres veces por sí<br />

sola pidiendo la Santa Extremaunción… ¡Pues bien! Si vuelve a sonar en este instante como<br />

entonces, es prueba de que fuisteis vos el asesino.<br />

Dicho esto la respiración de entrambos hombres, al escaparse del pecho, era el único<br />

rumor que se percibía en aquellas inmensas soledades.<br />

Mariano no podía tenerse en pie; sus ojos arrojaban una llama enrojecida; sus labios<br />

estaban teñidos de azul, y su corazón, sofocado por la sangre, apenas se atrevía a palpitar.<br />

Era evidente que la conciencia le acusaba cuando menos de cobarde; sin embargo, luchaba<br />

por dominarla, y tuvo momentos de una resolución admirable.<br />

Sanabria por el contrario, firme sobre la tierra, reblandecida todavía a consecuencia del<br />

pasado cataclismo, solemne en su actitud e iluminado por la esperanza, parecía aguardar la<br />

confirmación de sus terribles cargos para abrir el pecho a su ofensor de una sola puñalada.<br />

Pero uno y otro padecían en sus contrarias situaciones, aunque cada cual pusiera el<br />

mayor empeño en ocultarlo. Había en ellos impaciencia, había temor, y había también un<br />

no sé qué de sublimidad extraña, de abnegación y de grandeza tal que a la verdad sólo Dios<br />

hubiera podido definirla.<br />

Iba ya Mariano a declarar incompetente la apelación de Sanabria, cuando del interior<br />

de la campana se escaparon tres acompasados y lúgubres sonidos, cuya vibración sacudida<br />

por el aire voló a desvanecerse en las apartadas llanuras de angelina.<br />

—¿Habéis oído, caballero? –dijo Sanabria con orgullo. ¡El cielo, en quien no podéis<br />

suponer ni la falibilidad ni la injusticia de los hombres acaba de publicar que vos sois un<br />

asesino!<br />

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—Mucho os dais a valer, señor –repuso aquel en son de burla y haciendo el postrer esfuerzo–<br />

¡y muy necio también os atrevéis a suponer cuando queréis atribuir a causas superiores lo que<br />

sólo es efecto de una singular casualidad! Vamos; soltadme ya, y acabemos por convenir en<br />

que si vos tenéis razón para desesperaros no soy ciertamente quien a costa de una calumnia<br />

abominable os puede reponer en vuestra antigua calma y vuestro honor… ¡Eh! Soltadme.<br />

—Señor Mariano: exclamó frenético Sanabria sin quitar la mano de su cuello.<br />

Y la campana reprodujo con una lentitud de muerte el mismo número de golpes.<br />

—¡oídla otra vez!<br />

Mariano arrojó entonces un grito espantoso cuya espontaneidad se compartían la desesperación<br />

y la locura; seguidamente exclamó:<br />

—Y bien… qué queréis decirme…?<br />

Entre tanto sus ojos parecían prontos a escaparse de las órbitas, y una convulsión general<br />

se había apoderado hasta de sus más débiles arterias.<br />

—Digo que esa campana anunció por dos veces vuestra agonía…<br />

—¡Mi agonía!<br />

—¡Y digo que debéis encomendar vuestra alma a quien mejor os plazca, porque vais a<br />

morir ahora mismo!<br />

al escuchar Mariano esta fatídica sentencia reunió en un instante todo el volumen de<br />

sus fuerzas, y lo empleó con tanta habilidad que logró desasirse de la férrea mano que le<br />

torturaba la parte posterior del cuello. acto continuo tiró a correr en dirección de su caballo,<br />

y así como llegara a él quiso extraer de la cañonera, medio floja, una pistola; pero Sanabria,<br />

que viniendo sobre sus huellas lo había adivinado todo, llegó a tiempo para evitar que<br />

tomase el arma, y hundiendo en la espalda de su ofensor la hoja entera del puñal le hizo<br />

desplomarse con estrépito.<br />

—¡ah cobarde! –exclamó aquel revolviéndose en su sangre:– me hieres cuando estoy<br />

desarmado!<br />

—Desarmados estaban el Padre Eduardo y mi Florinda… –contestó Sanabria balbuceando.<br />

¡Recuérdalo, infame! Desarmados estaban; y sin embargo… ¡les heriste! ¡ay! una existencia<br />

y una reputación que valían mucho más que las existencias y las reputaciones de todo<br />

tu linaje, desaparecieron en un momento a impulsos de tu mal corazón y tu cinismo…<br />

—Por… la… por la espalda… –murmuró Mariano con voz desfallecida.<br />

—¡Sí, miserable! ¡traición por traición! –repuso Sanabria con solemnidad.<br />

—¡ah!…<br />

—¡Y por un hecho providencial mueres al filo de tu mismo acero!<br />

Diciendo así el terrible viejo quitaba la jáquima a su caballo y hacía con ella un lazo<br />

corredizo. Luego continuó:<br />

—¡Vamos! acaba de expirar para darte la sepultura que tus crímenes merecen.<br />

—¡¡Sanabria!!<br />

un sordo ronquido se escapó del pecho del moribundo… Sus ojos se voltearon presentando<br />

dos grandes formas blanquecinas… Sus dientes rechinaron bajo dos labios horriblemente contraídos;<br />

su estatura se dilató, y, sus cabellos, erizados un momento, cayeron luego con lentitud<br />

sobre las sienes, dejando manifiesta la frente, ya sombreada por una siniestra palidez…<br />

¡Mariano había dejado de existir!<br />

Sanabria entonces echó y ciñó el lazo al cuello del cadáver, arrastrándolo con fuerza.<br />

La campana comenzó a doblar pausadamente.<br />

691


El anciano se detuvo, murmuró una oración y santiguándose con reverencia continuó<br />

su obra. Cuando estuvo cerca de las tembladeras deshizo el lazo para no perder su jáquima,<br />

dio un fuerte puntapié a lo que restaba de Mariano y esperó. un instante después el cadáver<br />

había desaparecido por entre las grietas espantosas y movibles de la tierra…<br />

Cerca de tres siglos y medios van corridos desde entonces. Sin embargo, la tradición a<br />

que este escrito se refiere nada ha perdido ni en su importancia ni en el menor de sus incidentes.<br />

Lejos de eso, ella se refiere sin cesar a los forasteros, sobre todo paseando alrededor<br />

de las admirables tembladeras de la antigua Vega Real, y en presencia de la maravillosa<br />

Campana del higo.<br />

La ciguapa<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Por más que se haya dicho y se siga diciendo que la civilización del siglo en que vivimos<br />

no ha excluido cosa alguna de su benéfica influencia, preciso es reconocer que algo le falta<br />

para el completo de su obra; puesto que la humanidad se mantiene fiel respecto de ciertos<br />

errores funestos que concurren a rebajar la importancia de nuestros mismos adelantos. Evidentemente,<br />

y con especialidad de cuarenta años a esta parte, la inteligencia ha hecho tanto<br />

como en los dos últimos siglos. Cierta de que consagrada a mejoramientos o reformas, que<br />

siempre han de conservar la originalidad de su carácter, sólo llegaría a conquistar una gloria a<br />

medias, cuando no postiza, se ha lanzado en el hermoso campo de las averiguaciones, donde<br />

ha sorprendido secretos importantes para las ciencias y las artes, y donde el mundo la ha ido<br />

a saludar al compás de sus vítores y aplausos en la solemne efusión del entusiasmo. Pero<br />

todos estos triunfos adolecen de la ausencia de uno que, a mi manera de ver, es sumamente<br />

necesario -el triunfo sobre las envejecidas supersticiones, hijas legítimas de la tradición y<br />

sombras importunas que flotan sin cesar en torno de las más nobles ideas.<br />

no se puede negar que la superstición ha sido vigorosamente combatida; mas, si debilitada<br />

por la lucha a que la ha arrastrado el paladín soberbio del progreso la hemos visto<br />

desertar de los centros luminosos, volvamos nuestros ojos, y fuerte por la impunidad la<br />

veremos ejerciendo su férreo período en el silencio de la selva, en el claro oscuro de los<br />

bosques y en la tranquilidad de las aldeas. Un hecho contemporáneo será el certificado más<br />

expresivo de su perniciosa influencia sobre esos seres infelices, comunes a todos los pueblos,<br />

para quienes la civilización es todavía menos que un fantasma.<br />

De Santiago de los Caballeros, Provincia principal de nuestra República, a Puerto Plata,<br />

que es el marítimo más próximo, hay por el camino viejo o de Altamira, veinte leguas castellanas;<br />

mientras que por el nuevo o de Palo Quemado sólo hay ocho y media de extensión,<br />

que corren a terminar en dicho puerto. aunque a primera vista parece que el viajero debe<br />

preferir el último camino atendida la prontitud con que respectivamente rendiría la jornada,<br />

no sucede así; porque trazado a través de una sucesión interminable de montañas gigantescas<br />

y bordadas éstas por infinitos ríos caudalosísimos, de frecuentes avenidas, el caballo<br />

sufre mucho en el tránsito, por cuya razón es necesario no apurarlo y desperdiciar por lo<br />

tanto el beneficio de tiempo que se pudiera obtener respecto del otro camino en razón de<br />

la menor distancia. Sin embargo, hay algo de sublime en los peligros: bajar al niágara en<br />

sus más solemnes arrebatos; cruzar por un andarivel sobre un abismo sin fondo, húmedo,<br />

imponente por cuanto solitario y tenebroso; aspirar el aliento de un volcán en los mismos<br />

bordes de su cráter; escalar los alpes, sorprender al cóndor en su guarida, y andar perdido<br />

692


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entre un bosque sin fin en noche oscura, o sobre el mar azotado por el huracán; son, a la<br />

verdad, escenas grandiosas, magníficas, soberbias, escenas que deben arrebatar el espíritu,<br />

llenar el corazón de brío, elevar y conmover. Santo Domingo no se presta a estas emociones<br />

absolutamente; pero tiene algo de solemne en su naturaleza, en la elevación de sus montañas,<br />

núcleo del sistema antillano, en su aspecto primitivo que conserva como ningún otro punto<br />

de la américa y en los bramidos sonoros de sus ríos.<br />

Partidario, pues, de todo lo nuevo o sorprendente, y avezado ya al camino de Altamira<br />

tomé el de Palo Quemado el día cuatro de junio del año de mil ochocientos sesenta para llegar<br />

a Puerto Plata el cinco y seguir mi viaje a La Habana en el Pájaro del océano. Cinco horas de<br />

ruta, a contar desde la del alba, fueron suficientes para rebajar la potencia de mi caballo a tal<br />

manera, que ya subía las altas cumbres dando sordos gemidos, y entraba en los ríos a viva<br />

fuerza seguro de que le aguardaba un nuevo escalamiento. Lastimado de su quebranto resolví<br />

hacer alto en las floridas márgenes del Bajabonico. Un joven gallardo, al parecer de oficio<br />

labrador, se me acercó y tomó a su cargo la diligencia de aflojar la montura a mi caballo. Tenía<br />

un aspecto doloroso que contrastaba poderosamente con la energía de su musculatura atlética,<br />

y derramaba dolor en cada una de las miradas de sus grandes ojos negros.<br />

—¿Va usted a La Habana caballero? me preguntó con dulce acento.<br />

Ciertamente, le respondí; pero ¿quién le ha dicho a usted que voy a La Habana?<br />

—Mi tío, señor, que es quien le lleva su equipaje… ¿Él irá por altamira?<br />

—Sí.<br />

—Me admira que lo haya dejado a usted venir solo por este camino. un buen peón<br />

nunca debe separarse del viajero…<br />

—Sin embargo, no le culpe usted. Mi venida por aquí es obra del antojo; luego, como<br />

afortunadamente en nuestra patria no se conocen los peligros que en otros países…<br />

—¿Qué dice usted? –exclamó a media voz, y sentándose junto a mí sobre la yerba.<br />

—Digo, que no hay malhechores en toda esta parte española.<br />

—¡ah!… es verdad, pero en cambio hay otra cosa peor… sí señor: hay otra cosa que roba<br />

y mata sin quitarnos la vida o el dinero…<br />

—no lo comprendo a usted, amigo mío.<br />

—Sin embargo, he dicho la verdad y en un idioma que no es a usted desconocido.<br />

—Pero… la proposición de usted es peregrina, ¿quién que roba y mata no invade la<br />

propiedad y la existencia?<br />

—¡La ciguapa!… y así diciendo miraba en derredor con ojos aterrados.<br />

—¿La ciguapa?… repuse sorprendido y reduciendo a su mitad la fuerza de mi acento.<br />

El joven se quedó un instante inmóvil, con el oído atento como quien percibe algún rumor<br />

lejano; luego sonrió, puso sobre sus breves orejas los copos de cabellos que el espanto había<br />

esparcido por su frente, pálida como un botón de lirio, y levantando con trabajo la bóveda<br />

de su pecho lanzó al aire un suspiro triste cuanto prolongado. Desde luego adiviné algo de<br />

maravilloso en la vida y en el dolor de aquel joven, (que bautizaré con un nombre de mi gusto<br />

para evitar confusión en el discurso de este relato, por ejemplo, le llamaré Jacinto, siquiera<br />

sea porque la primera letra es también la primera de mi nombre) y curioso hasta la impertinencia<br />

resolví provocarlo a la revelación, aún a precio de sus más amargos sufrimientos. Esta<br />

curiosidad, sin embargo, no carece de nobleza. Yo tengo la costumbre de identificarme con<br />

todos los dolores, y a veces con sacrificio de mi tranquilidad y mi deber… Vive en el mundo<br />

una señora que me contó la historia de su corazón, entre sollozos y entre lágrimas… Esto dio<br />

693


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

margen a una pasión desesperada por mi parte, pasión que brotó del árbol de la piedad, y<br />

que antes de florecer fue hollada por la misma que en sus diálogos pedía una limosna de<br />

amor… ¡Qué difícil es conocer la verdad en ciertos labios!<br />

Jacinto, pues, vuelto de su sorpresa y recordando mi última frase dijo:<br />

La ciguapa, caballero: la ciguapa es la criatura que con un alma como nosotros alienta<br />

sólo por el exterminio de nosotros mismos… ¡Pero usted no conoce la ciguapa!…<br />

—Ciertamente que no, amigo mío; y si no fuera el temor de afligirle, me atrevería a<br />

suplicarle me diese algunas noticias de ese ser que aún en recuerdo le intimida.<br />

—Será usted complacido, señor, mas para que comprenda bien el mágico poderío de la<br />

ciguapa, será preciso que lo vea confirmado en la desgracia que lloro sin cesar en medio de<br />

estas anchas soledades.<br />

—acepto, le respondí.<br />

Él me tendió la mano y añadió:<br />

—Yo soy, señor, hijo de buen padre; pero víctima en primer término de sus opiniones<br />

políticas. Creyó que tal o cual doctrina era conveniente a la felicidad de nuestra patria, la<br />

enunció sin atender a las consecuencias, y luego tuvo que buscar el reposo en el destierro;<br />

dejando mi existencia de doce años entregada a las depredaciones de la orfandad. no sé<br />

si vive; pero tampoco lo acuso, aunque pudiera decir que más amó una doctrina que una<br />

prenda de su corazón… a espaldas de esa montaña que besando viene el río, habita el viejo<br />

andrés, jefe de una familia numerosa y el cual me recogió agradecido a los favores que le<br />

otorgó mi padre en otro tiempo. Entre sus hijas hubo una llamada Marcelina, que me tomó<br />

un cariño extremado, y a la que correspondía yo con el mismo afecto; llegando esta afición<br />

a tal altura, que nos era imposible estar diez minutos separados. así cuando iba yo a cortar<br />

leña, ella me acompañaba al monte sin hacer cuenta de sus labores; y cuando ella bajaba con<br />

el calabazo a buscar agua al río, yo la seguía, indiferente a las obligaciones que la hospitalidad<br />

había impuesto. Marcelina contaba quince años: era hermosa como un clavel, de ojos<br />

negros, breve boca, cintura delgada y gallardas formas; a todo esto se agregaba una sonrisa<br />

angelical siempre retozando en sus labios purpurinos como en testimonio de la inocencia y<br />

ternura de su alma. El viejo andrés, conocedor del corazón humano, presintió el resultado<br />

de nuestra ostensible simpatía y una noche nos dijo:<br />

Hijos míos, la juventud es imprudente cuanto más impresionable, y temeraria hasta la<br />

locura cuando teme alguna contrariedad en sus manifestaciones. Para prevenir estos males<br />

difíciles de contener una vez desarrollados, quiero participar a ustedes que sus almas, espejos<br />

en que me miro sin cesar, tienen grabadas recíprocamente sus propias imágenes, y que esta<br />

especie de mirismo marcha a una fusión que aplaudo y que bendigo. así, pues, ni hay que<br />

padecer con la idea de una tiranía que siempre he condenado en las familias, ni menos que<br />

disfrazarse con un tupido manto de reservas.<br />

Di las gracias al viejo Andrés en una mirada, por su generosidad, y en seguida la fijé<br />

en el rostro de Marcelina; mas, inocente como mujer ninguna lo fue, nada comprendió<br />

de lo que había dicho su padre y continuaba embebida en su costura. aquella noche no<br />

me fue posible dormir: hablé conmigo mismo de amor, de felicidad: veía a Marcelina<br />

turbada en mi presencia, oyendo la explosión de mis tiernos arrebatos, y lloré de gozo<br />

como un niño.<br />

tres meses transcurrieron, en los cuales sin alterar la índole de mi trato con Marcelina,<br />

el amor había dilatado mi corazón y embellecido mi existencia.<br />

694


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

al cabo de ese tiempo salimos una mañana para tomar agua del río… allí caballero…<br />

debajo de esa mata de cera… ¡ay! allí nos sentamos como de costumbre, a trazar un cuadro<br />

de flores para el porvenir… ¿por qué no permitió Dios que yo hubiera enmudecido…? Ella viviera<br />

todavía; ¡y habríamos gozado, como antes, sin darnos cuenta de nuestra felicidad!…<br />

—Valor, Jacinto, le dije conmovido.<br />

Entonces enjugó una lágrima y prosiguió de esta manera:<br />

Sentados, pues, debajo de ese árbol vimos discurrir cerca de una hora; hasta que yo<br />

excitado como nunca por la adoración contemplativa de los encantos que poseía mi joven<br />

amiga, le tomé y estreché apasionadamente una de sus manos.<br />

—¡ay, Jacinto!, me dijo sorprendida: ¡cómo abrasa tu mano! Dime, ¿estás malo?<br />

—no, Marcelina mía, le respondí balbuceando.<br />

—¡Pero… a lo menos sufres…!<br />

—¡ah! Lejos de eso, gozo de la felicidad en toda su plenitud.<br />

—¡Egoísta! ¡Y pensabas ocultármelo…!<br />

—¡Calla Marcelina! ¡ah! mira que conviertes así en dolores mi alegría. ¿Cuándo te he<br />

ocultado cosa alguna?<br />

—Perdóname, Jacinto: los que queremos bien somos a veces injustos; pero nuestras<br />

injusticias no bajan jamás al corazón. Veamos, ¿me perdonas?<br />

—¡oh! te perdono hoy con más razón y más deleite que te hubiera perdonado ayer.<br />

—¿De veras?<br />

—¡Es mi alma la que habla…!<br />

—¡Es mi alma la que escucha…! Pero tu mano me quema… Has dicho también una<br />

cosa… Y me miras de una manera… Por Dios, Jacinto… ¿qué está pasando de extraño entre<br />

nosotros? ¡Siento mi rostro inflamado, mi corazón se agita… te miro, y me estremezco…!<br />

¡Jacinto, explícame todo esto que yo no me basto a comprenderlo…!<br />

arrebatado entonces caí de rodillas sin abandonar su mano, temeroso de que asustada<br />

hubiese huido como una paloma, buscando auxilio en la choza de su padre.<br />

—Es, Marcelina, le dije casi llorando en mi arrebato, es que nuestras almas se pronuncian<br />

contra la timidez, y se revelan en el lenguaje de las sensaciones el mejor de sus capítulos…<br />

es que no podemos seguir así, callando lo que sentimos y desflorando en su capullo el botón<br />

de la juventud… es en fin, que la soledad de estas montañas, los susurros de sus brisas y el<br />

dulcísimo lamento de este río nos han hecho volver nuestras miradas sobre nosotros mismos<br />

y preguntarnos: ¿qué es lo que sentimos y queremos? ¡ah! ¿no es cierto que tal es nuestra<br />

situación en este instante…?<br />

—Yo lo ignoro, Jacinto, –me respondió toda convulsa;– sólo comprendo que si me abandonaras<br />

ahora, moriría de dolor sobre esta arena; pero tú no lo harás… porque me quieres mucho.<br />

—no lo haré porque sería suicidarme, y me importa vivir por tu alegría.<br />

—¡oh Jacinto! ¡Cuánto gozo escuchándote! ¡Qué hermosa novedad encuentro en tus palabras,<br />

y con cuánta delicia descienden hasta mi corazón!… Habla otra vez, y dime qué es lo que<br />

te inspira esas ideas originales y conmovedoras, que así me recrean y sorprenden. ¡Habla!<br />

—¡Marcelina! Para explicártelo basta sólo una palabra…<br />

—¿una palabra…?<br />

—una que vale por todas las que representan nuestro idioma…<br />

—Y bien… ¡pronúnciala…!<br />

—Si, voy a pronunciarla… ¡oh! Escúchame…<br />

695


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—Habla.<br />

—¡Yo te amo, Marcelina!<br />

—¡Es posible! exclamó con la inocencia de los ángeles: ¿y cómo es que adorándote yo<br />

no participo de tus propias inspiraciones?<br />

El diluvio de besos que estampé en su mano incendiada por la pasión fue la respuesta<br />

que dio mi gratitud; mientras ella esmaltada por el rubor a consecuencia de su bellísima<br />

espontaneidad, cerró los ojos e inclinó la frente como un aguinaldo en cuyo cáliz proyecta<br />

el sol su rayo más fogoso.<br />

Calmadas las emociones del momento nos dimos cuenta del pasado y hablamos del<br />

porvenir.<br />

—Serás mi esposa –le dije– y nuestra choza el templo del amor.<br />

—Sí –me repuso enajenada–, y te amaré como te amo hoy; porque amarte más es imposible.<br />

Mira, Jacinto; aquí mismo, al pie de este árbol levantarás nuestra cabaña. así tendremos<br />

siempre presente nuestros juramentos. ¡oh! ¡Cuánta felicidad! Pero vamos a echarnos a los<br />

pies de papá y a revelarle nuestro amor…<br />

—¡un momento más, querida Marcelina! Es tan hermoso estar ahora a tu lado sin<br />

testigos…!<br />

—Es que tengo miedo, Jacinto…<br />

—¡Miedo! ¿Y de quién tienes miedo cuando yo velo por ti?<br />

—no sé explicarlo… pero de verdad que tengo miedo…<br />

—tranquilízate mi bien –repuse yo conmovido por su interesante timidez; Dios desde<br />

su trono ha escuchado nuestras protestas de amor, y seguramente las bendice. además, yo<br />

estoy aquí para defenderte y…<br />

Dos agudos gritos estallaron a la vez. El uno seco, estridente, fatídico como el de la<br />

muerte, salió de la cresta de la montaña y restalló de roca en roca hasta perder su timbre<br />

entre los murmullos querellosos de estas aguas; el otro, ¡ay! el otro triste, profundísimo, grito<br />

de dolor arrancado al alma que se adormecía descuidadamente en brazos de la felicidad,<br />

partió del seno de Marcelina articulando con trabajo estas palabras:<br />

—¡Dios mío!… ¡¡¡La ciguapa!!!<br />

Esto dicho se desmayó. Privado de todo auxilio en aquella dolorosa situación, ceñí a<br />

Marcelina por la cintura, la suspendí hasta mis hombros y me alejé de este lugar, llevándola<br />

como a un niño que se duerme en los momentos más supremos de una fiesta.<br />

Ni la ternura de su padre, ni el solícito cuidado de sus hermanos, ni el amor afligido<br />

de mi alma, ¡ay! nada señor, pudo devolver a la suya la tranquilidad que había perdido…<br />

Desde que cayó en el lecho fue víctima de una enajenación horrible, de un sopor espantoso,<br />

sólo alterado por la convulsión y los sollozos; si abría sus labios, ya sin carmín y sin color,<br />

era sólo para pronunciar estas palabras: ¡oh Jacinto mío! íbamos a ser felices… pero… ¡¡¡yo<br />

vi la ciguapa!!! ¡adiós Jacinto!<br />

En seguida escondía la hermosa frente en la almohada y volvía a desmayarse. Para concluir,<br />

caballero, porque el recuerdo me asesina: ¡tres días después de este acontecimiento doloroso<br />

dimos sepultura debajo de ese árbol de cera al cadáver de mi adorable Marcelina…!<br />

Calló el mancebo enjugando como a hurtadillas una gruesa lágrima que surcaba su<br />

mejilla. Yo me levanté, viendo que era tiempo de seguir en dirección de Puerto Plata y tomé<br />

mi caballo que se había alejado un poco paciendo la fresca grama de las inmediaciones, pero<br />

antes de cabalgar, y visto que Jacinto había dominado la emoción, me atreví a preguntarle.<br />

696


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

—Y bien, amigo mío: usted me ofreció explicarme qué cosa es la ciguapa, y mi curiosidad<br />

ha subido de punto con lo que acabo de oír… ¿querrá usted cumplirme su palabra?<br />

—Sin duda, caballero; pero recordando a usted previamente que como nacido y educado,<br />

aunque a medias, en la ciudad de Santiago, no participo de las ideas supersticiosas de estos<br />

candorosos campesinos. Se dice que desde antes del Descubrimiento de esta Isla existe una<br />

raza cuya residencia ha sido siempre el corazón de estas montañas; pero que se conserva en<br />

toda su pureza, durmiendo en las coronas de los cedros, y alimentándose de los peces de los<br />

ríos, de pájaros y frutas. La ciguapa, que tal es el nombre con que se conoce, es una criatura<br />

que sólo levanta una vara de talla: sin que por tanto se crea que en sus proporciones hay la<br />

deformidad de los llamados enanos en Europa, y aún en otros puntos de la américa. Lejos de<br />

eso, existe una exacta armonía en todos sus músculos y miembros, una belleza maravillosa<br />

en su rostro, y una agilidad en sus movimientos tan llenos de espontaneidad y de gracia que<br />

deja absorto al que la ve. tiene la piel dorada del verdadero indio, los ojos negros y rasgados,<br />

el pelo suave, lustroso y abundante, rodando el de la hembra por sus bellísimas espaldas<br />

hasta la misma pantorrilla. La ciguapa no tiene otro lenguaje que el aullido, y corre como<br />

una libre por las sierras, o salta como un pájaro por las ramas de los árboles tan luego como<br />

descubre a otro ser distinto de su raza; porque es sumamente tímida e inofensiva al mismo<br />

tiempo. En general se le atribuye una sensibilidad sin ejemplo, y se añade que habiéndola<br />

capturado algunas veces por medio de trampas abiertas en los bosques, se le ha visto morir a<br />

pocas horas de dolor, anegada en su mismo llanto; pero sin exhalar una sola queja ni menos<br />

revelar indignación. Por último, caballero, la ciguapa es en su naturaleza idéntica a nosotros;<br />

y en cuanto a las manifestaciones del amor infinitamente superior, porque raya en el delirio.<br />

Sus celos terminan con la muerte, y es en este sentimiento tan intolerante y egoísta, que el<br />

cuadro de dos seres que se aman y acarician le arranca gritos de desolación que sólo se apagan<br />

en el sepulcro. Pero no es esto lo más admirable, sino que cuando es hembra la ciguapa que<br />

sorprende esos coloquios, muere a la misma hora que ella el joven enamorado, y cuando es<br />

varón muere la amante como murió mi pobre Marcelina… En todo lo que llevo dicho no se<br />

descubre otra cosa que el triunfo de una creencia torpe; pero admitida y consagrada, sobre<br />

todo por nuestros inocentes campesinos. Esta creencia, pues, es la causa verdadera de una<br />

desgracia que lloraré con el corazón mientras tenga fuerzas para soportar su peso.<br />

Dijo Jacinto, y estrechándome la mano desapareció por el caracol trazado rústicamente<br />

al pie de la montaña. Entonces volví a tomar el camino, preocupado con la existencia y las<br />

derivaciones de tantos errores como prohíja todavía la sociedad, despreciando la voz de la<br />

civilización y los testimonios irrecusables del progreso.<br />

NICOLÁS UREÑA DE MENDOZA 1 1822-1875<br />

Poeta, abogado, periodista, costumbrista. nació el 25 de marzo de 1822 y murió el 3 de abril de 1875 en<br />

su villa natal, Santo Domingo. Fue, con Félix María Del Monte, introductor del color local en la poesía<br />

dominicana, en sus celebradas décimas del destierro, en 1855, entre ellas El guajiro predilecto, una de las<br />

más bellas de nuestro parnaso. “Poeta de sabor clásico en sus pastorelas: de índole nacional en sus<br />

cantos dominicanos”, le llama C. n. Penson.<br />

1 Ver Max Henríquez ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945; E. R. D., Salomé Ureña<br />

y el Instituto de Señoritas, S. D., 1960, José Castellanos, Lira de Quisqueya, S. D., 1874; C. n. Penson, Reseña histórico-crítica<br />

de la poesía en Santo Domingo, S. D., 1892, p.29.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

El progenitor de Salomé ureña vivió en constante actividad. Fue maestro de escuela, Director de la Escue-<br />

la Pública de Santo Domingo en 1852, en el mismo año Defensor Público, función que le fue confirmada<br />

el 21 de febrero de 1860; magistrado, legislador, Senador por Puerto Plata en marzo de 1869; periodista,<br />

político militante, por lo que sufrió persecuciones y exilios. usaba generalmente dos seudónimos: el de<br />

Nísidas, para sus poesías, y el de Cástulo para sus jugosos artículos de costumbres. Cultivó casi todos<br />

los géneros de poesía. Escribió romances, décimas, pastorelas, epigramas, apólogos.<br />

Su obra en prosa, en la que se cuentan algunos grandilocuentes discursos políticos, no ha sido recogida.<br />

no así su poesía, en parte inserta en la Lira de Quisqueya, de Castellanos, p.55. Dos de sus Cantos<br />

dominicanos figuran, precedidos de breve noticia biográfica, en nuestra obra Poesía popular dominicana,<br />

S. D., 1938. pp.64, 81, 82. Su ilustre nieto, el Dr. Pedro Henríquez ureña, recogió también un manojo<br />

de sus versos, Poesías, S. D., 1933, 30p. en mimeógrafo.<br />

Su vehemente discurso acusatorio contra Santana se publicó en el periódico El Eco del Pueblo, S. D.,<br />

12 de octubre de 1856. Su Historia de El Duende, de 1853, que se reproduce en esta obra, aparecida en<br />

su admirable periódico El Progreso, en ese año, la insertamos antes en nuestra obra La Imprenta y los<br />

primeros periódicos en Santo Domingo, S. D., 1944. Son páginas del género costumbrista, en que tanto<br />

se distinguió el celebrado Nísidas.<br />

En el Cuaderno de poesías coleccionadas por P. Henríquez ureña, manuscrito que se conserva en<br />

el Museo nacional, hay un romance de nicolás ureña. Este Cuaderno es una antología de la poesía<br />

dominicana, obra juvenil, inédita, del más ilustre descendiente de Nísidas. Dejó un libro inédito,<br />

Paciflores, que conservaba otro ilustre nieto suyo, el Dr. Max Henríquez ureña.<br />

La historia de El Duende<br />

Difícil cosa era en otro tiempo escribir para el público, y mucho más difícil ostentar un<br />

estilo ataviado con toda la pompa del idioma, las galas de la retórica y la amenidad y cadencia<br />

del buen gusto, porque el saber no se había como en nuestro siglo comunicado a las últimas<br />

capas de la sociedad, en que cualquier menestral se cree erudito con sólo haber leído alguna<br />

de las obras que han inmortalizado a Dumas, Víctor Hugo y Eugenio Sué. En la época a que<br />

nos referimos estaban reservadas las ciencias a un corto número de hombres y al clero, único<br />

depositario de las antiguas tradiciones y de los libros salvados de las ruinas de Egipto, Esparta,<br />

Roma, etc., etc. Los nobles se hallaban bien con su ignorancia, que era su principal distintivo,<br />

y era honroso para ellos no sólo no saber comunicarse con sus semejantes por medio de la<br />

escritura, sino lo que es más aún: ignorar escribir su nombre al final de un pergamino.*<br />

Hoy todo es al contrario; el mundo ha tomado nuevo aspecto y merced al torrente de<br />

luz que despide nuestro siglo, las tinieblas han desaparecido y la ignorancia se ha refugiado<br />

en el orco: único lugar que aún permanece oscuro en el siglo XIX habitado por sus ángeles<br />

de tinieblas y sus réprobos de maldición.<br />

De este modo discurría yo no hace mucho, recostado en una poltrona, con el brazo izquierdo<br />

descansando en el espaldar de una silla, y con ambos pies estirados y puestos en los<br />

travesaños de otra, es decir, ocupando tres sillas a un mismo tiempo con toda la comodidad<br />

que mi casa permite. Cualquiera al verme en esa posición me hubiera tomado por de pronto<br />

por uno de nuestros honorables congresantes.<br />

*Este escrito apareció originalmente en el periódico El Progreso, S. D., 1853, y reproducido en nuestra obra La imprenta<br />

y los primeros periódicos de Santo Domingo, S. D., 1944, en la que se reproduce la colección del periódico El Duende,<br />

de 1821, a que se refiere Nicolás Ureña.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Ya hemos dicho que no hay un hombre por inepto que sea que no se juzgue autorizado<br />

a escribir para el público y en estilo campanudo hacerle dormir: despierto: sentado esto no<br />

se extrañará que yo haya dado en la manía de escribir artículos para EL PRoGRESo y que<br />

haciendo el más completo abuso de la paciencia de los lectores, me proponga hoy regalarles<br />

con una historia insípida, desaliñada y escasa de invención. Bien comprendo que harán<br />

falta en ellos los espectros de Walter Scott y demás alharacas hijas del romanticismo; pero<br />

mis lectores serán indulgentes en esta parte, porque nacido en este siglo de maquinarias e<br />

inventos juzgo que todo debe practicarse por vapor o a lo menos parecerlo, es decir, que toda<br />

producción debe hacerse lo más lacónico posible: así la historia que intento referir tendrá a<br />

más del mérito de la veracidad, el de asemejarse en la rapidez a una locomotora.<br />

Por los años de 1821 circulaba en esta Capital un periódico titulado El Duende, redactado<br />

por los hombres más inteligentes de aquella época, y por supuesto lleno de instrucción,<br />

amenidad y cultura. Exiguo en demasía aún para aquellos tiempos, en que la imprenta<br />

no había tomado esas dimensiones colosales que hoy notamos, se concretaba solamente a<br />

comunicar las noticias más interesantes de la Metrópoli, a insertar uno que otro aviso y tal<br />

cual composición poética de los hijos del país: esas composiciones que tanto disgustan hoy<br />

a algunos de los lectores de El Progreso y que casi nos exponen a que digamos de ellos lo<br />

que Shakespeare de los hombres insensibles a la armonía.<br />

El Duende en su aparición era solicitado con ansiedad por todos los hombres, de mediano<br />

saber, y amantes del progreso material e intelectual de este país y aunque reducido a la mitad de<br />

un pliego de papel común, cosa que sería ridícula en 1853 en que periódicos colosales como El<br />

Eco de Ambos Mundos y El Correo de Ultramar pueden servir para alfombrar el pavimento de un<br />

gran palacio, nadie se detuvo al principio a meditar, si era o no exorbitante el precio de un real<br />

fuerte, que importaba cada entrega. Mientras no se cobraba la cuota a los suscriptores, la empresa<br />

marchaba a las mil maravillas, y los Editores podían prometerse largos días de existencias para el<br />

hijo de sus concepciones, para el fruto de sus desvelos y para el objeto de sus esperanzas; esperanzas<br />

que según ellos habían de realizar más tarde un porvenir risueño y lleno de atractivos; más<br />

luego que llegaba el momento del cobro, entonces desfogaban su despecho contra el cobrador, y<br />

se deshacían en invectivas contra el pobre Duende y aún lo que es más, no faltaba un egoísta que<br />

acusara a sus Editores, de insulsos, plagiadores y… Era un remedo de lo que pasa hoy, con El<br />

Progreso y con el Correo del Cibao. un hombre anciano, vecino de mi padre y más avaro aún que<br />

el inmortalizado por Moliére, fue uno de los que después de haber satisfecho su pequeño contingente,<br />

se negó con obstinación a proseguir abonado. Mi padre por el contrario, si antes recibía<br />

un solo ejemplar, quiso recibir dos en adelante, sin embargo de la escasez en que vivía; porque<br />

comprendía que la prensa había llegado a ser una necesidad de la época y porque existía en él<br />

un espíritu de nacionalidad a toda prueba.<br />

Los domingos, después de haber asistido a la misa mayor, regresaba mi padre a casa, y leía a<br />

toda la familia el pequeño periódico; haciéndonos retener en la memoria a mi hermano y a mí las<br />

fábulas y poesías que por lo común insertaba. El bueno de nuestro vecino atisbaba esta hora para<br />

enviar a casa al menor de sus hijos en busca del periódico que no sin repugnancia se le remitía.<br />

Mi padre quiso persuadir al vecino en varias ocasiones, a que se suscribiera de nuevo a El Duende,<br />

asegurándole que no por eso se notaría alteración sensible en su capital; pero el vecino siempre<br />

contestaba: que no era indispensable la lectura de los periódicos; que él tenía hijos a quienes darles pan, y el<br />

tiempo estaba muy malo: y que, en fin, cuanto más podía hacer en obsequio de la empresa, era suscribirse<br />

conjuntamente con mi padre, y que cada uno pagase la mitad del importe de la suscripción.<br />

699


Mi padre lleno de coraje no replicó al egoísta vecino, ni le habló más nunca de periódicos,<br />

porque según el decía: así como no se puede invertir el orden natural y constante de las<br />

cosas, así no se puede pedir prodigalidad al avariento; y no obstante, el vecino continuaba<br />

enviando a buscar a mi casa el periódico.<br />

una tarde jugaba yo, en las inmediaciones del hogar de mis padres, con mis hermanos y demás<br />

compañeros de mi niñez, y nos entreteníamos en arrojar al aire rueditas de papel, para engañar<br />

a las incautas golondrinas que volaban en gran número atraídas por la primavera. Poco rato<br />

después, uno de los hijos del vecino se incorporó con nosotros, e imitando nuestro ejemplo, sacó<br />

de su bolsillo, El Duende de aquel día, todo arrugado, y con la mayor prontitud que se ha visto, lo<br />

redujo en un instante, a una infinidad de partículas: aquel era el periódico de mi padre. Yo corrí,<br />

mejor dicho volé a mi casa e impuse a mi padre de lo acontecido; esto, como era de suponerse,<br />

dio por resultado un rompimiento eterno entre las dos familias. Mi anciano padre rebosando de<br />

cólera, y teniendo la razón de su parte, dirigió al vecino palabras poco comedidas, y aún le hirió<br />

su amor propio en gran manera; mas éste con toda la serenidad de la impudencia, sólo contestaba:<br />

que él castigaría el atrevimiento de su hijo, para que los demás no lo repitieran…<br />

Permítasenos plagiar, o si se quiere, copiar a Mr. Víctor Hugo, cuando en Nuestra Señora<br />

de París, encuentra la Reclusa a la Esmeralda, en la Plaza de Greve, que dice: ¡¡¡nuestra pluma<br />

se resiste a pintar!!!<br />

Y en efecto, nuestra pluma se resiste a pintar los disgustos, los sinsabores y los ratos de<br />

impaciencia que ocasionó a mi familia, el mencionado periódico.<br />

Baste decir que gracias al ascendiente que ejercía mi madre sobre su esposo no se ensangrentó<br />

la escena, quebrantando así uno de los preceptos, impuesto por aristóteles.<br />

