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TONI SOLER<br />

Delincuentes y venganzas


Primera edición: junio 2010<br />

Segunda edición: noviembre de 2011<br />

© Antonio Soler Palomares, 2010<br />

© Café Bombón Licor, S.L., 2011<br />

Calle Actriz Encarna Máñez, 4 - Bajo<br />

46022 Valencia<br />

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización<br />

escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes,<br />

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,<br />

incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de<br />

ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.<br />

Diseño de cubierta: www.hugosaiz.com<br />

Copiright © fotografía: www.diegorando.com<br />

Corrección: Lucía Adam Morell<br />

Impresión: Rotodomenech, SL<br />

ISBN: 978-84-614-1990-6<br />

Depósito Legal:


Para María Eugenia,<br />

mi hermana y amiga .


Todos los personajes de esta novela son ficticios.<br />

Todos.


Preludio<br />

La oscuridad era total. La rabia desataba una opresión en el pecho que<br />

apenas me dejaba respirar. Ese impulso, que producía en mi interior<br />

un exceso de adrenalina, eliminaba el miedo y me permitía continuar.<br />

Abrí la guantera del asiento del copiloto, agarré el revólver con<br />

fuerza y comprobé que estuviese cargado. El tambor albergaba cinco<br />

cartuchos perfectamente encajados, preparados para convertirme en<br />

un loco homicida y temerario. Esta vez no pensaba fallar. Aunque era<br />

consciente de no estar preparado para afrontar una situación como<br />

esa, no me podía permitir abandonar. Debía pensar, controlar cada<br />

uno de mis movimientos, seguir adelante sin dejar que la desconfianza<br />

y la inseguridad me hicieran fracasar. Había mucho en juego y yo era<br />

la única opción para evitar la tragedia.<br />

Una vez más, me encontraba en una situación límite y peligrosa,<br />

y una vez más, me hallaba solo para enfrentarme a ella. Pero yo ya<br />

no era el mismo, un sentimiento desconocido revolvía mis entrañas<br />

y tensaba mis facciones: el odio. La furia descargaba valor y osadía.<br />

Además, luchaba por alguien que me importaba y a quien quería.<br />

Estaba dispuesto a arriesgar mi vida con tal de salvar la suya.<br />

Salí del coche. Me encontraba a unos sesenta metros de la vieja<br />

y destartalada alquería. La noche era cerrada y no podía ver apenas<br />

11


dónde pisaba. Desconocía el terreno, lo cual me obligaba a moverme<br />

con lentitud. Cada paso que daba rompía el silencio y me hacía<br />

estremecer. Me aterraba sólo pensar en poder delatar mi presencia.<br />

No obstante, necesitaba ver. Encendí la linterna y caminé a tientas<br />

entre los naranjos que cercaban la finca en dirección a la parte<br />

delantera de la casa. Tenía que dar un gran rodeo, pero pensé que<br />

sería lo más seguro. Aunque me movía lentamente e iba agachado<br />

en un acto reflejo por ocultarme, tropecé varias veces con las ramas<br />

bajas, que obstaculizaban el espacio necesario para avanzar. El haz<br />

de luz que desprendía la pequeña linterna no era suficiente para ver<br />

con claridad entre los retorcidos pasillos que formaba aquel huerto<br />

abandonado. La maleza me llegaba hasta la rodilla y a cada paso<br />

que daba se podían escuchar los crujidos de la hojarasca bajo mis<br />

pies. Recorrí muy despacio los escasos metros que quedaban hasta<br />

percibir, por fin, un atisbo de claridad que provenía de la casa. Eran<br />

los destellos de una lúgubre bombilla que colgaba solitaria del techo<br />

