¡Asesinato en palacio! ¿Se trata de una muerte pla- neada o ... - Inicio

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¡Asesinato en palacio! ¿Se trata de una muerte planeada 

o de un crimen pasional? La búsqueda del asesino 

se intensifica mientras el detective del rey recibe 

la orden de trabajar con la hermosa y turbadora hermana 

de la víctima. 

Conoce a los principales protagonistas de este 

misterio palaciego: 

Nina Caruso: El asesinato de su hermano la arrastra 

a un mundo de poder y deseo. De pronto, su protección 

corre a cargo de un detective taciturno que 

no está del todo seguro de la inocencia de su hermano... 

ni de la suya. 

Ryan McDonough: El trágico pasado de este reservado 

detective lo ha vuelto reacio al amor, pero ni siquiera 

él puede desobedecer la orden del rey de descubrir 

los secretos de una mujer hermosa. 

Duque Lorenzo Sebastiani: Un feliz recién casado 

que tiene el poder de emparejar a dos personas aparentemente 

dispares es un peligro en un reino repentinamente 

lleno de romanticismo e intriga. 

Rey Marcus de Montebello: A medida que se aproxima 

el nombramiento oficial de su hijo como heredero 

del trono, el rey intensifica las medidas de seguridad 

del palacio.Y si conoce los motivos de Lorenzo 

para permitir que una encantadora mujer trabaje con 

su detective jefe, este sabio monarca no piensa contárselo 

a nadie.

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Ryan McDonough miró a la mujer de arriba abajo 

y reparó en la frustración apenas disimulada de sus 

ojos pecaminosamente oscuros y en su sutil postura 

defensiva. 

—La acompaño en el sentimiento, señorita Caruso 

—dijo automáticamente, unas palabras que repetía incontables 

veces a las familias de incontables víctimas—. 

Comprendo su ofrecimiento de ayuda, pero lo 

que pide es imposible. 

Ryan lamentaba ver llorar a alguien la muerte de 

un ser querido; él tenía sobrada experiencia en eso. 

En aquel caso, la aflicción había dejado atrás las lágrimas 

y se hallaba en la segunda fase, la rabia. La mujer 

estaba apretando los dientes. Inclinó la cabeza y dijo: 

—Gracias por las condolencias, pero insisto —una 

respuesta muy educada aunque, de todas formas, inaceptable. 

Ryan mantenía la cabeza fría; normalmente, así jugaba 

con ventaja.


6 Peligrosa atracción 

—No hay nada más que hablar, señorita —dijo con 

calma—. El rey recibirá mi informe preliminar sobre 

la muerte de su hermano a primera hora de la mañana, 

y cualquier posible información en cuanto la descubra. 

Los consejeros de Su Majestad la mantendrán al 

corriente del caso —se levantó y se dispuso a abrir la 

puerta para indicarle la salida. 

La mujer suspiró, rodeó la mesa y se sentó en el sillón 

de Ryan. Apoyando los codos en los antebrazos, 

entrelazó los dedos debajo de la barbilla. Tenía unas 

manos sensacionales, de dedos largos y flexibles rematados 

con uñas bastante cortas pintadas de rojo 

burdeos, a juego con los labios. Ryan intentaba no mirarle 

los labios, pero no dejaban de llamarle la atención 

incluso cuando ella no hablaba. 

Ryan se sacudió la fascinación, enojado consigo 

mismo por reparar en la belleza de la señorita Caruso 

y con ésta por provocarlo de aquella manera. 

—No he recorrido medio mundo para quedarme 

sentada esperando —declaró, con la voz entrecortada 

y precisa, carente por completo de acento—. Mi hermano 

ha sido asesinado y pienso pegarme a usted 

como una lapa hasta que descubramos quién lo hizo. 

Vaya acostumbrándose a la idea. 

Ryan hizo un esfuerzo por no impacientarse.Aunque 

fuera grosera, no quería ser brusco con ella. No era su estilo, 

sobre todo porque, posiblemente, la mujer sólo estaba 

alterada por la muerte violenta de su hermanastro. 

«Posiblemente» era la palabra clave. Mirándola 

bien, no daba la impresión de estar desgarrada de dolor. 

Además, irrumpiendo allí y exigiendo trabajar en 

el caso estaba a punto de sacarlo de sus casillas. 

Diablos, estaba cansado. Resolver los casos más urgentes 

le había ocupado gran parte del día y de la noche


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anterior.Desde que habían descartado al principal sospechoso, 

Ryan todavía no había decidido por dónde empezar 

la investigación que le acababan de asignar. Debía revisar 

los informes del forense. Sólo había hojeado los 

preliminares, sabiendo que aún no estaban completos. 

También debía concertar entrevistas, realizarlas, hablar 

con el forense y volver al lugar de los hechos. La policía 

había recogido todos los datos pero, como en aquellos 

momentos estaba al mando,quería ser concienzudo. 

Pero las cosas, por orden. Primero debía deshacerse 

de la pequeña carga que acababa de llegar. Se sentó 

en la esquina de la mesa con pose relajada, deseando 

poder sentirse así. 

—Mire, señorita Caruso... 

—Nina —lo interrumpió con aspereza—. Será mejor 

que nos tuteemos, porque pasaremos mucho tiempo 

juntos. ¿Por qué no empiezas contándome lo que 

has averiguado hasta ahora? Has dispuesto de dos días 

y de parte de éste... Mac. 

Ryan se mordió la lengua y abrió el puño, proyectando 

deliberadamente benevolencia y buena voluntad. 

La mujer no estaba reaccionando a una negativa 

rotunda como cabía esperar. Probaría siendo amable. 

No solía ser su último recurso y no debería serlo con 

aquella mujer, pero habían empezado con mal pie 

desde que ella había entrado en su despacho. 

—Comprendo que quiera saber lo que está pasando. 

Podrá leer las copias de los informes mañana mismo 

si Su Majestad da el visto bueno. Hasta entonces, 

debo pedirle que me disculpe; necesito hacer mi trabajo 

—ya estaba, educado y al grano. «Piérdete, nena». 

—¿Y cuál es tu trabajo, exactamente? —preguntó. 

—Soy detective privado y la Corona suele requerir 

mis servicios —contestó—. Seguro que ya lo sabe. 

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Ella asintió. 

—No eres el jefe de homicidios. 

De modo que era capaz de dar un golpe bajo. 

—No hay nadie con ese título en Montebello. Pero, 

se lo aseguro, estoy cualificado para llevar a cabo la investigación. 

Fui detective de homicidios en otra vida 

—le ofreció otra sonrisa—. En Savannah. 

—¿Te despidieron? 

—No, dimití —paseó la mirada por su elegante despacho 

como si ello explicara el cambio de trabajo. Las 

paredes de color gris claro, la lujosa moqueta, los muebles 

recios y negros y los sillones de cuero de color 

morado daban mil vueltas al rincón de la comisaría en 

el que había pasado sus primeros doce años en el ejercicio 

de la defensa de la ley.Y el trabajo de detective le 

había salvado literalmente la vida y la cordura. 

Lorenzo Sebastiani, el jefe de los Servicios de Inteligencia 

de Montebello, a quien conocía bien, solía recurrir 

a él para que hiciera sus pinitos en las intrigas 

políticas que tanto prevalecían en aquella parte del 

mundo. De hecho, Lorenzo lo había recomendado al 

rey para aquella investigación en particular. El duque 

tenía un interés personal en aquel caso; era hermanastro 

de Desmond Caruso, la víctima.Ambos eran hijos 

del hermano del rey, el difunto duque Antonio Sebastiani. 

La madre de Desmond había sido una de las 

doncellas de palacio. Ésta se había casado con un 

hombre de negocios italiano, Guiseppe Caruso, y se 

había trasladado a Estados Unidos. Ryan observó a la 

joven que estaba sentada en su sillón, fruto de ese 

matrimonio. 

—El rey Marcus aseguró que agradecerías mi ayuda. 

—Lamento decir que estaba equivocado. 

En aquel momento se abrió la puerta, y el duque


Lyn Stone 

Lorenzo Sebastiani entró sin preámbulos en el despacho. 

—Buenos días —saludó con formalidad. Nina se levantó 

de la silla. Ryan lo miró con recelo. 

—Por si no los han presentado, Nina Caruso, éste 

es Su Excelencia el duque Lorenzo Sebastiani. 

Lorenzo tomó la mano de Nina y se inclinó sobre 

ella. 

—Lamento que nos conozcamos en estas terribles 

circunstancias. Comparto tu dolor por la pérdida de 

nuestro hermano. 

—Gracias, Excelencia —balbuceó, un tanto sorprendida 

y sin saber qué añadir. Sin embargo, hizo una 

reverencia perfecta. Ryan inclinó la cabeza, su versión 

de una reverencia, ante Lorenzo. 

Los norteamericanos solían tener problemas con las 

reverencias, y Ryan era la norma más que la excepción. 

Además, conocía al duque lo bastante bien para saber 

cuándo se estaba dando aires. Ryan lo había visto remangado, 

fumando puros y repartiendo cartas en un tapete. 

—Lamento haberme perdido tu llegada a palacio — 

prosiguió Lorenzo con amabilidad—. El rey me ha explicado 

tu misión —después, se dirigió a Ryan—. La participación 

de Nina en la investigación no es una mera 

petición.Es su derecho como hermana,según creo. 

—Entiendo —dijo Ryan, que ya saboreaba la derrota—. 

¿Su derecho? ¿Una costumbre nueva de la que 

no estoy al corriente? 

—Exacto —confirmó Lorenzo—. ¿No habrá problemas 

para incluirla en la misión? —aunque lo formulaba 

como una pregunta, Ryan sabía muy bien que 

no lo era. Se encogió de hombros. 

—Es posible que sí, pero incluiré los cambios que 

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sean necesarios —de ello dependía su continuación 

en el puesto, y su trabajo lo era todo para él en aquellos 

momentos. 

El trabajo era su vida. Era lo único que le quedaba, 

y no pensaba echarlo a perder por una tontería.Tendría 

que inventar una complicada tarea para quitarse 

de en medio a la mujer mientras resolvía el caso. 

—Excelente —Lorenzo le tendió la mano a Ryan y 

se la estrechó con fuerza; después, sonrió a Nina Caruso—. 

Le diré al rey que todos los sistemas están a punto. 

Un término espacial para anunciar un buen lanzamiento 

—miró a Ryan con una ceja enarcada. 

—Sí, justo antes del despegue. Después, todo el mundo 

reza para que no se produzca ningún fallo —añadió 

con ironía. 

—Entonces, me iré para que podáis poneros manos 

a la obra —se despidió Lorenzo, y salió con la 

misma rapidez con la que había entrado. 

La mirada decidida de Nina Caruso puso fin a la 

sonrisa de Ryan, al igual que la perspectiva de que un 

familiar de la víctima entorpeciera la búsqueda del asesino. 

Lorenzo se mantendría al margen y dejaría que 

Ryan hiciera lo que mejor sabía, pero era evidente que 

aquella mujer, no. No cuando tenía bula real para interferir. 

—Entonces, ¿tengo que pedirte permiso otra vez? 

—preguntó la señorita Caruso. 

—No, no será necesario —dijo Ryan—. Todo depende 

de cómo se plantee la petición, supongo. El espaldarazo 

del duque ha sido una clara ayuda. 

Era el primer homicidio de Ryan en casi un año. 

¿Cómo iba a concentrarse en el caso y hacer de niñera 

al mismo tiempo? Nina Caruso iba a causarle muchos 

problemas, lo sabía. Para empezar, era una enor-


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me distracción. Para terminar.... era una enorme distracción. 

—No serás uno de esos tipos condescendientes, 

¿verdad? —preguntó ella mientras rodeaba el escritorio, 

tomaba el bolso y se lo colgaba del hombro—. Debes 

saber que detesto que me traten así. 

—No, señorita, jamás se me ocurriría —la tranquilizó, 

hablando con la mayor condescendencia de que 

era capaz. 

Sonó el teléfono. 

—¿Me permite un momento, por favor? —le preguntó, 

y señaló la puerta de manera significativa. Ella 

asintió a regañadientes y salió al tiempo que Ryan 

contestaba la llamada. 

—McDonough al habla. 

—Vaya, qué contrariado te noto, amigo mío —era 

Lorenzo otra vez, llamando desde el móvil. 

—Porque lo estoy —contestó Ryan en tono coloquial, 

aunque sin saltarse el obligado tratamiento—, 

Su Excelencia. 

Lorenzo prosiguió, hablando rápidamente y con 

más seriedad. 

—Confiaba en llegar antes que ella, pero me entretuvieron. 

No había tiempo para organizar otra audiencia 

con el rey para que él te pusiera al corriente de la 

situación. Me encargó que te comunicara que Nina 

Caruso ha de ser vigilada de cerca y que quiere que lo 

hagas tú personalmente. Sus motivos para estar aquí 

merecen ser objeto de un atento análisis. 

—¿Por qué? Su hermano ha muerto y ha venido a 

averiguar lo ocurrido. ¿No es motivo suficiente? 

—Mmm... Eso les dijo a los periodistas en el aeropuerto 

a su llegada, esta mañana. 

—¿Periodistas? —preguntó Ryan.



—Un equipo de televisión y los típicos reporteros. 

Ha debido de avisarlos ella misma. ¿Cómo si no podrían 

haber sabido que llegaba? 

—No necesariamente —Ryan movió la cabeza—.Ya 

sabes que los periódicos hacen un seguimiento de toda 

la realeza y de sus conocidos. Nada más enterarse de 

que Desmond había sido asesinado, se pondrían a llamar 

a la familia para conocer su reacción.Y si averiguaron 

dónde trabaja Nina, les dirían que estaba de viaje. 

Sobre todo, si se hicieron pasar por un amigo consternado, 

o una treta parecida. Los paparazzi son expertos 

en eso. 

—No se me había ocurrido. Buena idea. Pero sigue 

siendo una suposición.Además, cuando quise llamarla 

para comunicarle la muerte de Desmond, ella ya estaba 

de viaje. 

—¿Crees que lo sabía con antelación, que quizá 

conspiró en el homicidio? —preguntó Ryan. 

—Es posible. Resuelve el caso y vigílala mientras lo 

haces. No la pierdas de vista, amigo mío. 

—Cuenta con ello. 

De modo que Nina Caruso era una sospechosa. 

Sus motivos para viajar a Montebello podrían ser introducirse 

en la familia real, jugar con su lealtad y 

ganarse su simpatía y aceptación mostrando dolor. 

Sin embargo, también era posible que hubiese organizado 

el asesinato de Desmond y quisiera beneficiarse 

de ello. Sin duda, habría una herencia de algún 

tipo. 

Ryan no podía negar que debía ser vigilada. Sólo 

deseaba no ser él quien tuviera que hacerlo. 

Como no tenía elección, le aseguró a Lorenzo que 

lo comprendía y que accedía. Después, se reunió con 

la señorita Caruso en la antesala.


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—Así que vamos a ser socios —dijo Ryan, pero de 

buen grado, como si se hubiera resignado por entero. 

Ella abrió la puerta de la calle y se apartó para dejarlo 

pasar. 

—Ayudaré —anunció, con sus rasgos clásicos reflejando 

determinación—.Ya lo verás. 

—Por supuesto que lo hará —contestó Ryan distraídamente. 

Como si cualquier policía en su sano juicio 

quisiera que un civil y familiar tomara parte en un 

caso de asesinato. Y él seguía siendo, en el fondo, un 

policía. 

Pavelli, el ayudante del rey que había llevado a 

Nina hasta allí, los estaba esperando en la calle. 

—El equipaje de la señorita Caruso está en el maletero 

—le informó a Ryan—. Si quieren, hoy tendrán 

a Marcello y el coche a su disposición. 

Ryan aceptó la oferta y señaló la enorme bestia negra 

como si fuera suya. 

—Su carruaje espera, señorita. 

Ella subió a la limusina y se recostó en el suave 

cuero marrón. Pavelli se sentó delante, al lado del chófer, 

mientras Ryan se reunía con Nina Caruso en el 

asiento de atrás. Se alegró al ver que el cristal de separación 

estaba cerrado. Podrían hablar en privado. 

—¿Por qué se empeña tanto en hacer esto, señorita 

Caruso? 

Ella lo miró con un semblante tan resuelto como 

el de él. 

—Porque Desmond era hermano mío. 

—También era hermano del duque Lorenzo, y el 

duque confía en mí. 

Nina asintió con suavidad. 

—Cierto.Aun así, quiero participar. 

—Puedo entender que venga al funeral pero, ¿por



qué inmiscuirse en mis obligaciones? No sabe nada 

de homicidios —en aquel momento, vaciló—. ¿O sí? 

¿Es usted policía? 

—No, soy diseñadora gráfica. 

Ryan resopló, sin saber, ni importarle mucho, lo 

que eso implicaba. Sabía que no tenía nada que ver 

con un trabajo de investigación. 

—Tengo un ojo excelente para los detalles —le 

aseguró Nina, mientras se frotaba los brazos, como si 

tuviera frío—. Sinceramente, necesito hacer algo. 

¿No lo entiendes? Tengo que hacer algo por Desmond. 

—Usted y su hermano han debido de estar muy 

unidos —dijo. 

—Sí, por supuesto. Pero él llevaba muchos años lejos 

de casa. Desde los veinte —aquella confesión le 

había costado trabajo, pensó Ryan. No le gustaba hablar 

de sí misma, pero el trabajo de Ryan consistía en 

arrancar secretos.Y sentía curiosidad. 

Si se parecía en algo a Desmond Caruso, habría 

que seguirla de cerca. El hermano de Nina había sido 

un oportunista nato. Ryan sólo había hablado con él 

una vez y le había parecido un idiota... pero hasta los 

idiotas merecían la acción de la justicia. 

—¿Cómo se enteró del asesinato? —preguntó Ryan, 

fijándose en su lenguaje corporal, por si había algún indicio 

de mentira. Ella suspiró. 

—Me llamaron de palacio. Lo siento, pero no recuerdo 

quién. Me sacaron de la cama, y después el disgusto 

fue tan grande... 

—Sí, claro... Es comprensible —accedió Ryan—. 

¿Cuándo recibió la llamada? 

—La mañana en que... descubrieron el cuerpo. La 

persona que me llamó me dijo que sería bienvenida


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si decidía venir. Pero habría venido de todas formas 

—añadió. 

—Entiendo —comentó Ryan—. ¿Y ese empleado 

de palacio era un hombre? 

Nina lo miró a los ojos y frunció el ceño con consternación. 

—No sabría decirlo. Era una voz ronca, pero no 

muy grave. 

¿No sabía o no quería?, se preguntó Ryan. No daba 

muestras de estar mintiendo ni omitiendo la verdad, 

pero quizá fuera una profesional del engaño y también 

hubiera aprendido lenguaje corporal. 

Nina sabía por qué era tan inflexible en su idea 

de participar personalmente en la investigación de 

la muerte de Desmond, aunque Ryan McDonough 

no la comprendiera. Lo que le había parecido sorprendente 

y un tanto peculiar era que el rey en persona 

le hubiera dado permiso, e incluso la hubiera 

alentado a hacerlo.A lo más que había aspirado cuando 

le había pedido su consentimiento era, como Mc- 

Donough había sugerido, a que la mantuvieran informada 

del desarrollo de la investigación. Para sorpresa 

de Nina, el rey la había enviado al despacho del detective 

privado con la sugerencia de que lo ayudara. Nina 

sólo podía concluir que aquel detective necesitaba un 

empujón para hacer las cosas y que el rey sabía que 

estaba corto de ayuda o falto de iniciativa. 

Nina contemplaba por las ventanillas tintadas el 

paisaje urbano que los rodeaba. San Sebastian era una 

ciudad preciosa, una interesante combinación de arquitectura 

antigua y edificios modernos e innovadores 

que representaban una exitosa transición al siglo



veintiuno. ¿Le habría gustado a Desmond? ¿Se habría 

sentido allí como en su casa? ¿Aceptado? 

De niña, Nina había idolatrado a su hermano mayor. 

Era tan apuesto, tan altivo y trágico incluso en la 

adolescencia... ¡Qué orgullosa se sentía cuando se tomaba 

el tiempo para fijarse en ella y sonreírle! 

Pensándolo bien, Desmond mostraba el mismo 

afecto por el perro de la familia.Aun así, todas las amigas 

de Nina suspiraban por él. Su hermano la había 

defendido unas cuantas veces cuando su padre la reñía 

por alguna que otra transgresión pero, más adelante, 

Nina se dio cuenta de que Desmond discutía por 

todo con su padre. 

¿Habían estado unidos? No. Su hermano había sido 

un enigmático desconocido. 

Para ser sinceros, aquel viaje precipitado y su implicación 

en el caso eran una manera de aliviar la culpa 

que sentía. Nina había viajado por la vida sin problemas, 

consiguiendo sin esfuerzo el amor de sus 

padres, el éxito en los estudios, un amplio círculo de 

amigos y un fuerte sentido de identidad. Desmond, en 

cambio, había sufrido en cada paso del camino. Siempre 

había estado a malas con los adultos de su vida, 

padres y maestros. Había sido una persona solitaria 

que nunca acababa de encajar en ninguna parte. 

Nina confiaba en que hubiera encontrado su sitio 

en Montebello, la patria de su padre biológico. Habría 

querido hablar de él con el duque, quien, seguramente, 

lo había conocido bien, pero la realeza la 

intimidaba. 

Desmond pertenecía a la realeza, aunque no lo 

descubrió hasta después de la muerte del padre de 

Nina. Para una joven e impresionable Nina, aquel descubrimiento 

había explicado plenamente las dificulta-


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des que tenía Desmond para adaptarse a la vida que 

llevaban. Un príncipe entre mendigos, había pensado 

en su día. 

Aquella conclusión infantil le daba risa.Aunque su 

familia no hubiera sido rica, era de clase media alta y 

tenía una saneada cuenta corriente.Tampoco escamoteaba 

amor y afecto. Ni a ella ni a su hermano les había 

faltado nunca nada realmente importante. 

Nina echaba de menos a sus padres. Su padre había 

fallecido de neumonía justo antes de la marcha de 

Desmond. La revelación que siguió a su muerte, el 

que Desmond no fuera hijo suyo sino el hijo ilegítimo 

de un duque montebellano, alienó aún más a su hermano. 

La pérdida de su marido y de su hijo hizo mella 

en la madre de Nina. Murió a los pocos meses, rindiéndose 

finalmente a los problemas de corazón que 

la habían aquejado durante años. 

Cómo no, Nina había contemplado con romanticismo 

la triste figura de Desmond. Él era el causante 

de casi todos sus problemas, pero era su hermano y lo 

quería, a pesar de sus defectos. El pobre, apuesto y trágico 

Desmond no se merecía un final tan triste. 

Si pudiera hacer una última cosa por él, llevar a los 

tribunales a su asesino, quizá superara la culpa que 

sentía por haber vivido una infancia mucho mejor 

que la de él. 

—¿Cuándo fue la última vez que habló con su hermano? 

—preguntó McDonough, irrumpiendo en sus 

pensamientos agridulces. Nina se volvió hacia él. 

—¿La última vez? Hace unas semanas —Desmond 

se había puesto en contacto con ella para pedirle un 

préstamo, pero eso no era asunto de aquel hombre. 

No tenía nada que ver con el asesinato. 

—Ha dicho que estuvieron unidos hace tiempo.



¿No ocurría lo mismo últimamente? —preguntó. La intensidad 

de su mirada era exasperante. 

—¿Me está interrogando, señor McDonough? —inquirió, 

poniéndose a la defensiva, sobre todo, porque 

no quería responder a la pregunta. 

—Sí —reconoció enseguida—. ¿Y cómo es que ahora 

no me llama Ryan? Pensaba que debíamos tratarnos 

con más familiaridad. Ha sido idea tuya... Nina. 

Se habían detenido en un semáforo y ella tuvo el 

abrumador impulso de salir de la limusina y darle con 

la puerta en las narices. Sin embargo, inspiró hondo e 

hizo acopio de paciencia. 

—Mi hermano y yo estábamos tan unidos como 

puede esperarse teniendo en cuenta los ocho años de 

diferencia de edad y la poca frecuencia con que nos 

hemos visto desde que se fue de casa —nunca desde 

que se trasladó a Montebello. 

El detective frunció los labios y asintió. Después, 

sonrió con tristeza. 

—Y tampoco hay que olvidar que erais de padres 

distintos. ¿Cómo afectó eso a vuestra relación? 

Nina se movió en el asiento, apretó los dientes y le 

lanzó una mirada furibunda. 

—Si estás considerando como posible móvil la rivalidad 

entre hermanos, tengo una coartada. Estaba al 

otro lado del mundo cuando mataron a Des. 

McDonough sonrió con más naturalidad. 

—Y eso puede verificarse con facilidad,estoy seguro. 

—Por supuesto. Así que puedes eliminarme de tu 

lista de sospechosos, McDonough —le espetó—. Si es 

que tienes alguno. 

—Cientos en este momento. Pero tú vas a remediarlo 

colaborando en la investigación, ¿no? ¿Cuándo 

te gustaría comenzar?


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—Ahora mismo. 

—Antes me gustaría que respondieras a mi pregunta. 

¿Había alguna rivalidad entre Desmond y tú? 

—¡Por mi parte, desde luego, no! —exclamó Nina—. 

¿Siempre eres tan implacable? 

McDonough encogió los hombros que Nina no 

podía evitar admirar. 

—No. A veces lo soy aún más. Es una ventaja en 

esta profesión, créeme. Al menos, tu actitud es la correcta 

—ladeó la cabeza y se mordió el labio inferior 

con sus dientes rectos y blancos—. Pero es evidente 

que no confías en mí, ¿verdad? Si lo hicieras, te contentarías 

con vagar por el palacio comiendo uvas, o lo que 

sea que hagan las primas de la realeza, y dejarías que yo 

me ocupara del caso. 

Nina se negó a replicar. Con calma, cruzó las piernas 

y alisó la falda de su nuevo traje gris. 

—Sabes muy bien que no soy una «prima» de la realeza. 

Pero Desmond sí lo era. Has dicho que podíamos empezar 

a investigar ahora.¿Me harás un encargo concreto? 

Ryan carraspeó y desvió rápidamente la mirada de 

aquellas piernas. 

—Primero deberías instalarte. Superar el cambio 

de horario. 

—No estoy cansada.Y ya estoy instalada, como tú dices. 

El señor Pavelli me ha buscado alojamiento —desplegó 

una sonrisita de satisfacción y enarcó las cejas—. 

El apartamento vacío contiguo al tuyo ya no está para alquilar. 

Ryan logró no gemir. Su suspiro de resignación le 

procuró a Nina un fugaz momento de victoria. Después, 

él pareció recobrarse. 

—Debió de parecerle conveniente a Pavelli. ¿Prefieres 

ir allí primero o ponerte manos a la obra?



—Ponerme manos a la obra —declaró Nina—. Para 

eso he venido. 

Ryan asintió y se inclinó hacia delante para pulsar 

el botón del intercomunicador y hablar con el chófer. 

—Al palacio, por favor. 

—¿Al palacio? No pensarás convencer al rey para 

que me quite del caso, ¿verdad? —le advirtió Nina—. 

Ya has oído a Lorenzo. 

—Sí, lo he oído —dijo, y prosiguió con suma gravedad—.Vamos 

al lugar del crimen. 

Nina abrió los ojos de par en par. Ryan la taladró 

con la mirada. 

—Esto es real, Nina. No como las películas. 

—Por favor, dime que no me crees tan estúpida 

como para pensar que esto es como en las películas. 

—Lo único que digo es que si quieres ayudarme, 

tendrás que ser objetiva, porque no tengo tiempo 

para iniciarte. Han matado a un hombre. Necesito descubrir 

quién ha sido, y el tiempo es de vital importancia. 

Ya han transcurrido cuarenta y ocho horas. ¿Te 

desmayarás si ves sangre? 

Nina inspiró por la conmoción. Ryan resultaba 

despiadado. 

—Sé que parezco frío —reconoció él, con los rasgos 

pétreos e inflexibles. Insensibles—. Pero si quieres 

conseguir resultados, tendrás que separar las emociones 

de lo que hagas. ¿Me has entendido? 

—Sí. 

—Eso espero. De lo contrario, no podrás afrontar 

un asesinato. Es desagradable.Te provocará pesadillas. 

A veces, te hará llorar y te despertarás chillando. Y 

más aún si conocías a la víctima. 

Intentaba asustarla. Nina había cruzado los brazos 

y estaba contrayendo los bíceps de forma casi doloro-


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sa. Después, vio algo en los ojos de Ryan y comprendió 

que hablaba por experiencia, que sabía muy bien 

lo que decía. Había trabajado antes en homicidios. 

¿Tendría esas pesadillas de las que hablaba? 

—Eso significa que debo ver... el cuerpo. 

—No te lo aconsejo —su voz se suavizó un poco—. 

No será necesario. 

—Quiero hacerlo —replicó Nina, serenando la 

voz, obligándose a hacerlo. ¿De qué ayuda sería en 

aquella investigación si dejaba que sus emociones y 

sus miedos gobernaran cada decisión que tomara?—. 

Sí, debo hacerlo. 

McDonough movió la cabeza y exhaló un hondo 

suspiro. 

—¿Temes que se me pase por alto alguna pista? 

—¿Has buscado alguna? —preguntó Nina. 

—Aún no he visto el cuerpo, si es eso lo que quieres 

saber. El rey me asignó este caso ayer a última 

hora. Hasta el momento, me he puesto al corriente de 

la investigación policial. 

—Nunca viene mal otro par de ojos, ¿no? 

—Tus ojos sufrirán si insistes en verlo —dijo Ryan, 

dejando entrever un rastro de esa emoción que le había 

recomendado enterrar—. Será difícil, si no imposible, 

Nina, que olvides que la víctima era tu hermano. 

—Puedo hacerlo —dijo con la mayor convicción 

posible—. Puedo ser objetiva si hace falta. ¿No podrías 

tú, si la víctima fuese pariente tuyo? 

Ryan le lanzó una mirada extraña; después, arrancó 

la mirada de ella. Allá él si se enfadaba, pensó 

Nina. No estaba allí para preocuparse por el orgullo 

herido de Ryan McDonough, sino para encontrar al 

asesino de Desmond. 

Podría soportar ver a Des. Al menos, podría fingir



que lo hacía durante el corto intervalo de tiempo que 

durara la visita al depósito. Siempre había tenido estómago.Y 

sabía que la esencia de una persona abandonaba 

su cuerpo cuando moría. No sería a Desmond a 

quien vería. En realidad, no. 

—No me desmayaré —le aseguró a Ryan—.Ya he 

visto cadáveres antes. 

Él asintió, sin replicar. Nina sólo esperaba poder 

convencerse a sí misma con la misma facilidad.


2 

Ryan preferiría haber dejado a Nina en su apartamento 

antes de ir al palacio. La llegada de la hermana 

de Desmond había desbaratado sus planes. 

Por extraño que pareciera, la antigua creencia de 

que los asesinos regresaban al lugar del crimen era 

cierta en algunos homicidios. Por ello, Ryan había colocado 

a uno de sus mejores hombres, Joseph Braca, 

en la casa de Desmond para que la vigilara por las noches. 

No habían cerrado con llave la puerta de atrás 

para facilitar el acceso y habían ocultado dos cámaras 

en lugares estratégicos para grabar la imagen de cualquier 

posible intruso. 

Además de poner a Joe al corriente sobre el informe 

preliminar del forense, Ryan debía informarle del nuevo 

contratiempo en la investigación: Nina. Ryan la mantendría 

ocupada mientras Joe investigaba su pasado, comprobaba 

su coartada y repasaba las llamadas telefónicas 

de la víctima para ver si se había producido algún otro 

contacto diferente al que ella había reconocido.



Un cuarto de hora más tarde, atravesaban las verjas 

del palacio. Ryan paseó la mirada por la finca real, advirtiendo 

que había cientos de personas residiendo, trabajando 

o visitando el lugar. Cualquiera de ellas podría ser 

responsable de la muerte de Desmond Caruso, y debía 

ser él quien encontrara la aguja en aquel pajar palaciego. 

Por consideración a Nina, que debía de estar cansada 

y llevaba tacones, Ryan decidió acortar el paseo 

al máximo. Le costaría trabajo recorrer las sendas de 

grava y de piedra con el calzado que llevaba. Pulsó el 

botón y dio instrucciones al chófer. 

—Pase de largo la zona de aparcamiento habitual. 

Dé un rodeo y aparque lo más cerca posible de la 

casa de huéspedes. En cuanto nos apeemos, lleve al 

señor Pavelli a la entrada del palacio. Estoy seguro de 

que tendrá un informe que presentar —se volvió hacia 

Nina—. La casa de huéspedes en la que vivía tu 

hermano está bastante aislada —le explicó, señalando 

mientras rodeaban un ala del palacio—. Está allí, justo 

detrás de esos árboles. Como puedes ver, los jardines 

que la separan del palacio la ocultan de la vista.Aunque 

hubiera habido alguien mirando por las ventanas de las 

dependencias del trono, que suelen estar desiertas por 

la noche, no habría visto nada. 

Ella se concentró, inclinándose hacia delante y levantando 

la vista, estirando el cinturón de seguridad. 

—¿Y el segundo piso? 

—Aquí se le llama primer piso. Planta baja y primera 

—le informó Ryan—. Son los dormitorios de las 

princesas, y sí, habrían visto mejor la casa de huéspedes 

desde allí. Si hubiera habido alguien mirando. Por 

desgracia, ninguna de las princesas se aloja en el palacio 

en estos momentos.Todavía no he tenido la oportunidad 

de interrogar a sus empleadas.


Lyn Stone 

25 

—Yo lo haré —se ofreció Nina y, recostándose, entrelazó 

las manos en el regazo—. No me da miedo. 

Ryan rió entre dientes. 

—Bueno, a mí tampoco, pero no será de mucha utilidad. 

Puedes apostar tu pintalabios favorito a que el rey 

ya ha determinado si algún empleado tenía algo que añadir 

a la información. De ser así, yo ya lo habría sabido.Ya 

hemos llegado —anunció cuando el coche se detuvo. 

Nina estaba frunciendo el ceño, mordiéndose el labio 

inferior con los dientes y contemplando la casa de 

huéspedes como si temiera entrar. «Espera a que vayamos 

al depósito de cadáveres», pensó Ryan con una 

punzada de compasión. Podría impedir que Nina viera 

el cuerpo, pero quería observar su reacción. Le hablaría 

más de la relación entre los dos hermanos que un 

interrogatorio de varias horas. 

Ryan no se imaginaba a Nina Caruso matando a 

nadie. Si había tenido algo que ver con la muerte de 

su hermanastro, seguramente habría pagado a alguien 

para que lo hiciera. Había muchos chiflados lo bastante 

codiciosos como para matar a cualquiera. Aunque 

las medidas de seguridad eran sólidas, cualquiera con 

un poco de ingenuidad podría acceder a la finca del 

palacio. El servicio iba y venía, así como numerosos 

grupos de turistas. Pero Ryan estaba casi seguro de 

que la víctima había conocido a su asesino.Aquello reducía 

mucho las posibilidades. 

Ayudó a Nina a apearse de la limusina y la sujetó 

por el codo mientras recorrían la senda que conducía 

al edificio. No había ninguna cinta policial que estropeara 

la belleza de aquel lugar de ensueño. 

—Aquí es —anunció. En la puerta había un discreto 

cartel con la orden «Prohibida la entrada» en inglés 

y en italiano.



Ryan pulsó el timbre de la entrada y oyó un sonido 

en el interior. La puerta se abrió casi de inmediato. Joe 

Braca, un fortachón vestido con impecable traje de 

seda y corbata, inclinó levemente la cabeza, como hacían 

los italianos cuando querían parecer obedientes o 

saludaban a mujeres a las que deseaban impresionar. 

—Buenos días —dijo, y miró a Nina de arriba abajo, 

como si ella fuera la respuesta a su trabajo ideal de 

guardaespaldas. En Joe era natural, por supuesto. 

—Ésta es Nina Caruso, la hermanastra de la víctima. 

Ha llegado en avión esta mañana. Nina, Joseph 

Braca, mi mano derecha 

Ryan los llamaba a los dos así, tanto a Joe como a 

Franz. Eran unos investigadores de primera. 

Joe desplegó su sonrisa más compasiva y aceptó la 

mano que Nina le ofrecía. 

—Mi más sentido pésame, señorita Caruso. 

—Gracias, señor Braca —contestó Nina, y desvió la 

mirada hacia el vestíbulo y la parte visible del salón. 

Joe dio un paso atrás y les permitió pasar. Lanzó una 

mirada a la espalda de Nina y miró a Ryan con la ceja 

enarcada a modo de pregunta. 

—Ya conoces la rutina —le dijo Ryan—. Pon a Franz 

a trabajar en el ordenador.Tú ocúpate de las llamadas. 

—Entendido —dijo Joe, comprendiendo a la perfección 

a quién debía investigar—.Te llamaré esta noche 

si averiguamos algo. 

—Llámame de todas formas —dijo Ryan—. Antes 

de las seis. 

Braca asintió. Ryan pasó junto a él y siguió a Nina 

hasta el arco del salón, donde ella se había detenido. 

Estaba contemplando la mancha negra de la alfombra 

persa. Tenía los ojos muy abiertos y el rostro pálido 

como la nieve.


Lyn Stone 

27 

—¿Fue ahí donde ocurrió? —preguntó, casi en un 

susurro. 

—Sí. Las pruebas confirman que lo golpearon con 

una estatuilla que apareció sobre ese escritorio —Ryan 

lo señaló—. Murió al instante. El borde afilado le hizo 

una brecha en la sien izquierda. Si le hubiera dado en 

cualquier otro punto,sólo lo habría dejado inconsciente. 

—Así que no fue planeado —concluyó Nina. 

—Es posible que no —dijo Ryan, aunque todavía tenía 

sus dudas. Quizá, el asesino hubiera planeado matarlo 

a golpes y hubiera dado en la diana al primer intento. 

Ella empezó a adentrarse en la habitación, pero 

Ryan la sujetó por el brazo. 

—Todavía no —le dijo—. He encargado al equipo 

forense que haga un último barrido antes de que entre 

otra persona. Podemos dar la vuelta a la casa. Es 

posible que entraran por la parte de atrás. 

—¿Forzaron alguna puerta? —preguntó mientras 

regresaban a la entrada principal. 

—No hay indicio de ello. O las puertas de cristal 

que dan al patio estaban abiertas o Desmond conocía 

al asesino o asesina lo bastante bien para hacerlo pasar. 

—¿Asesina? ¿Crees que podría haber sido una mujer? 

—Es perfectamente posible —de hecho, la princesa 

Samira Kamal, de Tamir, antigua amante de Desmond, 

había afirmado en su declaración que cuando 

se había pasado a verlo, hacía un par de semanas, Desmond 

estaba abrazando a una mujer aún sin identificar. 

Farid Nasir, el guardaespaldas de la princesa, había 

amenazado a Desmond públicamente con matarlo. 

Por fortuna para Farid, tenía una coartada inquebrantable, 

al igual que la princesa. 

Según los rumores, la pareja acababa de dar a conocer 

que estaban casados. Ryan quería entrevistarlos de



nuevo.Aunque no fueran culpables, quizá poseyeran una 

información valiosa que no hubieran dado a la policía. 

—Vamos —le dijo a Nina, y le puso una mano en 

la espalda para conducirla al exterior.Tocarla fue un 

error. Se puso tensa bajo la palma de su mano al 

tiempo que entre ellos pasaba una corriente eléctrica 

de atracción. No era una buena señal, y Ryan estaba 

convencido de que Nina también la había sentido.Aun 

así, no rompió el contacto. No quería pensar 

por qué. 

Los tres salieron por la entrada principal, y Joe cerró 

la puerta con llave mientras Nina y él se adelantaban. 

Pasaron de largo el minúsculo estanque de peces 

que decoraba la parte de atrás de la morada. 

Había grandes ventanales en el salón que permitían 

contemplar el jardín desde el interior. Asimismo, cualquiera 

podría ver el interior desde el jardín si la casa 

tenía las luces encendidas. Las puertas de cristal permitían 

entrar desde allí. 

—Parece tan... tan seguro... —murmuró Nina, 

mientras contemplaba la habitación donde había tenido 

lugar el asesinato. Se apartó de Ryan y se acercó 

hasta casi tocar las puertas de cristal cerradas, cruzadas 

con una cinta amarilla. Se inclinó un poco y examinó 

las palancas que hacían de picaportes. Ryan la 

observó, pensando distraídamente cuánto echaba de 

menos la tierra de los pomos redondos, su patria. Pero 

no volvería allí por nada del mundo. 

Cuando ella se agachó un poco más para examinar 

el parterre de flores contiguo a la puerta, Ryan se alejó 

y le hizo una seña a Joe para que lo acompañara. 

Rápidamente, le explicó las novedades que había recibido 

de los forenses, que era poco más de lo que ya 

habían deducido.


Lyn Stone 

29 

—¿Quieres que vuelva aquí esta noche? —le preguntó 

a Ryan. 

—No, tendremos que dejar que los guardias de palacio 

se ocupen de la seguridad. Las cámaras están dispuestas, 

¿verdad? 

—No habría estado mal instalar un par más, pero, 

al menos, tenemos las puertas cubiertas. 

—Bien. Necesito que indagues el pasado de los 

sospechosos —era la especialidad de Joe, y tenía trabajo 

de sobra. 

Joe asintió y sonrió un poco al ver a Nina Caruso 

de rodillas, inclinándose sobre el follaje del parterre. 

—Está buscando huellas —comentó—. Deberías 

contratarla. Parece bastante concienzuda. 

—Cierra el pico —le espetó, y se volvió para que Joe 

no pudiera ver a Nina. Su bonito trasero ya resultaba bastante 

atrayente de pie—. ¿Por qué no avisas a un guardia 

para que te sustituya? —sugirió—. Deberías dormir un 

poco antes de ponerte manos a la obra con lo otro. 

En cuanto Joe empezó a alejarse hacia la entrada 

principal, Ryan cruzó las baldosas para acercarse a 

Nina. 

—Convendría que nos fuéramos, a no ser que hayas 

encontrado algo que se nos haya pasado por alto. 

Ella lo miró con el ceño fruncido. 

—¿Habéis buscado huellas por aquí? 

—Encontramos las del jardinero jefe, pero tiene 

una coartada. ¿Quieres interrogarlo? —Ryan se inclinó 

y la ayudó a incorporarse. 

Ella se sacudió la tierra de las manos y se alisó la 

chaqueta y la falda. El pelo negro y sedoso se le había 

caído hacia delante y le tapaba un ojo. Ryan tuvo el 

loco impulso de colocárselo en su sitio. En cambio, 

hundió las manos en los bolsillos y retrocedió.



—Me gustaría verlo ahora —dijo Nina, e inspiró 

hondo como si quisiera fortalecerse. 

—¿Al jardinero? 

Ella puso los ojos en blanco; después, los cerró. Seguramente, 

rezaba para ser paciente. 

—No. Me gustaría ver a Desmond —Ryan vio cómo 

tragaba saliva—. Bueno, su cuerpo. 

La mano de Ryan, actuando al margen del sentido 

común, la sujetó por el codo para rodear con ella el edificio.El 

chófer había vuelto con la limusina y sin Pavelli. 

—Todavía no le han hecho la autopsia —pero se la 

harían, seguramente, a última hora de la tarde—.Así que 

si quieres ir, será mejor que sea ya —sugirió Ryan—. ¿Seguro 

que quieres hacerlo? 

Ella asintió, con los nudillos blancos por la fuerza 

con que se aferraba al bolso. Ryan quería tomar las 

manos de Nina y calentárselas un poco; daba la impresión 

de tenerlas heladas. Maldición, ¿qué mosca le había 

picado? ¿Por qué quería tocarla a la menor oportunidad? 

Detestaba que ella le despertara el instinto 

protector. Diablos, era una sospechosa. ¿Cómo iba a 

mantener la objetividad cuando Nina no dejaba de batir 

las pestañas de sus ojos castaños y de fruncir los labios, 

incitándolo a comportarse como un cavernícola? 

No era propio de él. 

—Entonces, vamos —le dijo a Nina. Ella subió al 

coche y él entró detrás. Al menos, viajaría cómodamente 

mientras estuviera con ella. Se sentía tentado a 

abrir el bar y a tomarse una copa antes de la siguiente 

parada, pero se había prometido dejar el alcohol. 

Mientras atravesaban la ciudad hacia la parte nueva 

y el hospital Rey Augustus, Ryan se sacó el móvil del 

bolsillo y marcó el número del depósito de cadáveres. 

Lo menos que podía hacer era pedirle al forense que


Lyn Stone 

31 

preparara el cuerpo para que estuviera lo más decente 

posible. El doctor Angelo contestó en persona. 

—Soy McDonough —dijo Ryan, y se saltó los saludos 

acostumbrados para no perder tiempo—. Oye, 

voy para allá con la hermana de Desmond Caruso. Llegaremos 

dentro de unos veinte minutos. ¿Será suficiente? 

Como había esperado, Angelo intentó disuadirlo, 

empleando los mismos argumentos que él con Nina. 

Ryan lo interrumpió. 

—Ella insiste.Tenlo todo preparado, ¿quieres? 

Nina miraba por la ventanilla, como si intentara no 

oír la conversación. Ryan no pudo evitarlo. Alargó la 

mano y tomó la que ella había cerrado sobre el asiento. 

Para sorpresa suya, Nina no la retiró, sino que la 

abrió y se aferró a sus dedos como si fueran un salvavidas. 