He aquí lector la historia de El Duende: a ti corresponde hacer las aplicaciones debidas,<br />

porque sabido es que en la naturaleza hay muchos seres parecidos, y que aún en los más<br />

desemejantes a primera vista, no dejan de notarse algunos puntos de contacto, después que<br />

se han examinado.<br />

Imita en horabuena al vecino de mi padre; pero nunca ¿lo oyes? nunca abuses de la confianza<br />

de un amigo, y le devuelvas roto y grasiento un periódico, que con repugnancia te ha<br />

prestado; y al que has detractado injustamente, más bien por un espíritu de egoísmo, que<br />

de retrogradación.<br />

1853.<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

J. A. BONILLA Y ESPAÑA 1836-1894<br />

José antonio Bonilla y España, nació en Santo Domingo el 11 de febrero de 1836 y murió en la misma<br />

villa el 7 de enero de 1894. Fue hijo del prócer separatista Pedro Pablo de Bonilla.<br />

Desde muy joven se dedicó al estudio y a las letras. Miembro de diversas sociedades literarias; ejerció<br />

su profesión de abogado desde el 23 de agosto de 1866. Fue Diputado, Ministro de la Suprema Corte<br />

de Justicia, primer redactor del importante vocero El Eco de la Opinión, desde su aparición, en 1879, y<br />

asimismo redactor de El Teléfono.<br />

Fue colaborador de la importante Revista Científica, que dirigían el Dr. Guillermo de la Fuente y José<br />

Joaquín Pérez. En la edición n. o 7, de junio de 1883, publicó su breve artículo La Conjunción, en que<br />

habla de sociedades cooperativas y del proletariado; en la n. o 20, de noviembre del mismo año, otro<br />

artículo, revelador de sus aficiones folklóricas, Los cantos populares; y en los n. os 25 y 27, de diciembre<br />

de 1883 y enero de 1884, su Defensa en la causa criminal de Petrona Telemaco.<br />

700


En relación con la tradición de Bonilla que se reproduce ahora véase en Cosas Añejas la tradición de Penson,<br />

Profanación, y nuestro artículo De la poesía francesa en Santo Domingo, en Cuadernos dominicanos de cultura,<br />

S. D., dic. 1944. Dice Penson que no se ha podido averiguar el nombre del Padre Perozo, y que Bonilla y<br />

España le dio el convencional nombre de Fray Fulgencio (Cosas Añejas, p.90 y nota V-XXXV).<br />

La obra de Bonilla es digna de una mayor investigación. En su Necrología, publicada en El Eco de<br />

la Opinión, del 13 de enero de 1894 y en la obra del Lic. M. a. amiama, El periodismo en la República<br />

Dominicana, S. D., 1933, 49, 50, se habla de su labor como periodista.<br />

La profecía<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

I<br />

En la altiplanicie norte de la ciudad, frente a la puerta de San Diego y en dirección al<br />

río ozama, existe, casi demolido por las revoluciones del tiempo y la indiferencia de los<br />

hombres, el antiguo Convento de frailes franciscanos que fue un notable monumento, y es<br />

hoy una ruina que apenas revela la soberbia y magnífica morada de aquellos siervos del<br />

Señor, modelos de sabiduría y ejemplos de caridad cristiana.<br />

Murallas informes, ennegrecidas y llenas de grietas, arcos rotos, puertas desquiciadas y<br />

abiertas y algunas paredes de los claustros, es cuanto queda de aquel edificio destruido.<br />

Entrando por la puerta principal de la iglesia se ven, a la izquierda, dos órdenes de arcos<br />

que aún permanecen de pie y erguidos, rodeando los fustes de sus columnas la trepadora<br />

enredadera, y sobre los altos capiteles el copey y el higo que enlazan sus rudas raíces, demostrando<br />

así el triunfo de la naturaleza sobre las creaciones del genio. Hacia el fondo, sombría<br />

y silenciosa, se levanta una capilla que conserva parte de su techumbre, y frente a la capilla<br />

los restos de una celda que según la tradición fue la que ocupó en vida Fray Fulgencio de<br />

Perozo, varón doctísimo, oriundo de una noble familia castellana, y a quien los infortunios<br />

le hicieron aceptar la vida monástica; a ese varón debieron sus timbres intelectuales y su<br />

pujanza en las letras humanas el doctor núñez de Cáceres, el doctor José J. Del Monte, el<br />

doctor Faura y otros eminentes y esclarecidos hijos de esta tierra privilegiada.<br />

El tiempo demoledor de toda grandeza, ha ido convirtiendo en escombros artísticos una<br />

de las obras más hermosas e imponentes que ostentaba la que fue atenas del nuevo Mundo.<br />

aquellas paredes ennegrecidas recuerdan que en ese lugar santo y sagrado, a las primeras<br />

alborecencias de la aurora y a los últimos crepúsculos de la tarde, se cantaban himnos de<br />

adoración por los piadosos moradores, que se elevaban al cielo, como el perfume de las<br />

flores y el oloroso humo de los incensarios.<br />

Dentro de la iglesia y protegidos por robustos troncos y a la sombra de tupidas ramas,<br />

había algunas lápidas de mármol blanco cuyas inscripciones borradas y confusas, denunciaban<br />

que bajo de esa losa estaban enterrados los humildes frailes que habían consagrado<br />

su vida al culto de Dios, y los orgullosos nobles, a quienes pareció estrecho el mundo para<br />

sus exageradas aspiraciones, allí como en el cementerio, la vanidad del hombre había agotado<br />

los prodigios de la forma en los epitafios, y la heráldica en los blasones de antiquísimo<br />

abolengo.<br />

Hacía muchos años que esa iglesia y el vasto edificio del convento estaban olvidados<br />

del hombre, y sólo el curioso viajero visitaba aquellas solemnes ruinas históricas, ávido de<br />

conocer los vestigios de grandeza de un siglo monumental, que fue gloria y esplendor de<br />

España.<br />

701


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

II<br />

Corría el año de 1840. La dominación dura e injusta de occidente pesaba sobre los<br />

infortunados hijos de la antigua Primada; esa dominación que contribuyó a la decadencia<br />

de la parte española, que convirtió a la augusta matrona del Caribe en mísera esclava; dominación<br />

cruel cuyos vestigios no han podido borrar aún ni el tiempo ni la viril e ilustrada<br />

generación actual.<br />

Era la noche del 27 de Febrero; la luna iluminaba de lleno la solitaria iglesia y los abandonados<br />

claustros del convento, refractando su luz en los pedazos de mármol que conservaban<br />

parte de su blanco primitivo, noche apacible y poética, como son todas las noches<br />

americanas. Entre las espesuras de los árboles y en el recinto de las dos naves del templo<br />

describían círculos los murciélagos, las agoreras lechuzas con sus chirridos inspiraban pavor<br />

al espíritu más sereno.<br />

Daban las once en la campana del Palacio del ayuntamiento, y a esa hora tres personas<br />

se dirigían presurosas por la calle del Hospital, hoy del Estudio, y subían la cuesta que<br />

conduce al Convento de San Francisco.<br />

Esas personas eran los haitianos altius Ponthieux, su hermano altidor, y un joven francés<br />

de apuesto continente. Los tres jóvenes habían concebido un proyecto audaz y sacrílego;<br />

interrumpir el solemne silencio de aquella sagrada ruina con la algazara de una orgía, con<br />

los báquicos cantares de la embriaguez.<br />

Los tres jóvenes se dirigieron con firme paso a la iglesia, traspasaron sus umbrales, e<br />

improvisando una mesa con una enorme piedra desprendida de la bóveda de la iglesia<br />

dieron comienzo a la cena. a medida que escanciaban las botellas iban sus ojos animándose<br />

por grados, y su faz primero, y después su cuerpo, tomando un aspecto infernal, que habría<br />

puesto indefinible espanto en el corazón más osado. A medida que su exaltación aumentaba,<br />

aumentaban también las voces y los gritos.<br />

altius Ponthieux, el más atrevido, levantándose tomó una copa y cantó los siguientes<br />

versos, apóstrofe sacrílego a los que dormían el sueño eterno de la muerte:<br />

Por un instante alzaos del polvo,<br />

monjes que dormís en estos lugares,<br />

la noche reina en este antiguo monasterio,<br />

venid a tomar parte en nuestros juegos.<br />

Estos muros ennegrecidos, estas góticas bóvedas,<br />

vieron vuestros más dulces placeres,<br />

salid, salid de esos nichos antiguos.<br />

Franciscanos, bebemos a vuestra salud.<br />

¡ah! decidnos cuántas veces estas celdas<br />

ocultaron vuestros amores.<br />

Cuántas hermosas, cándidas y puras<br />

encantaron el curso de vuestros pasatiempos,<br />

¡ah! sí, sin duda, el choque de vuestros vasos,<br />

de cien frascos<br />

hacían grato el eco de este lugar solitario.<br />

¡Franciscanos, brindamos a vuestra salud!<br />

702


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

¡Jamás humanos ojos vieron el cuadro que siguió a esas frases satíricas, a ese acto infame!<br />

En ese instante mismo brotaron por las grietas de los muros llamaradas fosfóricas que<br />

iluminaron tristemente los muros y las lápidas, que levantadas, dieron paso a blancos y<br />

pelados esqueletos, y oculto el cráneo por la azulada cogulla, a un fraile, antiguo morador<br />

de aquel sagrado recinto.<br />

Los compañeros de altius, cayeron anonadados ante esa visión, como los amigos de<br />

tenorio ante la aparición del Comendador.<br />

—¡Sacrílegos! dijo el fraile, con profunda y temblorosa voz: ¿no os ha bastado las desgracias<br />

que han asolado a la infortunada Española, donde caísteis como hambrientos buitres?<br />

¿No os ha bastado a vuestros instintos de fieras, las seducciones de las vírgenes, el martirio<br />

del patriota, el escarnio de venerados y preclaros varones, la destrucción de los mejores<br />

monumentos para edificar vuestras casas? ¿No os ha bastado tanta infamia? ¿Necesitabais<br />

más? ¡Despertar el silencio de estos muros con vuestras báquicas algazaras; retar a los que<br />

tranquilos dormían el eterno sueño en sus tumbas mortuorias!<br />

¡Salid malditos del Señor! Estas orgías, esta profanación será vuestra última jornada. os<br />

falta poco… La antigua Española recobrará sus bríos y su altivez, y todos los vuestros y los<br />

de vuestra descendencia caeréis bajo las lanzas de los patriotas.<br />

Salid de este asilo de paz, malditos de Dios, que dentro de cuatro años saldréis de los<br />

dominios de nuestra tierra.<br />

Calló el fraile… todo quedó en silencio… los profanadores del santo lugar, aterrados,<br />

y con acelerada marcha salieron del augusto recinto, sin atreverse a volver la cara atrás<br />

temerosos de encontrarse de nuevo con los muertos.<br />

III<br />

El 27 de Febrero de 1844 a las tres de la mañana, el grito de ¡Independencia! dado en el<br />

histórico Baluarte del Conde, anunció al mundo el nacimiento de un nuevo Estado: de la<br />

República Dominicana.<br />

La profecía del fraile se había cumplido.<br />

EL tELÉFono, S. D., n. o 287, Septiembre 24 de 1888.<br />

APOLINAR TEJERA 1 1855-1922<br />

apolinar tejera y Penson, hermano del sabio dominicano Emiliano tejera, nació en Santo Domingo<br />

el 6 de enero de 1855 y murió en la misma villa el 10 de julio de 1922.<br />

Importante personalidad de la Sociedad dominicana de su tiempo, en las letras, en el Clero, en la<br />

judicatura y el magisterio. Estudió filosofía y latín en el Seminario.<br />

una de sus primeras actividades fue la del periodismo: en 1874 fundó El Centinela. abogó entonces por<br />

la repatriación de Duarte. abogado en 1876. Presbítero en 1881. Rector de la universidad de Santo<br />

Domingo en 1902. Diputado en 1903. En misión diplomática en La Haya en 1907. Presidente de la Suprema<br />

Corte de Justicia en 1908, secularizado desde el año anterior. Secretario de Estado en 1913.<br />

En 1907 empezó a publicar sus demoledoras Rectificaciones históricas.<br />

1 acerca de tejera véase el exhaustivo Índice de una vida ilustre, doctor don Apolinar Tejera, del Dr. V. alfau, Durán,<br />

publicado en Clío, n. o 102, de 1955. Contiene apuntaciones biográficas, Ideario cívico, Bibliografía, Bibliografía poética,<br />

necrología y acerca de tejera. En este minucioso trabajo se reseñan todos los escritos de tejera, incluso, es claro, su<br />

Literatura dominicana, comentario crítico-histórico, parcialmente publicada en 1922.<br />

703


El grave autor de las Rectificaciones que más ahondaron en nuestro pasado histórico, fue también<br />

poeta y prosista dado a los temas sentimentales. Fue el más joven de los poetas que figuraron en la<br />

Lira de Quisqueya, de 1874. La bella Catalina, que se reproduce en esta obra, es prenda de ello. En su<br />

leyenda su imaginación lleva el tema del amor a los días del Descubrimiento, entre los indígenas,<br />

con la curiosa intervención del audaz ojeda, hombre de hierro y de fuego, en románticos lances.<br />

La bella Catalina<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

LEYEnDa InDIa*<br />

I<br />

Era el 27 de noviembre del año de gracia de 1493.<br />

La flota mandada por el Almirante Cristóbal Colón en el segundo viaje al Nuevo Mundo,<br />

compuesta de tres carracas de a cien toneladas y catorce carabelas, la cual había salido de España<br />

el 25 de septiembre del mismo año, tocaba por fin al término de su largo y penosísimo<br />

viaje, echando anclas en el puerto de navidad, donde se había construido una fortaleza o cosa<br />

parecida, con los restos de la carabela Santa María, el año anterior, poco antes de regresar<br />

Colón a España a dar noticia de sus importantes descubrimientos a los Reyes Católicos.<br />

El almirante y todos sus compañeros estaban impacientes por desembarcar en la Española,<br />

pero no pudieron hacerlo, porque ya el sol hundíase en el ocaso, y las sombras de<br />

la noche empezaban a ocultar la costa, y como ésta era muy peligrosa por sus escollos, fue<br />

preciso esperar el nuevo día. La noche cerró por fin y todo fue calma y silencio en la flota.<br />

¡Qué bella e imponente debió ser la puesta del sol para aquellos que por primera vez<br />

la contemplaban bajo el hermoso y arrebolado cielo de los trópicos! Porque aunque la<br />

mayor parte de la tripulación de las carracas y carabelas eran comerciantes de baja estofa,<br />

aventureros vulgares y otros seres de la misma ralea, que no dan vuelo a la fantasía ni<br />

ensanche al alma, ello es cierto que los espectáculos de la creación conmueven hasta las<br />

piedras. tal es, por ejemplo, el crepúsculo vespertino en estas latitudes. El sol trasponiendo<br />

el horizonte, que parece un océano de púrpura; las nubes de varios colores que manchan<br />

el puro azul del cielo; la estrella de la tarde, brillando con luz vaga e indecisa allá en el<br />

lejano oriente; las altas cimas de las montañas, reflejadas en el espacio; el canto de las aves;<br />

el rumor misterioso de los bosques, sollozo de la naturaleza por la ausencia del astro del<br />

día que la anima y vivifica; la niebla, envolviendo como un gran sudario toda la tierra; el<br />

vuelo de los pájaros nocturnos; la tórtola que interrumpe con sus gemidos el silencio que<br />

reina en esa hora tan triste en que la luz se apaga y el negror tiende su manto; son cosas<br />

que conmueven a cualquiera, aunque no tenga una organización de artista, o un corazón<br />

de poeta, ese artista por excelencia; que el hombre, por más envilecido y degradado que<br />

sea, siente y goza ante todo lo bello.<br />

Colón estuvo toda la noche en la mayor inquietud, porque, a pesar de los arcabuzazos<br />

que se dispararon como aviso apenas fondeó la flota en el puerto, todo quedó en silencio,<br />

no viéndose brillar en la costa ni siquiera una luz. La luna surgía en el horizonte; millares<br />

de estrellas tachonaban el firmamento; el mar estaba en calma, soplando un viento de tierra<br />

muy fresco y agradable, aunque impregnado de emanaciones marinas. El almirante, que<br />

*Publicada en el periódico El País, S. D., n. os 2-4, feb. y marzo de 1877. Reproducida en Boletín del Archivo General<br />

de la Nación, n. o 60, de 1949.<br />

704


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

estaba en expectativa, creía a cada momento divisar algún brillo en la cercana ribera; pero<br />

todo era visión de su fantasía; solamente interrumpían la calma y magestad de la noche, el<br />

lamento de las olas al morir en la playa y el triste canto del alción. alguna desgracia había<br />

ocurrido sin duda en la fortaleza de navidad, así lo sospechaba Colón, y por eso estaba<br />

ansioso e inquieto.<br />

Y en efecto, el intrépido y belicoso Caonabo, Señor de la Casa Dorada, de origen caribe<br />

y carácter guerrero, irritado con los españoles que penetraron en sus territorios, se unió con<br />

otros caciques, asaltó de noche la fortaleza, la cual fue reducida a cenizas; y mató la guarnición,<br />

mermada ya por las disensiones, la avaricia, la sensualidad, y otros vicios groseros<br />

y brutales a los cuales se entregaron sin tasa ni medida los descubridores, o mejor dicho,<br />

pobladores del nuevo Mundo; para mengua de la civilización que venían a implantar de<br />

este lado de los mares, y desdoro de tantas conquistas, que hubieran sido muy brillantes a<br />

no ser tan feroces y sangrientas.<br />

II<br />

Colón, en el segundo viaje, había descubierto las islas de los caribes, con los que tuvieron<br />

los españoles algunas escaramuzas; porque estos salvajes eran feroces y valientes, y aunque<br />

la vista de aquellos extraños huéspedes les asombraba, no les infundía pavor.<br />

alonso de ojeda, joven denodado y amigo de aventuras, le arrebató a los caribes en<br />

una de dichas escaramuzas y entre otras indias, una muy garrida y hermosa, cuyo talento,<br />

gracias y demás atractivos, prendieron presto la llama del amor en el hasta entonces helado<br />

pecho del marino; y no era extraño, pues sucede con frecuencia que la belleza, hermanada<br />

con la hermosura, inspira ardentísimas pasiones aún a las almas más empedernidas e indiferentes.<br />

Ojeda, como hombre y en la flor de sus años, no pudo resistir a los encantos de<br />

esa Eva indiana, nacida en las florestas de Borinquen, y juró llamarla suya, por más que la<br />

bella Catalina, pues tal era el nombre que le daban en la carabela donde iba, le negase sus<br />

favores.<br />

El amor brota un día u otro en el corazón. todo hombre ha nacido para amar, como todo<br />

árbol da frutos, como toda semilla encierra un germen. ¿Quién es el mortal, por misántropo<br />

que sea, o por borrascosa que haya sido su existencia, que alguna vez no hubiese estado<br />

bajo el poder del dios ciego? ¿Quién el que no haya sentido la mágica a par que irresistible<br />

influencia de una mirada o una sonrisa? Si se puede decir del amor que es una llama que<br />

calienta sin quemar, como la luz de la luciérnaga, que alumbra sin despedir calor, las miradas<br />

y sonrisas de las mujeres, son las chispas que prenden esa llama.<br />

Maldecir el amor porque trae consigo sinsabores, es como renegar del sol porque marchita<br />

las plantas, o de la lluvia porque alimenta los torrentes, o de la luz porque produce sombras,<br />

no pensando lo que sería del universo, sin sol, lluvias ni luz. El corazón sin amor es el caos,<br />

o algo menos; la nada: eso era la creación antes que Dios, por amor, pronunciase el Fiat lux.<br />

no se puede, no, vivir sin amor; porque él es el aire, la luz, el alimento del alma. La vida<br />

sin amor es como yermo erial. Fuera de él no hay sino soledad, desolación e inmovilidad;<br />

como fuera de la armonía no hay sino desorden, fuera de la luz tinieblas. El misantropismo<br />

es la enfermedad de las enfermedades. ¡Pobres misántropos! Porque su vida es como día sin<br />

sol; como lago sin murmullos; como flor sin fragancia. Porque el mundo es para ellos vasto<br />

desierto sin los oasis del deleite; sin los espejismos de las ilusiones. Es necesario e indispensable<br />

amar algo, aunque sea un ser indigno de nuestro cariño. Es necesario e indispensable<br />

705


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

cumplir esa ley grabada con indelebles caracteres en la conciencia; esa pasión en virtud de<br />

la cual se engendran y perpetúan los seres y de que es susceptible lo mismo el insecto que<br />

zumba entre las hojas, y el águila caudal que se cierne en el éter, y el pez que vive en las<br />

ondas, como el hombre, rey de todo lo creado. Sí, es necesario e indispensable amar. Por el<br />

amor venimos al mundo: por él vivimos. El amor es un sentimiento universal; un fluido que,<br />

como el aire, circula por toda la naturaleza. Se aman las flores, las estrellas, las nubes, las<br />

fuentes… así, pues, ¿cómo podía dejar de amar ojeda?… aunque soñase solamente con la<br />

gloria, las riquezas, el fausto; el corazón había de buscar su centro de gravedad. Era menester<br />

que sintiera y sintió; que las leyes de la naturaleza se cumplen a pesar nuestro. Demás de<br />

que… ¿cómo librarse a la influencia de una mirada lánguida, de una tierna sonrisa, de una<br />

voz arrobadora como dulce, melodiosa música?…<br />

III<br />

La bella Catalina fue robada siendo muy niña por los caribes, los que acostumbraban<br />

devorar los hombres, conservando las mujeres para hacerlas sus esclavas. Muy agradecida<br />

debía estar la hermosa isleña al bravo y apuesto joven que al devolverle la libertad que lloraba<br />

perdida para siempre, le daba también su corazón; pero ella no sentía por él aquel afecto<br />

que sintió alaida por Cortés y que la hizo tan desgraciada. alonso, por desgracia, no era<br />

simpático ni hermoso; le inspiraba gratitud a Catalina, pero no amor; y ésta, que era buena<br />

y compasiva, deploraba sinceramente no corresponder a su bienhechor; pero el corazón se<br />

obliga en vano, porque la razón no vence al sentimiento. Por otra parte, el verdadero amor<br />

no se introduce por las puertas de la gratitud, sino de la simpatía: Catalina no podía amar<br />

a ojeda.<br />

La bella Catalina estaba siempre cortejada por toda la tripulación de la carabela, porque<br />

tenía ese encanto poderoso e irresistible de ciertas mujeres que con una sola mirada avasallan<br />

los corazones más altivos. La hermosura de la isleña era deslumbradora; poseía, tal<br />

vez sin saberlo, el imán de la simpatía; y como acontece en otras de su sexo, sus desdenes<br />

enajenaban, y su indiferencia enamoraba más y más.<br />

Por eso la pasión de alonso aumentaba día por día, aunque no brillase para el enamorado<br />

joven la luz de la esperanza; lo cual, dado su carácter impetuoso y demasiado violento, era<br />

un cruel martirio; porque los espíritus inquietos y veleidosos no gustan sino de situaciones<br />

extremas, y no habiendo podido captarse el amor de Catalina, deseaba arrancar de su corazón<br />

un dardo que a pesar suyo le penetraba cada vez más. Si hubiera reflexionado que<br />

entregándose, como solía, a la desperación, exacerbase la profunda herida de su alma, y que<br />

mejor hubiera sido apurar el cáliz de su dolor por amargo que fuese, quizá se habría al fin<br />

consolado, porque temprano o tarde, el amor, sin la esperanza de poseer el objeto amado,<br />

muere, como las flores al faltarles el rocío. Todo está compensado; y el tiempo es bálsamo que<br />

cura eficazmente las más graves dolencias; bien que quedando el alma a manera de terreno<br />

calcinado por la lava de un volcán, porque el desengaño es la noche del amor.<br />

IV<br />

Entre tanto la flota, a pesar de la gran calma siempre reinante en aquellos mares, se<br />

acercaba poco a poco a la Española a merced de las corrientes. una hermosa mañana, apenas<br />

despuntó el sol en el horizonte, empezaron a verse a lo lejos las azules montañas de<br />

Quisqueya; y todo fue júbilo y contento en las carracas y carabelas. Solamente un joven<br />

706


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

permanecía melancólico y taciturno en la popa de una de ellas, contemplando con fija mirada<br />

el eterno movimiento de las olas. al ver su semblante, se comprendía al punto que algún<br />

pesar acerbo e intenso devoraba su corazón; tal era la profunda tristeza estereotipada, por<br />

decirlo así, en ese rostro tostado ya por el sol ardiente de los trópicos. ¿Qué penas martirizaban<br />

a ese joven? ¿Qué pensamientos tan tristes y sombríos absorbían su atención, que<br />

ni siquiera hubo de apercibirse del ruido y algazara que había a bordo de los buques? ¿Qué<br />

reflexiones le sugerían esas movibles olas, que pasan y mueren unas tras otras, como pasan<br />

y mueren las generaciones, los hombres y las cosas? ¿Por qué no iba a confundirse con sus<br />

alegres compañeros para participar de su contento? ¿Quién era ese mancebo que en la flor<br />

de sus años como que le abrumaba la existencia?…<br />

V<br />

Las horas transcurrieron unas tras otras; los arreboles del crepúsculo matutino pasaron<br />

lentamente, produciendo bellísimos cambiantes de luz; el astro del día iluminaba ya<br />

todo el orbe, y sin embargo, alonso de ojeda (pues era él) seguía caviloso y estático en<br />

la misma posición en que le sorprendió la aurora. De repente se oyó una voz de mujer<br />

preludiando un “areíto” o canción india, y era esa voz tan dulce y melancólica a la vez,<br />

que parecía entonada por alguna ninfa de las aguas ocultas entre las ondas. Era Catalina la<br />

que cantaba, y apenas la oyó el enamorado ojeda, se irguió como movido por un resorte,<br />

avanzando hacia la hermosa isleña que al verlo le sonrió dulcemente; sonrisa que valía<br />

un mundo de goces para alonso y que sin duda le compensó muchas horas de martirio,<br />

porque sólo el que ama es capaz de apreciar lo que vale una dulce sonrisa o una cariñosa<br />

mirada del ser amado.<br />

VI<br />

La bella Catalina dejó de cantar, fijando sus bellos y rasgados ojos en Ojeda con expresión<br />

de gratitud.<br />

—¿Me amas?, le dijo el joven después que la miró un instante, pero como ella guardase<br />

silencio, ¿me amas? continuó; respóndeme, Catalina, aunque tu respuesta me dé la muerte<br />

que prefiero mil veces a vivir sin tu amor. Quiero saber si me amas para vivir o morir. Sufro<br />

muchísimo anaibelca (este era el nombre de la india) y tú sola me harás dichoso. Yo vivía<br />

feliz antes de conocerte. Los viajes, los descubrimientos, las aventuras, la vida errante, eran<br />

el ideal de mis ensueños. Me prometía un porvenir libre y venturoso; pero el hado te colocó<br />

en mi camino. tú me robaste mi calma; devuélvemela: Catalina, hazme feliz, aunque muera<br />

al oírte que me amas…<br />

ojeda iba a continuar su discurso, cortado por la emoción; pero notó que Catalina lloraba,<br />

y el semblante del joven se alegró de súbito, porque tal vez creyó que había movido a compasión<br />

a la isleña; y como de la compasión al amor sólo hay un paso, con el corazón mecido por<br />

dulces ilusiones, porque los enamorados se engañan fácilmente; se atrevió a decirle:<br />

—¿te has compadecido de mí? ¿Me amas? ¡ah! qué dichoso seré, Catalina…<br />

—no puedo amarte, contestó la india apresuradamente y en mal español, no puedo<br />

darte mi corazón; mi gratitud es tuya; pero mi amor no, porque no siento por ti esa pasión.<br />

Yo te daría mi vida, pero amarte no me es posible porque dicen que el amor nace en el alma<br />

al rayo de una mirada, como nacen las flores en la pradera al beso del sol; y mi alma está<br />

tranquila y serena como las aguas de un manantial oculto en el bosque. Sufres… yo también<br />

sufro porque no quisiera ser la causa de tu dolor…<br />

707


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

VII<br />

El infeliz joven, que esperaba una esperanza, siquiera lejana, cayó en un abatimiento<br />

profundo. La india para consolarle, le habló de la juventud, de lo porvenir, de la gloria, del<br />

amor que podían ofrecerle otras mujeres.<br />

—La juventud, dijo ojeda con lastimoso acento, ¡ay! la juventud… la gloria… lo porvenir…<br />

Catalina, la juventud sin amor es como día sin sol; y la gloria, cuando aquella pasión<br />

no se alberga en el pecho del hombre, es como sol sin mundos que alumbrar ni vivificar:<br />

lo porvenir, roto ya el prisma de mi vida, es como noche sin aurora ¿qué podrán ofrecerme<br />

otras mujeres anaibelca, si una me ha hecho tan desgraciado?<br />

El joven iba a proseguir y la voz se ahogó en la garganta; pero haciendo un esfuerzo<br />

supremo, sin duda para no aparecer débil ante Catalina, aunque estaba muy abatido, y<br />

recobrando su genial altivez, le dijo a la isleña:<br />

—nunca podré olvidarte, hermosa indiana, pero no te hablaré más de esta pasión tan<br />

malhadada e infausta, la cual ha absorbido todo mi ser. ¿Ves esa isla a donde nos dirigimos?<br />

pues en ella nos separaremos para siempre. Muy duro me es acostumbrarme a la idea de<br />

vivir sin ti… pero sabré hacerme superior al dolor que me anonada… ¿Por qué temblar?…<br />

yo siempre he permanecido sereno en las borrascas más furiosas del océano, ante los elementos<br />

irritados; y con mi arrojo logré arrebatar mi carabela al furor de las olas, ¿por qué<br />

no puedo hoy imponerme al corazón y marcarle otro rumbo?… Pero si muero, Catalina,<br />

y llega hasta ti la noticia de mi muerte, derrama algunas lágrimas a mi memoria, porque<br />

tú serás mi postrer pensamiento; y porque tu llanto me regocijará en la eternidad… adiós,<br />

añadió ojeda mirando con profunda tristeza a la isleña, que le extendió su mano, la cual<br />

apretaba el joven con frenesí; que seas dichosa, y que en el amor que te inspire otro hombre,<br />

no apures el veneno del desengaño.<br />

Catalina iba a contestar, pero alonso se apartó de ella bruscamente, y fue pálido y<br />

agitado, a perderse entre sus compañeros, que al verlo exclamaron casi en coro: ¡pobre<br />

alonso!<br />

VIII<br />

En las soledades del océano, en el corazón de una selva, y donde quiera que reina la<br />

tranquilidad, el amor es más puro y vehemente que entre la algarabía y confusión de las<br />

ciudades. Parece que el alma, sin muchos objetos que la halaguen en el mundo exterior, se<br />

entrega enteramente a la pasión que la domina y absorbe por completo. El olvido, sepulcro<br />

del amor, como de casi todos los humanos afectos y las humanas cosas, el olvido, una de<br />

las tantas fases de eso que se llama corazón, no marchita tan fácilmente con su soplo letal<br />

las ilusiones acariciadas en horas de placer y deliquios, cuando los seres que se aman,<br />

viven, como dos palomas en su nido, lejos del ruido mundanal. La mujer, fuerza es ser<br />

justo y confesar la verdad, que es la última que olvida, pues conserva, como las vestales<br />

el fuego del sacrificio, viva en su pecho y por mucho tiempo latente, pero incesante, esa<br />

pasión que es su martirio y su gloria, su infierno y su edén, está menos expuesta a las ingratitudes<br />

de los hombres en el retiro apacible del campo o sobre el lomo inquieto de los<br />

mares, que en el maremagnun de la sociedad. En el mar, donde la criatura se encuentra,<br />

por decirlo así, faz a faz con su Creador, es que el hombre ama con toda la fuerza de su<br />

corazón. Venus nació de la alba espuma de los mares; las ondinas son los espíritus del<br />

agua. Por eso ojeda amaba con frenesí, como todo corazón juvenil. Por eso su pasión era,<br />

708


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

si decimos, profunda como el océano; inmensa como el espacio. Y no podía ser de otra<br />

suerte. ojeda no sólo amaba por primera vez, sino en un clima tórrido, y a una mujer bella<br />

como un ángel, melancólica como un lirio, hermosa como una hurí. así que, compadezcamos<br />

al desgraciado alonso, perdido en las sierpes de una pasión sincera, pero condenada<br />

a extinguirse por no ser correspondida; compadezcámosle, pues seguro es que hay muchos<br />

que sufren de idéntico mal, porque las mujeres (no quisiéramos decirlo) aman casi siempre<br />

al que menos las estima y comprende.<br />

IX<br />

En la tarde de ese día tan terrible para ojeda, pues que perdió por completo las pocas<br />

ilusiones que acariciaba, fondeó la flota frente al puerto de Navidad: volvamos ahora al<br />

principio de esta leyenda.<br />

Viendo Colón que a pesar de haber amanecido, nadie aparecía en el puerto, y teniendo<br />

además algunas noticias vagas sobre el desastre de la fortaleza, por unos indios que cautelosamente<br />

se acercaron durante la noche al buque en que él se hallaba, dispuso que fuesen<br />

algunos a tierra para saber con certeza lo ocurrido; pero estos sólo encontraron unos cuantos<br />

escombros cubiertos ya por la yerba. La villa del cacique Guacanagarí estaba también<br />

destruida.<br />

Cuando la tripulación supo que la fortaleza de navidad no existía ya, y que ninguno<br />

de los hombres que la custodiaban aparecía por sus contornos, ni se tenía noticias de<br />

ellos; indignóse contra Guacanagarí, a quien supusieron desde luego autor del desastre<br />

del fuerte, y de la dispersión o muerte de los treinta y cinco españoles que allí habían<br />

quedado bajo las órdenes de don Diego de arana. también el almirante se apesadumbró<br />

mucho, pero no dudó como los demás, de la lealtad del cacique, porque conocedor de los<br />

hombres, estaba persuadido de que Guacanagarí era sincero y de buena fe; como suponía<br />

asimismo, que las desgracias ocurridas en la navidad, o sea en la primera colonia europea<br />

fundada en el nuevo Mundo, tenían origen entre los mismos que mandaba arana,<br />

pues se ve con frecuencia germinar la disociación y el desorden donde quiera que hay un<br />

puñado de hombres.<br />

X<br />

Como transcurrieron algunos días sin saberse en los buques lo dicho por los indios<br />

a Colón la noche de la llegada de la flota y que fue confirmado más tarde por los que se<br />

mandaron a tierra; dispuso nuevamente el almirante que algunos fuesen con cautela a<br />

explorar los alrededores de la destruida fortaleza, con el fin de averiguar algo respecto de<br />

Guacanagarí, que era el que podía decirle con certeza el destino de arana y sus compañeros.<br />

Habiéndose internado mucho los exploradores, encontraron al cacique en una choza situada<br />

lejos de la costa: estaba herido en una pierna y se mostró muy quejoso de los españoles<br />

por su comportamiento; pero le prometió al jefe de los expedicionarios ir a visitar a Colón,<br />

cuando estuviese sano: en cuanto a arana y sus treinta y cinco hombres, todos habían muerto<br />

según el cacique.<br />

aunque Guacanagarí habló a los españoles con la mayor franqueza y los trató de la manera<br />

más cordial, todos, excepto el almirante, continuaron dudando de su lealtad; y como<br />

a pesar de hallarse completamente curado de la herida que recibiera la noche que Caonabo<br />

asaltó la fortaleza, no fue a ver a Colón según lo había dicho y prometido, la tripulación se creyó<br />

con suficientes motivos para llamarlo pérfido y traidor. Guacanagarí se presentó al fin; pero<br />

709


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

eso no fue bastante para que la tripulación lo creyese de buena fe y confiase en sus ofertas,<br />

y vino a persuadirla en sus falsas sospechas, lo que aconteció en la flota poco después de<br />

la visita del cacique.<br />

XI<br />

Como Catalina era muy hermosa al par que seductora, y teniendo Guacanagarí el<br />

corazón impresionable; pronto se enamoró de la isleñas a quien requirió de amores.<br />

La bella Catalina, de naturaleza viva y ardiente como casi todas las hijas del trópico; y<br />

habiendo nacido para la vida sentimental, al ver al cacique, sintió algo extraordinario e<br />

inexplicable para ella; y cuando Guacanagarí le habló de su pasión, prometiéndole a la<br />

vez que sería la preferida entre sus demás mujeres; no pudo menos que corresponderlo,<br />

enajenando así su corazón, libre hasta entonces como las brisas de las montañas de su<br />

patria.<br />

La bella Catalina amaba a Guacanagarí con todo el frenesí de un alma que por<br />

primera vez se abre a ese divino sentimiento, que es fuente de inefables fruiciones,<br />

como también almáciga de acerbos pesares; de ese vaso de miel con acíbar; de esa<br />

hermosa y fragante flor erizada de espinas que se llama amor. La mujer que ama con<br />

verdadero cariño, todo lo reconcentra en el ser amado: él es, si decimos, el astro; ella<br />

la atmósfera: él el cuerpo; ella la sombra. olmo y yedra. Por eso es que el amor es<br />

todo un poema en la mujer; por eso para anaibelca el mundo estaba condensado en<br />

un solo nombre: Guacanagarí.<br />

XII<br />

Lentos y monótonos pasarían los días para la enamorada isleña, desde aquel en que se<br />

ausentó el cacique de la carabela, hasta que volvió a verlo; porque los que se aman necesitan<br />

verse a menudo para referirse mutuamente sus cuitas y penas, sus temores de hoy y<br />

sus rientes esperanzas de mañana. Y es que la mujer, desde que ama, deifica el ser amado,<br />

y levantándole a su ídolo un altar en el corazón, no puede menos de rendirle homenaje, de<br />

adorarlo con inefable cariño, de entregarle, por decirlo así, toda el alma; que para ellas el<br />

amor es una especie de fanatismo bello y sublime.<br />

Desde el instante en que Catalina amó a Guacanagarí, hubo de comprender lo triste<br />

de su situación; pues arrebatada a los feroces caníbales, de los que era sierva, y conducida<br />

a bordo de un buque donde recibió muy buen trato por gente que no conocía, y donde<br />

encontrara un amante; ni siquiera pensó en su suerte futura; pero convencida después que<br />

sólo cambió de amos, aunque ventajosamente, hubo de afligirse sobremanera, porque el<br />

cautiverio siempre es amargo. Siendo una pobre cautiva, no podía unirse a Guacanagarí;<br />

y ante esa triste idea, sus ilusiones se velaron con negra nube. Vivir sin Guacanagarí era<br />

imposible porque ella lo llevaba incrustado en el corazón, habiendo tenido que arrancárselo<br />

para olvidarlo; y sin el corazón no se puede vivir; permanecer cautiva, era también<br />

imposible; porque temprano o tarde tendría que abandonar al cacique, a lo que, para ella,<br />

era preferible la muerte. Cuando dos corazones llegan a unirse con estrechos vínculos;<br />

cuando dos almas se confunden en una sola por la fusión misteriosa de las simpatías y del<br />

amor; no es dable separarlas, sin herir de muerte aquellos dos seres que nacen el uno para<br />

el otro; porque las leyes naturales, si así pueden llamarse esos poderosísimos impulsos que<br />

arrastran al hombre, bien o mal su grado, a buscar a la mujer, como la piedra su centro de<br />

gravedad, no se quebrantan nunca impunemente.<br />

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XIII<br />

En tan crueles angustias pasó largo tiempo la bella Catalina, pero se consoló un tanto<br />

al pensar que Guacanagarí podría conseguir su libertad con el almirante; lo cual fue un<br />

lenitivo a sus pesares. Solicitada ésta por el cacique, y negada por Colón, se creyó la isleña<br />

perdida para siempre; pero como las mujeres ven en su amador un ángel tutelar en quien<br />

confían ciegamente, la pobre Catalina no tuvo otra esperanza que Guacanagarí; y resuelto<br />