del porche y que se mecía suavemente por el efecto de la brisa. Ese<br />

tímido vaivén, casi inapreciable, creaba un ligero movimiento en las<br />

sombras de los dos hombres que se encontraban debajo haciendo<br />

guardia. Podía observar, desde donde yo estaba, las enormes y<br />

temibles siluetas que aquellas dos figuras dibujaban en la fachada.<br />

Apagué la linterna y me acerqué un poco más. Martilleaban en mis<br />

sienes los latidos del corazón, las pulsaciones iban a mil por hora y<br />

volví a sentir miedo; sin embargo, me incorporé con la intención de<br />

observar mejor a aquellos dos individuos que se encontraban ya a<br />

tan sólo unos metros. Al hacerlo se produjo un chirrido sordo, que<br />

acabó de improviso en un crujido ensordecedor: había partido una<br />

rama seca que se situaba sobre mi cabeza. Los guardianes, a los que<br />

ahora podía distinguir bajo la única luz encendida que iluminaba la<br />

entrada, se giraron y dirigieron sus miradas hacia mí. Llevaban armas<br />

automáticas colgadas al hombro y me apuntaban con ellas, como si<br />

en cualquier momento fuesen a abrir fuego. Estaba petrificado, de pie,<br />

12


esperando su reacción al descubrirme. El pánico recorrió mi cuerpo<br />

y estuve tentado de salir corriendo; sin embargo, inexplicablemente,<br />

después de mantener la vista clavada en el origen del chasquido<br />

durante unos segundos, volvieron a su posición original y se pusieron<br />

a conversar tranquilamente.<br />

No podían verme, estaba a tan sólo unos metros, pero la negrura<br />

de aquella noche cerrada no les permitía ver más allá del ínfimo<br />

destello de luz que irradiaba la pequeña bombilla que colgaba del<br />

techo. Resultaba escalofriante. Desde esa posición, un tirador experto<br />

podría hacerles blanco con un revólver como el que yo llevaba, pero<br />

yo no era un tirador experto, jamás había disparado un arma y era<br />

consciente de que, si lo hacía, fallaría el disparo. Mi única opción era<br />

acercarme lo máximo posible, comprobar que aún estuviese vivo y sólo<br />

actuar en caso de extrema necesidad. Ellos eran dos y yo estaba solo.<br />

En algún momento tendría mi oportunidad, debía ser paciente. Podía<br />

verles y oírles. Era una sensación extraña. Estaba allí, completamente<br />

erguido, vigilante y en tensión, y sin poder comprender cómo no me<br />

habían visto aún.<br />

Permanecí inmóvil y alerta hasta que se escuchó un chillido<br />

desgarrador que procedía del interior de la casa. Me estremecí<br />

y el sobresalto hizo que perdiese por un momento el equilibrio,<br />

obligándome a agarrar con fuerza una rama para no caer. El<br />

movimiento volvió a llamar la atención de aquellos dos hombres. Uno<br />

de ellos, el más grande, comenzó a andar hacia mí. Le apunté con<br />

el revólver. Estaba dispuesto a disparar. Arrebataría la vida de aquel<br />

cabrón si fuera necesario.<br />

Me encontraba ya a punto de apretar el gatillo cuando una voz<br />

oscura, cavernosa y contundente retumbó desde la entrada y le obligó<br />

a detenerse. Se quedó mirando hacia el lugar donde yo le esperaba<br />

durante unos segundos, impávido, desafiante, hasta que volvió a<br />

escucharse, una vez más, la misma voz, ahora en un tono de mando<br />

mucho más elevado y autoritario. No eran dos, sino tres, y el jefe del<br />

13


escuadrón les estaba dando una orden. Lanzó con sus dedos pulgar<br />

e índice el cigarrillo que estaba fumando y se giró indeciso para<br />

dirigirse, a toda prisa, hacia el interior de la casa. Me quedé aterrado,<br />