No lo miró ni agradeció el gesto de consuelo de 

ninguna manera, pero estaba a punto de romperle los 

nudillos. 

—Todo irá bien —le dijo Ryan, por absurdo que 

pareciera. 

Ella no contestó, y ninguno de los dos dijo nada 

más durante el resto del trayecto al hospital, pero ella 

siguió aferrándose a su mano. 

Maldición. Ryan sabía por lo que estaba pasando y 

no se lo deseaba ni a su peor enemigo. Bueno, al menos 

no era a un marido al que Nina tendría que ver. Ni 

a una hija. 

La repentina imagen y el eco de la risa de una niña 

que corría con el pelo rubio movido por la brisa pasó 

fugaz por la mente de Ryan. Apretando los dientes, 

desterró los recuerdos del pasado.Tenía seis años de 

práctica, ya debería haber podido eludirlos. 

Cuando el coche se detuvo delante del hospital,



Ryan salió con una calma que no sentía. Se centró en 

el estanque artificial, en la precisión del paisaje que 

rodeaba el edificio, en el mármol rosa de su insólita 

estructura.Automáticamente, abrió la puerta de Nina 

Caruso y volvió a darle la mano, en aquella ocasión, 

para ayudarla a salir. La soltó en cuanto se mantuvo 

en pie. 

Pero necesitaba el contacto, aunque ella no, y le 

puso la mano en el codo. Sí. Caballero hasta la médula, 

detective hasta el final, una roca sólida en la que 

apoyarse. Un mentiroso y un impostor consumado. 

Estaba temblando por dentro como si tuviera delirium 

tremens. El depósito de cadáveres lo aterraba 

más que a ella, aunque no fuera la primera vez que lo 

visitaba. 

Quizá, si se concentraba en la reacción de Nina, no 

sentiría la suya con tanta intensidad. Con esa idea en 

mente, se mostró demasiado solícito mientras se adentraban 

en el hospital y tomaban el ascensor que conducía 

al sótano. 

—Intenta pensar que lo que vas a ver no es en realidad 

tu hermano —le aconsejó, todavía aferrándose a 

su brazo—. No es más que un cascarón que usó. Disocia, 

si puedes. 

Ella lo miró con el ceño fruncido y curiosidad. 

—¿Estás bien? —le preguntó Nina. 

Ryan inspiró hondo y desplegó una sonrisa infructuosa, 

porque pareció una mueca. 

—Sí, claro, ¿y tú? 

—Sí —respondió ella, todavía con el ceño fruncido 

cuando salieron del ascensor. 

El olor lo asaltó, y ni siquiera estaban cerca del laboratorio. 

Nina lo miró como si ella también hubiera 

reparado en él.


Lyn Stone 

33 

—Productos químicos —le explicó Ryan. Una mentira. 

Era el olor de la muerte—. Respira por la boca. 

Ella entreabrió los labios. Eran unos labios llenos y 

trémulos que le pedían que se acercara, que los hiciera 

entrar en calor. 

«Sí», pensó, «piensa en eso, espanta las otras ideas». 

No, se regañó, los labios de Nina quedaban prohibidos. 

Sería mejor que se centrara en otra cosa. 

Pero, ¿en qué? No se oía nada salvo sus respiraciones, 

el eco de sus pasos, y el repiqueteo de los tacones 

de Nina sobre las baldosas. 

Nina se desasió y le tomó la mano como si ella 

también buscara un puerto en una tormenta. Ryan entrelazó 

los dedos con los de ella. 

Se detuvieron delante de la puerta del laboratorio, 

junto a la cual había una ventana con las persianillas 

cerradas por dentro. Ryan le dio un pequeño apretón 

a Nina antes de soltarla y llamar a la puerta con los 

nudillos. 

El médico la abrió y retrocedió para dejarlos entrar. 

Ryan se obligó a preceder a Nina, como si pudiera 

protegerla de cualquier posible amenaza. 

El doctor Angelo había retirado el cuerpo del cajón, 

lo había colocado sobre una mesa y lo había cubierto 

con una sábana de color verde pálido. No había 

nada más a la vista, ni instrumentos ni otros cadáveres 

que pudieran horrorizarla, aunque los restos de su hermano 

bastarían. 

El médico esperó a ser presentado. Ryan se centró 

en la tarea y fue breve. 

—Nina Caruso, el doctor Angelo. 

Se saludaron con una inclinación de cabeza y el 

médico habló con esa voz grave y vibrante que le recordaba 

a Boris Karloff.



—La acompaño en el sentimiento, señorita Caruso 

—pensándolo bien, incluso se parecía un poco a Boris. 

—Gracias —dijo Nina automáticamente—. ¿Puedo 

verlo ya? 

Quería cumplir con su obligación y salir pitando 

de allí, pensó Ryan, igual que él. Controló los fogonazos 

de recuerdos y dolor asociados con otro momento, 

otro depósito de cadáveres, dos cajones sacados y 

refrigerados que contenían... 

Movió la cabeza, carraspeó e intentó liberarse de sus 

propios sentimientos para poder observar los de ella.A 

fin de cuentas,para eso estaba allí. 

Ella lo miró, pidiéndole en silencio que la acompañara 

a la mesa. Ryan le rodeó la cintura con el brazo y 

la condujo hacia el cuerpo. 

El médico retiró la sábana para que sólo quedaran 

visibles la cabeza y los hombros.Afortunadamente, había 

hecho todo lo que estaba en su mano. No había 

sangre. Incluso el tajo de la sien, pese a lo hondo que 

era, no parecía especialmente letal una vez limpio. 

Nina se acercó al cuerpo y le tocó la frente, retirándole 

un mechón de pelo oscuro. 

—Está... tan frío —dos lágrimas resbalaron por sus 

mejillas hasta la barbilla. Durante un largo momento, 

se quedó mirando el cuerpo y, con los labios, pronunció 

la palabra adiós. 

Al cuerno con la disociación. Ryan se dio la vuelta. 

Supo que debería haber hecho lo mismo que Nina hacía 

seis años. Debería haber tocado y llorado, despedirse 

y dejarlas marchar. En cambio, había sentido un 

pozo de rabia tan hondo que no había podido contenerlo. 

Diablos, ni siquiera podía recordar lo que había di-


Lyn Stone 

35 

cho y hecho, pero sabía que no había sido nada tan 

digno como aquello.Y lo poco que recordaba, seguía 

esforzándose por olvidarlo. 

Su compañero, Sam, logró sacarlo del depósito de 

cadáveres, y cuando Ryan recobró la razón o, al menos, 

un retazo de razón, fue capaz de hacer lo que tenía 

que hacer. Sólo después de cumplir con su deber 

se derrumbó. Entonces, comenzó un año en blanco, 

doce meses de vacío. 

Volviendo al presente, casi dando gracias por dónde 

estaba y por cualquier excusa para apartar el pasado, 

Ryan examinó con cuidado la herida de la víctima 

y echó un vistazo al resto del cuerpo en busca de 

cualquier indicio de magulladura o lividez. Reparó en 

las manos. No había traumatismo, es decir, que no había 

habido pelea. Ni mucho menos. Ninguna señal de 

jeringuilla a la vista. 

—¿Algún rastro de sustancia ilegal? —le preguntó 

al médico. 

—Ninguna evidente. Espera a que tengamos los resultados 

del laboratorio. Constará en el informe de la 

autopsia. 

—Entonces, esto es todo —declaró Ryan, y se apartó 

de la mesa mientras el médico cubría el cuerpo. 

Tuvo el recuerdo de otra sábana cubriendo otro cuerpo, 

cuya rotundidad desató algo salvaje en él. 

—Ya estoy lista para salir —dijo Nina. 

—Gracias, Angelo —le dijo Ryan al médico mientras 

la acompañaba hacia la puerta—. Luego te llamo. 

Tendría que volver allí, pensó Ryan con resignación. 

Después de la autopsia, tendría que volver. Nunca 

era fácil. 

Nina daba la impresión de haberse repuesto por 

completo, pensó Ryan cuando salieron del ascensor



en la planta baja. Con los ojos secos y serena, permanecía 

absorta en sus pensamientos. Ver el cuerpo sin 

vida de su amado hermano no la había convertido en 

un desecho emocional. 

Ryan archivó la impresión de que el vínculo de 

afecto entre Desmond y Nina Caruso no podía haber 

sido muy fuerte.


3 

Cuando salieron del hospital, Ryan inspiró el aire 

fresco de la calle.Aquello estaba mucho mejor. Parpadeó 

contra la brillante luz del sol, dando gracias por 

ello. 

La limusina se acercó a la acera y Ryan se adelantó 

automáticamente para abrirle la puerta a Nina. Ésta se 

acomodó en el interior. 

Cuando entró, Nina se volvió hacia él y dijo lo último 

que había esperado oír. 

—No lo golpearon por detrás. 

—No —corroboró Ryan mientras se ajustaba el 

cinturón de seguridad y le hacía una seña para que hiciera 

lo mismo. 

—Entonces, ¿el asesino estaba frente a él, sosteniendo 

la estatuilla? —preguntó ella. 

—Sí, dada la ubicación de la herida. 

—¿Podría ver el arma? —dijo Nina. Ryan suspiró. 

—Nina, te estás tomando demasiado en serio tu 

papel en Se ha escrito un crimen.



—Tal vez —reconoció—, pero creo que deberías 

complacerme.Tengo permiso para ayudarte. 

Diablos. Ryan no podía contarle la verdadera razón 

por la que el rey se lo había dado. 

—Está bien. Mañana repasaremos las pruebas. Ya 

has hecho bastante por hoy, ¿no te parece? 

Nina consultó su reloj. 

—Sólo es la una. 

—Almorzaremos y te dejaré en el apartamento para 

que puedas descansar. 

—Pero... 

—No hay peros que valgan —le advirtió—. Éste no 

es el único caso en el que estoy trabajando, Nina. Esta 

tarde tengo muchas cosas que hacer que no tienen 

nada que ver con esto. No puedo llevarte a remolque 

por toda la isla mientras trabajo. 

—Pero mañana retomarás este caso, ¿verdad? 

—Sí, mañana por la mañana. 

—¿Y podré ir contigo? 

Ryan asintió con énfasis. 

—Ahora, dime, ¿qué te gustaría comer? 

Con un gesto nervioso, Nina se recogió el pelo detrás 

de las orejas, cruzó los brazos por debajo del pecho 

y miró por la ventanilla. 

—Avena cocida —balbuceó. 

—¿Cómo dices? 

Con desafío, Nina giró la cabeza y lo miró con enojo. 

—He dicho avena cocida. Con tostadas, mantequilla 

y canela.Y té. Earl Grey con limón. 

—Será una broma, ¿verdad? No conozco ningún lugar 

de San Sebastian donde sirvan avena cocida. 

Ella enarcó una ceja a modo de reto. 

—Bueno, tú me lo has preguntado.


Lyn Stone 

39 

Ryan movió la cabeza. Había sabido que Nina le 

causaría problemas nada más verla. 

—Tus deseos son órdenes para mí. Empieza a ser 

mi frase del día —se inclinó hacia delante, pulsó el 

botón del intercomunicador y le ordenó al chófer que 

se detuviera en la tienda de comestibles más próxima—. 

Tendrás que cocinarte la avena tú misma, a no 

ser que quieras comer en el palacio —le dijo con énfasis—.Yo 

no cuezo avena. 

Casi una hora y tres tiendas de comestibles más 

tarde, Nina Caruso, con su avena cocida, su taza de té 

Earl Grey y otros envases de comida reconfortante, se 

encontraba cómodamente instalada en el apartamento 

contiguo al de él. 

Que se tomara las gachas y se echara una siesta. 

Ryan debía encontrar la manera de resolver aquel asesinato 

con ella metiendo su bonita nariz en todos los 

aspectos del mismo.También lo molestaba que no se 

hubiera disgustado tanto al ver el cuerpo de su hermano. 

Sí, había fingido nerviosismo y había llorado un 

poco, pero sólo porque él la estaba mirando. 

Regresó a la oficina y repasó los demás casos pendientes, 

hizo unas cuantas llamadas e intentó olvidarse 

de Nina Caruso hasta que Joe lo llamó poco antes 

de las seis. 

—Pon las noticias —le aconsejó Joe. 

La reseña informativa de Ortano decía que era la 

primera vez que Nina estaba en la isla. Había viajado 

para asegurarse de que la investigación del asesinato 

de su hermano se llevaba a cabo eficazmente y para 

ayudar en lo que fuera posible. Sus propias palabras lo 

confirmaban.



Aparte de recordar el parentesco de Nina y sacar 

partido del aspecto emotivo de la noticia, el periodista 

tenía poco que añadir. Ryan apagó el televisor y retomó 

la llamada. 

Joe le aseguró a Ryan que las llamadas entre Nina 

y su hermano, todas excepto la última realizadas por 

ella, habían sido escasas, espaciadas y breves. La última 

había tenido lugar hacía dos semanas, y la había 

hecho Desmond desde su casa de huéspedes a La Jolla, 

en California, donde vivía Nina. Ella no había hecho 

ni recibido ninguna llamada desde su llegada a 

Montebello. 

En cuanto a un posible móvil para desear la muerte 

de Desmond, Joe no había descubierto ninguno. El 

miedo Ryan no lo contemplaba. La venganza o los celos 

eran posibilidades. La codicia también, pero Joe le 

aseguró que Nina tenía un sólido fondo fiduciario y 

una cartera de inversiones bastante productiva. 

Había una póliza de seguros que el padre de Nina 

había puesto a nombre de Desmond. Las primas las 

pagaba un fondo fiduciario que, puesto que ya no podría 

cumplir con su fin, también pasaría a manos de 

Nina. Pero ¿bastaría eso para organizar un asesinato 

cuando el desahogo económico de Nina era evidente? 

El instinto le decía que no.Al menos, esperaba que 

fuera el instinto y no otra parte de su anatomía. 

Cuando la llamó a eso de las siete para salir a cenar, 

no obtuvo respuesta. El desfase horario debía de 

haber hecho mella en ella. Tanto mejor, pensó Ryan, 

negando la chispa de decepción que sentía por que 

no volvería a verla hasta la mañana siguiente. 

Quizá debiera pasarse a ver cómo estaba. Nina podría 

haber experimentado una reacción tardía a las 

emociones de la jornada. Quizá estuviera sola y lloran-


Lyn Stone 

41 

do como una magdalena. De pronto, se sorprendió dirigiéndose 

rápidamente a su apartamento para comprobarlo. 

Cuando Ryan McDonough la dejó sola, Nina se 

apresuró a organizar el resto de la jornada. Conseguir 

que el detective le permitiera colaborar en la investigación 

era como intentar sacar una muela, y debía ponerse 

manos a la obra. Le debían unas cuantas semanas 

de vacaciones, pero su trabajo en La Jolla no esperaría 

eternamente. 

Hizo planes mientras se preparaba el almuerzo y 

se lo tomaba. Necesitaba descansar, así que se echaría 

una hora. Después, pediría un taxi, regresaría al palacio 

y vería lo que podría averiguar sobre los últimos 

días de la vida de Desmond. Después, pensaba peinar 

el lugar del crimen. 

El equipo de forenses ya habría completado su tarea. 

Dudaba que fuera a encontrar algo que se les hubiera 

pasado por alto a los profesionales, pero necesitaba 

volver a la casa de huéspedes de todas formas. 

Ver qué vida había llevado Desmond y pasear por las 

habitaciones que había ocupado podría darle una pista 

sobre el hombre en quien se había convertido desde 

la última vez que se habían visto. 

Cuando terminó de comer y recogió los platos, 

Nina entró en el dormitorio, se quitó los zapatos, se 

echó sobre el edredón de color pizarra y cerró los ojos. 

Le gustaba el alojamiento que le habían buscado. 

La eficiencia prevalecía sobre la elegancia, el pragmatismo 

sobre la belleza. Le pegaba.A Nina le gustaba calificarse 

en esos términos. Se preguntó si el apartamento 

de Ryan le pegaría a él. Se quedó dormida



tratando de decidir qué clase de decorado sería el 

suyo. 

Se despertó a las siete y media, enfurruñada al 

comprender que había dormido más de la cuenta. Se 

duchó rápidamente, escogió un traje de falda de color 

azul marino con un adorno de seda a juego y sacó sus 

zapatos más bajos, elegantes pero cómodos. 

Su atuendo parecía formal, pensó, propio de un 

detective. No serviría para cenar en el palacio, por supuesto, 

pero no quería molestar a la familia real. Si 

conseguía rehuirlos, ni siquiera se percatarían de su 

presencia en la finca. Se limitaría a hablar con los empleados 

que habían servido a Desmond de algún que 

otro modo. Seguro que encontraría lacayos o doncellas 

que le darían nombres y le dirían dónde encontrar 

al servicio de la casa de huéspedes. Ella les aseguraría 

que estaba trabajando con Ryan. 

Después, entraría en la casa. Asintió con satisfacción 

al recordar con qué disimulo había comprobado 

que las puertas de cristal de la parte posterior de la 

casa no estaban cerradas con llave. ¿Dejar el lugar del 

crimen abierto no era una indicación de que McDonough 

no se estaba tomando en serio su trabajo? 

No entendía a aquel hombre. Sólo hacía un día que 

lo conocía y, en ese intervalo de tiempo, había irradiado 

encanto e irritación casi simultáneamente. Había 

proclamado su entrega al trabajo y había hablado en 

consonancia, pero había investigado muy poco, en opinión 

de Nina. Ni siquiera había interrogado al forense. 

Ryan McDonough era un cúmulo de contradicciones. 

No sabía si quería conocerlo mejor. La ponía nerviosa, 

y no sabía por qué.


Lyn Stone 

43 

Llamó a un taxi. Cuando, varios minutos después, 

sonó el timbre de la puerta, tomó el bolso y se dispuso 

a salir, pensando en lo rápido que era el servicio de 

taxis en Montebello. 

Cuando abrió la puerta, se le cayó el alma a los 

pies. 

—¡McDonough! 

Él sonrió, reparando en el bolso. 

—¿Vas a alguna parte? 

—Eh... Sí, a comer —Nina era incapaz de mirarlo a 

los ojos. Ryan parecía adivinar todos sus pensamientos, 

y no era buena mintiendo. ¿Adivinaría lo que estaba 

tramando? 

—Te acompañaré —se ofreció. 

Ryan ignoraba adónde había querido ir Nina. Si hubiese 

estado usando el cerebro en ese momento, habría 

fingido no reparar en el bolso ni en su atuendo. 

Le habría preguntado qué tal estaba, le habría dado las 

buenas noches, habría esperado sigilosamente a que 

saliera y la habría seguido. Pero quizá hubiera sido sincera 

al afirmar que se disponía a cenar, en cuyo caso, 

sólo estaba siendo hospitalario al acompañarla a un 

restaurante agradable e invitarla a cenar. 

—No iremos muy lejos —le dijo, decidido a darle 

la oportunidad de escabullirse después de la cena. Entonces, 

la seguiría. A fin de cuentas, era su trabajo—. 

Convendría que regresáramos pronto para que puedas 

descansar. 

—Sí, será lo mejor —corroboró Nina, todavía sin 

mirarlo a la cara. La culpa se reflejaba en su rostro. 

O estaba tramando algo o su presencia la incomodaba. 

Desde luego, ella le producía ese efecto a él.



—Estoy esperando un taxi —dijo Nina. Él sonrió 

cordialmente. 

—Entonces, lo esperaremos juntos —él tenía el coche 

aparcado a menos de diez metros de distancia, 

pero ella no sabía que conducía y prefería mantenerla 

en la ignorancia, al menos, durante aquella noche. 

—Ah, ya está aquí —anunció Ryan cuando el Audi 

blanco se detuvo en la entrada del edificio. La sujetó 

por el brazo y la condujo al vehículo, donde el taxista 

ya estaba abriendo la puerta—. Hola, Luigi. ¿Qué tal tu 

mujer? —le preguntó. 

—Bien, señor. Tenemos otro hijo desde la última 

vez que lo vi. 

—¡Enhorabuena, muchacho! ¿Cinco en total, no? 

—preguntó Ryan mientras subía. 

—Cuatro, señor. El segundo fue una hija —dijo el 

taxista, sonriendo. 

Ryan reparó en la consternación de Nina y volvió 

a sonreír. 

—Montebello es un pañuelo. Los turistas y los hombres 

de negocios que vienen de fuera son los únicos 

desconocidos. 

Ella no hizo ningún comentario, pero era evidente 

que estaba turbada. Otro error por su parte, darle esa información. 

A partir de aquel momento, recelaría de tomar 

otro taxi por temor a que él averiguara adónde iba. 

—¿Te gusta la cocina tailandesa? —preguntó, esperanzado.A 

Ryan no lo había entusiasmado el país cuando 

estuvo vagando por él, pero la comida era excelente. 

Recuperó algunos de los kilos que había perdido y 

comenzó allí su recuperación. 

—No,nada oriental —dijo Nina,con ánimo sombrío. 

—Por favor, dime que comes algo más aparte de 

cereales cocidos o no tendremos suerte.


Lyn Stone 

45 

Nina logró sonreír. 

—Me encanta la comida italiana. 

—Entonces, estás de enhorabuena —asintió, y se 

volvió hacia Luigi—. Llévanos a Pirandello’s. 

—Ahora tienen un nuevo chef —le informó a 

Ryan—.Tienes que probar los tortellini. 

—Lo haremos —se volvió nuevamente hacia Nina—. 

Espero que tengas buen apetito. Me irritan las personas 

que sólo picotean la comida. 

Ella frunció los labios un segundo. 

—Bueno, no se me ocurriría hacer nada que te irritase. 

Ryan rió a carcajada limpia, pensando en lo molesto 

que se había sentido casi todo el día por culpa de 

ella. En aquellos momentos, sin embargo, sentía que 

empezaba a dominar nuevamente la situación. 

Nina apenas había podido hacer honor a la comida. 

La llegada de McDonough le había aguado el plan. 

Ya no llegaría al palacio a tiempo de entrevistar a los 

empleados, pero podría ir a la casa de huéspedes, si 

los guardias la dejaban pasar. No había tenido problemas 

aquella mañana, al identificarse, así que no esperaba 

tener ninguno aquella noche. 

En cuanto McDonough le dio las buenas noches y 

se fue, corrió al teléfono y llamó a una compañía de 

taxis diferente. Por fortuna, había tres entre las que 

elegir y, con un poco de suerte, aquel taxista no sería 

amigo del detective. 

Nina pagó al taxista delante de la verja del palacio 

y se identificó ante el guardia elegantemente uniformado 

que sostenía un rifle amenazador. El guardia 

echó un vistazo al pase que le habían dado aquella



mañana, a su llegada, lo comparó con su pasaporte y 

se los devolvió. Le pidió que abriera el bolso, que examinó 

rápidamente. 

—¿Quiere que pida un coche para que la lleve hasta 

el palacio? —preguntó con educación—. Está a cierta 

distancia. 

Nina le sonrió. 

—No, gracias. Hace una noche preciosa y prefiero 

pasear. Está permitido, ¿verdad? 

—Si quiere... ¿Puedo preguntarle el motivo de su 

visita esta noche, para orientarla mejor? 

Nina sabía que no se lo preguntaba por educación, 

sino que era su deber saberlo. 

—Mi hermanastro era sobrino del rey. Ha sido asesinado 

recientemente. Dos de las doncellas que lo conocían 

me han invitado a venir para hablar conmigo. 

—Ah, sí. Ha sido una tragedia. Por favor, acceda por 

la entrada principal. Llamaré para que alguien la esté 

esperando en la puerta. Que tenga una visita agradable, 

signorina. 

—Muchas gracias —dijo Nina, sonriendo, sorprendida 

de que fuera a dejarla vagar sin compañía. 

Tomó la senda iluminada situada a la izquierda de 

la fuente y los parterres que adornaban el centro del 

enorme patio de entrada, aunque se alejaba en dirección 

contraria a la casa de huéspedes. De vez en cuando, 

volvía la cabeza. Cuando se aseguró de que el 

guardia había ocupado nuevamente su puesto en la 

verja, cruzó rápidamente hacia el otro lado. 

Tan amplia era la finca del palacio que tardó más 

de media hora en alcanzar la entrada posterior de la 

casa de huéspedes. Se detenía a menudo a escuchar si 

alguien la seguía, porque tenía la extraña sensación de 

que lo hacían, pero no vio ni oyó nada que lo indicara.


Lyn Stone 

47 

La casa de huéspedes estaba a oscuras y no había 

ningún guardia en la parte de atrás. Quizá hubiera alguien 

en la entrada, de modo que tendría que andar 

con cuidado, al menos, hasta que hubiera completado 

la búsqueda.A aquellas alturas, no le importaba que la 

descubrieran. Disfrutaría comunicándole a McDonough 

que debería haber vigilado la casa si no quería que entrara 

nadie. 

Con osadía, Nina se acercó a las puertas de cristal 

y las abrió. Uno de los goznes chirrió en señal de protesta. 

Nada más franquear el umbral, se quitó los zapatos 

y los tomó en la mano. 

La luz de la luna que entraba por los ventanales se 

unía a la de las farolas del jardín y le procuraba luminosidad 

suficiente para moverse por el comedor y 

por el salón. Llevaba una linterna lápiz en el bolso, 

pero no quería usarla a no ser que fuera necesario. 

El lugar parecía tan estéril como una casa recién 

construida, como si nunca hubiera estado habitada. 

Sentía el suelo un poco áspero bajo las plantas de 

los pies. Nina se puso en cuclillas y lo tocó, descubriendo 

otro motivo por el que la habitación carecía 

de tibieza.Alguien había enrollado las exuberantes alfombras 

persas que había visto por la mañana. Quizá 

McDonough hubiese ordenado retirarlas para buscar 

más indicios de pruebas. No se le había ocurrido que 

pudiera ser tan concienzudo. Quizá tuviera que reevaluar 

la opinión que se había formado de él. 

Se acercó a la zona en la que había estado la mancha 

de sangre, donde Desmond había yacido después 

del ataque. Vio que la sangre había traspasado la alfombra 

y manchado las baldosas de mármol claro. 

Como no le apetecía pisar ese lugar, se mantuvo lo 

más cerca posible de la pared.



—¡Ay! —exclamó cuando pisó lo que parecía una 

chincheta. Rápidamente retrocedió hasta la chimenea, 

soltó los zapatos y se sentó en el hogar para sacarse el 

afilado objeto del empeine. 

Cuando se lo extrajo, descubrió que no era una 

chincheta. Sacó la linterna, iluminó el objeto y lo examinó. 

¡Un pendiente! ¿Una pista? ¡Había encontrado una 

pista! 

Claro que podía llevar allí siglos. O quizá perteneciera 

a una de las amigas de Desmond, no a la persona 

que lo había asesinado.Aun así, era algo que a «mister 

Detective Real» se le había pasado por alto. Nina experimentó 

cierta satisfacción. McDonough tendría 

que reconocer que podía ayudarlo. 

Se guardó el pendiente en el compartimento con 

cremallera del interior del bolso, apagó la linterna, se 

echó el bolso al hombro y reanudó la búsqueda. Quizá 

encontrara otra cosa. 

La casa era más grande de lo que parecía desde el 

exterior. El segundo dormitorio que examinó era el 

más grande y, seguramente, el que había usado Desmond. 

No había objetos por ninguna parte. Tanto los 

cajones como el armario habían sido vaciados, y una 

fina capa de polvo lo cubría todo. Polvo de huellas 

dactilares, imaginó. 

Acababa de alcanzar la puerta abierta del baño 

cuando oyó el ruido. El gozne de las puertas de cristal 

del comedor chirrió de nuevo. 

Debía de ser el guardia de la entrada haciendo una 

ronda rutinaria, pensó Nina. Aguzó el oído unos segundos; 

después, se metió en el baño y cerró la puerta 

sin hacer ruido. Se escondió en la bañera y se agazapó 

detrás de la mampara de cristal esmerilado.


Lyn Stone 

49 

Cielos, ¿dónde había dejado los zapatos? ¿Junto a la 

puerta? ¿Sobre la chimenea? 

El corazón le latía con tanta fuerza que temió que 

el recién llegado lo oyera y la encontrara de inmediato. 

De pronto, cayó en la cuenta de que nadie había 

encendido las luces. ¿No necesitaría luz el guardia para 

inspeccionar el lugar? No tenía motivos para no encenderlas. 

«Dios mío». 

Transcurrían los minutos y ella permaneció donde 

estaba, sin atreverse apenas a respirar ni a cambiar de 

postura. Hacía calor en el baño y deseó poder quitarse 

la chaqueta del traje. Pero no osaba moverse. La 

blusa de seda se le adhería a la piel y las medias parecían 

estar a punto de derretírsele. El sudor le salpicaba 

la cara y le hacía cosquillas en el cuero cabelludo. 

Estaba respirando por la boca, casi jadeando. Eran los 

nervios. 

No era el momento de sufrir un ataque de pánico, 

se previno. «Mantén la calma. Espera a que se vayan. 

Recoge los zapatos y sal pitando de aquí». 

Unos ruidos furtivos en el dormitorio la hicieron 

encogerse aún más en la bañera, y contuvo el aliento 

hasta que oyó un fragor en los oídos. Cuando inspiró 

hondo, reconoció el olor acre. Empezaban a arderle 

las fosas nasales y a picarle los ojos. ¡Humo! 

¡La casa estaba en llamas! 

Presa de un pánico absoluto, se puso en pie y salió 

de la bañera. Echó mano al pomo de la puerta, pero se 

contuvo y apoyó la palma en ella. ¡Estaba ardiendo! 

No se atrevía a abrirla. El fuego rugía y crujía al otro 

lado. 

Encaramándose rápidamente sobre el retrete, Nina 

abrió las cortinas y la minúscula ventana. Era imposible 

que pudiera atravesarla, pensó, pero debía intentarlo.



Metió la cabeza, un hombro y el brazo por la abertura 

y chilló con todas sus fuerzas. Cuando se quedó 

ronca, se detuvo y empezó a retorcerse, ganando solamente 

un centímetro de vez en cuando en sus intentos 

de liberarse. Frustrada y aterrada, volvió a chillar. 

En aquel momento, oyó una sirena y miró a su izquierda. 

Las llamas habían hecho estallar los cristales 

de la fachada. La gente se acercaba corriendo a la 

casa de huéspedes, y dos hombres en concreto se 

abalanzaron hacia ella. McDonough gritaba, pero 

Nina no entendía lo que decía. 

—¡Socorro! —gritó—. ¡Aquí! ¡Estoy atrapada! 

Juntos, Ryan y el otro hombre arrastraron un banco 

de hierro forjado, se subieron a él y empezaron a 

golpear la parte superior de la ventana en que estaba 

atrapada, rompiendo los travesaños y los pequeños 

cristales hasta que toda la estructura cedió. La colocaron 

de lado para que las caderas cupieran por la abertura 

y la liberaron. Los tres se precipitaron sobre los 

arbustos de debajo. 

En cuanto tocaron el suelo, McDonough la levantó 

en brazos y se alejó corriendo del edificio. Extrañamente, 

Nina pensó en el bolso y en el pendiente que 

llevaba dentro. Sujetando con fuerza la hombrera, lo 

apretó contra su cuerpo con un suspiro de alivio.Todavía 

lo llevaba. No había perdido la pista. 

Si era una pista.


4 

Ryan la soltó sin ceremonias en el asiento de atrás 

de un coche próximo. 

—¿Estás herida? —gruñó. Le tomó las manos y se 

las llevó a la cara. Inspiró hondo en las dos palmas y, 

después, la soltó. Una reacción extraña, pensó Nina, 

mientras se las miraba y flexionaba los dedos. 

—No, creo que no —contestó, con voz áspera, 

bien por el humo, bien por los chillidos.Tenía las caderas 

magulladas y la garganta seca. Bajó la vista y 

vio un corte de cristal en la pantorrilla. Le escocía 

un poco, pero había escapado de aquella trampa 

mortal y era lo único que le importaba en aquellos 

momentos. 

—Cielos, estás sangrando —masculló McDonough, 

y le pasó la mano por debajo de la pantorrilla. Sin previo 

aviso, deslizó las dos manos por debajo de la falda 

y tiró de las medias rasgadas.A Nina no se le ocurrió 

objetar mientras contemplaba cómo se deshacía de 

ellas y le ajustaba la ropa—. ¡Un médico, rápido! —gri-



tó con voz grave entre el bullicio. Después, le habló 

en voz suave—. Escúchame, Nina. ¿Viste a alguien dentro 

de la casa? 

—No —respondió con voz áspera—. El que ha 

provocado el incendio estaba allí, pero no lo vi. 

—Tú no lo hiciste —dijo. No era una pregunta. 

—¡Por supuesto que no! 

Un hombre de bata blanca se acercó a ellos. 

—La pierna —dijo McDonough, y la sostuvo para 

examinarla él mismo—. Un corte superficial, pero hace 

falta limpiarlo —dejó que el sanitario echara un vistazo—.Vamos 

a trasladarla a la ambulancia. 

Ryan la ayudó a salir del coche y la tomó nuevamente 

en brazos para llevarla a la pequeña ambulancia 

que estaba aparcada a varios metros, en mitad de 

un parterre. La dejó tras las puertas dobles de atrás. 

—Quédate aquí y no te muevas, ¿me oyes? Enseguida 

vuelvo. 

Nina asintió y se subió a la camilla. Estaba agotada. 

Y asustada. Pero nadie se atrevería a herirla delante de 

tanta gente, ¿no? 

Con la confusión reinante, cualquiera podría acercarse. 

El sanitario empezó a subir. Si cerraba las puertas, 

se quedaría a solas con un desconocido. Cielos, 

¡cualquiera podía robar una bata blanca! Nina salió antes 

de que el hombre pudiera impedírselo y empezó a 

correr. 

—¡McDonough! ¡Ryan! —gritó. Su voz no cooperaba, 

puesto que brotaba como un susurro áspero. «Cielos, 

cielos, ¿adónde habría ido?»—. ¡Ryan! 

Unos brazos fuertes la atraparon desde atrás y ella 

empezó a forcejear, decidida a desasirse. 

—¡Nina! Cálmate, soy yo.Ya ha pasado todo —dijo 

con enojo, aunque era el único que podía calmarla. La


Lyn Stone 

53 

hizo darse la vuelta y le puso las manos en los hombros—. 

Mírame. 

Nina le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a 

él. 

—No me dejes —jadeó. 

Él volvió a levantarla, apretándola contra su pecho, 

y ella sintió la tela áspera de la chaqueta en la mejilla y 

el rostro de Ryan en el pelo. 

—Ya te tengo. Estoy aquí, Nina. Cálmate. Regresaremos 

a la ambulancia y me quedaré contigo, te lo prometo. 

Estarás a salvo. 

Ella asintió y se sorbió las lágrimas, acurrucándose 

tanto como podía en sus brazos. No había nadie más 

en aquel país en quien pudiera confiar. 

—¡Menos mal que estabas aquí! —exclamó Nina. 

De pronto, la asaltó la duda—. ¿Qué hacías en el palacio? 

¿Cómo has llegado tan deprisa? 

—Te había seguido, tontorrona. Pero te di demasiada 

correa. 

—¿Correa? —inquirió, repentinamente molesta—. 

¿Qué soy, un cachorrito? 

—No empieces, ¿quieres? Estaba a unos minutos 

detrás de ti, pero me despistaste. Por lo que le dijiste 

al guardia, pensé que habías ido al palacio a hacer 

preguntas. Cuando descubrí que no estabas allí, ya estaba 

sonando la alarma de incendios. Ahora, calla. Ya 

hablaremos después de eso. 

—Está bien —murmuró Nina, y se aferró a él con 

más fuerza al ver que se aproximaba otro desconocido. 

—Tranquila —la consoló Ryan—. Es el doctor Chiara, 

el médico de palacio. 

Ryan la colocó de nuevo en la ambulancia y la 

dejó allí con las puertas abiertas mientras hablaba con



el médico. Nina desistió de intentar oírlos. El alboroto 

del exterior ahogaba todos los sonidos. Pero no dejó 

de mirar a Ryan, para asegurarse de que no se iba. 

El doctor la examinó, le administró oxígeno y le 

puso una inyección. 

—Debería pasar la noche en el hospital —le dijo. 

—¡No! —protestó Nina—. Quiero volver a mi apartamento. 

El doctor Chiara se dirigió a Ryan. 

—No debería pasarle nada, pero vigílala. Si muestra 

síntomas de dificultad respiratoria, llévala rápidamente 

al hospital —le dio una palmadita. 

—Lo haré, Nick. Gracias —dijo Ryan. 

Después de que el médico le vendara el corte de 

la pierna, Ryan la trasladó al coche al que la había llevado 

después del rescate. En aquella ocasión, la acomodó 

en el asiento delantero y rodeó el vehículo para 

sentarse detrás del volante. 

En cuanto Ryan se abrochó el cinturón y revisó el 

de ella, permaneció sentado, taladrándola con una mirada 

tan intensa que Nina se sentía como si estuviera 

interrogándola. 

—¿Qué tenía esa inyección? 

—Antibiótico —le espetó Ryan, y se apresuró a regañarla—. 

No tenías por qué haber entrado en la casa 

de huéspedes. Por poco te matan. 

—Quería verla por mí misma —masculló—, porque... 

porque Desmond vivió y murió allí.Te juro que 

no he encendido ninguna cerilla. 

Él guardó silencio, y Nina se sintió obligada a llenarlo. 

—Te juro que no —insistió, con lengua de trapo—. 

Sólo quería estar dentro, ver si podía sentir lo que él 

sintió, cómo era. Pero no... no quedaba nada de él —las


Lyn Stone 

55 

lágrimas resbalaron por sus mejillas y se las secó con 

enojo—.Y después... 

—¿Viste algo? —preguntó McDonough. 

—No, nada. Estaba en el dormitorio. Oí la puerta 

de atrás. Me escondí en el cuarto de baño, en la bañera. 

Cuando quise darme cuenta, la casa estaba ardiendo. 

—El responsable usó una sustancia inflamable.Tuvo 

que hacerlo, para que el fuego se propagara tan deprisa 

—le explicó a Nina—. Salió por la parte de atrás. En 

cuanto el guardia de la entrada vio las llamas por la 

ventana, alertó del incendio. 

—Me oliste las manos —lo acusó—. Pensaste que 

había sido yo —Nina deseó poder reunir fuerzas para 

enfadarse con él. Pero estaba demasiado cansada. 

—Y ahora sé que no lo hiciste —suspiró Ryan—. 

Tienes que acostarte. 

Nina empezó a sentir pánico otra vez. 

—¿No me dejarás? 

—No, no te dejaré. 

—Gracias —suspiró.Ya estaba apoyando la cabeza 

en el respaldo y cerrando los ojos. Se sentía como 

trescientos kilos de plomo fundido. 

El coche se puso en marcha y no tardó en ganar 

velocidad. Pronto, los ruidos asociados con la lucha 

contra el fuego se perdieron en la lejanía. Nina bostezó 

y tomó oxígeno para intentar mantenerse despierta, 

pero sus párpados se negaban a abrirse. 

—No era antibiótico —dedujo Nina. 

—No. 

—Esto es ilegal —dijo, y volvió a bostezar, lamentando 

no parecer más airada. 

—Denúnciame mañana —repuso Ryan. ¿Había proferido 

una carcajada? ¿Se estaba riendo de ella?



—Encontré una prueba —murmuró Nina, apenas 

capaz de articular las palabras. 

—¿Qué? —inquirió Ryan. Ya no había regocijo en 

su voz—. ¿Qué has encontrado? 

Nina intuía que contaba con toda su atención. Era 

la hora de la revancha. Dejó caer la cabeza a un lado y 

fingió roncar. Sabía que el segundo o tercer ronquido 

sería real e intentó no sonreír. 

El olor del café recién hecho debería hacerla volver 

en sí, pensó Ryan mientras movía la taza humeante 

por debajo de la nariz de Nina. Ésta emitió un pequeño 

gruñido de placer y volvió la cabeza sobre la 

almohada, siguiendo la fragancia.Abrió los ojos despacio, 

con los párpados todavía a media asta mientras se 

humedecía los labios. 

Ryan era incapaz de contener la oleada de deseo, 

como tampoco habría podido detener la marea en el 

muelle. El sentimiento lo tomaba por sorpresa en los 

momentos más insólitos. Nina debería estar desaliñada 

y pálida tras la terrible experiencia del día anterior. En 

cambio, parecía haber pasado una noche loca de sexo. 

No, no exactamente, concluyó Ryan. Era demasiado 

inocente para eso. No se daba cuenta de su propia sensualidad. 

Tomó aire para fortalecerse y desvió la mirada 

mientras hablaba. 

—Vamos, Nina, despierta. ¿Cómo voy a trabajar si 

te pasas el día durmiendo? 

Ella se incorporó despacio y se apoyó en un codo. 

Ryan la vio por el rabillo del ojo y también reparó en 

el edredón que resbalaba en torno a su cintura. 

La noche anterior la había desnudado en la oscuri-


Lyn Stone 

57 

dad, dejándole el sujetador y las braguitas para que no 

se alarmara cuando se despertara. Aun así, le había 

costado trabajo dormir en el sofá. Su imaginación había 

estado funcionando con frenesí, alimentada por el 

tacto sedoso de la piel de Nina. 

El contacto había sido ineludible, por supuesto. 

Inadvertido e inocente. Completamente inocente. Lo 

que no era inocente era que lo hubiera revivido en el 

sofá, incorporando sus fantasías.Tampoco lo eran sus 

pensamientos en aquellos momentos, al verla deliciosamente 

despeinada y somnolienta. 

—¿Qué hora es? —gruñó Nina, y alargó la mano 

hacia el café como si fuera el antídoto a un veneno 

que acabara de ingerir. 

—Casi las siete.Vamos, en marcha. Llevo dos horas 

levantado —y despierto, mucho más. Maldito fuera el 

cuerpo lujurioso de Nina. 

Ella gruñó y, tomando otro sorbo de cafeína, lo 

miró con rencor por encima de la taza. 

—No es justo.A ti no te han drogado. 

—Yo no estaba de los nervios —repuso Ryan con 

el ceño fruncido. 

—Yo tampoco —protestó, y le devolvió la taza para 

sentarse en el borde de la cama—. Sal de aquí para que 

pueda cambiarme. 

Mientras ella miraba el exiguo sujetador rosa de encaje 

y braguitas a juego, Ryan contempló la luz del alba. 

—¡Un momento! ¿Quién me desnudó anoche? 

Ryan retrocedió hasta la puerta y se detuvo en el 

umbral. 

—¿Tú quién crees? 

—Pervertido —gruñó. Se llevó el edredón al pecho, 

descubriendo aquellas piernas largas, preciosas a pesar 

del vendaje de quince centímetros en una de ellas.



Cuando logró mirarla a la cara, vio que estaba apretando 

los dientes y lanzándole miradas furibundas—. Creo 

que voy a denunciarte a la policía. ¡Eso es lo que creo! 

—Está bien, mejora mi reputación, si es eso lo que 

quieres. Mientras tanto, voy a revisar algunas pruebas 

y ver qué más hay que hacer. Sólo quería despertarte 

antes de salir. Asegúrate de mantener las puertas cerradas 

en mi ausencia. 

Ella se puso en pie, soltando la sábana, abandonando 

su intento de modestia. 

—¡Espera! Te acompaño. 

Ryan ya se lo había imaginado. Ya había decidido 

que sería mejor no dejarla sola en el apartamento. El incendio 

podría haber tenido como objeto destruir el lugar 

del crimen, pero Nina había estado a punto de morir 

en él. Que el fuego se hubiera iniciado en el 

dormitorio contiguo al baño en el que ella se escondía 

podía haber tenido como finalidad impedir su huida. 

Era responsabilidad de Ryan ocuparse de que no 

volviera a ocurrir nada semejante, y la mejor manera 

de hacerlo era sacarla de Montebello lo antes posible. 

Ryan apuró el café mientras la veía correr hacia el 

cuarto de baño. La vista posterior era tan agradable 

como la frontal. 

—¡Diez minutos! —gritó mientras ella daba un portazo. 

Se dispuso a esperar treinta. Nina salió a los quince, y 

entró con paso firme en el salón con aspecto de haberse 

pasado toda una hora delante del espejo del baño. 

No estaba mal, pensó, recordando cuánto solía tardar... 

No, no iba a pensar en eso aquella mañana. Pero, 

por alguna razón, el fogonazo de recuerdo no le traspasó 

el corazón, como en otras ocasiones. Comprendió 

que había sonreído al evocar la época en que,


Lyn Stone 

59 

como marido, escuchaba el ruido del secador y el tarareo 

de Kath mientras se maquillaba. 

—¿Qué has hecho con mi bolso? —preguntó Nina. 

Ryan señaló la silla que estaba junto a la puerta. 

—¿Ya estás lista para salir? 

Nina abrió un compartimento del bolso y sonrió 

con satisfacción, levantando un puño. 

—¿Y tú estás listo para añadir una prueba al caso? 

—La prueba que mencionaste —adivinó Ryan, y le 

devolvió la sonrisa—. ¿Qué es? No he pegado ojo en 

toda la noche por culpa de eso —entre otras cosas.También 

lo había impulsado a registrarle el bolso y la ropa. 

—Ésa era la idea. ¿Vas a adivinar en qué mano la 

tengo o a echar un vistazo? 

Ryan aceptó lo que le ofrecía. 

—Un pendiente. Deduzco que no es tuyo —era para 

una oreja perforada y ella las tenía así. Había dado por 

hecho que era suyo al encontrarlo. 