éste a poseerla, no vaciló en proponerle el único arbitrio de que pudo echar mano en aquel<br />

momento.<br />

transcurrió ese día, tan terrible para los dos amantes, en las más crueles incertidumbres,<br />

hasta que por fin vino la noche con sus nieblas, augusto silencio e imponente majestad.<br />

todo era calma en el mar, en los buques, en la naturaleza. ni aún se escuchaba siquiera el<br />

monótono canto del alción, que siempre pasa la noche en algún peñasco de la costa. La luna<br />

recorría el firmamento como un globo de fuego perdido en la inmensidad del espacio; sus<br />

rayos, quebrándose en la azulada superficie del océano, semejaban millares de serpientes<br />

luminosas. ¡Qué noche tan bella y serena! El cielo tachonado de rubios luceros a modo de<br />

hermosos blandones; la brisa esparciendo la fragancia de las florestas vecinas a la costa; las<br />

blancas nubes, formadas por los vapores de la tierra y las emanaciones del mar, que ascendían<br />

a la zafirina bóveda como graciosas y gigantescas espirales de humo; todo era encantador<br />

y poético aquella noche apacible…<br />

XIV<br />

De repente la bella Catalina, que sin duda estaba en vela, vio brillar la luz de un hacho<br />

en la lejana ribera; y el corazón le palpitó con violencia por el inminente peligro que iba a<br />

correr desde ese momento; pero hizo un grande esfuerzo, como el náufrago que después<br />

de haber luchado mucho tiempo con las olas, descansa un instante para tomar aliento y<br />

proseguir de nuevo su lucha entre la vida y la muerte. Entonces anaibelca se deslizó con<br />

cautela por uno de los costados del buque, y con atento oído y ojo avizor, esperó un instante<br />

asaz largo y peligroso para ella. Al fin aquella luz que la bella Catalina miraba con tanta<br />

ansiedad, describió algunos círculos en el aire, y como sin duda esa era una señal convenida<br />

de antemano entre ella y el cacique, la hermosa india, suelto el cabello cuan largo era, y casi<br />

desnuda, se arrojó al mar, en el mismo momento en que, bien porque alguien en la carabela<br />

hubiese visto aquella antorcha agitada varias veces en la ribera y en la misma forma siempre;<br />

o bien porque Catalina hiciese algún ruido no obstante sus muchas precauciones, es lo cierto<br />

que la tripulación se sobresaltó, porque casi todos desconfiaban del cacique Guacanagarí,<br />

e incontinenti, se echó un bote al agua en persecución de la persona que nadaba hacia la<br />

playa, sin sospechar que fuese la bella Catalina, como todos la llamaban.<br />

Pero la india, cortando las ondas con gracia y ligereza a modo de una sirena, ganó al<br />

cabo de algún tiempo la costa por el lugar en que la esperaba el cacique; por manera que<br />

pudo burlarse de los que iban en su perseguimiento. Guacanagarí le extendió los brazos, en<br />

los cuales se arrojó Catalina casi desmayada por el peligro y la fatiga; pero éste, dándole un<br />

beso en la frente y abrazándola con cariño, murmuró algunas palabras a su oído; en tanto<br />

que la luna se ocultaba entre algunas nubes, como para que el séquito del cacique no fuese<br />

testigo de esa escena de amor y ternura.<br />

así que hubo pasado tan gratísima emoción, Guacanagarí y la bella Catalina huyeron<br />

a lo más profundo de las montañas, donde es fama que vivieron felices. El amor sin celos<br />

711


ni decepciones, hace dichosos aún a los seres más desgraciados; bien así como el astro de la<br />

noche, la engalana y hermosea.<br />

¿Qué fue entretanto del desdichado alonso de ojeda? no lo dice la crónica que nos ha<br />

servido para hilvanar esta leyenda.<br />

1875.<br />

ALEJANDRO LLENAS 1844-1902<br />

alejandro Llenas Juliá nació en Santiago el 14 de febrero de 1844 y murió allí el 29 de mayo de 1902.<br />

Médico graduado en la universidad de París, en 1874, cuya tesis doctoral fue alabada por el célebre Dr.<br />

R. Emeterio Betances en Correspondencia de París, inserta en el periódico El Porvenir, de Puerto Plata, el<br />

3 de mayo de 1874. En 1875, al siguiente año de su regreso a la Patria, fue Diputado por Santiago.<br />

Sirvió importantes cargos y misiones diplomáticas, en Haití y en Roma. obtuvo la encomienda pontificia<br />

de San Gregorio el Magno y perteneció a diversas sociedades científicas del exterior. Como<br />

hombre de ciencias publicó su estudio Descubrimiento del cráneo de un indio ciguayo en Santo Domingo,<br />

opúsculo publicado en francés en nantes. (Hay traducción del Lic. C. armando Rodríguez, publicada<br />

con notas de V. alfau Durán, en Clío, n. o 78, de 1947).<br />

Fue uno de los primeros dominicanos que se consagraron al cultivo de la historia patria. Publicó algunos<br />

opúsculos, citados en las mencionadas notas del Dr. alfau Durán, y diversos artículos dignos de<br />

ser recogidos, entre otros los publicados en el periódico El Dominicano, de 1874 (Invasión de Toussaint<br />

Louverture e Invasión de Dessalines, reproducidos en nuestra obra Invasiones haitianas de 1801, 1805 y<br />

1822, S. D., 1955); Minas, en El Porvenir, de Puerto Plata, n. o 779, de 1888; Expedición de Penn y Venables,<br />

en El Teléfono, S. D., n. o 623, 18 de junio 1894; La Isabela, en El Eco del Pueblo, Santiago, n. o 295, de 1891;<br />

Campaña de 1845 y Guerra de Independencia, en El Eco del Pueblo, Santiago, n. o 118 y sig., julio 1884; y otros,<br />

de los cuales hay copia en la Sociedad amantes de la Luz de Santiago, y que formarían un libro.<br />

La boca del indio, que se inserta en esta obra, fue reproducida en el diario La Opinión, S. D., edición<br />

extraordinaria, del 30 de marzo de 1932.<br />

acerca de Llenas, como periodista, véase Lic. M. a. amiama en El periodismo en la República Dominicana,<br />

S. D., 1933, pp.46, 47 y 54. Cita en Sócrates nolasco, Viejas memorias…, p.28. En su reciente<br />

opúsculo La revolución haitiana y Santo Domingo, S. D., 1968, p.88, el Dr. Emilio Cordero Michel alaba<br />

justamente la sagacidad de Llenas como historiador.<br />

La boca del indio<br />

FantaSía InDíGEna<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Prendado de las excelentes condiciones de nuestra Isla, quiso el Descubridor que fuese ella el<br />

centro de donde irradiara la civilización cristiana por todo el nuevo Mundo. Y para asegurarse<br />

de su posesión, estableció varias fortalezas. una de ellas, la Magdalena, la situó a diez leguas al<br />

oeste de la Concepción, sobre la margen del gran Yaque, a la entrada de las montañas del Cibao,<br />

condiciones topográficas que corresponden a las del fuerte de nuestro Santiago.<br />

Bien pronto se levantó en aquella eminencia un grupo de bohíos, rodeado de trincheras<br />

y fosos. Para defender tan importante posición militar, escogió el almirante al joven capitán<br />

alonso de ojeda ya conocido por su intrépido valor; y dejándole la fuerza que le pareció<br />

suficiente, se retiró para regresar a la Isabela.<br />

712


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

La Magdalena se encontraba en dominios del nitaíno Guatiguaná, uno de los jefes más<br />

valientes del Cibao, digno vasallo de Caonabo, Señor de la Casa de oro. no era hombre<br />

Guatiguaná para soportar mucho tiempo en su vecindad la presencia de aquellos extranjeros:<br />

no temió intentar expulsarlos de sus tierras; y de repente se vio ojeda asediado por<br />

numerosas huestes indígenas.<br />

El valor y la pericia y las armas de los castellanos fueron suficientes para rechazar<br />

los asaltos del enemigo. Pero cada día se renovaban los ataques; cada día era preciso<br />

hacer frente a nuevos combates, con gran perjuicio de los cristianos, cuyas fuerzas<br />

mermaban en cada jornada, mientras que los indios sus numerosas pérdidas fácilmente<br />

reponían.<br />

Días pasaron en esas alternativas y asaltos; ya los cristianos veían escasear el alimento:<br />

ya apenas les permitían sus fuerzas bajar al río por agua, las armas en la mano.<br />

una tarde se encontraba ojeda en la trinchera, contemplando la caída del sol, que parecía<br />

augurarle su próxima caída. noches antes, había despachado al indio cristiano Juan<br />

Mateo para que fuese a noticiar al almirante su desesperada situación, y ni aún noticias<br />

había del mensajero, que sin duda, pensaba él, habría caído en poder de Guatiguaná. Sumergido<br />

estaba en sus amargas reflexiones, cuando de repente, levantó la cabeza… creyó<br />

haber oído un toque lejano de trompeta… ¿acaso será ilusión de sus sentidos debilitados?<br />

¡no! los toques se repiten y se acercan, anunciando la llegada de un auxilio. Sus soldados<br />

también los han oído y acuden presurosos. también los ha oído y reconocido el enemigo:<br />

los indios, levantándose como un solo hombre, de entre matorrales, saltan sobre sus armas<br />

y se aprestan a recibir el ataque.<br />

ojeda también forma sus escasos soldados, y se dispone a secundar a sus amigos con<br />

una vigorosa salida.<br />

Ya se trabó el combate. Los certeros disparos de los arcabuces, la carga de la caballería,<br />

los furiosos embistes de los perros corsos no tardan en dominar el inútil valor del indio mal<br />

armado. Cediendo a la necesidad, Guatiguaná da la señal de retirada; sus guerreros bajan<br />

precipitadamente las cuestas, se lanzan al río, lo atraviesan y desaparecen entre las malezas<br />

de la orilla opuesta.<br />

Sólo un pequeño grupo, cercado por el enemigo, resiste, con desesperación; pero no<br />

tarda en sucumbir casi todo. un guerrero permanece de pie, defendiéndose de las lanzas y<br />

espadas con su pesada macana. Es un hombre joven, de cuerpo atlético, cuyos ojos lanzan<br />

rayos de enérgica resolución. De repente, cae él también; y un soldado castellano se abalanza,<br />

espada en mano, para darle el golpe de muerte; pero ojeda lo ha visto, y, admirador del<br />

valor enemigo; ¡detente! grita al soldado, ¡sálvale la vida!” Y acudiendo rápido, arranca la<br />

macana de la mano desfallecida del indio, lo levanta en sus robustos brazos, sube hacia el<br />

fuerte y allí lo deposita en su propio bohío.<br />

oscurecía ya, cuando las tropas castellanas penetraron en la fortaleza libertada; y los<br />

soldados de ojeda pudieron, esa noche, gozar de un descanso bien merecido.<br />

Después de tomar nuevas disposiciones que hicieran inútil cualquier nueva agresión, y<br />

de dar nuevo refuerzo a la guarnición, el almirante, al otro día, pasó a tener con ojeda un<br />

largo coloquio. Conclúyese aquella secreta conferencia con estas palabras de Ojeda: “Confiad<br />

en mí, señor almirante, lo pondré en vuestras manos”. Habiendo asegurado la defensa de<br />

la Magdalena, Colón tomó de nuevo el camino de la Isabela.<br />

�<br />

713


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Pocos días tardó el indio prisionero en reponerse de sus heridas. ojeda mismo lo curaba,<br />

tratándole con atenciones que rayaban en cariño, sin que, por ello, pudiese ablandar la<br />

fiereza de Maniatibel, que así se llamaba el indio.<br />

Viéndole restablecido, “Maniatibel”, le dijo un día el Capitán español, “¿te sientes sano?<br />

¿puedes marchar?… Sin duda deseas saber qué haré de ti, acaso temes ser llevado a las carabelas<br />

y desterrado de tu país… Pues bien, así te salvé de la muerte, quiero salvarte de la esclavitud. La<br />

puerta de la fortaleza está abierta para ti: Eres libre”. a tan generosas como inesperadas palabras,<br />

no pudo resistir el indómito corazón del indígena. tomando las manos de ojeda: “Bien veo que<br />

hay almas grandes entre los cristianos. ¡Sí! aprovecharé tu generosidad”. Y señalando una alta<br />

barranca hacia el poniente del otro lado del río: “allí está mi bohío; allí me esperan esposa e hijos<br />

queridos. Iré donde ellos. Pero antes de separarme de ti, quiero que seamos hermanos guatios”.<br />

Y tomando la daga de ojeda, abrióse una pequeña incisión en el brazo, otra hizo en el brazo<br />

del Castellano; y mezclando sangre con sangre: “De hoy más, le dijo, te llamarás Maniatibel,<br />

y yo, alonso de ojeda. Soy tuyo por la vida”. Luego, dando un cariñoso abrazo al capitán<br />

español, bajó lentamente del fuerte hacia el río, dirigiéndose a su morada.<br />

�<br />

Era Maniatibel un hombre en cuyo valor y fidelidad confiaba Caonabo mismo. Viviendo a<br />

la entrada del camino que por el Cibao conduce a la Corte del Señor de la Casa de oro, había<br />

recibido el encargo de señalar cualquiera invasión de los cristianos con un grito de alarma,<br />

que, repetido de loma en loma por otros centinelas indios, debía llevar al gran cacique la<br />

noticia de la invasión casi con la rapidez del moderno telégrafo.<br />

una noche contemplaba Maniatibel, a la espléndida claridad de la luna, la tranquila<br />

extensión de la sabana dominada al Este por la alta mole de la Fortaleza, cuando cayó su<br />

vista sobre un grupo de jinetes castellanos, que, en el silencio de la noche, se dirigían al río<br />

para vadearlo por el paso que conducía a las montañas. Ya se disponía el indio a lanzar<br />

el estridente grito de alarma, cuando, por lo brioso del corcel, el porte esbelto del jinete<br />

y el penacho que ondulaba sobre su morrión, reconoció a ojeda. ¿a qué venía por allí el<br />

jefe de la Magdalena? ¿Cómo se atrevía a pasar a las tierras del Cibao?… Penosa lucha se<br />

trabó entonces en el corazón del indio: si callaba, traicionaba el deber de su encargo: por<br />

otro lado, su grito sería quizás la sentencia de muerte de aquel que le diera la vida y la<br />

libertad: sorprendido en las montañas por los guerreros de Caonabo, ojeda debía sucumbir<br />

y, prisionero, perecería en las llamas en la corte de Maguana. tan espantosa idea sofocó en<br />

el indio cualquiera otro sentimiento: Maniatibel permaneció en silencio, y, ojeda, pasando<br />

el río, pudo internarse, sin ser descubierto, por el camino de la sierra.<br />

Pasaron días sin que ningún rumor llegase a Maniatibel de la suerte del castellano. Sin<br />

duda el temerario ojeda pagaría con la vida su malhadada expedición; pero, en todo caso,<br />

no era él, Maniatibel, la causa de la pérdida de su guatio. Y este pensamiento consolaba en<br />

algo su ansiedad y acallaba el remordimiento del deber traicionado.<br />

un día, estaba el sol en medio de su carrera, y Maniatibel, sentado a la sombra de un árbol;<br />

procuraba disipar en el humo de su calimete sus angustiosas reflexiones, cuando oyó como un<br />

tropel de caballos. Levantándose dirigió la vista hacia el camino y vio efectivamente un grupo<br />

de jinetes castellanos: era ojeda con dos compañeros, que bajaba de las montañas. Pero el corcel<br />

de ojeda no llevaba sólo a su dueño: en ancas del caballo, atado de espaldas al cuerpo del<br />

capitán español viene un hombre, un indio prisionero… Crece el asombro de Maniatibel… ¡oh<br />

714


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sorpresa!… el indio prisionero es… no, Maniatibel no puede creer a sus ojos… Sin embargo,<br />

no hay duda: el indio prisionero es el propio Caonabo, el gran cacique del Cibao, ¡el Señor de<br />

la Casa de oro!… Y entonces Maniatibel comprende la temeraria empresa de ojeda y su éxito<br />

inverosímil. El cacique, engañado por el capitán español, se ha visto arrebatado de medio de<br />

su corte, de sus guerreros atónitos, y ojeda lo lleva cautivo para entregarlo al almirante.<br />

Entonces, la desesperación se apodera del ánimo de Maniatibel. Viendo a ojeda pasar<br />

el río y desaparecer por el camino de la Isabela, él ve perdidas las últimas esperanzas de su<br />

raza: cautivo Caonabo, para siempre pereció la independencia indígena; nada se opondrá<br />

ya a la invasión extranjera. Los indios, acosados por doquiera, morirán en las cuevas de las<br />

montañas inaccesibles o en las cadenas de dura esclavitud…<br />

Y en tanta desgracia, gritaba Maniatibel, golpeándose el pecho y mesando con las uñas<br />

su cabellera de ébano, soy yo el culpable: ¡Traicioné mi deber, sacrificando a la amistad de<br />

un extraño la independencia de mis hermanos, la existencia de toda mi raza! ¡Soy indigno<br />

de ver la luz del día, indigno de pisar el suelo sagrado de mis abuelos!…<br />

Y así diciendo, corre de aquí, de allá, como una fiera rabiosa; la locura se apodera de sus<br />

sentidos exaltados y lo lleva a lo más alto de la empinada barranca; y desde allí se precipita<br />

el desgraciado en los remolinos del Yaque.<br />

Su cuerpo desapareció para siempre en el abismo de las aguas. Pero su espíritu sigue<br />

vagando por las pendientes de la barranca, condenado que está a repetir siempre, siempre,<br />

todo grito que se lance desde la ribera… no es el eco que repite aquellos ruidos, aquellas<br />

voces; ¡no! Es la boca del indio.<br />

EMILIANO I. AYBAR 1 C. 1853-1908<br />

Del maestro, escritor, periodista, legislador y magistrado Emiliano I. aybar tenemos escasas noticias.<br />

Falleció en Montecristi el 29 de agosto de 1908.<br />

aybar tuvo la gloria de ser amigo de José Martí. En 1893 le acompañó en la travesía, en bote, de<br />

Montecristi a Cabo Haitiano. Fue pues simpatizador de la causa de Cuba, a la que dedicó la prédica<br />

de su periódico El Montecristeño, de 1894-1895, suspendido por el Gobierno de Heureaux en vista de<br />

las quejas del Gobierno de España. Entonces el periódico cambió de nombre: se llamó El Noroeste,<br />

y lo dirigió, aunque sólo de nombre, un hijo de don Emiliano, el joven Manuel aybar S. El activo<br />

periodista y patriota, que tan buenos servicios prestó a Cuba, tenía en Montecristi una pequeña imprenta,<br />

de noble destino.<br />

Sus Breves apuntes históricos de la Restauración, publicados en 1883, los reprodujimos en nuestra obra<br />

Diarios de la guerra dominico-española, S. D., 1963, p.30; y su breve folleto acerca del prócer Santiago<br />

Rodríguez, aparecido en 1897, lo publicamos de nuevo en el periódico La Nación, S. D., 16 de agosto<br />

de 1944.<br />

El Tesoro de la familia Álvarez, opúsculo que ahora se reproduce, fue publicado en Montecristi hacia el<br />

1900. (Se omite el Prólogo de Virginia E. ortea). Su semblanza de Federico de Jesús García, publicada<br />

por él en el periódico montecristeño Los Nuevos Poderes, el 10 de septiembre de 1885, fue reproducida<br />

por el Dr. V. alfau Durán en Clío, n. o 82, p.106.<br />

1 noticias de aybar, como periodista, en M. a. amiama, El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, p.56.<br />

acerca de sus relaciones con José Martí y Máximo Gómez, véanse nuestras obras Martí en Santo Domingo, La<br />

Habana, 1953, pp.90, 380, 395, 479, 489, 505-508, 511; y Papeles dominicanos de Máximo Gómez, S. D., 1954. p.41.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

El tesoro de la familia Álvarez<br />

tRaDICIón MontECRIStEña*<br />

Era el año 1586. La isla de Santo Domingo se veía amenazada por los piratas que<br />

cruzaban estas comarcas. Ya el almirante inglés Francisco Drake recorría las costas de<br />

la antigua Hispaniola, y amenazaba con invadir el territorio. La Isla tortuga, situada al<br />

Norte de Port-Paix, era por entonces una guarida de bucaneros y filibusteros que invadían<br />

de tiempo en tiempo el territorio hasta Cabo Haitiano y Montecristi. Por aquel tiempo<br />

vivía en esta última ciudad una rica y opulenta familia isleña, oriunda de Baracoa, isla<br />

de Cuba.<br />

Era fama, y así lo cuenta la tradición, que don Manuel Álvarez era un señor muy rico y<br />

también un tipo de belleza en toda la extensión de la palabra; de fisonomía noble y simpática,<br />

ojos azules, nariz aguileña, cutis terso y sonrosado, bigote algo rubio y buena estatura. Su<br />

esposa, doña tomasina arocha de Álvarez, era una de esas lámparas del santuario doméstico,<br />

tronco bendito con fruto de bendición; y así era en efecto, pues estos esposos tenían una hija,<br />

teresa, que constituía el orgullo, la delicia y el encanto del hogar.<br />

teresa apenas contaba catorce año; bella como un ángel, su voz agradable, amena; confundíase<br />

con esa tierna armonía que pone los corazones en un éxtasis celestial, su sonrisa<br />

angelical y pura le daba no sé qué de atractivo a sus mejillas de carmín y rosa; y por último,<br />

¡su conjunto era una divinidad!<br />

Don Manuel vivía mucho más al oeste de donde existe hoy la población de Montecristy,<br />

pues en aquel entonces la ciudad se levantaba más próxima al mar, y sus edificios eran en su<br />

mayor parte de mampostería. La casa que habitaba la familia Álvarez no obedecía a ningún<br />

orden de arquitectura; era uno de esos edificios vetustos, sólidos y cómodos, creo que databa<br />

del tiempo de Bolaños cuando en 1533 fundó la ciudad con 60 labradores.<br />

La envidia o la maledicencia, que entonces como ahora se ceban del que algo tiene,<br />

hacían correr algunas versiones acerca de cómo había acumulado tanta riqueza aquella<br />

familia.<br />

unos decían que don Manuel estaba en íntimas relaciones con los piratas que asaltaban<br />

las costas de las tres islas principales del Mar Caribe; otros juraban que habían visto llegar a<br />

la costa, por varias ocasiones y hacia el lado Este del Morro, embarcaciones menores las que<br />

clandestinamente cargaba y despachaba don Manuel con madera de tinte, de construcción<br />

y de ebanistería, pieles y un arbusto que crece muy abundante al pie del Morro, y que los<br />

naturales denominaban tÉ, cuya planta tiene propiedades tónicas y antifebrífugas. Ello es<br />

que la colosal fortuna de don Manuel Álvarez estaba rodeada de misterios impenetrables,<br />

puesto que eran varias las versiones que corrían.<br />

Por aquel año (1586) la Ciudad Primada, Santo Domingo, era presa del más espantoso<br />

terror, pues el célebre marino Francisco Drake, después de haber hecho un viaje alrededor<br />

del mundo por orden de la Reina de Inglaterra, Isabel, la hija de Enrique VIII, quiso probar<br />

fortuna por estas latitudes, toda vez que estaba declarada la guerra al Rey de España, Felipe<br />

II, hostilizando las posesiones españolas; y al efecto invadió y saqueó la capital durante un<br />

mes, llevándose consigo cuantas riquezas encontró, no escapando de su rapiña ni los vasos<br />

sagrados de los templos; más 25 mil ducados que se dieron por rescate de la ciudad.<br />

*Folleto de 10 páginas con el título siguiente: El tesoro de la familia Álvarez. tradición Montecristeña, por Emiliano<br />

I. aybar. tip. La Habana, Montecristi. Prólogo de Virginia ortea.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

La noticia de este aterrador suceso llenó de pánico a los habitantes del litoral de la isla,<br />

sobre todo a los de Puerto Plata y Montecristi, que siempre creyeron que Drake repetiría<br />

sus latrocinios por esos puntos.<br />

Por eso don Manuel Álvarez, el protagonista de esta tradición, se preparaba a abandonar<br />

el país y dirigirse con su familia al Continente o tierra Firme, como decían entonces,<br />

y fijar su residencia en la histórica Panamá, ciudad que era muy principal y centro de las<br />

operaciones del Pacífico.<br />

Empero el destino había dispuesto las cosas de otro modo.<br />

Pasado el pánico y alejado de la isla el Almirante Drake, volvió a renacer la confianza,<br />

y aunque don Manuel no había desistido de su proyecto de abandonar el país, pensó quedarse<br />

algún tiempo más a fin de reducir a dinero sonante cuantos bienes poseía; y al efecto<br />

en un tejar de su propiedad que tenía ubicado en la desembocadura del río Yaque y cuyos<br />

vestigios aún se notan, mandó construir diez grandes tinajones, en los que pensaba guardar<br />

su dinero, sus joyas y cuantas alhajas de valor tenía su familia. Para esta operación y el<br />

recuento y envase de las monedas sólo se servía de un fiel esclavo, Tomás, única persona a<br />

quien don Manuel hacía partícipe de sus proyectos; pues a no ser con doña tomasina y con<br />

su hija teresa, con los demás era poco comunicativo.<br />

Muy adelantados estaban los preparativos del viaje, cuando cundió la alarmante noticia<br />

en Montecristi de que los bucaneros y filibusteros de la isla Tortuga habían ocupado a Port<br />

Margot, asolado el Guarico con sus continuos latrocinios; y se preparaban a invadir los<br />

alrededores de Montecristi, donde abundaba el ganado vacuno, y cuya plaza estaba poco<br />

guarnecida para resistir a la creciente y temible agresión de los filibusteros, compuestos en<br />

su mayor parte de franceses, ingleses y holandeses.<br />

La noticia llegó a don Manuel, y ya nada se opuso para llevar a cabo su proyectado viaje.<br />

a barlovento de Solimán, en la misma rada de Montecristi, se veía columpiarse con mucha<br />

majestad una magnífica “carabela”, embarcación de tres palos sin cofia ni vela latina, pero<br />

que por su construcción demostraba ser de marcha acelerada. En ese buque era que debía<br />

embarcarse don Manuel Álvarez y su familia.<br />

Los filibusteros de la Tortuga y demás islas adyacentes se movían debido al terror<br />

que había informado la expedición del almirante Drake y los recientes sucesos de Santo<br />

Domingo.<br />

El capitán de la carabela había dicho que a los 42 grados de latitud y atravesando el<br />

Canal del Viento había sido divisado y perseguido por una escuadra, que creía ser la del<br />

almirante Drake, que llevaba rumbo al Continente. Esta alarmante noticia hizo tomar nueva<br />

determinación al pusilánime o avaro don Manuel; y al efecto quiso poner a salvo su fortuna<br />

y correr el riesgo él y su familia.<br />

Era el 24 de diciembre: la casa de la familia Álvarez se veía materialmente invadida por<br />

las numerosas amistades que habían ido a despedirle. El viaje debía tener lugar a la mañana<br />

siguiente.<br />

tanto en el corredor como en las galerías y en el patio, veíanse apiñados multitud<br />

de bultos y paquetes listos para el embarque. En la cocina no era menos el bullicio y el<br />

tropel. Era nochebuena, y don Manuel daba una cena de despedida; así es que aquello<br />

parecía que habían tocado a degüello con las aves de corral. La vieja Marta, muy<br />

versada en ciencias culinarias, hacía prodigios de pasteles, jaleas y fritadas. todo era<br />

jolgorio aquella noche. Mas en medio de tanto ruido y tanta algarabía como hacían los<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

comensales, dos hombres, abandonando la reunión, se encaminaban hacia la playa y<br />

sostenían este diálogo:<br />

—tomás, ¿no has olvidado la coa, el azadón y la pala?<br />

—no, mi amo, aquí están.<br />

—Bien. ahora vamos a enterrar este tesoro no sea cosa que al atravesar el gran charco<br />

caiga en manos de los piratas que azotan estos mares.<br />

uno a uno fueron sepultados bajo tierra los diez tinajones que constituían casi toda la<br />

fortuna de la opulenta familia Álvarez.<br />

Como se ve don Manuel tenía en menos su vida que su dinero, pues al día siguiente<br />

se embarcaban con rumbo a Panamá, él, doña tomasina y la interesante y angelical teresa.<br />

El honrado Tomás quedaba en tierra como fiel custodio del rico tesoro, hasta que tiempos<br />

mejores permitieran a don Manuel regresar al país y llevarse sus riquezas.<br />

Pero he aquí lo que sucedió:<br />

tres días llevaban de navegación, cuando el buque fue impelido por un fuerte vendaval<br />

y alejado muchas millas fuera de la costa. Poco después la noche tendió su lúgubre manto<br />

arreciando un terrible ventarrón, hasta que durante la noche fueron arrebatados por un<br />

torbellino que hizo perder el rumbo al capitán. Las encrespadas olas venían a estrellarse<br />

contra la flotante embarcación haciéndola oscilar y dejando tras sí agitado surco y luminosa<br />

estela y a los costados anchurosa cinta de plata.<br />

amanece: ¡la tormenta había pasado!<br />

todo auguraba ahora un viaje feliz. Variados cambiantes de púrpura y oro coronaban<br />

el ancho horizonte. El sol, ese rey de nuestro sistema, iluminaba el espacio. Pero ¡oh destino<br />

adverso! un marinero desde el tope del palo de mesana, anuncia la presencia de una escuadra<br />

que a toda vela trae rumbo hacia la carabela.<br />

¡Listo a virar! fue la atronadora voz del capitán. Mas ya era tarde; un disparo de cañón<br />

sin bala fue la señal de ¡alto! dada por el buque almirante de la escuadra. un momento<br />

después botes con gente armada ocuparon la cubierta de la carabela, y ésta aumentaba la<br />

escuadra del almirante Drake.<br />

El capitán, don Manuel y doña tomasina fueron colgados de una antena y expuestos sus<br />

cadáveres durante el día a bordo de la misma carabela, hasta que por la tarde fueron cosidos<br />

separadamente, cada cual en un saco de lona, se le ataron a los pies algunos lingotes de hierro,<br />

y fueron sepultados en el vasto abismo después de leerles en inglés algunos capítulos<br />

de la Biblia.<br />

En cuanto a la bella teresa quedó cautiva; pues el feroz Drake, deslumbrado por los<br />

atractivos de aquella obra maestra del género humano quedó prendado de su hermosura y<br />

pretendió hacerla su favorita a medida que el tiempo fuese disipando las huellas del pasado,<br />

el recuerdo y el trágico fin de sus amantes padres.<br />

�<br />

Pasaron diez años. Durante ese tiempo nadie tuvo noticia en Montecristi del triste y<br />

desastroso fin de la familia Álvarez Arocha. El viejo Tomás jamás había recibido una carta que<br />

le anunciase el paradero de sus amos. Siempre que arribaba algún buque al puerto, acudía<br />

presuroso en solicitud de cartas; pero ¡nada! ni noticias adquiría el fiel esclavo.<br />

El almirante Drake con aquel hecho tan insólito como bárbaro, parece eclipsó la estrella<br />

luminosa de su fortuna.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Corría el año 1596, Drake fue derrotado y vencido ignominiosamente en la Coruña,<br />

(España). Hasta allí había ido aquel aventurero de los mares. De la Coruña pasó Drake a<br />

Panamá atravesando por el Cabo de Hornos, dicen que a instancia de la bella teresa que<br />

ya imponía su voluntad al terrible marino. Pero allí también le fue adversa la suerte, pues<br />

los bravos panameños repelieron con bríos la inesperada agresión de ese filibustero, y lo<br />

vencieron completamente. Drake al verse vencido, murió de despecho.<br />

¿Qué fue de la bella teresa? dirá algún lector impaciente.<br />

Esta desembarcó en Panamá y allí vivió poco tiempo, sorprendiéndole la muerte el año<br />

1601, en la casa número 27 de la calle Boca del toro, frente a la iglesia de Santa ana; no sin<br />

antes haber escrito al fiel esclavo Tomás una larga carta dándole detalles minuciosos de lo<br />

ocurrido a bordo de la carabela, o sea del trágico fin de don Manuel Álvarez, doña Tomasina<br />

y el capitán; así como de las muchas vicisitudes y penalidades a que se vio expuesta para<br />

conservar su honra y su vida.<br />

De esos detalles son las notas que la tradición nos ha dejado acerca del tesoro de la<br />

Familia Álvarez, so tierra cerca del mar en la rada de Montecristi.<br />

Cuando el viejo tomás recibió la carta en que le anunciaban la infausta noticia, cayó al suelo<br />

como herido por un rayo, sin que fueran bastante a devolverle la razón los asiduos cuidados y<br />

atenciones de los vecinos. Desde aquel momento le acometió un desvarío y sólo pronunciaba<br />

estas incoherentes palabras: ¡taMaRInDo! ¡ManGLE nEGRo! En vano eran las preguntas que<br />

se le hacían; él a todo y a todos contestaba: “¡tamarindo! ¡Mangle negro!” Estaba loco.<br />

tres días después, la caridad, esa virtud sublime, esa institución divina que nos ordena<br />

amar al prójimo como a nosotros mismos, se hacía cargo del viejo esclavo tomás, quien se<br />

llevó a la tumba el secreto que se le había confiado, quedando desde aquel entonces envuelto<br />

en el más impenetrable misterio el sitio o lugar donde están enterrados los diez tinajones<br />

con EL DInERo DE La FaMILIa ÁLVaREZ.<br />

RAFAEL A. DELIGNE 1 1863-1902<br />

Rafael alfredo Deligne y Figueroa nació en la villa de Santo Domingo el 25 de julio de 1863 y murió<br />

en San Pedro de Macorís el 29 de abril de 1902.<br />

abogado, poeta, prosista. En su tiempo, desde el periódico El Cable, de San Pedro de Macorís, fue,<br />

tras el popular seudónimo de Pepe Cándido, el más autorizado de los críticos literarios dominicanos.<br />

también escribió para el teatro: su drama La justicia y el azar, en verso, en escena en 1894, dio lugar<br />

a resonante polémica literaria en que intervino su hermano el gran poeta Gastón F. Deligne; y Vidas<br />

tristes, en prosa, en 1901.<br />

El relato que se reproduce ahora, El encargo difícil (1898), recoge la augusta leyenda de la aparición<br />

de la Virgen de la altagracia. también se reproduce la estampa de Seña Altagracia, que vale como fiel<br />

imagen de la maestra de antaño. a esta serie de relatos corresponden sus Narraciones dominicanas, El<br />

Pobre Cabo, publicadas en Prosa y Verso, San Pedro de Macorís, octubre de 1895.<br />

Salvo las dos piezas de teatro mencionadas y salvo su libro Prosa y Verso, publicado en 1902, la obra<br />

de Deligne permanece aún dispersa: en El Cable, en 1893, publicó Los grandes poetas nacionales, Capullos<br />

de poetas, La oratoria en la República y los artículos de crítica literaria que le dieron tanta fama.<br />

1 Ver Max Henríquez ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945.<br />

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En el Listín Diario, en 1896, de Santo Domingo, Deligne publicó algunos cuentos bajo el título de<br />

Cuentos del lunes. El 27 de julio: Cuentos del lunes; el 24 de agosto: Los tres besos; el 14 de septiembre,<br />

Dulce y sabrosa; el 5 de octubre: El corazón de más valor.<br />

En nuestra biblioteca conservamos gran parte de los escritos de Deligne, incluso los originales de<br />

algunos de sus trabajos inéditos: Estudio sobre la Constitución del Estado; Montbars el Exterminador,<br />

drama en cuatro actos en prosa y verso; y Encarnación, drama en dos actos, en prosa.<br />

El encargo difícil<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

ES una HIStoRIa MaRaVILLoSa<br />

QuE La tRaDICIón REFIERE*<br />

I<br />

El señor Mateo había terminado los preparativos del viaje: llevaba todo lo que en el escuálido<br />

caserío pudo husmear su afán de comercio, su pericia de viejo negociante conocedor<br />

de los artículos: recias corambres, todavía pestilentes, por la premura con que habían sido<br />

arrebatadas a la purificación solar; un poco de cera formada en marquetas irregulares y feas;<br />

siete cañones de una madera negrísima, que algunos afirmaban ser ébano y que se decidió a<br />

llevar, por si acaso lo eran, para recabar, a fuer de descubridor de esa nueva riqueza vegetal,<br />

un poquito de gloria, junto con los naturales beneficios.<br />

Satisfecho con tan ventajosas adquisiciones, requirió a sus hijas, tres muchachas como<br />

unas perlas, mejorando la que lo presente lea, y les preguntó cariñosamente qué cosas más<br />

deseaban, explicando que estaba dispuesto a servirles en sus gustos y pareceres trayendo<br />

para ellas sendos regalos de la apartada ciudad. Las encomiendas fueron pronunciadas<br />

así: alicia, la mayor, amante del lujo, exigió un lindo traje; Luisa, otra que tal, aunque más<br />

pagada de la utilidad, un arca de madera olorosa; y María, el ángel de la casa, pidió… Pero<br />

oigamos su petición tal y como fue expresada:<br />

—Padre Mateo, si me queréis dar gusto, traedme la alta gracia.<br />

Y cátate al señor Mateo asombrado, en el colmo del asombro, preguntando a las otras lo<br />

que significaba tan extraña petición. Por más que conociese el pensar de la niña, que vivía<br />

dirigido siempre a cosas de nuestra religión, parecíale que el antojo más la acreditaba de<br />

loca que de santa:<br />

—Mira si imaginas algo más conocido y fácil, propuso a la chiquilla.<br />

—traedme la alta gracia, padre, insistió ella.<br />

II<br />

Lo que antecede ocurrió hace ha muchísimos años, tantos, que se pueden contar por<br />

siglos. aquella encomienda, que de ser promovida hoy podría resolverse fácilmente, pues<br />

había de bastar la compra de una de esas imágenes que dan el traslado perfecto del retablo<br />

adorado en Higüey, promovida en aquel entonces era cosa de volver turulato a cualquiera.<br />

ni el retablo era allá conocido, ni corría ninguna adoración, ni era posible el traslado, ni en<br />

el comercio de las imágenes aparecía, por tanto, la de la altagracia.<br />

*acerca del origen del culto de la altagracia y de sus milagros véase la Relación de alcócer, de 1655, en nuestra<br />

obra Relaciones históricas de Santo Domingo, S. D., 1942, vol. 1, pp.213-214.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

así fue como el señor Mateo tuvo, a pesar del buen negocio, que emprender su viaje<br />

confuso y malhumorado. Lo de la confusión se explica por la misma dificultad del encargo,<br />

y porque en éste leía la sospechada turbación del cerebro de la infantil peticionaria; lo<br />

del mal humor se comprende desde que se diga que María era para el negociante como la<br />

mismísima niña de sus ojos.<br />

andar, andar y, pasando días, habían pasado ya algunas semanas cuando volvía el señor<br />

Mateo a su morada contento del lucro y basando en él sus cálculos de futuras ganancias.<br />

Desde que se había lanzado a establecer equilibrio entre la oferta y la demanda disipóse de<br />

su ánimo todo mal presagio: ¡cómo es verdad que las cuestiones económicas matan a veces<br />

las cuestiones del corazón! El último mohín de disgusto se borró de sus labios al oír entre<br />

competentes declarar que los cañones de negrísima tez llevados por él eran de ébano puro.<br />

Vendiólos, sin usura, a mil por ciento, y a poco menos las corambres y la cera; y después de<br />

echados sus cálculos, quiso Dios que se acordara de los tres benditos frutos de su hogar. Fue<br />

por los encargos a una tienda de efectos, y retornó a la posada con lo que había comprado: el<br />

vestido para la hija mayor resultó de brocado; el arca para la segunda, de cedro olorosísimo;<br />

y para la que pidió la alta gracia resultó un Cristo de metal. Porque se dijo el señor Mateo,<br />

quien despuntaba por lo teólogo:<br />

El Salvador del mundo dio la gracia en una cruz alta; pues no hay mejor representación<br />

de la alta gracia que Cristo crucificado.<br />

Y allá va, caminito de su caserío, con los efectos de la compra metidos en el zurrón.<br />

III<br />

—¿Qué es lo que usted guarda con tantísimo cuidado en esa caja?<br />

Esta pregunta la hacía bajo techo de hospitalidad el señor Mateo a un viajero como él,<br />

después de haber descansado de la jornada hecha y de haber tomado un tente en pie compuesto<br />

de plátanos en tostones y de tasajo, y cuando, por la natural división de la cena, se<br />

había establecido confianza entre él y aquel a quien interrogaba.<br />

Pero no hay que pasar adelante sin describir a nuestro desconocido. Lo importante en él no<br />

está en la faz, entre varonil y adamada, ni en la cabellera como de ángel Gabriel, ni en las manos<br />

nacaradas, suaves y de un perfil finísimo; está en el aspecto reposado y digno, en la gracia de<br />

una palabra elocuente brotando al compás de una voz dulce e insinuante, en cierto no se qué<br />

espiritual, repartido por toda la persona, y que levanta el entusiasmo del señor Mateo.<br />

