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Los de Abajo Mariano Azuela

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El tema es inagotable.<br />

A la madrugada, cuando el restaurante está lleno <strong>de</strong> alegría y <strong>de</strong> escupitajos, cuando con las<br />

hembras norteñas cle caras oscuras y cenicientas se revuelven jovencitas pintarrajeadas <strong>de</strong> los<br />

suburbios <strong>de</strong> la ciudad, Demetrio saca su repetición <strong>de</strong> oro incrustado <strong>de</strong> piedras y pi<strong>de</strong> la hora a<br />

Anastasio Montañés.<br />

Anastasio ve la carátula, luego saca la cabeza por una ventanilla y, mirando al cielo estrellado, dice:<br />

— Ya van muy colgadas las cabrillas, compadre; no dilata en amanecer.<br />

Fuera <strong>de</strong>l restaurante no cesan los gritos, las carcajadas y las canciones <strong>de</strong> los ebrios. Pasan<br />

soldados a caballo <strong>de</strong>sbocado, azotando las aceras. Por todos los rumbos <strong>de</strong> la ciudad se oyen<br />

disparos <strong>de</strong> fusiles y pistolas.<br />

Y por en medio <strong>de</strong> la calle caminan, rumbo al hotel, Demetrio y la Pintada, abrazados y dando<br />

tumbos.<br />

II<br />

—¡Qué brutos! —exclamó la Pintada riendo a carcajadas—. ¿Pos <strong>de</strong> dón<strong>de</strong> son uste<strong>de</strong>s? Si eso <strong>de</strong><br />

que los soldados vayan a parar a los mesones es cosa que ya no se usa. ¿De dón<strong>de</strong> vienen? Llega<br />

uno a cualquier parte y no tiene más que escoger la casa que le cuadre y ésa agarra sin pedirle<br />

licencia a nai<strong>de</strong>n. Entonces ¿pa quén jue la revolución? ¿Pa los catrines? Si ahora nosotros vamos a<br />

ser los meros catrines... A ver, Pancracio, presta acá tu marrazo... ¡Ricos... tales!... Todo lo han <strong>de</strong><br />

guardar <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> siete llaves.<br />

Hundió la punta <strong>de</strong> acero en la hendidura <strong>de</strong> un cajón y, haciendo palanca con el mango rompió la<br />

chapa y levantó astillada la cubierta <strong>de</strong>l escritorio.<br />

Las manos <strong>de</strong> Anastasio Montañés, <strong>de</strong> Pancracio y <strong>de</strong> la Pintada se hundieron en el montón <strong>de</strong><br />

cartas, estampas, fotografías y papeles <strong>de</strong>sparramados por la alfombra.<br />

Pancracio manifestó su enojo <strong>de</strong> no encontrar algo que le complaciera, lanzando al aire con la punta<br />

<strong>de</strong>l guarache un retrato encuadradó, cuyo cristal se estrelló en el can<strong>de</strong>labro <strong>de</strong>l centro.<br />

Sacaron las manos vacías <strong>de</strong> entre los papeles, profiriendo insolencias.<br />

Pero la Pintada, incansable, siguió <strong>de</strong>scerrajando cajón por cajón, hasta no <strong>de</strong>jar hueco sin<br />

escudriñar.<br />

No advirtieron el rodar silencioso <strong>de</strong> una pequeña caja forrada <strong>de</strong> terciopelo gris, que fue a parar a los<br />

pies <strong>de</strong> Luis Cervantes.<br />

Este, que veía todo con aire <strong>de</strong> profunda indiferencia, mientras Demetrio, <strong>de</strong>spatarrado sobre la<br />

alfombra, parecía dormir, atrajo con la punta <strong>de</strong>l pie la cajita, se inclinó, rascóse un tobillo y con<br />

ligereza la levantó.<br />

Se quedó <strong>de</strong>slumbrado: dos diamantes <strong>de</strong> aguas purísimas en una montadura <strong>de</strong> filigrana. Con<br />

prontitud la ocultó en el bolsillo.<br />

Cuando Demetrio <strong>de</strong>spertó, Luis Cervantes le dijo:<br />

— Mi general, vea usted qué diabluras han hecho los muchachos. ¿No sería conveniente evitarles<br />

esto?<br />

—No, curro... ¡Pobres!... Es el único gusto que les queda <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> ponerle la barriga a las balas.<br />

— Sí, mi general, pero siquiera que no lo hagan aquí... Mire usted, eso nos <strong>de</strong>sprestigia, y lo que<br />

es peor, <strong>de</strong>sprestigia nuestra causa...

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