—No, no es mío. Lo pisé anoche, en la casa de 

huéspedes. 

Ryan logró no abrir la boca. Era pequeño y podría 

habérseles pasado por alto en el barrido. 

—¿Dónde, exactamente? 

—A medio metro de la mancha de sangre. Debía 

de haberse quedado prendido entre alfombra y alfombra 

o en los flecos —se quedó mirando el pendiente—. 

¿Crees que podría ser importante? 

—Sí —reconoció. Era pequeño, una minúscula cadena 

que pendía de una bola plateada—. Si encontramos 

alguna huella, será tuya. 

—Pensé que era una chincheta; si no, lo habría manejado 

con más cuidado. Lo siento. 

—No es culpa tuya. Le echaremos un vistazo de todas 

formas —se dirigió a la cocina, encontró un rollo



de envoltorio de plástico y guardó el pendiente—. 

Ojalá supiéramos cuánto tiempo lleva allí. 

—Yo sé cómo puedes averiguarlo —murmuró Nina, 

meciéndose sobre los talones. 

—Está bien, ¿cómo? 

Se acercó, le quitó el pendiente y lo observó a través 

del envoltorio transparente. 

—Lo reconocí nada más verlo. 

—¿Sabes de quién es? —aquello era demasiado 

bueno para ser cierto. 

—No, pero sé de dónde procede. Al menos, creo 

que sí. En el vuelo a Montebello, la compañía aérea repartió 

un catálogo con artículos duty free.Ya sabes, 

esas cosas que sólo puedes comprar cuando estás en el 

aire. Ofrecían estos pendientes en particular. Estuve a 

punto de comprarlos, pero el precio era escandaloso. 

Ryan sonrió al ver su entusiasmo. Él también se 

sentía bastante eufórico. 

—Podemos averiguar cuándo se publicó el catálogo, 

cuándo incorporaron los pendientes y cuántos han 

vendido y en qué vuelos. Quizá tengamos suerte con 

una compra con tarjeta de crédito y un nombre que 

resulte familiar. 

—Exacto. ¿Y bien? 

—¿Y bien qué? —preguntó Ryan, y se guardó el 

pendiente en el bolsillo de la chaqueta. 

—¿No piensas decir nada? —preguntó Nina con impaciencia—.Como 

gracias,bien hecho,o algo parecido. 

—Algo igual de halagador.Te invito a desayunar. 

—¿Nada más? —replicó Nina, contrariada. Ryan la 

tomó del brazo y la condujo hacia la puerta. 

—En cuanto te dé de comer, te enseñaré la sala y 

el laboratorio de pruebas. 

—Ahora vas a dejar que te ayude, ¿verdad? —pre-


Lyn Stone 

61 

guntó ella, esperanzada—. Me refiero a ayudarte de 

verdad, no a dar vueltas en el vacío. 

—Pues claro —dijo Ryan, mientras conectaba la alarma 

y cerraba la puerta al salir. «Ni loco», pensó. Si Nina 

creía que pisar accidentalmente una pista la convertía 

en la señorita Marple, ya podía recapacitar. Alguien había 

estado a punto de matarla y no estaba dispuesto a 

permitir que se expusiera nuevamente al peligro. Como 

sin duda haría, como bala perdida que era. ¿Quién sabía 

lo que tramaría la próxima vez que él se diera la vuelta? 

Necesitaba hablar con el rey Marcus aquella mañana 

y convencerlo para que instalara a aquella mujer en 

el primer avión que saliera hacia Estados Unidos. Pero 

antes, debía dejarla en algún lugar seguro donde se estuviera 

quieta mientras se entrevistaba con el rey. 

—¿Podrás leer los informes? —preguntó—. Algunos 

son largos y bastante gráficos.Tienen fotografías. 

Ella lo miró con recelo. 

—Bueno, he visto lo real. Creo que podré soportarlo. 

¿Qué harás tú mientras tanto? 

La miró antes de salir en marcha atrás del aparcamiento 

y mentir deliberadamente. 

—Verificar lo del pendiente, ¿qué si no? ¿Quieres 

ponerte al día con el caso o ir al aeropuerto? No tiene 

sentido duplicar esfuerzos, ¿no? 

Ella sólo vaciló un momento, con semblante dudoso; 

después, accedió. Ryan estuvo a punto de exhalar 

un suspiro de alivio. En cuanto hablara con el rey y la 

sacaran de Montebello, se pondría hecha una furia. 

Dudaba que llegara a perdonarlo. 

Pero ¿qué le importaba? No volvería a verla cuando 

se fuera.Al comprenderlo, se deprimió.Ya estaba acostumbrado 

a los bajones, aunque aquél era un poco distinto. 

Había esperanza mezclada con toda esa tristeza.



Quizá, cuando todo aquello hubiera acabado, Nina 

regresaría a Montebello y él podría convencerla de 

que le había estado haciendo un favor. 

No, era una estupidez. Ella no volvería. Iba a echar 

a perder una relación antes de iniciarla. Claro que sería 

más seguro así, pensó. Hacía siglos que no sentía 

nada por una mujer que no durara más de lo que tardaba 

en volver a ponerse la ropa.Así era como transcurría 

su vida en aquellos momentos, y la mantendría 

del mismo modo. 

Cuando llegaron a la comisaría, la llevó a la cuarta 

planta y le presentó a Franz Koenig, su especialista forense 

y genio informático. Koenig era el típico empollón 

con acné post adolescente y estilográfica en el 

bolsillo. Hacía poco que se había cambiado las gafas 

de pasta pegadas con celo por otras redondas, y sólo 

porque Joe lo había llevado a rastras a la óptica. 

—Franz es nuestro especialista en detalles —le 

dijo a Nina—. Cataloga y ordena las piezas del rompecabezas, 

todas ellas —le dio una palmada en el 

hombro—. La señorita Caruso ha encontrado una 

posible pista —se sacó el pendiente envuelto en 

plástico del bolsillo y se lo pasó a Franz—. Sácame 

unas instantáneas de esto y averigua lo que puedas 

de la pieza. 

Franz sostuvo el pendiente entre el dedo pulgar y 

el índice y empezó a buscar la cámara con la mirada. 

La encontró y se puso los guantes para manipular el 

objeto. 

—La señorita Caruso va a hacerte compañía mientras 

yo hago un recado, Franz.Voy a darle los informes 

preliminares para que los lea. Encárgate de contestar 

a sus preguntas, si tiene alguna.Yo volveré dentro de 

un par de horas.


Lyn Stone 

63 

Franz se encogió de hombros. 

—Está bien. 

Ryan anotó un número de teléfono en un bloc y se 

lo pasó a su ayudante. 

—Si me necesitas, llámame al móvil.Aquí hay un número 

alternativo, por si las moscas —sabía que tendría 

que apagar el móvil durante su audiencia con el rey. 

—Está bien —balbuceó Franz de nuevo; tomó el 

papel y lo dejó junto al microscopio. 

Ryan se dirigió al archivo portátil que había colocado 

en la zona en la que Franz estaba trabajando. Lo 

abrió, sacó una carpeta y se la llevó a Nina. Ella la 

aceptó con impaciencia, buscó con la mirada un espacio 

libre en el que trabajar y se puso cómoda en la 

mesa más próxima a la puerta. Bien. 

Ryan esperó a recibir las imágenes Polaroid de los 

pendientes para dárselas a Joe, que hablaría con las líneas 

aéreas. A Nina se la veía absorta en la lectura y 

con ganas de quedarse, pero Ryan lanzó una mirada 

de advertencia a Franz, que asintió. Ojalá no diera la 

impresión de estar siempre en las nubes. La mayoría 

de las veces, a Ryan no le importaba. 

Nina, con la mirada clavada en una página del archivo, 

le hizo un ademán de despedida cuando pasó 

junto a ella para salir. Ryan experimentó una extraña 

intranquilidad. Se detuvo junto a la mesa y la miró. 

—¿Tienes tarea suficiente? 

Ella asintió, colocó un dedo en la página para no 

perder por dónde iba y lo miró. 

—Habéis estado ocupados. Aquí hay mucho más 

de lo que esperaba. 

Ryan se encogió de hombros ante aquel cumplido 

indirecto. 

—Si necesitas algo en mi ausencia, pídeselo a Franz



—señaló a Koenig, que estaba tan absorto que no se 

daría cuenta ni de que las paredes se le caían encima—. 

Interrúmpelo. 

—Está bien —dijo Nina, y siguió leyendo el archivo, 

despachando a Ryan con la misma rotundidad que 

si le hubiera dado con la puerta en las narices.


5 

Ryan no se sorprendió mucho de tener que esperar 

un rato delante del despacho del monarca. No era mal 

lugar para descansar, si tuviera tiempo que perder. 

El palacio estaba lujosamente amueblado, con caoba 

oscura labrada y ricas telas que se reflejaban en los 

pulidos suelos de mármol. Allí todo era tan exótico y 

exuberante como el entorno mismo. 

Por fin se abrieron las puertas y salió el príncipe 

Lucas. Reparó en Ryan de inmediato y lo saludó con 

una inclinación de cabeza. 

—McDonough. 

—Alteza —saludó Ryan, y estrechó la mano del príncipe—. 

Me alegro de que esté otra vez entre nosotros. 

Todo el mundo ha estado muy preocupado por usted. 

El semblante del príncipe era triste, distraído, aunque 

elevara la comisura de los labios. 

—Ha sido un año muy agitado, por decir algo. 

—Sin duda.Apuesto a que tardará en sentir deseos 

de volver a Estados Unidos.



Una mirada torturada reemplazó la sonrisa oficial 

del príncipe, que movió la cabeza. 

—¿Se encuentra bien? —preguntó Ryan, observándolo 

con más atención. De inmediato, Lucas se irguió, 

mostrándose de nuevo como el príncipe heredero. 

Daba igual que llevara unos pantalones y un jersey, nadie 

lo confundiría nunca por algo menos de lo que era, 

pensó Ryan.Y dedujo que no había estado muy acertado 

al dudar de la salud y estado mental del futuro rey. 

—Estoy bien, gracias. ¿Y tú? Lorenzo me ha dicho 

que encabezas la investigación de la muerte de Desmond. 

¿Qué tal va? He oído que el lugar del crimen ardió 

anoche hasta los cimientos. Eso no ayudará mucho. 

—No —corroboró Ryan, encogiéndose de hombros. 

—En fin, buena suerte —se apartó y señaló con la 

cabeza la puerta por la que acababa de salir—. El rey 

te espera, así que no te entretendré —se dio la vuelta y 

se alejó por el pasillo desierto sin añadir palabra. Caminaba 

con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y 

paso poco vigoroso. Estaba muy abatido cuando creía 

que nadie lo miraba. 

¿Acaso lo apesadumbraba su inminente coronación?, 

se preguntó Ryan. Había oído hablar de las hazañas 

de Lucas Sebastiani y no podía creer que lo abatiera 

el simple trabajo de gobernar un pequeño país. 

Debía de ser algo gordo. 

El secretario del rey apareció en la puerta y lo llamó. 

Cuando por fin lo condujeron al despacho real, Ryan 

rompió su propia tradición e hizo una reverencia. Diablos, 

hasta caería de rodillas y suplicaría con tal de sacar 

a Nina de Montebello.Esperó a que el rey reparara en él. 

El monarca estaba muy elegante con su traje de 

seda gris, corbata conservadora y camisa de color azul


Lyn Stone 

67 

pálido. Podría pasar por cualquier director general de 

una empresa sobre la que ejercía un control absoluto. 

—Buenos días, amigo mío —lo saludó Marcus después 

de pasar un largo momento observándolo—. ¿Has 

venido por los fuegos artificiales de anoche? 

—Algo así —reconoció Ryan; después, decidió ir al 

grano—. Señor, creo que la vida de Nina Caruso está 

en peligro. La persona que prendió fuego a la casa lo 

hizo en el dormitorio contiguo al cuarto de baño en 

el que ella se escondía. Habría muerto si no hubiéramos 

podido romper el marco de la ventana. Debería 

enviarla a su casa antes de que ocurra algo peor. 

El rey se inclinó hacia delante sobre el escritorio, 

con las manos entrelazadas y la mirada clavada en Ryan. 

—Puede que calculara mal el tamaño de la ventana 

por la que necesitaría salir. ¿Y si fue ella quien provocó 

el fuego para parecer inocente? 

Ryan estuvo a punto de poner los ojos en blanco. 

—Majestad, no creerá que Nina se expuso voluntariamente 

a un peligro así. Sabemos que no estaba aquí 

cuando tuvo lugar el asesinato. Y no he encontrado 

ninguna razón para creer que haya tenido algo que 

ver con la muerte de Desmond. 

—No olvides que su madre era de aquí y que podría 

tener contactos en Montebello, es decir, un cómplice. 

Quizá la persona a la que contrató esté intentando 

deshacerse de ella. Ese cómplice podría verla 

como una amenaza ahora que ha venido —señaló el 

rey y entornó los ojos—. Tampoco se me pasan por 

alto los parientes que su padre tiene en Italia. Los lazos 

familiares son fuertes en ambos lugares. Aunque 

Desmond compartiera el apellido y, en último término, 

la herencia, no compartía su sangre. Podría haberles 

pedido ayuda.



Ryan estuvo a punto de resoplar. 

—Eso es sacar las cosas un poco de quicio, ¿no 

cree, señor? Nada indica que tuviera motivos para organizar 

la muerte de su hermanastro. ¿Qué podría ganar 

con ello? 

—La póliza de seguros que contrató su padre para 

sus dos hijos cuando eran jóvenes. El fondo fiduciario 

que dejó ha seguido pagando las primas.Ya lo sabes. 

Sí, no representa una fortuna, pero tampoco hay que 

olvidar la mitad de los bienes de su padre, que Desmond 

heredó, aunque fuera el hijo adoptivo y ella, el 

natural. Seguro que eso provocó resentimiento. 

Ryan negó con la cabeza. 

—Dudo que cualquiera de esos motivos sea lo bastante 

fuerte como para justificar un asesinato. 

—Tu tarea consiste en averiguar si lo es —le recordó 

el rey Marcus con una inclinación de cabeza—. 

Viene aquí sin invitación, inmediatamente, insistiendo 

en participar en la investigación. No llegó a recibir 

una comunicación oficial de la muerte de Desmond, 

¿sabes? ¿No te resulta sospechoso? 

«Sí. Sin duda alguna». 

—Quizá el asesino la llamó con el motivo expreso 

de traerla a Montebello —contestó Ryan—. ¿Por qué? 

Aún no lo sé, pero el incendio de anoche basta para 

adivinarlo.Alguien pretende matarla. 

—Tal vez sí, tal vez no. Mantén la mente abierta y 

realiza la tarea que te ha sido encomendada. Detenla 

si encuentras pruebas de conspiración. Si realmente 

es inocente, tus observaciones no harán daño a nadie. 

No era lo que Ryan tenía pensado. 

—Me ha contratado para que resuelva el asesinato de 

su sobrino, Majestad. Ella me está dificultando mucho la 

labor.No abiertamente,por supuesto.Pero es...molesta.


Lyn Stone 

69 

—Qué palabra más interesante —dijo el rey, levemente 

regocijado—. No es de las que se quedan de brazos 

cruzados mirando cómo completas la misión, ¿eh? 

—No, señor, no lo es —reconoció Ryan—. Ni mucho 

menos. 

—Debes preguntarte por qué. ¿El deseo de proteger 

a esta mujer te cegará a la posibilidad de que sea 

culpable? 

—Por supuesto que no —le aseguró Ryan con sinceridad—. 

Seré concienzudo, cuente con ello. 

El rey Marcus sonrió y asintió. 

—Si no lo creyera, otro ocuparía tu lugar. 

Ryan sabía que lo mejor que podía hacer era reiterar 

el motivo de aquella audiencia y salir pitando. 

—Señor, creo que debería ordenar su regreso a Estados 

Unidos hasta que se haya resuelto el caso. 

El rey Marcus suspiró y se recostó en la silla. 

—No puedes estar seguro de que no fue ella quien 

provocó el incendio de anoche 

—No —Ryan movió la cabeza—. No le olían las 

manos a material inflamable. No pudo lavárselas; el 

equipo forense había retirado el jabón del cuarto de 

baño. El agua estaba cortada. 

—El informe señala que utilizaron gasolina. 

—Entonces, no pudo ser ella. No tuvo tiempo para 

hacerse con el combustible desde que nos separamos 

y hasta que la rescaté. 

—Podría haberlo sacado de uno de los coches del 

aparcamiento. Un procedimiento rápido y sencillo, ¿no? 

—¿Con qué? No encontraron ningún envase. Ni 

manguera —protestó Ryan. 

—Sí que los encontraron. Plástico fundido, por supuesto. 

El inspector de bomberos ha enviado una copia 

del informe a tu oficina.



Ryan se pasó una mano por la cara mientras digería 

la información e intentaba pensar en otra cosa que 

pudiera exonerar a Nina. 

—La registraron cuando entró. Braca interrogó al 

guardia que estaba de servicio. 

—Y ella le mintió al guardia. Quizá tuviera un cómplice 

dentro que le procuró la gasolina. Sería relativamente 

sencillo que alguien entrara en el palacio como 

turista y permaneciera detrás de las verjas después de 

que éstas se hayan cerrado al público. 

—Supongo que eso está siendo remediado. 

—Pensé que ya había sido remediado, dado el reciente 

asesinato —reconoció el rey. 

Alguna cabeza rodaría en seguridad, pensó Ryan 

mientras el rey proseguía: 

—Esa mujer te intriga. Es comprensible, pero no 

debes permitir... 

—Eso no influye para nada —insistió Ryan con un 

ademán enfático—. ¡Sabe que no! Señor. 

El rey guardó silencio con semblante inescrutable. 

Ryan dio vueltas a sus ideas durante un minuto, buscando 

en su mente un argumento irrefutable que validara 

la inocencia de Nina. 

—Están las cámaras de vigilancia.Cuando podamos... 

—Las recuperaron hace unos minutos. Quedaron 

destruidas por el fuego —le informó el monarca. 

Ryan absorbió la decepción y prosiguió. 

—Mire, hasta encontró lo que podría ser una pista, 

anoche, antes de que empezara a arder la casa, una 

joya. Al parecer, pasó inadvertida en la búsqueda inicial 

de pistas. 

El rey asintió sabiamente y, estirando sus largos 

brazos, apoyó las palmas sobre el enorme escritorio 

labrado.


Lyn Stone 

71 

—Un pendiente, que podría ser de ella. Es interesante 

que se les pasara por alto algo así, ¿no? 

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó Ryan. Pero no 

lo sorprendía—. Franz Koenig —adivinó. 

Lo molestaba que el rey considerara necesario reclutar 

un espía en su equipo. Claro que también era 

posible que hubiera llamado a su oficina durante la 

pasada hora para pedir una actualización del informe 

forense. Lorenzo, posiblemente. Franz estaría obligado 

a dárselo. Esa posibilidad era mucho más creíble que 

la de que Franz fuera un espía. 

—No debe molestarte que insistamos en mantenernos 

informados. 

¿El nos mayestático? Un recordatorio no muy sutil 

de quién era el jefe. Ryan se encogió de hombros y 

sonrió. 

—No estoy molesto, Majestad. Es que había venido a 

decírselo en persona y Franz me ha robado la sorpresa. 

El rey le devolvió la sonrisa al tiempo que alargaba 

la mano hacia el tintero de oro macizo y abría el cartapacio 

de cuero que tenía delante. 

—Nina Caruso permanecerá aquí hasta que tengamos 

todas las respuestas.Ve a buscarlas. 

Ryan no tuvo más remedio que aceptar que lo estaba 

despachando. Inclinó la cabeza, como tenía por 

costumbre, y se volvió hacia la puerta. No estaba dispuesto 

a hacer una reverencia ni a retroceder. 

—Una cosa más, amigo mío. 

La grave voz autoritaria detuvo a Ryan en seco, que 

ya tenía la mano en el pomo dorado. Se dio la vuelta y 

miró con expresión inquisitiva al jefe de Estado. 

—¿Sí, Majestad? 

—Tenemos absoluta confianza en tu destreza y objetividad. 

Mantén a Nina Caruso a tu lado por si acaso



tus suposiciones actuales son correctas y su vida corre 

peligro. Manténla muy cerca. 

Ryan sostuvo la mirada del rey con otra igual de 

inflexible. 

—Y también en el caso de que mis suposiciones 

sean incorrectas —le dijo al monarca. 

—¿Qué mejor manera de averiguarlo? 

Mientras Ryan recorría el largo pasillo que conducía 

a la enorme escalera de honor del vestíbulo, daba 

vueltas a lo que el rey le había dicho.Y a lo que no había 

dicho. Lentamente, comprendió que el viejo zorro 

tampoco creía que Nina Caruso fuera culpable. Era 

una cortina de humo para ocultar la verdadera razón 

por la que el rey quería que Nina permaneciera en 

Montebello. Costaba trabajo imaginar lo que podía ser. 

Nina avanzaba a paso rápido hacia la escalera de honor, 

con sus tacones altos resonando sobre el hermoso 

mármol veteado. Se encontraba a medio camino cuando 

una enorme mano se cerró en torno a su brazo. Por 

extraño que pareciera, no la sorprendió tanto toparse 

con los ojos grises furiosos de Ryan McDonough. 

A fin de cuentas, la posibilidad de encontrarse con 

él era la razón de su apresuramiento. Si no se hubiera 

entretenido entrevistando a esos dos guardias, podría 

haber llegado a la planta superior, donde se encontraba 

la zona residencial, antes de que Ryan hubiera terminado 

su audiencia con el rey. Sin duda, se opondría 

a lo que Nina estaba haciendo sólo porque era idea de 

ella y no de él. 

Sus dedos largos y fuertes le abrasaban la piel a 

través de la manga del traje beige de hilo. Cada vez 

que la tocaba, la asustaba la reacción que experimen-


Lyn Stone 

73 

taba hacia él como hombre. Le preocupaba lo que haría 

si suavizaba el contacto, como había hecho la noche 

anterior. Pero no había peligro de que eso ocurriera en 

aquellos momentos, pensó con un suspiro. En aquellos 

instantes, estaba pálido y la arrastraba como si fuera 

una prisionera. Nina desplegó su sonrisa más amable. 

—Entonces, ¿la audiencia con el rey ha terminado? 

—¿Qué diablos haces aquí? —su voz, aunque baja, 

pareció reverberar en la cavernosa entrada. Sabía que 

estaba a punto de cantarle las cuarenta por haber 

abandonado el laboratorio cuando le había ordenado 

que se estuviera quieta. Decidió ser valiente. 

—Hacer preguntas. Algo que tú —lo acusó, hundiéndole 

un dedo en el pecho— aún no has hecho en 

el palacio. 

Él le tomó el dedo y se lo separó de la corbata. 

—¿Y cómo sabes tú lo que he hecho o he dejado 

de hacer? 

—¡Porque lo he preguntado! —le espetó—. Las 

dos personas con las que he hablado estaban ansiosas 

por ayudar. Precisamente iba a solicitar una entrevista 

con el servicio de las princesas. 

—De eso nada —le aseguró Ryan—. Hasta tú tienes 

que acatar el protocolo —echó a andar hacia la 

entrada principal, todavía sujetándola por el brazo. 

Ella no tuvo más remedio que seguirlo. 

—¡Pues pide una cita! —exclamó ella. 

—Ya lo he hecho.Ahora, cállate y sígueme. 

—¿Adónde? —inquirió Nina, dando dos pasos por 

cada uno de él para no quedarse atrás. 

—Fuera de aquí antes de que te peguen un tiro. 

¿Cómo es que te han dejado pasar? 

Nina detestaba decírselo, pero sabía que Ryan no 

pararía hasta averiguarlo.



—Bueno... Les enseñé mi pase, les dije que era la 

hermana de Desmond y que... y que tú me habías 

dado permiso. 

—Maldita sea —masculló, y movió la cabeza. Lanzó 

una mirada furibunda a los amables guardias de la entrada 

y, prácticamente, sacó a Nina a rastras por la verja. 

Miró alrededor. 

—¿Cómo has venido? ¿En taxi? 

Ella asintió, y estuvo a punto de tropezar en su intento 

de no quedarse rezagada mientras él la conducía 

al aparcamiento y hacia su coche. 

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —añadió Ryan. 

Nina sonrió con satisfacción. 

—Vi el número que le dejaste a Franz. Oficina de 

Asuntos Públicos, la misma a la que llamé ayer cuando 

llegué al aeropuerto. Has venido a ver al rey para que 

me ponga en un avión, ¿verdad? 

—Sí. 

Sólo cuando Ryan estaba ocupado maniobrando 

entre el tráfico del mediodía, se atrevió Nina a preguntárselo. 

—Y bien, ¿qué ha dicho el rey? 

Él le lanzó una mirada sombría y volvió a clavar los 

ojos en la calle. 

—Créeme, no te gustaría saberlo. 

—No seas idiota, McDonough —repuso Nina, molesta—. 

Es evidente que no te has salido con la tuya, 

puesto que estás tan furioso. 

—¿Cuándo cobras el seguro de tu hermano? 

Ella frunció el ceño ante el brusco cambio de tema. 

—¿Qué? 

—¿Lo has solicitado ya? —siguió preguntando Ryan. 

Nina estuvo a punto de reír. 

—¡Será una broma! No hay ningún seguro.


Lyn Stone 

75 

—Una póliza de medio millón más el capital del 

fondo fiduciario que sufragaba las primas —le espetó. 

Nina estaba atónita. 

—¿Cómo es posible...? ¡No sé nada de eso! ¿Quién...? 

—No te hagas la tonta, Nina.Tu padre os aseguró a 

los dos y se encargó de que la póliza siguiera cubierta. 

Ella suspiró y se pellizcó el puente de la nariz, intentando 

contener la jaqueca que empezaba a adquirir 

proporciones gigantescas. 

—Te juro que no lo sabía. No figuraba nada de eso 

en los papeles que dejó papá cuando murió. 

—Y tampoco sabías que Desmond heredó la mitad 

de las propiedades de tu padre, ¿no? Vamos, Nina. Es 

imposible que no lo supieras —resopló. 

—Por supuesto que sabía eso. 

—Y apuesto a que te molestó —comentó Ryan. 

—No —protestó—, en absoluto. Desmond vendió 

la propiedad que había heredado, a lo cual tenía perfecto 

derecho. Imagino que se gastaría todo el dinero. 

Aquello captó la atención de Ryan. Se detuvo en 

un semáforo en rojo y se volvió hacia ella. 

—¿Por qué dices eso? 

Nina vaciló, pero pensó que ya no importaba lo 

que Ryan o cualquier otro pensara de Des. A muchas 

personas no se les daba bien administrar el dinero. 

—Me llamó hace un par de semanas para pedirme 

un pequeño préstamo. 

—¿Pequeño? ¿De cuánto? —preguntó Ryan, y siguió 

avanzando por la calle. Nina se encogió de hombros. 

—Veinte mil. Dijo que me lo devolvería con intereses 

cuando recibiera su próxima asignación cuatrimestral 

de la corona. 

—¡Santo cielo! —Ryan profirió una carcajada de 

clara incredulidad—. ¿Así que has venido aquí para



cobrar tu deuda? El rey Marcus no autorizará el pago 

de un solo penique si tu hermano no firmó un pagaré, 

y ni siquiera entonces... 

—No —lo interrumpió Nina—, no le presté nada a 

Desmond.Tengo el dinero atado en carteras de inversiones 

y depósitos, así que no disponía de tanta liquidez 

en ese momento.Además, jamás doy dinero prestado, 

y menos a los amigos o a la familia. Creo que, al 

final, genera malestar. 

—Tienes razón. No es bueno conceder préstamos 

a no ser que seas un banco. ¿Para qué lo quería? 

—No me lo dijo. Le dije que lo sentía, que no era 

posible, y le pregunté si estaba en algún aprieto. Dijo 

que no, nada de eso. 

—¿Se puso furioso? ¿Cómo reaccionó a tu negativa? 

Nina se encogió de hombros. 

—Dijo que no importaba, se despidió y colgó. 

—¿Nada más? ¿No te preguntó qué tal estabas? ¿Te 

contó algo de su vida? 

A Nina la avergonzaba reconocer que no se había 

interesado por su vida ni había sentido inclinación alguna 

de hablarle de la suya. 

—Parecía tener prisa. Supongo que no tenía tiempo 

para hablar de sus cosas. 

—Muy interesante. ¿Alguna vez tenía tiempo? 

De pronto, Nina se puso a la defensiva, como si 

Ryan estuviera atacando a Desmond o algo parecido. 

—¿Qué insinúas? 

—Nada. Olvídalo —dijo él. 

Pero no podía olvidarlo, por supuesto. Desmond 

nunca se había preocupado mucho por ella. Quizá 

nada. Entonces, ¿qué diablos hacía allí? Nina parpadeó 

para contener las lágrimas.


Lyn Stone 

77 

Ryan alargó el brazo y le tomó la mano sin mirarla 

directamente a los ojos. 

—Oye, a veces me dejo llevar. No tiene importancia, 

¿vale? 


Pero no estaba bien. De pronto, se estaba cuestionando 

no sólo lo que Desmond sentía por ella, sino 

ella por él. Quizá sí que hubiera albergado un hondo 

resentimiento hacia él y nunca lo hubiera reconocido, 

ni siquiera ante sí misma. 

—Olvídalo, Nina —sugirió Ryan con suavidad, y le 

dio un apretón—. Piensa en otra cosa. 

Al menos, con el cambio de tema, Ryan había olvidado 

que ella había desobedecido sus órdenes. Su enojo 

parecía haber disminuido. Nina sospechaba que raras 

veces le duraban los enfados,y daba gracias por ello. 

—Bueno, ¿qué tal si te invito a almorzar? —le preguntó 

Nina. 

—Me vuelves loco, ¿sabes? —repuso Ryan. Se arriesgó 

a mirarla mientras sorteaba el tráfico—. ¿Quieres resolver 

este asesinato o no? 

—A eso he venido —respondió Nina, haciendo un 

esfuerzo para mostrarse paciente y razonable. 

—Eso espero porque, entonces, me debes un poco 

de cooperación.Tienes que hacer exactamente lo que 

te diga y dejar de ir por tu cuenta como hiciste anoche 

y esta mañana. 

—Estoy a tus órdenes —dijo Nina con recato, entrelazando 

las manos en el regazo. 

Ryan rió y movió la cabeza. Nina no pudo evitar 

reparar en las arrugas próximas a la boca que casi podían 

ser hoyuelos. Los dientes servirían para un excelente 

anuncio de dentífrico, y se le formaban pequeñas 

arrugas en los rabillos de los ojos, rodeados de



largas pestañas. La risa era contagiosa, pero combatió 

el impulso de reírse con él, porque se estaba riendo 

de ella. 

—¿Qué te hace tanta gracia? —inquirió, pero él no 

contestó. En cuanto dejó de reír, viajaron en silencio. Él 

seguía sosteniéndole la mano mientras los dos fingían 

no darse cuenta. 

Justo cuando creía entenderlo, sacaba otra faceta 

que la desconcertaba. Casi lo único que sabía con certeza 

de Ryan McDonough era su determinación a no 

dejarse llevar por la atracción que sentía por ella. Sí, estaba 

allí, al igual que la atracción que ella sentía por él, 

pero le molestaba tanto como su ayuda en aquel caso. 

A Nina no le importaba. La atracción era tan inoportuna 

para ella como para él.Aquel hombre no era 

su tipo, y la química que sentían era meramente física 

y aleatoria. Feromonas, o algo igual de efímero. Un accidente 

de la naturaleza. 

Ryan aparcó dejando medio coche sobre la acera 

justo delante de Pietro’s. Pete servía las hamburguesas 

más jugosas de aquel lado del mundo y las patatas fritas 

más grasientas de todo el planeta. Nina se tomaba 

su endiablada avena cuando ansiaba comida reconfortante; 

Ryan se pasaba por el restaurante de Pete cuando 

necesitaba una pequeña dosis de su país natal. 

Aquel día estaba resultando ser uno de ésos. 

Quizá aquel alto para tomar comida basura estuviera 

acompañado de cierto ánimo de revancha. Nina 

parecía la clase de joven de vida sana que tomaba yogur 

y brotes de soja. Una endiablada yupi. ¿Diseñadora 

gráfica? ¿Qué trabajo era ése? Seguramente, hacía esos 

anuncios supuestamente sutiles con toneladas de es-


Lyn Stone 

79 

pacios en blanco para productos irreconocibles destinados 

al consumidor medio. 

No le había preguntado por su trabajo porque no 

quería saber en qué consistía. Cuando menos supiera 

de ella, mejor. Pero, una vez más, debía averiguar cuanto 

pudiera para determinar si era inocente, como él 

creía. Dios, confiaba en que no la hubiera juzgado 

mal. El rey no volvería a encomendarle otra misión si 

metía la pata. 

Echó el freno de mano y salió. Cuando rodeó el vehículo, 

ella ya estaba de pie sobre la estrecha acera de 

adoquines. 

—¿Dónde estamos? —preguntó. Cerró la puerta 

del coche y se ajustó el bolso en el hombro. Se recogió 

el pelo detrás de las orejas, dejando al descubierto sus 

pómulos de modelo y su barbilla fuerte y cuadrada. 

—Por aquí —le ordenó Ryan, y la tomó del brazo. 

Sabía que no debía tocarla. Diablos, sólo con mirarla 

se le embarullaba la mente, e incluso a través de la 

manga sentía su dulzura. La tibieza. Lo hizo recordar 

su tacto sin mangas. Sin ropa.Aquello no estaba bien. 

No era propio de un profesional, y no era bueno. 

Cuando ella se apartó un poco, él siguió sujetándola, 

sabiendo que no era sensato, que no podía controlarse 

y que utilizaría cualquier excusa para prolongar 

el contacto. 

—Es peligroso caminar con esos zapatos —masculló. 

Una razón torpe, pero mejor que ninguna. La sujetó 

con más fuerza y soportó, no, disfrutó, del calor resultante 

que se propagó por su cuerpo. 

—Ah —dijo Nina, contemplando los adoquines para 

después mirarlo con una pequeña sonrisa deslumbrante—.Gracias.


6 

Ryan la condujo dos puertas más abajo hasta el 

hueco en la pared que era el pub, reconocible únicamente 

por un gastado cartel de madera del tamaño de 

una matrícula que sobresalía de entre las piedras a 

unos tres metros de altura. Pete no era partidario de 

darse mucha publicidad. El boca a boca le procuraba 

tanta clientela como quería atender. 

Entraron en la oscura cueva iluminada únicamente 

con velas en las mesas y con un largo letrero de Budweiser 

por encima de la barra. 

—Caramba, vaya lugar —susurró Nina mientras captaba 

todos los detalles del interior humilde del pub. A 

alguien podría parecerle pintoresco con los letreros de 

cerveza, los nombres grabados con navajas en las paredes 

y las mesas cubiertas de manteles desparejados. 

Pete dejó de pasar el paño por la barra y sonrió. Le 

faltaba un diente y tenía una amplia y desagradable cicatriz 

en el cuello. 

—¡Hombre, Mac! ¿Qué hay de nuevo?


Lyn Stone 

81 

—No mucho, Pete.Tráenos lo de siempre y dos tés 

con hielo, ¿quieres? 

—Yo tomaré café —dijo Nina. 

—No, créeme, no te conviene —le aconsejó Ryan—. 

Té —confirmó,mirando nuevamente a Pete. 

—Entendido, Mac —dijo el hombre, y dio la orden 

por la puerta de detrás de la barra que comunicaba con 

la cocina—. Sentaos en ese rincón de allí —le dijo a 

Ryan—. Es más romántico —añadió, enarcando sus peludas 

cejas grises de manera sugestiva—.¿Quién es ella? 

Ryan hizo una mueca; después, los presentó. 

—Nina Caruso, Pete Jones, un colega yanqui. 

Ella sonrió y saludó levemente con la mano. 

—Hola, Pete. Bonito local. 

Y así se ganó el corazón de Pete, pensó Ryan, sin 

sorprenderse. Por temeraria que fuera en ocasiones, la 

mujer derrochaba clase. 

La condujo a la mesa que Pete había indicado y le 

ofreció la silla. Pete les llevó dos vasos altos de té con 

hielo. Sobre la bandeja también descansaba el botellín 

de cuello largo de la cerveza de barril preferida de Pete. 

Acercó una silla, se sentó con ellos, se sacó una caja de 

cerillas del bolsillo y encendió la vela de la mesa. 

La luz de la llama arrojaba un suave resplandor sobre 

los rasgos de Nina. Ryan comprendió que la estaba 

mirando fijamente y parpadeó para romper el hechizo. 

—Es un honor que el propietario se una a la mesa 

—le dijo. Nina sonrió y asintió, elevando un poco más 

el respeto que sentía hacia ella y cimentando su nueva 

relación con Pete. No contemplaba con desdén aquel 

humilde entorno, como Ryan había creído que haría. 

Pete movió sus ciento treinta kilos sobre la recia 

silla de roble para ponerse cómodo, una indicación de 

que pensaba quedarse un rato.Adiós al romanticismo.



Tras otra sonrisa de admiración para Nina, acompañada 

de una inspección más próxima de sus atributos 

visibles, se volvió hacia Ryan. 

—La hermana. 

El asesinato de Desmond Caruso era noticia de primera 

página y Montebello era una pequeña isla. Tras 

las imágenes televisivas del día anterior, casi todo el 

mundo sabía ya quién era Nina. 

—Hermanastra —aclaró Ryan, y tomó un largo sorbo 

de té. 

—Es terrible lo ocurrido —le dijo Pete a Nina, quien 

se limitó a asentir a modo de respuesta. 

Ryan dejó el vaso de té y empezó a girarlo despacio. 

—¿Algún chisme que deba saber, Pete? 

Se produjo un enorme carraspeo y una clara vacilación. 

—Nina me está ayudando con el caso. Puedes hablar 

—añadió Ryan. 

—Mi hija Jonet dice que Desmond intentó seducir a 

la princesa Samira Kamal.Y que lo consiguió.¿Lo sabías? 

—La hijastra de Pete, Jonet, trabaja en el palacio —le 

explicó Ryan a Nina y, después, contestó a Pete—. Sí, sabemos 

lo de la princesa Samira.¿Alguien más? 

Pete miró a Nina con recelo. Después, se bebió la 

mitad de la cerveza antes de contestar. 

—Estaba viendo a otra mujer a escondidas. 

—¿Sabes el nombre o por dónde se mueve? —preguntó 

Ryan. 

—No. Quizá sólo lo vieran con una profesional 

—añadió con un movimiento de hombros. 

—¿Una profesional? —preguntó Nina. Después, pareció 

comprender que Pete se refería a una prostituta—.Ah 

—dijo, y se sonrojó.


Lyn Stone 

83 

—Gracias, Pete. Si te enteras de alguna otra cosa, 

¿me llamarás? 

—Si me encuentro con alguien que la conozca, te 

daré un toque —empinó el botellín y bebió. 

Pete tenía más de sesenta años y había viajado a 

Montebello directamente desde Vietnam en los años 

setenta. Ryan creía tener muchas cosas en común con 

él a pesar de sus pasados completamente diferentes y 

el salto generacional. Los dos habían huido de los temidos 

recuerdos del pasado y se habían asentado en 

un lugar que no se parecía en nada a su hogar. 

Pete era el único norteamericano residente en la 

isla a quien Ryan consideraba un amigo. También había 

demostrado ser una valiosa fuente de información, 

ya que tenía hijastros e hijos propios con Sophia, 

su esposa montebellana, trabajando en casi todos 

los oficios de la isla. Eran unos trece en total, por no 

hablar de la multitud de nietos.Toda una red. 

Pete se disculpó e hizo una ligera inclinación de 

cabeza a Nina cuando se puso en pie. 

—La tarta es por cuenta de la casa —dijo, haciendo 

el primer ofrecimiento de comida gratis que Ryan había 

oído en los dos años que llevaba frecuentando el local. 

—Has causado una buena impresión —le dijo 

Ryan—.Tarta gratis. 

—Me cae bien —dijo Nina, mientras observaba 

cómo Pete desaparecía por el umbral de la cocina. Después, 

perdió la sonrisa—. Esa mujer que estaba viendo 

a Desmond... ¿Crees que fue ella quien lo mató? 

—Es posible. Tendremos que hablar con Jonet y 

ver si puede darnos una descripción o decirnos quién 

podría dárnosla. 

—Sigo queriendo ver la estatuilla —dijo Nina. Ryan 

sonrió.



—Quieres ver el ángulo con que fue hecha la herida, 

¿verdad? 

Se quedó boquiabierta. Después, se recuperó e, 

hincando el codo sobre la mesa, apoyó la barbilla en 

la palma. 

—Por eso eres el detective, supongo. 

—Ya lo he calculado y confirmado con el forense. 

Hemos concluido que el ángulo del golpe, combinado 

con la fuerza, indica que el asesino medía un metro 

sesenta y siete o sesenta y nueve y no era muy fuerte. 

—Es decir, que era casi de la misma estatura de 

Desmond. Un tipo delgaducho y bajito o una mujer. 

¿Es eso lo que insinúas? —se la veía ofendida por alguna 

razón, pero había dado en el blanco. 

Ryan inclinó la cabeza en señal de asentimiento. 

—Fue un golpe afortunado. Por esa razón y por la 

elección del arma, no creo que el asesinato fuera premeditado. 

Nina resopló. 

—Puede que no, pero el incendio de anoche lo 

fue. 

—Quizá quien lo provocó no supiera que estabas 

dentro. La idea podría haber sido destruir cualquier 

rastro de pruebas. 

—Entonces, ¿por qué esperó a que hubierais hecho 

el barrido? —protestó Nina—. Sabían que yo estaba 

allí.Tuve la impresión de que me seguían durante 

todo el camino hasta la casa de huéspedes. 

—Espera —Ryan la silenció cuando el hijo de 

Pete, Jack, se acercó con la comida. Ryan atacó la hamburguesa 

de inmediato, sorprendido de que Nina hiciera 

exactamente lo mismo. 

—Mmm —la oyó murmurar con placer mientras 

masticaba un bocado de la jugosa hamburguesa.Tenía


Lyn Stone 

85 

una mancha de mostaza en el labio inferior que lo excitaba 

enormemente. 

La actitud gélida que había desarrollado para defenderse 

de ella se había derretido y empezaba a convertirse 

en algo que ni siquiera quería nombrar. 

Cuando regresó con Ryan al laboratorio situado 

sobre la comisaría, Nina no se molestó en disculparse 

ante Franz Koenig por su anterior desaparición. En 

cuanto a Franz, ni siquiera parecía haberse percatado 

de su ausencia. 

Ryan fue al grano y le pidió a Franz que sacara el 

arma homicida del sótano de pruebas.A ella la inquietaba 

la perspectiva de ver el objeto con que habían 

asesinado a Desmond. Ryan permaneció en silencio 

mientras esperaban, leyendo una hoja de notas que 

Franz estaba escribiendo. 

En cuanto Nina tuvo la estatuilla en las manos, le 

dio la vuelta y la sostuvo por la base de mármol mientras 

la examinaba a través de la bolsa de plástico. La escultura 

representaba a una mujer desnuda de pie, con 

un brazo fundido a un costado del cuerpo y el otro levantado, 

con la mano enterrada en el pelo de la nuca. 

—El codo doblado es lo que infligió el golpe mortal 

—balbuceó Franz, señalando torpemente—. Lo habían 

limpiado, pero encontramos restos de sangre y 

partículas de piel en los recovecos del brazo en la 

zona en que el bronce tiene textura —prosiguió el 

técnico en un tono monótono, con un ápice de acento 

alemán—. También hemos aislado media huella, 

aún sin identificar. 

Nina se preguntó qué clase de persona tendría la 

sangre fría necesaria para limpiar el arma improvisada



después de golpear a Desmond con ella y verlo morir. 

No podía creer que hubiera sido alguien tan ultrajado 

que no supiera lo que hacía. El asesino debía de haber 

recuperado la sensatez bastante deprisa después del 

supuesto crimen pasional. 

—Tienes estómago, ¿verdad? —comentó Ryan, señalando 

con la cabeza la estatuilla. Nina comprendió 

que había estado observándola con los ojos entornados 

mientras ella manipulaba el instrumento que había 

matado a su hermano. Le resultaba extraño, incluso 

la preocupaba, que la afectara tan poco. 

—Estoy siendo objetiva, como sugeriste —repuso 

Nina. Entendía que lo extrañara su falta de emoción, 

porque ni ella misma la comprendía. 

Quizá se debiera a que, en realidad, no había conocido 

a Desmond.Al menos, al hombre en quien se había 

convertido tras abandonar su hogar. Quizá ya hubiera 

llorado su pérdida cuando abandonó a la familia 

sin mirar atrás. 

Estaba haciendo aquello por la memoria del hermano 

al que había adorado cuando era niña, por el 

hijo de su madre y, en especial, por el muchacho dolido 

que no había permitido que nadie se acercara a él. 

Nina soltó de buena gana la estatuilla cuando Ryan 

cerró los dedos en torno a los de ella y retiró el objeto 

con la otra mano. 

—Era una mujer —dijo Nina en tono concluyente—. 

La poca fuerza, unida a la estatura y al pendiente 

me convencen. 

Ryan se encogió de hombros. 

—Bueno, tienes un cincuenta por ciento de posibilidades 

de tener razón. 

—Más bien un ochenta —replicó Nina. 

Él escribió una nota en un archivo y lo cerró.


