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De la infancia alicantina a la Facultad de Filosofía en Madrid 38<br />
La opción por letras nunca me parecerá haber sido equivocada, porque, a partir<br />
de aquel año, el griego también hará mis delicias —aunque no tanto como el latín. Sin<br />
embargo, hoy —a tanta distancia temporal, y reflexionando en ello— pienso que fue una<br />
decisión que tomé sin mediar ninguna deliberación racional. Las matemáticas se me daban<br />
muy bien y solía obtener en ellas matrícula de honor (salvo un pequeño tropiezo<br />
en el primer año de bachillerato, en 1954-55, dado el salto brusco de modo de aprendizaje<br />
de la primaria a la secundaria). En suma: fue irreflexivo asumir la imagen que de<br />
mí mismo proyectaban los demás, tomando esa decisión precipitada y sin madurez. Es<br />
una pena tener que tomar decisiones así a los 14 años (en mi caso, recién cumplidos).<br />
4.4. OTRAS FACETAS DE LA VIDA COTIDIANA DE AQUELLOS AÑOS<br />
Las vacaciones estivales (que entonces eran de dos semanas) no solíamos hacerlas<br />
juntos toda la familia paterno-filial. Lo hicimos en pocas ocasiones. En 1952 estuvimos<br />
en una Residencia de Educación y Descanso en Sobrón (provincia de Álava). Durante<br />
esa estancia estuve yo muchos días en cama con una de mis reiteradas enfermedades<br />
de vías respiratorias y fiebre altísima. 39 Así y todo guardé un excelente recuerdo<br />
de aquel viaje. Luego en el año 1959 pasamos los cuatro un par de semanas en La Coruña,<br />
con largas horas en las playas de los alrededores. Más adelante, estando yo ya en<br />
la Universidad, al comprar mis padres el Seat 600, hicimos juntos tres viajes: uno a las<br />
Rías Bajas, otro por el Norte (provincias de León, Oviedo, Santander y Burgos) y un<br />
tercero a Valencia, Castellón de la Plana, Vinaroz, Peñíscola (con visita al Castillo del<br />
Papa Luna —que me encantó, porque siempre me fascinaba ver lugares históricos), el<br />
delta del Ebro (con carreteras aún sin asfaltar) y Tarragona.<br />
Durante los años 1954 a 1958 veraneábamos en Alicante mi abuela, mi hermana<br />
y yo, alojándonos en una pensión. Por las mañanas, la playa del Postiguet. Por las<br />
tardes cine (de sesión continua). A pesar de que ya se iba marcando la distancia ideológica<br />
que nos separaba cada vez más de nuestra abuela y de que la adolescencia nos<br />
apartaba de las pautas que podía imponer una anciana —a nuestro modo de ver con las<br />
ideas y los gustos de un tiempo pretérito—, no tengo mal recuerdo de aquellos veraneos.<br />
Gracias a los dos modestos sueldos de mis padres y a ser inquilinos en un piso<br />
de alquiler congelado por un Real Decreto de 1920 (entonces aún en vigor), mi familia<br />
vivía desahogadamente —aunque, eso sí, a costa de una estrictísima economía en muchas<br />
cosas: los niños vestíamos prendas de ropa usada recosidas por mi abuela; nada de bares<br />
ni distracciones parecidas ni tampoco de fiestas ni ningún gasto suntuario; cines de barrio<br />
de sesión continua; mobiliario modesto; pocos gastos extraordinarios con ocasión<br />
de las navidades, los cumpleaños u otras ocasiones similares; en algunos aspectos, sobriedad<br />
alimenticia —aunque siempre dentro de la abundancia.<br />
39 . Poco después de regresar de esas vacaciones sufrí una intervención quirúrgica de extirpación de las amígdalas o<br />
anginas —según se solía hacer entonces. Lejos de atajar esa operación mis dolencias de las vías respiratorias, me causó<br />
una faringitis crónica, que se traducía en tremendos catarros que me duraban todo el invierno, año tras año. Estuve después<br />
en tratamiento del asma alérgica, con una especie de autovacuna, pero tampoco sirvió de nada. Entonces no se administraban<br />
antibióticos por tales infecciones, como se hará posteriormente (aunque hoy de nuevo ha caído en desuso<br />
esa práctica terapéutica, porque lo de la medicina va por modas).