—Lo que guardo es un regalo que de lejanas tierras traigo para cierta hermana de parentesco<br />

en el corazón.<br />

—¡algún rico vestido! ¡algún mueble precioso! ¡Casualidad como ella! Yo también traigo<br />

para mis tres hijas sendos regalos; aunque duéleme no haber podido hallar lo que una de<br />

ellas, mi María, tuvo en antojo, y que yo juzgo era una locura. ¿no es verdad que es una<br />

locura haberme pedido la alta gracia?<br />

Habló el señor Mateo, y al no recibir contestación de su interlocutor, tomó la vista para<br />

mirarle a la faz, y le encontró completamente dormido. Se levantó entonces en silencio y,<br />

requiriendo su hamaca, se tendió en ella cuan largo era.<br />

al amanecer, ya a punto de despedirse los dos, el misterioso acompañante le habló como<br />

si hubiese estado atento a la última pregunta del día anterior.<br />

—no es locura la petición de María, y en prueba de ello, ahí tiene usted la caja que le<br />

regalo: ella contiene la alta gracia. Le pido, sí, que advierta a la niña que la alta gracia sólo<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

baja una vez y que aquel para quien baja, desde el momento en que la recibe más tiene<br />

morada en el cielo que en la tierra.<br />

¡Lo que vio, tras la respuesta, el señor Mateo! Algo así como lo que se refiere en las<br />

historias donde juegan su papel duendes y genios. Sin saber cómo ni cuándo partió el<br />

desconocido. De haber tenido que declarar, declarara el maravillado negociante que hubo<br />

desaparición, y que ésta se efectuó por los aires, entre el reflejo de una luz y el paso de<br />

una nube.<br />

IV<br />

Delante de un altar improvisado, están María, sus hermans, el señor Mateo y algunos<br />

vecinos curiosos de la novedad. aquel preciosísimo regalo, que –una vez extraído de la caja–<br />

se vio era la pintura de una sublime madre, atenta a la cuna de su hijo, mientras un varón,<br />

el padre o protector, se adelanta por el fondo; el cuadro que representaba a la mismísima<br />

Virgen, huésped en el portal de Belén, había aparecido tras la primera noche de su colocación<br />

en el altar, circundado de flores hermosísimas y raras, entre un ambiente aromatizado<br />

e iluminado tenuemente por un resplandor sobrenatural…<br />

Pero ¿quién no se asombrará al saber que en aquel mismo instante, delante de los asistentes<br />

consternados, María, el lirio sencillo y puro de aquel valle, reclinó su linda cabeza,<br />

cerró los brazos y se quedó dormida para siempre junto al retablo de sus anhelos?<br />

Murió, sí, la dulce niña, y se le dio sepultura al pie de un frondoso naranjo que allí<br />

próximo a la morada elevaba su copa, amarillenta con los nuevos retoños.<br />

El señor Mateo, inconsolable, lo dispuso así, para que fuese menos completa en el hogar<br />

la ausencia del ángel que le daba alegría.<br />

—Ella quiso partir, decía después a los que trataban de consolarle: (la alta gracia sólo<br />

baja una vez, y aquel para quien baja, desde el momento en que la recibe, más tiene morada<br />

en el cielo que en la tierra).<br />

V<br />

Y aquí acaba la tradición con la historia de la doncella y prosigue con la de la Santa.<br />

En vano las dos hermanas, en vano el padre, en vano el cura de almas, atraído por la<br />

relación del prodigio, extremaron sus devociones para reducir la imagen a vivir en su altar,<br />

el cual para el efecto estaba adornado espléndidamente; cada vez que se daban al descanso,<br />

rendidos por el sueño, el retablo se transportaba por modo espontáneo y maravilloso al<br />

naranjo, y allí se colocaba, como si cuidadosamente lo hicieran manos piadosísimas, entre<br />

las junturas de los ramos.<br />

Durante más de un mes estuvieron los devotos reduciendo el cuadro al altar y aquel<br />

reamaneciendo diariamente en su rústico refugio.<br />

Corrió la noticia por la comarca, llevando los accidentes de la historia, convertidos<br />

en artículos de fe: el encargo de la muchacha por inspiración extranatural; el regalo,<br />

venido de manos de un mensajero celeste, y la gloria del retablo, pintado sin duda, por<br />

arcángeles del Señor. De la comarca pasó la voz a la lejana ciudad, y oyóla el prelado de<br />

la arquidiócesis, y exaltóse la curia y se propusieron misiones para santificar el lugar del<br />

acontecimiento…<br />

Y así nació el Santuario de nuestra Señora de la altagracia; y así se formó esa gran fe, que<br />

con raras excepciones, vive pura en el sentimiento de cada uno de nuestros nacionales.<br />

(El Eco de la Opinión, S. D., 12 feb. 1890 y en su libro Prosa y Verso, S. D., 1901).<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Seña Altagracia<br />

así la llamábamos todos: su nombre era altagracia Mañón; era sietemesina, y para más<br />

señales, habitaba en el barrio del Carmen, de la barriada que, sin duda por su situación hacia<br />

la parte de la corriente marítima y por estar fundada sobre una pequeña nave, nombran<br />

naravijo abajo, en la Capital de Santo Domingo. Para el año setenta, fecha hasta donde<br />

llega, un tanto confusa, mi memoria, contaba los años por lo que hacía desde la mañana en<br />

que se malogró la degollina que preparaba en la Plaza de Catedral, hoy Parque de Colón,<br />

el intruso toussaint. En esa mañana, por efecto del miedo y como consecuencia de una mal<br />

sobrevenida necesidad, fue cuando vio la luz primera, un tanto opaca entre los bordes de<br />

cierto mueble que excuso decir, mi maestra.<br />

¡oh! y cómo estoy lleno de placidez al recordarla! Santa memoria, que me habla de<br />

aquellos felices tiempos en que nada sufría porque nada ambicionaba; tiempo precioso,<br />

mi primer despertar a la gloria de los conocimientos y mi primer vagido a los triunfos<br />

del corazón, ¡alcanzados entre infantiles amistades e inocentes amoríos! La buena anciana,<br />

que gozaba al verme contento de mi cándida vida, si resucitara ¡con qué tristeza habría<br />

de mirarme, cuando ya se han malogrado tantas esperanzas que ella misma alentaba para<br />

cada uno de nosotros los de la unión bajo su dulce férula! ¡Y cuando viera el destino que a<br />

muchos nos ha cabido, de andar errantes lejos de los lugares consagrados por la virtud de<br />

la niñez, y que a todos nos ha separado para siempre jamás al seguir las vueltas y revueltas<br />

del agitado mundo!<br />

Pero no es para llorar sobre lo pasado para lo que evoco ahora sus manes; sino para<br />

acudir gratísimo a abrirle posteridad de un instante siquiera a la que aún perdura sobre los<br />

pósteros, puesto que perduran sus nobles sentimientos inculcados y sus sanas doctrinas<br />

enseñadas.<br />

El que sepa de la vida que corría hace treinta años en la Primada de las Indias sabrá la<br />

importancia que entre la muchachería cobraban algunas viejas portadoras de la tradición:<br />

las que abrían carreras al abecé, las que sustentaban el regodeo de los ventorros, los cómitres<br />

o patronas de fiestas callejeras. En solamente la topografía de mi barrio, recuerdo que<br />

alcanzaron gobierno mirado con respeto y acatado con buen humor, taverita, La Morales,<br />

tiquitai, Mae Belén y Seña altagracia.<br />

El respeto lo imponía ella, mi venerable maestra, con un palo nudoso, frecuentemente<br />

arrancado de algún calabacero, el cual palo acechaba suspendido encima de nuestras<br />

cabezas, como se dice que estaba una espada suspendida sobre Damocles, de donde<br />

descendía certero en cada desaguisado de la tropa estudiantil, a labrar, según era el sitio<br />

donde se pegaba, morado surco o repleto chichón. La hora que se podía decir llamada a<br />

palos o a chichones era la de las once y pico de la mañana, la hora del rezo, que diré. En<br />

esa hora, Seña altagracia tomaba estrado sobre un cajón a algunas pulgadas del suelo, y<br />

desde allí, vara en mano y ojo avizor, dirigía la música con que decíamos las oraciones,<br />

música de canto llano, y como tal, monótona y angustiosa. El coro pasaba sin interrupción<br />

por las obras de Misericordia, los Pecados Capitales, los Mandamientos, ¡que sé yo!<br />

la mayor parte del Catecismo; acompañábalo la buena anciana con la voz armonizando<br />

como si fuese el bajón de una banda y moviendo la cabeza con el compás hacia uno y<br />

otro lado. Pocos habrán dejado de saber sobre este canto de las escuelas: en la nuestra<br />

era singularmente expresivo y gracioso. Como sobrevenía el cansancio por virtud del<br />

larguísimo rezo, los cantores iban adurmiéndose poco a poco, cerraba la maestra los<br />

723


ojos sin dejar de acompañar y la música quedaba reducida a tres o cuatro voces. Eso,<br />

mientras no se aproximaba la hora de dar fin a la Doctrina y con ella la de la bucólica;<br />

pues al aproximarse revivía poco a poco el coro, acelerábase el compás, chillaban las<br />

notas y crujía toda la escuela con el tutti que daba fin al canto en esta salutación: –”Muy<br />

bue… nos y san… tos dí… as le… dé Dios… a us…ted y a…su merced… La bendición…<br />

¡Seña altagraciaaa!…”.<br />

Lo más particular de Seña altagracia era una canasta en donde yacían reunidos mil volúmenes<br />

de diferentes especies y de la más rara empastación y desastrosa apariencia; era el<br />

refugio de toda una especulación bibliotecaria de más de veinte años. La miseria de nuestro<br />

entendimiento se alivió allí muchas veces; pues en esos libros hicimos mi hermano y yo<br />

nuestras primeras lecturas. De los ataques dirigidos a los flancos de la canasta, mientras la<br />

vieja dormía o agenciaba algún negocio, nos resultaba siempre alguna valiosa adquisición;<br />

a lo menos, por tal la juzgábamos entonces: Carlos y Fany, no recuerdo el autor, Las Tardes de<br />

la Granja, por Duminil, Robinson, La historia del rústico Bertoldo, de su hijo Bertoldino y su nieto<br />

Cacaseno y algunos fragmentos de don Quijote de la Mancha.<br />

Pues he venido a tocar en esta graciosa figura de don Quijote, quiero hacer constar un<br />

capricho: que siempre, al recordar a Seña altagracia, la he comparado mentalmente con el<br />

Caballero de la Triste Figura. Ninguna figura más triste que la de mi maestra: alta, avellanada,<br />

de aire grave y reposado; con andar que metía miedo de que se le descoyuntaran los<br />

huesos; don Quijote, en fin, con faldas y de tez etiópica; don Quijote además por la condición<br />

antojada a deshacer entuertos y a volver por los fueros de la verdad y la justicia. En la<br />

hora de su buena andanza dábanle donde correr aventuras nuestros vicios y desaciertos: la<br />

soberbia, gigante; el odio, endriago; la mentira, sierpe; el error, demonio: contra todos los<br />

cuales vencía con su lanza, el listón de calabacero, y con su adarga y escudo, la paciencia y<br />

bondad en ella ingénitas.<br />

todo esto son cosas ligeras y de escaso valor artístico; pero no hay duda que como<br />

puntos de rigurosa historia tienen su representación que para algo vale, siquiera sea para<br />

comparar con lo que es hoy lo que éramos antes en cuestión de las escuelas y probar que<br />

alcanzamos mucho progreso, pero ni tanta dicha ni tan sencilla pureza. Seña altagracia<br />

con su listón, su rezo, su canasta por biblioteca, simboliza bien su época, la de la incipiente<br />

rutina; la buena vieja cantando los preceptos de moral cristiana, sentimental con sus<br />

escolares, casi madre de ellos, hablando siempre de la virtud y al hablar demostrando su<br />

candor y honradez, es la nota viva de aquel tiempo más cómodo que el nuestro para hacer<br />

moral porque antes de moralizar se hacía la fe, se hacía la creencia. ¡Qué de convicciones<br />

que subsisten en nuestros corazones no sacamos los discípulos de Seña altagracia de un<br />

buen número de enseñanzas y preceptos cantados con unción verdadera! “Todo fiel cristiano<br />

está obligado a tener devoción”. “Honrad padre y madre”. “Bienaventurados los<br />

que han hambre y sed de justicia!”<br />

Concluyo esta insípida relación que a pocos agradará; pero que, estoy seguro, hará vivir<br />

en pasados recuerdos gratísimos a muchos de mis viejos amigos, al ver retratada aquí de<br />

cuerpo entero a la inolvidable preceptora de nuestra infancia.<br />

En Prosa y Verso, S. D., 1901.<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

EUGENIO DESCHAMPS 1 1861-1919<br />

Fue Deschamps el más elocuente y ardoroso tribuno de su tiempo. Desde temprano, en 1885, se le<br />

llamaba en el Cibao “el tribuno popular”. Ganó notoriedad, desde entonces, por su actividad periodística<br />

y por su encarnizada oposición a la dictadura de ulises Heureaux, al que combatió en todos<br />

los campos, de las armas y de las letras. Fue amigo de Martí. Su vibrante discurso de bienvenida a<br />

Máximo Gómez, a su llegada a Santo Domingo, en 1900, es una de las piezas oratorias más recordadas<br />

entre nosotros: no hay generación juvenil dominicana que no lo conserve en la memoria. Sus<br />

discursos tenían acento de arenga militar.<br />

El celebrado tribuno desempeñó importantes funciones públicas: Diputado, Gobernador, Secretario<br />

de Estado, Vicepresidente de la República. Por iniciativa suya fue fundada en Santiago la benemérita<br />

Alianza Cibaeña, Sociedad de Artes y Oficios, uno de los centros culturales de la República de vida<br />

más larga y meritoria.<br />

nació en Santiago el 15 de julio de 1861 y murió allí mismo el 27 de agosto de 1919.<br />

Sus celebrados discursos aparecen en nuestra obra Discursos históricos y literarios, S. D., 1947,<br />

pp.333-397, precedidos de un apunte bio-bibliográfico.<br />

En las bellas páginas que se reproducen aquí, acerca de la tradición del Santo Cerro, hay la impresión<br />

personal del autor, de hondo valor evocativo para todos los que hemos hecho la inolvidable<br />

peregrinación al Santuario.<br />

Deschamps dejó otras composiciones en que revela su vocación poética, entre ellos Juramento<br />

de amores, escrita en Puerto Rico en 1886, inserta en El Teléfono, n. o 222, Santo Domingo, 19 de junio<br />

de 1887.<br />

Tradiciones quisqueyanas<br />

allí está, yo lo he visto, el níspero gigantesco, más de cuatro veces secular, que fue testigo<br />

del hecho que a contar voy en estas líneas.*<br />

Recogí la narración de los labios de mis sencillos ascendientes, y tal como voy a presentarla,<br />

conócenla todos los dominicanos, pudiendo oírla cuantos pregunten allí por el Santo<br />

Hoyo del Cerro.<br />

Remóntase el maravilloso episodio a los primeros albores del descubrimiento.<br />

Helo aquí:<br />

no había el conquistador deshecho todavía las valerosas huestes de Caonabo, cuando,<br />

metido tierra adentro, en pleno Cibao, acampaba, tal vez por medida de precaución, en el<br />

firme de empinadísima montaña, desde la cual se domina, haciendo horizontes, el espléndido<br />

tapiz de la infinita Vega Real, cuyos primores estéticos y cuyas maravillas de vegetación<br />

tanto meritísimo prestigio cobró en el ánimo de los huéspedes que, de pronto, arrojó el mar<br />

sobre el ignoto Continente.<br />

Hasta allí fue la temeraria audacia del indígena, y el campamento se vio un día vigorosamente<br />

asaltado por una nube de combatientes desnudos.<br />

1 Ver: Rufino Martínez, Hombres dominicanos, vol. 1, S. D., 1936, (obra consagrada a Deschamps y a Heureaux); Dr.<br />

Max Henríquez ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945; y Dr. J. Balaguer, Historia de la<br />

literatura dominicana, S. D., 1968.<br />

*Publicado con la dedicatoria “a mi amigo el poeta don Quintín negrón Sanjurjo”, en la revista Letras y Ciencias,<br />

S. D., 1895, p.763. Véase El Santo Cerro en Santo Domingo, por el Pbro. Rafael Celedón, reproducido con notas del Dr. V.<br />

alfau Durán en Clío, S. D., n. o 89, 1951; y en el Boletín del Archivo General de la Nación, n. o 40, de 1945, apolinar tejera,<br />

Rectificación histórica, y E. R. D., El Santo Cerro, documentos para su historia.<br />

725


no bastaba al indomable aventurero despeñar, cuerpo a cuerpo, a centenares de adversarios,<br />

porque por todos los lados subían tenaces luchadores que venían a sustituir a los que<br />

el fiero castellano ponía fuera de combate. Era aquello inmenso mar de oleaje formidable,<br />

empeñado en hacer trizas el obstáculo.<br />

El español, que había ya vencido en Jánico, donde le faltó poco para perecer, al empuje<br />

de cuantos cacicazgos aglomeró, y echó sobre él el intrépido jefe de Maguana, iba tal vez a<br />

ser vencido.<br />

Mas de pronto habló el milagro.<br />

Cerca del níspero gigantesco, que vive todavía, que conozco yo y que conoce también la universalidad<br />

de mis compatriotas; a dos pasos de una gran cruz que habían plantado los invasores,<br />

apareció una figura de mujer, con un niño en los brazos y unos grillos en las manos…<br />

Ciegas de ira las ígnaras huestes quisqueyanas, arremeten contra la visión gloriosa,<br />

cubriéndola de una nube de flechas. Los proyectiles, sin embargo, golpeaban el pecho de la<br />

virgen, rebotaban e iban a herir, certeros, a los desnudos combatientes.<br />

Prodújose el estrago; el espanto cundió; y no ya empujados por la espada de los invasores,<br />

sino al irresistible impulso de su propio asombro, la furiosa avalancha de asaltantes<br />

se echó a rodar por la pendiente, y desapareció, quedando la victoria de parte de los signos<br />

que indudablemente la causaron.<br />

alzóse allí desde entonces, un santuario a que fueron nuestros antepasados y a que va<br />

ahora en romería, no ya toda la República, sino también toda la Isla.<br />

Allí está, en su gloria, recibiendo el incesante homenaje de los fieles, y custodiada por el<br />

amor del vecindario, la Virgen de las Mercedes, la misma que protegió al conquistador.<br />

Donde estuvo la cruz hicieron lo que llamamos el Santo Hoyo.<br />

Está éste dentro del templo, y medirá sobre poco más o menos una vara en cuadro.<br />

Su profundidad dicen que varía, verificándose el prodigio de estar unas veces más<br />

profundo que otras.<br />

Cuantos van en peregrinación, hacen abrir el hoyo milagroso, introdúcense allí y hay la<br />

creencia de que salen curados los enfermos.<br />

tanto la tierra del Santo Hoyo, como el aceite de la lámpara que arde hace cuatro siglos delante<br />

de la Virgen, son codiciadísimas reliquias que obtienen y guardan religiosamente los romeros.<br />

Yo he orado, de niño, arrodillado delante de la imagen, y también he sido introducido,<br />

descalzo, en el hoyo milagroso.<br />

Mi santa madre creyó, y yo creí también, curarme alguna vez ungiéndome con el bendito<br />

aceite del santuario.<br />

ahora, la tierna poesía de estas sencillísimas creencias se ha disipado en el alma; y sin<br />

embargo, diera yo la vida por poder, como en tiempos venturosos, salir en brioso corcel, a<br />

la madrugada, de mi pueblo; subir, al romper el día a la cima, envuelta en nieblas, de aquel<br />

clásico monte; sumergir mi espíritu, a esa hora apacible y deliciosa, en la contemplación de<br />

aquella vega inmensa de que suben efluvios aromosos, neblinas que parecen humo de incensario,<br />

tristezas intensas, inspiraciones hondas, ansias insensatas de tener alas y de tender el<br />

vuelo por aquella inmensidad para bañarnos en el esplendor del infinito; y después, ya en el<br />

templo, junto al Hoyo, y en presencia de la Virgen, gustar a mis anchas, con inefable amor,<br />

de las miradas hurañas dirigidas a mis impíos descreimientos por las infantiles creencias<br />

de mi madre…<br />

1895.<br />

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TEMÍSTOCLES A. RAVELO 1854-C. 1932<br />

Sabí<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

temístocles amador Ravelo y abreu, hijo del prócer trinitario Juan nepomuceno Ravelo, nació en<br />

Santo Domingo en 1854 y murió en Santiago de Cuba hacia el 1932. Vivió en la Isla hermana desde<br />

que, siendo niño, su padre se radicó allí, en 1865, tras la Restauración de la República, término de la<br />

anexión a España, de la que fue partidario.<br />

temístocles Ravelo, siempre con sus ojos de dominicano vueltos hacia la Patria, escribió un Diccionario<br />

biográfico dominicano que se conserva inédito en el archivo General de la nación.<br />

Ravelo recogió, quizás de labios de su padre, algunas tradiciones dominicanas, como la que ahora se publica<br />

y como su Episodio de la Restauración, inserto en Listín Diario, n. o 5435, del 15 de agosto de 1907.<br />

Desde que el General Pedro Santana, el flamante Marqués de las Carreras, había acampado<br />

en Guanuma, no había cesado de llover. Las tropas españolas a su mando y su gente<br />

de las reservas estaban caladas hasta los huesos. Pero había que proseguir el principal objeto<br />

de su estada en aquellos sitios y llevar a su cumplimiento el plan de guerra ideado por el<br />

Estado Mayor de la Capitanía General, que era el avance de Santana por el Este, contando<br />

con la efímera influencia de este caudillo, para caer sobre el Cibao y desbaratar la revolución<br />

restauradora que se venía extendiendo por esta parte y hacia el Sur del país; como si un<br />

ejército por poderoso que fuese pudiera desbaratar una revolución de principios y de santa<br />

reivindicación de la personalidad política de la nación.<br />

Los restauradores se habían batido ya en los estribos de la sierra, desde San Pedro al<br />

Sillón de la Viuda: del Gobierno de la Capital se le exigía la marcha a todo trance.<br />

En aquellos días en una de las escaramuzas habidas entre restauradores y realistas, había<br />

muerto, combatiendo como un león, un jefe seibano de nombradía en las guerras contra<br />

el mañé, allá por las fronteras. Era hombre fornido, brazo derecho de Santana, cuando éste<br />

figuraba como el paladín de la Independencia y que ante la alternativa de seguir al ídolo<br />

o a la patria, optó por la última, uniéndose a los patriotas. tenía una hija a quien pusieron<br />

por nombre Sabina y sus familiares le decían por apodo Sabí, a la cual Santana llevó como<br />

padrino a la pila bautismal. Por el tiempo en que narro estos hechos sería una muchacha<br />

de catorce años; era de color oscuro, de facciones correctas, alta, mórbida, macisa, de ojos<br />

dormidos y con un pelo lacio en extremo. Desde la muerte de su padre, a quien acompañara<br />

en los azares de la guerra, andaba sola y errante por los cantones restauradores y a veces<br />

por las breñas y los maniguales; todos la respetaban y todos la compadecían. Cuidaba de<br />

los enfermos y de los heridos, consolándolos y dándoles aliento y excitaba a los sanos para<br />

seguir en la contienda empeñada. Estaba en todo, de todo conocía y se enteraba de los detalles<br />

y acontecimientos que pasaban.<br />

Los espías de los patriotas anunciaron que el ejército de Guanuma hacía los preparativos<br />

de marcha hacia el interior, por lo que se dieron las órdenes oportunas para prepararse a<br />

hacerle frente e impedirle el paso a sangre y fuego.<br />

Sabí se enteró de ello, y al anochecer, bajo una lluvia torrencial, desapareció por entre<br />

las últimas guardias restauradoras y se internó dentro del espeso bosque. Como a las dos de<br />

la madrugada llegó cerca de las avanzadas realistas y, sutil como el aire, esquivando el ojo<br />

del vigilante centinela, atravesó el campamento y con aquella intuición de los campesinos,<br />

se encaminó a las tiendas del cuartel general.<br />

727


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

En momentos en que Santana se disponía a acostarse en su hamaca, como espíritu surgido<br />

del suelo o del aire, Sabí se presentó ante él; la lámpara de aceite no tenía la luz suficiente<br />

para que se distinguieran sus formas y aunque el General Santana no era hombre a quien<br />

le asustaran duendes ni aparecidos, se le crisparon los nervios y asió de su machete como<br />

acto de prevención.<br />

—Padrino, le dijo ella, no tenga cuidado, es su ahijada Sabí que le quiere hablar.<br />

—¿Qué quieres? le dijo, ¿quién te ha traído aquí y cuáles son tus intenciones?<br />

—Malas ninguna, buenas sí.<br />

—Habla.<br />

—a su compadre lo mataron en la pelea de la Sabana de la Cruz… Yo vivo sola, sin<br />

alma, sin casa y si los dominicanos pierden la guerra, padrino, no tendré tierra donde vivir,<br />

porque los cacharros serán nuestros amos.<br />

La, voz de Sabí cambió de modulación, tomó un tono subido de mando, su cuerpo creció<br />

de súbito, sus ojos siempre dormidos tomaron un brillo extraño que llamó poderosamente<br />

la atención del Marqués de las Carreras.<br />

—nuestra bandera no se ve en nuestro pueblo, prosiguió, sólo la tienen los que pelean<br />

por ella. Yo sé que usted sigue para el Cibao a combatirlos y vengo, padrino, en nombre de<br />

su compadre y de la Virgen de altagracia a decirle que no pelee contra sus hermanos y sus<br />

antiguos compañeros de gloria, que no siga su camino, ya que su traición llena de sangre<br />

y luto a la República.<br />

Sabí, erguida como vestal romana, con sus ropas húmedas pegadas al cuerpo, con el<br />

cabello suelto, que la envolvía cual manto de reina, clavó su mirada intensamente sobre<br />

Santana y con ademán soberano salió de la tienda y desapareció.<br />

Santana miró con rabia sus entorchados de teniente General español, le atormentó<br />

el llamarse Marqués de las Carreras y sin poder conciliar el sueño esperó las primeras<br />

horas de la mañana.<br />

Le volvió de sus extraviados pensamientos el disparo de un fusil en las lejanas avanzadas;<br />

el toque de las cornetas y el movimiento de las tropas que según orden de la noche anterior<br />

debían emprender la marcha al toque de diana; entonces rodaron por sus mejillas curtidas<br />

de viejo soldado, dos gruesas lágrimas que se perdieron dentro del espesor de sus barbas.<br />

Cuando el Brigadier jefe del Estado Mayor llegó a recibir órdenes para la marcha de<br />

la división, el General en Jefe, malhumorado y con ademán brusco, dio contraorden hasta<br />

nuevo aviso.<br />

La marcha sobre el Cibao, se había suspendido.<br />

a la hora del mediodía se le enteró que un centinela había dado muerte a una mujer joven<br />

que salía del campamento, de la que se supuso que fuera alguna espía de los rebeldes.<br />

El Estado Mayor español, ni los que cuentan la historia de la campaña restauradora,<br />

nunca se han dado cuenta ni se la darán tampoco los venideros narradores, de cuál fue la<br />

causa verdadera de que el General Santana no se moviera del campamento de Guanuma,<br />

expiación y sepulcro de los soldados españoles.<br />

BLANCO Y NEGRO, n. o 139, Santo Domingo, mayo 14 de 1911.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

CASIMIRO N. DE MOYA 1 1849-1915<br />

Casimiro nemesio de Moya y Pimentel nació en Santo Domingo el 19 de diciembre de 1849 y murió<br />

en la misma villa el 27 de mayo de 1915.<br />

Fue de los hombres que hacen del tiempo lo que el campesino laborioso hace de la tierra fértil. así<br />

fue político, Vicepresidente de la República, novelista, poeta, cartógrafo, historiador. Su Mapa de la<br />

Isla, de 1904, ha sido el de más autoridad y vigencia en el país.<br />

anteriormente se contaba, entre otros, con los excelentes mapas de los extranjeros Schomburgk y<br />

Gabb y con el mapa dibujado en La Habana, en 1861, por a. Stanislas y el dominicano Francisco X.<br />

angulo Guridi, escritor y geógrafo.<br />

Moya dejó una vasta Historia de Santo Domingo, que se conserva inédita, manuscrita, en siete volúmenes,<br />

en el archivo General de la nación. De esta vasta obra sólo llegó a publicar el primer volumen,<br />

en 1913, con el título de Bosquejo histórico del descubrimiento y conquista de la Isla de Santo Domingo.<br />

Dejó importantes trabajos cartográficos y de estadística, así como unos apuntes acerca de la famosa<br />

revolución de 1886, que él encabezó: la llamada revolución de Moya.<br />

Aficionado a la poesía, publicó algunos versos en la prensa dominicana. De su novela Dramas dominicanos,<br />

cuya introducción se publicó en el periódico El Progreso, de esta ciudad, poco antes de su<br />

muerte, es parte la Historia del Comegente, que ahora se publica.<br />

En La Cuna de américa, de Santo Domingo, n. o 101, del 13 de diciembre de 1908, publicó Moya unas<br />

páginas de una novela nacional histórica inconcluida. Como geógrafo que era no resistió a la tentación<br />

de hacer largas descripciones, plenas de nombres de lugares, montañas y ríos.<br />

Historia del Comegente<br />

De Episodios Dominicanos*<br />

Señó Domingo no se hizo esperar, y rodando uno de los cilíndricos zoquetes de madera que<br />

a guisa de poyos yacían a entrambos lados de la puerta del bohío, fijólo en lugar conveniente y<br />

sentóse en él muy orondo y muy pegado del principal papel que iba a desempeñar ante aquel<br />

variado auditorio, pues que, tratándose de cuentos, había sido demasiado exigir el comedimiento<br />

de los viejos propietarios y de Cirilo, el que se hubiesen quedado alejados del corro, en seguida<br />

formado para escuchar la ya deseada historia, que el buen narrador comenzó así: 1a<br />

1 noticias de Moya y de sus escritos en la apostilla de alfau Duran, Centenario del historiador y geógrafo D. Casimiro<br />

N. de Moya, en Clío, S. D., n. o 86, 1950, p.18.<br />

*Véase en el apéndice, El Negro Incógnito o El Comegente. Las notas son también de Moya. acerca del siniestro<br />

personaje véase Dr. Constancio Bernaldo de Quirós, Criminología, Puebla, México, 1955, pp.287-290, 2ª edición, y su<br />

artículo Comegente, el monstruo sádico, en Cuadernos dominicanos de Cultura, S. D., ag. de 1944.<br />

1a Esta del Comegente es la historia real del malhechor así denominado; mas a pesar de los materiales que hemos<br />

reunido con el deseo de ofrecerla al público exacta en lo que no es sobrenatural, no nos ha sido dable conseguirlo por<br />

lo que respecta a la época precisa de sus fechorías, ni al lugar en donde fue por fin capturado, bien por nuestra parte<br />

nos hemos decidido por el testimonio que hace datar sus principales crímenes de 1790 a Junio de 1792 y su aprisionamiento<br />

en Cercado Alto, inmediaciones de La Vega, el 13 del último mes indicado. Estos datos proceden de un antiguo<br />

Libro de Memorias llevado en la familia del finado don Francisco Mariano de la Mota, de Pontón cerca de La Vega, los<br />

cuales principiaron a asentarse, a lo que parece, cuando todavía no se le había dado el apodo del Comegente y sólo<br />

se le denominaba con el de El Negro Incógnito. En estos apuntes nombre por nombre las víctimas de aquella fiera, con<br />

indicación del domicilio de cada una y de las particularidades con que se llevó a cabo su asesinato, siendo la última<br />

anotación de fecha 26 de Junio de 1792. no les falta pues registro para persuadir de su veracidad.<br />

Tenemos además otras dos versiones: una procedente de San Francisco de Macorís, que lo hace figurar de 1803<br />

a 1804 y capturar en las inmediaciones del Cotuí por gente encabezada por el Cura de la Parroquia y otra que lo<br />

establece como existiendo de 1815 a 1818 sin indicación del día ni del lugar en que fue aprehendido. Esta última es<br />

procedente de informes dados por la mujer, los hijos y una nieta que siempre vivieron (y aún creemos que vive esta<br />

última de nombre Simona) en los campos de Puerto Plata, a donde fueron a guarecerse cuando los hicieron abandonar<br />

el fundo que tenían en el Guazumal; pero como es natural, se presiente de cierta parcialidad empeñada en presentar<br />

729


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

“Pues señor, el negro incógnito, como le llamaban antes de ponerle el apodo de Comegente,<br />

según los ancianos, vino al mundo en Jacagua o en Guazumal, secciones del partido de<br />

Santiago de los Caballeros, a mediados del siglo pasado, pues en el año de 92, que fue cuando<br />

lo hicieron prisionero y se dio fin a sus bellaquerías, entre los que lo vimos hubo muchos que<br />

lo consideraron como hombre al pie de los 40 años: era alto de cuerpo, robusto, bien formado,<br />

negro colorado o aindiado, de cabello suelto, no mal parecido y con la particularidad de unos<br />

pies muy chiquitos. Había nacido libre, se llamaba Luis Beltrán, fue al principio muy trabajador,<br />

y se casó con una nombrada Juana la ñata, apodo éste debido a que esa mujer tenía la<br />

ternilla de la nariz partida y su hablar era fañoso. Del matrimonio nacieron dos hijos, el uno<br />

varón llamado Mateo, y una hembra cuyo nombre nunca supe, aunque les conocí a los dos,<br />

lo mesmo que a la mama, 2 viviendo todos en los campos de Puerto Plata arrimados en casa de<br />

un pariente, adonde se refugiaron desde que las autoridades de Santiago, creyendo que así se<br />

ahuyentaría de los contornos a Luis, dispusieron que esta gente abandonara el sitio. Ellos allí<br />

nunca dieron que decir, sino que la muchacha se hizo medio médica.<br />

Pero volviendo a Luis Beltrán, por allá por el año 87 dizque le dio la ventolera de irse a<br />

aprender algo en El Francés, 3 y de peón de una recua, que iba para Guarico, salió de Santiago<br />

y fue a tener a Limbé, donde se contrató en una posesión que tenía muchos negros carabalises 4<br />

de los que le hizo el amo capataz, porque además de ser fuerte y trabajador, como he dicho,<br />

sabía leer, escribir y algo de cuentas. Ese empleo fue su perdición, porque no tan sólo los<br />

esclavos, por ganárselos porque no los maltratara, le enseñaron muchísimas brujerías y a<br />

comer gente, sino que muy pronto supo más que los maestros, y deseando éstos quitárselo<br />

de encima, no atreviéndose a matarlo le echaron guanguá 5 la que le resultó olvidar su lengua<br />

y sentirse como el diablo en el cuerpo, siempre dispuesto a hacer bellaquerías. El amo de la<br />

posesión lo retiró de ella, y parece que no le quedó más tu tía 6 que volverse para su casa.<br />

En la cuaresma de ese año de 90, amanecieron asesinadas en diversos campos de los<br />

partidos de La Vega y de Santiago algunas mujeres, todas gentes muy de su trabajo y no de<br />

mala conducta ni amigas de pendencias, por lo cual la impresión causada fue tan general y<br />

lastimosa que todo el mundo se brindó a ayudar a las autoridades en las diligencias necesarias<br />

hasta dar con el malhechor, con todo eso no se pudo descubrir; y como por el mismo<br />

tiempo desaparecieron una negrita de Casimiro Concepción, viviente en Cenobí; un negrito<br />

de Victoriano Sánchez, de Jamo, y una mulatica, llamada Rosalía, ya mujercita y muy graciosa,<br />

de don agustín de Moya, de San Luis, dándolos a todos por comidos comenzó la voz<br />

pública a llamar a Beltrán el Comegente; pero sin saber todavía que fuera Beltrán.<br />

Pasóse el año sin que nada volviera a acaecer que recordara el tal hombre, y sin que pudieran<br />

las autoridades descubrir quién fuese; pero al siguiente, para la época que en el anterior,<br />

resolló 7 en los mismos lugares haciendo nuevas muertes y pegando fuego a algunas casas de<br />

campo y ranchos de tabaco, sabiéndose después que esto lo ejecutaba tanto por bellaquería<br />

al Comegente algo entendido en maleficios, pero cuyas bellaquerías nunca pasaron de las travesuras de sorprender a<br />

las lavanderas a las orillas de los ríos y a los ancianos y niños donde quiera que los topaba infundiéndoles miedo para<br />

hacerles huir, pero sin causarles otro daño. De esta disparidad en las épocas ¿no podría haberse inducido a creer en<br />

la existencia de dos individuos de perniciosa índole, cuyas fechorías se confunden?<br />

2De la palabra aguda mamá ha nacido la grave mama, muy vulgar principalmente entre los rústicos.<br />

3El Francés. La parte francesa de la Isla. todavía hoy hay mucha gente nuestra que la llama así.<br />

4Carabalí. 5Guanguá o ouangá. Nombre haitiano o africano del hechizo o maleficio.<br />

6Tu tía. arbitrio, recurso.<br />

7Resolló. Reaparecer.<br />

730


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

como por malicia, para proporcionarse víctimas en las cuales satisfacer sin peligro sus apetitos<br />

sanguinarios, que, según confesó más tarde, no lo dejaban tranquilo desde que le echaron el<br />

mal en El Francés. En ese año fue que la autoridad de Santiago, oliendo mejor el tocino 8 pudo<br />

averiguar que el malvado era Beltrán, y respajiló 9 del Guazumal a la mujer con los hijos.<br />

Pero yo no veo el resultado que en víctimas humanas le daban esos incendios, objetó<br />