Lyn Stone 

87 

—Ya hemos terminado por hoy. Volvamos a mi 

casa —se volvió hacia Franz—.Voy a llevarme copias 

de los archivos para repasar algunas de las entrevistas 

esta noche.Tengo que hacer listas de nuevas preguntas 

antes de repetirlas.Tú revisa los objetos que sacaron 

de los cuartos de baño. Quiero los resultados mañana 

por la mañana. 

Dejaron a Franz inclinado sobre el microscopio, 

absorto en su trabajo. 

Tras un trayecto en silencio por la ciudad, Nina lo 

siguió hasta el interior de su apartamento sin esperar 

una invitación. Permaneció a su lado mientras él dejaba 

la caja de archivos sobre la mesa del comedor. 

—Te ayudaré a revisarlos —se ofreció—. No te vendrá 

mal otro par de ojos, ¿no crees? 

—Claro —le espetó Ryan. Después, casi como un 

pensamiento de última hora, le lanzó una media sonrisa 

para suavizar la respuesta. 

No era exactamente una súplica de ayuda, pero 

Nina no pensaba protestar. Al menos, no la estaba 

echando de su casa con la escoba. 

Paseó la mirada por el lugar. El apartamento de 

Ryan tenía la misma disposición que el de ella, sólo 

que a la inversa. Las ventanas eran amplias y ofrecían 

una vista del lejano océano. Los muebles parecían caros, 

aunque no de precios escandalosos. Estaba decorado 

en marrones y beiges, más masculinos que el rosa 

y verde de su apartamento. En resumen, un ambiente 

demasiado aburrido para un hombre como Ryan. 

No vio ningún objeto personal. Ni fotografías, ni 

plantas, ni obras de arte original, ni latón ni brillantes 

colores que animaran la monotonía. Quizá buscara un



entorno tranquilizador. Bastaría para dormir a cualquiera, 

pensó con un bostezo. 

—¿Tienes sueño? —preguntó Ryan, en tono casi 

esperanzado. 

—No, estoy muy espabilada. 

—¿Y hambre? —inquirió, en aquella ocasión a regañadientes, 

mientras se quitaba la chaqueta, la dejaba 

en el respaldo de una silla del comedor y rodeaba la 

barra para entrar en la cocina. 

—No mucho. El almuerzo ha sido sustancioso. 

—Entonces, tendrás que contentarte con sopa y 

sándwiches. No soy un gran cocinero. 

—¿Te ayudo? 

—No, ya lo hago yo —hurgó entre las latas de un 

estante de los armarios de la parte de arriba, de espaldas 

a ella—. ¿De tomate o de almejas? 

—De tomate. Detesto las almejas. 

Los movimientos de Ryan le tensaban la camisa sobre 

sus amplios hombros, realzando su anchura. Nina 

apoyó la cadera en una banqueta y el codo en el mostrador, 

con la barbilla sobre la mano, observándolo. 

Daba gusto mirarlo. Tenía unas nalgas increíbles, 

pensó, recorriendo su propia sonrisa con un dedo. 

Cada movimiento que hacía era una obra de economía 

elegante. Era sorprendente lo mucho que había logrado 

y la rapidez con que lo había hecho sin prisa aparente. 

—Cuando haga las entrevistas, querrás estar presente 

—dijo. 

—Por supuesto —Nina siguió observándolo cuando 

se inclinó para sacar los ingredientes de los sándwiches 

del pequeño frigorífico europeo. Después, 

abrió un cajón y sacó los cubiertos. Nina alargó el brazo, 

tomó uno de los cuchillos, el relleno y el pan de 

molde—.Yo hago esto.Tú calienta la sopa.


Lyn Stone 

89 

Empezó a extender el condimento. 

—¿Sabes?, al principio me tenías engañada.Tu manera 

de moverte, tu manera de hablar. Me preocupaba 

que tuvieras una vena perezosa. 

Él profirió un gruñido de burla hacia sí mismo, vació 

la sopa de tomate en un cazo y añadió la lata llena 

de agua. La removió mientras ella observaba el movimiento 

sutil de los músculos de los hombros por debajo 

de la camisa. 

—Pero no la tienes —prosiguió Nina—. Eres como 

un pato. De apariencia serena y fluida y pedaleando 

como un condenado bajo el agua. 

Ryan volvió la cabeza para mirarla. 

—¿Así es como me ves? ¿Como un pato? 

Si supiera cómo lo veía en realidad... ¿Qué haría? 

—¿Cómo me ves tú? 

Ryan hizo una mueca y frunció el ceño, pensativo. 

Después, levantó un dedo. 

—Como una gata —dijo, con una firme inclinación 

de cabeza y una pequeña sonrisa—. Sí. Furtiva. 

Independiente. Impredecible e indomable. 

—Muchos «in» —comentó Nina, no del todo contrariada 

por la comparación. 

—Y te pones un poco salvaje y frenética cuando 

te alteras —añadió. 

También ronroneaba cuando la acariciaban, pero 

Ryan aún no lo había descubierto. Seguramente, nunca 

lo haría. 

La mirada intensa de Ryan se posó en sus labios; 

después, recorrió cada centímetro de la parte de su 

cuerpo que quedaba visible por encima de la barra. 

Nina tuvo la clara impresión de que estaba completando 

el resto con el recuerdo. Su voz se redujo a casi 

un gruñido cuando volvió a hablar.



—Sí, una gata, no hay duda. 

Nina frunció los labios y enarcó las cejas, sin saber 

si debía ver algo más en aquella repentina observación 

que una sencilla broma. Después, miró detrás de él. 

—Quizá quieras pedalear hacia la sopa, patito. Está 

a punto de desbordarse. 

Rieron juntos mientras él rescataba la cena y empezaba 

a servir.A Nina le encantaba la risa de Ryan, su espontaneidad. 

Pero él siempre parecía sorprendido cuando 

lo hacía,como si no hubiera esperado volver a reír. 

—Dime, chef Pato, ¿qué te trajo aquí, a Montebello? 

—preguntó, contenta de que estuvieran haciendo 

progresos en la camaradería. 

De pronto, Ryan interrumpió lo que estaba haciendo 

y levantó la mirada despacio hasta clavarla en la de 

ella.Tenía los ojos fríos y desolados como la noche en el 

desierto.Aunque se negó a darle ni siquiera una palabra 

por respuesta, Nina comprendió que las bromas habían 

terminado.Se había adentrado en terreno prohibido y él 

había levantado un muro de fuego impenetrable. 

Tanto mejor, pensó. Aunque una breve aventura 

con un hombre como Ryan podría ser una experiencia 

memorable, temía no poder olvidarla cuando acabara.Además, 

nunca había tenido aventuras y no iba a 

empezar ahora. 

Desde luego, el hombre soportaba una pesada carga 

en la que ella no debía indagar. Era un adicto al trabajo, 

vivía para él. No desistiría hasta que resolviera el caso y, 

después, pasaría a otro sin hacer ni una sola pausa. 

Sí, le había ocurrido algo terrible, quizá en Savannah, 

pero ella no debía preguntárselo. Sabía lo que la 

curiosidad podía acarrearle a un gato.


7 

Ryan no quería sentarse muy cerca de Nina, así 

que había interpuesto la mesa del comedor entre 

ellos. Todavía podía olerle el perfume. Lo atormentaba, 

apenas perceptible, pero imposible de ignorar. 

Usaba una fragancia sutil que no lograba reconocer. 

Pero,claro, ¿por qué iba a hacerlo? No había prestado 

mucha atención a detalles como aquél ni siquiera 

cuando había estado casado. Otro despiste por el que 

lacerarse, pensó mientras hojeaba los papeles del archivo 

e intentaba concentrarse en la lectura. 

Llevaban así un tiempo, y ella seguía turbándolo 

con cada aliento que tomaba. 

—Respecto a la princesa Samira Kamal, que tenía 

una relación con Desmond... —dijo Nina de improviso, 

levantando la vista de las declaraciones—,¿cómo es ella? 

Ryan se tomó su tiempo para contestar mientras 

evocaba la única ocasión en que la había conocido. 

—Dulce, confiada. Muy abierta.Tal vez un poco ingenua. 

Ha llevado una vida resguardada.




—Al parecer, no lo bastante resguardada. Logró tener 

una aventura con mi hermano. 

—Sí, eso dijo Desmond — y el hecho de que lo hubiera 

revelado delante de tantas personas en un restaurante 

no elevaba la opinión que Ryan tenía de Caruso. 

Ryan lanzó una mirada a la copia de la declaración. 

—No fui yo quien la entrevistó. Me asignaron el 

caso después. Por lo que dice ahí, creyó estar enamorada 

de Desmond y que él la correspondía. Una noche, 

cuando fue a su casa de huéspedes y lo vio por la 

ventana acariciando a otra chica, comprendió su error 

y decidió dar la relación por terminada. 

—Apuesto a que se puso furiosa. Podría haberlo 

matado ella —dijo Nina, con un pequeño ceño en su 

frente perfecta—. Quizá Samira y ese tal Farid estén 

en esto juntos y se estén procurando el uno al otro 

una coartada —dio unos golpecitos sobre el informe—. 

En fin, ella es princesa y él, su guardaespaldas. 

—En realidad, es su marido —la informó Ryan—. 

Están casados. 

Se quedó atónita, y bajó la vista a la declaración. 

Ryan sabía que no habían incluido ese dato porque la 

pareja aún no lo había hecho público cuando les habían 

tomado declaración.Apoyó los codos en la mesa. 

—Farid era el principal sospechoso, al principio. 

Había amenazado a Desmond públicamente. Pero Farid 

y Samira estaban viajando en avión a Tamir cuando 

tuvo lugar el asesinato. No hay lugar a dudas. 

Nina frunció los labios y suspiró, todavía dudosa. 

Ryan daría cualquier cosa por que no hiciera aquello 

con los labios. 

—Pero sí que pienso volver a hablar con ella en detalle 

sobre la mujer con la que vio a Desmond en la


Lyn Stone 

93 

casa de huéspedes. ¿Recuerdas que Pete también mencionó 

a una mujer? Podría ser la misma. 

La emoción iluminó los ojos oscuros de Nina al 

tiempo que se inclinaba hacia delante. 

—Tenemos que encontrarla, Ryan.Alguien más tuvo 

que verlos juntos. ¿Cuándo vamos a ir a Tamir? 

—No hace falta. Llamé para concertar una cita con 

la princesa Samira y con Farid, pero prefieren pasarse 

por aquí de regreso de su breve luna de miel. 

—Está bien —accedió Nina. Se la veía cansada. 

—¿Te apetecería una copa de vino? —preguntó 

Ryan—. Llevas haciendo esto mucho tiempo. 

Fue un gran error por su parte. Nina levantó los 

brazos, entrelazó los dedos y se estiró. Sus pequeños 

senos presionaron la suave seda de la blusa. 

—Me encantaría. 

Ryan se apartó de la mesa y arrancó la mirada de 

ella para no sufrir una erección en toda regla. Maldición, 

la chica lo estaba volviendo loco. Se levantó y 

entró rápidamente en la cocina, donde pasó más tiempo 

del necesario buscando un sacacorchos. 

—¿Blanco o tinto? —preguntó. 

—El que tomes tú. 

—Di cuál. No voy a tomar. 

—¿Por qué no? ¿Piensas drogarme otra vez? —preguntó 

Nina, en tono más jocoso que acusador. 

—Esta noche, no —repuso, siguiendo la broma. 

—Me fijé que no te tomaste una cerveza con Pete. 

Mujer fisgona. 

—¿Blanco o tinto? —repitió. 

—Blanco. 

No le debía ninguna explicación sobre sus hábitos 

con el alcohol, aunque sabía que Nina sólo estaba 

conversando, no husmeando.



—No bebo —declaró mientras sacaba el corcho 

del Liebfraumilch.Tenía un par de botellas de vino en 

la nevera, aquél y un chianti. Franz y Joe solían pasarse 

con información y se quedaban a tomarse una pizza 

o comida china. 

Le sirvió una copa y se llenó un vaso de agua para él. 

—Aquí tienes —dijo mientras se reunía con ella 

en la mesa y se sentaba. 

—Gracias —dijo Nina, y tomó un sorbo. Ryan siguió 

el movimiento de la garganta mientras tragaba, 

reparó en las gotas que se le quedaban adheridas al labio 

superior y observó, aturdido, como su pequeña 

lengua rosada las recogía. Dios, iba a perder la cabeza. 

—Y dime, ¿por qué no bebes? —preguntó—. ¿Tienes 

problemas con el alcohol? 

Sí, estaba fisgoneando, pensó Ryan. Se sacudió el 

aturdimiento y se tomó medio vaso de agua tibia sin 

parar. Lo dejó sobre la mesa e inspiró hondo. 

—Algo así. 

Ella lo miró con ojos suaves, compasivos. 

—Entonces, te admiro por no beber. Mi primer jefe 

estaba superando su alcoholismo, así que sé... 

—No, no sabes —protestó Ryan, manteniendo la 

voz moderada—.Viví en una botella de whisky durante 

un año. En cuanto comprendí lo que estaba haciendo 

salí de ella, y no me costó trabajo. No tengo 

mono. 

—Eso es buena señal —dijo Nina, sintiéndose perfectamente 

a gusto hablando del tema que a punto había 

estado de destruirlo. Sin embargo, Ryan advirtió 

que había dejado la copa sobre la mesa y no la estaba 

tocando. 

Ryan le sonrió, reconociendo su franqueza y compasión 

equivocadas.


Lyn Stone 

95 

—Puedes beber, Nina. Aunque tuviera la enfermedad, 

dudo que sea contagiosa. 

Ella rió y tomó otro sorbo. 

—Me caes bien, Ryan McDonough. 

Y ella a él también, muy a su pesar.Y Dios, cuánto 

la deseaba. No era lo mismo que sentía cuando, periódicamente, 

lo asaltaba la urgencia de aplacar el ansia 

sexual.Aquello había aprendido a superarlo con pragmatismo, 

asegurándose de que no habría ataduras y 

que las dos partes se sentían a gusto con ello. No, 

aquello era algo más intenso, más comprometido. 

No le gustaba pensar en ello pero, si no lo hacía, 

quizá quisiera remediarlo. 

Mientras Ryan trabajaba en silencio con su montón 

de archivos, Nina encajó otra pieza del rompecabezas 

McDonough.Todavía faltaba mucho para ver la imagen 

completa, pero tenía casi todos los bordes hechos. 

Le habían ocurrido cosas terribles. Había dejado su 

trabajo, abandonado su país, se había ahogado en la 

bebida durante un año y, en la actualidad, se sumergía 

en el trabajo. No llevaba otra vida más que aquélla. 

No había fotografías de la familia ni allí ni en su 

despacho. De camino al cuarto de baño, había echado 

un vistazo a los dos dormitorios. Salvo por una cama 

deshecha y un par de toallas arrugadas en la bañera, el 

lugar parecía inhabitado y estéril como una suite de 

hotel. Hasta tenía una pequeña colección de jabones 

envueltos en papel con diversos logos de hoteles. 

No había música ni colección de películas. La televisión 

ni siquiera estaba colocada en un lugar en que pudiera 

verse cómodamente. Nina sospechaba que sólo 

pasaba allí el tiempo justo para dormir y ducharse.



—¿Qué haces moviendo la cabeza? —preguntó 

Ryan, con la mirada levantada de los archivos. 

—Pensar —dijo, y apuró el vino. Era la segunda copa 

y su comprensión de la lectura no era muy fina—.Debería 

ir a mi apartamento e intentar dormir un poco. 

La mirada de profundo alivio de Ryan la hirió en la 

vanidad. No había querido estar allí con ella. Era ella 

quien había forzado la compañía. De pronto, Ryan 

dijo lo que ella menos habría esperado. 

—Duerme aquí. 

—¿Perdón? 

Ryan vaciló. No había querido decir eso, comprendió 

Nina. Después, pareció tomar una decisión. 

—No quiero que estés sola en tu apartamento,¿vale? 

Y ella tampoco quería quedarse sola después del 

incendio de la noche anterior. 


Él exhaló un suspiro. Después, lo disimuló con una 

carcajada sin humor y asintió. 

—Muy bien. 

Nina se puso en pie. 

—Te ayudaré a recoger... 

—Deja eso —le ordenó—. Seguiremos leyéndolos 

mañana por la mañana. 

Nina se encogió de hombros y echó a andar hacia 

la puerta. 

—Iré por mis cosas. 

Ryan la siguió y la detuvo; la sujetó por el brazo 

antes de que ella llegara a la entrada. 

—Espera. 

—¿Por qué? —preguntó Nina. 

Ryan era reacio a decírselo. 

—Mira, es tarde. No puedes ir tú sola. Y aunque 

fuera contigo, tendrías que esperarme en la puerta


Lyn Stone 

97 

mientras echo un vistazo a la casa. No quiero asustarte, 

Nina, pero... 

—Lo sé —lo interrumpió—.Yo tampoco tengo ganas 

de tentar la suerte.Gracias por sugerir que me quede. 

—No era una sugerencia. Si te hubieras negado, habría 

insistido. Sólo intentaba decidir cómo expresarlo 

sin que te pusieras hecha una furia. 

—¿Por qué crees que iba a enfadarme? —dijo, en 

apenas un susurro. Enseguida se arrepintió de haberlo 

preguntado. Ryan pensaría que se le estaba insinuando, 

y no era así. 

De pronto, lo notó muy incómodo. 

—Desde que te desnudé, temía que pensaras que, 

ya sabes, que estaba interesado. 

No sabía adónde quería ir a parar, pero no dijo una 

sola palabra para alentarlo. 

—En algo que no fuera tu seguridad, quiero decir 

—se apresuró a explicar Ryan—. No estoy interesado, 

así que no tienes por qué preocuparte. 

Bueno, aquello respondía a su pregunta antes de 

que tuviera que formularla. Nina forzó una sonrisa. La 

sentía fría en el rostro. 

—No estoy preocupada. 

—Me alegro. Es un alivio —le soltó el brazo y le 

dio una palmadita. Con un semblante que distaba de 

ser de alivio, se apartó de ella y se dio la vuelta—. Iré 

a buscarte algo con lo que dormir —le dijo sin apenas 

volver la cabeza—. Las toallas están en el armario de 

debajo del lavabo. 

—Y el jabón todavía en su envoltorio —masculló 

Nina—. Y el champú en frasquitos. Pago automático. 

Siguiente huésped, por favor —aquel hombre podría 

hacer la cama y salir del apartamento sin que nadie 

pudiera determinar si había estado habitado.



Avanzó por el pasillo y lo encontró justo cuando 

salía de su dormitorio. 

—Toma —dijo él, y le pasó una camiseta blanca 

nueva y unos pantalones cortos de deporte—. Son las 

prendas más pequeñas que tengo. 

No exactamente, pensó Nina al mirarlo a los ojos. 

Lo más pequeño que poseía era su confianza en los 

compromisos de cualquier índole. Nina no necesitaba 

ser psiquiatra para deducirlo. 

Ryan estaba tumbado de espaldas, esperando a que 

sonara la alarma. Con las manos entrelazadas en la 

nuca, la sábana retirada de las piernas, miraba fijamente 

el ventilador del techo. Giraba y giraba, igual que 

sus pensamientos. Por primera vez en años, era incapaz 

de centrarlos en el caso que tenía entre manos. 

Nina Caruso le estaba desordenando la mente, 

echando a perder la lógica y el trabajo. Si no podía mirarla 

con ojos de policía en lugar de tragarse cada palabra 

que decía y observar aquellos labios sensuales 

mientras las formaba, más le valdría abandonar aquella 

profesión por completo. 

Y, entonces, ¿qué harías?, preguntó una perversa 

vocecita interior. ¿Trabajar de camarero? ¿Construir 

barcos con tu padre? ¿Refugiarte en un rincón y beber 

sin parar? 

Había hecho todo aquello y otras cosas de las que 

no se sentía orgulloso y que apenas recordaba.Aquella 

mujer podía destruirlo por completo, y él estaba a punto 

de permitírselo. «Sácatela de la cabeza», lo apremiaba 

la voz. 

Claro. Entra en la habitación contigua y acuéstate 

con ella. No sería muy difícil; ella se sentía atraída ha-


Lyn Stone 

99 

cia él.Y en cuanto Nina supiera por qué la había seducido, 

querría alejarse de él tanto como el rey Marcus 

se lo permitiera. 

«Y a mí me echarían del trabajo», se dijo Ryan. El 

rey no lo mantendría en el caso si llegaba a tales extremos 

para deshacerse de ella. 

—¿Ryan? —lo llamó ella en apenas un susurro desde 

el umbral. Durante un segundo pensó que era un 

sueño, uno de ésos en los que uno está despierto. 

—¿Qué? —preguntó, sin moverse. 

—He oído algo —dijo Nina en voz baja; se coló en 

el umbral y se pegó a la pared—. Creo que hay alguien 

en el apartamento contiguo. Las paredes son... 

—hizo un gesto de indefensión—. Ya sabes... tocan 

una con la otra. 

Rápidamente, Ryan se levantó de la cama y se puso 

los pantalones. Comprobó el arma y, con la mano libre, 

apretó a Nina aún más contra la pared, ordenándole en 

silencio que se quedara donde estaba. 

Sus pies desnudos no hacían ruido sobre la alfombra 

mientras recorría rápidamente el pasillo y atravesaba 

el salón. Con cuidado, abrió las cerraduras bien engrasadas, 

cerró de nuevo la puerta al salir y avanzó por 

el pasillo exterior hasta la puerta de Nina. Estaba entreabierta. 

Le dio una patada y se apretó contra la pared exterior. 

Nadie salió corriendo. No hubo tiros. Entró agazapado. 

Despacio, recorrió la vivienda, comprobando 

cada posible escondite con el arma preparada. 

Practicó la clásica entrada policíaca que había realizado 

incontables veces en su profesión. Había sabido 

que el apartamento estaba vacío nada más entrar. La 

sensación era distinta, se percibía un olor de expectación, 

una tensión en el aire, cuando había un criminal.



Sin embargo, conocía a camaradas que habían muerto 

confiando en ese instinto. 

Encendió las luces. El salón estaba intacto, así que 

se dirigió a los dormitorios para revisarlos con las luces 

encendidas. En el que Nina había dormido la noche 

posterior al incendio, Ryan vio una enorme mancha 

de agua en la pared de color melocotón que 

tocaba con su apartamento. Los cristales del vaso de 

agua que recordaba haberle dejado en la mesilla salpicaban 

el suelo debajo del charco. 

¿Robo? No.Arrojar el vaso contra la pared indicaba 

enojo. El que había entrado allí había esperado encontrar 

a Nina dormida en la cama. Regresó corriendo a 

su apartamento, abrió la puerta y entró. Ella estaba 

justo donde la había dejado. 

—¿Quién era? —preguntó con una vocecita. Ryan 

decidió no tocarla. 

—Ya no había nadie cuando llegué. Pero sí, había 

entrado alguien.Y debió de enfurecerse al no encontrarte, 

porque rompió un vaso contra la pared. Ha debido 

de ser eso lo que has oído. 

Ella tenía los ojos como platos. Movió la cabeza. 

—Llevo todo el dinero, los cheques de viaje y el 

pasaporte en mi bolso, que tengo aquí. Allí no había 

nada que robar. ¿Podría ser ése el motivo de su ira? 

Ryan asintió. 

—Quizá fuera eso lo que buscaba. 

—Pero no lo crees, ¿verdad? 

—No —se guardó la pistola en el cinturón, a la espalda. 

De pronto, ella lo abrazó. De su garganta salió un 

único sollozo y, después, se quedó callada, temblando, 

respirando apenas o conteniendo el aliento. 

—Eh, nena, tranquila —se oyó decir—.Todo saldrá


Lyn Stone 

101 

bien —cerró las manos en torno a la cintura y al cuello 

de Nina; después, la estrechó con fuerza. 

No podría haber hablado aunque alguien le hubiese 

puesto una pistola en la cabeza. La emoción lo sofocaba.Tenía 

los ojos fuertemente cerrados y le ardían 

las lágrimas detrás de los párpados. ¿Cuánto tiempo 

hacía que no abrazaba a nadie como estaba abrazando 

a Nina? ¿A alguien que le pedía consuelo después de 

una pesadilla? ¿A alguien que le importaba de verdad? 

Estuvo a punto de apartarla, pero fue incapaz. Ella 

lo necesitaba. Más tarde podría apartarse y reconstruir 

sus defensas. De momento, se limitaría a abrazarla. 

Ursula Chambers se erguía en las sombras, aferrándose 

a la empuñadura de la enorme hoja que se había 

guardado en el bolsillo de su chaqueta de verano. Situaciones 

desesperadas exigían medidas desesperadas. 

Con nerviosismo, observó la puerta del apartamento 

que acababa de abandonar. 

No debería haber arrojado el vaso contra la pared. 

Nada más hacerlo se había arrepentido de perder los 

estribos. Había esperado encontrar a la mujer durmiendo 

allí. Pero no, debía de estar en la cama con ese detective 

del apartamento contiguo. La muy furcia. 

La hermana de Desmond. ¿Por qué Desmond no le 

había mencionado nunca que tenía una hermana? Seguro 

que le había hablado de su plan. Seguro que habían 

estado compenetrados desde niños, a juzgar por 

la rapidez con que ella había viajado a Montebello 

para reclamar justicia para su amado hermano. ¡Qué 

mentira! Y en la televisión, además. Le estaba enviando 

un mensaje a Ursula con esa declaración, intentando 

forzar un encuentro para sumarse a la empresa. Quería



unirse a la acción. Ni hablar. La hermanita de Des no 

iba a ver ni un centavo. 

Había ido a la casa de huéspedes, seguramente, 

para buscar la dirección de Ursula. El fuego había estado 

a punto de resolver el problema.Al menos, había 

eliminado cualquier prueba que ella hubiera podido 

dejar allí, que había sido el plan original. El pendiente 

perdido la molestaba. Sabía que debía de habérsele caído 

en la casa de Des. Quizá hubiera dejado cabellos y 

cosas de las que los policías podrían sacar el ADN. 

Confiaba en que no hubieran tenido tiempo de hacerlo 

antes del incendio. En las noticias no hablaban de 

ningún descubrimiento. 

Maldito fuera su mal genio, no había querido matar 

a Desmond. Él había sido su billete a la fortuna. Pero 

sortearía ese problema cuando llegara el momento, 

pensó Ursula, conteniendo el impulso de llorar. No lo 

necesitaba. ¿Por qué se había puesto tan furiosa? 

Se sorbió las lágrimas y decidió pensar en positivo. 

El truco de entrar en el palacio con el último grupo 

de turistas para luego quedarse rezagada y ocultarse 

en los jardines había funcionado de maravilla. Salir 

con el grupo de trabajadores de emergencia que había 

apagado el incendio, también. Nadie sabía que Ursula 

Chambers había estado en la finca del palacio.Tenía 

el instinto de un James Bond femenino. Pensando 

en ello, se consoló un poco por no haber podido deshacerse 

de la joven Caruso ni con el incendio ni con 

el cuchillo. Habría otras oportunidades. La pregunta 

era: ¿durante cuánto tiempo mantendría el secreto la 

hermana de Desmond? ¿Se cansaría pronto de intentar 

unirse al plan de entregar a la familia real el bebé 

del príncipe? En ese caso, quizá delatara a Ursula para 

obtener una recompensa.


Lyn Stone 

103 

Tendría que hacer algo en los próximos días, antes 

de que Gretchen llegara con el niño. Cuando Ursula 

les entregara el bebé a los reyes, nada impediría que 

ella sola se adjudicara el triunfo. A no ser que la hermana 

de Des guardara silencio y recurriera el chantaje. 

Quizá fueran ésas sus intenciones. 

En cualquier caso, sería un desastre. Nina Caruso 

debía desaparecer. 

Ursula observó cómo se apagaban las luces del apartamento 

de la mujer y se encendían otra vez en el contiguo. 

Demasiado tarde para hacer algo aquella noche. Se 

dio la vuelta y avanzó deprisa hacia el coche de alquiler 

que había aparcado a dos manzanas de distancia, tratando 

de idear la manera de acabar con la amenaza. 

Un miembro del equipo de rescate de la noche anterior 

había mencionado que el detective que había sacado 

a Nina por la ventana era un norteamericano, Ryan 

McDonough. Si esa mujer había contratado a un detective 

privado para buscarla a ella o,peor aún,para localizar 

al cómplice de Desmond, quizá ella tuviera que contratar 

a alguien para contraatacar. Conocía al tipo perfecto. 

No era muy inteligente,pero terriblemente codicioso. 

Quizá pudiera convencerlo para que hiciera dos 

por el precio de uno si le prometía algunos beneficios.A 

fin de cuentas, tenía lo que hacía falta para persuadir 

a cualquier hombre. Desmond se lo había dicho 

una vez, cuando estaban... Bueno, ya no debía 

pensar en eso, en lo unidos que habían estado, en los 

planes que habían urdido juntos. A lo hecho, pecho; 

debía reorientar el plan. 

Ryan notificó lo ocurrido a la policía y al ayudante 

del rey, pero regresó al apartamento de Nina y reco-



gió los fragmentos de cristal él mismo, los guardó en 

una bolsa y llamó a Joe para que los recogiera y buscara 

alguna huella. De ningún modo le indicó a la policía 

que el allanamiento de morada pudiera estar relacionado 

con el incendio. Existía la posibilidad de que 

no lo estuviera y, si lo estaba, no quería que lo sacaran 

en las noticias de la noche. 

Sabía que no tardarían en llamarlo del palacio.Anticipándose 

a ello, le había llevado a Nina un vestido, zapatos 

y maquillaje de su apartamento. Ella había reaccionado 

con una gratitud absurda a aquel «detalle», 

sobre todo, porque llevarla al palacio era el paso previo 

a deshacerse de ella. 

Diablos, detestaba que Nina se estuviera comportando 

de manera tan poco característica aquella mañana. 

Echaba de menos su actitud osada.Toda aquella 

dulzura y cooperación debían significar que estaba 

muerta de miedo. 

Se puso un traje y se estaba anudando la corbata 

cuando sonó el teléfono. 

—McDonough —contestó. 

—Su Majestad requiere su presencia en su despacho 

a las diez y media, señor. La señorita Caruso debe 

acompañarlo. 

—Por supuesto —dijo Ryan, y se guardó el móvil. 

Quizá aquella mañana el rey Marcus atendiera a razones 

y la enviara a su casa. No había duda de que él lo 

haría. 

—Estoy nerviosa —reconoció Nina cuando se 

dirigían en coche al palacio. No hacía más que jugar 

con el cinturón del asiento y mirar por las ventanillas. 

—No me extraña —comentó Ryan, manteniendo la 

mirada puesta en el espejo retrovisor mientras conducía.


Lyn Stone 

105 

—Pienso quedarme, ¿sabes? —declaró ella con más 

de un ápice de su desafío acostumbrado. 

Ryan no replicó.Ya se desahogaría con el rey cuando 

descubriera que no tenía elección.


8 

Nina sólo se fijó de pasada en la opulencia del interior 

del palacio. Su mente estaba ocupada elaborando 

argumentos para que el rey Marcus le permitiera 

quedarse en Montebello. 

Un anciano encorvado y serio de unos ochenta 

años los saludó a la entrada del despacho del rey. 

—Su Majestad los recibirá de inmediato —declaró, 

y abrió una puerta de madera labrada. 

El rey Marcus se puso en pie cuando entraron. 

Ryan hizo una inclinación formal y Nina, una profunda 

reverencia. El rey carraspeó y con un pequeño movimiento 

de mano les indicó que se incorporaran. 

—Gracias por venir. 

—Es un honor, Majestad —repuso Ryan. Como si 

hubieran tenido elección. El rey señaló las sillas de 

franjas de satén situadas delante del escritorio. 

—Sentaos. 

Nina se sentó en el borde de la silla y entrelazó las 

manos con fuerza en el regazo. Aunque era su segun-


Lyn Stone 

107 

da cita con el rey Marcus, no podía evitar sentir admiración. 

Era el único rey al que había conocido en persona, 

y el único al que llegaría a conocer. El tío de 

Desmond. 

Buscó algún parecido con su hermanastro, pero 

no encontró ninguno aparte de una levísima hendidura 

en la barbilla. La del rey era apenas perceptible, 

mientras que la de Desmond había sido prominente. 

El rey la miró directamente a los ojos. 

—El incidente de anoche debió de darle un buen 

susto, señorita Caruso —dijo—. ¿Se ha recobrado ya? 

Nina asintió con rapidez. 

—Sí, señor. Estoy bien. 

El rey asintió; después, dirigió la mirada a Ryan. 

—El avión estará listo para llevar a la señorita Caruso 

a California esta misma tarde. Hasta entonces, 

sigo encomendándote su seguridad. 

Nina se puso en pie y empezó a negar con la cabeza 

antes de que el rey hubiese terminado de hablar. 

—No, por favor, Majestad. Tengo que quedarme 

aquí. 

Miró a Ryan como si pudiera respaldarla, cuando 

sabía muy bien que no podía hacerlo. Y ninguna de 

las razones que había estado pensando justificaba su 

presencia en Montebello. Al menos, ninguna que pudiera 

contarle al rey y, menos aún, en presencia de 

Ryan. 

El rey le indicó que se sentara. Cuando lo hizo, la 

observó durante todo un minuto, con su mirada oscura 

e intensa, antes de hablar. 

—¿Sabe de algún enemigo que quiera destruir a la 

familia Caruso? 

La sola idea la hacía estremecerse. Jamás se le había 

ocurrido que pudiera tratarse de alguien conocido.



—No, señor, ¡por supuesto que no! Desmond nos 

dejó cuando tenía veinte años para venir a vivir aquí. 

No ha vuelto y, por tanto, no ha podido hacer enemigos.Y 

yo no tengo ninguno, que yo sepa. Desde luego, 

nadie que estuviera dispuesto a venir tan lejos para 

deshacerse de mí —frunció el ceño y se quedó pensativa 

un minuto—. Todo el mundo quería a mi padre. 

Era un buen hombre. No puedo creer que lo que esté 

sugiriendo sea factible. 

—Muy bien —dijo el rey—. Entonces, debo deducir 

que nos enfrentamos con alguien de aquí. 

—No, Majestad —intervino Ryan—. No debemos 

dar nada por hecho hasta que no poseamos más información. 

—De acuerdo —reconoció el rey—. ¿Tienes alguna 

teoría que desees compartir? 

Nina esperó, conteniendo el aliento, mientras Ryan 

organizaba sus pensamientos. Cuando empezó a hablar, 

lo hizo con firmeza. 

—Sí. Creo que alguien mató a Desmond Caruso 

en un ataque de rabia, sin premeditación. Cuando 

comprendió que Desmond había muerto, intentó 

destruir cualquier posible prueba. Frotó el arma y 

los demás objetos que pudiera haber tocado en la 

casa de huéspedes. Pero aún quedaba la posibilidad 

de que encontraran algún rastro de prueba, cabellos, 

fibras y demás. Por tanto, el incendio estaba pensado 

para evitarlo —hizo una pausa; después, prosiguió—. 

El hecho de que prendieran fuego a la casa tras el 

barrido inicial de la policía indica que el asesino, o 

bien creía que las pruebas no habían sido recogidas, 

o no había tenido ocasión de provocar antes el incendio. 

—¿Y qué me dices de que yo me quedara atrapada


Lyn Stone 

109 

en el cuarto de baño? —inquirió Nina—. Quienquiera 

que fuera, también pensaba matarme. ¿Por qué? 

Ryan sonrió. 

—Es una buena pregunta, ¿verdad? Saliste en la 

tele diciendo por qué habías venido a Montebello. 

Quizá estuvieras en el lugar propicio en el momento 

propicio —declaró—. Desde el punto de vista del asesino, 

claro está. El intento de acabar con tu vida fue 

un delito de oportunidad. 

—¿Y el intruso de anoche? 

Ryan frunció el ceño. 

—Ahora mismo, lo único que puedo hacer es suponer. 

Si descartamos la venganza, el asesino o bien 

teme que averigües la verdad o que sepas algo que 

pueda incriminarlo, o bien te odia sencillamente porque 

eres pariente de Desmond.Y no olvidemos la codicia. 

¿Quién se beneficiaría si murieras? 

Nina cerró los ojos y se inclinó hacia delante con 

el rostro entre las manos. 

—No lo sé. No me quedan muchos parientes, salvo 

mis dos primos de Milán. Ni siquiera los conozco. 

—Localiza a esos primos —le ordenó el rey a Ryan. 

A ella le dijo—: Hasta que juzguemos si la amenaza 

contra su vida se limita a esta isla, estará más segura 

aquí que sola en California. 

Se puso en pie, dando a entender que la audiencia 

había terminado. Ryan se levantó de inmediato y le 

tendió la mano, como si pensara que ella necesitara 

ayuda. La verdad era que Nina sentía débiles las piernas 

y que la mente le daba vueltas con aquella nueva 

posibilidad. 

El rey pulsó un botón de su escritorio y su secretario 

apareció de inmediato. 

—Debéis dejar vuestros apartamentos —dijo el



rey—.Albert se ocupará de que uno de los coches os 

lleve directamente al Hotel Real.También os reservará 

una suite en la planta asignada a nuestros invitados. 

Allí estaréis seguros, y el hotel está cerca de la comisaría 

y del palacio. Recogerán vuestros objetos personales 

y os los entregarán esta tarde —inclinó la cabeza a 

modo de despedida—. Cuidaos. 

—Gracias, Majestad —dijo Ryan, e hizo otra reverencia. 

Nina lo imitó, sintiéndose torpe y más conmocionada 

que cuando había entrado en el despacho del rey. 

Mientras deshacían lo andado por el largo pasillo de 

mármol que conducía a la entrada, Ryan daba la impresión 

de estar a punto de estallar. Nina comprendió que 

había confiado en que el rey la enviara de vuelta a casa. 

¿Y si el rey la hubiera enviado a California? ¿Y si el 

asesino la hubiera seguido hasta su casa y Ryan no hubiera 

estado allí para protegerla? Le cubrió la mano 

allí donde la sujetaba con fuerza por el brazo. Ryan le 

lanzó una mirada impaciente, con la mandíbula contraída. 

Pero cuando ella se fijó, vio que estaba lúgubre 

más que enfadado. 

—¿Por qué estás tan impaciente por deshacerte de 

mí? —susurró Nina. 

Ryan guardó silencio durante tanto tiempo que 

pensó que no iba a contestar. Cuando habló, lo hizo 

con voz grave y brusca, sin mirarla. Cerró la mano con 

fuerza en torno al brazo de Nina. 

—Porque quiero que te quedes. Lo deseo demasiado.Y 

ahora, no hay elección. ¿Satisfecha? 

—En realidad, no —dijo Nina entre dientes. 

Ryan intentó hacer caso omiso de la reacción de 

Nina al Hotel Real de Montebello. Lo molestaba te-


Lyn Stone 

111 

ner que trabajar desde allí. Estaban esperando el ascensor 

que los llevaría a la sexta planta. 

—¡Mira esto! —insistió, de espaldas a las puertas 

de los ascensores, contemplando con admiración el 

decorado de mármol y motivos dorados del vestíbulo—. 

Es natural que el palacio sea espléndido, así que 

eso no me sorprendió, pero esto... —señaló el voluminoso 

mostrador de recepción flanqueado por enormes 

adornos florales, las pesadas cortinas de seda de 

los ventanales y los magníficos cuadros de marcos dorados. 

—A mí me resulta cargante —masculló Ryan, que 

prefería la sencillez.Aquello era demasiado—. Sólo espero 

que no nos endosen la cuenta. 

Nina rió. 

—El rey no nos habría enviado aquí si pensara 

hacernos pagar. El gerente le dijo al recepcionista 

que nos registró que éramos huéspedes de Su Majestad. 

—Sí, lo he oído —reconoció Ryan cuando las puertas 

se abrieron y entraron en el ascensor—. Dudo que 

nos dejen solos el tiempo suficiente para hacer algo de 

provecho. Las doncellas entrando y saliendo, las comidas 

y todo eso. Odio los hoteles. 

—Bueno, no sé cómo puedes detestar este lugar 

—declaró Nina, y deslizó el dedo índice por la barandilla 

dorada que los rodeaba por los tres costados. 

Atrapado en el esplendor, pensó Ryan con enojo. Con 

Nina. ¿Cómo iba a centrar la mente en el trabajo cuando 

había estado imaginándolos disfrutando de todo 

aquello en otras circunstancias?—.Vamos, aguafiestas, 

cálmate —lo regañó Nina cuando sonó el timbre del 

ascensor y se abrieron las puertas—. Al menos, aquí 

no tendrás que calentarte la sopa.



—Y tú no tomarás gachas —replicó, y la apartó 

para localizar el número de la suite. 

La zona común de la suite que iban a compartir no 

tenía nada de común. Las paredes estaban cubiertas de 

seda con motivos y, los sofás, tapizados en tela de damasco 

a franjas.La ostentación primaba sobre la comodidad. 

—Al menos, tiene un escritorio —dijo Ryan; se 

quitó la chaqueta y la arrojó sobre uno de los brazos 

del sofá. Después, tiró del nudo de la corbata para 

aflojárselo—. No podremos hacer nada hasta que nos 

traigan nuestras cosas. 

—¡Cielos! 

—¿Qué pasa? —se acercó corriendo a la puerta 

del dormitorio en el que Nina se encontraba de pie, 

boquiabierta. 

—¡Mira! —susurró ella al tiempo que alargaba la 

mano y lo sujetaba por el antebrazo—. ¡Parece un escenario 

de película! 

Ryan miró.Y muy a su pesar, se quedó impresionado. 

Pan de oro,raso y encaje.Blanco,todo blanco y dorado. 

—Sí, pero ¿la película transcurre en Las Vegas o en 

el palacio de Windsor? Cuesta trabajo saberlo. 

Ella rió. 

Ryan se apartó y se dirigió al baño. Incapaz de hablar, 

se limitó a señalar y a mover la cabeza. Ella se 

reunió con él y entró en el cuarto con espejos. Se sentó 

sobre la plataforma de mármol rosa que rodeaba 

una enorme bañera con grifería dorada. 

—¿Ryan? 

—¿Qué? —preguntó, frunciendo el ceño al ver que 

los zapatos se le hundían en la mullida alfombra de color 

marfil. 

—Creo que nos han dado la suite nupcial por error. 

¿Has visto esas pinturas de desnudos del dormitorio?


Lyn Stone 

113 

—Maestros clásicos, estoy seguro —dijo Ryan. 

—¿Ves esto? —señaló la selección de exóticos aceites 

de baño—. ¿O crees que éste es el trato que reciben 

todos los huéspedes? No creerás que el rey... 

—¿Nos esté emparejando? —Ryan se quedó pensativo—.Ya 

tiene bastantes cosas de que ocuparse para 

hacer de casamentero. No, no creo que sea cosa suya 

—de pronto, tuvo una idea—. Pero ahora que lo pienso, 

Lorenzo... 

—¿Lorenzo el duque? 

—Bingo —dijo con ironía—. Ya ha intentado emparejarme 

otras veces —de pronto, montó en cólera—. 

¡Debe de ser eso! —giró en redondo y regresó al 

dormitorio—. ¿Por qué si no nos ha dado una suite en 

lugar de habitaciones privadas? ¿Y por qué esta suite 

en concreto? Maldita sea, parece un prostíbulo de lujo. 

¿En qué diablos estaría pensando? 

Nina lo siguió y se dejó caer sobre el edredón de 

raso. Se cubrió la cara con las manos. Se estaba riendo. 

—¿Qué te hace tanta gracia? 

—Tú —contestó ella—. Jamás te había oído hablar 

tan deprisa —lo miró entre dos dedos juguetonamente—. 

Vamos, Mac. ¿Qué ha sido de tu sentido del humor? 

Además, ¿cuál es el problema? ¿Temes que me 

aproveche de ti? 

—Ten cuidado con cómo formulas las preguntas, 

Nina. Puede que te tome la palabra. 

En realidad, tenía más miedo de lo que él pudiera 

hacerle a ella, porque dudaba que Nina reaccionara 

bien a una aventura de una sola noche. O de una sola 

semana. O el tiempo que hiciera falta para cerrar 

aquel caso. Después, Ryan heriría sus sentimientos, y 

no quería hacerlo. No quería sentimientos de ningún 

tipo.



Pero quería sexo. 

Se sentó en el borde de la cama, con cuidado de 

mantener unos treinta centímetros de distancia entre 

ellos. 

—Muy bien, listilla, ¿qué sugieres? 

—Hacer como si no nos hubiéramos dado cuenta 

—dijo—. O mantener el suspense. 

—O seguirles el juego —dijo Ryan antes de poder 

contenerse. Se inclinó hacia ella. Dios, Nina era como 

un imán. Se obligó a incorporarse un poco y a arrancar 

la mirada de sus labios—. Olvida lo que he dicho. 

—No —replicó, en apenas un susurro—. Podría 

ser... buena idea —le tocó la mano que tenía apoyada 

en el borde de la cama. Unos dedos esbeltos le acariciaron 

los nudillos hasta las muñecas. 

—Cuidado con lo que haces, cielo —gruñó Ryan 

mientras le recorría el cuerpo con una mirada de advertencia. 

Ella sonrió y enarcó una delicada ceja. 

—¿Te asusto, señor Detective Grande y Malo? 

Ryan inspiró hondo y exhaló el aire despacio. 

—Sí. ¿Te sientes mejor así? 

—Podría —susurró Nina, con sus largas pestañas 

oscuras a media asta y los labios entreabiertos a modo 

de invitación. 