observando cómo se consumía la colilla encendida que había quedado<br />

a sólo un paso de mí, mientras intentaba recuperar el aliento. Las<br />

piernas me temblaban y el terror bloqueaba mi voluntad. Sabía que<br />

el aullido de dolor que había escuchado provenía de Fran. Sabía que<br />

se encontraba dentro, torturado sin piedad y, seguramente, a punto<br />

de morir. Yo era su única opción de sobrevivir a aquella situación. No<br />

contaba con la ayuda de nadie más. Le debía casi la vida y ahora me<br />

tocaba a mí arriesgarla por la suya. Sin embargo, yo no tenía ni su<br />

valor, ni su fuerza.<br />

Estaba completamente paralizado, a punto de rendirme y huir de<br />

aquel aterrador y oscuro lugar, dejando a mi amigo solo para que esos<br />

jodidos cabrones acabaran con su vida, cuando volví a escucharle<br />

gritar. Oír de nuevo su voz desesperada volvió a darme fuerzas. Pensé<br />

en las alternativas que tenía. Una opción, que había desechado con<br />

anterioridad, era hacerme con un móvil, llamar a la policía y dar<br />

el aviso; también podía coger el coche y acudir a la comisaría más<br />

cercana. Sabía que me detendrían en cuanto me viesen, pero Fran se<br />

salvaría. De todos modos, no había tiempo para eso, perdería horas y<br />

a Fran podían quedarle minutos. Tenía que ser yo, debía ayudarle, era<br />

mi único amigo y no quería perderle. Ya había perdido mucho. Avancé<br />

decidido hacia la entrada, dispuesto a terminar de una vez por todas<br />

con esa terrible pesadilla, que ya duraba demasiado tiempo. Acabaría<br />

con ellos.<br />

14


Dos semanas antes<br />

15


CAPÍTULO PRIMERO<br />

La Amistad<br />

“(Del latín *amicîtas, -ãtis, por amicitîa, amistad) f. Afecto personal,<br />

puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se<br />

fortalece con el trato. f. Amancebamiento. f. Merced, favor. f.<br />

Afinidad, conexión entre cosas. f. ant. Pacto amistoso entre dos o<br />

más personas”. 1<br />

1 REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. Diccionario de la Lengua Española, Espasa Calpe,<br />

Madrid, 2001, 22ª ed.<br />

17


1. La vuelta a Valencia<br />

El inspector Martínez no se sorprendió al verme. Su mirada<br />

penetrante e inquisitiva ya no me intimidaba tanto como el día en<br />

que le vi por primera vez. De alguna manera, ese policía de voz rota,<br />

parco en palabras y aspecto rudo y desafiante producía en mí una<br />

curiosa confianza. Envidiaba la seguridad que reflejaban sus ojos,<br />

provocándome una variedad de compañerismo que no alcanzaba<br />

a comprender, seguramente motivado por las confidencias que<br />

habíamos compartido en los últimos días. Había recurrido a él para<br />

quitarme un gran peso de encima. Le había pedido que investigara<br />

una póliza de seguros. Sólo le di esa pista. Ni una palabra más. Estaba<br />

seguro de que con esa información sería capaz de unir las piezas del<br />

puzle macabro que la mente retorcida de mis antiguos amigos Carlos<br />

y Ángel había elaborado.<br />

No sabía nada de ellos, dejé de recibir sus llamadas antes de lo<br />

que me hubiese gustado. No es que fuese a contestar, pero que no<br />

siguiesen intentando comunicarse conmigo durante más tiempo me<br />

producía un amargo sentimiento de tristeza. Eran unos criminales y<br />

merecían ir a la cárcel por todo lo que habían hecho, y aun así, no<br />

conseguía odiarles.<br />

—Siéntese, Bataller —ordenó el inspector.<br />

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—¿Ha averiguado algo sobre esa póliza? —le pregunté.<br />