Carlos en lo que el narrador tomaba aliento.<br />

allá vamos. Se tiene averiguado que el Comegente era un hombre muy ruín 10 , por lo cual<br />

nunca jamás atacó sino a los viejos endebles y a las mujeres, regularmente por la espalda;<br />

y como el fuego por él pegado hacía salir despavoridos a los que vivían en la casa y acudir<br />

gente del vecindario para ayudar a apagarlo, manteniéndose él en acecho por los alrededores<br />

lograba casi siempre su propósito de que le pasara cerca alguna persona a quien sin<br />

riesgo poderla tumbar de una lanzada o un machetazo; siendo tan extrema su cobardía, que<br />

tras que daba el golpe saltaba atrás y se mantenía a buena distancia, hasta cerciorarse de<br />

que la víctima estaba apalastrada y sin armas con que defenderse; entonces le volvía encima<br />

hablando una algarabía que naide entendió nunca, la remataba, le cortaba los pechos, si era<br />

mujer, para comérselos asados, y si era hombre otra parte para utilizarla en sus brujerías, o<br />

sabe Dios para qué.<br />

—¡ave María Purísima! exclamó Carmen horrorizada, acurrucándose un poco y pegándose<br />

a don Esteban.<br />

Veintinueve son mi niña las muertes que se le acumulan, y llegaron a veintisiete las personas<br />

que se le pudieron escapar, aunque heridas, porque como algunas veces no atacaba<br />

con lanza ni sable, sino con una especie de garrocha puntiaguda, hecha de un varejón de<br />

guaconejo o quiebrahacha, y esto lanzándola desde cierta distancia, los golpes en tales casos no<br />

eran siempre seguros; y como daba por resultado el tirar la garrocha, que venía ella a quedar<br />

al alcance de la persona atacada, si ésta se sentía con aliento la recogía y se le enfrentaba 11 , lo<br />

cual era bastante para hacerle poner los pies en polvorosa.<br />

El primero que se salvó así fue don Ventura López, que siendo un viejo muy templado 12<br />

hizo huir a carrera tendida al Comegente el día del lance.<br />

—Malvao, y tan ruín!, exclamó seño Mateo.<br />

—Estabas loco por meter tu cuchara, le replicó la consorte, tal vez por meter también<br />

la suya.<br />

—Haya paz, mis viejos, aconsejó don Esteban, no perdamos el hilo de tan interesante<br />

historia.<br />

—¿Pero de dónde vino al Comegente esa idea de atacar arrojando la garrocha a modo de<br />

dardo? preguntó Carlos.<br />

—De que una vez se atrevió en los llanos a irle encima con solo un palo a una mujer,<br />

sin advertir que ella tenía un machete de trabajo; y como que a la mujer no le faltaba tabaco<br />

en la vejiga 13 se le encaró y recibió un buen palo, pero hiriéndole por un tobillo lo hizo<br />

plumearse. 14<br />

8 Oliendo mejor el tocino: Haciendo mejores indagaciones. oler el tocino: Presumir, sospechar.<br />

9 Respahilar: Hacer tomar a uno el hilo, es decir, despedirlo.<br />

10 Ruín: ordinariamente sólo usado por el vulgo con la acepción de cobarde.<br />

11 Enfrentarse y encararse: Hacer frente con ánimo de resistir o de atacar.<br />

12 Templado: alentado, animoso.<br />

13 Tener tabaco en la vejiga: Igual significación que templado.<br />

14 Plumearse: tomar las de Villadiego, huir.<br />

731


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

—¡Sinvergüenza! ¡pie pa que te tengo 15 siempre! volvió a decir el viejo Mateo, sintiéndose<br />

escocido por tan manifiesta cobardía tras maldad tanta.<br />

—¿Pero para qué o por qué mataba a la gente? preguntó Carmen.<br />

—a lo que parece, mi niña, sólo lo hacía por gustos sanguinarios y con la mira de utilizar de<br />

los muertos las partes que he dicho que se llevaba siempre, pues de la única de quien se sospecha<br />

abusó fue de doña Isabel Estévez, viviente en Río Seco, a la vera de La Vega, a la cual le pegó<br />

ocho machetazos entre la cabeza y el pescuezo; pero siempre se ha dicho que de ninguna casa<br />

se llevó jamás ni alhaja ni dinero, sino de cuando en cuando alguna sal. Y tanto o más que gente<br />

mataba animales en las sabanas, montes y cercados; aunque de esto debe suponerse que fuera<br />

para su mantenimiento, pues siempre cargaba con las lenguas y ubres, y cuando se trataba de<br />

puercos cortaba a estos además de las trompas, que parecen eran para él buen bocado. ¡ah! se<br />

me olvidaba referir que en un mesmo día mató, desnucándolo de un machetazo, a un pobre viejo<br />

como de ochenta años, llamado Tío Gabriel, del cual se llevó asina mesmo lo que he dicho que<br />

siempre se llevaba, y por la noche le tocó el turno a apolonia Ramos, vecina de Las Cabullas<br />

o de Jamo; a esta infeliz la abrió desde el güargüera hasta el empeine, le sacó el corazón y<br />

le cortó la mano derecha, metiéndoles en su ñango 16 para llevárselos, le cubrió la cara con su<br />

propia empella y la dejó clavada en el suelo con una estaca que le atravesó…<br />

—¡María Santísima! volvió a exclamar Carmen ya aterrorizada. ¡Por Dios, señor, no<br />

cuente más!<br />

—Razón tienes, hija; para atrocidades basta y sobra con lo relatado; mas usted debe<br />

saber algo de sus hechicerías, ¿no?<br />

—¡Hui! las necesarias para componer un libro: les voy a referir las principales, si ustedes<br />

gustan.<br />

Entre las artes diabólicas que el Comegente aprendió en El Francés tenía una, que, sin<br />

envidiárselo, quisiera yo que a mí me viniera por la divina gracia; y era que en una noche se<br />

transportaba desde los campos de Puerto Plata al Cotuí, que hay su buena cuarenta leguas<br />

de terreno, y en igual tiempo del Cotuí a los Llanos, distantes entre sí como otras tantas 17 .<br />

—Esa es la fábula, interrumpió Carlos, no pudiéndose contener.<br />

—Sea lo que fuere y tómenlo como lo tomaren, continuó el viejo, quien, como todos<br />

o casi todos los de su época, era un si es no es supersticioso y dado a creer en brujerías y<br />

maleficios; el caso es que en mesmo día o en una mesma noche, hacía maldades en distintos<br />

lugares, a los cuales ningún hombre a caballo, ni menos a pie, puede llegar antes de dos días<br />

bien andados, a menos de tener un pacto con el enemigo malo. ¿Y qué dirán sus mercedes<br />

cuando sepan que muchas veces estuvo cogido ese malvado, y que de entre las manos que<br />

lo llevaban amarrado se escabullía, sin saber nunca naide el cómo ni por dónde?<br />

—Que los que decían se les escapaba, ni se habrían topado con él, pero irían contando<br />

tan prodigiosas invenciones para enaltecerse o tratar de justificar el miedo que tendrían de<br />

perseguirlo con decisión, repuso Carlos.<br />

—aténgase a eso; no, señor, el Comegente estuvo cogido y muy bien cogido un haz de<br />

veces; pero como tenía el arte de hacerse invisible desde que asomaba alguno con arma de<br />

15 Pies para que los tengo: Esta frase va siempre acompañada del verbo decir y significa lo mismo que la antecedente.<br />

16 Ñango: Especie de guano con dos asas para cargarlo a la espalda.<br />

17 Como en esa época todas las bellaquerías se atribuían al Comegente, y alentados por esta garantía otros realizaban<br />

a mansalva actos semejantes, de ahí que el haber ocurrido algunos casi simultáneamente a regular distancia, diera<br />

margen a la suposición de la sobrenatural velocidad de él para caminar.<br />

732


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

fuego, o tras que sus pies tocaban agua corriente, lo cual no lo sabía naide, y como siempre<br />

lo hacían caminar a pie cuando lo cogían, en cuantico tocaba a un río o arroyo se desaparecía<br />

o se desvanecía entre los mesmos conductores, dejándolos a todos más muertos que<br />

vivos del susto; y como en realidad él no se iba, sino que se volvía viento, los del piquete<br />

seguían percibiendo la fetidez de su grajo 18 que según se cree lo echaba por todos los pliegues<br />

de su cuerpo, y era tan fuerte que los perros, así los jíbaros como los domésticos la<br />

sentían desde que asomaba el pájaro por las veras del lugar donde había alguno de estos<br />

animales; a causa de eso ladraban y aullaban, denunciando así la presencia de él, por lo<br />

cual el Comegente tuvo siempre mucho odio a los perros, y con el deseo de sudar menos<br />

andaba casi siempre en pelota, si bien en tiempo de frío usaba camisa y hasta chupa, pero<br />

nunca calzones.<br />

Por último, llegaron sus cosas a tal extremo, que alevantadas las poblaciones del Cotuí,<br />

Macorís, La Vega, Moca y Santiago, debiendo sentir vergüenza de que un solo hombre<br />

ruín para más mengua, las tuviera como quien dice acorraladas y sin sestes 19 se pusieron de<br />

acuerdo para batir sus partidos, todas al mesmo tiempo, con la mayor cantidad de gentes<br />

que pudieran mover; asina fue que desde el día de Santa Rita, abogada de las cosas imposibles,<br />

que corresponde al 2 de Mayo, más de dos mil hombres armados salieron a buscar uno<br />

sólo, llenaron la comarca de centinelas, y rondas volantes, que todo lo estuvieron azotando<br />

unos veinte días, sin poder dar con el brujo, a pesar de que mientras tanto de estar haciendo<br />

de las suyas, pegando fuego a viviendas, ranchos y cañaverales, ni de seguir en su juego<br />

de matar animales para aprovecharse de las lenguas y ubres y esto a cencia y presencia, se<br />

puede decir, de sus perseguidores, los cuales manque se volvían todo ojos, nunca lo pudieron<br />

columbrar por parte ninguna debiéndose eso a que como todos los centinelas tenían armas<br />

de fuego, y en las rondas lo menos la mitad de sus hombres la llevaban, él andaba a pata<br />

tendida para arriba y para abajo como si tal cosa, sin dársele ni pizca de cuidado de tantas<br />

prevenciones.<br />

Sin embargo, un viejo montero llamado seño Antonio, hombre de mucha experiencia y<br />

dado a cavilar sobre todo lo que le chocaba, viviente en el Buena Vista, que está cerquininga 20<br />

de La Vega por el camino de Jarabacoa, habiéndose puesto a pensar en las máculas 21 de que<br />

podía valerse el Comegente para ocultarse y escaparse, comprendió que debía ser por obra<br />

de malas artes; pero como el poder del diablo no puede prevalecer largo tiempo sobre el de<br />

Dios, debía haber una contra para esas artes. Entonces se acordó de que en nuestros montes<br />

se da un bejuco llamado de brujos, y sospechando que tal nombre pudiera venirle por alguna<br />

virtud que tuviera contra ellos, se propuso hacer el experimento contra el Comegente. Diciendo<br />

y haciendo se fue al monte, cortó dos buenas hebras de ese bejuco, y al quebrar del alba al día<br />

siguiente, se amarró al cinto el cuchillo de degollar y su cabo 22 se engarzó al hombro las dos<br />

ruedas formadas de los bejucos, y acompañado de un muchacho de doce o catorce años, que<br />

había criado, y de sus perros, se puso en movimiento dirigiéndose a las monterías 23 de Cercado<br />

Alto. La Providencia parece que iba guiando sus pasos; pues con tanto tino anduvo, que<br />

apenas comenzó a subir por una ladera, el olfato de los perros, percibiendo el grajo, indicó<br />

18Grajo: Sobaquina.<br />

19Sin sestes: Sin poder descansar.<br />

20Cerquininga: Muy cerca, diminutiva forma muy dominicana: Chiquiningo, bajiningo, o flaquiningo.<br />

21Máculas: Maldades.<br />

22Cabo: Machete.<br />

23Montería: Montes desiertos en los cuales abundan los animales de caza.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

el rumbo que debían seguir; y dejándose ir seño antonio con su muchacho detrás de ellos,<br />

a poco andar sus ladridos indicaron que se habían topado con el pájaro. Efectivamente,<br />

estaba recostado en un como nicho de piedra que en la ladera había; y manque le ladraban<br />

los perros con furia, como si quisieran devorarlo, el marchante 24 no se defendía de ellos sino<br />

haciéndoles morisquetas; no podía hablar palabra, tampoco moverse, tenía las manos pegadas<br />

a la piedra como en acción de impulsarse; con todo eso no había logrado desprenderse del<br />

sitio en que parecía clavado, y lo estaba realmente por la virtud del bejuco. Seño antonio ni<br />

para despegarlo del nicho ni para amarrarlo como convenía, porque desde que tocaba sus<br />

miembros se les ponían tan blandos y tan sueltos como los puede tener una persona que<br />

acaba de morir; asina fue que sin hacer caso de las morisquetas que no cesaba de hacer el<br />

ya vencido azote, las cuales sólo servían en ese momento para provocar las truhanadas del<br />

muchacho e incitar a los perros, que no lo perdían de vista, a estarle gruñendo y también<br />

enseñándole los dientes como remedándolo, digo que el viejo lo lió bien, le atrincó 25 las<br />

manos por detrás, dejó de cada bejuco un buen canto sobrancero para que le sirvieran como<br />

de betas 26 pasóle por las entrepiernas y la entregó al muchacho a fin de que sirviera de guía<br />

y jalara al pájaro si llegaba a ser necesario hacerlo, y se reservó él la otra para ir detrás,<br />

garrochándolo si pretendía pararse y conteniéndolo si trataba de huir; pero no, señor, no<br />

hubo por qué maltratarlo, pues iba lo más dócil, sin apartar la vista del bejuco que llevaba<br />

el muchacho, tan tranquilo y tan manso como un ovejo. Para llegar a Buena Vista, como al<br />

viejo le daba mala espina aquella mansedumbre, y sabía que al entrar en los ríos era que se<br />

había desaparecido las veces que lo cogieron, pidió un caballo prestado a uno de los muchos<br />

vecinos que se le habían juntado y no lo metió en el Camú, sino cuando le enjorquetó<br />

en él y le atrincó los pies con otro canto del mesmísimo bejuco por debajo de la barriga del<br />

animal y en esta disposición metió su prisionero en La Vega el mesmo día por cierto 13 de<br />

Junio, causando la fecha y el nombre del viejo, asina en la población como en toda comarca,<br />

la creencia de que aquel triunfo no podía venir sino por obra de San antonio; encarnado<br />

en seño antonio.<br />

Sea lo que fuere de esto, la autoridad quiso que el viejo no compartiera con nadie la<br />

gloria de entregar su prisionero a la justicia superior a que le competía juzgarlo, y dando las<br />

órdenes convenientes, determinó poner un piquete bajo el mando de él con instrucciones<br />

para que lo reforzaran en el Cotuí y los Cevicos; pero como seño Antonio estaba firme en<br />

la creencia de que todo lo logrado debía de ser por obra del bejuco, a sus nudos y no a otra<br />

cosa se atuvo; con todo, en cada parada hacía formar los soldados a la redonda para que el<br />

prisionero quedara en el centro, pero cuando caminaban él no soltaba su beta, si bien de vez<br />

en cuando consentía que para reposarse el muchacho, que siempre iba delante con la otra<br />

pasara la suya el militar que llevaba la jáquima del caballo. Cuando llegaba el momento de<br />

para hacer noche, el viejo le desataba los pies con el fin de desmontarlo, lo maneaba de nuevo<br />

asina que lo tenía en el suelo, le soltaba las manos y lo sentaba recostándolo contra el tronco<br />

de un árbol que le permitiera volvérselas a amarrar por detrás de este, más por lo visto ni<br />

necesarias eran tantas precauciones, pues la voluntad del Comegente estaba tan sometida<br />

a la del viejo, que sólo tenía vida y movimiento para hacer lo que éste quería que hiciera;<br />

24Marchante: Cualquier individuo cuyo nombre no se desconoce o se quiere callar.<br />

25Atrincar: atar con dureza. ¿Intrincar?<br />

26Betas: En Santo Domingo se aplica exclusivamente este nombre a las cuerdas por medio de las cuales se manejan<br />

las reses que pelean.<br />

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asina fue que sin ninguna novedad llevó su preso a Santo Domingo, donde lo juzgaron y<br />

ahorcaron pocos días después.<br />

una de las personas que tuvo que ir a declarar contra él, por haber sido citada, fue la<br />

mujer que le dio el machetazo por el tobillo en Los Llanos; a ésta la conocí muy bien yo,<br />

pues hace poco que murió, y de su mesma boca tuve el cuento de su lance.<br />

Si no hubiéramos tenido hoy que desechar el camino real en Bermejo, yo le habría enseñado<br />

a Carlitos el naranjo en que Luis Beltrán, que tan ganseramente 27 se puso en sus buenos<br />

tiempos el mote ni me han cogido ni me cogerán, pasó su última noche en estos terrenos. Este<br />

naranjo se distingue de otros dos que están cerca, porque se le secó la cáscara en todo el espacio<br />

que ocuparon las espaldas de ese hombre endemoniado. Y manque tanto daño causó,<br />

Dios haya tenido misericordia de su ánima.<br />

—¡amén! respondieron a una vez santiguándose los piadosos dueños del lugar, y el<br />

risueño Cirilo.<br />

—¡amén! agregó Carmen.<br />

—Pero aunque la historia es en extremo interesante y ha sido tan discretamente contada,<br />

permítame objetarle seño Domingo, que yo no he encontrado en ella nada que tenga relación<br />

con el ojo de agua de la sabana de la Paciencia, adonde bajó usted según me dijo después,<br />

esperando encontrar una buenaventura prometida por ese hombre perverso, dijo Carlos.<br />

—Esa es harina de otro barril, y si lo tienen a bien les contaré el cuento ese, repuso el<br />

peón en extremo satisfecho de haber merecido el elogio de Carlos.<br />

—¡Cómo no!, exclamó don Esteban, todo ello debe ser importante.<br />

—¡ay, Dios mío!, replicó la sensible niña. ¿todavía más que referir de ese pobre hombre, que<br />

quizás murió arrepentido de su mala vida, al sentirse desendemoniado por virtud del bejuco?<br />

—¡Hum! no se sabe si el bejuco lo desendiabló o si solamente lo paralizó; pero lo que<br />

agora voy a contar, niña, no muestra nada de su maldad sino algo de su mucha sabiduría.<br />

—¡no debieron, sin embargo, haberlo matado cuando lo tenían tan mansito, insistió ella.<br />

—La ley no tiene nada que ver con el arrepentimiento, le replicó su padre, y debe ser así,<br />

pues además de lo difícil que es penetrar la sinceridad de él, ordinariamente no invade las<br />

conciencias pervertidas y lisonjeadas por el constante éxito de las malas acciones sino cuando<br />

se ven reducidas a la impotencia y en la incapacidad de sustraerse al castigo que merecen.<br />

—¡Bien!, aprobó Carlos; pero entretanto, propongo nos bebamos el resto de una botella<br />

de vino de Málaga que abrimos hoy en el Sillón.<br />

Y traída por seño Domingo, repartióse concienzudamente el vino entre todos los circunstantes,<br />

después de lo cual, tras un postrer chasquido de la lengua, reinstalóse el viejo<br />

y soltó el siguiente cuento.<br />

EL tEStaMEnto DEL CoMEGEntE<br />

una mañanita un montero alcanzó a ver por casualidad al Comegente entrando en esa<br />

mata de la sabana de La Paciencia, la cual, como se lo dije, cubre una hoya en la que sale un<br />

manantial formando un riíto de nada. Sin perder tiempo, el montero se fue a los Cevicos y<br />

dio parte al alcalde Pedáneo de la sección. Este reunió algunos hombres armados de lanzas<br />

y machetes, y salió con ellos por la tarde muy calladito a ponerle cerco a la mata, no<br />

dudando que el pájaro tendría su escondedero allí, y que factiblemente le echarían mano al<br />

27 Gansero: adj. Vanidoso, presuntuoso.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

salir. Sí, señor, el marchante pasó el día en la hoya, como se probó porque habiendo dispuesto<br />

el Pedáneo que cada cual de sus hombres se pegara como si estuviera cocido a uno de los<br />

árboles de la orilla de la mata, no tan sólo para ocultarlos mejor sino para que sirviera el<br />

tronco de madrina 28 a la hora de la marcasada 29 se sintió un ramajeo 30 indicando que alguno<br />

venía de adentro para afuera, y por poco se hubiera topado el Comegente con el centinela<br />

apostado en el paraje por donde pensó salir, lo mesmo que agorita nos tropezamos seña<br />

María y yo, si este centinela no hubiera sacado el cuerpo antes de tiempo para irle encima;<br />

pero como aquel diablo era tan ágil, saltó atrás más pronto que el soldado, rehundiéndose en<br />

un abrir y cerrar de ojos, sin saberse por dónde, pues le favoreció también la oscuridad del<br />

monte. En vano pasó la ronda toda aquella noche en vela a la vera de la mata, previniéndose<br />

de candeladas por todos lados con el fin de ver claro; el brujo, o había llegado al arroyito y<br />

metiendo los pies en él se hizo invisible, o tenía por allí, como hasta agora se cree, alguna<br />

oculta entrada en una madriguera subterránea, y por ella coló, lo cierto del caso fue que ni<br />

vivo ni muerto apareció, por más que todos los de la rondalla mitad primero y la otra mitad<br />

después que los otros volvían dispuestos y conducidos así por el mismo alcalde, que era<br />

hombre malicioso, estuvieron desde que asomó el alba escudriñando el reducido espacio de<br />

la mata sin dejar piedra ni tocón, ni matojo 31 , ni nada que no escurcutearan 32 .<br />

—¿Pero dónde está la buenaventura que el lugar promete?, preguntó Carlos sintiéndose<br />

mortificado por la prolijidad del viejo.<br />

—ten paciencia, hijo, si quieres conocer la cosa de cabo a rabo y con todos sus pelos y<br />

señales.<br />

—Sí, sí, dejemos a seño Domingo ir a su paso, que él lo cuenta todo muy bien, repuso<br />

don Esteban.<br />

Pues, como iba diciendo, todo el santo día se lo pasó el Pedáneo junto con su gente en el lugar<br />

que se había tragado el pájaro, y con lo único que se pecharon fue con unas escrituras hechas por<br />

medio de algún punzón o con la punta de un cuchillo en el liso tronco de un algarrobo, las cuales<br />

no fueron entendidas en ese tiempo por naide, dando tema a los que las veían para suponer y<br />

decir que estaban en gringo o en carabalí; y el sentido de ellas se hubiera perdido para todo el<br />

mundo si al cabo de algunos años no hubiera dado la casualidad en que Dessalines y Cristóbal,<br />

cuando se retiraban del sitio de la ciudad con el rabo entre las piernas, hicieron alto por allá para<br />

sestear con su tropa; y como los soldados, llevados del instinto del maroteo 33 todo lo registraban,<br />

apenas habían bajado algunos a beber del manantial, cuando hubo quien descubriendo el<br />

algarrobo de las escrituras subió a darle la noticia a Cristóbal, que estaba allí cerca. Este fue<br />

al paraje, y como parece que entendió algo de la cosa, hizo que le fueran a buscar a un papá<br />

bocó que llevaba de consejero en su Estado Mayor y gozaba de la reputación y consideraciones<br />

de hombre muy sabido; el caso fue que tan pronto como el papá comenzó a leer o descifrar<br />

el escrito, se les saltaron las lágrimas, se quitó el sombrero e hizo que también se lo quitara el<br />

General Cristóbal, declarando, que aquello era el testamento de un conocido bonda o bouda,<br />

y que sé yo el apelativo que le dio para significar uno de los más grandes sabios de su secta;<br />

añadiendo, que como nunca más tal vez lo volverían a tener ellos de tanta capacidad, debían<br />

28 Madrina: Resguardo, defensa.<br />

29 Marcasada o Malcasada: Entre dos luces, al cerrar la noche.<br />

30 Ramajeo: Ruido que producen las ramas agitadas por el tránsito de alguno.<br />

31 Matojo: Matorral. En Cuba se llama matojo al tocón con retoños.<br />

32 Escurcutear: Escudriñar removiéndolo todo.<br />

33 Maroteo: Merodeo: Marotear: merodear. Marotero: merodeador. Marota: merodeo.<br />

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de llorar la desgracia de haberlo perdido. Y dicen que el papá bocó principió el lloro aullando<br />

como un perro, juntándosele una caterva de los suyos en el mesmo tono hasta formar un<br />

banco 34 igual al que suelen entregarse las vacas cuando descubren sangre, durante la guángara<br />

hasta que cansado Cristóbal restableció el silencio e hizo que el Papá le refiriera lo que las<br />

escrituras decían, lo cual, todos los que estamos en el secreto, sabemos que era esto:<br />

“Yo me llamo Luis Beltrán, ni me han cogido ni me cogerán”.<br />

Sepan todos los que estas letras comprendieron, que hoy, entre dos vientos y dos soles,<br />

me ha nacido una niña de mi esclava Rosalía (esa Rosalía fue la mulatica que le robó a don<br />

agustín de Moya). Esta niña quedará por mis artes encantada en este paraje, hasta la edad<br />

de veinticinco años que, fecundada por el manantial, despertará para dar al sueño otra hembra<br />

dejando vivir la madre. Esa mi nieta vivirá del mismo modo en el seno de su padre otros<br />

veinticinco años al cabo de los cuales le será permitido hacerse visible a sus orillas durante una<br />

hora en cada año, sin avanzar en edad ni perder en hermosura, hasta lograr que un varón<br />

la sorprenda y quiera introducirla en la vida ordinaria haciéndola su mujer. Ella llevará de<br />

dote a su marido mis artes principales, entre las cuales cuento la que me permite ver el oro<br />

que nace y vive en las entrañas de la tierra, de la cual arte yo no he hecho uso hasta hoy,<br />

porque ni he codiciado ni he necesitado para nada ese metal.<br />

Salud y ciencia para los que me respetan; dolor y muerte para los que renieguen de mí…<br />

—¡Bravo! exclamó Carlos interrumpiendo la relación y palmoteando; y como del 1792 al<br />

1842 había usted contado exactamente los cincuenta años que se necesitaba transcurriesen para<br />

que la señorita hija del galante manantial y nieta del nunca jamás como se debe alabado bouda<br />

comience a peregrinar en la fuente que la engendró, apuesto a que cuando usted bajó hoy allí estábase<br />

mirando ya marido de la fresquecita náyade y en posesión del arbitrio de poderse trasladar<br />

de un día de sol de La Vega al Guarico o a Santo Domingo, sin contar todo lo demás…<br />

—Carmen reía a más no poder, don Esteban no dejaba de estar algo risueño, seño Mateo<br />

y Cirilo parecían pensativos, y como aunque la vieja María no daba muestras de ocuparse<br />

en otra cosa que en preparar una cachimbada 35 , observó el ensimismamiento de su consorte,<br />

que le quedaba al lado, sacudiéndole un brazo le dijo malhumorada:<br />

—tú no pues estar pensando en que te puea tocar la muchacha, porque no te pues volvé<br />

a casá teniéndome a mí viva.<br />

—¡Ea, mujer! las cosas tuyas… fue lo único que replicó el pacientísimo viejo, sintiéndose<br />

tal vez cogido in fraganti…<br />

Por supuesto que este colérico ímpetu de la senectud demostrando sus desabridos celos,<br />

habría sido capaz de dar al trasto con la reunión y el final del cuento, si don Esteban no se<br />

hubiese empeñado en contrabalancear con una afectuosa seriedad las incesantes truhanadas<br />

de Carmen y Carlos, provocadas ahora por el arranque de la vieja, celebrado al extremo de<br />

llegarlo a remedar entre los dos; y a fin de alentar a seño Domingo, cuyo semblante manifestaba<br />

aún cierta frialdad o desanimación a causa de la fisga del joven, a pesar de haber<br />

sido del todo insensible al mérito del episodio conyugal, el caballero ordenó:<br />

—Vamos, vamos, basta ya de risas y de bromas, yo no quiero perder nada de la narración,<br />

a cada paso más interesante para mí. Y dirigiéndose al medio mohíno narrador le preguntó:<br />

¿no sabe usted lo que hizo Cristóbal cuando se le comunicó el testamento?<br />

34 Banco: Coro que forman las vacadas gimiendo. también se llama así al que forman las palomas montesinas<br />

cuando comen muchas en un mismo sitio.<br />

35 Cachimbada: Porción de tabaco que se fuma de una sentada en el cachimbo: fumarada.<br />

737


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Como lo que allí se ofrecía era solamente realizable cincuenta años después de escrito,<br />

–prosiguió diciendo el viejo para reanudar el cuento– aconsejado Cristóbal por el Papá Bocó<br />

levantó inmediatamente la marcha 36 con la mira de hacer noche en los Cevicos para recoger allí<br />

algunos informes sobre el autor de aquello y la época a que correspondía. Muchas personas de<br />

la sección sabían que las escrituras eran del Comegente, y como hasta allí tanto Cristóbal como<br />

Dessalines, que llevaba la delantera, habían tenido la malicia de no despertar desconfianza<br />

ni dejar penetrar que iban garbaneando 37 , las que fueron a visitarlo se lo dijeron, indicándole<br />

el año de 1792 como el correspondiente al testamento; asina fue que el Papá Bocó le hizo ver<br />

que como estaban en el año cinco del siglo se necesitaba que corrieran treintisiete más para<br />

llegar al tiempo de aspirar a apoderarse de la herencia. aunque así fuese, interesándose los<br />

dos en saber algo de lo que realizó por acá y de qué muerte murió, también se hicieron referir<br />

todo lo que entonces naide ignoraba sobre esos particulares, hasta que llegando a contarles<br />

su fin, manifestó el Papá Bocó tanto azoramiento y tanto miedo que casi no podía hablar,<br />

tampoco podía tenerse en su asiento a causa de los temblores que le entraron, y llamando<br />

aquello la atención de Cristóbal le reprendió diciéndole con mucha asperidad:<br />

—¿Pero qué es lo que usted ha descubierto, fout… papá, que tanto miedo le ocasiona?<br />

—Ah! maiher, malher, Mon fils a mouin! Guangua pangnol pi fort pasé ouanga haitien 38 .<br />

Esto era lo que el otro le respondía, pareciendo como atarugado; más perdiendo Cristóbal<br />

la paciencia le dio un sacudión 39 ordenándole sin ningún miramiento que hablara. no<br />

tomaron la precaución de despedir a los visitadores, asina fue que manque el papá se llevó<br />

a Cristóbal para otra pieza, tanto aquellos como los militares que había en la sala del bohío<br />

pudieron oír que el papá bocó declaró: Que la tierra que produjo lo necesario para domar al<br />

boude, era tierra superior a la de ellos, y por consiguiente consideraba una temeridad el tratar<br />

de conquistarla, pues si por la sorpresa se podía conseguir un triunfo al principio, a la larga<br />

lo pagarían muy caro; que él veía muy clarito que el guanguá español era más fuerte que el<br />

guanguá haitiano, y que si querían llevarse de su consejo debían de mantenerse tranquilos<br />

en su territorio sin volver a pasar ni por pienso del lado acá del Massacre 40 .<br />

Conviene saber que el General en Jefe era Dessalines, por lo cual Cristóbal, considerando<br />

de mucha importancia lo que su papá declaraba y aconsejaba, y que era de su deber comunicarlo<br />

se fue con éste al bohío donde paraba el otro. Dessalines se quedó con tamaña boca al<br />

imponerse de la cosa, y tratando en conferencia lo que sería mejor hacer, declaró Cristóbal<br />

que él, por su parte, estaba resuelto a no volver sobre Santo Domingo. Dessalines confesó<br />

que pensaba sujetarse también a igual conducta; pero que creyendo que su obligación, como<br />

Jefe Supremo de Haití, mirar por el porvenir de su pueblo, juzgaba atinado arrasar si era posible<br />

el nuestro. Cristóbal que no necesitaba de mucho estímulo para dar rienda suelta a sus<br />

malvadas inclinaciones, aprobó el parecer, y allí mismo quedó acordado entre los dos dar las<br />

más terribles órdenes de destrucción a otros oficiales tan crueles como ellos y el destacar del<br />

ejército algunos cuerpos con el fin de abarcar toda la comarca de su tránsito y que no quedara<br />

población ninguna donde no se hicieran sentir. nadie ignora lo que hicieron esos condenados<br />

en el Cotuí, Macorís, La Vega, San José de las Matas, Santiago, y hasta en Montecristi, aunque<br />

36 Levantar la marcha o el campo: Emprender la marcha, decampar.<br />

37 Garbanear: Huir tratando de disimular la fuga.<br />

38 ¡ah! una gran desgracia: Que el guanguá español es más fuerte que el guanguá haitiano.<br />

39 Sacudión: Sacudimiento.<br />

40 Massacre: Río fronterizo por el norte entre las dos partes de la Isla.<br />

738


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

tan apartado quedaba este pueblo de la ruta que seguían; nadie ha olvidado el degüello en<br />

la Iglesia de Moca, llevado a cabo por los demonios que mandaba el Coronel Faubert, después<br />

que como caballos en celo usaron de todas las hembras que dentro de ella había; están<br />

siempre, en fin, presentes en nuestra historia, para maldecirlos, los nombres del Comandante<br />

Brossard y de los Coroneles antoine y Habilhomme, cuyas bellaquerías dejaron muy por<br />

detrás las del Comegente, como lo podría probar yo agora mesmo con muchos detalles si no<br />

supiera que había de amargar otra vez el gusto de la niña…<br />

Para terminar diré que parece que el consejo del Papá Bocó nunca perdió en fuerza en<br />

el ánimo de aquellos dos renegados, pues jamás volvieron a tentar nada contra nosotros, a<br />

pesar de que cada uno se coronó Rey por su lado; pero ya hemos visto que otro se atrevió a<br />

todo y que no le ha ido hasta agora mal, pues él y los suyos nos tienen pisoteados haciendo<br />

de nosotros lo que les da la gana; y por lo que puede traslucirse no parecen muy próximas<br />

las santas horas de probarse lo que murieron creyendo tanto Dessalines como Cristóbal y el<br />

Papá, es a saber: que nuestro guanguá era más fuerte que el de ellos. Y se acabó mi cuento.<br />

Reinó silencio profundo, pero levantándose don Esteban dijo con voz sonora y tono<br />

solemne: ¡Señores puede ser que ese Papá Bocó tuviera razón y quién sabe si está ya cercano<br />

el día de probarlo plenamente! ¡Confiemos a la Providencia!<br />

Y medio pensativos todos, abandonaron el puesto para recogerse, no sin haber tenido<br />

Carlos que disputar con la vieja María por su insistencia de acomodarlo en el aposento.<br />

LUIS A. BERMÚDEZ 1 1854-1917<br />

Luis arturo Bermúdez nació en la ciudad de Santo Domingo en 1854 y murió en San Pedro de Macorís<br />

–en donde se radicó desde joven– el día 9 de abril de 1917. Fue progenitor del notable poeta Federico<br />

Ramón Bermúdez ortega, nacido en San Pedro de Macorís el 29 de agosto de 1884 y fallecido allí el<br />

3 de marzo de 1921: su madre se llamó Carmen ortega de Bermúdez.<br />

Luis a. Bermúdez, alumno del Colegio San Luis Gonzaga, fue objeto de la protección de su Director,<br />

el filántropo Pbro. F. X. Billini. En Macorís ejerció la profesión de Defensor Público. El Instituto<br />

Profesional le invistió de Licenciado en Derecho el 25 de junio de 1888. En 1889 fue Diputado por<br />

Macorís, y luego sirvió otros cargos: administrador de Hacienda, Interventor de aduanas, Juez del<br />

tribunal de Primera Instancia.<br />

Junto con el Lic. antonio F. Soler fundó el importante periódico macorisano El Cable. En 1895 dirigió,<br />

en compañía de Rafael a. Deligne, la excelente revista Prosa y Verso.<br />

Aficionado al folklore, fue de los primeros que escribieron acerca del término, puesto en boga en<br />

Santo Domingo por él y por Penson. En El Teléfono, S. D., 3 de junio de 1889, publicó el artículo Cosas<br />

de Tío Perete, sin mayor interés. Para el teatro escribió algunas comedias, entre ellas El Licenciado<br />

Arias, de 1900, de lo mejor del teatro dominicano, según nos decía el Dr. F. E. Moscoso Puello. Sus<br />

Cosas de seño Tomás, que ahora se reproducen, –publicadas en 1895 en Prosa y Verso– gozaron de gran<br />

popularidad, ya que se referían a uno de los tipos mitológicos del Santo Domingo de antaño, como<br />

lo dice Max Henríquez ureña en su Panorama histórico de la literatura dominicana: “en 1895 publicó<br />

en la revista Prosa y Verso con el nombre de Las Cosas de seño Tomás, desentrañándolas del folklore<br />

nacional, sabrosas anécdotas de tomás Carite, tipo popular con mucho de andaluz”.<br />

1 Ver osvaldo a. Rodríguez, El genio de seño Tomás, en Prosa y Verso, San Pedro de Macorís, octubre de 1895.<br />

De Bermúdez, como periodista, trata el Lic. M. a. amiama en El periodismo en la República Dominicana, S. D., 1933, p.56.<br />

En nuestro libro Cuentos de política criolla, S. D., 1963, nos referimos a Bermúdez en relación con la reelaboración<br />

literaria.<br />

739


Las cosas de seño Tomás<br />

EL toRoMontE<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Hay religión en esta tierra y existe más o menos cierta, desde que el almirante ilustre<br />

pisó sus playas. así, por enero todos los años, del 17 al 21, los caminos del Este, es decir, los<br />

que tienen dirección a la vieja e histórica Provincia de El Seibo, se ven cuajados de romeros,<br />

quienes cargados de botijas de aceite, marquetas de cera y algunas joyas de valor, pasan al<br />

Santuario de Higüey, donde tiene su rico altar la para todos milagrosa Imagen de nuestra<br />

Señora de la altagracia.<br />

Verdadero jubileo es aquel: cordón humano que principia a veces en los pueblos más<br />

remotos de la haitiana República y termina en las tres cruces del afortunado pueblo donde<br />

naciera el Sansón de nuestros aborígenes, el fuerte y valeroso Cotubanamá.<br />

ancianos gastados ya por el roce de los años; individuos inutilizados por su vida pecaminosa,<br />

mujeres arrepentidas, todos, en fin todos los que sufren enfermedades físicas o<br />

morales, los abandonados por la ciencia y los reñidos con la Esperanza, acuden solícitos<br />

a implorar los favores de aquella que ellos llaman “Gran Doctora del Cielo”, para que les<br />

vuelva la salud del cuerpo o la salud del alma.<br />

Y así es todos los años.<br />

Por la época a que quiero contraerme, era seño Tomás, según él mismo refería, un mocetón robusto<br />

y de entereza, muy animoso y dado a extrañas aventuras, y más en las luchas amorosas.<br />

Entre los suyos era chico de inteligencia porque cantaba al acordado son del melancólico<br />

cuatro, picarescos zapateos, sentimentales galerones y alegres medias-tunas: enamoraba con<br />

sus cantos ya a lo divino, ya a lo humano. además, era diestro, y con tanta habilidad ponía<br />

en los tarros de un toro el lazo de majaguas tirado a diez varas de distancia, como la punta<br />

de su toledana en el pecho de cualquier temerario que le buscase camorras.<br />

Como buen dominicano, tomás era hombre de a pie y cuando se amarraba las zoletas<br />

no había distancia, por larga que esta fuera, que no venciese en un decir “Jesús”.<br />

Mozo, pues, de arrogancia y no poca, cantador y decente, no pasaba convite en que él<br />

no estuviese, siendo como era tan dado al amor.<br />

Era el mes de enero.<br />

Aproximábanse las clásicas fiestas del 21: Tomás en la madrugada del 16 emprendió el<br />

largo camino que separa a Higüey de Santo Domingo, a pie, eso sí, y no por falta de algún<br />

dinero con que pagar el alquiler de un mal jamelgo, sino por sobra de confianza en sus zoletas,<br />

por no dejar mal puesta su fama de gran caminador.<br />

En su ruta, tomás iba dejando atrás en todo el camino, largas recuas y hombres de a<br />

pie, hombres de espíritus menos fuertes que el suyo, y así, como buen práctico, de monte a<br />

monte para acortar la distancia, llegó a la entrada del Guabatico al mediodía en filo del 17.<br />

Hay al comienzo de esa llanura inmensa un árbol corpulento, conocido de todos los<br />

viajeros por La Mata de la Caoba.<br />

El verde follaje de aquel árbol tradicional, ha servido de tienda a millones de caminantes.<br />

Sombra aquella, verdadero manto de la democracia; mendigos y poderosos, todos han<br />

sestiado al fresco de aquel ramaje. En su añejo tronco, tiene millares de inscripciones, porque<br />

los caminantes, así como en las cruces de los caminos arroja cada cual una piedra como<br />

recuerdo, allí graban sus nombres y varias señales, como indicio de haber pasado.<br />

ardía el sol.<br />

740


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

El Guabatico, llano hermoso, que parece un lago de topacio, donde crece el amarillo pajón,<br />

que movido por la brisa forma calladas ondas, así como las serenas aguas de tranquilo<br />

río, circundado por la cinta azul que semejan los pomares que le rodean y que escapan de<br />

uno a otro extremo al alcance de la vista simulando lejanos horizontes, es el más rico pasto<br />

de todas las ganaderías de aquellos contornos.<br />

El buen tomás, descansaba a la sombra de la Caoba, comiendo con envidiable apetito<br />

de una rica arepa hecha de maíz criollo y condimentada con sabrosos cantos de suculentos<br />

chicharrones, cuando fue sorprendido por el imponente bramido de un toro.<br />

Aunque Tomás era mozo jaquetón, con ínfulas de hatero, al ver que la fiera se acercaba<br />

al sitio donde él estaba, ora escarbando con las patas delanteras, ora a galope de sabana,<br />

contaba él, con gracia que hacía reír, que puso pie en el tronco de la histórica Caoba y sin<br />

saber cuando vióse salvo, entre el espeso ramaje.<br />

Desde lo alto, decía tomás, “contemplé al valiente toro; era negro cual la noche, como res de<br />

sabana, cachiabierto, y tenía los lomos parejos como una mesa de billar, tal era su gordura”.<br />

al pie del árbol bramaba el toro enfurecido con el olor de gente.<br />

Sólo portaba el héroe de mi cuento un pequeño cuchillo por toda arma defensiva, y visto<br />

que el toro no quería abandonar el puesto, principió a hacer púas de a una cuarta de largo,<br />

estas muy aguzadas, las que con toda la fuerza posible, fue arrojando una por una sobre el<br />

lomo de la cornuda fiera clavándolas todas, por extraña casualidad.<br />

Después de haberle puesto más de doscientas de esas especies de banderillas campestres,<br />

el toro adolorido tomó el monte y dejó a tomás el camino franco.<br />

�<br />

Dos años después, por la misma época y por añadidura 17 de enero, refiere Tomás,<br />

que se encontraba en el mismo sitio, bajo la frondosa Caoba, pues que volvía en pos de las<br />

fiestas del 21. De improviso tiende la vista hacia la sabana y ve con imponderable espanto<br />

que un pedazo de monte corre en dirección al lugar donde él estaba: pónese de pie, fija con<br />

el cuidado que el miedo engendra, su atención en aquel fenómeno raro, y descubre que era<br />

el mismo toro de la historia, al cual se le habían nacido en los lomos las púas que él mismo<br />

le había clavado. Era, pues, el toro-monte. así eran los cuentos del Sr. tomás.<br />