Ryan no podía creer que fuera a ceder con tanta 

facilidad, pero le pareció lo más natural del mundo inclinarse 

sobre aquella mujer sensual y sonriente y renunciar 

a su cordura a cambio de un beso. Ella tenía 

la boca suave, acogedora, generosa, así que él tomó, 

exigió y saqueó. Nina no tenía derecho, pensó, a ser 

tan dulce. Increíblemente dulce y suculenta, como 

melocotones maduros todavía calientes por el sol. 

Nina emitió un ronroneo de advertencia que vibró 

por toda la sangre de Ryan como un desafío.


Lyn Stone 

115 

Cuando quiso darse cuenta, la había cubierto por 

completo, aplastándola para sentir el contacto de sus 

senos en el pecho, de su feminidad en su erección, y 

se movía parodiando desvergonzadamente lo que realmente 

querían hacer. Notó que ella lo empujaba. Rompiendo 

el beso, se apartó a un lado y enterró el rostro 

en el raso resbaladizo del edredón. 

—Está bien, dame un minuto —Ryan inspiró hondo 

para no jadear, maldiciendo en silencio el embriagador 

olor de melocotones maduros que no lo abandonaba. 

Con esfuerzo, se incorporó en un codo y la 

miró—. Lo siento —dijo—. Pero tú te... 

—Me lo he buscado —terminó Nina—. Lo sé. Pero 

me estaba resbalando sobre este endiablado edredón. 

Podríamos haber acabado en el suelo. Si vamos a hacerlo, 

no malgastemos todo este lujo. 

Nina alargó el brazo y retiró el borde del edredón 

de las almohadas de ridículos volantes y el cabecero 

tapizado en raso. Ryan no pudo evitar sonreír. 

—¿Estás segura? 

—No.Y tú tampoco, pero eso no va a detenernos, 

¿verdad? 

Ryan deslizó un dedo por la mejilla aterciopelada 

de Nina y le tocó los labios. 

—Detesto reconocerlo, pero no estoy preparado. 

No tengo protección. 

Ella cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el 

suave colchón, frustrada.A Ryan le encantó. 

—Podría llamar al servicio de habitaciones —se 

ofreció. 

Ella emitió un grito casi silencioso en lo más profundo 

de su garganta. Él rió y deslizó el dedo por el 

cuello desnudo hasta la uve de la blusa. 

—Veamos hasta qué punto estamos en la suite



nupcial —Ryan se inclinó hacia la mesilla de noche y 

abrió el cajón—. Santo Cielo. De colores. 

Nina se incorporó un poco y echó un vistazo. 

—Vaya, ya veo que nuestro amigo el duque es muy 

optimista. 

Ryan volvió a tumbarla sobre la cama y se hizo 

hueco mientras se quitaba los zapatos. 

—Y tú, querida mía, eres una niña mala, muy mala. 

—Una condición pasajera, te lo aseguro —dijo 

Nina, y se estremeció cuando él enterró los labios en 

la curva de su cuello—. Puedo ser bastante buena. 

—Bueno, no empieces ahora —le advirtió Ryan juguetonamente, 

pero cuando ella se puso un poco tensa, 

se apartó y él la miró, tratando de descifrar si se 

sentía cómoda con la situación—. ¿Te estás echando 

atrás? 

Ella la miró con cierta timidez. Estaba adorable. 

—No exactamente. Pero deberíamos llegar a algún 

tipo de entendimiento, ¿no crees? —preguntó Nina. 

—Adelante —dijo él. Estaba empezando a enfriarse 

considerablemente. 

—¿Sin ataduras? —preguntó en tono esperanzado, 

mientras jugaba con el vello de su torso. 

Ryan suspiró de alivio. Pero también experimentó 

una punzada de pesar por que las cosas tuvieran que 

ser así. Y que realmente quisiera que fueran así. Le 

tapó la mano con la suya. 

—¿Lo has hecho así antes? —preguntó Ryan. 

—¿Qué tal si no intercambiamos historias de guerra? 

Él sonrió y se llevó los dedos de Nina a los labios. 

—No intercambiaremos nada más que los chicles, 

¿de acuerdo? 

Nina asintió y cerró los ojos. Su boca era tan tenta-


Lyn Stone 

117 

dora que Ryan tuvo que saborearla de nuevo. En aquella 

ocasión se hundió más, dejando que su mente se 

nublara de placer, apartando el pasado a los rincones 

oscuros de la memoria. Nada de historias de guerra ni 

de recuerdos. Sólo aquel dulce olvido que borraba 

todo menos la pasión candente que lo recorría. 

Las palabras quedas de aliento de Nina lo hicieron 

ir más deprisa de lo que pretendía. Necesitaba tocar, 

reclamar la suave firmeza de sus senos, deslizar los dedos 

debajo de aquella seda para descubrir lo que había 

debajo. 

Perdido en un anhelo irracional, tiró de botones, 

corchetes, cremalleras y telas hasta que ella se retorció 

debajo de él, como debía ser. Sintió las manos de 

Nina en su cuerpo, retirándole con frenesí la camisa 

de los hombros. Él se la quitó y se incorporó para despojarse 

del cinturón. Ella ya tenía los dedos en la cintura 

de Ryan y le estaba bajando pantalones y los calzoncillos. 

Él terminó de desembarazarse de la ropa y 

se tumbó por entero sobre ella, disfrutando del tacto 

de su piel, de su calor. 

«Pídele que se esté quieta. Ralentiza». Una parte racional 

de su mente intentaba interferir, pero Ryan no 

le hizo caso. En cambio, enterró su boca en la de ella 

mientras abría rápidamente un condón, se lo ponía y 

la penetraba con un gemido primitivo que fue incapaz 

de suprimir. 

Durante un segundo, el placer lo aturdió tanto que 

creyó que todo había acabado. Después, ella empezó a 

latir en torno a él, volviéndolo a la vida tan deprisa y 

con tanta fuerza que Ryan jadeó. Luchó por controlarse, 

un esfuerzo crucial para cualquier hombre que se 

preciara como amante. Vagamente, comprendió que 

quizá nunca volvería a estar donde estaba y que quería



quedarse allí tanto tiempo como fuera humanamente 

posible. 

Manteniéndola inmóvil con el peso de su cuerpo, 

se obligó a centrarse en la cara de Nina, a acariciar la 

suavidad de su mejilla, sus cejas, a lamerle el oído con 

los labios, a negar la exigencia casi abrumadora de retirarse 

y volver a penetrarla hasta que encontraran la 

liberación. 

—¡Saboteador! —le espetó Nina entre dientes, y 

logró mover las caderas. 

—No —gruñó, más para rechazar la exigencia de 

Nina que su acusación, pero sabía que había perdido 

la batalla—. Maldita seas. 

Aun así, intentó postergarlo, prolongarlo hasta que 

ella llegara a la meta. El sudor le resbalaba por la frente 

y le caía sobre los ojos. La respiración le abrasaba la 

garganta. La necesidad de poner fin a aquello vibraba 

como un tambor incesante en sus partes bajas. 

Le resultaba tan difícil concentrarse que el éxtasis 

lo tomó por sorpresa. Las contracciones rápidas y tensas 

del cuerpo de Nina provocaron una reacción que 

él jamás había experimentado con nadie. 

Ryan desistió de intentar controlarse y se hundió de 

corazón en un placer tan irracional que cobró vida propia. 

Una y otra vez, la penetraba, cambiando el ángulo, 

buscando algo más de ella que poseer, que conocer. 

El gemido de Nina brotó al tiempo que volvía a tensarse 

en torno a él y Ryan se derramó dentro de ella 

con todo lo que era y deseaba ser. Sus sentidos, tan absortos 

en el sonido, la imagen y la fragancia de Nina, se 

afilaron hasta alcanzar una claridad casi dolorosa. 

Como barras candentes, sentía cada uno de los dedos 

de Nina en la espalda, y el contacto de sus uñas 

cortas era un glorioso pinchazo de realidad.


Lyn Stone 

119 

Cada matiz de la voz de Nina invadió su mente y 

buscó en ella un lugar en que vivir. Sus esencias combinadas 

se elevaban en torno a ambos, incienso para 

los dioses.Almizcle, melocotones dulces y sexo. 

Ryan inspiró hondo, se rindió a lo que lo había poseído 

y se limitó a abrazarla, sin saber, sin ni siquiera 

importarle, lo que ocurriría a continuación.


9 

Nina fingía dormir. No pensaba echar a perder 

aquellos momentos hablando con Ryan. Al menos, 

mientras siguiera flotando en un estado de euforia. 

No tenía que ser un genio para adivinar que él lamentaría 

lo ocurrido en cuanto quedara atrás el placer. 

Posiblemente, ella lo lamentaba más que él. No, 

cualquier palabra que pudieran decirse en aquellos 

momentos desembocaría en una discusión. 

Exhalando un largo suspiro de satisfacción, dejó 

que su cuerpo siguiera siendo una masa relajada de 

contentamiento e intentó no pensar en nada. 

No pudo. El hecho de que Ryan estuviera tumbado 

medio encima de ella, con uno de sus bíceps cómodamente 

apoyado bajo el pecho de Nina y la piel húmeda 

junto al costado de ella, no la ayudaba. 

La urgencia abrumadora con la que se habían unido 

casi la asustaba aunque, realmente, no le había importado. 

¿Alguna vez encontraría a alguien que la hiciera 

sentirse así?


Lyn Stone 

121 

Ryan se entregaba a la pasión como hacía todo lo 

demás. Como si, hambriento, le hubieran ofrecido un 

largo almuerzo. Ninguna mujer podía resistirse a eso. 

Bueno, lo había permitido por una sola razón: para 

descubrir si lo que sentía por Ryan era sólo deseo, nada 

sustancial. Pero en aquellos momentos, parecía bastante 

sustancial. Podía llegar a amar a aquel hombre. Lo 

amaría si no tenía cuidado, quizá ya lo estuviera amando 

un poco. Seguía sin saber lo que él sentía por ella, 

salvo que le molestaba desearla. Sin duda, sería un error 

llevar su relación más lejos. Él no era el tipo de hombre 

que buscaba y ella no era la mujer ideal para él. 

Ryan se apartó un poco, como si quisiera levantarse 

sin despertarla. Para facilitárselo, Nina se dio la vuelta 

y se acurrucó en las cómodas almohadas de plumas. 

Quería que se fuera. Si Ryan seguía en la cama, 

¿quién sabía lo que podría ocurrir? Ella, sí.Aquel cuerpo 

largo y musculado era pernicioso para su paz mental, 

para su debilitada determinación y también para 

su intento de permanecer físicamente satisfecha. 

Unos segundos después, notó cómo la cubría con 

algo. Aunque no podía oír sus pasos sobre la mullida 

alfombra, sabía que había salido del dormitorio. Oyó 

el clic de la puerta al cerrarse. 

Nina cedió a un largo suspiro de pesar. Se le escapó 

una lágrima y se la quitó con el dorso de la mano. Maldito 

fuera. Lo menos que podía haber hecho era ser un 

amante egoísta, pero había sido perfecto. Increíblemente 

generoso, hábil y tierno, exigiendo y tomando todo 

lo que ella podía dar. ¿Cómo iba a olvidar algo así? 

En el salón, Ryan se puso los pantalones y avanzó 

descalzo hasta el otro dormitorio. Aquél tenía menos



perifollos, advirtió distraídamente mientras se dirigía 

al cuarto de baño. 

Abrió el grifo, se echó agua a la cara y se miró con 

enojo al espejo. 

—En menudo lío nos has metido —le gruñó a su 

reflejo, y se pasó los dedos húmedos por el pelo. Bajó 

la cabeza y se echó agua fría en la nuca. 

Justo cuando se secaba, oyó el discreto sonido del 

timbre de la puerta. Sí, aquello era justo lo que necesitaba. 

Compañía. No llevaba camisa ni zapatos, y tenía 

la mirada turbia característica de un sexo alucinante. 

«Pasa, quienquiera que seas». 

Cruzó el dormitorio y el saloncito para abrir la 

puerta. Por la mirilla vio que era uno de los botones 

con un carro de equipaje. La abrió y le hizo una seña 

para que pasara. 

—Deje las maletas ahí. Yo las llevaré a las habitaciones 

—Ryan sacó un par de billetes de propina. 

De nuevo solo, se dirigió a un sofá y se repantigó 

en él, esperando a que el dolor y los remordimientos 

lo recorrieran y borraran el placer. Lo pondrían tenso 

y le producirían esa sensación de náuseas que siempre 

tenía después de aplacar su ansia con una mujer. 

Angustia, descontento, culpa. ¿Dónde estaban? Era 

extraño, pero no se materializaba ninguno de esos 

sentimientos, ni siquiera cuando estaba esperándolos, 

dispuesto a abrazarlos como si fueran viejos amigos. 

Seguía sintiéndose bien. Agotado, pero apacible y 

contento. Increíble. Durante largo tiempo, se quedó sentado, 

vacío de todo salvo quietud y gratitud. Casi sentía 

ganas de reír por aquella inesperada metamorfosis. 

¿Habría pasado su padre por aquello? ¿Explicaba 

eso por qué se había vuelto a casar cuando la madre 

de Ryan sólo llevaba muerta un año?


Lyn Stone 

123 

La idea surgió en la mente de Ryan, sorprendiéndolo. 

Nunca se había parado a pensarlo. ¿Por qué de 

repente? Quizá Nina le recordara un poco a su alegre 

madrastra. Agresiva pero vulnerable. Refinada pero 

sexy. Independiente. Hermosa. Sí, había similitudes, 

aunque ninguna de las dos se pareciera en nada a la 

otra y Trish sacara quince años a Nina. 

¿Acaso su viejo se había encaprichado con ella y 

no había podido evitarlo? ¿O se había aferrado a la 

primera mujer que no lo hacía sentirse como si estuviera 

traicionando al amor de su vida? 

La mirada de Ryan se posó en el teléfono, que estaba 

a su alcance. No, no podía llamar.Apenas había hablado 

con su padre desde hacía siete años. Una breve 

llamada en Navidad para guardar las formas, nada más. 

Su separación funcionaba, sin embargo. Su padre 

no necesitaba ningún recordatorio del dolor que había 

dejado atrás, y Ryan no quería revivir su resentimiento. 

Lo gracioso era que ese resentimiento le parecía 

miserable de repente, inútil. ¿Y qué si su padre era 

feliz con otra persona? ¿Qué más daba? 

No podía quitarse la pregunta de la cabeza. ¿Habría 

pasado su padre por lo mismo? ¿Cómo había justificado 

la felicidad con otra mujer? ¿Y con los hijos de ella? De 

pronto, se sintió muy solo. Sus emociones daban tumbos 

como una bola de acero en una máquina de pinball. 

La culpa la tenía Nina. Él ya había amoldado su vida 

a una rutina de trabajo, descanso y más trabajo.Tenía 

una razón para existir, un horario para sobrevivir. 

Descolgó el teléfono y marcó el número conteniendo 

el aliento, confiando en que nadie contestara. 

—¿Sí? 

Ryan carraspeó e inspiró hondo. 

—¿Papá?



—¿Ryan? Ryan, ¿eres tú? —la voz de su padre se iluminó 

como si alguien hubiera encendido las luces de 

Navidad. Siempre ocurría, comprendió Ryan, regañándose 

por todos los años en que no se había dado cuenta. 

—Sí, soy yo. ¿Cómo estás? 

—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo malo, hijo? 

Era lógico que lo preguntara. No era Navidad. 

—No, no pasa nada. Sólo... Sólo quería saludarte. 

—Ah, pues hola, hijo. Vaya, qué sorpresa. ¿Sabes?, 

Trish y yo estábamos hablando de ti ayer, preguntándonos 

cómo estaría el tiempo en tu paraíso en esta 

época del año. Le dije que estarías negro de tantas horas 

en la playa. Solías ser un lagarto. 

—Sí, esto es sensacional, papá. Hace buen tiempo. 

Voy a la playa de vez en cuando —hizo una pausa 

para reforzar su decisión de reconciliarse—. ¿Qué tal 

están Trish y los niños? —los hijos de su madrastra debían 

de ser adolescentes. Nunca los había visto y no 

quería hacerlo. Sólo confiaba en que hubieran reemplazado 

parte de lo que él le había arrebatado cruelmente 

a su padre. 

—¡Están todos bien! —exclamó su padre—. Dormidos 

ahora mismo, por supuesto. 

Ryan se dio una palmada en la frente y rió. 

—Dios mío, me había olvidado de la diferencia horaria. 

Siento haberte despertado. 

—No, no, no lo sientas. Me alegro de oírte, hijo. 

¿Seguro que no ocurre nada malo? 

Ryan vaciló. 

—¿Puedes hablar, papá? ¿Estás... Estás con ella? 

—No,Trish está profundamente dormida.Yo estaba 

viendo una serie, dormitando un poco.Tengo una pizca 

de insomnio —el entusiasmo de su padre se había 

enfriado un poco y había sido sustituido por el recelo.


Lyn Stone 

125 

—Papá, cuando Trish y tú empezasteis a salir, 

¿cómo... cómo superaste lo de...? ¿Olvidaste a mamá? 

Se produjo un largo silencio. Después, la voz de su 

padre se impregnó de un ápice de consuelo. 

—Jamás podría olvidarla, hijo. Jamás. Nadie, y menos 

Trish, esperaría que lo hiciera.Tu madre era una de las 

mejores mujeres que ha vivido sobre la Tierra, Ryan. 

Pero Trish también lo es. Si le dieras una oportunidad... 

—Lo haré, papá —se apresuró a prometer Ryan, 

deseando no haber llamado a su padre. Deseando poder 

poner fin a aquella llamada de inmediato sin herir 

a su padre más de lo que ya ha había hecho. 

—Hijo, ¿se trata de Trish y de mí o has conocido a 

alguien? He rezado para que lo hicieras, pero... 

—Volveré a llamarte pronto, ¿de acuerdo? 

—Ryan, Kathy no querría que sufrieras como lo has 

hecho por ella.Sé que siempre se dice lo mismo,pero... 

—Tengo que dejarte, papá —Ryan se pasó la mano 

por el pecho. Le dolía como si se le estuvieran hinchando 

los pulmones. 

—Claro, claro. Oye, no quiero entrometerme, de 

verdad, pero... 

—Ahora mismo no puedo decirte nada más —pero 

debía hacerlo. No podía evitarlo—.Te quiero, papá.Y... 

Lo siento.Díselo a Trish de mi parte.En serio. 

Colgó antes de poder decir más sensiblerías.Apretó 

los labios con fuerza y pestañeó.Algo se había movido 

en su interior, dejando un vacío. No sabía con 

qué iba a llenarlo. 

Finalmente, Nina se aventuró a salir del dormitorio. 

Había oído hablar a Ryan, pero no había querido 

salir en el estado en que estaba. No llevaba maquillaje



y tenía la ropa terriblemente arrugada. Con suerte, podría 

cambiarse antes de que otra persona, aparte de 

Ryan, la viera así. 

—Qué bien.Ya veo que nos han traído el equipaje. 

Antes de que llegara a ellas, Ryan ya había tomado 

las dos maletas de Nina y las estaba trasladando al dormitorio 

donde habían hecho el amor. 

—Tú puedes dormir aquí —dijo Ryan—.Yo ocuparé 

la otra habitación. 

Ella frunció los labios, aceptando que le había asestado 

un puñetazo en el estómago al insistir en no compartir 

habitación. De modo que habían llegado a la misma 

conclusión por separado. El alivio y el pesar la 

asaltaron con fuerza. 

Cuando Ryan salió del dormitorio,Nina le preguntó: 

—Bueno, ¿hablamos de lo de antes? 

Él la observó durante todo un minuto, con el rostro 

inescrutable. 

—¿Hace falta? 

—Supongo que no. 

—Un error, ¿eh? —dijo él. 

Ella negó con la cabeza y bajó la mirada, frotándose 

los brazos desnudos como si tuviera frío. A decir 

verdad, lo tenía. 

—Todavía no, pero podría llegar a serlo. Para uno 

de nosotros, al menos. 

Él sonrió, pero sin humor. 

—¿Para quién, crees tú? 

—Para mí —dijo Nina con sinceridad—. Necesito 

más de lo que puedes ofrecer. 

—Tienes razón, no tengo mucho. 

Se sintió tan ofendida que experimentó el deseo 

de abofetearlo, pero dudaba que él fuera a tolerarlo. 

—No me refería al dinero —le espetó.


Lyn Stone 

127 

—Yo tampoco —repuso Ryan con tristeza. 

Permanecieron de pie, mirándose a los ojos hasta 

que sonó el teléfono. Ryan no hizo ademán de contestar, 

así que Nina se acercó y descolgó. 

—¿Sí? 

—¿Está Ryan McDonough con usted, señorita Caruso? 

—preguntó una voz grave y alterada de leve 

acento italiano—. ¿Está ahí? 

—Sí, está aquí. ¿Quién lo llama? 

—Joseph Braca. ¿Ryan se encuentra bien? 

—Por supuesto, señor Braca. ¿Por qué? 

Nina lo oyó exhalar con fuerza e inspirar hondo 

de nuevo. 

—Su padre acaba de llamar. Ha dicho que temía 

por su vida. 

—¿El padre de Ryan está enfermo? 

—No —dijo Braca, con la preocupación evidente 

en la voz—. El señor McDonough teme por la vida de 

Ryan.Al parecer, Ryan acaba de llamarlo y parecía... 

Ryan le quitó el auricular de la mano. 

—¿Qué problema hay, Joe? 

Nina observó, preocupada, cómo Ryan escuchaba, 

poniendo los ojos en blanco. Después, profirió una 

carcajada sin humor. 

—Me ha entendido mal, nada más. Oye, no te preocupes. 

Lo llamaré y lo tranquilizaré. Sí, ahora mismo. 

Colgó, moviendo la cabeza y mascullando una maldición. 

—¿Y bien? —inquirió Nina—. No vas a librarte de 

darme una explicación. 

—No es nada. 

—¡Y un cuerno! Tu padre está tan frenético que llama 

a tu empleado para salvarte la vida. ¿Qué sabe? ¿Es 

que te persigue alguien?



Ryan gimió y se sentó en el sofá con la cabeza entre 

las manos. 

—¿Podríamos dejar este asunto? Tengo que llamar 

a mi padre por teléfono antes de que le dé un infarto, 

¿vale? ¿Podría disfrutar de un poco de intimidad? 

—¿Sólo para decirle a tu padre que todavía no estás 

muerto? Creo que no. Quiero oírlo. 

Ryan entornó los ojos y la miró con enojo. Ella se 

mantuvo firme. 

—Si ésa es tu mirada más amenazadora, Mac, será 

mejor que desistas. Llama. 

Vio cómo marcaba. 

—¿Papá? —dijo casi de inmediato, lanzándole a ella 

una mirada asesina—. Oye, estoy bien, de verdad. No, 

no, no se me ha pasado por la cabeza nada parecido, te 

lo prometo. Oye, no era más que una disculpa, ¿vale? 

Me puse a pensar y decidí que había llegado el momento 

de... de arreglar las cosas. 

Desde donde estaba, Nina podía oír el zumbido 

agitado de otra voz, pero no lograba distinguir las palabras. 

Ryan hablaba con suavidad, pero con frustración.Y 

todavía se lo veía furioso con ella. 

—Sí, papá, pensé que quizá sí, pero ahora no estoy 

tan seguro —se cambió el auricular de oreja y exhaló el 

aire con frustración—. ¿Podríamos hablar en otro momento? 

Este fin de semana.Adiós.Sí,papá,yo también. 

Las últimas palabras carecían de impaciencia y parecían 

sinceras. Nina sonrió con aprobación mientras 

él colgaba. 

—¿Se puede saber qué le dijiste antes para hacerle 

creer que querías suicidarte? 

Ryan resopló. 

—Me disculpé por una cosa. Al parecer, fue suficiente. 

Se quedó atónito.


Lyn Stone 

129 

—¡Santo Dios! ¿Qué le habías hecho? 

La miró a los ojos, con mirada cansada y un poco 

enrojecida. 

—Nina, no es asunto tuyo. Déjalo. 

En aquella ocasión, lo dejó. Ryan tenía razón. No 

tenía por qué inmiscuirse en problemas familiares, ni 

siquiera aunque él se lo permitiera. 

Retrocedió despacio hacia el dormitorio con expresión 

avergonzada. 

—¿Qué tal si voy a... a darme una ducha? 

—¿Qué tal si vas a darte una ducha? —repitió Ryan. 

—Nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos 

sobre lo otro, ¿verdad? —preguntó ella, sólo 

para dejar las cosas perfectamente claras entre ellos—. 

Habitaciones separadas. ¿Y nada más de...? —dejó la 

frase en el aire al tiempo que movía la cabeza. 

—Nada más —corroboró Ryan. 

En el quinto día de su estancia en el Real, Ryan intuyó 

que no tardarían en descubrir algo sobre el caso. 

Entre Nina y él habían revisado todos los informes y 

entrevistas con detalle, habían barajado teorías que, o 

bien descartaban, o bien añadían a sus listas. 

Su única salida había tenido lugar el tercer día de 

su estancia, a la capilla del palacio para un breve oficio 

en memoria de Desmond. 

Al parecer, Desmond le había dicho una vez a Lorenzo 

que prefería la incineración y que no le gustaban las 

ceremonias religiosas. Nina había accedido a celebrar 

una misa por él cuando las cenizas de Desmond descansaran 

junto a la tumba de su madre,en California. 

El duque en persona dirigió la celebración. Sólo 

lloró Nina, pero todos los presentes la consolaron. Fue



una reunión estrictamente familiar. Ryan sabía que a 

él le habían permitido asistir sólo por su relación con 

Nina, para que la apoyara. 

La forzada intimidad con Nina lo estaba volviendo 

loco. Cada vez que ella cruzaba la habitación, su cuerpo 

se ponía alerta. Tenía que obligarse a concentrarse en 

lo que estaba haciendo y no en lo que quería hacer. 

Ella había tomado la decisión y él tenía que acatarla. 

¿Acaso él no le había dado la oportunidad perfecta 

de invitarlo a compartir una habitación, de decirle 

que no tenía que estar en la otra? 

No, para ser completamente sincero consigo mismo, 

casi había confiado en que ella optara por poner 

fin a lo que habían empezado. No sabía si podía afrontar 

la intensidad de lo que sentía por ella.Tanto mejor, 

puesto que era evidente que Nina no lo correspondía. 

A pesar de aquella decepción, se sentía mejor consigo 

mismo que hacía tiempo. El futuro ya no se extendía 

ante él como algo infinito que no tenía derecho 

a disfrutar. Se despertaba cada mañana sintiendo 

curiosidad por lo que le depararía el día, y no sólo por 

el giro que podría tomar su trabajo. 

¿Cedería Nina aquel día y le diría algo personal? 

¿Le arrojaría las manos alrededor del cuello y le suplicaría 

que quemaran parte de aquella condenada tensión? 

Difícilmente, pero era una idea perfecta con la 

que empezar el día. 

La jornada prometía ser interesante. La princesa 

Samira y Farid iban a llegar a San Sebastian. Ryan los 

entrevistaría aquella tarde allí mismo, en la suite. 

Nina apartó el resto de su almuerzo y se levantó 

de la pequeña mesa del siglo dieciocho que, junto 

con las dos sillas a juego, conformaban la zona de comedor 

del salón.


Lyn Stone 

131 

El desayuno y el almuerzo siempre eran una dura 

prueba. Las cenas no resultaban mejores pero, al menos, 

el escenario cambiaba. Cenaban en el comedor 

del hotel, junto con los demás huéspedes. 

—No comes suficiente —dijo Ryan, y apuró el 

café. Había tenido que pedir un tazón, porque las tacitas 

de porcelana sólo contenían dos sorbos. Estaba 

mortalmente cansado de tantos perifollos y quería 

volver a su casa y a su sencillez. 

—Tú ya comes bastante por los dos —replicó Nina, 

y echó a andar hacia su dormitorio. Pasaba demasiado 

tiempo ahí dentro, pero Ryan no pensaba quejarse. Al 

menos, pensaba con claridad cuando la perdía de vista. 

A ella se la veía preocupada por algo, estaba más 

callada de lo normal y un poco pálida. 

—Nina, ¿te encuentras bien? 

—Sí —contestó, volviendo la cabeza. 

—Aburrida, ¿eh? 

Con un suspiro, ella se dio la vuelta. 

—He visto todas las películas que se han hecho 

nunca, creo. Reposiciones de comedias de enredo. 

Tantos programas de cocina que me considero una 

chef. Y estoy harta de leer. Si esto no acaba pronto, 

quizá me ahogue en esa bañera tan ostentosa. 

—Sí, te entiendo —rió Ryan. Echó a andar hacia 

uno de los sofás y se volvió, haciéndole un gesto para 

que se sentara en el otro—. ¿Quieres trabajar un poco? 

—¿En qué? Hemos repasado todo una y otra vez. 

Ryan enarcó las cejas varias veces y sonrió. 

—Tenemos una pista sobre el pendiente. La cosa 

promete. Joe me ha llamado mientras te vestías. 

—No he oído el teléfono —repuso Nina, y la emoción 

destelló en sus ojos. Se acercó corriendo y se 

sentó, con el cuerpo inclinado hacia delante y las ma-



nos entrelazadas en las rodillas—. ¿Qué te ha dicho? 

¡Dime! 

Ryan se recostó, extendió los brazos sobre el respaldo 

del sofá y apoyó un tobillo en la rodilla de la 

otra pierna. 

—Crema de manos. 

—Explícate —repuso Nina con el ceño fruncido. 

—Franz ha encontrado una capa de crema de manos 

en el pendiente. La persona que lo llevaba también 

sostuvo la estatuilla, porque también tenía restos. 

Encontraste una prueba sólida. 

—¡Estupendo! ¡Ya la tenemos! —era incapaz de 

parar quieta. 

—Al menos, estamos bastante seguros de que es 

una mujer. Es imposible determinar la marca de la crema 

de manos, puesto que muchas contienen los mismos 

ingredientes básicos. Los restos no bastaban para 

identificarla. 

—Aun así, basta para concluir que los dos objetos 

los ha manejado la misma persona, ¿verdad? 

—Sin duda —corroboró Ryan, disfrutando del rubor 

de entusiasmo de las mejillas de Nina—. Ahora, 

si la princesa Samira pudiera darnos una descripción 

de la mujer con la que vio a Desmond en la casa de 

huéspedes antes de que lo mataran, quizá tengamos 

una sospechosa. 

Vio cómo la expresión de Nina cambiaba del entusiasmo 

a la reflexión. 

—Supongo que no tardaremos en cerrar el caso. 

Ryan no estaba tan convencido como ella. 

—No vendamos la piel del oso antes de matarlo. 

Podría mordernos. 

La sonrisa de Nina regresó con toda su fuerza. 

—¿Supersticioso, McDonough?


Lyn Stone 

133 

—Tal vez.Ascendencia céltica y todo eso. Pero está 

bastante latente. Paso por debajo de escaleras y acaricio 

gatos negros. 

Ella profirió una carcajada. 

—Por si las moscas, no rompamos ningún cristal. 

Una repentina visión llenó la mente de Ryan. Ventanas 

hechas añicos, cristal por todas partes. Devastación. 

Estuvo a punto de ahogarse intentando respirar. 

—Ryan, ¿qué te pasa? 

Sintió las manos de Nina sobre él. Una dándole palmaditas 

en la cara, con fuerza. La otra sujetándole el 

hombro y zarandeándolo. 

—Perdona —jadeó Ryan, y se obligó a regresar al 

presente. 

Ella se arrodilló a su lado, sujetándolo con fuerza 

por los brazos. 

—Cuéntame qué te ha pasado. 

—Nada —dijo, y tragó saliva. Después, respiró despacio—. 

He tenido un fogonazo del pasado, supongo. 

—¿De qué pasado? —preguntó Nina con suavidad. 

Era incapaz de mirarla.Y, desde luego, no pensaba 

contárselo. 

—Un mal caso. Fue hace mucho tiempo —la apartó 

y se puso en pie—. Perdóname. 

Manteniendo un paso lento para que no supiera 

que estaba huyendo como alma que lleva el diablo, la 

dejó arrodillada junto al sofá. Cerró la puerta del dormitorio, 

entró en el baño, echó el pestillo y se apoyó 

en la pared. Cerró los ojos e intentó concentrarse en 

algo poco importante. 

Aquello remitiría, se dijo. La imagen de su mente se 

desvanecía, como de costumbre, pero el horror de lo 

ocurrido duraba más. Jamás lo abandonaría por completo, 

ni siquiera cuando por fin deseaba olvidarlo.


10 

Nina aporreó la puerta del baño con los dos puños. 

—¿Ryan? Ryan, ¡abre la puerta! ¿Estás enfermo? —al 

cuerno con su derecho a la intimidad. Había puesto 

cara de que alguien le hubiera dado en el estómago 

con una bola de demolición—. Llamaré a alguien para 

que eche esto abajo si no... 

La puerta se abrió y Nina entró tambaleándose. 

Ryan la sujetó por los brazos justo cuando ella se topaba 

con su torso.Apartándose en cuanto recuperó el 

equilibrio, escrutó su rostro y levantó la mano para tocárselo. 

—Ryan... 

Él le bajó la mano y la soltó de inmediato. 

—¿Sabías que eres la mujer más exasperante que 

he conocido en la vida? —masculló. 

Ella asintió, le rodeó la cintura y lo abrazó, apoyando 

el rostro en la suave camisa de punto y sujetándolo 

con la mayor fuerza posible.


Lyn Stone 

135 

—Me has asustado —susurró. 

—Suéltame, Nina —le ordenó, pero ella no le retiró 

los brazos. Él los tenía caídos a los costados y estaba 

muy quieto. Despacio, Nina se apartó y dio un paso 

atrás. 

—Perdona. 

—No pasa nada —Ryan eludía deliberadamente mirarla 

a los ojos—. Oye, olvídalo. Hazme un favor y no 

me presiones —pasó junto a ella y entró en el dormitorio 

para abrir las puertas del armario—.Tengo la entrevista 

dentro de media hora y debo cambiarme. 

—Corbata roja, la de franjas grises —sugirió Nina, 

consciente de que el tema estaba cerrado y de que 

Ryan necesitaba olvidarlo. 

Ryan arrancó la corbata del corbatero y la arrojó 

sobre la cama. Con movimientos menos que airosos, 

descolgó el traje de color marengo y lo arrojó sobre la 

corbata. Aterrizó hecho un rollo. Nina se acercó y lo 

alisó mientras él buscaba una camisa. 

Volviéndose con una camisa de color amarillo pálido 

colgada de un dedo, la miró con enojo. 

—Puedo vestirme solo, muchas gracias. 

—Pero no con esa camisa, por favor. Mejor la de 

color azul claro. 

Ryan abrió los ojos de par en par y apretó los labios. 

Estaba a punto de hiperventilar. 

—¿Quieres hacer el favor de salir de mi habitación? 

Al menos, ya no estaba pálido. 

—Ya me voy. 

Nina se tomó su tiempo, pero se fue. Costaba trabajo 

dejarlo allí. ¿Volvería a tener esa visión del pasado? 

¿A qué se debería? Debía afrontar el hecho de que 

quizá nunca lo averiguara. Cuando todo aquello hu-



biera acabado, seguramente muy pronto, un avión la 

devolvería a su antigua vida y él regresaría a la suya. 

Trabajaría largas horas, obsesionado con sus casos, y 

padecería esos ataques producidos por un horrible incidente 

ocurrido tiempo atrás.Y ella jamás sabría por 

qué. 

¿Quién aporrearía la puerta y lo enojaría lo bastante 

para hacerlo olvidar? ¿Quién lo abrazaría cuando 

tanto necesitaba ser abrazado que no se atrevía a reconocerlo? 

Cielos, estaba enamorada de él. Profundamente enamorada. 

Era demasiado tarde para evitarlo.Y el hombre 

llevaba más carga sobre sus hombros que un aeropuerto 

internacional en plena temporada turística. 

Ryan salió del dormitorio alisándose la corbata. 

Nina advirtió que se había puesto la camisa azul.Aquello 

la hizo sonreír. 

—El azul combina con tus ojos —dijo, sólo porque 

era cierto. 

—Gracias —masculló él; después, carraspeó—. Sé 

que no te agradará, pero tendré que pedirte que esperes 

en el dormitorio mientras hago la entrevista. 

Nina tosió de incredulidad; después, protestó. 

—¿Por qué? 

—Porque la princesa Samira contestará con más 

sinceridad a mis preguntas si la hermana de Desmond 

no está aquí sentada, escuchando cada palabra que 

dice de él. Por eso. 

—Pero... 

—No hay peros que valgan —se enderezó la chaqueta—.Yo 

dirijo esta investigación y fijo las normas. 

Creo que tu hermano y la princesa fueron amantes y 

que no se separaron de buenas maneras. Conocerte 

sería incómodo para ella, así que desaparece.


Lyn Stone 

137 

No le faltaba razón, pensó Nina, aunque habría 

querido conocer a la princesa y a su marido guardaespaldas. 

Habría sido una anécdota más que contarles a 

sus nietos. Si alguna vez tenía alguno, lo cual no era 

muy probable en aquel momento. Obedientemente, 

echó a andar hacia su habitación. 

—Buena suerte —dijo, y se metió en su cuarto. 

Aunque no pudiera verlos, sí que podría escuchar.Tomando 

el vaso de agua de la mesilla de noche, Nina se 

descalzó y se acercó a la puerta, preparándose para 

no perder detalle. Si el truco del vaso funcionaba en 

las películas, ¿por qué no en la vida real? 

Ryan comprendía lo incómodo que debía de ser 

para la princesa Samira hablar de un antiguo amante 

en presencia de su nuevo marido. Ojalá hubiera podido 

citarlos por separado, pero sabía que no debía tentar 

la suerte. Era un milagro que hubieran accedido a 

hablar con él. 

La princesa era minúscula, apenas superaba el metro 

y medio. Llevaba su larga melena negra recogida 

en un moño en la nuca, dejando al descubierto su esbelto 

cuello. Lucía un sencillo vestido blanco ceñido 

que parecía de pura seda. Las perlas denotaban elegancia 

sutil, como el resto de su persona. 

Su marido, Farid Nasir, poseía la corpulencia de un 

guardaespaldas. Sacaba casi treinta centímetros a la 

princesa y daba la impresión de estar muy musculado 

bajo el caro traje de sastre que llevaba.Aparentaba poder 

ser letal o benigno según su ánimo. En aquellos 

momentos, no se estaba inclinando por lo segundo, 

pero Ryan apostaba a que el genio no le duraba mucho.



—Haga sus preguntas, señor McDonough —le dijo 

Samira—. Colaboraremos tanto como nos sea posible. 

—Ha sido muy amable al acceder a venir, Alteza. 

En nombre de la Corona, le agradezco su ayuda en 

esta investigación. Para empezar, debo determinar su 

verdadera relación con la víctima, Desmond Caruso. 

¿Lo conocía bien? 

Samira lanzó una mirada recelosa a Farid, que permanecía 

inmóvil e inexpresivo. 

—Manteníamos... una relación íntima. Durante un 

corto espacio de tiempo pensé que estaba enamorada 

de él. 

—Y que él te quería —añadió su marido con voz 

suave. Farid miró a Ryan a los ojos—. Pero no fue así. 

—Afortunadamente para usted —dijo Ryan—.Tuvo 

una discusión con él, ¿verdad? 

—Sí. Sucedió en El Cisne de Cristal. Cuando insultó 

a mi esposa, lo arrinconé contra la pared y amenacé 

con matarlo. 

—Entiendo. Exactamente, ¿qué dijo él para que se 

enojara tanto? —preguntó Ryan. 

—¿Debo repetirlo? 

—Se lo ruego. Podría ser importante —lo apremió 

Ryan, dirigiendo a Samira una mirada de disculpa. Lo 

había leído en el informe policial y sabía que sería 

vergonzoso para ambos, pero a veces una nueva narración 

de los hechos proporcionaba un dato inesperado. 

—Díselo, Farid —le ordenó la princesa con suavidad—. 

Desmond ya no puede hacerme daño con sus 

crueles palabras. 

—Caruso se burló de ella —dijo Nasir, con voz grave 

y sin inflexión. Con una mano tomó las dos de Samira—. 

Dijo que era fría. Una mujer frígida. Después,


Lyn Stone 

139 

algo así como que debía alegrarme de que me la hubiera 

desvirgado. 

—No me extraña que perdiera la cabeza —comentó 

Ryan, y volvió a preguntarse por qué no lo habría 

estrangulado allí mismo. Menos mal que Nina no estaba 

allí para oírlo—. Entonces, ¿eso fue todo? Lo amenazó, 

lo soltó, llevó a Samira de vuelta a Tamir ¿y no 

volvió a ver a Desmond Caruso? 

—Correcto —reconoció Farid, pero sus ojos oscuros 

reflejaban pesar—.Yo no lo maté. 

—Sí, ya hemos aclarado eso. La razón principal por 

la que queríamos hablar con ustedes era para preguntarles 

por la mujer con la que Desmond estuvo días 

antes. La que vio con él por la ventana de la casa de 

huéspedes,Alteza. 

Ryan observó cómo Samira retiraba las manos de 

las de Farid y las entrelazaba formalmente en el regazo. 

Tenía los hombros rectos, la delicada barbilla levantada 

regiamente, los esbeltos tobillos cruzados con 

decoro. Lucía un leve ceño, como si intentara recordar 

cada detalle del incidente al que se refería. 

—Esa persona tenía pelo rubio. Parecía alta, casi 

tanto como Desmond, o quizá los tacones dieran esa 

impresión. 

—¿Qué tipo de complexión? —preguntó Ryan, tomando 

notas en su pequeño bloc. 

—No muy fuerte. Era esbelta, pero tampoco delgada. 

—¿Edad aproximada? 

—No lo sé. No pude verle la cara —se sonrojó y 

bajó la mirada—. Se estaban abrazando. Besando. Me 

marché en ese momento,porque no quería molestarlos. 

—Por supuesto —seguramente, habría querido 

irrumpir en la casa de huéspedes y arrancarle los ojos



a alguien. Pero aquella delicada princesita jamás habría 

hecho algo así. Tenía clase. Sabía cómo recortar 

pérdidas, reconocer su error y seguir adelante con 

elegancia. 

—Díganme, ¿alguno de los dos oyó el nombre de 

alguna otra mujer vinculado al de Desmond Caruso? 

—No —dijo Samira—. Pero estaba sentado con 

una mujer poco antes de nuestra discusión en el restaurante. 

Ryan no tenía noticia de aquello. No constaba en 

el informe que la policía había tomado en Tamir al día 

siguiente de la aparición del cuerpo. 

—¿La vio? 

—De nuevo, sólo de espaldas.Tenía una melena rubia 

hasta los hombros. Creo que era la misma. Ésta no 

era joven. Le vi la mano mientras levantaba la copa de 

la mesa. Tenía las uñas muy cuidadas. Largas y pintadas 

de rojo. Las manos no eran jóvenes. 

Anotó «No joven» en letras mayúsculas en el bloc y 

dejó que la princesa viera las palabras. Los dos sonrieron 

e incluso Farid elevó las comisuras de los labios. 

—¿Y qué llevaba puesto esa anciana señora? —preguntó 

Ryan. Samira suspiró y se mordió el labio inferior, 

con las cejas fruncidas. 

—Negro o azul muy oscuro, tal vez. Sin mangas. 

No vi si era un vestido o pantalones. Brazaletes y anillos 

dorados. No los conté. 

—Excelente descripción —dijo Ryan, alabándola. 

Es usted muy observadora. Señor Nasir, ¿vio a la mujer? 

—No —reconoció Farid—. No sabía que Caruso 

estuviera con alguien. 

Farid guardó silencio unos segundos; después, declaró:


Lyn Stone 

141 

—Creo que ya le hemos contado todo lo que sabemos 

sobre este asunto. Nos vamos ya. 

Ryan se puso en pie y cerró el bloc. 

—Le doy las gracias por su tiempo, princesa Samira,y 

por el suyo, señor Nasir. 

—Si surge algo más, regresaremos a Tamir a primera 

hora de la mañana —dijo la princesa mientras ella y 

su marido se levantaban para partir. 

—De momento, no hay más preguntas. Si se me 

ocurre alguna otra cosa, seré yo quien vaya a verlos 

—se inclinó sobre la mano que la princesa le ofrecía 

y estrechó la de Farid Nasir—.Y enhorabuena por la 

boda. Espero que sean muy felices juntos —les dijo 

con sinceridad. 

Farid tomó el brazo de la princesa con una actitud 

posesiva. 

—Lo seremos, por supuesto, pero seríamos mucho 

más felices si pudiéramos olvidar todo lo relacionado 

con Desmond Caruso. 

Ryan asintió. 

—Cerraremos este caso lo antes posible. Cuente 

con ello. 

Nina salió en cuanto se cerró la puerta del pasillo. 

Estaba atónita y llevaba un vaso en la mano. 

—¿De verdad crees que Desmond dijo esas cosas 

de ella? —preguntó, casi sin aliento. 

—¡Maldita sea, Nina! —Ryan elevó las manos y 

movió la cabeza—. Debí imaginar que no podrías resistirte. 

La gente que escucha detrás de las puertas 

suele oír cosas que no debería... 

—¿Crees que lo dijo? —inquirió Nina, pasando por 

alto el enojo de Ryan. 

—Lo conocías mejor que yo. ¿Lo crees tú? 

Ella tragó saliva, alterada.



—Sinceramente, no... no lo sé —se dejó caer en el 

sofá con semblante confuso—. Si lo hizo... En fin, fue 

terrible, ¿no? Que dijera esas cosas. 