—Desde luego, pero antes de contarle nada al respecto tiene usted<br />

que decirme el porqué de sus sospechas. En su momento le dije que<br />

indagaría sobre ella, lo cual no me ha resultado nada fácil, teniendo<br />

en cuenta que se trata de algo referente a un caso que ya está cerrado.<br />

¿Qué interés tiene exactamente en esa póliza, señor Bataller? —me<br />

preguntó, mirándome fijamente a los ojos.<br />

No tenía intención de hablar más de la cuenta, pensaba que,<br />

únicamente, haciendo participe a la policía de la existencia de un<br />

seguro de vida de esas magnitudes, sería suficiente para reabrir el<br />

caso.<br />

—¿Ha comprobado quiénes eran los beneficiarios? —le pregunté.<br />

—Por supuesto, he tenido una charla con ellos. Le confieso que, al<br />

principio, me sorprendió que su amigo Ángel Torres apareciese como<br />

beneficiario. Imagino que eso es lo que le ha hecho sospechar, pero<br />

tras mantener una conversación con parte del personal de Seguros<br />

y Reaseguros Valencia, incluido su otro amigo, Carlos Mata, me<br />

han quedado bastante claros los motivos que tenía la víctima para<br />

contratar ese seguro.<br />

—¿También ha hablado con los padres de Dani? ¿Qué dicen ellos?<br />

—También estuve con ellos y con su otro hijo, Eduardo, el militar, y<br />

la verdad es que han sido los más convincentes a la hora de autentificar<br />

la póliza. Aseguran que conocían perfectamente la existencia de la<br />

misma. Afirman incluso que el mismo día que se contrató, su hijo les<br />

informó en persona de esa decisión. Se quedaron algo extrañados,<br />

pero como era precisamente el difunto señor Sánchez quien desde su<br />

oficina bancaria se ocupada de todos los asuntos de la familia, no le<br />

dieron ninguna importancia. Me han pedido expresamente que deje<br />

de hurgar en la herida. Su hijo está muerto y “Ángel Torres es un buen<br />

chico”, me dijeron.<br />

No podía creer lo que el inspector Martínez me estaba contando.<br />

Estaban mintiendo. Lo que no podía entender era el porqué. Que no<br />

20


sospecharan nada, no me sorprendía; la versión de Carlos acerca de<br />

los motivos que Dani tenía para contratar la póliza me convenció hasta<br />

a mí, en su momento. La culpabilidad por perder los ahorros de sus<br />

padres y por estafar a Ángel, unido a la amenaza de muerte por parte<br />

de Ivica Pekovic, eran razones más que suficientes para contratar<br />

un seguro como ese. Sin embargo, ¿cómo podían decir que Dani les<br />

informó acerca de la póliza? Sus padres estaban protegiendo el dinero<br />

sobremanera. No les hacía falta mentir, ¿por qué lo hacían entonces?<br />

—¿Qué me dice de las pruebas médicas? —le pregunté.<br />

Esa pregunta pareció irritarle, me miró como si le hubiese pillado<br />

copiando en un examen y empezó a ponerse más nervioso de lo que<br />

tenía por costumbre.<br />

—¿De qué me está hablando? ¿Qué sabe usted de pruebas médicas,<br />

señor Bataller? ¿Qué interés tiene en remover este asunto? Si sabe algo<br />

importante, ¿por qué no me lo cuenta y se deja ya de adivinanzas? —<br />

exclamó, perdiendo la paciencia.<br />

Analizaba mentalmente las pruebas con las que contaba. Me<br />

lamenté de haber quemado en su día la nota que Eric había dejado<br />

en mi casa y de haber hecho una declaración incriminándole en el<br />

asesinato de Dani.<br />

—Ellos le mataron, Martínez. Fueron Ángel y Carlos. Asesinaron<br />

a Dani y luego se cargaron a ese jodido serbio. ¡Lo sé! —exclamé,<br />

desesperado.<br />

—¿Y tiene usted alguna prueba convincente de eso? —me preguntó,<br />

mirándome como si yo estuviese loco.<br />

—No. No tengo pruebas. Pero si pide los informes médicos…<br />

—Señor Bataller —me cortó—, déjelo ya. No voy a emplear<br />

más tiempo en elucubraciones absurdas y teorías sin sentido de<br />

los miembros resentidos y maniáticos de una pandilla de amigos<br />

irresponsables y caprichosos. Ya me advirtió su amigo Carlos, que<br />

por cierto, parece el más sensato de todos ustedes, sobre sus delirios.<br />

La verdad, no esperaba que se comportara usted de esta manera. Al<br />

21


parecer, la señorita Casanova le tiene en gran estima y precisamente<br />

por eso he perdido mi tiempo en perseguir sus fantasmas. ¿Sabe usted<br />

el trabajo que tenemos? Ayer encontramos un cuerpo acribillado<br />

a balazos en el cauce del río; tengo dos adolescentes violadas y<br />

estranguladas; una mujer con un hacha en la cabeza, víctima de la<br />

violencia de género y a un concejal muerto por causas desconocidas.<br />

Y, por si fuera poco, desde la aparición de su puñetero amiguito<br />

serbio, tengo que hacer de niñera de un agente especial enviado por<br />

la INTERPOL. El caso está cerrado, ¿está claro? —sentenció, sin darme<br />

la más mínima oportunidad para replicarle.<br />

Se levantó de su silla, abrió la puerta de su despacho y rematando<br />

con la cabeza me invitó a salir.<br />

Una vez más, cruzaba abatido el umbral de ese despacho.<br />

Reflexioné sobre lo que había ocurrido y sorprendentemente sentí<br />

alivio. Había hecho lo que debía. Intenté que los actos de mis amigos<br />

fuesen castigados. Para mí, era suficiente. Daba por zanjado el asunto.<br />

Tenía ganas de terminar con todo aquello de una vez por todas y<br />

recuperar mi vida.<br />

Salí de la comisaría y me dirigí hacia el coche. Lo tenía aparcado<br />

a unas dos manzanas de allí. Había dejado a Sonia en casa de sus<br />

padres y quedé con ella en recogerla por la noche. Sólo habíamos<br />

pasado una semana en Madrid y ya echaba de menos mi ciudad. Era<br />

viernes. Pasaríamos el fin de semana en Valencia y el domingo por la<br />

noche cogeríamos un vuelo para regresar a la capital.<br />

Abrí la puerta del conductor y me di cuenta de que alguien<br />

había dejado una nota en el limpiaparabrisas. La cogí y la leí con<br />

detenimiento: “¿Qué estás haciendo, chivato de mierda? Ten cuidado,<br />

no vaya a ser que te pase algo”.<br />

Miré a ambos los lados de la calle para ver si alguien me observaba,<br />

pero no reconocí a nadie. De todos modos, no me preocupaba;<br />

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sabía de quién se trataba. Estuve tentado de volver a la comisaría y<br />