Prosa y Verso, San P. de Macorís, mayo 1895.<br />

El ojo en la uña de gato<br />

Relampaguea al norte y sopla viento de la tierra. Bueno va el tiempo.<br />

al salir la luna el chubasco es cosa segura. Regular corrida, y temprano. En tiempo de<br />

cigua en el monte alto se tira a la coronita: iré a la loma.<br />

Y así diciendo seño tomás, púsose a preparar los chismes de monte, es decir, lo de cazar.<br />

aquellos fueron tiempos mejores, no hay duda. Verdad es que hoy tenemos mayor<br />

caudal de ilustración, pero había entonces menos malicia y más democracia. no teníamos<br />

tantos hombres de genio, pero ni tantos mañosos y mal acostumbrados.<br />

La mala fe triunfó de la inocencia desde que la escoba del progreso barrió el gran alcázar<br />

de nuestra sociedad.<br />

Cerca de la Capital, con dirección al norte, está el alto de Galindo. Es una loma algo<br />

empinada cuya falda baña, por entre ciénagas cubiertas de espesos manglares, el encajonado<br />

ozama, siempre revuelto y temerario.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Hubo un tiempo en que, partiendo de la vereda del Campamento hacia adentro, eran vírgenes<br />

aquellos montes que se levantaban gigantes sobre la superficie del Alto, que es un escalón,<br />

como si dijera, de la gran loma en donde tuvieron los blancos isleños la humorada de fundar la<br />

hoy bonita villa de San Carlos. En la pendiente de esa loma, como avanzada del espeso monte<br />

que en escala ascendente parecía llegar a lo infinito, perdiendo el yagrumo quebradizo sus<br />

blanquecinas hojas entre las pasajeras nubes, alzábanse antiguos mameyares, cuajados siempre<br />

de la aristocrática fruta de nuestros aborígenes, que semejan jícaras de oro puro rebosadas de<br />

dulce miel: detrás de esos mameyares, como bebiendo en sus verdes copos, mecíanse el dorado<br />

almácigo, el punzante espino, el almibarado higo, la menuda cigua, el amargo café, el capá<br />

corpulento y otros árboles de esos que sólo se acogen a los favores de los terrenos áridos.<br />

todo aquel monte, hasta antes de llegar a agua Dulce, estaba de trecho en trecho dividido<br />

en bien picados y limpios tiraderos, tiraderos que rivalizaban en fama por su buen<br />

acondicionamiento.<br />

Había dos clases de tiradores, los de posado y los cazadores al corso.<br />

¡ah! para ser cazador al corso es preciso ser hombre de las condiciones de tomás:<br />

práctico; saber guiarse por el sol; pisar en el aire, así, sin quebrar un ramo y llevar la vista<br />

siempre fija en el espeso ramaje, porque son muy esquivas las palomas, ¡parecen niñas de<br />

quince! tomás era hábil cazador; en el pájaro que él hacía puntería con su vieja vizcaína de<br />

seguro que ponía los perdigones.<br />

Tal era su destreza y su confianza tanta, que tasaba los avíos y contaba los pistones: veinte<br />

y cinco fulminantes, veinte y cinco palomas, salvo eso sí, que le marrase la bocona.<br />

tal como lo predijo: relámpagos al norte y viento de la tierra, chubasco seguro.<br />

a las dos de la mañana rompió el chaparrón.<br />

a las tres, los claros de luna hicieron luz en la densa oscuridad y como la luna se lo come<br />

todo, presto amainó el tiempo.<br />

A las cuatro estaba el buen Tomás en pie; amarróse las zoletas, cruzóse los chifles, echóse<br />

el ñango a la espalda, prendió el cachimbo criollo de puro barro sancristobaleño, tomó la<br />

vizcaína y salió.<br />

Cuando los primeros rayos del ardiente sol de junio bordaban el oriente ya se oía en el<br />

bosque espeso el monótono canto de la arisca coronita.<br />

Principió tomás su faena: tiro por cobre.<br />

a las diez, según podía verse por lo que el sol había caminado, tenía recogidas treinta y<br />

cinco palomas. Conste que llevó treinta y seis pistones; sobrábale pues uno: que siempre el<br />

cazador guarda el último tiro para la defensa de su persona en la travesía del camino.<br />

Ya en marcha tomás, bajó a la loma para matar su sed en uno de los ricos manantiales<br />

que brotan de su escarpada falda.<br />

a la subida, y en mitad de la pendiente, sintió el fuerte aletear de un hermoso macho<br />

que hacía banco llamando enamorado a la hembra que no estaría muy distante. tomás miró<br />

hacia arriba y vio el alegre pájaro allá en el copo de un corpulento córbano. atacado por la<br />

envidia levantó la vizcaína, hizo fuego y la inocente paloma vino a tierra.<br />

Por casualidad, cayó dentro un tupido matorral en el que había una mata de uña de gato.<br />

Es esta planta parecida al rosal, de espinas muy agudas, que tienen la misma forma de las del<br />

felino con cuyo nombre la distinguen. apartó tomás el menudo ramaje y metiendo la cabeza<br />

cogió la paloma; al salir sintió que algo le había herido el rostro, pero, hombre fuerte a quien no<br />

intimidaban las picaduras de los mosquitos, no hizo caso y emprendió el camino de la ciudad.<br />

742


Llegó a su casa; pero cuál no sería su asombro al ver que su mujer le recibe toda afligida<br />

diciéndole:<br />

—¡ay! tomás de mi vida, y cómo ha sido eso?<br />

—¿Pues y qué pasa? replicóla él.<br />

—¿Cómo has perdido ese ojo, tomás mío?<br />

—¡Ese ojo…! a ver: y así diciendo tomó un espejo y miróse el rostro. En efecto, faltábale<br />

el ojo derecho.<br />

Por cinco minutos estuvo tomás algo pensativo, pero luego rompió el silencio diciendo<br />

a la mujer:<br />

—Espera, ya sé cómo ha sido, vuelvo en el acto.<br />

Sale, emprende de nuevo el largo camino, llega a la loma y baja por la pendiente hasta el<br />

mismo sitio en donde disparó el último tiro. Se acerca al matorral, aparta las menudas hojas,<br />

quiebra algunos bejucos hasta que encuentra, prendido en una de las corvas espinas de la<br />

uña de gato, el ojo tan llorado por su mujer. tomólo con algún cuidado y colocándoselo en<br />

la abierta cuenca volvióse a su casa sano y salvo.<br />

Eso contaba seño tomás.<br />

Prosa y Verso, San P. de Macorís, junio de 1895.<br />

De gato y gallina<br />

EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Verdad que tomás no era un hombre de letras, que ni aún la o por ser casi redonda la<br />

conocía.<br />

Es que en su época había pocos que supiesen de esas cosas, porque no era muy crecido<br />

el número de los hombres que domaban los bancos del Seminario aquel de Santo tomás<br />

de aquino. Y sobre todo, que los que allí alimentaban su cerebro, como ahora es uso decir,<br />

con el pan bendito de la instrucción, era con la santa idea de ofrecer los días de su vida al<br />

servicio de Dios para hacerse dignos de la envidiable gracia de sus bendiciones y alcanzar<br />

más tarde la gloria eterna. ¡Buena cédula de vecindad para pasar al otro barrio!<br />

Sí, que para servir a Dios, como dicen que Dios quiere, nada hay mejor que una vida<br />

mística en apariencias; ella libra de las públicas tentaciones del enemigo malo, aunque allá<br />

en la conciencia tenga su altar el demonio, adornado con las flores del pecado e iluminando<br />

con los grandes cirios de la maldad. tomás nació para algo distinto, su carácter, su bravura,<br />

sus naturales gracias… no le permitían cubrir su cuerpo con el sayo de los cuervos cantores,<br />

y, ya lo dije, por entonces, o teólogo o nada, así… nada fue al fin mi héroe, a pesar de sus<br />

especialidades. Por eso aprendió todo aquello que sin maestros se aprende.<br />

Era paciente pescador: en el agua un pez, como que hacía largos viajes atento a la máquina<br />

de sus brazos! Caminador, ¡ya! ¡con decir que joven de su época ninguno les fue en<br />

zaga…! Cazador de fama merecida, lo mismo domesticaba un potro que castraba un toro:<br />

con la misma agilidad, con el mismo estilo que bailaba un zapateo mandaba un carabiné.<br />

a todas esas gracias, y a otras que no quiero describir, unía tomás un grande afecto a la<br />

crianza de animales domésticos.<br />

El patio de su humilde casita era una imitación exacta del Árca de noé. Sólo le faltaban<br />

peces, aunque a mi entender tampoco los hubo en el arca, que esa especie no puede vivir<br />

en seco… El caballo para los viajes de lujo; el burro para la leña y el agua: perros famosos,<br />

perros para la caza de verracos, que por entonces eran algo abundantes allá en el Camino<br />

743


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Chiquito, en Manga Nagua y otros parajes. Pavos y patos y gallinas y guineas y en fin, muchos<br />

gatos, y guay de aquel, afecto a la codicia de las ajenas plumas que tocase una siquiera<br />

de las de aquellas aves, ¡porque tomás era mozo temible y no se andaba con miramientos<br />

para soltarle un tiro al más pintado de su época!<br />

Él cuidaba a sus animales tanto como a su propia familia, y sobre todo, a sus gallinas.<br />

algo supersticioso, tomás era muy dado a la creencia de que ciertos animales de color<br />

negro atraen la fortuna; por eso eran sus mimados una gallina galipava, negra como la conciencia<br />

de un prestamista y un gato que parecía hecho de ébano viejo, con los ojos como<br />

dos topacios redondos.<br />

aquella gallina y aquel gato, no tenían precio para él; y más cariño les tenía el cuidadoso<br />

dueño al verlos siempre unidos, cosa no muy corriente en animales que, aunque domésticos,<br />

sean de distintas especies.<br />

En varias ocasiones, contaba tomás, vio que la gallina corría alegre tras el hermoso gato;<br />

en otras, que el felino y la gallipava se arrebujaban en el nido de hojas de plátano, él con su<br />

asmático ronquido, y ella, espulgándole con el duro pico la diforme cabeza. aquello a la<br />

verdad, no era más que un coloquio de enamorados, un amoroso idilio.<br />

Al fin llegó Tomás a tomar como realidad lo que al principio parecióle un imposible y<br />

para más convencerse, como hombre cuidadoso y capaz de todo, siguió los amores aquellos<br />

de los dos animales sin perder de vista uno sólo de sus movimientos.<br />

La gallina al cabo de algún tiempo dejó un huevo en el caliente nido. tomás picado por la<br />

curiosidad, lo estuvo examinando; pero nada vio en él, ninguna señal que le diese indicio de<br />

lo que buscaba. Pero como no abandonaba su creencia, resolvió marcar el huevo con una cruz<br />

hecha con carbón y ponerlo en el nido de una clueca que el día anterior había echado.<br />

�<br />

a los veinte y un días cabales sacó la gallina doce pollos. ni uno perdido, porque no<br />

eran aquellos meses de truenos.<br />

acto continuo tomás señaló el pollo salido del huevo objeto de su curiosidad y que era<br />

negro como la gallipava.<br />

Pasó el tiempo. Dos meses después, el autor de mi cuento pudo notar que el pollo dicho<br />

era macho, y otra cosa: que más que como gallina, tenía la cabeza como de lechuza.<br />

a los tres meses, refería tomás, y en una madrugada que había chubasqueado un poco,<br />

notó en el patio un canto extraño; levantóse, hizo luz, se posesionó junto a una ventana y pocos<br />

momentos después, pudo convencerse de que el pollo cantaba: ¡¡¡CuCuRuuu-ñauuu!!!<br />

Lo dicho: el pollo era un injerto de gato y gallina.<br />

Prosa y Verso, San P. de Macorís, julio de 1895.<br />

Más vale tarde que nunca<br />

Pasaron muchos años y, naturalmente, el progreso cambió la faz del país.<br />

La sociedad fue tomando brillo; así, allí en el modesto salón donde antes una bella<br />

arrancaba al arpa sonora melodiosas notas, principiaron a oírse las delicadas escalas que<br />

esas mismas blancas manos sacaban del ebúrneo teclado de lujoso piano y el lugar de la<br />

contradanza francesa fue ocupado por la danza antillana, y el clásico minué por el voluptuoso<br />

vals. ¡Eso tiene el progreso, ya lo creo! que cambia con suma facilidad las costumbres y las<br />

744


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

cosas, porque esta bendita civilización, que trae ferrocarriles y fonógrafos, y ciencias y letras<br />

y periódicos y poesía y, en fin, todo lo que engrandece y da esplendor, trae también amores<br />

secretos, odios y rencillas, y sabe enseñar a odiar y a maldecir haciendo aceptable el odio y<br />

dulces las maldiciones con sonrisas que parecen de ángeles…<br />

Y por supuesto, que en ese cambio de cosas y de costumbres, todo aquel que no tuvo<br />

fuerzas para ir trepando escalones, según los empujes del progreso, vióse forzado por razón<br />

de las circunstancias a recogerse y sufrir con resignación, digna de los mártires cristianos,<br />

los estrujones de la fortuna ciega. ¿Para qué sirvieron los pollinos que tenían como estación<br />

la esquina de los borriqueros, cuando las cómodas y costosas carretas tomaron por suyo el<br />

oficio de servir de vehículo al comercio? ¿Para qué aquellos bueyes caballo con su narigón de<br />

majaguas, cuando las colosales yuntas uncidas a grandes carros vinieron a quintuplicar sus<br />

fuerzas? ¿Para qué aquel triste rosario de ánimas, terror de grandes y pequeños, cuando<br />

en su lugar alegres canciones inspiradas por el amor despertaban a las gentiles doncellas<br />

haciéndolas a la vez formar ilusiones de color de amaranto?<br />

tomás, es natural, fue de los que quedó abajo; que el uso del zapato de goma era muy<br />

costoso para aquellos pies acostumbrados a las rústicas soletas, y después, ya cargado en años<br />

¿cómo competir con los nuevos mozos que ya sabían llevar con mucho aquél el lujoso frac<br />

de aterciopelado cuello, encharolado escarpín con ribetes de seda, y de cuando en cuando<br />

el lujoso bastón de concha con casquete de oro, fino trabajo de Gonzáles o de Yepes?<br />

¿Competir? ¡Imposible! que por entonces ya el pobre principiaba a ser pobre y a ser igual<br />

ante la ley, pero socialmente hablando, era cosa ya muy repetida el refrán aquel de “cada<br />

quien vale lo que tiene; el que nada tiene nada vale”.<br />

�<br />

En tal situación, el buen tomás tomó un empleo, muy a su pesar, en el matadero público de<br />

Santo Domingo, y no un empleo elevado, no el de verdugo, ni siquiera de picador; él sólo hacía<br />

limpiar el piso: era, pues, el último en categoría y el último que salía después de la matanza.<br />

Hay en aquel viejo y bien construido edificio un departamento con puerta a la calle, más<br />

o menos de veinte varas en cuadro, en cuyo centro tiene un pozo más hondo que el pensar de<br />

un hambriento y a la derecha una gran pila; ésta se surte del pozo y, por medio de un caño<br />

que tiene el ras del fondo y que pasa por debajo de una pared maestra del edificio, provee<br />

de agua para la diaria limpieza al gran salón donde está aquella especie de tribuna para el<br />

inspector, los molinetes y, en fin, donde mueren los pobres irracionales para dar fuerzas con<br />

sus carnes a los carnívoros racionales.<br />

Pero es el caso, que cuando el edificio de los grandes arcos se fabricó, o por aquello de<br />

que era aún nuestro país un chiquillo que andaba a gatas, sin conocer los progresos de las<br />

ciencias y de las artes o por escasez de reales, el pozo del cuento no tenía, (ni creo que aún<br />

la tiene), una bomba sino una gran soga pasada por un carrillo con dos cubos de bambú en<br />

las puntas, cubos que cuando uno baja sube el otro. Sagasta y Cánovas, que con tales muebles<br />

los compara un escritor español: no es, pues, mío el símil.<br />

naturalmente, como era tomás el que hacía la limpieza, sacando su agua un día sin<br />

saber cómo, fuese de cabeza derechito al fondo del oscuro pozo.<br />

La gente acudió lamentando la desgracia, y a fuerza de sogas, andamios, crucetas y<br />

otras trampas, pudieron sacar de aquel abismo a tomás, quien afortunadamente se hizo<br />

muy poco daño.<br />

745


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Después, preguntándole un curioso a tomás a qué casualidad debía el no haberse matado<br />

en la caída, él, lleno de fe, le refirió lo siguiente:<br />

—Descendí, como atraído por una fuerza poderosa, y al llegar al fondo oí una voz<br />

de mujer que me dijo: “más vale tarde que nunca”: me puse de rodillas, alcé los ojos y vi<br />

en medio de aquella oscuridad, toda rodeada de luz, a una mujer vieja que me bendecía.<br />

¿Quién eres? la pregunté, y ella me respondió: yo soy María, la Santa madre de Cristo, que<br />

deseaba estrecharte entre mis brazos. Y así diciendo, me abrazó, preguntándome luego: ¿te<br />

has hecho daño, buen tomás?<br />

Prosa y Verso, San P. de Macorís, ag. de 1895.<br />

La pluma del guaraguao<br />

En mis mocedades, porque han de saber mis lectoras carísimas que estoy ya viejo, y el<br />

serlo es cosa que me duele; que no peco de lerdo para dejar de comprender que cuanto más<br />

camina el Sol, más se acerca al ocaso; decía, pues, que en mis mocedades era cosa que me<br />

hacía muy feliz, irme en las tardes serenas, después que abandonaba las rudas faenas del<br />

trabajo diario, a la Boca del infierno; al clásico Tripero, o la peligrosa punta de Peña redonda,<br />

lugares en que el festivo Gross hacía la pesca de tiburones; allí gozaba mucho, ya con los<br />

picantes chistes de José, ya contemplando la azul inmensidad, ya al ver puesto en práctica<br />

el refrán aquel que reza: “que por su boca muere el pez”.<br />

A esas fiestas diarias, que hacía más agradable la mar con sus ronquidos y sus saladas<br />

brisas, no faltaba nunca tomás, que era gran práctico en toda la orilla; que caminaba por<br />

sobre las solapas como si lo hiciera en terreno ancho y firme, y que sabía, a ciencia cierta, los<br />

pies de agua que hay en cada una de aquellas peligrosas ensenadas, desde la Estancia del<br />

Capitán General hasta las mismas pozas. ¡Qué había de faltar, cuando él era el mejor ayudante<br />

que tenía el tuerto pescador!<br />

a mí me agradaba estar junto a tomás; ya éramos grandes amigos, y me agradaba por<br />

su carácter serio, (jamás le vi reír) y por sus atiemposos arrebatos.<br />

una tarde en que el mar estaba algo picado, por cuyo motivo el señuelo se deshacía, la<br />

carnada unas veces venía a la flor del agua y otras íbase muy al fondo, no pudiendo por tales<br />

razones, como dicen los abogados, picar el pez, que también en ocasiones tales huyendo a la<br />

resaca se aleja de la orilla, me refería tomás, al llamar nuestra atención un hermoso alcatraz,<br />

lo siguiente: Pero antes debo decir a mis lectores algo acerca de Los alcarrizos, que es el<br />

lugar donde principia mi cuento, es decir, el cuento de seño tomás.<br />

Pues bien, más allá del Haina, de ese Haina rico en cuyas arenas brillan codiciadas<br />

pepitas de verdoso oro, hay una ermita tan vieja como el Haina, digo mal, porque exagero;<br />

no tanto, pero sí tan vieja que creo no haya archivo que guarde sus escrituras, ni crónica<br />

que nos indique en qué año se puso su primera piedra, digo, que yo sepa, que quizás algún<br />

anciano curioso conserve en la memoria un cuento que ponga en claro lo que yo ignoro.<br />

Esa ermita, que ya está al cerrar su hoja de servicio, puesto que las grandes corrientes al<br />

descender por la enhiesta pendiente en que ésta se levanta la han debilitado en sus bases y<br />

hoy es el solitario templo una ruina en preparación, pues muy pronto rodarán las piedras<br />

de sus musgosos paredones por donde mismo descienden en temibles borbollones las aguas<br />

del camino, esa ermita, repito, es, si cabe la frase según el ritual católico, la iglesia parroquial<br />

de toda aquella jurisdicción hasta muy cerca de San Cristóbal.<br />

746


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

De Los alcarrizos, que no muy distante está, salen allá en mayo grandes procesiones<br />

que se dirigen a la ermita a cantar su Salve a la cruz divina. a mí, y no me avergüenzo al<br />

confesarlo, me ha hecho sentir más hondo, me ha acercado más a la verdadera religión del<br />

Cristo, el “Dios te salve María”, cantado por aquellos pobres campesinos con música, si así<br />

puede llamarse, que del lugar no ha salido, y que tiene de divina tanto como la más clásica<br />

que se pierda entre las bóvedas de los suntuosos templos, me ha hecho sentir más hondo,<br />

dije y repito, que la más solemne acompañada por armoniosa orquesta; porque es más puro<br />

el canto del fervor, el canto de la fe que todos esos arranques del lujo, que llenan los coros<br />

en los brillantes templos de las ciudades cultas. a mí me encanta el arte cuando sale de los<br />

moldes de la sencillez; lo artificial me revienta y más en materias religiosas, porque creo que<br />

el lenguaje de la fe ha de ser sencillo y puro por ser el lenguaje del alma, que es con el que<br />

entiendo debemos hablar a Dios.<br />

¡ah! ¡aquellas procesiones cruzando largos caminos, formando resplandores de luz en<br />

el oscuro monte, con sus grandes hachos hechos de tablas de palma! ¡Cuánto fervor!<br />

Vi, además en aquel campo una salida del rincón; ceremonia celebrada ocho días cabales,<br />

después de enterrado el difunto.<br />

a los ocho días, supone aquella buena gente, que es cuando el alma del que fue, abandona<br />

el hogar, y ya se entiende, para despedir el alma se hace una gran velación en que se<br />

rezan toda la noche oraciones como esta:<br />

Las cuentas de mi rosario<br />

son balas de artillería<br />

y todo el infierno tiembla<br />

cuando digo: ¡ave maría!<br />

Esto en boca de una vieja, camándula en mano, infunde respeto, más cuando la concurrencia<br />

responde: “Dale Señor buena muerte”.<br />

Los alcarrizos, pues, es además, un lugarejo, si no rico, abundante en víveres: crece allí<br />

el suculento plátano, como al fin en terreno fértil y la dulce batata y el ñame alimenticio, y<br />

toda esa clase de pan de los pobres que el hombre amasa con la levadura del trabajo y la<br />

maestra naturaleza sazona y cuece en el gran horno de la tierra.<br />

allí pues, me dijo tomás, tenía yo un conuco y un fundo por buena herencia adquirido:<br />

una tarde algo lluviosa, salí de mi pequeña labranza con dirección a la Capital; traía sobre mí<br />

el hacha, la escopeta, un racimo de plátanos, machi-hembras y seis gallinas, porque el único<br />

caballo que tenía habíase lastimado las manqueras y no podía servirme por aquellos días.<br />

así cargado emprendí el largo camino y cuando hube llegado a la orilla del río, el cual<br />

habíase salido de madre, noté una sombra muy grande, lo mismo que cuando una espesa<br />

nube pasa por debajo del sol, levanté la cabeza y vi un pájaro enorme, que a la verdad me<br />

intimidó; solté cuanto arriba traía, rocié dos balas a la escopeta, le tiré y vino a tierra; era<br />

un guaraguao.<br />

tan grande era, que, ya verá usted: como el río por la creciente no daba paso, arranqué<br />

a mi presa una pluma del ala derecha y con el hacha la separé del cañón; éste, lo dividí en<br />

dos y puse la mitad en el agua, en ella metí los plátanos, la batata, las gallinas, el hacha, la<br />

escopeta, el mismo guaraguao y tomando yo una tabla de palma que había por allí, para que<br />

me sirviese de canalete, me metí también y en tan famosa canoa pasé el río. ¿Qué le parece a<br />

usted de ese guaraguao?<br />

747


—Monstruoso, seño tomás, monstruoso. Lo que no me explico es que el pájaro entero<br />

cupiese en la mitad de una de sus plumas.<br />

—Milagro, amigo mío, milagro.<br />

Prosa y Verso, San P. de Macorís, sept. de 1895.<br />

El brocal<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Que no era tomás hombre de genio aguantador, bien lo saben los que como yo le conocieron.<br />

Pendenciero, nunca lo fue, pero por cada burla sabía poner la mano donde la pone el<br />

Obispo en el momento de la confirmación; y después, a Roma por todo, como él decía, que<br />

ni temo a los hombres ni a la justicia.<br />

En cierta ocasión llegó tomás a un juego, en el cual tallaba de banco el alcalde de barrio.<br />

Hizo punto, siguiendo como cábula la chica jíbara.<br />

—a el as, que viene a la tercera; dijo, y puso un montón de pesos, en papel, sobre la carta<br />

de su gusto, pero el pícaro del alcalde con mucha maña y poco talento, queriendo probar<br />

habilidad, pasa la de arriba y el as queda abajo.<br />

—Párese el banco, usted ha volado una carta.<br />

—tenga su lengua el señor tomás, que no entiendo yo de esos manejos y raya en atrevido<br />

quien tal dice.<br />

—tallador de manigua, mal acostumbrado y pícaro es el alcalde de mi barrio, y entienda<br />

el malandrín que no es él quien puede distinguirme con el mote de atrevido, y que a<br />

insultos tales doy esta contestación y así diciendo, metióle un bofetón que fue a dar con su<br />

humanidad a tres varas de distancia del sitio que ocupaba.<br />

allí trataron de hacer preso a tomás; pero listo y valeroso echó mano a su pistola y<br />

poniéndose en guardia dijo:<br />

—ténganse todos o le reviento el alma de un plomazo al primero que ose insolente<br />

poner la mano en mi persona.<br />

todos retrocedieron y tomás se fue, llegó a su casa, enjaezó el rucio, le echó piernas y tomando<br />

el camino de Güibia (hoy avenida no sé de qué héroe, que sin duda murió en la miseria,<br />

por obra y gracia del progreso, señor que se complace en cambiar nombres) fue a dar allá a<br />

las Lajas, un poco antes de Haina, dejando al picarón del alcalde, quien para tomás valía<br />

menos que la décima cifra de los números puesta a la izquierda, como dijera de un notario<br />

cierto escritor americano, confirmado por segunda vez si es que lo estaba por la primera.<br />

Después de Honduras, rico lugarejo que abastece de sabrosas frutas a la Capital, están<br />

las Lajas.<br />

En un tiempo oscuros montes y apostaderos de bandidos, según cuentan las viejas crónicas,<br />

era aquel enmarañado sitio, porque las puras brisas del progreso no habían refrescado<br />

sus tierras.<br />

Era todo aquel recinto un monte muy elevado, como he visto pocos.<br />

Buena cacería, eso sí; porque allí en mayo corría la turquesa, y en junio y julio se tiraba<br />

a la pichonada de coronitas.<br />

Pues bien, allí fue a dar tomás, huyendo del furor del alcalde de su barrio.<br />

una mañana fuese caminando de monte a monte, cazando algunos pájaros para la<br />

comida del día.<br />

748


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Estando en el corazón del monte llamó su curiosidad la elevación de un árbol, que distingue<br />

nuestra gente con el nombre de brocal. Es muy bonito el brocal, y tanto, que mejor<br />

debiera llamarse árbol de fuego, porque, visto de lejos, parece su ramaje un copo de llamas:<br />

tal es el color rojo de sus hojas.<br />

Pues bien, como tomás se admirara tanto de la rara corpulencia de aquel árbol, dio en<br />

la tentación de trepar a él.<br />

Él contaba: —Para llegar del tronco al último ramo estuve tres horas cabales: miedo tenía<br />

en verdad, porque el monte más elevado lo veía a mis pies como una mancha azul.<br />

Después de estar arriba, inclino la vista hacia abajo, pero con dirección al Sur, me<br />

fijo, y veo una hermosa población, compuesta de muchas casas de dos pisos y los techos<br />

encarnados.<br />

Detengo la mirada hasta que descubro que aquella población era Curazao, y más me<br />

convencí, porque pude oír que una mujer le decía a otra: —Sjou Tata, soehetami e cos nan.<br />

¡Si sería alto aquel brocal!<br />

Prosa y Verso, San P. de Macorís, oct. de 1895.<br />

ELISEO GRULLÓN 1 1852-1915<br />

El muy distinguido ciudadano Eliseo Grullón y Julia, hijo del General Máximo Grullón, prócer de<br />

la Separación y la Restauración, y de doña Eleonora Julia y Rodríguez, nació en Santiago de los<br />

Caballeros el 4 de mayo de 1852 y murió en La Habana, en ejercicio de su cargo diplomático, el 23<br />

de noviembre de 1915.<br />

Estudió en nantes, Francia, y regresó a su Patria en 1874. De inmediato se inició su larga hoja de<br />

servicios públicos: Diputado, Ministro, Juez, Diplomático, periodista. Presidió la asamblea Constituyente<br />

de 1908. ocupó en seis ocasiones la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores. Publicó<br />

interesantes escritos literarios: Del Mediterráneo al Caribe, S. D., 1905, libro de impresiones de viaje y<br />

de admirable encomio de las cosas dominicanas; De la perennidad del castellano en América, Madrid,<br />

1912; Discurso leído en la Sociedad Amantes de la Luz, Santiago, 1906. Varios de sus artículos históricos<br />

han sido reproducidos en la revista Clío, órgano de la academia Dominicana de la Historia, ediciones<br />

83, 84, 86 y 87, de 1949-1950: Memé Cáceres, su filiación y origen, El Convento de Regina y el sitio de los<br />

once meses, Acción de Moca y toma de la Capital en 1866, El Convenio del Carmelo y Pedro Florentino, que<br />

él llamaba Efemérides dominicanas, pero que son en realidad tradiciones históricas.<br />

a esta serie de escritos pertenecen las dos tradiciones que se reproducen en esta obra. Su estilo,<br />

ameno y sencillo, sin alardes retóricos.<br />

En La Habana se publicó, la revista Cuba contemporánea, de enero de 1916, su bella conferencia El espíritu<br />

de libertad en la poesía dominicana como vínculo de fraternidad con Cuba, reproducida en La Cuna de América, S.<br />

D., 15 feb. 1916. En la misma revista, n. o 8, de agosto 31 de 1913, publicó El pasado, fuente de patriotismo.<br />

Fue Grullón uno de los dominicanos más progresistas y probos de su tiempo. amigo de Espaillat,<br />

de Luperón, de Meriño, sirvió a la República con devoción y altura ejemplares. Fue simpatizador de<br />

la causa de Cuba. Protegió a Maceo en Puerto Plata, en 1880, de lo que hay noticias en nuestra obra<br />

Maceo en Santo Domingo, Santiago, 1945, pp.82, 260, 267, 351, 357.<br />

1 Ver alfau Durán, Apostillas en Clío, ediciones mencionadas, y en la n. o 93, de 1952; Max Henríquez ureña, Memoria<br />

de Relaciones Exteriores, de 1932, p.76; Colección del Centenario, antología, Vol. II, 1944; artículo en El Mensajero, S. D., n. o<br />

75; de 1884; Luis E. alemar, La Catedral de Santo Domingo, Barcelona, 1933, pp.47, 50; M. a. amiama, El periodismo en la<br />

República Dominicana, S. D., 1933, p.42; R. Martínez, Hombres dominicanos… Vol. 2, p.273.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Tradiciones quisqueyanas<br />

oRIGEn DE La PLaZa PaDRE BILLInI<br />

Interesante en extremo sería indagar la historia escrita en las páginas de piedra de los<br />

monumentos y edificios particulares de la antigua ciudad, trazada a cordel por orden del<br />

comendador D. nicolás de ovando a principios del siglo diez y seis en la orilla occidental<br />

del río ozama.<br />

¿Qué dicen al cronista, cazador de episodios y rebuscador de cosas arcanas, esas monótonas<br />

hileras de piedras, colocadas unas tras otras como las cuentas de un rosario, con<br />

sus ventanas de rejas, sus puertas macizas y estrechas, sin solución de continuidad, sin<br />

adornos ni variación apreciable en la disposición interior de los edificios? Y esos pozos tan<br />

hondos –excavados en la roca a fuerza de vidas de indígenas– que dan vértigos a quienes<br />

se asoman a sus brocales, ¿no cuentan nada a los hurgadores de la verdad histórica y de la<br />

vida de los primitivos pobladores de la ciudad primada?<br />

Y, sin embargo, es un hecho que con sólo enumerar los nombres de los hidalgos a que<br />

pertenecieron las casas solariegas de nuestras calles o que transitoriamente las ocuparon,<br />

pudiera escribirse la historia de la conquista y colonización de un continente. ¡Cuántos<br />

sucesos vinculados en las hojas de ese libro de piedra, esculpido en la roca virgen de un<br />

mundo nuevo!<br />

En una modesta casa de la calle de Santa Bárbara nace el héroe máximo, el prócer fundador,<br />

que no fue apto para la guerra, mas no por eso dejó de exponer cien veces la vida en<br />

pugna con el procónsul haitiano que le hostigaba y ansiaba su muerte para matar en él la<br />

República en cierne, la que se albergaba en la mente del proscripto mucho antes de encarnar<br />

en la realidad histórica del 27 de Febrero de 1844.<br />

En otra mansión de la cuesta de Atarazana santificada por la presencia de aquel patriota<br />

inmaculado, se fue lentamente acumulando detrás de estrecho mostrador el rescate de<br />

nuestra redención política, el dote de las hermanas del prócer, puesto generosamente por<br />

Duarte a disposición de la patria, para realizar su delirio de independencia.<br />

Si tales monumentos hablasen, ¡cuántas páginas patéticas y conmovedoras no nos relatarían!<br />

En la intersección de las calles Hostos y Santo tomás, esquina frente a la morada de D.<br />

Manuel Pina, está la humilde mansión que fue de doña Francisca López, viuda de la Concha<br />

y sus hijos los próceres Jacinto y tomás, la que merece se le venere como un panteón:<br />

allí estuvo largos meses oculto el prócer perseguido Francisco del Rosario Sánchez, cuando<br />

se propagara la noticia de su muerte y en las escuelitas de la ciudad se rezaba a diario “un<br />

padre nuestro” por su alma, como obligada rúbrica del patriotismo…<br />

Pues bien, de esa casa, modesta en apariencia, en donde hacían guardia por turno los<br />

patriotas y se conservaba la caja de metralla que se iba llenando lentamente para el gran día,<br />

salieron con Sánchez en la madrugada del 27 la mayor parte de los autores de este hecho<br />

portentoso: la emancipación social y política del pueblo dominicano y su separación de Haití,<br />

después de veintidós años de forzada comunidad, realizada al favor de la falta de población<br />

de la antigua posesión española.<br />

En esa arca veneranda conservóse por mucho tiempo una reliquia de valor inestimable,<br />

el Manifiesto de los dominicanos, firmado –hecho único tal vez en la historia– con la sangre<br />

de cada uno de los conjurados y que el descuido de una señora indocta o desprevenida<br />

750


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

quemara con otros papeles, a tiempo que, expulsado por Santana, erraba su esposo por<br />

playas extranjeras a raíz de la independencia.<br />

En la humilde morada de doña Chepita Pérez, madre del prócer Juan Isidro, situada<br />

en la placeta del Carmen, inició Duarte, con peligro de su vida, a los primeros trinitarios<br />

en el nuevo evangelio de la Separación. ¿no constituyen estos hechos un título de gloriosa<br />

notoriedad para aquellos monumentos?<br />

Razón sobrada tiene, pues, el Honorable ayuntamiento de la ciudad primada al<br />

perpetuar por medio de lápidas conmemorativas esos sucesos trascendentales de la<br />

historia patria.<br />

�<br />

Y qué diremos de esa obscura mole de piedra, inconmovible e inmutable símbolo del<br />

pasado colonial, llamada “la casa del Almirante”? Todo cambia a su derredor; los edificios<br />

circunstantes se transforman: sólo ella permanece inalterable en la serenidad de su hosca y<br />

rígida belleza. ¿Cuándo será que se funde una sociedad arqueológica que utilice el hermoso<br />

local, instalando allí un Museo nacional en que se recoja tanta riqueza dispersa como hay<br />

en nuestra tierra?<br />

En el núcleo formado desde la atarazana y la ría del ozama hasta las calles de Las Damas,<br />

Regina, El Conde y Las Mercedes, ¡quién (después del maestro en Cosas Añejas, César<br />

n. Penson, tan a destiempo malogrado), quien pudiera penetrar la vida de esa sociedad<br />

colonial, mística y guerrera a la vez, que se concentraba y latía alrededor de la fortaleza y<br />

las iglesias y cuyas moradas señoriales ostentaban en el campo de sus fachadas los blasones<br />

esculpidos de la familia, como pudimos ver en la de los Caminero-Heredia, que los conservó<br />

hasta no ha mucho, situada al lado del palacio de los Capitanes generales, calle de Las<br />

Mercedes? Por allí, no lejos de San Francisco, estuvieron la Casa de la Moneda y las oficinas<br />

de contratación y enganche para las expediciones de Costa-firme.<br />

�<br />

En el cuadrilátero que forma la plaza antes llamada de San Juan de Dios, comprendida<br />

entre las calles arzobispo Meriño y Padre Billini, al lado de la casa “de los Garay” que<br />

da frente a la “de Ferrand”, hoy convertida en Casino de la Juventud, levantábase antaño<br />

una casa, no sabemos si baja o de alto, como todas las inmediatas. Vivía en ella una familia<br />

aristocrática; y, como en todas las condiciones sociales, ya se albergue en pajiza choza o en<br />

dorado alcázar, el hombre, elemento social, es el mismo, con sus virtudes y sus pasiones,<br />

sus egoísmos y sus intolerancias, sucedió que un día los vecinos de la misma tuvieron una<br />

desavenencia con los vividores de la inmediata del frente, que pertenecía a la acaudalada<br />

familia de los Franco de Medina.<br />

un esclavo de ésta, al ver ordeñar una vaca en la calle, se expresó en términos irrespetuosos<br />

acerca de las formas de la señora de enfrente, deuda de los Garay. Estos, noticiados<br />

del desacato por otra esclava, quisieron comprar el siervo para castigarle, a cuya pretensión<br />

negáronse los dueños.<br />

De ahí un proceso, que fue de larga duración, como solían serlo los de aquella época,<br />

cuando se ventilaban asuntos que atañían a la honra.<br />

Salió perdidoso el dueño de la casa desaparecida el que, al ser notificado con la sentencia<br />

de desalojo, exhaló su despecho en acentos llenos de ira: “¡Donoso medio de adquirir bienes<br />

raíces! exclamaba. ¡así es fácil hacerse rico cualquiera!”<br />

751


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Llevado el cuento a oídos del de Medina, el hidalgo no quiso conformarse con que su<br />

adversario y vecino hubiese dicho la verdad; y con el propósito de darle un mentís, mandó<br />

arrasar la casa hasta sus fundamentos, diciendo a los que le rodeaban: “¡no será para mí,<br />

ni para nadie, sino para todos!”<br />

Y he ahí por qué ha desaparecido la casa que se alzaba en el cuadrilátero de la placeta<br />

Padre Billini, enfrente de la de los Franco de Medina, que es hoy de la sucesión de D. Damián<br />