Ryan detestaba verla tan disgustada, aunque no hubiera 

hecho bien escuchando a través de la puerta. 

—Quizá Nasir exagerara un poco.A veces, pasa. La 

memoria gasta malas pasadas y debía de estar celoso. 

Ella negó con la cabeza. 

—No, no. No creo que inventara una cosa así —lo 

miró—. ¿Cómo pudo decir Desmond algo tan cruel, 

Ryan? Fue horrible. 

—Vamos, Nina. Estaba furioso con ella. Lo había 

despreciado, aunque con buen motivo, y él atacó con 

intención de herirla. 

—No tienes que inventar excusas para que yo no 

sufra, Ryan. La princesa fue a su casa de huéspedes y 

lo vio con otra mujer. Creía amarlo. Después, cuando 

volvieron a encontrarse, él le lanzó esos insultos en 

público. No, fueron peor que insultos. Intentó destruir 

la reputación de la princesa. Me siento fatal por ella. 

Parecía tan dulce... 

Ryan guardó silencio. Era una lástima que Nina tuviera 

que descubrir que su hermano no era el hombre 

que había creído que era. El enojo que estaba sintiendo 

no tardaría en disolverse en tristeza. Pero Nina lo 

afrontaría. 

—Esta mañana le he pedido a Joe que indagara un 

poco para ver si encontraba a algún empleado del restaurante 

que hubiera presenciado lo sucedido. Déjame 

que lo llame para ver lo que ha averiguado —dijo 

Ryan antes de descolgar el teléfono. 

Cuando Joe contestó, Ryan le hizo un rápido resumen 

de la información que había sacado de la princesa 

y de su marido. Joe compartió con él lo que había


Lyn Stone 

143 

averiguado, que era muy poco. Ryan colgó, sintiéndose 

más desalentado que antes. 

—¿Y bien? ¿Ha averiguado algo? —preguntó Nina, 

con el ceño fruncido. Tenía un aspecto tan abatido 

como él. 

—Nada nuevo. Por desgracia, la discusión entre Samira 

y Desmond acaparó toda la atención y la acompañante 

de Desmond pasó casi desapercibida. Lo único 

que tenemos hasta ahora es una mención de una 

rubia corriente.Y quizá ya no sea rubia. Si es culpable 

de matar a Desmond, habrá adoptado algún tipo de 

disfraz. Según Joe, ninguno de los que la vieron en el 

restaurante recordaba haberla visto antes. Yo supongo,y 

Joe coincide, que no es montebellana ni una visitante 

frecuente. Quizá fuera una veraneante con la 

que Desmond ligó y ya esté muy lejos de aquí. 

—Entonces, ¿quién ha estado intentando matarme? 

—preguntó Nina, encogiéndose de hombros. 

Ryan no tenía respuestas para eso, y los dos lo sabían. 

Necesitaba encontrar algún tipo de distracción para 

mantener la mente ocupada. 

—¿Quieres acompañarme a la embajada norteamericana? 

Tengo que recoger unos papeles —era algo 

que había estado posponiendo, pero empezaba a agotársele 

el tiempo. 

En un plazo de seis semanas, presentaría su solicitud 

para adquirir la nacionalidad. Llevaba casi dos 

años trabajando con un visado. Si quería quedarse, 

tendría que solicitar una prórroga o, lo más práctico, 

hacerse montebellano. No le hacía mucha gracia renunciar 

a su nacionalidad norteamericana, aunque no 

tenía pensado volver jamás a Estados Unidos. 

—¿Tiene algo que ver con la investigación? 

Ryan desvió la mirada.



—No, nada. Es algo personal. 

—¿Personal? —preguntó Nina, animándose—. ¿De 

verdad tienes una vida privada? Vaya novedad. 

Ryan se puso a la defensiva de inmediato. 

—¿Qué quieres decir con eso? Todo el mundo tiene 

vida privada. 

—Tú no, Mac —resopló Nina—.Todo lo que haces 

está relacionado con el trabajo, ¿sabes? Ni una sola 

vez en todo el tiempo que te conozco has hecho algo 

que no tuviera que ver con el caso —de pronto, bajó 

la mirada y se ruborizó—. Bueno, está bien, una vez, 

pero eso no cuenta. Fue una anomalía. 

—¿Así es como lo llamas? Caray, tendré que buscar 

la palabra en el diccionario. Llevo usándola mal todos 

estos años. 

Nina se puso aún más colorada. 

—Ya sabes a lo que me refiero. 


—Yo hago aquello para lo que me pagan. Deberías 

valorarlo. ¿Cómo si no esperas que atrape al asesino 

de tu hermano? Eso fue lo que exigiste a tu llegada. 

Nina daba vueltas con nerviosismo, pasándose una 

mano por el pelo. Se detuvo a mirar por la ventana al 

tiempo que cruzaba los brazos. 

—Lo sé —guardó silencio un momento; después, 

suspiró—. Creo que cometí un gran error al venir 

aquí. 

—¿Qué insinúas? —preguntó Ryan con suavidad—. 

¿Quieres que reconozca que has sido de gran ayuda? 

Has ayudado. 

Ella movió la cabeza, todavía sin mirarlo. 

—Es que estás obsesionado con el caso. Mucho 

más obsesionado que yo, lo cual es extraño, ¿no te parece? 

En ningún momento piensas en otra cosa.


Lyn Stone 

145 

Si ella supiera... Pero Ryan no estaba dispuesto a 

reconocer lo mucho que pensaba en Nina. Tendría 

que decir por qué lo hacía y, sinceramente, lo ignoraba. 

—Lo siento. El trabajo es mi vida. 

Ella se dio la vuelta con el ceño fruncido. 

—¿Lo ves? Eso es exactamente a lo que me refiero. 

Ryan sonrió. 

Soy un tipo aburrido, Nina. Lo que ves es lo que 

hay. 

—Ha habido momentos en los que me has dejado 

vislumbrar a un hombre al que me gustaría conocer 

mejor. Después interpones un muro entre nosotros. 

Creo que lo usas para aislar a todo el mundo, no sólo 

a mí. ¿Por qué? 

Ryan detestaba aquel tipo de examen. 

—¿Quién diablos crees que eres para desmenuzar 

mi vida como si fuera un plato de pescado con espinas? 

¿Quieres tenerme otra vez en la cama? ¿De eso se 

trata? Está bien, adelante. 

Ella puso los ojos en blanco y se volvió hacia la 

ventana. 

—Ni loca. Sencillamente, estoy preocupada por ti. 

Si quieres llevar la vida de un robot, allá tú. 

Ryan se acercó a ella y permaneció de pie, a su espalda. 

—Y tanto que allá yo. No me hace gracia este numerito.Vivo 

como tengo que vivir, Nina. 

Ella giró en redondo. 

—¿Por qué? 

—¿Por qué te importa? —le espetó Ryan. 

—¡Porque eres desgraciado, por eso! No tienes amigos, 

Ryan, y los necesitas. Necesitas algún contacto con 

la vida aparte de existir en ese espacio en blanco que



llamas apartamento, realizar entrevistas y recoger pistas. 

—Tengo amigos. 

Ella lo descartó con un ademán. 

—Superficiales. Les das la mano, bromeas, sonríes, 

pero todo acaba girando en torno al trabajo, ¿verdad? 

Siempre. Desde que te conozco no has hablado con 

nadie de quien no necesitaras información. 

Ryan inspiró hondo, intentando serenarse. 

—Está mi padre. 

Ella chasqueó la lengua, contrariada. 

—Claro, el tipo que creyó que ibas a comerte tu 

pistola, ¿verdad? 

—¿A qué viene este ataque, Nina? —preguntó—. 

¿Por qué, de repente, crees que hay que salvarme? 

Su mirada se suavizó con algo parecido a la lástima. 

—Porque quiero ser tu amiga, una amiga de verdad, 

no sólo alguien cuya compañía toleras porque no 

tienes elección. 

—Y no tengo elección —le espetó Ryan—. Lo que 

te pasa es que estás aburrida. ¿Por qué las mujeres 

siempre diseccionáis a alguien cuando os quedáis sin 

cosas que hacer? 

—¿Acaso alguna mujer te ha dejado diseccionado 

antes, Ryan? —le preguntó. Él exhaló el aire que había 

estado conteniendo. 

—Sí —reconoció, asintiendo—. Una lo hizo. 

Nina lo rodeó y lo dejó de pie junto a la ventana. 

—Bueno, alguien tendrá que recomponerte algún 

día de estos —esperó, seguramente, a que él contestara, 

pero no lo hizo. El silencio se prolongó—. Supongo 

que no seré yo. 

Ryan suponía que no.


Lyn Stone 

147 

Se quedó de pie en el lugar que ella había ocupado, 

mirando por la ventana, sin ver, deseando no sentirse 

tan fragmentado como ella lo había acusado de 

estar. O tan absorto en el trabajo. O tan solitario. 

Tenía amigos, quería gritar. Pete. Pero Pete era una 

fuente, y Lorenzo era más un patrón que un amigo. 

Los dos le caían bien, pero llevaban vidas muy distintas 

a la de él. Franz y Joe harían cualquier cosa por él, 

pero para eso los pagaba. No tenía nada en común 

con los dos aparte del trabajo. 

Maldición, detestaba pensar en cosas como aquélla. 

Casi detestaba a Nina por señalárselas. 

—¿Sabes?, ojalá pudiéramos ir a la playa —dijo 

Nina con un hondo suspiro—.Allí se está tan bien... 

Ryan se volvió y la miró con enojo. 

—¿Ya ha terminado el análisis? 

—Se ha acabado el tiempo. Te enviaré la factura 

—lo miró a los ojos con una expresión indescifrable. 

—Así que debo relajarme y achacar esto al encierro. 

Ella asintió. 

—¿No sería maravilloso tumbarse al sol e intentar 

olvidarse de todo un rato? Daría cualquier cosa por 

poder hacer eso. 

No sería muy difícil organizar una salida. Había playas 

privadas de acceso restringido. 

—Veré lo que puedo hacer —dijo Ryan, desechando 

un enojo injustificado. 

—Olvídalo —repuso Nina, melancólica—. Con la 

suerte que tengo, los tiburones me atacarán en cuanto 

meta el pie en el agua. 

—¿Te has traído traje de baño? 

Ella se estiró sobre el sofá, entrelazó las manos en 

la nuca y cerró los ojos. 

—No vine a Montebello para nadar.



—Oye, regla número uno: jamás se va a ninguna 

parte en esta isla sin traje de baño. Lleva uno en el 

bolso, en el coche, en la oficina.Todo el mundo nada. 

Te conseguiremos uno en la tienda de regalos del vestíbulo. 

Llamaré y pediré que suban un par para que te 

los pruebes —alargó la mano hacia el teléfono. 

—¿No hablarás en serio? He visto lo que tienen en 

el escaparate de camino al comedor. Son minúsculos. 

Él sonrió perversamente. 

—Estás tan bien equipada para lucirlos como la 

que más. Si no, podríamos bañarnos desnudos. Puede 

que los guardias miren un poco, pero... 

—No tiene gracia. 

—Hablaré con Lorenzo. Quizá nos preste su tramo 

de arena privado durante un par de horas. 

—¿Crees que lo haría? —el entusiasmo de Nina 

confirmaba las sospechas de Ryan. Necesitaba salir un 

rato del hotel. 

—Claro. ¿Para qué están los amigos superficiales 

sino para eso? —descolgó y marcó el número de las 

oficinas del duque. 

Ursula Chambers se bajó el ala del sombrero de 

paja mientras observaba cómo se ponía en marcha la 

limusina real.Aquello no tenía buena pinta. En absoluto. 

La hermana de Desmond se estaba paseando por 

San Sebastian en una condenada limusina, protegida 

por un tipo que podía permitirse alojarla en el Hotel 

Real Montebellano. 

Debía de ser una aventura candente puesto que 

apenas salían de la habitación. Ursula hizo una mueca 

al pensar en lo que le iba a costar alojarse allí, pero necesitaba 

estar cerca para poder deshacerse de Nina.


Lyn Stone 

149 

Era evidente que la hermana de Desmond estaba esperando 

a que Ursula entregara el bebé del príncipe Lucas 

a la familia real. Después, le exigiría a Ursula que, o 

bien compartiera la recompensa recibida, o bien se la 

diera toda. De ninguna manera. 

Afortunadamente, Desmond no se había enterado 

de que había tenido que deshacerse de la madre del 

bebé. Ursula sintió una pequeña punzada de pesar 

por la tontorrona de su hermana pero, ¿acaso Jessica 

no se lo había buscado? Había acogido al príncipe, le 

había dado un trabajo en el rancho y se había acostado 

con él sin ni siquiera saber quién era en realidad. 

Y la habían dejado plantada por las molestias. Después, 

había confesado que el Joe convertido en príncipe 

la había dejado embarazada. Si hubiera colaborado 

con Ursula y hubiera accedido a utilizar a su hijo, 

en aquellos instantes, no estaría muerta. 

Ursula sabía que debía quitarse de en medio aquella 

última complicación, la de Nina Caruso, para poder 

dar el paso siguiente. Dios, debía estar preparada. 

Gretchen no tardaría en llegar con el bebé. En cuanto 

se presentaran en San Sebastian, sería demasiado 

arriesgado acabar con Nina. Cielos, confiaba en que le 

durara el dinero que había obtenido con la venta del 

anillo de Jessica. 

—¿Entramos ya? —preguntó el acompañante de 

Ursula, con un acento tan relamido como su pelo. Señaló 

la entrada del hotel desde la ventanilla del coche—.Yo 

me ocuparé de todo. 

La desesperación le hizo desplegar una sonrisa 

edulcorada, pensando que su talento de actriz siempre 

había estado infravalorado. 

—Por supuesto que te ocuparás de todo, Jean Paul 

—nombre falso, seguro. Justo lo que necesitaba—.Tú



encárgate de eso, amor, mientras yo hago unas compras, 

¿de acuerdo? Algo especial para ti —dijo en tono 

sugerente, y deslizó la larga uña roja del dedo índice 

por el frente de la corbata—. Lo celebraremos por 

todo lo alto en cuanto me hayas hecho ese pequeño 

recado. 

Ursula no se fiaba mucho de los lugareños, pero 

desde el primer momento había intuido que aquél era 

su hombre. Eran tal para cual, y él haría lo que fuera 

para conquistar su corazón... o el dinero que le quedaba. 

En cuanto Jean Paul hubiera hecho el trabajo, no 

lo echaría mucho de menos. No tanto como a Desmond, 

y empezaba a acostumbrarse a su ausencia. 

Entraron en el hotel por separado. Ella vagó junto 

a los escaparates del vestíbulo, con cuidado de no dar 

la impresión de estar con él mientras Jean Paul se registraba 

en recepción. Cuando lo vio dirigirse al ascensor, 

fue a su encuentro. El hombre le sostuvo la 

puerta. 

—Bajarás al vestíbulo y esperarás a que regresen 

—le indicó—.Ya sabes qué debes hacer entonces. 

—Sí —dijo Jean Paul con una sonrisa astuta—. Lo 

sé. 

Sólo una cosa más, se repetía Ursula una y otra 

vez. O dos cosas más, si contaba a Jean Paul, y ya no 

tendría que volver a preocuparse del dinero.


11 

Nina se sintió terriblemente expuesta cuando se 

quitó el ligero vestido de algodón y lo dejó caer junto 

al capazo que contenía las toallas. No había casetas en 

aquel precioso tramo de playa resguardada. Ni tumbonas 

ni sombrajos estropearan el paisaje. Hasta la empinada 

senda por la que se accedía a la cala quedaba fuera 

de la vista tras la pared natural de roca.Tampoco veía 

a los dos guardias armados, uno de ellos el chófer de la 

limusina, que estaban patrullando detrás de los riscos. 

La rápida exhalación de Ryan, casi un silbido, la 

hizo ruborizarse. Sí, llevaba poniéndose biquinis toda 

la vida.A fin de cuentas, se había criado en California. 

Pero resultaba un poco desconcertante recibir la atención 

exclusiva de Ryan con un biquini tan revelador. 

—El rojo es tu color, no hay duda —dijo, sin ni siquiera 

molestarse en ocultar el interés por su cuerpo. 

—Y el bronce el tuyo —replicó, enarcando una 

ceja de manera significativa para señalar que estaba 

incluso más desnudo que ella.



Ryan sacó las toallas, las dejó en un montón sobre 

la arena y hurgó en el fondo del capazo. 

—¿Quieres que te ponga un poco de protector solar? 

—preguntó, sosteniendo el tubo con un brillo perverso 

en la mirada. 

—Ni hablar —respondió Nina. Prefería quemarse a 

sentir las manos de Ryan en la piel. No podría soportarlo 

sin cometer una idiotez—. De todas formas, el 

sol está bajando. 

Ryan se encogió de hombros y dejó caer el tubo 

en el capazo. 

—Ya casi son las cinco y tenemos que irnos a las 

seis. 

Su traje de baño negro le caía muy por debajo de 

la cintura y se adhería a él como una segunda piel, no 

dejando nada a la imaginación, salvo si la piel que 

ocultaba era más pálida. Y ella ya sabía que lo era. 

Nina lo devoró con la mirada durante tanto tiempo 

como fue capaz; después, se volvió hacia la orilla y corrió 

hacia el mar. 

Sabía que Ryan le pisaba los talones. Después, lo 

tuvo al lado, nadando paralelamente a la orilla hasta 

que ella se cansó y se detuvo; no tocaba fondo. Ryan 

se acercó, mirándola alternativamente a ella y a los 

dos guardias que en aquellos momentos se veían en la 

distancia. 

—Esto es una locura —dijo Ryan, sonriendo, con 

el agua lamiéndole la barbilla, moviendo sus poderosos 

brazos para mantenerse a flote. Se acercó a ella, lo 

bastante para tomar la boca de Nina con un beso húmedo, 

ardiente y salado que los hizo sumergirse. 

Nina se atragantó y rió cuando volvieron a sacar la 

cabeza fuera del agua. Le rodeó el cuello con los brazos 

y apretó su cuerpo contra el de él. Sentía el movi-


Lyn Stone 

153 

miento de tijera de las piernas de Ryan, que los mantenía 

a flote. 

—Rodéame la cintura con las piernas —le dijo él. 

Ella obedeció y contuvo la respiración al ver que 

él tragaba saliva y sonreía. La intimidad del abrazo parecía 

aún mayor en el agua que fuera de ella. El movimiento 

de la corriente lo acrecentaba y magnificaba. 

Permanecieron así, meciéndose como un corcho, 

mientras él la besaba de forma arrebatadora. Nina permaneció 

abrazada a Ryan, satisfecha salvo por la necesidad 

creciente de unirse a él. Disfrutaba del contacto 

firme y resbaladizo de su piel, del calor de sus cuerpos 

y del agua fría que se movía en torno a ellos. 

—Deberíamos volver —dijo Nina cuando la poderosa 

necesidad de llevar las cosas más lejos se hizo demasiado 

intensa. 

—Me gustaría llevarte a otra isla, a una desierta —repuso 

Ryan,casi jadeando—,y retenerte allí. 

—Te aburrirías. No habría nada que hacer —le 

pasó los dedos por la nuca, explorando, haciéndole 

cosquillas. 

—Ya se me ocurriría algo —le aseguró Ryan en 

tono sugerente—. Créeme, ya se me está ocurriendo. 

—Lo sé, pero será mejor que te calmes —le aconsejó, 

y lanzó una mirada a los guardias que los esperaban 

cerca del coche—. Es posible que tengamos público. 

—Por su bien, espero que no nos miren. Cobran 

para mirar hacia otro lado. Bésame. 

Nina lo besó, pero fue breve. Ryan intentó prolongarlo 

cuando ella abrió los brazos y las piernas y empezó 

a flotar por sí misma. 

—¿Has venido aquí a ligar o a nadar? 

—¡A ligar! —gritó Ryan,y pasó nadando junto a ella.



Parecía muy cómodo en el agua, pensó Nina, y se 

preguntó si siempre habría vivido en la costa de Savannah. 

Debía de haber crecido junto al mar. En aquellos 

momentos, con su pelo de vetas rubias retirado 

hacia atrás y los músculos bronceados y relucientes, 

parecía un ligón de playa. 

Cuando alcanzaron el lugar en que habían dejado 

las toallas, regresaron a la orilla. Nina se sintió gratamente 

cansada cuando pudo hacer pie y se abrió paso 

por las olas que rompían suavemente a su alrededor. 

Ryan le tendió la mano, sonriendo. Ella la aceptó, 

pensando en lo natural que parecía entrelazar los dedos 

con los de él. Después de tantos días rehuyéndose 

con cuidado, estar con él de aquella manera era como 

volver a casa después de mucho tiempo. 

Sólo entonces comprendió que volver a casa, regresar 

a la casa de California en la que había vivido toda 

la vida, jamás volvería a procurarle aquella sensación. 

No, la antigua sensación de tibieza y comodidad y de 

ser querida había muerto con sus padres. Le apretó los 

dedos, queriendo permanecer unida a él para siempre, 

aunque sabía que era imposible. Ryan no era el tipo de 

hombre que deseaba lazos permanentes. 

Cuando salieron del agua, le soltó la mano y contempló 

cómo se agachaba para recoger una de las toallas. 

Nina se dispuso a tomar la suya, pero él la detuvo. 

—Déjame a mí —dijo Ryan. Nina se quedó atónita 

cuando la envolvió con la suave toalla y despacio, 

muy despacio, empezó a secarla. Sólo la tela se interponía 

entre sus palmas y el cuerpo de ella. Lanzó una 

mirada hacia los guardias, pero no podía verlos sobre 

el saliente rocoso. 

Rindiéndose a lo inevitable, cerró los ojos y disfrutó 

de las sensaciones.A través de los minúsculos trián-


Lyn Stone 

155 

gulos de Lycra que ocultaban sus pezones, el tejido de 

la toalla la excitaba. Él prolongó las caricias allí, atormentándola; 

después, le secó la cintura y las caderas. 

Acercó el cuerpo cuando le rodeó los glúteos con la 

toalla, moviéndola en un círculo que arrancó un gemido 

de lo más hondo de la garganta de Nina. 

—Estás mojada —le susurró al oído. No era broma, 

pensó Nina mientras él se arrodillaba delante de ella. 

Durante el descenso, sintió el aliento de Ryan en el 

pecho, el vientre, la parte superior de los muslos. 

Con los ojos todavía cerrados y las piernas trémulas, 

Nina le puso las manos en los hombros, unos hombros 

calientes y pegajosos por el agua salada. Se olvidó 

de los guardias y de todo lo demás cuando los 

labios de Ryan empezaron a abrasarla justo a un lado 

del triángulo de tela roja. Con los dientes tiró del tirante 

que lo sostenía en su sitio y lo soltó. Ella sintió 

una minúscula punzada de placer y gimió, un claro 

ruego de que siguiera. 

—Basta —jadeó Ryan, y el contacto se rompió. 

Trémula y sin aliento, Nina abrió los ojos a duras 

penas y vio que él había retrocedido y que sostenía la 

toalla por delante de su cuerpo mientras se secaba el 

centro del pecho con el extremo. 

Sin decir nada, Ryan se agachó, recogió la otra toalla 

y se la arrojó. Ella la atrapó y la sostuvo junto a su 

cuerpo, inmóvil. 

—Vístete —le ordenó Ryan—.Tenemos que irnos 

de aquí. 

—Sí —tenían que regresar a la suite, pensó, aturdida.Volver 

a la reclusión. Buena idea. 

Apartó la niebla de deseo que la mantenía inmóvil, 

le dio la espalda y sacudió la toalla con fuerza para 

quitarle la arena. Sólo tardó un minuto en secar la



poca agua que le quedaba y en meterse el vestido por 

la cabeza. Frustrada, se pasó los dedos por el pelo y se 

lo recogió detrás de las orejas. 

—Muy bien, ya estoy —dijo, y observó con interés 

y cierto sentimiento de revancha cómo él forcejeaba 

con la cremallera por culpa de su erección—. Te lo 

tienes merecido —gruñó. 

Para sorpresa de Nina, Ryan lo reconoció. 

—Sí, lo siento. 

Nina embutió la toalla húmeda en el capazo y 

echó a andar por el camino que conducía a la carretera. 

Él la siguió y la adelantó antes de llegar a lo alto, 

como si fuera su escudo. 

Nina respetaba la necesidad de Ryan de proteger y 

defender. A fin de cuentas, era su manera de ser. No 

era un ligón de playa, salvo en horas libres. Jamás un 

amante, salvo en horas libres. Y sus horas libres eran 

breves y contadas al minuto. 

Ni siquiera podía echarle en cara que no la hubiera 

prevenido. «El trabajo es mi vida», había dicho. 

Ryan mantuvo las manos a los costados y la atención 

clavada en la ventanilla hasta que llegaron al hotel. 

No podría regresar a la suite sin violar el acuerdo 

de no hacer el amor. Nina no se opondría. Él no vacilaría.Y 

luego ¿qué? 

Había tomado demasiado afecto a aquella mujer. 

Hasta había pensado que su relación podía durar. Incluso 

había intentado hablar de ello con su padre por 

teléfono. 

¿En qué diablos estaba pensando? Nina le había dicho 

sin rodeos que la primera vez había sido un error. 

Había insinuado que quería algo más que una aventu-


Lyn Stone 

157 

ra. Ella tenía su vida. ¿Por qué diablos querría compartir 

la de él? 

Trabajo, trabajo y más trabajo.Alguna que otra partida 

de póquer con personas a las que apenas conocía. 

Un lúgubre apartamento que decía más cosas sobre 

él de las que quería reconocer. Sí, ella se había 

dado cuenta, y se lo había dicho sin piedad. También 

la zambullida ocasional en el océano mientras cometía 

un acto desesperado de conectar con otro ser humano. 

No, no un ser humano cualquiera, sino el único 

con el que había querido conectar en seis largos años. 

Cielos, había estado a punto de perder la cabeza, 

de romper el molde que lo había mantenido en pie 

desde que la tragedia lo había desgarrado. 

Cuando la limusina se detuvo delante del hotel, salió 

con ella y la escoltó al interior. El trayecto en ascensor 

transcurrió en silencio. Abrió la puerta de la 

suite y permaneció a un lado para dejarla pasar. Cuando 

lo hizo, se quedó en el umbral. 

—Estarás bien tú sola un rato, ¿verdad? 

—¿Vas a alguna parte? —Nina se volvió y lo miró 

con el ceño fruncido. 

—Sí —le pasó el capazo con las toallas húmedas—. 

Voy a pasarme por la oficina —era la primera vez que 

la dejaba sola en el hotel—. No te irás de aquí, ¿verdad? 

—No. ¿Cómo nos organizamos para la cena? —preguntó 

Nina, aunque parecía resignada a comer sola. 

Comprendía la necesidad de Ryan de marcharse. 

—Me pasaré por recepción y les pediré que te suban 

algo de comer. 

—Está bien —dijo Nina—. Ensalada del chef y 

agua mineral. 

Parecía estar un poco a la defensiva y un poco dolida. 

Era lo último que él quería. Probó a sonreír.



—¿Y una de esas copas de fresas con nata? 

Ella se encogió de hombros y Ryan advirtió que 

los tenía sonrosados por el sol. Quería besárselos, sentir 

el calor en los labios. Dios, tenía que salir de allí. 

Enseguida. 

—A las nueve estoy de vuelta, te lo prometo —le 

dijo, una auténtica concesión, puesto que habría preferido 

pasar fuera toda la noche, por si las moscas. 

Se quedó escuchando para cerciorarse de que Nina 

cerraba la puerta con llave; después, deshizo el camino 

andado hasta el ascensor. No dejaba de pensar que había 

reforzado la opinión que Nina se había formado de 

él. Utilizar el trabajo como un refugio empezaba a parecerle 

poco sano incluso a él. 

Regresó a las nueve en punto, sin nada resuelto y 

con los pensamientos todavía en un torbellino. Introdujo 

la tarjeta en la puerta y llamó a Nina al tiempo 

que entraba. Ella estaba sentada ante la mesa del comedor, 

tomando un sorbo del vino que él le había pedido. 

Vino que jamás pediría ella cuando estaba con él, 

porque sabía que no bebía. Se había convertido en una 

broma durante sus cenas en común que ella siempre 

pidiera agua y él, vino. Después, se cambiaban las copas 

y ella le sonreía, su recompensa, pensó Ryan, por 

que un alcohólico rechazara el perjuicio de la bebida. 

—¿Has averiguado algo? —preguntó Nina. 

—He hablado con el maître de El Cisne y me ha 

dado el nombre de otro de los camareros que estuvo 

trabajando la noche en que Desmond y Farid mantuvieron 

la discusión. Quizá consigamos una identificación 

de la acompañante de Desmond o, al menos, una 

descripción más precisa.


Lyn Stone 

159 

—Eso está bien —dijo Nina, pero sin verdadero 

entusiasmo. 

Se sentó con ella a la mesa y se sirvió una taza de 

café de la jarra de plata que siempre acompañaba las 

comidas. Hasta utilizó la minúscula taza de porcelana 

sin molestarse en ir por su tazón. 

—¿Quieres la mitad de la ensalada? —preguntó Nina, 

y retiró la cubierta de plata que la mantenía fría—.Sirven 

una ración para todo un ejército. 

—¿Por qué no has comido ya? No estarías esperándome, 

¿verdad? 

Ella negó con la cabeza mientras improvisaba otro 

cuenco de ensalada, utilizando la tapa del suyo. Ryan 

tomó el aliño. Entonces, reparó en un pequeño detalle. 

Una hoja puntiaguda dispuesta sobre una rodaja 

de pepino. ¿Laurel? No, demasiado gruesa. Pero la reconocía. 

Automáticamente, atrapó la muñeca de Nina 

que sostenía el tenedor. 

—No comas. Espera un minuto. 

Movió con cuidado las distintas hojas y encontró 

algunas más de aquella planta inusual. La miró. 

—¿Quién ha subido esto? ¿El de siempre? 

—¿Alonzo? No. No lo he reconocido... ¿Qué pasa? — 

bajó la mirada al cuenco—.¿Qué le pasa a la ensalada? 

Señaló la hoja. 

—Adelfa.Veneno que simula un infarto.Y no hace 

falta tomar mucho —se apartó de la mesa y tomó el 

teléfono—. Envíen al jefe de seguridad a la 612 —gruñó 

por el auricular—. No a uno de los detectives de la 

casa. Quiero a Tatro en persona y, si no está aquí, búsquenlo 

y háganlo subir enseguida. 

Cuando colgó, a Ryan le temblaban las manos. Le 

sudaba la frente y sintió un escalofrío. Sabía por la expresión 

de Nina que no necesitaba una explicación



más detallada. Alguien había intentado asesinarla otra 

vez.Y si hubiera regresado diez minutos después, quizá 

hubiera sido demasiado tarde para salvarla. 

—¿Ryan? —preguntó ella en un mero susurro, con 

los ojos oscuros muy abiertos por el temor. 

—Ven aquí —le dijo él.Sin esperar a que se moviera, 

salvó la distancia que los separaba, la atrajo a sus brazos 

y la estrechó. Sabía que muy pronto, quizá al cabo de 

unas pocas horas,tendría que dejarla ir para siempre. 

Nina contestó a las preguntas del signore Tatro, 

pero no podía arrancar la mirada de la mesa que contenía 

la dosis letal de ensalada que había estado a 

punto de ingerir. Ryan daba vueltas como un león enjaulado, 

haciendo palpable su frustración. 

Uno de los detectives del hotel, que había llegado 

con el jefe de seguridad, entró, interrumpiéndolos. 

—Signore Tatro, debo hablar con usted un momento 

en privado —dijo en italiano, al tiempo que 

lanzaba una mirada a Nina y a Ryan. Éste se había detenido 

y estaba escuchando. Protestó en el mismo 

idioma, seguramente, para hacerle saber que su estratagema 

era inútil. 

—Si tiene algo que ver con lo ocurrido, no tiene 

por qué comentarlo en privado. 

—Adelante —asintió Tatro—. ¿Qué pasa? 

El detective señaló hacia el pasillo con la cabeza. 

—El camarero que suele servir esta planta ha desaparecido. 

Lo vieron por última vez en la cocina, colocando 

la comida en un carro para subirla aquí. 

—Solemos cenar en el restaurante —dijo Nina—. 

No me pareció extraño no ver a Alonzo. Pensé que los 

turnos cambiaban por las noches.


Lyn Stone 

161 

—¿Cómo es que nadie se percató del cambio? —inquirió 

Tatro. 

—El pasillo que conduce de la cocina al ascensor 

de la sexta planta estaba sin vigilancia. Siempre se necesita 

una tarjeta para acceder a él. Se consideró seguro. 

Ryan interrumpió al hombre. Hablaba otra vez en 

su idioma, sin dirigirse a nadie en particular. 

—Debió de vernos volver de la playa, con el pelo 

mojado y el capazo de toallas, y dedujo que cenaríamos 

en la habitación —empezó a dar vueltas de nuevo, 

reconstruyendo lo ocurrido—. No, espera. Quizá 

estuviera en el vestíbulo y me oyera encargar la ensalada 

y el vino para la habitación. Sí, eso es. Después 

—dijo, asintiendo—, fue a la cocina, confiando en 

que se le presentara la oportunidad. 

—¿Y las hojas? —le recordó Nina. 

—Fuera. En los parterres del jardín —Ryan se volvió 

al detective—. Mire a ver si hay adelfas. 

—Las hay —dijo el detective—. Encargué que lo 

comprobaran. 

Ryan volvió a asentir. 

—Entonces, salió al jardín, tomó un puñado y fue a 

la cocina a esperar. 

—Pretendía hacer algo que pareciera una muerte 

natural o un accidente —añadió Nina—. Como el incendio. 

—Exacto —dijo Ryan, coincidiendo con ella—. Creo 

que lo han contratado para acabar contigo.Aun sin pistolas 

ni cuchillos, sabe cómo matar. La adelfa no es un 

veneno común, pero puede ser efectivo y, como he dicho,simula 

un infarto. 

—¿Cómo lo sabías? —preguntó Nina. 

—Trabajé en un invernadero un verano, cuando 

era niño.



Sonó el teléfono justo cuando Tatro se disponía a 

salir. Ryan contestó y le pasó el auricular. El hombre 

asintió, dio un par de respuestas y, después, ladró una 

orden en italiano. Cuando se volvió hacia Ryan, bajó la 

voz y habló en tono de disculpa. 

—El camarero ha aparecido inconsciente en uno 

de los almacenes próximos al ascensor. Dicen que la 

herida no es seria. Si la signorina Caruso hubiera sucumbido 

al veneno y el forense hubiera descubierto 

que no había sido un ataque al corazón, tal vez lo habrían 

culpado a él. Iré a interrogarlo. 

—Sí, haga eso —dijo Ryan—. Mientras tanto, yo voy 

a sacar a la señorita Caruso de aquí. Nina, ve a cambiarte. 

Iremos al palacio en cuanto puedan traernos una limusina. 

—Ryan, ya son casi las diez. Deberíamos esperar a 

mañana. 

—Por favor, signore McDonough —intervino Tatro—. 

Si se queda, colocaré a dos guardias en la puerta 

y a otros dos en el ascensor. No dejaré pasar a nadie 

—pero Ryan ya estaba moviendo la cabeza.Tatro insistió—.Yo 

mismo supervisaré la cena que les preparen. 


—Gracias, signore, pero he perdido el apetito.Aun 

así, creo que deberíamos esperar, Ryan. 

Éste accedió a regañadientes. 

—Está bien, pero mañana a primera hora iremos a 

ver al rey Marcus. 

—Supongo que no queda otro remedio —accedió 

Nina—. ¿Quién sabe lo que esa persona nos tiene preparado? 

A nosotros no, pensó Nina, sólo a mí. Los dos sabían 

que Ryan no era el objetivo. Después del susto de aquella 

noche, comprendió que no había lugar seguro en


Lyn Stone 

163 

Montebello, ni siquiera en el palacio.A fin de cuentas, 

su hermano había muerto allí. 

Cuando Tatro y sus hombres retiraron la bandeja 

de la cena y se marcharon, Ryan cerró la puerta con 

llave y se reunió con ella en el sofá. Se sentó a su lado 

y le tomó las manos. Dijo exactamente lo que Nina esperaba 

oír. 

—Nina, tendrás que marcharte. 

Ella suspiró pesadamente. 

—Lo sé. 

—El rey insistirá. Se asegurará de que estés protegida 

allá donde vayas, así que no te preocupes por 

eso. 

—Me iré a casa. 

—No, no sería lo más sensato —replicó—. Hasta 

que no averigüemos quién quiere matarte y por qué, 

debes ir a algún lugar que nadie pueda relacionar contigo. 

Bueno, eso era más fácil decirlo que hacerlo, pensó 

Nina. 

—Sabes que no tengo más familiares que esos primos 

italianos, y son desconocidos. No tengo amigos 

fuera de La Jolla. ¿Dónde sugieres que vaya? 

Ryan vaciló un momento; después, dijo: 

—Podrías ir a Savannah. Todavía tengo contactos 

allí. Me deben favores. Podría hacer alguna llamada, 

colocarte en un lugar seguro, hacer que los lugareños 

te protejan. Diablos, hasta el rey Marcus tiene un negocio 

allí, ¿lo sabías? Viaja a Savannah de vez en cuando. 

—Pero tú no —adivinó Nina—, aunque tu propio 

padre vive allí. 

—No —dijo—, yo no —era un hecho. No había explicación.



—¿Te trató mal cuando eras pequeño? —preguntó 

Nina, dándole el beneficio de la duda—. ¿O quizá a tu 

madre? 

Nina vio la respuesta en sus ojos, aunque él no 

dijo nada durante mucho tiempo. Por fin, contestó 

con un movimiento de cabeza. 

—No. 

—Entonces, la familia nunca ha sido una prioridad 

—concluyó, aceptando lo que sospechaba hacía tiempo. 

En aquella ocasión, Ryan no contestó. Pero a ella 

no se le pasó por alto el destello de tristeza, quizá de 

añoranza, antes de que lo camuflara con su endiablada 

máscara. 

Quería estar con su familia, comprendió Nina. Quería 

estar con ella. Ryan aún no lo sabía, pero ella lo había 

visto en sus ojos, antes de que lo ocultara. La necesidad 

estaba latente en cada roce, accidental o intencionado. 

¿O era sólo la esperanza lo que la hacía imaginar aquello? 

—Ven conmigo a Savannah, Ryan. 

El silencio se alargó hasta que Nina sintió deseos 

de chillar. Después, Ryan desvió la mirada. 

—No puedo. 

De ella se adueñaron el enojo y la frustración. Se 

desasió y cruzó los brazos. 

—Ah, se me olvidaba —dijo, sin importarle si parecía 

sarcástica y mala—. Está ese preciado trabajo tuyo, 

¿verdad? —y, poniéndose en pie, se retiró a su habitación.


12 

Ryan respiró cuando el rey Marcus obró de manera 

predecible y le ordenó a Nina que se marchara de 

Montebello.Viajaría a Savannah en uno de los aviones 

privados de la familia real. Ryan ya había reclamado algunos 

favores la noche anterior y sabía que allí estaría 

a salvo. 

—Lorenzo coordinará a nuestro personal de seguridad 

de Savannah para reforzar la protección —dijo el 

rey, y se dirigió a Nina—. El señor McDonough la 

acompañará a su embajada ahora mismo. Su consulado 

se encargará de que viaje escoltada en un vuelo privado. 

Creemos que se sentirá más segura en Norteamérica 

en estos momentos. 

—Gracias, Majestad —dijo Nina. 

Parecía desalentada y despreocupada, como si no 

le importara mucho adónde iba ni con quién.A pesar 

del alivio que Ryan sentía por verla fuera de peligro, 

no podía negar su impulso de consolarla, de asegurarle 

que siempre estaría a su lado si lo necesitaba. Pero,



por supuesto, no sería así. Él no estaba disponible. Se 

quedaría allí, en Montebello. 

—Le deseamos lo mejor de todo corazón, querida 

—dijo el rey Marcus—.Y lamentamos que haya sufrido 

tantos contratiempos desde su llegada a nuestra 

isla. Quizá vuelva algún día, cuando todo se haya resuelto. 

Nina sonrió trémulamente. 

—No debería haber venido, Majestad. Ahora comprendo 

que mi implicación en la investigación era injustificada 

e innecesaria. Gracias por la invitación, 

pero no volveré. 

El rey se puso en pie, rodeó el escritorio y tomó 

las manos de Nina en las suyas. 

—Entonces, adiós, pequeña Nina, y que seas feliz. 

Ella hizo una reverencia, retiró las manos y Ryan la 

condujo hacia la puerta. El rey los siguió hasta el umbral 

y lo llamó. 

—Unas palabras más contigo. 

Ryan regresó al interior de la oficina mientras Nina 

se alejaba por el pasillo. 

—¿Sí, señor? 

—Podrías acompañarla. Hay otras personas capaces 

de terminar esto. Lorenzo se ocupará del caso. 

Pese a lo mucho que lo tentaba la idea, Ryan sabía 

que no podía marcharse hasta que hubiera encontrado 

al asesino de Desmond. No había casos «sin resolver» 

en su historial. 

—Termino lo que empiezo, señor —abrió la puerta 

y comprendió que el monarca no le había dado 

permiso para salir. 

El rey lanzó una mirada hacia el lugar en que Nina 

aguardaba. 

—Eso está aún por ver, ¿no crees?


Lyn Stone 

167 

Ryan sabía que no se estaba refiriendo a la investigación. 

Sin más comentarios, se despidió con una inclinación 

de cabeza. 

Ursula se maravillaba de las agallas de Jean Paul. 

Éste se había opuesto a usar el veneno, diciendo que 

era demasiado dudoso. Incluso después del revuelo 

provocado por su fracaso de la noche anterior, estaba 

obsesionado con el trabajo. Una cuestión de orgullo, 

había dicho. Ella, por otro lado, sólo quería alejarse de 

él. Estaba loco. 

Jean Paul decía que necesitaba rodear a Nina de 

periodistas para hacer su trabajo. Ursula pensaba dejarlo 

todo en sus manos.Todas aquellas llamadas a los 

periódicos le resultaban extrañas.Y la historia que les 

había contado sobre Nina, escandalosa. ¡Que la hermana 

de Desmond había descubierto un complot para 

derrotar a la corona! La rodearía la prensa en cuanto 

saliera del palacio. Ursula no entendía qué pretendía 

Jean Paul con todo eso. Quizá fuera más inteligente de 

lo que pensaba. En una cosa sí que tenía razón: la 

muerte accidental era muy difícil de planear. 

Debía esperarlo allí, en su habitación, y pagarle antes 

de abandonar el hotel, tanto para pagar la cuenta 

como para recompensarlo por el trabajo. Muy bien. 

Ursula se ajustó la peluca oscura, se guardó el vaporoso 

camisón en el bolso y bajó por las escaleras de 

atrás. 

Si Jean Paul metía la pata, lo atrapaban y cantaba, 

ella no se quedaría allí esperando a que la policía fuera 

a buscarla. No había llegado a decirle su verdadero 

nombre ni dónde se había estado alojando antes de 

conocerlo. Su minúsculo apartamento del barrio bo-



hemio estaba pagado hasta final de mes. En metálico. 

Nadie podría encontrarla allí y, menos aún, a un perdedor 

como Jean Paul. 

Sólo una corta distancia los separaba de la embajada 

norteamericana. La limusina se detuvo justo delante 

del imponente edificio de granito. Había un empinado 

tramo de escaleras que conducía a un pórtico 

atestado de paparazzi. 

—Maldita sea, ¿quién ha alertado a la prensa? ¡Van 

a rodar cabezas! 

Seguramente, el edificio contaba con una entrada 

lateral o posterior, pero los periodistas también la tendrían 

cubierta. 

—No pienso permitir que pases por ahí —dijo 

Ryan—. Llamaremos y haremos que envíen unos guardias 

al aeropuerto. 

—No, vamos —protestó Nina, y se inclinó para abrir 

la puerta—.Tú insistes en acabar con esto de una vez.Y, 

para variar, coincido contigo. No son más que periodistas,Ryan.Hasta 

ayudaría que publicaran mi marcha. 

Ryan la sujetó por el brazo y la retuvo. 

—He dicho que no. 

—¡No digas tonterías! —se desasió—. Estamos en 

un lugar público con docenas de testigos. Periodistas 

con cámaras, por el amor de Dios. ¿Quién sería lo bastante 

estúpido para...? 

—Está bien, está bien, te entiendo, pero no me gusta, 

Nina. 

Ella suspiró. 

—Les diré que me voy. Si lo publican en la prensa, 

el asesino pensará que he renunciado a la investigación 

y que me he ido a casa.


Lyn Stone 

169 

—No estamos seguros de que la amenaza contra 

tu vida esté relacionada con la investigación —le recordó 

Ryan. 

—Sabes tan bien como yo que lo está. Lo único 

que tienes que hacer es vigilar quién compra el próximo 

billete para California.Yo no estaré allí, aunque se 

te escape.Así que vamos, adelante. 

Ryan pulsó el botón del intercomunicador y habló 

con el chófer y los dos guardias que viajaban con él. 

—Paolo, tú te quedas en el coche.Arletti, Sergio, la 

rodeamos. Que nadie se acerque, ¿entendido? 

Salieron del vehículo. Ryan iba delante, dejando 

que Arletti y Sergio flanquearan a Nina. El enjambre 

de periodistas se abalanzó sobre ellos antes de que 

llegaran a los peldaños y subieron por delante y a ambos 

lados, lanzando preguntas en inglés y en italiano, 

empujando y tropezando, insertando micrófonos y cámaras. 