dársela al inspector que acababa de echarme de su despacho, pero<br />

lo medité y decidí no hacerlo. La guardé en el bolsillo de la chaqueta,<br />

maldiciendo a Ángel y a Carlos, y puse rumbo a casa. Tuve que<br />

contenerme para no llamarles por teléfono y explicarles muy claro<br />

por dónde me pasaba sus amenazas. No lo hice. No pensaba dejar que<br />

me estropearan aún más el día. Pensé en Fran. Era el único de los tres<br />

que seguía intentando comunicar conmigo todos los días, aunque yo<br />

aún no estaba preparado para perdonarle. Había hablado esa semana<br />

con mis amigos casados, Quique, Emilio y Álex, y había quedado para<br />

comer en casa de Álex y Alicia el sábado. La condición era rotunda:<br />

sólo con ellos. Aceptaron sin dudarlo, se habían dado cuenta de que<br />

algo raro ocurría y estaban intrigados.<br />

Iba conduciendo en dirección a Mas Camarena cuando sonó el<br />

móvil. Era Sonia. Descolgué con el manos libres.<br />

—Dime, Sonia.<br />

—¿Cómo vas? —me preguntó.<br />

—Voy hacia mi casa. Quería pasar por allí para echar un vistazo.<br />

Habíamos pactado que al volver a Valencia los fines de semana<br />

alternaríamos dónde quedarnos. Éste tocaba en la suya, en Orriols.<br />

—¿A qué hora pasarás a recogerme por casa de mis padres? —me<br />

preguntó.<br />

—En una hora, más o menos.<br />

—Vale. He quedado que saldríamos a cenar y tomar algo con unos<br />

amigos, y sabes que necesito como mínimo un par de horas para<br />

arreglarme. No te retrases.<br />

—¿Cómo? ¿Con quién hemos quedado? Podrías haberme<br />

preguntado. La verdad es que no estoy de humor para salir por ahí<br />

esta noche; además, sabes que mañana tenemos comida —le solté,<br />

en tono de reproche.<br />

23


—Mira Toni, he estado encerrada en un hotel durante cinco días,<br />

mientras tú te pasabas el día trabajando. Entiendo perfectamente que<br />

es tu obligación y no te he recriminado nada en toda la semana. Has<br />

vuelto todos los días más tarde de las diez de la noche, completamente<br />

reventado. Apenas hemos hablado. He dejado el trabajo, a mis amigos<br />

y a mi familia para irme a Madrid contigo y no me arrepiento, pero<br />

ahora te toca a ti hacer concesiones por mí, ¿comprendes? —dijo muy<br />

seria.<br />

Me quedé un segundo reflexionando. Tenía razón.<br />

—De acuerdo.<br />

Concesiones. Ese era el secreto. Tú me das, yo recibo y a la inversa.<br />

La balanza debe estar igualada. ¿Quién cojones era capaz de valorar el<br />

peso específico de cada gesto, de cada entrega? Licencias y renuncias.<br />

Qué fáciles resultaban algunas y qué imposibles eran muchas otras.<br />

Comenzaba con Sonia una nueva etapa. Hasta ese momento no me<br />

había dado cuenta. Las relaciones de pareja no eran mi fuerte o, por<br />

lo menos, nunca habían resultado como yo esperaba. Al principio<br />

parecía fácil, motivado por la conquista y el deseo, intentaba adoptar<br />

el papel protagonista y la seducción y el respeto eran las armas que<br />

mejor funcionaban. La interpretación era necesaria. Creía adivinar<br />

sus necesidades y anhelos e intentaba desplegar la magia necesaria<br />

para que las viesen reflejadas en mí. Era una venta, pura y dura, y<br />

era reciproca. El producto era cambiante y conforme avanzaba la<br />

transacción de cualidades y virtudes, se creaba una ilusión que<br />

albergaba más de lacónica y perecedera que de real. Daba lo mismo.<br />

El juego funcionaba y el momento importaba más que la dirección que<br />

se tomaba. La felicidad emocionaba de tal forma en ese proceso de<br />

descubrir que casi cegaba. Los pasos recorridos, uno a uno, parecían<br />

