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<strong>LA</strong> SEÑORITA GRANO <strong>DE</strong> POLVO<br />
Quiero darle las gracias por el milagro de desdoblamiento, quiero dárselas por<br />
el juicio escrito, pero quiero dárselas sobre todo por estas 4 páginas que recibí<br />
anteayer, apretadas notas, hechas con lápiz al calor de la lectura. ¡Cuántas son y<br />
qué llenas están de vida!<br />
Los elogios son sobrios, solo dicen indicando página y párrafo “Bien”<br />
“Muy bien” y algunas veces “¡Muy bien!” sin dar razones, lo cual es una forma<br />
de generosidad, porque mi imaginación puede elegir lo que más le agrade, y en<br />
ratos de fecundo optimismo, forjarlas y elegirlas todas.<br />
Las objeciones son mucho menos lacónicas. Como algunas de ellas<br />
terminan en un punto de interrogación, me persiguen sin cesar con su voz de<br />
pregunta. Yo quisiera acallarlas, pero ellas no se avienen al silencio. Necesito<br />
pues contestar algunas de las que tengan a mi entender contestación o sea<br />
defensa, porque hay otras, lo confieso, que al igual de la Esfinge, se quedarán<br />
interrogando eternamente.<br />
Copio pues las escogidas, bajo el párrafo aludido, y con el número<br />
correspondiente de la página tal cual Ud. lo ha hecho, voy contestando:<br />
Pág. 52 y 53. “... tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de<br />
San Francisco de Asís...”. Yo no creo que la piedad de Gregoria fuese precisamente<br />
franciscana, ¿o es que se refiere Ud., entonces a ese San Francisco elegantizado<br />
por una leyenda turbia?<br />
—Me es difícil saber cuál es mi San Francisco, Don Miguel ¡he visto<br />
pasar tantos! Al primero lo recuerdo entre las nieblas sonrosadas y confusas<br />
de mi primera infancia, cuando aún no sabía leer. Lo conocí en una oleografía<br />
presidiendo la hospitalidad de cierta casa amiga, sobre el portón cerrado del<br />
zaguán o vestíbulo, tal cual acostumbraba hacerse allá en Caracas. Era como el<br />
portero complaciente y mudo de aquella casa. Yo solía contemplarlo a mi sabor<br />
mientras venían a abrir. Lo representaba la oleografía, abrazando al Crucificado,<br />
con las estigmas que despedían cinco rayos y el globo del mundo bajo sus pies.<br />
Este primer San Francisco portero, si bien me entretuvo a ratos, no encendió<br />
jamás mi cariño ni mi admiración. Tal vez porque mis ojos recién abiertos a<br />
la vida juzgaban a las personas según las apariencias, y aquel pobre capuchino<br />
de sandalias y cerquillo, tan semejante a cualquier contemporáneo, tan inferior<br />
al dulce Crucificado, no podía evocar el prestigio del pasado ni el esplendor<br />
augusto del cielo. Desde entonces, han seguido desfilando ante mi vista diversos<br />
San Franciscos, en cuadros, esculturas, sermones y versos decadentes, hasta