—Señorita Caruso... ¡Señorita Caruso! ¿Qué pasa 

con la amenaza contra el rey? ¿Es una trama terrorista? 

—¿Está relacionado con los problemas con Tamir? 

—¿Has tenido alguna noticia sobre el asesino de tu 

hermano, Nina? 

—¿Y la amenaza contra el príncipe Lucas? ¿Tendrá 

lugar la coronación, como estaba planeado? 

El ruido era ensordecedor y, los flashes de las cámaras, 

cegadores. Ryan se abría camino a duras penas, 

maldiciendo, sintiendo la mano de Nina en el borde 

de la chaqueta. 

De pronto, Nina lo soltó. Ryan giró en redondo a 

tiempo de verla caer. Arletti estaba de rodillas, entre 

Ryan y ella, intentando no caerse. En aquella fracción 

de segundo, el ojo de Ryan registró la cara de un hom-



bre, una cara que no reflejaba sorpresa, ni impaciencia 

por conseguir un reportaje, sólo satisfacción. Ryan 

lo apartó a un lado, saltó sobre el guardia, bajó corriendo 

los peldaños y alcanzó a Nina. 

Yacía a corta distancia del suelo, sobre la escalinata, 

inconsciente. Sabiendo que la pisotearían en cuestión 

de segundos, Ryan la levantó en brazos y se dirigió a la 

limusina, rezando para que no tuviera una herida que él 

estuviera agravando. 

—¡Vamos, vamos! —ordenó, indicándole a Paolo 

que los sacara de la marabunta que estaba a punto de 

rodear el coche. No podía ver a Arletti. Sergio estaba 

bloqueando el avance lo mejor que podía, pero sólo 

era un hombre—.A todo gas, Paolo. ¡Al hospital! Da el 

aviso —los neumáticos chirriaron cuando la limusina 

salió disparada. 

El breve trayecto al hospital duró una eternidad. El 

equipo de urgencias asumió el control y le ordenó a 

Ryan que fuera a la sala de espera. Él no les hizo caso. 

Siguió la camilla hasta rayos X sin perder a Nina ni 

un momento de vista. Sólo después de que la instalaran 

en cuidados intensivos y de que el médico le dijera 

que quería hablar con él, Ryan se apartó de su lado. 

Había una enfermera con ella, comprobando sus constantes 

vitales. 

—¿Es pariente suyo? —preguntó el médico cuando 

salieron al pasillo. 

—No, soy su... —¿qué era? Tenía que decir algo—. 

Su... acompañante. 

El doctor frunció el ceño. 

—¿Su pareja? 

—No estamos casados... todavía —añadió Ryan, 

confiando en que bastara para eliminar la barrera de 

la confidencialidad entre médico y paciente.


Lyn Stone 

171 

—Pero no es... 

—Maldita sea, ¡dígame si es grave! No tiene a nadie. 

Yo soy el único que se preocupa por ella, ¿entendido? 

El médico se encogió de hombros y suspiró. 

—Ha sufrido un traumatismo craneal. Aunque no 

se ha roto nada, tiene magulladuras graves en todo el 

cuerpo.Tendremos que mantenerla en observación. 

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Ryan. 

—No lo sé. El golpe en la cabeza la ha dejado inconsciente 

y debemos esperar a que despierte para saber... 

La enfermera se asomó por la puerta. 

—Doctor Ponti. Está despierta y pregunta por alguien. 

—Por mí —declaró Ryan, olvidándose de sus modales, 

las reglas y todo lo que se interponía en su camino.Apartó 

a la enfermera—. ¿Nina? 

Ella le tendió una mano y él se la llevó a los labios 

al tiempo que se inclinaba sobre la cama. 

—Nina, me has dado un susto de muerte. ¡Menos 

mal que estás bien! 

—Me han empujado —dijo ella en apenas un susurro 

—aunque más que débil por las heridas, parecía 

no querer que nadie la oyera. 

—Lo sé —le dijo Ryan—. No te preocupes, le he 

visto la cara. Lo atraparé. 

—Hazlo —lo apremió Nina, parpadeando a causa 

de la luz—.Y hazlo ya, ¿quieres? 

El médico había seguido a Ryan al interior de la 

habitación y lo miraba de manera significativa. 

Ryan volvió a besarle la mano a Nina y se la soltó 

con cuidado. 

—Lo haré. Me ocuparé de que estés vigilada y ese 

bastardo será mío antes de que acabe el día.Te doy mi 

palabra, Nina.



Ella cerró los ojos. 

—Siempre atrapas a tu hombre, ¿verdad? 

—Siempre —le aseguró. Después, anotó el número 

de su móvil en un trozo de papel y se lo metió al médico 

en el bolsillo de la bata—. Llámeme si ella me necesita. 

Para lo que sea. 

Después de una larga mirada a Nina, salió de la habitación 

para llamar a Lorenzo. 

Media hora después, dejando a Nina más vigilada 

que las joyas de la corona, Ryan bajó las escaleras. De 

camino, se quitó la chaqueta del traje y la corbata y se 

remangó.Tenía la camisa empapada por el sudor frío 

de la adrenalina, pero no podía perder tiempo cambiándose. 

Estaba casi seguro de que no tendría que ir 

muy lejos ni esperar mucho para localizar a su presa. 

Cuando salió de los ascensores al vestíbulo de la 

entrada principal del hospital, advirtió que muchos periodistas 

los habían seguido y estaban acosando al personal 

de recepción para obtener información. Se escondió 

rápidamente detrás de una de las columnas 

decorativas que flanqueaban los ascensores y observó. 

Sus ojos iban de rostro en rostro, evaluando a una 

quincena de personas. Costaba trabajo contarlas cuando 

no dejaban de pulular. La mayoría eran de la prensa 

local y los conocía, al menos de vista, pero había algunos 

freelance, pirañas de todo el mundo que acosaban 

a las celebridades y a las familias reales. Pero no veía al 

hombre al que estaba buscando.Todavía no. 

Ryan esperó. Sabía que si fuese él quien hubiese 

querido matar a Nina y hubiera fracasado en el intento, 

estaría allí mismo, escondiéndose entre aquel puñado 

de carroñeros, para descubrir el estado de salud


Lyn Stone 

173 

de Nina. Confiaría en que todas las personas que se 

preocupaban por ella estarían demasiado disgustadas 

para buscarlo en aquel momento. 

¡Allí! Ryan lo reconoció de improviso. Se había 

puesto una gorra marrón y gafas de pasta y llevaba un 

bloc. Alcanzarlo corriendo no sería buena idea. En 

cuanto los periodistas lo reconocieran, se abalanzarían 

sobre él. Sería mejor esperar a que se dispersaran. 

Lo observó durante más de cinco minutos, con un 

brazo apoyado en la columna, todavía fuera de la vista 

de todos. Se enderezó al ver que el hombre se apartaba 

del grupo y empezaba a alejarse hacia donde él se 

encontraba. 

Ryan se mantuvo con cuidado fuera de su vista. Su 

presa se acercó un poco más y, después, se desvió hacia 

las puertas dobles situadas al otro lado de los ascensores. 

De modo que pensaba subir a cuidados intensivos, 

seguramente, para intentar matar a Nina de 

nuevo. Perfecto. 

Ryan esperó a que las puertas se cerraran. Después, 

lo siguió. Cuando entró en el hueco de las escaleras, 

oyó pasos rápidos por encima, seguramente, cerca 

de la puerta de la primera planta. 

Ryan echaba de menos su pistola, pero sabía que 

no debía ir armado a sus visitas al palacio o a la embajada. 

Para eso estaban los endiablados guardias. 

Subió los escalones de dos en dos, sabiendo que 

no podría amortiguar el ruido de sus zapatos de vestir 

de suela dura.Voló, incapaz de oír el avance del hombre 

por culpa de su propio estrépito. La puerta de la 

segunda planta se estaba cerrando con suavidad sobre 

su bisagra hidráulica cuando la alcanzó. 

Ryan se detuvo un segundo a escuchar, pero no 

oyó nada en la escalera.Abrió la puerta y la franqueó



justo a tiempo de ver que el ascensor empezaba a cerrarse. 

¡Maldición! Si no lo detenía, llegaría a cuidados 

intensivos. 

Abrió la puerta del ascensor a tiempo de detener 

el cierre.Y sonrió al hombre que había dentro. 

—Te atrapé —masculló. 

Su presa intentó salir. Ryan lo tiró al suelo y forcejeó 

para reducirlo mientras el hombre luchaba con 

una mano, arañando el rostro de Ryan e intentando 

morderlo, ni más ni menos. 

Las puertas se cerraron mientras forcejeaban y el 

ascensor empezó a subir. Ryan se apartó y le dio un 

puñetazo en la barbilla justo cuando un disparo estallaba, 

ensordecedor, en la pequeña cabina. 

El hombre cayó al suelo, sin vida, con una mano a 

la espalda y la otra a un lado. Ryan deslizó los dedos 

por debajo del cuerpo para sujetarle la muñeca, consciente 

de lo que sostenía. Con la mano que tenía libre, 

le buscó el pulso del cuello. 

—Ayuda... —jadeaba el hombre. 

—Dime quién te pagó y puede que me lo piense 

—gruñó Ryan. No podía oír nada—. ¡Y habla alto! 

—Por favor... 

—¿Quién, maldita sea? ¿Quién te ha pagado? —cerró 

la mano en el frente de la camisa del hombre y lo zarandeó—.Si 

me la juegas,tío mierda,te mataré aquí mismo. 

—No sé el nombre. Mujer. La a... ameri... 

Se le quedaron los ojos abiertos, vidriosos, y la 

boca flácida. 

Maldición. Ryan se levantó y le dio la vuelta. La 

bala le había entrado justo por encima de la cintura. 

De calibre 22. Habría rebotado dentro, quizá hasta habría 

entrado en el corazón. En un órgano vital, sin 

duda. Estaba muerto.


Lyn Stone 

175 

Las puertas se abrieron y una mujer chilló. Ryan 

suspiró e intentó hacer caso omiso del zumbido que 

sentía en los oídos. Había deseado la muerte de aquel 

canalla, pero no así. No accidentalmente.Y, desde luego, 

no antes de sacarle más información. 

Levantó la mano y pulsó el botón para mantener 

las puertas abiertas hasta que llegaran los guardias de 

seguridad del hospital. La mujer de los chillidos había 

regresado corriendo al puesto de enfermería. Ryan 

podía oír un alboroto al final del pasillo ahora que sus 

tímpanos se estaban recuperando del disparo. 

Rápidamente, usando el pañuelo, Ryan buscó la 

cartera del individuo y leyó el nombre y la dirección 

en el permiso de conducir. Contó el dinero que llevaba 

en la cartera y la guardó tal como estaba en el bolsillo 

en que la había encontrado. 

—Maldita sea —masculló, mientras contemplaba 

al matón sin vida, que todavía sostenía la pistola. Ryan 

no la había tocado, ni siquiera para quitársela. El muy 

idiota estaba muerto y Ryan no quería que hubiera 

dudas sobre si se había disparado él mismo. 

Aparecieron dos hombres uniformados con las armas 

en alto. No eran guardias del hospital, sino policías. 

Los conocía a los dos, aunque no muy bien. 

—Oye, Mylonas. Ocúpate de esto por mí, ¿quieres? 

Estoy aquí por órdenes del rey.Tengo a una persona bajo 

protección en la UCI.Este tipo intentaba llegar a ella. 

—Sí, sabemos lo de la señorita Caruso —dijo Mylonas 

con una breve inclinación de cabeza—. Hemos 

oído lo del incidente de la embajada. Por eso estamos 

aquí —procedió a cachear a Ryan por si llevaba algún 

arma. 

Su compañero, cuyo nombre Ryan no recordaba, 

había desarmado al hombre muerto, había guardado



la pistola de calibre 22 en una bolsa y estaba ocupado 

buscando las constantes vitales. Ryan vio cómo movía 

la cabeza en señal de negativa. 

—Debe acompañarnos a la comisaría, señor Mc- 

Donough —dijo el capitán Mylonas, con un aspecto 

tan oficial como aparentaba en su impecable uniforme 

verde—. Sólo será una formalidad. 

El otro agente desplegó una sonrisa medio sincera 

mientras se quitaba las esposas del cinturón y cerraba 

una en torno a la muñeca derecha de Ryan. 

—Lo siento. Son las normas, ¿sabe? 

—Estáis disfrutando demasiado con esto, pero está 

bien —Ryan conocía el procedimiento. Había confiado 

en que mencionar las «órdenes del rey» lo libraría 

de aquello, al menos, durante un par de horas. Era evidente 

que no—. No pasa nada —dijo mientras le cerraba 

la otra esposa a la espalda. 

No había motivos para no seguirlos apaciblemente. 

Nina estaría a salvo un tiempo. Tal vez para siempre. 

Al menos, la mal nacida que había contratado a 

aquella patética excusa de ser humano necesitaría 

tiempo para encontrar otro como él. Si podía. Al menos, 

el matón había confirmado que era una mujer la 

que perseguía a Nina. Una norteamericana, tal vez. O 

quizá con aquella última palabra había hecho referencia 

al objetivo, Nina. 

La intuición le decía que allí pasaba algo más gordo 

de lo que parecía. La asesina de Desmond no era 

sólo una nena frustrada que había matado a su amante 

en un ataque de ira. Si eso hubiera sido todo, se habría 

subido al primer avión que hubiese salido de 

Montebello, y punto. 

Pero no lo había hecho. Había contratado a aquel 

pobre maleante para asesinar a Nina y hacer que pare-


Lyn Stone 

177 

ciera accidental.Aquel hecho era lo que hacía saltar la 

alarma. 

Tampoco eran los primos de Nina, ansiosos por 

heredar. Eso Ryan ya lo había verificado. Por tanto, el 

móvil se reducía a dos alternativas: odio por todo lo 

llamado Caruso o temor a ser descubierto. Lo primero 

no tenía sentido. Desmond y Nina no habían tratado a 

las mismas personas desde que eran niños. Por tanto, 

sólo quedaba el miedo. No tardaría en resolver aquel 

caso. Por fin empezaban a encajar las piezas. 

Si no contaba las cuestiones personales. Amaba a 

Nina Caruso. Eso era tan cierto como que estaba condenado 

a vivir sin ella.Tenía gracia que tuviera esa pequeña 

revelación en aquellos precisos momentos.Aún 

más irónico era que no lo sorprendiera. El subconsciente 

era algo maravilloso y terrible por la manera 

absurda en que funcionaba. 

En cuanto Nina se sintiera mejor y estuviera en 

disposición de hablar, le confesaría lo que sentía y observaría 

su reacción. Pero antes debía zanjar aquel 

caso. Nina tendría que comprender por qué no podía 

dejarlo.


13 

A Ryan lo irritaba esperar. La paciencia no era su 

fuerte y, menos aún, cuando Nina yacía en una cama 

de hospital.Al menos, no corría un peligro inminente. 

Estaba sentado en una sala de interrogatorios, un 

lugar muy parecido a los que él había usado para interrogar 

a sospechosos y testigos. Le habían llevado un 

refresco y una tirita para el corte que el asesino a sueldo 

le había hecho con la uña en el mentón.Apretó los 

nudillos doloridos contra la fría lata del refresco y 

apartó el papel en el que había escrito su declaración. 

El hombre muerto no era un talento de primera. 

De hecho, pertenecía a la ralea en el ámbito de los 

asesinos a sueldo. Eso sólo podía significar dos cosas: 

una, que la asesina de Desmond o no tenía buenos 

contactos en Montebello o no le sobraba el dinero; 

dos, que Nina estaría a salvo si se iba del país. Haría 

falta dinero y recursos para encontrarla. 

El detective Andreas entró en la sala con una sonrisa. 

—Hemos identificado al hombre al que mató —dijo.


Lyn Stone 

179 

Ryan suspiró y empujó el papel hacia el extremo 

de la mesa en que estaba Andreas. 

—Yo no lo he matado. 

—Una cuestión de semántica. Forcejearon y el hombre 

murió. 

—Ya se lo he dicho, el muy idiota se mató tratando 

de sacarse el arma de los pantalones —le espetó 

Ryan—. ¿Van a detenerme o qué? 

—No, no, por supuesto que no —insistió Andreas. 

Tomó la declaración y la observó con una sonrisa—. 

Buscábamos a este tipo por diversos delitos. Seguramente, 

deberíamos darle las gracias. 

—No lo maté —insistió Ryan—. Estaba desarmado. 

—Sí, lo sabemos —la sonrisa de Andreas creció 

aún más, y señaló hacia la puerta—. Puede irse. 

Por un segundo, Ryan creyó haber entendido mal. 

—¿Irme? 

—Sin duda. Pero le pediría que no abandonara la 

isla todavía. Quizá necesitemos preguntarle algo. 

—Tienen todo lo que sé. Ese hombre ha intentado 

matar a Nina Caruso.Al menos, dos veces. Está escrito 

aquí —dijo Ryan, señalando la declaración—.Voy a regresar 

al hospital, para que lo sepan. 

—Por supuesto. Lo acompañaremos. 

—Con que me lleven a mi casa para que pueda recoger 

mi coche, basta. 

—Insisto. 

A Ryan casi se le había agotado la paciencia, pero 

hizo un esfuerzo por ser educado. 

—Como quieran. 

El trayecto de regreso al hospital transcurrió en silencio, 

con los dos agentes situados en la parte delan-



tera del vehículo policial. El hecho de que dos agentes 

uniformados, armados hasta los dientes, lo estuvieran 

acompañando significaba que alguien había dado la orden 

de protegerlo. Lorenzo, seguramente. Andreas había 

llamado a la oficina del duque inmediatamente, a 

insistencia de Ryan. 

Los policías lo flanquearon cuando entró en el 

hospital y subió a cuidados intensivos. En el mostrador, 

pidió ver a Nina. No había guardias a la vista, sólo 

un par de enfermeras. 

—No está aquí —le informó una de las enfermeras. 

—¿Podría darme el número de la habitación? —preguntó 

Ryan, aliviado.Ya la habían trasladado a una planta 

y podría estar con ella. 

La mujer vaciló; después, dijo: 

—Señor, ya no está en el hospital. 

—Entonces, ¿dónde diablos está? 

—Se ha ido, señor. No sé adónde. Los hombres 

que estaban vigilándola y otros que llegaron la bajaron 

por el ascensor de servicio. 

Ryan tomó el teléfono y marcó el número del duque. 

Aquello era obra de Lorenzo, lo sabía. La mujer 

que contestó lo puso en espera. Ryan colgó y regresó 

por donde había venido. Los policías lo seguían. 

Sabía muy bien adónde habían llevado a Nina, al 

menos, inicialmente. 

—Tengo que ir al aeropuerto —les espetó Ryan. 

A decir verdad, era una buena maniobra sacarla de 

Montebello antes de que otro chiflado fuera por ella. 

Así, estaría en el avión antes de que nadie se enterara de 

que se había ido,y su destino se mantendría en secreto. 

Pero Ryan no podía dejarla marchar sin despedirse 

de alguna manera. No iba a volver a verla.Aquella idea 

le produjo una oleada de algo semejante al pánico.


Lyn Stone 

181 

—No, no, es mejor así —masculló para disipar su 

enojo irracional. Le habían arrebatado a Nina, la habían 

sacado de su vida, sin ni siquiera poder decirle adiós. 

Inspiró hondo, cerró los ojos e intentó controlarse. 

Sería una estupidez presentarse en el aeropuerto y 

dar un puñetazo al duque antes de saludarlo. Maldito 

Lorenzo. 

Por eso lo habían retenido en la comisaría y lo habían 

interrogado durante tanto tiempo. Órdenes de 

Lorenzo. Nina y él no se habían separado ni un momento 

desde su llegada a Montebello. Cualquiera que 

estuviera buscándola, lo buscaría a él primero. Sí, había 

sido una maniobra inteligente del duque poner a 

Nina a salvo antes de que la mujer contratara a otro 

asesino. No podía protestar. 

—Dé la vuelta —le dijo al policía que iba al volante—. 

He cambiado de idea. Lléveme a casa. 

El agente lo miró por el espejo retrovisor. 

—¿Está seguro, señor? 

—Sí —masculló Ryan. De todas formas, llegaría demasiado 

tarde para ver a Nina. La policía no lo habría 

soltado sin el visto bueno de Lorenzo, y éste no lo habría 

dado hasta que el avión de Nina hubiera despegado—. 

Será mejor que haga algo constructivo —dijo 

para sí. Se pondría en contacto con Lorenzo, averiguaría 

adónde había ido Nina e intentaría trabajar un 

poco. Regresaría a la comisaría de policía, al laboratorio, 

y vería si Franz había descubierto algo nuevo desde 

aquella mañana. 

De vuelta en la casilla de salida: lo único que tenía 

era el trabajo.Tampoco podía decirse que hubiera ganado 

mucho terreno en la casilla número dos. Nina 

estaba a salvo, y eso era lo que él quería, ¿no? Lo que 

había querido desde el principio.



De modo que la amaba. Pues el amor no equivalía 

a la felicidad; debería haberlo aprendido hacía tiempo. 

Lo había hecho, pero había cometido la estupidez 

de olvidarlo unos días. 

Podría ir a cualquier parte, volcarse en el caso y no 

tener que preocuparse por Nina cada minuto del día 

y de la noche. Ni siquiera tendría que pensar en ella. 

Nina reposaba en la parte posterior del Gulfstream. 

Jamás había visto tanto lujo en un avión. Dondequiera 

que mirara había madera exótica, ricas telas y cuero 

suave. 

A Ryan le parecería cargante, como el hotel. La 

idea hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas, pero 

sonrió e intentó distraerse. 

Había podido ducharse y cambiarse en el espacioso 

aseo. Afortunadamente, alguien le había llevado 

ropa para sustituir el fino camisón con que la habían 

trasladado desde el hospital. La ropa no era suya.Aunque 

se vestía bien, jamás se había vestido tan bien. El 

traje de pantalón holgado de pálida seda amarilla estaba 

hecho a mano, como la ropa interior de seda. Los 

zapatos de diseño hacían juego con el traje.Y además 

eran de su número. 

Aunque le gustaba imaginar que llevaba uno de los 

atuendos de las princesas, lo más probable era que le 

hubieran comprado aquella ropa justo antes del vuelo. 

Le habían procurado una pequeña maleta con prendas 

similares. Se preguntaba quién las habría adquirido. 

Debía reconocer que había esperado ver a Ryan 

antes del despegue. Pero él no se había presentado. Ni 

siquiera le había hecho llegar un mensaje de despedida. 

Debía de haberse tomado al pie de la letra su peti-


Lyn Stone 

183 

ción de que buscara al hombre que la había empujado. 

Con su concentración, seguramente, ni siquiera 

habría reparado aún en su marcha. 

Los tres guardias que la acompañaban eran norteamericanos, 

uno de ellos, una mujer. Se encontraban en 

la parte delantera del avión, en otra zona de reposo, 

con mesas. Los oía conversar en voz baja. 

Nadie le había dicho todavía adónde iba. El duque 

había supervisado el traslado desde el hospital, había 

hecho caso omiso de sus preguntas y, sencillamente, 

le había dicho que no tenía nada que temer. ¡Ja! 

¿Quién no se sentiría receloso viajando a miles de metros 

de altura sin saber dónde aterrizaría? 

—Por favor, Señor, no permitas que este avión aterrice 

en Savannah —susurró. Sufriría manteniendo la 

pequeña esperanza de que Ryan decidiera volver a su 

casa y pudieran reencontrarse. Él había dejado bien 

claro que eso no ocurriría. 

Nina se sorbió las lágrimas, tomó un pañuelo de 

papel de una caja y se permitió llorar. Cinco minutos, 

se dijo. Cinco minutos era lo único que podría dedicar 

a aquella oleada de decepción, autocompasión, o 

como quiera que se llamara lo que le partía en dos el 

corazón. Después, se levantaría, se lavaría la cara, se 

peinaría y se reuniría con los demás. 

El vuelo fue largo y sí, aterrizó en Savannah. Se estaban 

alojando en un hotel próximo al aeropuerto, y Nina 

se alegraba de haber insistido en tener su propia habitación. 

La guardaespaldas, Martha Baxter, no pareció ofenderse.Sencillamente,pidió 

la habitación contigua. 

Martha le informó que el rey Marcus disponía de un 

excelente equipo de seguridad en la fábrica que poseía



en Savannah. Estaban coordinando esfuerzos con algunos 

de los guardias de la compañía para que hicieran 

de guardaespaldas temporales de Nina. Los tres guardias 

de la embajada debían transferirles su protección 

aquella tarde y viajar de vuelta a Montebello por la mañana. 

El nuevo equipo la llevaría a una casa segura. 

A Nina la molestaba, pero se había resignado a pasar 

varias semanas recluida, sin la compañía de Ryan 

en aquella ocasión. Se dio una ducha, se puso uno de 

los atuendos informales que le habían comprado y encendió 

la televisión para ver las noticias de la mañana. 

Estaba hojeando una revista con fotografías de las 

atracciones turísticas de Savannah, cuando le llamó la 

atención el apellido McDonough de uno de los anuncios. 

«Barcos a medida. Embarcaciones pequeñas. Llame 

a William McDonough». Ryan había mencionado 

en una ocasión que su padre construía barcos. Sonrió 

al ver el anuncio sencillo y directo. 

Si aquél era el padre de Ryan, deseaba poder llamarlo 

y asegurarle que su hijo se encontraba perfectamente 

y que no tenía intención de cometer ninguna 

tontería. Debía de estar terriblemente preocupado si 

había llamado a Joe Braca por temor a que Ryan estuviera 

a punto de suicidarse. 

Martha le había advertido que no se pusiera en 

contacto con ningún conocido, pero Nina hizo su 

propio razonamiento. En realidad, no conocía a Bill 

McDonough. ¿Qué daño podía hacer la llamada? Se 

quedó mirando el teléfono. No podía llamar desde su 

habitación, pero podría escabullirse hasta el vestíbulo 

y utilizar un teléfono público. 

Cuando marcó el número, ya había urdido un plan 

en su cabeza. ¿Y si desaparecía y se buscaba su propia 

casa segura? Si nadie sabía dónde estaba, ni siquiera el


Lyn Stone 

185 

equipo del rey, estaría igual de a salvo que encerrada 

en una casa vigilada. Caramba, podría comprarse un 

sombrero de paja y vagar por Savannah cuanto quisiera.Y,transcurridas 

unas semanas, regresar a su casa. 

Los timbres de llamada cesaron. 

—¿Sí? —contestó una mujer. 

—¿Es el William McDonough de este número el padre 

de Ryan McDonough? —preguntó con educación. 

—Sí, ¿ocurre algo malo? ¿Se encuentra bien Ryan? 

—preguntó la mujer, consternada. 

—Está bien. Soy una amiga suya y acabo de llegar 

de Montebello. Se me ha ocurrido llamar para contarle 

a su padre de primera mano lo bien que se encuentra 

Ryan. Sé que estaba preocupado por él. 

Se oyó un suspiro de alivio. 

—Espere un momento. Iré a llamarlo. 

—Bill McDonough al habla —dijo una voz grave 

muy parecida a la de Ryan—. ¿Conoce a nuestro chico? 

Nina se rió de que alguien pudiera llamar chico a 

Ryan. Era todo un hombre; ella podía atestiguarlo. 

—Lo conozco muy bien, señor McDonough. 

—Trish ha dicho que acaba de llegar. Si tiene tiempo 

para hacernos una visita, puedo acercarme al aeropuerto 

a recogerla. 

—Estoy en un hotel cercano al aeropuerto. ¿Qué 

tal si voy en taxi? 

—Ni hablar. Estaré allí dentro de quince minutos. 

¿Qué hotel? 

Nina le dio el nombre. 

—Lo esperaré en la entrada —dijo—. Llevo un traje 

de pantalón marrón y un bolso del mismo color. 

—Busque una camioneta blanca —repuso Bill Mc- 

Donough con una carcajada— y un tipo de pelo gris 

con una camisa roja.



Parecía ilusionado. Nina se preguntaba si seguiría estándolo 

después de que ella le pidiera aquel gran favor. 

Consultó su reloj, vio que marcaba la misma hora 

que el reloj del vestíbulo y regresó corriendo a su habitación.Debía 

decidir qué llevar consigo cuando huyera. 

Hacía tres días que Nina había desaparecido del 

hospital. Ryan sabía que no estaba en situación de 

irrumpir en el despacho de Lorenzo, pero quería hacerlo. 

Su frustración y preocupación estaban a punto 

de alcanzar su punto álgido. Nadie quería darle ninguna 

pista sobre el paradero de Nina, quién la estaba 

protegiendo o cuándo podría averiguar algo. Como si 

hubiera entrado en el sistema de protección de testigos 

de Estados Unidos. 

Había telefoneado a sus contactos de Savannah y 

había descubierto que todavía estaban esperando recibir 

noticias suyas sobre la mujer que iba a enviarles. 

La llamada a la oficina de Nina de La Jolla había demostrado 

ser igual de infructuosa. Nadie había recibido 

noticias suyas desde que había viajado a Montebello. 

Decían que se había tomado seis semanas de vacaciones 

y todavía le quedaban dos. 

Las comprobaciones informáticas indicaban que no 

había hecho ningún pago con tarjeta, y Ryan sabía que 

no llevaba mucho dinero encima. Le había revisado el 

bolso y el equipaje la noche del incendio.Alguien estaba 

satisfaciendo todas sus necesidades. Órdenes del 

rey, por supuesto. 

Maldición, ¿dónde estaría Nina? 

Ryan se encontraba en su despacho, con los archivos 

y los informes de pruebas extendidos sobre 

el escritorio junto con notas escritas a mano y las fo-


Lyn Stone 

187 

tografías de dos hombres muertos. Desmond Caruso 

y Ankri Topoli, alias Jean Paul Trignant, el hombre 

que había sido contratado para acabar con Nina.Andreas 

había colaborado mucho cuando Ryan le había 

pedido los antecedentes de Topoli. Era un delincuente 

de poca monta, como ya había imaginado. 

Sonó el teléfono, irrumpiendo en sus pensamientos. 

Descolgó, esperando que fuera Joe, que estaba revisando 

la lista de los socios conocidos de Topoli. 

—McDonough al habla —contestó distraídamente. 

—¿Has llamado? —preguntó una voz grave. 

Lorenzo. Ryan se incorporó y plantó sobre la mesa 

la foto que estaba sosteniendo. 

—Cada hora —le espetó—. ¿Dónde está? 

—Eso déjamelo a mí.Ya tienes bastantes cosas que 

hacer. 

Ryan inspiró hondo, forcejeando para controlar el 

mal genio. 

—Está bien, mira. Sé que no debería ser de dominio 

público, pero no tengo pinchado el teléfono. Nadie 

me escucha. Dime adónde diablos la has llevado 

—a pesar de sus intentos por controlar el enojo, estaba 

a punto de perder los estribos. 

—¿Algún progreso por tu parte? —preguntó Lorenzo, 

en tono brusco y oficial, haciendo caso omiso de la 

exigencia de Ryan. Éste se mordió la lengua. Poniéndose 

como un energúmeno no le sacaría información a 


—Hemos estado repasando los datos bancarios y 

telefónicos de Topoli. Hizo un ingreso esta semana. No 

era una fortuna, pero más de lo que solía conseguir, a 

juzgar por los anteriores. Recibió dos llamadas antes, 

ambas desde teléfonos públicos de San Sebastian. No 

creo que fuera responsable del incendio ni del allana-



miento del apartamento de Nina. Seguramente, lo contrataron 

después de esos incidentes. ¿Sabes tú algo nuevo 

sobre el caso? 

—Mis hombres se están centrando en el acceso a la 

casa de huéspedes, tanto para el asesinato como para el 

incendio. Aunque tú ya has entrevistado a los guardias 

que estaban de servicio, estamos yendo un poco más 

lejos, revisando el historial de su contratación. En resumen, 

investigando su pasado con más detalle. 

—Incluye sus vidas sociales, ¿quieres? 

—Por supuesto. Si surge cualquier cosa, te llamaré. 

—Gracias.Ahora, en cuanto a Nina... —dijo Ryan—. 

¿Has hablado con ella? 

El breve silencio fue más que elocuente. 

—Maldita sea, ¿cómo sabes si está bien si no te 

mantienes en contacto? —ladró Ryan. 

—Prometo volver a llamarte muy pronto —se evadió 


Ryan colgó con fuerza. No podría soportar aquello 

mucho más tiempo.Tendría que ir a buscarla él mismo. 

La idea lo detuvo en seco. No, no podía pensar en 

hacer algo así. Nina se encontraba bien, estuviera donde 

estuviera. 

Pero ¿se habría recuperado del golpe en la cabeza? 

¿Estaría sola entre desconocidos? ¿Lo echaría de menos 

tanto como él a ella? 

Horas más tarde, de camino a su apartamento para 

recuperar un poco de sueño perdido, se pasó por el 

bar de Pete y aparcó delante. Quizá uno de los muchos 

parientes de Pete pudiera conseguirle información 

sobre el paradero de Nina. De pronto, sentía 

hambre.Y esperanza. 

Pete se erguía detrás de la barra, limpiándola con 

un paño. Levantó la vista y sonrió.


Lyn Stone 

189 

—Hombre, ¿qué te trae por aquí? 

Ryan ocupó una de las banquetas y se puso cómodo. 

—Necesito cierta información, Pete —rápidamente, 

explicó la caída de Nina y su repentina desaparición 

del hospital mientras la policía lo interrogaba. 

—Mira que hacerte eso. Deberías denunciarlos 

—dijo Pete—. Oye, ¿quieres comer algo? 

—Prepárame una de esas bombas grasientas —vaciló 

un segundo—.Y ponme una Guinness. 

Pete abrió los ojos de forma cómica. Después, 

frunció el ceño. 

—No sé, Mac. Hace mucho que no bebes. Que ella 

no esté no es razón para... 

—¡Por el amor de Dios, Pete! Dame una Guinness. 

Prometo no emborracharme ni reventarte el local,¿vale? 

Lanzándole una mirada especulativa, Pete accedió. 

Sacó una de la nevera, quitó la chapa, tomó una jarra 

limpia, la inclinó y sirvió. Después, la dejó sobre la barra, 

junto al botellín. 

—Aquí tienes. Emborráchate. 

Ryan tomó el asa de cristal y se quedó mirando el 

líquido oscuro y espumoso mientras oía a Pete encargar 

una hamburguesa con patatas fritas. Hacía años 

que no bebía. ¿Estaba haciendo aquello para amortiguar 

la preocupación? ¿Para calmar los nervios que 

sentía desde que Nina se había ido? 

—No —dijo con rotundidad—. Es que me gusta el 

sabor. 

Era consciente de que Pete lo observaba con disimulo 

mientras seguía limpiando la barra. 

Ryan tomó un sorbo, disfrutando del oscuro sabor 

ahumado; después, se limpió la espuma de los labios. 

—¿Crees que alguno de los tuyos podría averiguar 

adónde se la han llevado?



—Preguntaré por ahí —dijo Pete—. Tenemos dos 

primos en el aeropuerto. ¿Has comprobado los planes 

de vuelo? La familia real tiene que presentarlos, como 

todo el mundo. 

—Sólo puedo acceder a ellos desde la oficina del 

duque, y es él quien mantiene el secreto bajo llave. El 

problema es que no logro entender por qué no me 

quiere decir dónde está —tomó otro trago de cerveza. 

—Quizá quiera saber cuántas ganas tienes de saberlo 

—sugirió Pete—. Estás colado por esa chica, 

¿verdad? 

Ryan rió sin humor. 

—Eso parece. 

—Entonces, será mejor que vayas a buscarla en lugar 

de quedarte aquí sentado ahogándote en la cerveza, 

¿no te parece? 

Pete se volvió cuando María salió de la cocina con 

el plato. Se lo quitó de las manos y lo plantó delante 

de Ryan. 

—Pero come antes de irte. Eso —dijo, señalando la 

cerveza con la cabeza— sienta fatal con el estómago 

vacío.Y apuesto a que no estás comiendo mucho. 

—No —reconoció Ryan. Para su sorpresa, disfrutó 

de cada bocado de la hamburguesa y rebañó el plato. 

Pero dejó deliberadamente un tercio de la cerveza de 

la jarra y lo que quedaba en el botellín. 

Media Guinness. Podía dejarla. Ryan se sentía mejor, 

más fuerte. Al menos, ya sabía que no era físicamente 

dependiente del alcohol, aunque lo había necesitado 

como respirar en una etapa de su vida. Una 

etapa en que la realidad había sido demasiado dolorosa 

para afrontarla. 

—De vez en cuando, todos tocamos fondo, chico 

—dijo Pete—. Eso no significa que tengamos que se-


Lyn Stone 

191 

guir abajo —Ryan levantó la vista, sorprendido—. Sí, 

sé lo de tu esposa y lo de tu hija —continuó Pete—. 

Esta condenada isla parece un salón de belleza, por la 

velocidad a la que vuelan los chismes. 

A Ryan no le importaba que Pete lo supiera. Había 

más empatía que lástima en su comentario. El propio 

Pete había tocado fondo en Vietnam. En realidad, no le 

importaba quién conociera su tragedia siempre que 

no tuviera que hablar de lo ocurrido.Todavía no estaba 

en condiciones de hacerlo y no sabía si alguna vez 

lo estaría. Pero era bueno comprender que el horror 

se había suavizado lo bastante para oír una mención y 

no caer en una depresión de varios días. 

—Quizá vuelen los chismes, pero todavía quedan 

unos pocos secretos por descubrir —dijo Ryan, casi para 

sí. Como dónde estaba Nina, o quién había matado a 

Desmond y por qué quería quitarse a Nina de en medio. 

Pete frunció los labios y se encogió de hombros. 

—Lo que debes preguntarte es cuál de esos secretos 

es el que más deseas descubrir. 

—El que deseo descubrir primero —repuso Ryan, 

levantándose de la banqueta. 

—No, cuál te importa más. Porque dudo que tengas 

tiempo para todos. Piénsalo. Cuanto más tiempo pase, 

más parecerá que ella te importa un comino —Pete retiró 

el plato y los cubiertos y los arrojó ruidosamente en 

un cubo de plástico de detrás de la barra. Miró de manera 

significativa el botellín y la jarra—.¿Has terminado? 

Ryan asintió, se sacó la cartera y plantó un puñado 

de liras sobre la barra. 

—Gracias, Pete. 

—Cuando quieras.


14 

La decisión resultó ser mucho más difícil de lo que 

Ryan había imaginado.Al hablar con Pete, le había parecido 

obvio. El paradero de Nina, su seguridad, estar 

con ella, era lo primordial. No había duda. Nada era 

comparable en importancia. Pero durante el trayecto 

a su casa, de nuevo se sintió confuso. 

Dios, detestaba dejar las cosas a medias. Costaba 

mucho superar los hábitos de toda una vida.Y, aun así, 

si no le demostraba a Nina que lo que habían encontrado 

juntos era más preciado para él que cualquier 

estúpido caso en el que estuviera trabajando, sería su 

fin. 

—Ven conmigo —le había dicho Nina cuando creyeron 

que iría a Savannah. 

La invitación había sido un ruego, comprendió 

Ryan. Y no sólo para acompañarla en el viaje, sino 

para seguir juntos como pareja. Nina había querido 

que afrontara lo que no había podido afrontar cuando 

había roto con su familia, sus amigos y su patria.


Lyn Stone 

193 

Para ella, la familia lo era todo, el centro de la existencia 

de una persona. Ryan le había dado la impresión 

de que para él no significaba nada. Ojalá hubiera 

podido explicarle que la pérdida de su familia más inmediata 

le había robado todos sus sentimientos salvo 

el dolor, y que ni siquiera había podido compartirlo 

con un padre que no parecía comprender el significado 

de la palabra. 

Su padre sabía lo que era sufrir, por supuesto, pero 

había descubierto el secreto de reconstruir lo perdido 

tras la muerte de su esposa. Y lo había hecho endiabladamente 

deprisa. Quizá poseyera una fuerza interior 

que no hubiera sabido transmitirle. 

Ryan se acercó al teléfono. Sabía lo que tenía que 

hacer, y por dónde debía empezar a enmendar la situación. 

—¿Sí? —preguntó una voz familiar al tercer timbrazo. 

—¿Papá? 

—¡Ryan! Tiene gracia que me llames. Precisamente 

estaba pensando en ti. 

—Espero que no fuera nada malo —bromeó Ryan, 

intentando sonreír—. Siento no haberte llamado este 

fin de semana. Sé que prometí hacerlo la última vez 

que hablamos, pero he estado muy ocupado. Tengo 

un caso entre manos. 

—Ah. Bueno, no pasa nada. Nosotros también hemos 

estado ocupados. 

Ryan esperó más, el acostumbrado saludo efusivo 

e intento casi desesperado de entablar conversación, 

como siempre que llamaba a casa, pero se produjo 

una larga pausa. 

—¿Papá? ¿Te he pillado en un mal momento? ¿Ocurre 

algo?



—No, no, no ocurre nada —Ryan oyó un suspiro. 

Después, un intento casi palpable de hablar con normalidad—. 

¿Quieres hablarme de ese caso en el que 

estás trabajando, hijo? Solías hacerlo cuando... cuando 

estabas en el cuerpo. 

Ryan intuía que las palabras de su padre encerraban 

algo más. Raras veces había hablado en detalle de 

ninguno de sus casos cuando era detective. Su padre 

construía barcos. Ryan había intentado resguardarlo de 

los aspectos más desagradables y peligrosos del trabajo 

policial. En lugar de decirle eso, se limitó a asentir: 


Después, paso a paso, le relató todo lo ocurrido 

empezando por la muerte de Desmond Caruso y el 

encargo del rey de llevar a cabo la investigación.Terminó 

con la desaparición de Nina, aunque tuvo cuidado 

de no expresar lo que sentía por ella ni revelar que 

se habían acostado. 

—Así que eso es todo —dijo Ryan cuando terminó—. 

He llegado al punto en que sé que el asesino ha 

sido una mujer, quizá una norteamericana, y que seguramente 

sigue por aquí. 

—Entonces, estás a punto de cerrar el caso —dijo 

su padre—. Bueno, no me sorprende. Siempre has sido 

concienzudo. 

Ryan comprendió que no estaba consiguiendo lo 

que pretendía con la llamada. Estaba aferrándose a temas 

impersonales, postergando lo que debía decir, 

ocultándose de nuevo detrás del trabajo.Tomó aire y 

fue al grano. 

—Papá, no te he llamado para hablarte del trabajo. 

Quería decirte que he pensado que deberíamos intentar 

ser una familia. Todos nosotros. Dejar el pasado 

donde debe estar. Por eso te llamo. Sé que hablamos


Lyn Stone 

195 

de esto la última vez, pero quiero que sepas que no 

fue un impulso y que no se me ha olvidado. Quiero... 

quiero que las cosas sean como antes de... —no pudo 

terminar la frase. Se llevó el pulgar y el dedo índice a 

los párpados y se mordió el labio. 

—¿Antes de que tu madre muriera? —preguntó su 

padre. 

—Sí y no. Antes de que conocieras a Trish. Si ella 

pudiera olvidar cómo os aparté a los dos de mi vida. 

De nuestras vidas. Kath y... y Chrissy. Te echaron de 

menos esos dos últimos meses —ya estaba, ya lo había 

dicho. Había confesado uno de sus mayores pesares, 

uno que ni siquiera había formulado antes. 

—No pasa nada, Ryan —dijo su padre con voz gruesa, 

como si estuviera acatarrado—. No tuviste tiempo 

de acostumbrarte a mi nueva situación antes de que tu 

vida se pusiera del revés. Lo entendí. Trish también. 

Sólo lamento no haber podido ayudarte.Todos lo pasamos 

mal, hijo. 

Ryan carraspeó y se cambió el auricular de oído. 

—Entonces, ¿crees que podríamos pasar página? 

¿Empezar de nuevo? 

—¡Pues claro! —Ryan oyó que se sorbía las lágrimas—. 

Dios, sí, ¡claro que sí! Sé que podemos. No hay 

duda. 

Durante largo tiempo, ninguno de los dos dijo nada. 

Ryan estaba a punto de decir adiós y de colgar, prometiendo 

volver a llamar al cabo de un par de días, cuando 

su padre volvió a hablar. 

—¿Estás bien, hijo? Yo diría que este caso te está 

afectando más de la cuenta. 

—Supongo que sí. 

No era una gran confesión, teniendo en cuenta 

que acababa de comprender que había estado desde-



ñando el amor durante años.Y que había cometido el 

peor error de su vida en la última semana. Debería haberle 

contado a Nina lo que se sentía. Quizá ella hubiera 

vuelto algún día. 

Dios, apenas podía soportar la idea de no volverla 

a ver, no volver a abrazarla o hacerle el amor.Todavía 

podía sentir su suavidad, inspirar su fragancia, oír su 

voz susurrando su nombre. 

Su padre estaba hablando, arrastrándolo de nuevo 

al presente. 

—¿Sabes lo que estaría bien? Quiero decir, ¿lo que 

podría hacerte mucho bien y animarte? 

—¿El qué? —preguntó Ryan 

—¡Ir de pesca! 

El alivio de aquel tema menos emotivo hizo reír a 

Ryan, pero no entendía a qué se refería su padre. 

—¿Quieres que vaya a pescar? 

—¡Claro! Sería una gran idea, ¿no? Todavía tengo 

ese refugio en Point Tipsy.Trish me ayudó a repararlo 

hace un par de años.Tiene agua corriente y electricidad. 