llevarte a lo que siempre habías buscado: una meta tan irreal y, al<br />

mismo tiempo, tan necesaria que una vez que creías poder alcanzarla,<br />

24


la entrega era tal que te veías obligado a perseguirla sin pensar. Pero<br />

eso era lo fácil. El enamoramiento, unido a la incesante búsqueda<br />

de sentirnos queridos y al instinto innato de amar, era el punto de<br />

partida de tantas y tantas decepciones.<br />

Después venía la cruda realidad. Podía seguir siendo perfecto.<br />

Almas gemelas capaces de unir sus vidas para siempre. Sin esfuerzo.<br />

Compartir ilusiones, enriquecerse mutuamente de una forma casi<br />

utópica. Pero, por lo general, la experiencia me decía que eso era<br />

prácticamente inalcanzable, por lo menos en mi caso. Tendría que<br />

comenzar el aprendizaje, el cual siempre era diferente. Conocer a tu<br />

pareja tal y como era en realidad, en estado puro, sin encantamientos<br />

ni mascaras, y eso requería tiempo. En algunos casos no era mucho, en<br />

otros era demasiado y en muchas ocasiones era eterno. Aun así, podía<br />

funcionar. Admiración, cariño y respeto eran los pilares necesarios.<br />

Pero eso no era suficiente. Tendría que haber concesiones y debían ser<br />

sinceras, sin reproches ni imposiciones. ¿Iba a ser capaz de renunciar<br />

a mi modo de vida por Sonia? Ella sí lo había hecho. Me alegraba<br />

de ello y, al mismo tiempo, me sentía culpable. ¿Qué había dado yo<br />

hasta ahora? Valoré mi lado de la balanza. Estaba vacío. Dependía<br />

únicamente de mí empezar a esforzarme por llenarlo, y sinceramente,<br />

no sabía si conseguiría hacerlo.<br />

Recogí a Sonia y nos dirigimos a su casa. Había quedado con tres<br />

amigas suyas y con el marido de una de ellas. Yo no les conocía, me<br />

dijo sus nombres y no pude retener ninguno. Ella estaba deseando<br />

presentarme en su círculo y yo lo evitaba desesperadamente. Sabía<br />

que me iba a sentir incómodo desde el principio, me observarían<br />

y estudiarían en un afán de proteccionismo y, la verdad, eso era lo<br />

último que me apetecía. Llegamos a Orriols y en apenas treinta<br />

minutos ya estaba preparado para la fatídica cena.<br />

25


Después de tener que dar el visto bueno a un sinfín de modelitos<br />

que Sonia se iba poniendo y quitando mientras yo la observaba con<br />

estoica paciencia, se decidió por un vestido corto, color burdeos, y<br />

unas sandalias a juego de mucho tacón. Estaba preciosa, pero no se<br />

lo dije; llevaba una hora esperándola y me pareció una muy buena<br />

forma de castigarla.<br />

El trayecto en el coche hasta el restaurante fue horroroso. No<br />

paraba de parlotear acerca de sus amigos. Parecía emocionada. Su<br />

mejor amiga, María, venía con su perfecto marido Robert, y luego<br />

estaban Inma y Anunciación. Hice un chiste al escuchar sus nombres<br />

que a Sonia no pareció gustarle. Me daba igual.<br />

Me tomé la cena como un puro trámite, quería que acabara cuanto<br />

antes. Llegamos al Mercado de Colón, metí el coche en el parking,<br />

subimos y entramos en el restaurante. Cómo no, llegábamos con<br />

casi media hora de retraso y sus amigos ya estaban allí, sentados<br />

en una mesa del fondo. Se levantaron todos al vernos llegar y las<br />

presentaciones duraron una eternidad.<br />

Por fin nos sentamos y comenzó el interrogatorio. Parecía que<br />

conocían todo sobre mí. Sonia se había encargado de ello. Después<br />

de media hora ya había ratificado todas sus afirmaciones acerca de<br />

mi vida y milagros, y la estrella y sus vírgenes amigas se pusieron a<br />

cotorrear sobre gente a la que yo no conocía. Me costó diez minutos<br />