Báez y conserva aún, como flor de arte, una preciosa ventana de ajimez de los tiempos<br />

pretéritos que la embellece.<br />

En el centro de dicha plaza se yergue la estatua del filántropo dominicano,* la que no<br />

existiría allí sin la irascibilidad pundonorosa y el espíritu justiciero de uno de los hidalgos,<br />

primitivos habitantes de esta ciudad.<br />

La Cuna de América, S. D., n. o 12, 1913.<br />

Tradiciones quisqueyanas<br />

Debió ser a principios de la pasada centuria.<br />

En aquellos tiempos de quietud colonial y vida monótona, llegó a la rada del ozama un<br />

buque de guerra holandés, fragata que en su crucero alrededor del mundo derribaba con el<br />

objeto de conocer esta posesión española, casi ignorada de los extraños.<br />

Bajó a tierra la oficialidad. En las apacibles calles, tiradas a cordel, de la antigua romántica<br />

ciudad de piedra, sumida en el inmenso sueño místico de la colonia, ¡qué hermosos y<br />

arrogantes lucían los tipos de aquellos hombres del norte, cubiertos de vistosos uniformes!<br />

¡Cómo se iban tras ellos, deslumbradas, las miradas de las hijas de ozama!<br />

En la morada de una de las familias principales fue recibido y agasajado alguno de<br />

aquellos apuestos marinos. albergábase en ella una joven y hechicera criolla, cuyo corazón<br />

no había latido aún al impulso del primer amor. Verse y quedar prendados el uno del otro<br />

fue todo uno para aquellos dos seres, en tan distantes regiones nacidos y que el destino<br />

aproximaba para su bien o su mal por un momento.<br />

al despedirse la fragata, quedó destrozado el corazón de la infeliz doncella, mas no sin<br />

que antes, por una obcecación fatal e inexplicable, otorgase a su amador, como testimonio de<br />

fidelidad por el tiempo de la ausencia, el gaje supremo de los amantes, el don de sí misma<br />

que había de sellar las mutuas promesas.<br />

De estos amores nació un vástago, que fue llevado con gran sigilo, como expósito, al torno<br />

de las monjas dominicas de Regina: una mano misteriosa depositaba allí periódicamente lo<br />

necesario para atender a la subsistencia del niño.<br />

Vivían en frente del convento unos honrados menestrales, matrimonio sin hijos, el que<br />

con el beneplácito de las monjas hízose más tarde cargo de prohijar al expósito, a quien<br />

siguióse ocultando el secreto de su origen.<br />

andando el tiempo, ya crecido el niño, trasladóse a Venezuela con el objeto de adquirir<br />

los conocimientos de que había menester para bastarse a sí mismo y que no podía entonces<br />

brindarle la tierra de su nacimiento; después de lo cual resolvió, ya hombre, regresar a<br />

Santo Domingo de Guzmán, la vetusta urbe nativa, a pagar la deuda de gratitud que allí<br />

tenía contraída.<br />

*Con este objeto especial fue cedido condicionalmente el solar por los herederos. E. G.<br />

752


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Habían muerto ya sus padres putativos, más llegó a tiempo de estarse celebrando en San<br />

Cristóbal las fiestas matrimoniales de uno de sus presuntos parientes. Voló allí el forastero,<br />

siendo, como era natural, objeto de general curiosidad por parte de los concurrentes.<br />

abstraído en medio de la alegría general, fíjanse de pronto sus miradas en una señora<br />

joven aún, hermosa, si bien de expresión melancólica, hacia la cual se siente atraído por<br />

simpatía irresistible.<br />

Dirígese a ella discretamente, invitándola a apartarse del bullicio, y, ya a solas, confiésale<br />

su inclinación. Ella se turba, él insiste, obcecado; y, cuando no puede esquivar ya el fuego<br />

de la pasión que la envuelve, prorrumpe la dama en este grito de piedad: “¡Desgraciado,<br />

yo soy tu madre!…”<br />

Fulminado por este golpe inesperado, vuelve el forastero a Santo Domingo, declarando a<br />

quienes lo interrogan no tener más padres que los fenecidos menestrales que lo habían criado; y,<br />

preso de dudas horribles, endereza nuevamente el rumbo a Venezuela, en donde es fama que se<br />

distinguiera como militar, alcanzando prez y fortuna. Mas, como el amor al terruño es algo consubstancial<br />

del hombre y constituye un imán cuya atracción aumenta con los años, después de<br />

adquirir los bienes materiales, pensó en restituirse al hogar nativo. allí formó una familia que,<br />

para prosperar, no hubo menester de las casas que su madre, previo testamento ante notarios,<br />

le legara. Él las renunció noble y dignamente, en favor de los pobres, ni quiso tampoco usar<br />

otro nombre que el de los honrados menestrales que le sirvieron de padres. En alguna página<br />

de la historia nacional se registra con honra el nombre de este paladín extraordinario.<br />

En cuanto al marino holandés, héroe de esta verídica historia, cuentan las crónicas que<br />

al regreso de su viaje de circunnavegación falleció, víctima de febril dolencia, en la ciudad de<br />

La Haya, llevando a la tumba la clave de su secreto y discerniendo acaso, entre las postreras<br />

vislumbres de su razón vacilante, la visión borrosa de la quieta ciudad lejana de las Indias occidentales<br />

en donde sintiera, compenetrado con otro ser, la emoción más intensa de su vida…<br />

El nombre del expósito es… otro secreto que no tiene derecho a revelar quien estas<br />

líneas escribe.<br />

La Cuna de América, S. D., n. o 7, agosto 24 de 1913.<br />

BERNARDO PICHARDO 1 1877-1924<br />

El devoto autor de Reliquias históricas de la Española, nació en la villa de Santo Domingo el 18 de<br />

octubre de 1877, y murió aquí mismo el 8 de octubre de 1924. Estudió en Europa, pensionado en<br />

1895. al regresar a la Patria se le impuso el doble afán común en la juventud estudiosa de la época:<br />

el periodismo y la política.<br />

Desde temprano desempeñó altas funciones públicas. Fue Secretario de Estado en diversas ocasiones,<br />

desde 1904. Fue en Misión diplomática a la Santa Sede. Como periodista actuó particularmente en<br />

El Tiempo, de Santo Domingo.<br />

Fue atildado escritor y orador brillante. En él se aunaban la prestancia personal y la facilidad de la<br />

palabra, de acento poético. Su obra literaria estuvo orientada hacia los temas más caros al patriotismo:<br />

la historia, la tradición, la enseñanza cívica, la conservación de los monumentos coloniales.<br />

1 Ver Interview con el Secretario de E. de Relaciones Exteriores, Bernardo Pichardo, en Listín Diario, S. D., 30 de marzo de<br />

1916; Max Henríquez ureña, Memoria de Relaciones Exteriores, de 1932, p.94; M. a. amiama, El periodismo en la República<br />

Dominicana, S. D., 1933, pp.45, 48, 61, 85.<br />

753


Publicó Reliquias históricas de la Española, S. D., 1920 (hay edición de 1944, con anotaciones de E. R.<br />

D.); Lecciones de Instrucción Moral y Cívica, S. D., 1920; Minutos literarios, La Vega, 1920; Resumen de<br />

Historia Patria, Barcelona, 1922. (Hay varias reediciones. a partir de la tercera consta de adiciones y<br />

apéndices de E. R. D.).<br />

Formarían un volumen sus artículos dispersos, entre ellos Rumbos, en La Cuna de América, S. D., n. o 91,<br />

1908; De antaño en Renacimiento, S. D., n. o 2, 1915; y el relato que se reproduce ahora. Su Resumen de<br />

historia patria es el manual de historia de Santo Domingo, de texto en nuestras escuelas, más popular<br />

en la República.<br />

El abuelo materno*<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

Deslizábase tranquila y mansurrona la vida de la colonia, cuando en las postrimerías<br />

del año 1787 surgió en El Placer de los Estudios la fragata de guerra holandesa De Donder<br />

trayendo como Segundo Comandante al Oficial Jacobo Obediente.<br />

no fueron pocos los agasajos que por iniciativa del Capitán General, Brigadier Manuel<br />

González y Torres, se prodigaron a la brillante oficialidad que realizaba un viaje de circunnavegación,<br />

tomando parte principalísima en todos ellos las más distinguidas familias y<br />

muy especialmente los nobles y opulentos padres de María Josefa de Caro y Brito, prodigio<br />

de belleza que honraba a la antigua y romántica ciudad de los Colones.<br />

Las naturales seducciones de la graciosa niña y la varonil prestancia de obediente,<br />

perfecto conocedor del habla castellana, facilitaron un recíproco desborde pasional, que<br />

culminó, sin duda alguna, ¡en una cita misteriosa!<br />

Como siempre, la ausencia, enemiga de los enamorados, interrumpió el idilio, y<br />

desde entonces, contrariando costumbres ancestrales, no se volvió a ver a la linajuda<br />

doncella concurrir a las Vísperas y Completas, que salmodiaba con escrupulosa regularidad,<br />

de 3 a 4 de la tarde, el Venerable Cabildo de la arquidiócesis en la Santa<br />

Iglesia Catedral.<br />

una palidez enfermiza cubrió su lindísimo semblante, y la alegría, que es la salud del<br />

espíritu, abandonó aquel ser que enantes irradiaba animación.<br />

Los médicos intervinieron, aconsejando como único tratamiento para combatir las fiebres<br />

su traslado a la quinta, que a orillas del mar y en las afueras de la ciudad, poseía la familia.<br />

¡Las fiebres del alma son iguales a las del cuerpo y para vencerlas es necesario cambiar de<br />

lugar, pensarían sin duda los galenos!…<br />

¡Pasaron meses, muchos meses, sin que se le viera en la ciudad!<br />

La gestación llegó a su término una tarde que paseaba por la playa, tal vez si enviando,<br />

en las alas fugaces del viento, un mensaje de amor hacia lejanos países.<br />

¡Corría noviembre de 1788! ¡La noche estaba fría y la ciudad dormía tranquilamente!<br />

¡Sólo las lechuzas y murciélagos batían sus alas alrededor de los vetustos campanarios!<br />

un hombre oculto detrás de un estribo de la iglesia de Regina angelorum, aguardó<br />

hasta que la luz del farolillo de la ronda se extinguiera en la desierta extremidad de la calle.<br />

*Esta narración de Bernardo Pichardo se inspira en la anterior de Grullón. Se publicó en la revista Renacimiento,<br />

S. D., n. o 2, 2 de marzo de 1915, con la siguiente dedicatoria: “a don Eliseo Grullón, discreto narrador que al publicar los<br />

datos que le trasmití acerca de esta tradición, salvó nombres que el tiempo va borrando aún de las mismas añoranzas<br />

de familia”. Ambos escritos, del mismo tema, revelan el proceso de las tradiciones, las modificaciones que sufre al<br />

pasar de un narrador al otro.<br />

754


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Entonces, embozado hasta los ojos en su capa, se acercó al torno, depositó un bulto, hizo girar<br />

el aparato, se santiguó cristianamente y como una sombra desapareció veloz hasta ganar los<br />

umbrales del pesado portón que se cerró a sus espaldas penosa y fúnebremente.<br />

El lloro de un recién nacido martirizó el silencioso recogimiento del claustro y regazos<br />

macerados por la torturante abstinencia del recato y la vigilia, dieron calor a la inocente<br />

víctima de las arraigadas preocupaciones del orgullo solariego.<br />

a la semana siguiente, enterado de lo ocurrido, un generoso menestral, de proverbial<br />

honradez, que vivía frente al Convento, obtuvo, a nombre de su esposa y en el suyo propio,<br />

de la Superiora de las Monjas Dominicas, previa consulta con la autoridad eclesiástica, la<br />

entrega del expósito, pues no tenían hijos y querían llenar el cristiano voto de amparar ese<br />

infortunio. La hospitalidad es la caridad del pobre y el mismo sentimiento que caracteriza a<br />

los matrimonios sin sucesión, veló suave y tiernamente aquella cuna. ¡Y allí crecía, solitario<br />

e inocente, arrullado por la cadencia del serrucho y por el seco golpear de los martillos!<br />

Lívida flor en la cual la insana curiosidad de beatas y comadres como que quería adivinar<br />

el tallo de donde fuera desprendida.<br />

¡Llegó la hora del bautizo, en muchas ocasiones demorado con la esperanza de aclarar<br />

el enigma, y, el rudo carpintero dio su nombre al hijo del misterio!<br />

transcurrieron años, y antes de cumplir los diez y seis, ¡ya era un hombre! La serena<br />

amargura de su fisonomía reflejaba el conocimiento del dolor y el infortunio como que<br />

apresuraba la madurez de su víctima.<br />

Murieron en la paz y gracia de Dios los padres que la piedad le deparó al nacer, sintió<br />

el calofrío desesperante del vacío y se embarcó. Persona alguna le dijo adiós desde la escarpada<br />

ribera.<br />

¡Los valles de aragua, en Venezuela, vieron al vendedor de prendas, dueño ya de considerables<br />

beneficios, incorporarse al Ejército Libertador y aquella frente nostálgica, se curtió<br />

en breve con el humo de los combates y la tórrida caricia del sol de las llanuras!<br />

una pendencia en que dejó muerto a un superior lo arrojó en las costas del terruño,<br />

incorporándose inmediatamente en las fuerzas de caballería.<br />

Era hombre de capa y espada, y no fueron pocas sus aventuras nocturnas y sus duelos<br />

y amoríos, en aquellos dichosos e inocentes tiempos de cuentos de brujas, de hechizos y<br />

maleficios y supersticiones, de apariciones de ánimas en pena.<br />

Tocaban a su término las fiestas que anualmente se celebraban en el vecino poblado de<br />

San Cristóbal y a las cuales acudían en antaño no pocas personas de esta ciudad, cuando en<br />

una tarde conoció el ya por aquel entonces teniente a una mujer de sorprendente belleza,<br />

aunque algo madura.<br />

Era: ¡María Josefa de Caro y Brito! Los años como que acentuaban los postreros rayos<br />

de su hermosura en agonía.<br />

El teniente la emprendió de recio con la melancólica solterona, ¡sin comprender que el<br />

angustioso silencio con que correspondía a sus ardientes brotes de amor, era la expiación<br />

de angustias infinitas y de crueles torcedores!<br />

aprovechando su turbación, la arrastró hasta el patio, lejos del bullicio y cuando ella vio<br />

que los labios del galán, buscaban los suyos a impulsos de las voluptuosidades del deseo lo<br />

empujó gritando: –¡Eso es imposible, desgraciado, tú eres mi hijo!…<br />

Raudales de lágrimas bañaron su semblante y cortada por sollozos, ¡su palabra descorrió<br />

el velo del pasado!<br />

755


—no, rugió aterrorizado el rencor del hijo abandonado, ¡impotente para la venganza!<br />

¡Mi madre fue Socorro Peralta, la esposa del carpintero José Patín! ¡Creía que moriría sin<br />

conocer el nombre de la mujer que salvó su honra sacrificando el fruto de su amor! ¡Yo me<br />

llamo José del Socorro Patín! –¡Y yo soy tu nieto!– grita a través de casi una centuria, el conmovido<br />

narrador a quien no cupo la suerte de conocer al abuelo infortunado.<br />

al rodar las presentes líneas por la benévola imaginación de los lectores, ¡no faltará alguno<br />

que se escandalice de que un nieto divulgue el doloroso origen del abuelo! ¡Pero cuando sepa<br />

que el Coronel José del Socorro Patín, murió pobre en el sitio de los once meses, después de<br />

renunciar, radiante de dignidad y de pudor, los cuantiosos legados del marino ausente y de<br />

la madre arrepentida, que en vano lo llamó, se explicará perfectamente el motivo de legítimo<br />

orgullo que siento al consignar estos apuntes como un homenaje a su memoria!<br />

Julio de 1914.<br />

RAFAEL JUSTINO CASTILLO 1 1861-1933<br />

Rafael Justino Castillo nació en Santo Domingo el 28 de febrero de 1861 y murió en la misma villa el<br />

24 de abril de 1933. Fue hijo de José Zoilo Castillo y de María Francisca del Rosario Contín.<br />

Fue periodista, jurisconsulto notable, cuentista, Presidente de la Suprema Corte de Justicia.<br />

Su obra, dispersa, podría recogerse en dos volúmenes, uno de cuentos y demás escritos literarios y<br />

otro de escritos jurídicos y políticos.<br />

Su ensayo Acerca de la alimentación y las razas –contestación al celebrado estudio de Jasé Ramón López–<br />

de 1898, lo reprodujimos en la Revista Dominicana de Cultura, S. D., n. o 2, dic. 1955, pp.239-254.<br />

Su obra Las Constituciones de la República Dominicana permanece aún inédita.<br />

Castillo colaboró en uno de los mejores periódicos dominicanos del siglo pasado, El Teléfono, en 1898.<br />

En El Hogar, (1894-1895), la revista de Fabio Fiallo, aparecieron los siguientes cuentos de Castillo:<br />

Un pecado mortal, Recuerdo de navidad, Honda tristeza, Gotas de agua, Paisaje; Los leñadores; Alborada;<br />

Noches de luna.<br />

En la admirable revista de Federico Henríquez y Carvajal, Letras y Ciencias, publicó no pocas páginas<br />

literarias. En la edición del 31 de julio de 1894, La casita verde; en el n. o 87, de diciembre de 1895, Su<br />

carta; en el n. o 94, de marzo de 1896, Monólogo; en el n. o 96, de mayo del mismo año, Los tres amores;<br />

en Prosa y Verso, de San Pedro de Macorís, de julio de 1895, Mujer fuerte; en Listín Diario, del 3 de<br />

febrero de 1896, El loco; en La Revista Ilustrada, S. D., 1900, El sueño de una novia, Querella doméstica y<br />

Honor campesino, que se reproduce en esta obra.<br />

Honor campesino*<br />

CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

I<br />

Juan Caro, General, Comandante de armas que fue de la Común de Baní, era Inspector<br />

y Jefe de las Fuerzas en la sección de Los Piñones, Común de San Cristóbal, allá por los años<br />

de 18… Había cumplido sesenta años, pero parecía que no pasaban días por él. Siempre<br />

1 Ver Max Henríquez ureña, Panorama histórico de la literatura dominicana, Río Janeiro, 1945, pp.241, 278 y 279; y E.<br />

R. D., Cuentos de política criolla, S. D., 1963.<br />

*Segundo Premio en el Certamen Literario celebrado en Santo Domingo el 27 de febrero de 1899. Publicado en<br />

Revista Ilustrada, S. D., 15 de marzo de 1899.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

derecho, fuerte, ágil, caíale el epíteto de viejo que le daban sus amigos de menor edad, como<br />

adorno del cariño y nada más. tan pronto a tirar del cabo para otro hombre, como a requebrar<br />

mujer joven que se pusiera al alcance de su voz, no había en toda la común hombre que no<br />

le tuviera respeto ni mujer que lo mirara con malos ojos.<br />

a boca llena se complacía en decir y repetir que no había en toda la Provincia “en verbo<br />

de hombre de campo” otro más rico que él. Y no mentía.<br />

Su laboriosidad corría pareja con su honradez. El extenso y bien cultivado cafetal que<br />

cubría leguas de tendidas colinas, y los tupidos platanales que crecían al pie de éstas, como<br />

los centenares de sanas y gruesas reses dispersas en todos los terrenos de pasto comuneros<br />

de la Provincia, fruto eran de largos años de trabajo recio y de constante ahorro. Juan Caro<br />

no concebía que fuera del don manual, ofrenda de amistad, pudiera la propiedad ajena, no<br />

heredada, adquirirse de otro modo que en cambio del bien propio. “De aquí naide me saca,<br />

decía, el que tiene y no lo ha trabajao, ni lo ha heredao, lo ha robao”.<br />

La política no lo corrompió. Cuando muy joven aún lo llamaron a las armas, en nombre<br />

de la Patria, allá fue; y peleó duro, en cuantas batallas se libraron en el Sur, por la Independencia<br />

de la República.<br />

no vio con buenos ojos la anexión a España. no absolvió a Santana. Se sometió, porque,<br />

“contra la fuerza no hay resistencia”. Pero fue de los primeros en lanzarse al campo a<br />

combatir la dominación extranjera. Su cuerpo conoció las bayonetas de los soldados de San<br />

Quintín; y él mostraba con orgullo aquellas rugosas intercesiones de su oscura y satinada<br />

piel. Mató muchos blancos, y no se arrepentía de ello. “Eran malos. Muy despreciativos y<br />

déspotas con la gente de color, y muy atrevidos con las mujeres”. así concluía la sencilla<br />

narración de sus hazañas de restaurador. a veces agregaba: “Y si los otros hubieran venío<br />

como lo quiso Bentura, le hubiéramos hecho lo mismo. nos hubieran acabao, porque esos<br />

dizque son el diablo pa tener dinero y máquinas de guerra; pero sus güesos hubieran blanquiao<br />

mucha sabana”.<br />

En la guerra contra los extranjeros fue cruel. Enemigo caído a la vista de Juan Caro, fue<br />

hombre muerto. En la guerra civil era otra cosa. “Tos semos unos” decía, semos hermanos, y<br />

no debemos tratarnos como si no nos conociéramos. Quitarle la vida a un hombre en buena<br />

lid por una mujer, o a consecuencia de una disputa de gallera, cosa era a sus ojos de la que<br />

no había de tomarle cuenta el Señor cuando lo llamaran a juicio; pero matar un hombre por<br />

gusto o a la mala “no estaba en él”.<br />

Hacerse querer de la que le gustaba, a la buena, o como Dios le ayudase, era su ley en<br />

materia de amor. Completaban su fisonomía moral ferviente devoción a nuestra Señora de<br />

Altagracia de Higüey, y fe ciega en la “morena” como con filial cariño la llamaba.<br />

II<br />

En 1865, mientras Juan Caro daba en la manigua los últimos machetazos a los veteranos<br />

de africa, su hermana Catalina cuidaba y servía con amorosa solicitud en la Capital<br />

a un Capitán de cazadores de los reales ejércitos de S. M. C., herido en una de las últimas<br />

acciones, y a quien debería llamar padre el ser que con orgullo sentía ella palpitar en sus<br />

entrañas. El capitán no escapó al terrible tétano; y Catalina, agostada por los desvelos de<br />

la constante asistencia al herido y por el sincero pesar que le causó la muerte de aquel<br />

hermoso oficial que la había hecho madre, dio a luz una robusta niña blanca el 11 de julio<br />

de aquel mismo año. Cinco días después, delirando con brillantes uniformes, toques de<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

cornetas, tiros, sangre y una virgen que la llamaba al cielo a reunirse con él, se libró para<br />

siempre de las miserias humanas.<br />

una vecina, doña María Pérez, viuda Castro, mujer de buen corazón, se hizo cargo de<br />

la huérfana, provisionalmente, hasta que aparecieran sus deudos, y dispuesta a bautizarla,<br />

si éstos se lo consentían. Las primeras gestiones que hizo para descubrir si la niña tenía<br />

parientes y dónde moraban fueron de todo punto infructuosos. Al fin, previo consejo de su<br />

confesor, decidióse a sacarla de pila, y le puso por nombre María Catalina.<br />

Juan Caro no ignoraba la suerte de su hermana y su prematuro fin; pero no quería saber<br />

de la hija del español, que era prueba viviente de la deshonra de su madre. aquella bastarda<br />

no era su sobrina.<br />

Doña María, que no había cesado en sus esfuerzos por descubrir la familia de su ahijada,<br />

hubo al fin de tener noticia de la existencia y el paradero de Juan Caro, y escribióle dándole<br />

cuenta de las circunstancias que habían llevado a su poder la niña, y por qué la había bautizado,<br />

y pidiéndole que se la dejara, puesto que a su lado podía crecer y educarse mejor que<br />

en el campo, y ella le tenía afecto de madre. tardía fue la contestación, pero tan satisfactoria<br />

como lo deseaba doña María.<br />

III<br />

Con el transcurso del tiempo, ayudado de los consejos del Cura de quien era feligrés<br />

Juan Caro, los sentimientos de éste hacia su sobrina cambiaron radicalmente. Cuando María<br />

Catalina tenía siete años ya era la idolatría de su tío Juan, a quien ella correspondía con<br />

bulliciosas demostraciones de cariño. El primer lunes de cada mes era segura la visita del<br />

tío, que nunca iba con las manos vacías.<br />

Era de ver el contento de Catalina cuando resonaba en el zaguán el grave “Dios sea en<br />

esta casa” con que Juan Caro anunciaba su presencia. Corría palmoteando y se arrojaba en<br />

los brazos del moreno que la estrechaba y la besaba y quedábase mirándola con la boca<br />

abierta, encantado con aquel primor de sobrina blanca y bonita. Después, verificábase la<br />

entrega de los donativos. Primero, las pequeñeces que pasaban inmediatamente al dominio<br />

de la chicuela: los macutos de chinas “como almíbar”; de jinas, algarrobas, pomarrosas; según<br />

la estación; el morro de huevos, la pollita, el pavito, el pichón de ruiseñor; los cocuyos, las<br />

tinajitas fabricadas expresamente para las muñecas. Cuando María Catalina había tomado<br />

posesión de todo lo que le había traído su tiíto, llamaba a su madrina, le presentaba los regalos,<br />

le manifestaba sus impresiones, y se iba a la cocina a echar un párrafo con la cocinera.<br />

Juan Caro daba entonces a doña María su contribución mensual para ayuda de la crianza<br />

de su sobrina, compuesta regularmente de cuatro cargas de frutos menores y treinta pesos<br />

en efectivo, que, después de desatados muchos nudos, llegaban a reunirse en sus manos<br />

silenciosamente.<br />

Doña María enseñó a su ahijada las primeras letras, y a los ocho años la puso en el Colegio<br />

de niñas El Dominicano. En aquel benéfico instituto, obra patriótica y cristiana de noble<br />

corazón de una mujer, figuró Catalina como alumna asidua, de extraordinaria aplicación y<br />

de ejemplar conducta hasta que cumplió catorce años.<br />

IV<br />

La niña se había hecho mujer. Sana, bella, robusta, era en el viejo caserón de doña María como<br />

una flor que asoma entre musgo amarillento y piedras ennegrecidas, por el descalabrado<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

ajimez de un muro en ruina. La primera vez que vio a tío Juan, después de salir del Colegio,<br />

no corrió a su encuentro. Hízolo subir, esperándolo en la antesala. Se quedó sentada cuando<br />

en el portón de la escalera apareció el rústico jefe. “¿Cómo está tío?” le dijo, tratando en vano<br />

de disimular una sonrisa cuyo significado no escapó a la perspicacia del campesino. Este<br />

se quedó mirándola, callado; frunció el ceño, y luego exclamó: “¡pero qué bonita está mi<br />

sobrina!”. “no la conocía”. “Si ya está hecha una mujer”. Le tendió la mano, que apenas<br />

tocó ella con la punta de sus finos dedos, y se sentó no en el balance que le ofrecía, sino en<br />

una silla, pegada a la pared. La entrevista fue corta y enojosa para ambos. a una que otra<br />

pregunta formulada por Catalina, secamente, sucedió un “sí” o un “no”, o un “yo no sé,<br />

sobrina” pronunciado entre dientes por el tío. La presencia de doña María puso término<br />

a aquella penosa escena. Catalina se retiró, diciendo a su tío que volviera pronto, y anunciándole<br />

que irían a pasarse algunos días con él, “para beber mucha leche al pie de la vaca<br />

y bañarse en el río”.<br />

En cuanto estuvieron solos, doña María expuso a Juan “que los gastos de Catalina no<br />

se podían hacer con lo que él le pasaba todos los meses, pues ya no era una niñita, sino una<br />

mujer hecha y derecha, que se había quedado sin ropa por lo pronto que había crecido y<br />

lo gruesa que estaba, y que la situación no le permitía gastar en ella como eran sus deseos,<br />

pues la pérdida sufrida en su ganado a causa de la última revolución la habían puesto casi<br />

en la miseria”.<br />

a lo que contestó el tío, después de darle muchas vueltas entre las manos al usado sombrero<br />

de cana, “que él también estaba mal, porque la seca le había causado muchas pérdidas<br />

tanto en el ganado como en los frutos de la tierra, pues sus conucos estaban que era una<br />

pena verlos; pero que mas sin embargo vería lo que podía hacer por su sobrina, pues era<br />

justo que él le diera, siendo su sangre, y no teniendo otra persona que pudiera hacer por<br />

ella, después de su madrina, que demasiado había hecho”. Dicho esto se despidió ofreciendo<br />

volver dentro de poco o mandarle a la muchacha, “aunque fueran dos o tres quintales de<br />

café, o una mancorna para que con eso se remediara por lo pronto”.<br />

Como a las dos semanas sorprendió a doña María la llegada a su casa de unos peones<br />

portadores de un recado de Juan Caro. Enviábale a decir “que por encontrarse medio<br />

quebrantado no iba a verlas, pero que cumpliendo lo ofrecido, le mandaba esa bobería<br />

para su sobrina. La bobería eran diez mancornas de gruesos novillos y diez quintales de<br />

café. Si Juan Caro hubiera ido aquel día en persona a entregar su presente a Catalina,<br />

ésta, como en los de su infancia, hubiera corrido a arrojase en sus brazos, y le hubiera<br />

ofrecido su tersa frente para que la besara; ¡tal contento le causó la valiosa regalía que tan<br />

oportunamente le hiciera el en aquella hora mil veces bendito tío moreno! Eran vísperas<br />

de Semana Santa.<br />

V<br />

A horcajadas en el chinchorro, en la boca el cachimbo, los ojos fijos en el infinito azul que<br />

parecía cubrir como manto protector los extensos platanales, Juan Caro estaba pensativo.<br />

Los vecinos que al pasar por su puerta le saludaban, no obtenían la cariñosa contestación<br />

acostumbrada: a “buenos días, buenos días”; a “cómo le ha amanecío”, “bien, a Dios Gracia”.<br />

Era cuanto. aquello, por extraordinario, llamó la atención. Hubo alguna comadre que se<br />

aventuró a inquirir si tenía alguna novedad, a la que Juan Caro contestó en términos nada<br />

corteses. La mujer salió de allí diciendo, a pasito, a cuantos encontraba “que el tío Juan<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

parecía estar medio disvarioso. Que sin duda la sobrina blanca le había hecho algún desaire,<br />

después de tó lo que le había mandao pá trapos pá la semana santa”.<br />

En todo aquel día Juan Caro no salió de su casa. al siguiente, apenas amaneció, púsose<br />

a quejarse, lo que atrajo al rancho todo el vecindario. Él se sentía malo; pero no quería que<br />

nadie se molestara por él, lo único que pedía era que le pusieran una carta a la madrina de<br />

Catalina y se la enviaran con un propio, aquella misma mañana, para que mandara la muchacha,<br />

pues si era cosa de morirse quería verla a su lado; y además deseaba imponerla de<br />

lo que él tenía y pensaba dejarle en testamento. Encareció también que le pasaran recado al<br />

escribano de San Cristóbal para que al otro día se llegara a su casa. Sus deseos no tardaron<br />

en quedar cumplidos; así como el de que lo dejaran descansar solo.<br />

VI<br />

Era una noche hermosa, calma y fresca.<br />

La luna iba bajando, y festonaba las copas de los árboles con relieves de plateada luz sobre<br />

fondo de suave sombra. En el boscaje sombrío, enardecidos de amor, los cocuyos trazaban<br />

fantásticos, instantáneos arabescos. a cada momento el grito grimoso de las lechuzas perturbaba<br />

la tranquila atmósfera. “Rendidos del trabajo a la fatiga” los moradores de Los Piñones<br />

dormían profundo y tranquilo sueño. Sólo Juan Caro velaba. Con él velaba el crimen.<br />

La lamparilla de aceite iluminaba escasamente el interior del bohío.<br />

En improvisado colchón de secas hojas de plátano, Catalina dormía, vestida, por si tenía<br />

que levantarse de repente, y porque, no acostumbrada a aquellos setos con rendijas, así se<br />

sentía más protegida en su pudor virginal y contra el fresco de la noche. Dormía sonriendo;<br />

soñaba acaso con el ideal amante de besos dulces y a la par ardientes, que estrechándola entre<br />

sus brazos delirantes, en aquella noche venturosa en que los querubes descienden cargados<br />

de rayos de luz a la nupcial alcoba, le diría con voz temblorosa de emoción: te amo.<br />

Juan Caro, en tanto, velaba. Con él velaba el crimen.<br />

VII<br />

Cuando doña María oyó de los labios palpitantes de su ahijada la dolorosa confesión,<br />

tuvo un acceso de sincero y profundo pesar. Su conciencia la acusaba. no debió mandar la<br />

muchacha. Era absurdo que hubiera caído en el torpe lazo de aquel salvaje. Lloró mucho, y<br />

sólo cuando se levantó del confesionario, absuelta, sintió que su perturbado espíritu recobraba<br />

la perdida tranquilidad.<br />

La primera vez que recibió por conducto del párroco de San Cristóbal la expresión del<br />

arrepentimiento de Juan Caro, y sus proposiciones de reparación por el matrimonio, y la<br />

cesión de la mitad de sus bienes en favor de Catalina, a reserva de dejarle por testamento<br />

cuanto poseía, ni el respeto que le inspiraba el mediador –que era un venerable sacerdote,<br />

muy experto en flaquezas humanas– fue parte a que oyera con calma aquellas que calificó<br />

de cínicas proposiciones.<br />

Juan Caro insistió una y otra vez. un día se presentó en la casa, se arrojó a los pies de<br />

doña María y le juró “por la virgen de altagracia de Higüey”, no levantarse del suelo si no<br />

le perdonaban ella y su sobrina.<br />

ambas conferenciaron. Pidieron, de hinojos ante una imagen de nuestra Señora de los<br />

Dolores, auxilio divino, y al cabo de tres horas, perdonaron el crimen y aceptaron la reparación.<br />

Una semana después se verificó el matrimonio, de madrugada, muy temprano; y antes que<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

fuera de día, Catalina, con la triste compañía de su esposo, iba camino de los montes que<br />

en lo adelante serían su residencia y su patrimonio.<br />

Catalina estaba resignada con su suerte; y haciendo esfuerzos sobre sí misma para vencer<br />

la repugnancia que le inspiraban aquellos campesinos y sus costumbres, no tardó en conseguir,<br />

si no que la quisieran, al menos que la trataran con respeto y se mostraran siempre prontos<br />

a servirla y complacerla. Esto no impedía que donde quiera que se hablaba lejos de los oídos<br />

de seño Juan, se murmurara mucho de aquel extraño matrimonio y se le augurara desastroso<br />

fin. El buen trato que le daba su marido no fue bastante a vencer en Catalina la repulsión que<br />

le inspiraba, pero le hizo más llevadera su desgracia. al cabo de un año, parecía feliz. Veíasela<br />

siempre contenta; estaba hermosa, y atendía a las faenas del campo con una actividad y una<br />

inteligencia que pasmaban a sus rústicos y torpes vecinos.<br />

un día en que seño Juan había ido a la ciudad a vender unas reses, Catalina, a la puerta<br />

de la casa, ordeñaba una mansa vaca, cuando hízola levantar la cabeza el extraño ruido<br />

que producía en la laja del camino, un caballo herrado. Vio que el jinete tenía aspecto de<br />

hombre de la ciudad, y se puso en pie para verlo mejor. aquella visión era grata y dolorosa<br />

a la vez. aquel hombre no era como los que veía diariamente y a todas horas; era como<br />

debía haber sido su marido, como eran los que ella había conocido en la ciudad, en los<br />

días bienaventurados de la adolescencia. Recogida la falda dejando ver por sobre las altas<br />

botas las medias rojas, echado hacia atrás el sombrero de cana de ancha ala, bajo el cual<br />

brotaban en haces de brillantes ondas sus negros cabellos, entreabierta la boca, arqueado<br />

un brazo con la mano en la cintura, y puesta la otra bajo la frente para ver mejor, aparecía<br />

Catalina a los ojos del viajero, a distancia, semejante a una de esas zagalas hermosas y<br />

sencillas que nos pintan los poetas y noveladores del mediodía europeo, destacándose<br />

lozanas sobre el fondo movible de las doradas mieses, como lirio que en la verde extensión<br />

de una pradera yergue su tallo y doblega su corola al sol para que el sol la bese. El viajero<br />

se detuvo a mirar a la curiosa y extraña campesina. Permaneció un instante indeciso; pero<br />

luego, tomando el sesgo, espoleó el fogoso corcel y dirigióse hacia la que poderosamente<br />

había llamado su atención por el singular contraste que, aún de lejos, ofrecía con los naturales<br />

moradores de aquel agreste lugar.<br />

VIII<br />

Eran antiguos conocidos. Él era el jovencito audaz que el día en que ella hizo su primera<br />

comunión, la persiguió hasta el zaguán de su casa, y a espaldas de su madrina la besó en la<br />

mejilla. Desde aquel día no habían vuelto a verse.<br />

ambos al reconocerse se habían alegrado mucho. Ella lo hizo entrar en la casa y tomar<br />

asiento para que descansara, y diera tiempo a que el sol bajara un poco, para continuar su<br />

viaje. Hablaron largo rato de la vida de la ciudad, cambiaron recuerdos de la infancia, se<br />

confiaron penas y se prometieron volver a verse pronto. Ya era hora de partir, para él, que<br />

tenía que estar en San Cristóbal aquella misma tarde. Se puso en pie y tendió la mano a Catalina;<br />

pero ésta le dijo: “no ves que está lloviendo? Espera a que escampe. En esta estación<br />

no llueve largo”. Volvió a sentarse.<br />

Estaban frente a frente, callados, mirando el agua que caía ruidosamente, y arreciaba. Estaban<br />

solos. Ella, inclinada con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, ofrecía inconscientemente<br />

a la vista de su huésped, por el mal abrochado corpiño, la blanca morbidez del<br />

seno de una virgen. así permanecieron mucho tiempo. Llovía a torrentes. Estaba oscuro.<br />

761


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

De repente, él se levantó: hincó en tierra una rodilla, le cogió la cara entre las manos y la<br />

besó en la boca. Ella se irguió, azorada, confusa, con los brazos tendidos para apartarlo de sí;<br />

y balbuceó: “estás loco? no ves que soy una mujer casada?” Y acercándosele, dejando correr<br />

por sus tersas mejillas abundantes lágrimas, le dijo muy quedo: “yo soy la más desgraciada<br />

de las mujeres”. “Ámame como yo te amo y serás feliz”, le contestó el mancebo rodeándole<br />

la cintura con sus brazos.<br />

La tormenta había estallado. Era de noche. Menudeaban los rayos en las palmas y los<br />

cocoteros vecinos, crugían sacudidas por el viento las jabillas seculares, y las vacas, despavoridas,<br />

iban de acá para allá, mugiendo dolorosamente, mientras del arbolado surgían<br />

las voces lastimosas de los innumerables pajarillos que arrojaba del nido el vendaval. En<br />

tanto, en la casa de Juan Caro seguía el idilio. allí estaba el amor. Catalina lo había olvidado<br />

todo, menos que había nacido para amar y ser amada. aquel hombre que la estrechaba en<br />

sus brazos y la protegía contra el huracán que asolaba la comarca, era un enviado de Dios<br />

para que amara, para que fuera feliz en una hora. Ella pudo decir “he vivido y he amado”<br />

cuando ya clareando el día, al despedirse a la puerta de la calle, se dieron un largo beso que<br />

encerraba rica promesa para el porvenir.<br />

IX<br />

Juan Caro lo vio.<br />

no había pasado Haina cuando se descompuso el tiempo. allí esperó a que cesara la<br />

tormenta. Por la madrugada, muy temprano, emprendió marcha para ver lo que había<br />

sucedido en su casa.<br />

Desde un recodo del camino por entre las altas mayas, vio cuando Catalina, en enaguas,<br />

sacaba el busto para que la besara un hombre que estaba a caballo, a la puerta de la casa.<br />