Ahora mismo, es un precioso nido de amor. Y si 

quieres pescar por la costa, no te imaginas lo que podrías 

atrapar por allí. 

¿Acababa de imaginar que su padre había enfatizado 

las palabras nido de amor? 

—¿De qué clase de peces estamos hablando, papá? 

—De una especie muy superior a la que podrías 

encontrar en California. ¿Sabes?, me han dicho que allí 

ya no pican más que tiburones. 

A Ryan se le aceleró el corazón.Tenía miedo de hacerse 

ilusiones. 

—Papá, si sabes algo que yo no sepa, suéltalo. 

—¿Yo? Lo sé prácticamente todo —dijo su padre 

con satisfacción—. Te lo dije cuando tenías diez u


Lyn Stone 

197 

once años. Si un muchacho no espabila entonces, nunca 

lo hace. El problema es que nunca me escuchas. 

Ahora, es como si me obligaran a guardar un secreto 

cuando te tengo que dar un consejo. 

¿Guardar un secreto? Ryan estaba sentado en el 

borde de la silla, sujetando el teléfono con tanta fuerza 

que le dolía la mano. 

—¿Está allí, papá, en el refugio? 

—¿Quién? El refugio está vacío ahora mismo, pregúntaselo 

a cualquiera. Claro que la isla no está desierta. 

Tenemos unos nuevos inquilinos en la casa de los 

Smith. Amigos míos, por cierto. ¿Te acuerdas de Jip y 

Mackeral? 

Ryan estaba sonriendo de oreja a oreja. 

—Ah, sí, me acuerdo —antiguos policías. El diez o el 

once serían las fechas en las que Nina pensaba marcharse, 

así que Ryan todavía contaba con una semana. Su 

sonrisa se debilitó.Si podía convencerse para ir.¿Podría? 

—Trish hace unos guisos estupendos. Si vienes 

por aquí un día de éstos, pásate, ¿quieres? 

—Lo tendré en cuenta, papá. 

—Esos peces no tardarán en irse de Point Tipsy. 

Tengo el barco ideal para ti. 

Ryan no sabía qué decir, así que respondió: 

—Te quiero, papá. Gracias. 

—Y yo a ti, hijo. Hasta pronto. 

Ryan cortó la comunicación y se quedó sentado,con 

lágrimas en los ojos, al tiempo que reía. ¡Nina estaba allí! 

En Point Tipsy, ni más ni menos. El alivio de saber que se 

encontraba bien estuvo a punto de abrumarlo. 

Movió la cabeza. Su viejo jamás sería un buen espía. 

¡Vaya código más transparente! 

Ryan sabía que debía reflexionar y tomar la decisión 

de su vida.



Tardó menos de una hora en hacerlo. Llamó y dejó 

un mensaje a Lorenzo, quien le devolvió la llamada 

casi de inmediato. 

—¿Tienes algo urgente que decirme? 

—Preferiría no contártelo por teléfono —respondió 

Ryan—. ¿Podríamos vernos en alguna parte? 

—¿Dónde estás? 

—En mi apartamento. 

—Voy de camino al centro. Me pasaré. 

Ryan se alegraba. No quería perder tiempo. 

Cuando Lorenzo llegó, ya tenía hechas las maletas. 

—¿Has averiguado algo importante? —preguntó el 

duque sin apenas saludarlo. 

—Pensaba que quizá tú tuvieras algo importante 

que contarme —repuso Ryan, haciéndolo pasar—. Si 

no, habrías hecho caso omiso de mi llamada. 

Lorenzo pasó. Cuando se volvió hacia él, parecía 

contrariado. 

—Hay algo que deberías saber, pero me sienta fatal 

decírtelo. 

—¿El qué? —Ryan fingía no saberlo. 

El duque parecía abatido, culpable y frustrado. Se 

metió las manos en los bolsillos y movió la cabeza. 

—No tenemos ni idea de dónde puede estar Nina, 

Ryan. Por eso te he estado dando largas. Bueno, al menos 

estos últimos días. Al principio, antes de que los 

guardias de tu embajada la perdieran de vista en Savannah, 

te oculté su paradero para ver si tu interés 

por ella te impulsaba a ir a buscarla. 

—¿Por qué querías que fuera tras ella? —preguntó 

Ryan—. Fuiste tú quien la sacó de Montebello. 

—¡Porque necesitas a alguien, idiota! —exclamó 

Lorenzo—. Porque me preocupas, por eso. Hace dos 

años que somos amigos y ya iba siendo hora de que


Lyn Stone 

199 

alguien hiciera algo para... Bueno, sé lo que te pasó y 

quería ayudar. 

—Fuiste tú quien la llamó, ¿no? El que se uniera a 

la investigación fue idea tuya. Esto no ha sido más que 

un montaje, ¿verdad? 

—No exactamente. Desmond me había enseñado 

fotografías de Nina y me había hablado de ella a lo largo 

de los años. Cuando lo mataron, me pregunté 

cómo se sentiría sin más familia en el mundo. 

—Así que te cercioraste de que viniera para poder 

organizarle una vida, ¿verdad? Y, de paso, decidiste organizarme 

la mía. 

Lorenzo se irguió cuan largo era y se puso a la defensiva. 

—Parecíais hechos el uno para el otro. Ella necesitaba 

a alguien y tú, también. Había interés, no lo niegues. 

Además, fue mi tío el primero en sugerirlo, así 

que no puedes echarme a mí toda la culpa. 

—¿El rey? —Ryan no estaba tan sorprendido como 

fingía. 

—Sí. Nina parecía perfecta.Y saltaban las chispas el 

primer día en tu despacho. Después, en el hotel... En 

fin, pensaba que ya estaba todo hecho —elevó los brazos—. 

¡Pero no! Te negaste a ir con ella cuando el tío 

Marcus te ofreció la oportunidad. ¿Cómo puedes esperar 

que una mujer te quiera si la dejas marchar? Estuve 

a punto de cometer el mismo error con Eliza. Al menos, 

yo recapacité antes de que fuera demasiado tarde. 

—Entonces, ¿querías enseñarme que el amor crece 

en la distancia? ¿Era eso? —preguntó Ryan con calma. 

—¡Sí! Y ahora ella se ha ido de verdad. ¿No lo entiendes? 

¡Ha desaparecido! Nuestra gente ha estado 

intentando localizarla desde entonces, pero parece 

que se la hubiera tragado la tierra.



—¿Crees que la ha podido raptar alguien? —Ryan 

sabía que no, por supuesto. 

Lorenzo exhaló un hondo suspiro y negó con la 

cabeza. 

—No, supongo que es posible, pero no creo que 

sea ése el caso Sencillamente, salió del hotel. Uno de 

los guardias interrogó a las personas del vestíbulo que 

la vieron salir, pero no se fijaron en qué clase de vehículo 

se fue. Interrogaron a las compañías de taxis, 

pero no sirvió de nada. Y ahora sabemos que no se 

fue a su casa. 

—La perdiste —dijo Ryan con rotundidad, apenas 

conteniendo el enojo. La idea de que alguien pudiera 

haberla raptado de verdad le producía escalofríos. 

Pero ella estaba bien, se dijo. Estaba en Point Tipsy 

con los amigos de su padre. 

Señaló hacia la mesa del comedor, donde había dejado 

el montón de archivos. 

—Eso es todo lo que tengo sobre el caso Caruso 

que no está en la oficina ni en el laboratorio. Joe Braca 

tiene duplicados de todas mis llaves. Yo que tú lo 

pondría al mando. 

—¿Al mando? —repitió Lorenzo. 

—Sí, mi informe definitivo está sobre la mesa. Si 

tienes alguna pregunta que Joe no pueda contestar, 

puedes localizarme llamando a mi padre. Sus números 

de teléfono y de fax están en la agenda. Lo dejo. 

—Por Dios, Ryan, ¿estás dimitiendo? ¿Precisamente 

ahora? ¡No puedo creerlo! —pero parecía encantado. 

—Precisamente ahora —afirmó Ryan. Señaló con 

la cabeza las maletas dispuestas a un lado del sofá. 

Al verlas,Lorenzo abrió los ojos.Entonces,sospechó. 

—Nina te ha llamado y te ha dicho dónde está. 

Ryan negó con la cabeza.


Lyn Stone 

201 

—No he hablado con Nina desde que la dejé en 

cuidados intensivos, antes de que tú te la llevaras al 

aeropuerto —no pensaba darle a Lorenzo la satisfacción 

de saber dónde estaba Nina. Al menos, no enseguida. 

Quizá lo llamara después y se lo dijera, pero de 

momento, quería una pequeña revancha—. ¿Me mantendrás 

al corriente del caso? 

—Por supuesto. Has reducido la lista de sospechosos 

considerablemente.Ya sólo es cuestión de tiempo 

que encontremos a esa mujer —pero hablaba deprisa, 

como si realmente no le interesara el caso. Ahora, en 

cuanto a Nina... 

—Buena suerte con la investigación. Espero que 

averigües quién mató a Desmond, por tu bien y el de 

Nina —dijo Ryan, cortando en seco la pregunta—. Y 

gracias por todo. Saludos a Su Majestad —se estrecharon 

la mano. 

—Por supuesto. Haces bien yendo tras ella, Ryan. 

—Supongo que no tengo elección. 

—¿Hay algo más que pueda hacer? —preguntó Lorenzo—. 

Lo que sea. 

—No, gracias. Joe se ocupará de vender mi coche 

y el apartamento. Va a venir a recogerme. Mi avión 

sale a las dos. 

El duque parecía preocupado. 

—Vas a buscarla, ¿verdad? 

Un claxon sonó dos veces. Joe. 

—Tú concéntrate en el caso —dijo Ryan al pasar 

junto a Lorenzo para recoger las maletas y salir por la 

puerta. Deja que yo me preocupe por Nina. 

Ursula vio al amante de Nina Caruso salir de su 

apartamento con el equipaje inmediatamente des-



pués de la visita del duque. De manera que la familia 

real había echado a McDonough.Y éste parecía furioso. 

No habían publicado nada sobre Nina Caruso. Corrían 

rumores de que había muerto tras la caída.Ya no 

estaba en el hospital, ni en el hotel, y menos aún en el 

apartamento. 

Ursula estaba casi convencida de que había muerto. 

Si se hubiera recuperado y hubiera abandonado el 

hospital, McDonough habría estado con ella. 

Todo indicaba que tenía vía libre para seguir adelante 

con su plan. Nina Caruso había dejado de ser un 

estorbo, y muerta o viva, ya no era una amenaza. Era 

evidente que no había revelado nada sobre los planes 

de Desmond ni sobre la propia Ursula ni a la policía 

ni la familia real. De lo contrario, ya la habrían atrapado. 

Nina Caruso tenía que estar muerta. 

Lo mismo que Jean Paul, o Ankri Topoli. ¡No la extrañaba 

que hubiera usado un nombre falso! La breve 

reseña del periódico decía que se había matado accidentalmente 

con su propia arma. Ursula ya no tendría 

que eliminarlo. 

Sí, el plan podría seguir adelante sin impedimento 

alguno.Al final, todo estaba saliendo bien.


15 

Ryan navegaba velozmente hacia Point Tipsy, disfrutando 

del movimiento de la BoMarty. Era la joya de 

la corona de su padre, una embarcación de casi cinco 

metros de eslora bautizada como los hijos de Trish, Bo 

y Martina. Sólo había tocado el agua en dos ocasiones 

antes de aquel viaje, en travesías de prueba. 

La borrasca se había desplazado a alta mar y el sol 

había salido. Un buen presagio, se dijo Ryan. Se erguía 

para que el viento le sacudiera el pelo y la neblina salada 

le humedeciera la cara. Otra vez en casa, pensó. 

«Aquí estoy, otra vez en casa». Se sentía mil veces mejor 

de lo que había imaginado. 

El reencuentro había sido tan rápido como feliz. 

Muchas risas, alivio, abrazos de perdón y ninguna explicación 

ni recriminación. Sólo amor y mucho amor. 

Trish se había comportado de maravilla, y se había 

apresurado a ofrecerle unos viejos vaqueros cortados 

y una camiseta nueva de color rojo con la frase «Me 

encanta Savannah» impresa por delante. La había com-



prado de camino al aeropuerto, cuando habían ido a 

recogerlo. 

—Venga, ve a cambiarte mientras Bill desengancha 

el barco —le había dicho, riendo—. No pierdas el tiempo. 

Esa chica estará muerta de aburrimiento con esos 

dos viejos lobos de mar como única compañía. 

Nadie le había hecho preguntas a su padre sobre 

Nina. ¿Quién habría imaginado que ella acudiría a la 

familia de Ryan? El personal de seguridad del rey había 

interrogado a sus antiguos compañeros de la comisaría. 

Habían contestado con sinceridad que estaban 

esperando a que Ryan les diera noticias de Nina. 

Todas las investigaciones habrían cesado ya, porque 

había telefoneado a Lorenzo y le había dicho que 

Nina estaba localizada y protegida. Lo que Nina no sabía 

era que él estaba en camino. Quizá pudiera aprovechar 

el elemento sorpresa. 

Justo antes de alcanzar el viejo puerto deportivo, 

otra embarcación pasó de largo en dirección contraria. 

El pelo blanco de Jip y la calva de Mackeral identificaban 

a los dos ocupantes. Su padre debía de haberlos 

llamado. Ryan saludó con la mano y empezó a 

reducir velocidad para atracar. 

Así que Nina y él estarían solos. Atracó, amarró la 

pequeña embarcación y saltó sobre el embarcadero. 

La impaciencia se convirtió en preocupación mientras 

bajaba a la playa y rodeaba el cabo asimétrico de 

Point Tipsy. 

Allí era, pensó, y se detuvo al ver el refugio. Un 

movimiento captó su atención.Allí estaba ella. Nina se 

erguía sobre el embarcadero. Iba de amarillo y parecía 

un punto luminoso en el sol de mediodía que bañaba 

la isla. Se estaba resguardando los ojos con la mano y 

escudriñaba el agua hacia tierra firme. Seguramente,


Lyn Stone 

205 

había oído los motores. El barco de Jip ya era una 

mota en la distancia. Ryan observó cómo desistía y se 

volvía para regresar al refugio sin ni siquiera mirar hacia 

donde él estaba. 

Se apresuró entonces, poseído por la necesidad de 

verla. Cuando ella llegó a la senda que conducía de la 

playa al refugio, Ryan estaba corriendo a toda máquina. 

Nina se erguía en el umbral, con semblante atónito. 

Dios, estaba sensacional. 

—¿Ryan? 

Casi sin aliento, él la tomó en sus brazos y la besó 

con el ansia que había estado conteniendo desde la 

última vez que la había visto. No, desde la última vez 

que la había besado. No quería parar. Con las bocas todavía 

unidas, alimentando la necesidad que saltaba entre 

ellos cada vez que se tocaban, entró con ella en el 

refugio y se dirigió al sofá. 

—Por favor —jadeó Nina, estrechándolo con los 

brazos mientras la tumbaba sobre los cojines y la cubría 

parcialmente con su cuerpo. 

Ryan vaciló un instante, intentando determinar qué 

significaba aquella súplica. ¿Detente? ¿Date prisa? Date 

prisa, decidió, al sentir que apretaba su cuerpo contra 

el de él. Retomó el beso y deslizó las manos por el 

cuerpo de Nina, sin notar nada bajo el delgado salto de 

playa amarillo salvo los tirantes del biquini. El recuerdo 

del biquini rojo lo atormentó, lo excitó aún más. 

Se incorporó, todavía besándola, pero sólo el tiempo 

justo para quitarle la prenda amarilla. Deslizando 

las manos por la espalda de Nina, le desabrochó el top 

del biquini al tiempo que ella se deshacía de la parte 

de abajo. 

Con una sola mano, Ryan se despojó de la camiseta 

mientras ella le desabrochaba los pantalones cor-



tos. Aquellos esfuerzos febriles los dejaron jadeando 

mientras se unían con una oleada de fuego, apareándose 

con impaciencia y sin preámbulos, sin palabras, 

sin delicadezas. 

Vagamente, Ryan sintió la presión de las uñas cortas 

de Nina en los hombros, los brazos, las caderas, 

mientras se hundía en ella una y otra vez, con más 

fuerza, más deprisa, corriendo hacia la liberación, obligándola 

a mantener el ritmo. 

De pronto, ella se puso tensa, gimió y se estremeció, 

cerrándose en torno a él con tanta fuerza que 

Ryan perdió el control. Su mente se vació de todo salvo 

de un placer intenso y casi doloroso que se centraba 

en ella. En Nina. Pensó que nunca terminaría, confiaba 

en que nunca lo hiciera y, sin embargo, acabó 

demasiado pronto. 

Yacieron suspendidos en una neblina de agotamiento 

durante un tiempo, satisfechos de no hacer 

nada, de no decir nada. Finalmente, Ryan se obligó a 

tumbarse junto a ella para no aplastarla. 

Nina inspiró hondo y exhaló el aire al tiempo que 

lo miraba y sonreía. 

—Has venido —susurró. Ryan suspiró. 

—Te has dado cuenta. 

La risa de Nina sonaba ociosa, satisfecha. 

—¿Cómo no iba a hacerlo? Ya sabes a lo que me 

refiero. ¿Qué haces aquí? 

La abrazó aún más y enterró la nariz en la curva 

del cuello de Nina. 

—Hacerte el amor.Aquí es donde vivo ahora. 

—¿En Savannah? ¿Vas a vivir en Savannah? 

—Exacto —confirmó—. Aquí mismo, en tus brazos, 

en este sofá, en este minuto. No nos movamos 

nunca.


Lyn Stone 

207 

Ella le pasó la mano por el pelo. 

—Está bien —susurró, y se acurrucó contra él. 

Ryan comprendió en algún rincón de su mente 

que estaba sin trabajo, que no tenía casa ni coche, ni 

plan de pensiones ni compromiso firme de la mujer 

que amaba. Pero jamás se había sentido tan bien en 

toda su vida. 

Nina se despertó primero. Todavía era primera 

hora de la tarde. Ryan dormía tan profundamente que 

ni siquiera había tenido que tener cuidado para no 

despertarlo. El desfase horario, suponía. 

Se levantó, se dio una ducha rápida y se puso unos 

pantalones cortos y una camisa, uno de los diversos 

atuendos que Trish había comprado para ella en una 

tienda de la localidad. 

Descalza, con el pelo húmedo peinado hacia atrás 

y recogido detrás de las orejas, entró en la zona de la 

cocina para hacer café. Mientras burbujeaba, vio a 

Ryan dormir. Yacía boca abajo, desnudo como un recién 

nacido. El ventilador del techo le movía el pelo 

de la frente, haciéndolo fruncir el ceño en sueños. 

Parecía más joven que sus treinta y siete años. Necesitaba 

un corte de pelo, pero le encantaban los mechones 

dorados por el sol mezclados con las ondas 

castaño rojizas. No resaltarían tanto si se lo cortaba 

mucho. 

Su cuerpo delgado y atlético estaba bronceado 

por los baños frecuentes en las aguas de Montebello. 

Sonrió al ver las marcadas líneas de bronceado que revelaban 

la pequeñez del bañador que más le gustaba. 

El buen chico de Savannah convertido en cosmopolita. 

No había duda de que tenía cuerpo para eso.



Se dio la vuelta y se sirvió café, negándose deliberadamente 

el placer de verlo, puesto que su cuerpo 

empezaba a entrar en calor. En cambio, miró por la 

ventana de encima del fregadero cómo rompían las 

olas en la playa. ¿Qué hacía Ryan allí? 

A pesar de lo mucho que lo deseaba y la sorprendía 

la ferocidad de su anhelo, Nina comprendió que 

aquello era temporal. Ella había desaparecido y Ryan 

se había preocupado lo bastante para ir a buscarla. 

Quizá Bill lo hubiera llamado. 

Desvió la mirada por enésima vez a la fotografía 

del muchacho sonriente que tenía el hoyuelo de 

Ryan. Incluso a esa edad, lucía una mirada de intenso 

escrutinio. Como si supiera algo que los demás ignoraban. 

Había sido un niño guapo que pedía abrazos a 

gritos. 

Nina tenía un miedo atroz a estar esperando un 

niño igual que él. Pero no podía preocuparse por eso. 

No tenía sentido oscilar entre la esperanza y el temor. 

Los condones eran relativamente seguros, y sólo llevaba 

unos días de retraso. La peculiar sensación que 

sentía en el estómago cuando olía ciertas comidas se 

debía a la variedad de platos nuevos que había conocido 

en Montebello y allí, en el sur. Ella no era muy 

buena cocinera y los amigos de Bill, tampoco. 

No, era demasiado pronto para estar preocupada. 

Y Ryan había tenido cuidado. 

—¿Nina? —la llamó de improviso, con la voz ronca 

por el sueño—.Ven aquí. 

Ella se dio la vuelta y vio que se había puesto los 

pantalones cortos y que estaba sentado en el sofá, observándola. 

Sin saber cómo, se obligó a sonreír y a hablar. 

—¿Café?


Lyn Stone 

209 

—Claro —gruñó él. Se levantó y se acercó al mostrador 

donde ella estaba. Deslizó los brazos en torno a 

la cintura de Nina, pero ella se apartó, rompiendo el 

contacto. 

—Oh, oh —dijo Ryan con suavidad, con la frente 

fruncida mientras se pasaba la mano por el pelo alborotado—. 

Demasiada pasión, demasiado pronto, ¿eh? 

Los modales quedaron en segundo plano, lo siento.Te 

compensaré, Nina. 

—Tómate el café y después, hablamos. 

—Ajá —la miró, con sus ojos azules grisáceos intensos—. 

¿Ahora es cuando fijamos las normas? —asintió 

mientras se servía dos cucharadas de azúcar en la 

taza—. Tienes razón. Hacen falta normas —tomó un 

sorbo, después hizo una mueca—. Matrimonio. Es 

esencial. Mi norma número uno. 

Nina se cruzó de brazos. 

—¿No? —preguntó Ryan; después, suspiró y tomó 

un poco más de café—. Lo siento, esa norma no es negociable. 

Nina apoyó la espalda en el mostrador y lo miró a 

los ojos. 

—No puedo casarme contigo, Ryan. 

—Claro que puedes. Esperaré un tiempo, por si 

acaso no quieres precipitarte —lanzó una mirada al 

sofá y sonrió de forma seductora. Lo hacía bien—. 

Ahora no queremos precipitarnos, ¿verdad? —añadió. 

Nina sentía deseos de dar un pisotón. 

—¿No puedes hablar en serio? 

Ryan dejó el tazón y se puso en jarras. Ladeó la cabeza 

como si estuviera observándola. 

—Hablo en serio, pero entiendo que haya sido una 

manera estúpida de declararse. No tengo excusas salvo 

que estoy un poco atontado —se encogió de hom-



bros; después, se acercó a ella e hincó una rodilla en 

el suelo—. ¿Quieres casarte conmigo, Nina? —preguntó, 

y la miró. No sonreía. 

—¡No! —exclamó ella, retrocediendo—. Y, por el 

amor de Dios, ¡levántate! 

Lo hizo, apoyándose en el borde del mostrador. 

—Tengo que recibir lecciones sobre cómo declararme, 

¿no? 

—Pensaba que tenías práctica —le espetó Nina—. 

Ésta no es tu primera vez, ¿verdad? —no era una pregunta. 

Ryan se quedó inmóvil. 

—Te lo ha dicho mi padre. 

—No, no me lo ha dicho tu padre, he visto las fotografías. 

Pero eso no es lo importante. Sólo lo he dicho 

para que veas lo poco que sé sobre ti, Ryan. Sí, somos 

buenos en la cama, pero tú sabes tan bien como yo 

que hay mucho más que eso. 

—¿Me quieres? —preguntó Ryan. 

Ella se negó a contestar, pero pudo ver que él lo 

sabía sin necesidad de decir nada. 

—Eso es lo de menos. 

Ryan tomó el tazón y apuró el café. 

—Muy bien, esto es lo que haremos. Nos sentaremos 

ahí, donde hace un rato ha tenido lugar la explosión, 

y hablaremos. Lo que quieras saber sobre mí, te 

lo diré. Nos comunicaremos. 

—No te burles. Odio eso. Puedes ser muy sarcástico 

—pero incluso eso, en Ryan, tenía su encanto. 

—Nada de burlas —accedió Ryan—. Siéntate. 

Nina se sentó. Él se acomodó junto a ella, y sus 

piernas desnudas entraron en contacto, el vello dorado 

de él haciendo cosquillas en la piel lisa de ella. Nina se 

movió, poniendo espacio entre ellos. Se aferró a una 

esquina del sofá y le indicó que se alejara hasta la otra.


Lyn Stone 

211 

—Ahora, dime. ¿Cuándo piensas volver a Montebello? 

—No pienso volver —respondió Ryan. 

—¿Has cerrado la investigación? ¿Has atrapado a...? 

Ryan estaba negando con la cabeza, sonriendo, 

pero con vacilación, como si no estuviera seguro de la 

reacción de Nina. 

—No. El caso sigue abierto. Lo dirige Joe, bajo la 

supervisión de Lorenzo. Pero va bien. 

Nina no podía creerlo. 

—No has desistido —lo acusó. 

—Sí. Dimití. Voy a meterme en el negocio de la 

construcción de barcos —una mentira, ella lo veía en 

su rostro. Cedió, con semblante de culpabilidad mientras 

tiraba de los hilos sueltos del vaquero—. Está 

bien, pienso hacerlo sólo si no hay plaza en mi comisaría 

—la miró—. Pero te lo prometo, el trabajo quedará 

en un segundo plano. No, más abajo en la lista. 

En quinto o sexto, tal vez. Saldré a las cinco en punto, 

aunque esté en plena vigilancia. Dejaré el termo para 

los malos cuando me vaya. Palabra de scout. 

Nina no pudo evitar reír. 

—Ryan, no tienes remedio. 

—Claro que lo tengo —protestó, y la previno con 

malicia—.Te agotaré. 

Ella resopló, cruzando los brazos sobre el pecho, 

ocultando la reacción a aquella sonrisa lenta y sexy. 

Aquélla era una faceta de Ryan que le resultaba irresistible. 

No era el momento de ceder.Todavía no le había 

hablado de su matrimonio. Sabía que él no quería 

hacerlo, pero debía preguntárselo. 

—¿Puedes contarme lo que pasó la primera vez? 

Se puso serio al instante, y su sonrisa se transformó 

en un ceño.



—Sí. Tienes que saberlo. Casi confiaba en que mi 

padre te lo hubiera contado. No... no me resulta fácil 

hablar de eso. 

Nina asintió, alentándolo a seguir. Él inspiró hondo 

y exhaló el aliento despacio. 

—Está bien. Hace seis años estuve trabajando día y 

noche en un caso de un tipo que se estaba cargando a 

unas prostitutas. Había matado a dos. Recibí la llamada 

de que había liquidado a otra. Mi compañero y yo nos 

reunimos en el lugar del crimen esa noche.Tardamos 

más de lo que habíamos pensado. Nos chivaron que el 

tipo estaba encerrado al final del pasillo en uno de los 

apartamentos vacíos. Ya había huido por la ventana 

cuando entramos en el apartamento y estaba saliendo 

del callejón. Lo perseguimos hasta el condado vecino 

y lo atrapamos. Llevaba encima pruebas. Sangre y la 

agenda de la prostituta en el bolsillo. 

—¿Y? 

—Dame un minuto —dijo Ryan, y se pasó la mano 

por la cara.Tenía la respiración entrecortada. Se serenó 

y asintió para sí—. Ocurrió algo en nuestra ausencia. 

Esta vez en mi casa. Estábamos fichando al asesino 

cuando alguien me lo contó. No me lo creía —hizo 

una pausa, mordiéndose el labio inferior, con los ojos 

vidriosos por el recuerdo. 

Nina temía tanto lo que iba a decir que levantó 

una mano para detenerlo. Él no le hizo caso o, sencillamente, 

no la vio. Su voz se tornó áspera. 

—Cuando... cuando llegamos allí... —se detuvo, carraspeó—. 

Media casa había desaparecido... Desaparecido. 

Nina contuvo el aliento. Ryan no había terminado. 

—A veces, cuando trabajaba hasta tarde, Chrissy se 

colaba en la habitación y se metía en la cama con Kath,


Lyn Stone 

213 

en nuestra cama. Sólo tenía cinco años.Tenía un poco 

de miedo a la oscuridad. Aquella noche, Kath fue al 

cuarto de la niña por alguna razón, de lo contrario, la 

explosión... —guardó silencio, hizo un movimiento con 

la mano, después la cerró y se golpeó la pierna una vez. 

Nina no podía hablar. Era como ver un accidente 

de tren. Uno sabía lo que iba a ocurrir, pero no podía 

evitarlo. 

—La bomba la habían colocado con antelación.Tenía 

un dispositivo de relojería. Nada sofisticado, pero efectivo. 

Nuestro dormitorio había desaparecido por completo,el 

baño,el estudio,casi toda la cocina —hizo una pausa, 

después la miró—. En la habitación de Chrissy... La 

pared exterior cayó hacia dentro. Era un muro de ladrillos.La 

muerte fue instantánea. 

—¡Dios mío! —Nina se inclinó hacia él, pero Ryan 

se apartó. 

—Todavía no. Escúchalo todo.Aguanté aquella noche, 

hice lo que tenía que hacer —Ryan apretó los labios 

durante todo un minuto, pensando, antes de volver 

a hablar—. Hasta el día siguiente por la tarde, no 

me vine abajo. Tuve que ir al depósito de cadáveres 

a... verlas. Sam me sacó a rastras de allí. No recuerdo 

gran cosa del resto del día. 

—Es terrible, Ryan —susurró Nina. Las palabras parecían 

insuficientes. 

—Más tarde, debí aparentar que estaba mejor. Había 

preguntas que contestar, cosas de las que ocuparse. 

El capitán me dio una baja temporal.Tenía demasiado 

tiempo para pensar, para imaginar lo que sufrieron 

si no estaban dormidas. 

—No, Ryan —le suplicó. 

—Llegó a ser demasiado. Tenía pesadillas —dijo 

Ryan, más sereno desde que había contado lo peor—.



No podía dormir, así que bebía. No recuerdo nada de 

lo que pasó durante todo un año. Debí de funcionar a 

algún nivel, supongo. Fue como estar en blanco. 

—Amnesia —sugirió Nina. 

—Nada tan bonito como eso. Estaba borracho. Me 

desperté una mañana en una celda de un pueblo miserable 

de Mississippi sin nada que beber. Cuando me 

dejaron salir, comprendí que me estaba matando. Nunca 

sabré cómo pude seguir vivo tanto tiempo. 

—Y luego ¿qué? —preguntó Nina, convencida de 

que había oído lo peor. 

—Me recompuse, me limpié. Volví a casa y visité 

las tumbas. Hablé un poco con mi padre, después con 

Sam. Sabía que no podía quedarme aquí. Un amigo me 

pidió que fuera a Amsterdam de mensajero. Hice viajes 

como ése durante casi tres años, me mantuve lejos 

del país tanto como pude, muy lejos de Georgia, donde 

estaban los recuerdos. Después conocí a Max Ryker, 

el hermano de Lorenzo. Nos pusimos a hablar. Me 

dijo que me daría una recomendación si quería sentar 

la cabeza en Montebello. El resto es historia. 

La miró, con los ojos cansados y enrojecidos, aunque 

no había llorado. 

—¿Alguna pregunta? —después, sonrió, una sonrisa 

triste—. Por supuesto que las tienes. Para responder 

a la primera, sí, quería a Kathleen, pero sé que ya 

no está aquí. La he dejado marchar, y lo que sentí por 

ella no afecta a lo que siento por ti. De hecho, creo 

que sé más del amor ahora que entonces —siguió hablando 

sin parar—. Chrissy era mi corazón. Dudo que 

pueda superarlo. Será mejor que lo sepas ya, Nina, no 

pienso tener más hijos. 

La inspiración de Nina se oyó en el silencio que siguió 

a esa afirmación. La mirada de Ryan se intensifi-


Lyn Stone 

215 

có, y la bajó fugazmente a su estómago plano; después, 

volvió a mirarla a los ojos. Ella guardaba silencio, seguramente, 

con cara de culpabilidad. 

—No estás embarazada —dijo Ryan con suavidad—. 

No puede ser. 

Nina vio que contraía la mandíbula y que una vena 

le latía en la sien. No podía mirarlo a los ojos. 

—Tuvimos cuidado. No estás embarazada. 

Nina no soportaba verlo tan disgustado. Disgustado 

y callado, como si no pudiera imaginar nada peor que 

la perspectiva de tener otro hijo.Y lo comprendía. 

—Supongo que no —dijo Nina—. En cualquier caso, 

no será un problema para ti. Ni siquiera para mí, si es 

cierto —añadió deprisa—.No tienes por qué implicarte. 

—¿Estás loca? —preguntó Ryan, enojado—. ¡Estoy 

implicado! Tanto si estás embarazada como si no, estoy 

completamente implicado contigo. ¡No puedo vivir 

sin ti, Nina! 

—Claro que puedes —protestó—. Ni siquiera tienes 

por qué saber si estoy embarazada o no. Mira, sácame 

de esta isla y me iré. Puedes hacer como si nunca 

nos hubiésemos conocido. 

Él se había puesto en pie y daba vueltas por el salón. 

—¡Espérame aquí! —le ordenó, señalando el suelo 

mientras salía por la puerta principal dando un portazo. 

Bueno, Nina no tenía mucha elección. Había visto 

a Jip y a Mackeral alejándose en su barco, y seguramente 

Ryan iba derecho al suyo.A no ser que hubiera 

alguien más en Point Tipsy que ella desconociera, no 

le quedaba más remedio que esperar allí mismo hasta 

que alguien fuera a buscarla. 

Sabía que no debía llorar. No serviría de nada. Pero 

lo hizo de todas formas. Se hizo un ovillo en el sofá,



donde habían hecho el amor, y lloró por Ryan, por su 

hermosa esposa y la dulce niña de hoyuelos de las fotografías. 

Lloró por Bill y Trish, y por sus propios padres. 

Incluso por Desmond. Por último, derramó unas 

cuantas lágrimas por sí misma y por el bebé que quizá 

llevara dentro. El pobrecito al que temían sus padres. 

Cuando se quedó seca, decidió que había llegado 

el momento de comportarse nuevamente como un 

adulto. Se lavó la cara y se sirvió un vaso de zumo 

para rehidratarse. Cuando se recompuso, fue a buscar 

a Ryan. Llevaba solo demasiado tiempo. 

Lo encontró en la playa, construyendo un castillo de 

arena. Durante largo tiempo, se puso en cuclillas cerca 

de él y lo observó trabajar.Por fin,se arriesgó a hablar. 

—Lo estás levantando muy cerca del agua. La marea 

podría llevárselo. 

—Puedo construir otro —respondió, mientras hacía 

una ventana en una torre con el dedo índice. 

—No sería lo mismo —le dijo Nina—. El nuevo sería 

completamente diferente. 

—Lo sé. Puede que incluso mejor. Y yo habría 

aprendido a no edificar demasiado cerca del peligro. 

—¿Crees que podríamos construir algo juntos,Ryan? 

Él sonrió y miró hacia el mar, se sentó sobre los talones 

y se sacudió la arena de las manos. 

—Sí, sé que podemos. No te he dado muchos motivos 

para creerlo, pero lo haré. 

—Me necesitas, Ryan.Y yo te necesito a ti.Te quiero, 

¿sabes? 

—Esperaba que lo hicieras —dijo, contemplándola 

con su firme mirada azul grisácea—. Porque yo, desde 

luego, te quiero a ti. 

Ella vaciló y lo miró con atención. 

—¿Y al bebé, si lo hubiera?


Lyn Stone 

217 

Ryan se levantó y se acercó para sentarse junto a 

ella sobre la arena. 

—Llevo tres horas aquí sentado pensando en Chrissy. 

Era una niña feliz, Nina. Creo que hice un buen papel 

como padre.Si no cuentas esa noche en que un bastardo 

al que había detenido salió de la cárcel y decidió vengarse, 

no lamento la clase de vida que le di —levantó la vista—. 

Te prometo que no tendrás que preocuparte de 

que eso vuelva a ocurrir. No volveré al trabajo.Trabajaré 

en algo con papá o me dedicaré a otra cosa. Algo más 

apartado del peligro. 

—No, Ryan, has nacido para hacer lo que haces. 

No te imagino desempeñando ninguna otra labor. 

¿Atraparon a ese hombre? —preguntó Nina. No tenía 

que especificar cuál. 

—Sí, lo atrapé —dijo Ryan—. Sabía quién era y 

dónde podría estar. Esa misma noche, cuando vi lo 

que quedaba de mi casa y me enteré de lo que quedaba 

de Kath y de Chrissy, lo busqué. 

—¿Lo detuviste? —preguntó Nina con vacilación. 

—No, le disparé. Me identifiqué. Salió corriendo. 

Sabía que lo haría. Creo que no habría importado si 

no lo hubiera hecho. Por suerte para mí, él tenía una 

pistola en la mano en ese momento. Y no, no se la 

puse yo —la mirada de Ryan era tan firme como su 

voz—. Eso no me tortura. Estuvo justificado. 

—Sí, lo estuvo.Volvamos ahora al refugio —sugirió 

Nina mientras se ponía en pie—. No nos vendría mal 

descansar un poco. 

Se reunió con ella y entrelazó sus dedos con los de 

Nina mientras caminaban. 

—¿Nina? 

—¿Sí? 

—Siento que hayas tenido que oír lo ocurrido, pero



creo que ahora puedo contarlo sin ponerme tan tenso. 

Hoy ha sido la primera vez que he hablado con alguien 

de lo que pasó. Me siento mejor, pero ahora tú 

estás conmocionada. No puede ser bueno en tu estado. 

Si es que existe ese estado. 

Ella le dio un apretón en la mano y le devolvió la 

sonrisa agridulce. 

—No te preocupes.Tomaré un poco de avena cocida 

y me pondré bien. 

Él rió. 

—¿Qué voy a hacer con tus gustos culinarios? Apuesto 

a que tienes el colesterol bajo cero. 

—¿Y si preparo unas hamburguesas como las de 

Pete? —preguntó Nina, intentando mostrarse alegre. 

Él puso los ojos en blanco y gimió, con su buen humor 

restaurado o fingido. En cualquier caso, Nina sabía 

que Ryan estaba mejor. 

Lo que no sabía era si debía casarse con él. Desde 

el principio había sabido que Ryan tenía un pasado, 

pero no había imaginado lo pesado que era. Lo miró. 

Parecía aliviado. Después del largo viaje, su vigorosa 

pasión y sólo un poco de sueño, había tenido que revivir 

la peor tragedia de su vida. 

Tendría que esperar y ver. Aquel amor suyo, por 

poderoso que pareciera, era demasiado reciente para 

ser del todo fiable. 

Ryan estaba sentado a la mesa cortando patatas 

mientras veía a Nina freír las hamburguesas. Le gustaba 

que trabajaran en equipo. Diablos, amaban en equipo. 

Serían perfectos juntos. Pero también sabía que 

ella necesitaba espacio y tiempo para pensar. Había 

intentado mantener la calma mientras le contaba lo


Lyn Stone 

219 

de Kath y Chrissy, pero había sido más duro de lo que 

había imaginado, una especie de catarsis para él. 

Era increíble cuánto lo había aliviado soltar la historia.A 

ella la había disgustado. Había llorado. Conocía 

a Nina lo bastante bien para saber que sus lágrimas 

habían sido por él y por su familia. 

—Eres una mujer generosa —dijo, mientras terminaba 

de cortar la última patata y la dejaba en el plato 

para reunirse con ella delante de los fogones. 

—Lo sé —contestó—. Si no, ahora mismo estaría 

añadiendo pasas y canela —sacó las hamburguesas a 

un plato con una espátula. Él añadió aceite a la sartén 

y esperó a que se calentara. 

—Gracias. 

—De nada —ella se entretuvo colocando las hamburguesas 

sobre los panecillos, añadiendo condimentos 

a ambas—. Quizá deba decirte que esta noche 

pienso dormir en el sofá. 


—Es un poco estrecho a no ser que durmamos 

apilados, pero no me importa. Puedes quedarte encima 

esta vez. 

Nina se volvió hacia él y le puso la mano en el antebrazo. 

—Dame un poco de tiempo para pensar, Ryan. 

—Duerme conmigo. Déjame abrazarte mientras 

piensas, ¿mmm? No tenemos por qué hacer el amor. 

A regañadientes, Nina asintió. No la presionaría, 

pero no podría dormir lejos de ella después de todo 

lo que habían dicho y hecho aquel día. 

A la mañana siguiente, Ryan se despertó sintiéndose 

mejor que en muchos años. El sol se colaba por la



ventana y la brisa de septiembre le refrescaba la piel 

allí donde la sábana se le había escurrido. 

Nina yacía acurrucada junto a él, con su pelo negro 

sedoso sobre su hombro. Le tapó el brazo desnudo 

con el edredón y se quedó contemplándola mientras 

dormía, inspirando su dulce aroma y sintiendo el suave 

ascenso y descenso de sus senos contra su cuerpo. 

El marco de plata de encima de la cómoda le llamó 

la atención y no pudo evitar sentir una pequeña 

sacudida al ver lo inesperado. Su padre debía de haber 

puesto allí la foto, o quizá Trish, cuando había redecorado 

la casa. 

Ryan se quedó mirando la fotografía mucho tiempo, 

dejando que los recuerdos volvieran. Buenos recuerdos. 

Ninguno de ellos relacionado con Point Tipsy. 

Pálida como muchas pelirrojas, Kath siempre había 

rehuido la playa.Y no le gustaban los barcos. 

—No la he movido —dijo Nina con suavidad, despierta 

y observándolo—. La dejé allí anoche a propósito. 

Para ver tu reacción —reconoció, un poco avergonzada 

de sí misma. 

Ryan le sonrió. 

—No pensarás que estás compitiendo con fantasmas, 

¿no? 

Ella hizo una mueca. 

—Un poco, tal vez. Claro que no deberías olvidarlas. 

Eso no estaría bien. 

—No podría aunque quisiera —reconoció Ryan—. 

Pero formaban parte de otra vida, Nina. Por aquel entonces, 

era un hombre diferente. No puedo sentir nada 

de mi viejo yo aquí ahora mismo, y casi es lo mejor. 

Se puso en pie y guardó la fotografía, tocando los 

dos rostros con la yema del dedo y sonriéndoles antes 

de cerrar el cajón y darse la vuelta. Siempre estarían


Lyn Stone 

221 

en un lugar de su corazón y de su mente, pero ya les 

había dicho adiós y sabía que ellas le habrían deseado 

que fuera feliz el resto de su vida. Él lo habría hecho. 

Nina lo estaba observando, pero desvió la mirada 

cuando él se volvió. 

—¿Te apetece desayunar? —preguntó Ryan—. Me 

muero de hambre. 

—No —dijo—. Lo que de verdad me gustaría hacer 

es ir a tierra firme y buscar una farmacia. 

Ryan no pudo contener una sonrisa y, por Dios, 

que parecía genuina. 

—Un test de embarazo, ¿eh? 

—No soporto no saberlo —asintió Nina—.Tú también 

debes de sentir curiosidad. 

—Quizá sea demasiado pronto. Supón que no estabas 

embarazada antes y que concebiste ayer. 

—¡Dios mío! ¡No usamos nada! Estaba tan... Ni siquiera 

me di cuenta... 

—Porque estabas bastante segura de estar embarazada, 

¿verdad? 

A Nina no le hizo falta responder, lo tenía escrito 

en la cara. 

—Tú tampoco te acordaste —lo acusó. Ryan sonrió. 

—¿Será lo que llaman un desliz freudiano? 

—Yo no lo llamaría así. No puedes culpar a Freud 

por esto. 

—A mí me gustaría que fuera niño. Un compañero 

de pesca —le dijo—. Pero si prefieres una niña, creo que 

recuerdo cómo recomponer las cabezas de la Barbie. 

Nina rió. 

—¿No te importa? ¿Estás seguro? 

—No me importa —Ryan se inclinó, la besó en 

profundidad y retiró la sábana—.Así que levántate. En



cuanto el test dé afirmativo y yo escoja el oso de peluche, 

tenemos una boda que planear. 

Nina se quitó la camiseta y extendió los brazos. 

—Primero tienes que declararte como Dios manda.Ven 

aquí, Mac. 

—Vaya, me está llamando Mac, una clara señal de 

contrariedad.Ya me declaré, pequeña insaciable —protestó—.¿No 

me puse de rodillas,o es que lo he soñado? 

—Bueno, eso no entraba en mi sueño —le dijo 

mientras Ryan descendía sobre ella y le acariciaba el 

cuello—. Ni nada que tuviera que ver con tus rodillas. 

¿Te parece bien así? 

—Todavía no, pero me lo parecerá dentro de un 

minuto. 

Se quitó los pantalones cortos y rozó su cuerpo 

contra el de ella, atormentándola, seduciéndola y persuadiéndola 

para después amarla con todo su ser. 

—Bueno, Nina Caruso —gruñó—. ¿Vas a casarte 

conmigo ahora? 

—La única palabra que se me ocurre es sí —contestó 

ella con un suspiro de satisfacción—. ¿Lo ves? 

Todo depende de cómo formules la pregunta. 

—Puesto que sólo se te ocurren síes, será mejor 

que te lo pregunte otra vez —sonrió y le mordisqueó 

la oreja. 

—Muy bien —murmuró Nina, y volvió a acurrucarse 

junto a él—. Pregunta lo que quieras.

¡Asesinato en palacio! ¿Se trata de una muerte pla- neada o ... - Inicio

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