y tres o cuatro monólogos dar con el único tema de conversación que<br />

parecía entretener al tal Robert: fútbol. El muy desgraciado se había<br />

traído a la cena los cascos para escuchar en directo el desarrollo del<br />

partido de esa noche. Me explicó no sé qué coño de que lo habían<br />

adelantado por la concentración de competiciones en las que<br />

participaba su equipo y siguió escuchando la radio mirándome como<br />

si en realidad me estuviese atendiendo. Agarré la botella de vino,<br />

serví mi copa hasta los topes y me la endiñé en el coleto de un trago.<br />

Volví a rellenarla y dejé la botella cerca. Iba a ser mi gran compañera<br />

esa noche. Miré las mesas de alrededor y me fijé en una que teníamos<br />

26


enfrente. Había cuatro jovencitas allí y, por un momento, me pareció<br />

que miraban y cuchicheaban entre risas. Una de ellas estaba contando<br />

algo y las otras tres atendían soltando miradas furtivas con disimulo.<br />

Me pareció reconocer a la cabecilla del cotilleo, pero no recordaba de<br />

qué. Perdí el interés cuando Sonia se dirigió a mí.<br />

—Estás muy callado… ¿Todo bien?<br />

—Estoy perfectamente. Robert es un tío fantástico. Tenemos<br />

muchísimas cosas en común, creo que hemos conectado de verdad, y<br />

tus amigas son estupendas —mentí.<br />

—¿Sabes cómo llamábamos a Sonia en el colegio? —preguntó una<br />

de las beatas, la más fea, soltando una risotada.<br />

—¡Si lo cuentas te mato! —chilló Sonia.<br />

—Eso no me lo pierdo. Ahora me lo cuentas, guapa —le dije,<br />

mientras me levantaba para ir al baño.<br />

Pasé por delante del grupito de mujeres que estaban en la mesa de<br />

enfrente y se quedaron las cuatro mirando con una enorme sonrisa<br />

en la cara. Avance unos metros y pude escuchar las risas de todas<br />

ellas a mi espalda. Estuve tentado de parar y dar la vuelta, pero la<br />

presión en la vejiga apremiaba y no quería ponerme a discutir con<br />

cuatro chatis borrachas mientras apretaba el abdomen y las piernas<br />

para no mearme encima.<br />

Entré en los aseos del local y alivié mi necesidad en el urinario<br />

más freudiano que jamás había visto: una especie de cascada de<br />

agua que corría sobre varios espejos en forma de cubo. Podía verme<br />

la chorra desde arriba, de frente y de lado; todo un invento para los<br />

adoradores del pene y para conseguir ponerte los zapatos perdidos<br />

de pis. Mientras limpiaba con el papel de manos las salpicaduras, oí<br />

cómo sonaba el móvil en el bolsillo de la americana. Había recibido<br />

un mensaje. Terminé de adecentar como pude mis mocasines de ante<br />

y lo leí: “¿No te acuerdas de mí?”. No tenía grabado ese teléfono en la<br />

memoria pero, sin duda, pertenecía a la muchacha que estaba en la<br />

mesa de enfrente utilizándome como comidilla para sus amigas. No<br />

27


contesté. Me lavé las manos en otro cubo de espejos más pequeño,<br />

apartando el cuerpo todo lo que daban mis brazos para no salpicarme<br />

también la camisa, y salí de los aseos en dirección al purgatorio.<br />

Mientras caminaba por el restaurante podía observar a Sonia<br />

y a sus amigas riendo sin parar y al marido perfecto concentrado<br />

en un punto indeterminado, con las manos apretadas a sus orejas.<br />

“Concesiones”, pensé, poniendo cara de gilipollas y acercándome<br />

poco a poco hacia mi asiento. Sonia y sus compañeras de cotilleo no<br />

paraban de reír y de beber. Estaban animadísimas y parecían disfrutar<br />

despellejando, literalmente, a un sinfín de ex compañeras del colegio.<br />

Yo también bebía, pero con otro propósito: intentar no escucharlas.<br />

Las chatis de enfrente habían dejado de mirar, excepto una, la más<br />