La única reflexión que se le ocurrió fue que no podía alcanzar a aquel forastero, mucho<br />

mejor montado que él y de quien lo separaba una buena distancia.<br />

X<br />

La puerta de la casa no tenía echada la aldaba, por lo cual, al ceder al empellón que con<br />

todas sus fuerzas le dio Juan Caro, se abrió de par en par, dejando caer a éste de bruces en el<br />

suelo. Catalina, que estaba en el aposento, al oír el ruido y las expresiones con que la apostrofaba<br />

su marido lo comprendió todo. Su última hora había llegado. Quiso sin embargo no<br />

entregarse para el sacrificio, y trató de cerrar la puerta; único obstáculo que por el momento<br />

podía alzarse entre ella y la venganza de su esposo. No tuvo tiempo. El afilado cabo la alcanzó<br />

en la cabeza, y un chorro de sangre arterial saltó de la herida. El dolor, la inminencia<br />

y gravedad del peligro, el recuerdo de aquellas horas de amor únicas en su existencia, le<br />

daban aliento, y quiso luchar y defender su vida a todo trance. agarró el brazo que blandía<br />

el arma, pero sintió su cuello violentamente apretado, y las fuerzas le faltaron. Juan Caro<br />

arrojó el machete; tiró a Catalina al suelo, hincó sobre el pecho las rodillas, y con sus dedos<br />

nudosos oprimió la delicada garganta.<br />

La horrible contracción de aquella que había sido hermosa faz le dijo que su obra<br />

de aniquilamiento estaba cumplida. Se puso en pie, la miró un instante, la golpeó con<br />

el taco, y, tranquilamente, recogió el arma, la volvió a la vaina, encendió el cachimbo,<br />

salió, cerró la puerta, montóse, y tomó el camino de San Cristóbal para presentarse a la<br />

autoridad.<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

AUGUSTO FRANCO BIDÓ 1 1857-1929<br />

El Licenciado augusto Franco Bidó, “una de las personalidades más sobresalientes y distinguidas<br />

del Cibao”, como le consideraban en su tiempo, nació en Santiago el 29 de julio de 1857 y murió allí<br />

el 24 de julio de 1929, siendo entonces Juez de la Corte de apelación. Perteneció a la ilustre familia<br />

de los próceres Román y Juan Luis Franco Bidó.<br />

Fue escritor, profesor, jurisconsulto prominente, Secretario de Estado, Juez, Fiscal, Diputado, Senador,<br />

Inspector de Instrucción Pública.<br />

Estudió en Santiago en las escuelas primarias de Silva y de Molina, en el Colegio de Monsieur achille<br />

Michel, y en la escuela de idiomas del Profesor Pedro Bestard. Miembro de la Sociedad amantes<br />

de la Luz. Co-redactor del periódico Unión Nacional y luego colaborador de El Día, El Santiagués, El<br />

Derecho, la Revista Científica, El Álbum y de otros voceros. Fundó La Voz de Santiago.<br />

a él se debió la creación de la Escuela de Bachilleres, de Santiago, y de otras instituciones de la judicatura<br />

y del magisterio nacionales.<br />

Fue amigo del prócer José Martí, quien le visitó en su residencia de Santiago, su casa solariega de<br />

ancho patio enladrillado, como las viejas casonas coloniales. El recuerdo de esa honradora visita lo<br />

recogió en artículo reproducido en nuestra obra Martí en Santo Domingo, La Habana, 1953.<br />

Hombre de leyes que solía adentrarse en los amenos cármenes de las letras, escribió algunos cuentos<br />

de ambiente criollo, como el que ahora se reproduce. Publicó, además, otros estudios más graves:<br />

Discurso histórico nacional, en la Revista Científica, S. D., n. o 15, del 12 de sept. de 1883; y el artículo<br />

Eficiencia fatal de las sociales deficiencias, inserto en Gaceta Judicial, Santiago, n. o 1, nov. de 1934. En la<br />

citada Revista Científica, n. os 28-29, de enero-febrero de 1883, publicó Las máscaras.<br />

No juegues, Magino<br />

CuEnto SERRano<br />

La Sierra es la comarca más cercana al Cielo, mejor dicho, la Sierra está en el Cielo.<br />

Su nombre nos habla de su elevada altura, de su vegetación distinguida, de sus senderos<br />

escabrosos.<br />

El perfume de sus bosques, la suavidad de sus brisas, la pureza de sus aguas, la claridad<br />

de su ambiente, las rosadas mejillas de sus vírgenes y la longevidad de sus viejos moradores<br />

preconizan la bondad de su clima y la excelencia de su suelo exuberante.<br />

Medio oculta en la agreste cima de una de las ramas de la central cordillera, con gran<br />

escasez de comunicaciones, los resplandores del siglo luminoso no han marchitado sus<br />

creencias ni desteñido sus costumbres; y el antiguo patriarcado apacienta la crianza en<br />

comuneros pastos y la sedentaria vida recibe, en huertos matizados por rosales de abolengo,<br />

a cada hermosa aurora, al radiante cariñoso beso del albo sol que, enamorado de la<br />

región que se empina humildemente para verle, templa su calor vivificante, y engalana su<br />

luz inimitable con la transparencia de las fuentes cristalinas y las plateadas coronas de los<br />

inefables arreboles…<br />

Entre ese Cielo hermoso y aquellas cumbres alfombradas de verdura eterna no se agita<br />

la vida azarosa del muriente siglo, sino la de otros tiempos menos turbulentos. Hay más<br />

zagales que sagaces, y con excepción de alguna familia cultivadora por intuición de cierto<br />

arte útil, los demás se consagran a la elaboración del guano y al aserrío de maderas de pino,<br />

1 Ver noticia biográfica de Franco Bidó en la revista Temis, Santiago, n. o 5, 31 de enero de 1918.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

y todos viven de la vida común y todos participan de los recursos, las alegrías y las penas<br />

de cada uno. La crónica judicial no pasa sin embargo, de cinco renglones anuales.<br />

El arte vejeta, la instrucción agoniza, el trabajo languidece y la ciencia no osa cabalgar<br />

por aquellos desfiladeros para llegar hasta allí; pero se mantiene, por fortuna, de pie el alma<br />

inteligente, inmaculada, bienhechora y pundonorosa de aquella tierra virgen, menesterosa<br />

y merecedora de cultivo.<br />

Su cultura actual es embrionaria, pero perfectible; sus formas sociales son primitivas,<br />

pero saturadas por el espíritu de creencia y virtudes tradicionales a cuya práctica vive religiosamente<br />

apegada aquella noble gente, a tal punto que nadie osa burlar ni deprimir esas<br />

cosas impunemente.<br />

Los que, abusando de propia autoridad, se inician allí con algún desafuero se recogen<br />

pasmados al ver cómo rechaza la piedra del escándalo ante la conciencia compacta de aquella<br />

sociedad buena y sana. Y los que, confiando en la prontitud de su regreso, se mofan de la<br />

vida de aquel pueblo, no muy tarde vuelven a él, pidiendo a esa vida la de ellos…<br />

no será extraño que donde, por un descuido imperdonable de la cultura nacional, reside<br />

ahora la ignorancia, se refugien más tarde nuestros mejores establecimientos de enseñanza<br />

y por consiguiente, nuestros mejores centros de cultura, una vez reconocidas las ventajas<br />

que a ellos ofrece Las Matas…<br />

“País, paisaje y paisanaje” todo es bello y admirable en la Sierra.<br />

Hija de los conquistadores, su población ostenta, sin orgullos, la figura, hábitos y creencias<br />

de los antiguos españoles junto a la inocencia de nuestros aborígenes.<br />

Para los primeros europeos que se establecieron en la Sierra, la naturaleza debió tener<br />

irresistibles atractivos.<br />

¡País rico, paisaje espléndido!<br />

El suelo que produce espontánea y profusamente un fruto alimenticio que, maduro<br />

o verde, cocido o crudo, se come de cien maneras distintas y donde las aves nos hablan y<br />

cantan con la voz humana por entre las ramas de los árboles, es tierra de promisión. ¡oh!<br />

¡la tierra del banano y la cotorra!<br />

Y en efecto, cazar y pescar sin restricción ni tasa en selvas y ríos vírgenes la comida<br />

fácil, gozarla con bananos y luego solazarse en dulce siesta con las imitativas armonías de<br />

un pájaro hablador… esa vida tiene ciertamente sus encantos…<br />

Y la Sierra es el país de la muelle vida y las cotorras parleras.<br />

antiguamente no había hogar sin cotorra, ni cotorra que no supiera hablar, cantar y<br />

bailar como sus amos y vecinos.<br />

Cuentan que un tal Magino, de escasísima labor, quien no tenía más compañía que la<br />

de una cotorra a la cual consagraba casi todo su tiempo, por cuya razón el referido pájaro<br />

llegó a ser el más notable de los de su raza, tiempo y lugar.<br />

La fama de la cotorra se extendió por Sierra y Valle, y, por supuesto, el nombre de su<br />

dueño; y cuantas personas iban a la Sierra no salían de allí sin conocer a Magino, para que<br />

este les permitiese admirar las habilidades de su cotorra y recibiese luego las demostraciones<br />

de gratitud y simpatías de sus visitadores.<br />

La cotorra había hecho grande a Magino.<br />

Eso no es extraño: según Víctor Hugo, la Córcega, una pequeña cosa, hizo muy grande<br />

a la Francia Imperial. Y veremos con frecuencia, lo cual es más sorprendente, que las reputaciones<br />

de cualquier género proceden a veces del dicho de personas sin ningún género<br />

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

de reputación, y que en los garitos, tabernas y otros círculos incompatibles con el orden, la<br />

moralidad, la opinión y la conciencia pública suelen fabricarse esos santos ideales del interés<br />

social y sus genuinas representaciones…<br />

Sin pensar en los honores y las consideraciones que le había conquistado su cotorra,<br />

Magino estaba encariñado con ella, pero no lo estaba con el trabajo sudoroso.<br />

El aumento de los propietarios produjo la escasez de la propiedad. El consumo encareció<br />

la producción, y las viandas no se adquirían ya con la facilidad de otros tiempos.<br />

Llegó un día de invierno (los días de invierno deben ser muy exigentes en la Sierra) y<br />

Magino tenía mucha hambre, pero ninguna carne para un salcocho y ni un centavo con qué<br />

comprarla. Buscó y rebuscó inútilmente por todas partes; miró hacia arriba, miró hacia abajo<br />

y dijo con voz grave: no hay remedio, tengo que comerme la cotorra.<br />

Y la cotorra con gran extrañeza exclamó al punto: ¡no juegues, Magino!<br />

Magino resueltamente hizo candela en el fogón y le puso encima una cazuela con sal,<br />

agua y algunos trozos de banano verde.<br />

La pobre cotorra, sin duda para disuadirle del negro designio, cantó y bailó a Magino<br />

un animado zapateo con que ella le había divertido muchas veces. Magino, diciendo enternecido<br />

“¡la pobre!” amolaba sobre una piedra un cuchillo viejo mientras la cotorra repetía:<br />

¡no juegues, Magino!<br />

Cuando el desdichado pájaro quiso repetir por última vez aquella frase suplicatoria,<br />

capaz de detener no sólo el hambre humana, sino la voracidad de una fiera, el cuchillo del<br />

desalmado hambriento cortó la tierna frase en la ensangrentada garganta de la inocente<br />

víctima que sólo dijo ya: no juegue, Mag…<br />

Desde entonces, la choza de Magino no se vio más honrada por vecinos ni viajeros<br />

distinguidos, y en el lenguaje familiar de la comarca, cuando se quiere disentir de alguna<br />

pretensión inadmisible o absurda, dicen así: no juegues, Magino…<br />

El Álbum, Santiago, 1900; y La Opinión, n. o 1603, S. D., 30 de marzo de 1932.<br />

aPÉnDICE<br />

LA FIESTA DE LOS CANGREJOS (1655)<br />

Por Antonio del Monte y Tejada*<br />

Los españoles dominicanos se gozaban entretanto en su victoria. Parécenos oportuno<br />

referir aquí la tradición vulgar en la isla, que explica el origen de una fiesta que se celebraba<br />

en la Catedral en acción de gracia por la derrota de los ingleses, y que se designaba con el<br />

nombre de fiesta de los cangrejos.<br />

Es el caso que en la boca de Haina, donde desembarcó el ejército inglés, se cría un prodigioso<br />

número de cangrejos entre los mangles y árboles de sus montuosas orillas, y la guardia<br />

avanzada del enemigo, que estaba próxima a una emboscada que mantenían los españoles,<br />

*De Historia de Santo Domingo, S. D., 1890, Vol. III, p.28. (acerca del supuesto origen de Robinson Crusoe, ver su<br />

Historia…, Vol. 2, p.290, edición de 1953). Del Monte recogió en su obra otras tradiciones dominicanas, como la de<br />

las Mercedes, reproducida, con adiciones, en nuestra obra España y los comienzos de la pintura y la escultura en América,<br />

Madrid, 1966. De la fiesta de los cangrejos en Santo Domingo, se habla en Segunda Carta de un Americano al Español,<br />

Londres, 1812, p.86.<br />

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CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

percibió en el silencio de la noche que precedió a la batalla un ruido sorprendente, causado<br />

sin duda por el continuo movimiento de estos crustáceos, golpeándose los carapachos en<br />

su contacto. Sorprendidos los centinelas creyendo que era la caballería española con sus<br />

broqueles y herraduras lo que motivaba tanto ruido, y persuadidos ya de su esfuerzo por<br />

los varios encuentros que habían tenido en los días anteriores, dieron a huir sembrando<br />

el terror y el desorden en el ejército acampado que se precipitó a refugiarse en las naves.<br />

De este pánico resultó la mortandad y apresamiento que hemos referido y el definitivo<br />

embarque de los ingleses. Desde luego se reputó este suceso como un favor especial del<br />

Altísimo y dio lugar a la fiesta religiosa que se celebra todos los años con la mayor solemnidad<br />

y que algunos autores han intentado ridiculizar suponiendo que los españoles<br />

dominicanos fabricaron un cangrejo de oro sólido del tamaño de un tambor; que estaba<br />

colocado en un altar de la Catedral, de donde se le sacaba en procesión el día de la fiesta,<br />

y que había existido en aquel lugar hasta que de él se apoderó el General Leclerc a principio<br />

de este siglo.<br />

Es enteramente falso cuanto dice en esta parte un escritor inglés, quien de la frase fiesta de<br />

los cangrejos dedujo que se daba adoración al monstruoso crustáceo de oro, como al becerro<br />

de los israelitas en el desierto.<br />

El Negro Incógnito o El Comegente<br />

El año de 1790, por el mes de marzo, acontecieron algunos homicidios de gentes indefensas<br />

en el campo y nunca se pudo averiguar el homicida. también se desaparecieron dos<br />

niños de los que no se encontró vestigio alguno sin que obstasen las diligencias de justicia<br />

para averiguar el delincuente.*<br />

Corrió todo el año sin novedad, hasta que en el de noventa y uno, en el mismo mes<br />

volvieron a acontecer los mismos homicidios, heridos, contusos, incendios de casas de<br />

campo, destrucción de labranzas y muertes de todas especies de animales: no es creíble la<br />

consternación que causó a este vecindario tantas maldades y atrocidades ejecutadas por un<br />

hombre solo, principalmente si se considera que el teatro de esta catástrofe es un terreno el<br />

más poblado que tiene la Isla, aunque sí lleno de bosques, especialmente bejucales, algunos<br />

impenetrables. Dicho terreno tendrá de largo doce leguas, y siete por la mayor extensión de su<br />

latitud. Por el extremo del Este son los vivientes de la Villa del Cotuí, y por el extremo contrario<br />

se interna hasta la angostura que es jurisdicción de la Ciudad de Santiago; comprende desde<br />

*En su Resumen de la Historia de Santo Domingo, dice el ilustre historiador don Manuel ubaldo Gómez Moya: “a<br />

principios del XIX hubo en la jurisdicción de La Vega un africano conocido con el nombre de El Comegente o El Negro<br />

Incógnito. Este antropófago, cuyas correrías extendía hasta las jurisdicciones de Santiago, Moca y Macorís, atacaba a<br />

los ancianos, a las mujeres y a los niños, pues era cobarde y le huía a los hombres fuertes. Fue capturado en Cercado<br />

alto, común de La Vega, ignoramos el año, y fue remitido a Santo Domingo bajo custodia de un fuerte piquete al<br />

mando de un oficial llamado Regalado Núñez; en el camino pernoctaron en la Sabana de la Paciencia y durante toda<br />

la noche lo tuvieron amarrado en un naranjo muy conocido por esa circunstancia. La historia de este monstruo fue<br />

escrita por el Padre Pablo amézquita y después se publicó en los números 25 y siguientes de EL ESFUERZO, periódico<br />

que editaban en La Vega, por el año 1881, los hermanos Bobea”.<br />

también hablan del Comegente, C. n. de Moya, en su novela inédita Episodios Dominicanos; y G. Despradel Batista,<br />

en su Historia de la Concepción de La Vega, La Vega, 1938, pp.338-339.<br />

Esta espeluznante relación, escrita el 26 de junio de 1792, se reproduce ahora de una copia manuscrita que conservo<br />

en mi archivo, hecha por don Francisco de la Mota hijo, en Pontón, La Vega, en 1867. Publicamos esta curiosa<br />

relación en El Observador, de La Vega, n. o 177, del 25 de enero de 1942. Reproducido en Clío, S. D., n. o 83, 1949. Debe<br />

ser la del P. amézquita, citada.<br />

766


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

Moca y su partido que todos son vecinos de Santiago hasta como tres cuartos de legua a<br />

distancia de esta ciudad.<br />

Hasta el día de hoy contamos veinte y cinco muertos: heridos y contusos 29, y dos más<br />

que se hallan actualmente sin esperanza de vida; y todos han sido gentes indefensas, e<br />

inocentes, como ancianos, mujeres, niños y enfermos, entre los muertos había dos mujeres<br />

encinta; también ha quemado dos casas, labranzas sin número, y un sinnúmero de animales<br />

de todas especies. En fin, un enemigo acérrimo de todos los vivientes: aturde ver tantas<br />

atrocidades, sin otro interés que hacer mal.<br />

Los que han sido víctimas de su furia cuentan (está averiguado) que entre tanto agoniza<br />

la infeliz presa, está él bailando y carcageándose y del mismo modo se presenta cuando el<br />

descuido le promete seguridad para acometer algunos. al principio se creía era antropófago<br />

porque de tres niños que se llevó se hallaron vestigios de haber asado uno: también se creía<br />

que usaba torpemente de las mujeres que mataba, pero la experiencia nos ha hecho conocer<br />

que en el día de hoy nada de esto lo mueve.<br />

no hay término con que ponderar la compasión que nos causa la vista de los cadáveres,<br />

tan impíamente destrozados: unos cortados, otros abiertos, desde el hueso esternón hasta el<br />

pubis inclusive, clavado un palo por sus pudendas, cortada alguna mano, sacado el corazón<br />

y cubierto todo el rostro con sus mismas entrañas; otros le arrancaba todo el pubis y clítoris,<br />

con la advertencia que se llevaba todos los miembros que cortaba; a otros ha matado a<br />

estocadas por sus pudendas, y ahora últimamente mató a un pobre, y después incendió la<br />

casa, en la que se quemó hasta reducirse a cenizas…<br />

Las armas que usa, son puntas de sables, espadas o cuchillas bien asegurados en un<br />

palo, como de tres varas y media de largo, cuando no le conviene acercarse para hacer un<br />

tiro, desde lejos le dispara con tanta certeza que no yerra jamás el golpe, algunas veces le<br />

faltan estas armas y entonces hace púas agudas de un varejón a la manera de dardo y le usa<br />

con la propia destreza y acierto.<br />

Su comida ordinaria son trompas, lenguas, pies y ubre de cerdos, y no guarda para otro<br />

día; también se ha experimentado que no hace uso del dinero, porque habiendo encontrado<br />

en varias casas que él escalaba lo ha dejado, y lo mismo sucede con bebidas y otras cosas<br />

de mayor estimación. también se ha advertido que tiene una particular ojeriza a los perros,<br />

los que procura destruirlos de todos modos, y los que han tenido algún encuentro con él de<br />

ningún modo se ha parado a hacerles frente si van armados: el hedor y grajo que despide<br />

de su cuerpo es tanto, que infesta el viento por donde quiera que pasa.<br />

Este monstruo es un negro incógnito de color muy claro, que parece indio, el pelo como los<br />

demás negros, pero muy largo, de estatura menos que la regular, bien proporcionado en todos<br />

sus miembros, y facciones, y tiene de particular los pies demasiados pequeños. De ordinario anda<br />

desnudo, aunque algunas veces suele aparecerse con chupa, la camisa, y siempre sin calzones.<br />

Es tanta su serenidad que cuando está ejecutando las mayores crueldades entonces es cuando<br />

está más serio, y algunas veces habla algunas algarabías, o repite lo mismo que oye.<br />

no hemos podido averiguar de qué nación es. Sólo sí que puede ser de los negros de la<br />

Costa de oro en africa, porque se le quitó un canuto lleno de pudendas de mujeres y otras<br />

muchas porquerías inconexas, tapado con plumas de cotorras. Ya se ve que no tiene igual<br />

en fiereza y crueldad, pues lo mismo es en astucias, ligereza y agilidad.<br />

Considérese cuántas diligencias se habrán hecho para su captura en el tiempo de tres años<br />

que está este maldito siempre metido entre las poblaciones: cuántos premios prometidos;<br />

767


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n II | CuEntoS<br />

cuántos votos y rogativas (que son diarias) tanto públicas, como privadas, infinitos aventureros<br />

que voluntariamente andan en su persecución andando todo el terreno y valiéndose<br />

todos de precaución y arbitrios que dicta el honor y el interés. Hasta de otros pueblos ha<br />

mandado el superior Gobierno hombres escogidos para su persecución; pero todo ha sido<br />

en vano.<br />

Es cosa increíble para los que no presencian las diligencias que se practican, que pudiera<br />

escaparse en medio de aquellos y de tantos como le persiguen. Desde el día 18 hasta<br />

el presente se cuentan por lo menos dos mil hombres de Santiago y Cotuí ocupados en<br />

su persecución, y todavía no hay probabilidad de su prisión: todo el terreno está lleno de<br />

centinelas apostados ocultamente, y bien prevenidos de armas de fuego, y a más no cesan<br />

Rondas volantes que lo surcan todo valiéndose para mejor tino de perros escogidos.<br />

no menos admira que habiendo tantos centenares de armas de fuego en su seguimiento<br />

todavía no se ha experimentado que ni casualmente se haya encontrado con él alguno que<br />

las lleve. usa este maldito de un arbitrio que es preciso le surta el efecto que desea, y es,<br />

que pone fuego a la casa, para con la confusión y consternación lograr con acierto sus tiros<br />

en los miserables que sorprendidos huyen del incendio, y aunque muchísimos hombres y<br />

en diferentes lugares se han ocultado en aquellas casas que parecen más expuestas a sus<br />

sorpresas, no se ha logrado cosa alguna.<br />

otra particularidad tiene y es una cobardía sin comparación pues de frente suyo aunque<br />

sea una mujer que le haga cara no se le arrima, sólo procura defenderse de lejos aunque sea<br />

con piedras, aún cuando se halle armado con su buen sable. también tiene la precaución<br />

cuando hiere alguno (aunque sea mortal) de retirarse y estar a la mira observando el instante<br />

en que se desmaya el herido, para entonces volver sobre él y acabarlo.<br />

Por fin se capturó en el lugar nombrado Cercado alto por unos Monteros valiéndose de<br />

perros… allí fue conducido a la ciudad de Santo Domingo. De donde fue que vino a pagar<br />

todas sus crueldades con la muerte. (La Vega, 26 de junio de 1792).<br />

Muertos por el negro Incógnito<br />

una morena de la viuda García, Santiago; una muchacha en Jábaba, Moca; una negrita de<br />

Casimiro Concepción, Cenoví; un negrito de Victoriano Sánchez, Jamo; una negra preñada<br />

en angostura, Santiago; una mulatica, de D. agustín de Moya; Rudecinda Remigio, San Luis;<br />

una morena de Victoriano Sánchez, Los Corozos; una mujer preñada, con tres estocadas.<br />

agosto 14 de 1791, Francisca de la antigua, San Luis. agosto 14, 1791, una morena de D.<br />

Manuel de Moya; una hija de tomás García, Estancia nueva, Santiago; Santiago Hernández,<br />

Genimillo; Pedro Santiago de Mena, en los Limones; Leonor Sánchez, id. Florencia, id.;<br />

Pascual Espínola, Palmar; Bernarda, su hija, id.; Mariana Gil, id.; Eugenio Concepción, en<br />

Las Cabullas. Junio 14. tío Gabriel, de 80 años, desyuncado, una estocada por el costado, y<br />

le cortó y se llevó las pudendas. En la noche: apolonia Ramos abierta desde la hoya hasta<br />

el pubis, le sacó el corazón que se llevó juntamente con la mano derecha, y otras varias<br />

heridas, y le clavó un palo por sus pudendas, también le cortó una porción de la empella,<br />

y con ella le cubrió la cara. Julio 8 un hijo de antonio Gabino, Jamo; Julio 17. Marcos Pérez,<br />

después de muerto quemado, Manga Larga. Rita su hija, de una estocada por sus pudendas<br />

(de 8 años); Manga Larga; agosto 14 una mujer de Manuel Sánchez, Vecindario de Santiago;<br />

agosto 18 Manuel Álvarez, una lanzada por los lomos, El algarrobo; agosto 30 Da. Isabel<br />

Estévez, con ocho machetazos temibles en la cabeza y en el pescuezo y después de muerta<br />

768


EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

usó de ella torpemente, se llevó parte de los cabellos, el rosario y un pedazo de las enaguas,<br />

en el mismo arroyo de Río Seco.<br />

octubre 7: una mulata de Juana Muñoz vecindario de Santiago, la abrió, y después la<br />

desentrañó, de 20 años de edad.<br />

Suman los muertos veinte y nueve.<br />

HERIDoS Y ContuSoS<br />

un hombre en Jimayaco, el negro Domingo, un negro en las Guásumas, una hija de<br />

Pantaleón, Juana Castillo, la mujer de Baltasar Remigio, una hija de éstos, la Pallano, una<br />

muchacha en los Corozos, Gregorio Pallano, una muchacha de Juana Francisca, Brígida la<br />

hija de Luis, la hija de Ferreina, Vicente Gonzales, Bonilla, un Bocanegra; un Filoteo, Pedro<br />

Pérez en Juan López, María de Jesús, en Enea, Juan de Banderas, en Cenoví, Leonor Restituyo,<br />

Gregorio Hernández, Manuel Concepción, don Ventura López, andrea de Salas, antonio<br />

Gabin, Marcos Guillermo, en Cenoví.<br />

Suman los heridos y contusos veinte y siete.<br />

Copia conforme al original, Firmado: Francisco Mota hijo.<br />

Pontón, 26 de abril de 1867.<br />

769


Julio D. Postigo arias.<br />

Foto: Cortesía del Reverendo<br />

Hernán González Roca.<br />

Semblanza de Julio D. Postigo,<br />

editor de la Colección<br />

Pensamiento Dominicano<br />

Don Julio Postigo, prominente hombre público<br />

dominicano del siglo XX. Ejerció durante su<br />

dilatada existencia labores como librero, editor<br />

y pastor evangélico. nació en San Pedro de<br />

Macorís el 11 de febrero de 1904.<br />

Desde joven fue designado como encargado<br />

de la pequeña librería evangélica que se abrió en<br />

la ciudad de Santo Domingo, y en 1937, la Junta<br />

para el Servicio Cristiano en Santo Domingo lo<br />

designó como gerente de la Librería Dominicana,<br />

que don Julio, en pocos años, transforma<br />

en un importante Centro Cultural donde se<br />

organizaban tertulias, recitales y conferencias,<br />

así como exposiciones de libros nacionales y<br />

extranjeros, principalmente latinoamericanos.<br />

En 1938 la Junta Oficial de la Iglesia Evangélica<br />

Dominicana designa a don Julio, Miembro<br />

Honorario, y en 1946 se le nombra Miembro<br />

Permanente.<br />

En 1946 la Librería Dominicana comienza a<br />

publicar la colección Estudios, dedicada a servir de<br />

material de lectura para estudiantes, a quienes,<br />

además, se les permitía leer, estudiar y copiar<br />

gratuitamente un fondo bibliográfico puesto a<br />

su disposición en los salones de la librería, donde<br />

también se había habilitado una sala de lectura.<br />

En 1949 se comienza a editar la Colección<br />

Pensamiento Dominicano, que en un primer momento<br />

se compone de Antologías, como aquella<br />

de Narraciones Dominicanas, de Manuel de Jesús<br />

troncoso de la Concha, los poemas de Domingo<br />

Moreno Jimenes, de la obra de don américo<br />

Lugo, y la Antología Poética Dominicana, del<br />

crítico Pedro René Contín aybar, entre otras<br />

notables selecciones bibliográficas.<br />

771


CoLECCIón PEnSaMIEnto DoMInICano | Vo l u m e n I | PoESía Y tEatRo<br />

Don Julio Postigo fue un permanente promotor del libro dominicano. En efecto, fue<br />

designado como delegado dominicano ante la Conferencia Evangélica Latinoamericana,<br />

en Buenos aires, argentina, y aprovecha la ocasión para montar una exposición de libros<br />

dominicanos en esa ciudad, en colaboración con la Embajada Dominicana. Fue, además,<br />

el pionero de las ferias del libro en el país. En 1950, a sugerencia suya, se instituye el 23<br />

de abril como el Día del Libro, en honor a Miguel de Cervantes Saavedra. un año después<br />

se realiza la primera Feria nacional del Libro, en el Parque Colón y en las arcadas<br />

del Palacio Consistorial.<br />

En 1951 don Julio Postigo propone la creación del premio Pedro Henríquez Ureña al<br />

mejor libro del año, y los libreros aportan los RD$500.00 de su primera dotación. El jurado<br />

escoge como ganadoras las obras: La Isla de la Tortuga, de Manuel arturo Peña Batlle, y<br />

El problema de la fundamentación de una lógica pura, de andrés avelino.<br />

En 1954 el Gobierno Dominicano le designa como Comisionado para Europa con el<br />

propósito de promover y organizar una gran exposición de libros, dentro de la programación<br />

de la Feria de la Paz en 1955.<br />

La Gran Logia de la República Dominicana lo nombra, en 1957, Miembro Vitalicio. En<br />

1960 se le designa como regidor de la ciudad capital. Llega a ser, en 1962, Vicepresidente<br />

del ayuntamiento de la capital dominicana. Fue, además, a partir de 1963, presidente del<br />

Consejo de Directores del Instituto Cultural Domínico-americano, del Club Rotario, de<br />

la alianza para el Progreso y de la asociación Cristiana de Jóvenes.<br />

En 1965 don Julio Postigo fue designado como miembro del Gobierno de Reconstrucción<br />

nacional, pero presenta renuncia posteriormente, en comunicación pública dirigida<br />

al General antonio Imbert Barreras.<br />

Fue jubilado en 1966, después de 29 años de regencia, por la Junta de Directores de la<br />

Librería Dominicana, y funda la Librería La Hispaniola. Posteriormente, en 1972, adquiere<br />

la propiedad de la Librería Dominicana, y al año siguiente reinaugura el local.<br />

Don Julio fue miembro de la Sociedad Dominicana de Geografía, de las aldeas Infantiles<br />

de la República Dominicana, de la Comisión de la Feria nacional del Libro, del<br />

Patronato Contra la Diabetes, del Círculo de Coleccionistas y de la asociación Dominicana<br />

de Rehabilitación.<br />

La Secretaría de Estado de Educación le otorga un diploma de reconocimiento en<br />

1982, y el año siguiente es reconocido por organismos internacionales, como la unESCo<br />

y el CERLaL. En 1985 la universidad aPEC le otorga un Doctorado Honoris Causa en<br />

Ciencias de la Educación.<br />

En la década de los noventa recibe el premio Caonabo de Oro de la asociación de<br />

Escritores y Periodistas, el ayuntamiento de Santo Domingo lo designa como Munícipe<br />

Distinguido y la universidad Evangélica Dominicana le concede un Doctorado Honoris<br />

Causa en Ministerios.<br />

Falleció a la edad de 92 años, el 21 de julio de 1996, en la ciudad de Santo Domingo.<br />

772


Diógenes Céspedes<br />

Crítico literario, poeta, narrador, periodista y<br />

lingüista. nació en 1941. Realizó una licenciatura<br />

en lingüística y una maestría en estilística<br />

en la universidad de Besanzón, Francia.<br />

Hizo un doctorado en literatura general en la<br />

universidad de París VIII. Ha publicado los<br />

siguientes libros: Escritos críticos (1976); Ejercicios<br />

II (1983); Seis ensayos sobre poética latinoamericana<br />

(1983); Estudios sobre literatura, cultura e<br />

ideologías (1983); Ideas filosóficas, discurso sindical<br />

y mitos cotidianos en Santo Domingo (1984); Lenguaje<br />

y poesía en Santo Domingo en el siglo XX<br />

(1985); Antología de la oratoria en Santo Domingo<br />

(1994); Política de la teoría del lenguaje y la poesía<br />

en América Latina en el siglo XX (1995); José Martí<br />

en la política y el amor (1995); Antología del cuento<br />

dominicano (1996); La poética de Franklin Mieses<br />

Burgos (1997); Contra la ideología racista en Santo<br />

Domingo (1998); Política de la teoría del lenguaje y<br />

la poesía en España en el siglo XX (1999); Al arma<br />

contra figuraciones (poemas, 2001); Salomé Ureña<br />

y Hostos (2003); Los orígenes de la ideología trujillista<br />

(2002); Tres ensayos acerca de la relación entre<br />

los intelectuales, el Poder y sus instancias (2003);<br />

Ensayos sobre lingüística, poética y cultura (2005) y<br />

La sangre ajena (cuentos, 2007). Ha traducido del<br />

francés la novela de a. Lespès, Las semillas de la<br />

ira (1990) y de Henri Meschonnic, Para la poética<br />

(1996). En 1984 obtuvo el premio nacional de<br />

ensayo, otorgado por la Secretaría de Estado de<br />

Educación. En 2007 recibió el Premio nacional<br />

de Literatura. Fue director de de la Biblioteca<br />

nacional. Es Miembro de número de la academia<br />

Dominicana de la Lengua.<br />

773


Colección Pensamiento Dominicano<br />

1. Narraciones Dominicanas. Ml. de Js. troncoso de la Concha. 215 páginas. 1971. (Sexta edición).<br />

2. Américo Lugo: Antología I. Vetilio alfau Durán. 191 páginas. 1949.<br />

3. Domingo Moreno Jimenes. Flérida de nolasco. 194 páginas. 1970. (tercera edición). ✓<br />

4. Pedro Henríquez Ureña I: Antología. Max Henríquez ureña. 169 páginas. 1950.<br />

5. Emiliano Tejera: Antología. Manuel arturo Peña Batlle. 221 páginas. 1951.<br />

6. F. García Godoy: Antología. Joaquín Balaguer. 223 páginas. 1951.<br />

7. Franklin Mieses Burgos. Freddy Gatón arce. 162 páginas. 1952. ✓<br />

8. Juan Antonio Alix I. Joaquín Balaguer. 208 páginas. 1953. ✓<br />

9. Juan Antonio Alix II. Joaquín Balaguer. 195 páginas. 1961 (Segunda edición). ✓<br />

10. La Sangre. tulio M. Cestero. 231 páginas. 1955.<br />

11. El Problema de los Territorios Independientes. Enrique de Marchena. 244 páginas. 1956.<br />

12. El Cuento en Santo Domingo I. Sócrates Nolasco. 205 páginas. 1957.<br />

13. El Cuento en Santo Domingo II. Sócrates Nolasco. 225 páginas. 1957.<br />

14. La Trinitaria Blanca. Manuel Rueda. 188 páginas. 1957. ✓<br />

15. El Arte de Nuestro Tiempo. Manuel Valldeperes. 182 páginas. 1957.<br />

16. El Candado. J. M. Sanz Lajara. 160 páginas. 1959.<br />

17. El Pozo Muerto. Héctor Incháustegui. 201 páginas. 1960.<br />

18. Narraciones y Tradiciones Sureñas. E. o. Garrido Puello. 119 páginas. 1960.<br />

19. Poesías Escogidas. Salomé ureña de Henríquez. 189 páginas. 1960. ✓<br />

20. Engracia y Antoñita. Francisco Gregorio Billini. 353 páginas. 1962.<br />

21. Judas. El Buen Ladrón. Marcio Veloz Maggiolo. 174 páginas. 1962.<br />

22. La Independencia Efímera. Max Henríquez ureña. 207 páginas. 1962.<br />

23. Cuentos Escritos en el Exilio. Juan Bosch. 236 páginas. 1968. (Segunda edición).<br />

24. Moral Social. Eugenio María de Hostos. 253 páginas. 1962.<br />

25. David, Biografía de un Rey. Juan Bosch. 215 páginas. 1963.<br />

26. Over: Novela. Ramón Marrero aristy. 225 páginas. 1970.<br />

27. La Huelga Obrera. José E. García aybar. 284 páginas. 1963.<br />

28. Cuentos de Política Criolla. E. Rodríguez Demorizi. 244 páginas. 1977.<br />

29. Guanuma. E. García Godoy. 269 páginas. 1963.<br />

30. Páginas Dominicanas. Eugenio María de Hostos. 279 páginas. 1963.<br />

31. Resumen de Historia Patria. Bernardo Pichardo. 388 páginas. 1964. (Cuarta edición).<br />

32. Más Cuentos Escritos en el Exilio. Juan Bosch. 287 páginas. 1964. (Segunda edición).<br />

33. Panorama Histórico de la Literatura Dominicana I. Max Henríquez ureña. 272 páginas. 1965.<br />

34. Panorama Histórico de la Literatura Dominicana II. Max Henríquez ureña. 185 páginas. 1966. (Segunda edición).<br />

35. Los Negros y la Esclavitud. Carlos Larrazábal Blanco. 202 páginas. 1967.<br />

36. La Mañosa: La Novela de las Revoluciones. Juan Bosch. 172 páginas. 1966. (tercera edición).<br />

37. El Cristo de la Libertad: Vida de Juan Pablo Duarte. Joaquín Balaguer. 216 páginas. 1966. (tercera edición).<br />

38. Crónica de Altocerro. Virgilio Díaz Grullón. 110 páginas. 1966.<br />

39. Obras Escogidas. Manuel arturo Peña Batlle. 242 páginas. 1968.<br />

40. Estudios de Historia Política Dominicana. Pedro troncoso Sánchez. 175 páginas. 1968.<br />

41. El Montero: Novela de Costumbres. Prefacio de Rodríguez Demorizi. 115 páginas. 1968.<br />

42. Tradiciones y Cuentos Dominicanos. Emilio Rodríguez Demorizi. 276 páginas. 1969.<br />

43. Poesía Dominicana. P. R. Contín aybar. 216 páginas. 1969. ✓<br />

44. Enriquillo: Leyenda Histórica Dominicana (1503-1538). Manuel de Jesús Galván. 491 páginas. 1970.<br />

45. Rebelión de Bahoruco. Manuel arturo Peña Batlle. 261 páginas. 1970.<br />

46. Reminiscencias. Enrique apolinar Henríquez. 303 páginas. 1970.<br />

47. El Centinela de La Frontera: Vida y hazañas de Antonio Duvergé. Joaquín Balaguer. 202 páginas. 1970<br />

48. Música y Baile en Santo Domingo. Emilio Rodríguez Demorizi. 227 páginas. 1971.<br />

49. Pintura y Escultura. Emilio Rodríguez Demorizi. 264 páginas. 1972.<br />

50. Autobiografía. Heriberto Pieter. 215 páginas.1972.<br />

51. Documentos Históricos. antonio Hoepelman y Juan a. Senior. 374 páginas. 1973.<br />

52. Mis Bodas de Oro con la Medicina. arturo Damirón Ricart. 207 páginas. 1974.<br />

53. Monseñor de Meriño Íntimo. amelia Francasci. 300 páginas. 1975.<br />

54. Frases Dominicanas. Emilio Rodríguez Demorizi. 160 páginas. 1980.<br />

Las obras resaltadas en negritas son las que incluyen este volumen. Las señaladas con el símbolo “✓“ han sido publicadas en el<br />

volumen I.


Esta obra<br />

Cuentos<br />

VoLuMEn II<br />

de la<br />

Colección Pensamiento Dominicano<br />

reeditada por el Banco de Reservas de la República Dominicana<br />

y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.<br />

terminó de imprimirse en el mes de junio de 2008,<br />

en los talleres de amigo del Hogar,<br />

Santo Domingo, Ciudad Primada de américa,<br />

República Dominicana.

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