guapa de las cuatro, la que, sin duda, había enviado el mensaje. Era<br />

morena, de pelo liso y facciones bonitas, tenía los mofletes sonrosados<br />

y dos hoyuelos justo debajo que le daban un aspecto de niña buena<br />

al sonreír. Ese rasgo juvenil contrastaba con unas pestañas muy<br />

largas, que expresaban con la mirada todo lo contrario. No podía ver<br />

el color de sus ojos desde donde estaba, pero eran cautivadores. No<br />

dejaba de mirarme con esa preciosa sonrisa y ese semblante pícaro de<br />

complicidad. Sin embargo, yo aún no podía reconocerla. Me sonaba<br />

mucho su cara, sabía que en algún momento de mi vida había tenido<br />

algún tipo de confianza con ella, pero no era capaz de ponerle lugar<br />

ni fecha.<br />

Mi pareja y sus amigas seguían bebiendo y riendo. De vez en<br />

cuando me hacían participe de la conversación, sin conseguir de mí<br />

más monosílabos de los que me apetecía regalar. El partido de fútbol<br />

había concluido y Robert se unió a esa insoportable tómbola de<br />

chismorreo. Sonia era lista. Sabía que yo no lo estaba pasando bien<br />

y, sin embargo, no parecía importarle. De vez en cuando me miraba<br />

de soslayo y me lanzaba algún beso al aire como recompensa por mi<br />

aguante al aburrimiento. Yo ya empezaba a sentirme mareado, más<br />

28


por el exceso de vino que por las estridentes carcajadas que envolvían<br />

el ambiente.<br />

Vi cómo la morenita de enfrente se levantaba de su silla mirándome<br />

directamente a los ojos. Al incorporarse, pude observar que era alta<br />

y delgada. Llevaba un vestido negro muy corto; era bonito y muy<br />

sexy, con un hombro y prácticamente toda la espalda al descubierto.<br />

Podía adivinarse el contorno de una mujer joven, de unos veintitrés<br />

o veinticuatro años. Aun así, seguía sin ponerle nombre. Al girarse<br />

para dirigirse al baño, me pareció ver en su perfil algo familiar, pero<br />

no conseguí averiguar qué. Sin decir ni una sola palabra, me levanté<br />

y fui detrás de ella. Notaba los ojos de Sonia clavados a la espalda,<br />

aunque estaba seguro de que no se había dado cuenta de nuestro<br />

intercambio de miradas. Abrí la puerta que separaba el comedor de<br />

los aseos y no la vi. Entré en el de caballeros y estuve mirándome<br />

en el espejo durante un minuto más o menos, preguntándome qué<br />

demonios estaba haciendo. Cuando ya estaba dispuesto a renunciar a<br />

la curiosidad, salí al rellano de los cuartos de baño y la encontré allí,<br />

esperándome. Lucía una enorme y juguetona sonrisa, y me observaba<br />

como si estuviese disfrutando con mi confusión.<br />

—¿Quién eres? —le pregunté.<br />

—¿De verdad no me reconoces?<br />

—Hay algo en ti que me resulta familiar, pero te aseguro que estoy<br />

completamente perdido.<br />

—Te daré una pista. Llegué de Londres hace un par de meses. He<br />

estado estudiando allí la carrera.<br />

Seguía con su juego y parecía pasarlo en grande con ello. No estaba<br />

muy borracha, pero sí se le notaba bebida. Pensé que era demasiado<br />

joven para tratarse de alguna conocida de mi juventud. Lo cierto es<br />

que era una verdadera preciosidad.<br />

—Bueno qué… ¿Vas a decírmelo? —volví a preguntar.<br />

Comenzaba a dejarme llevar por su travesura.<br />

—Te cambio mi identidad por un beso —soltó, riéndose.<br />

29


—Eres muy atrevida… ¿No crees?<br />

—Es algo que quiero hace muuucho tiempo y ¿sabes qué?<br />

—¿…?<br />

—Siempre consigo lo que quiero —dijo con una seguridad que me<br />

pareció insultante.<br />

—Eso es absolutamente imposible. ¿Me lo vas a decir o no?<br />

—Ya sabes el precio —dijo, poniendo cara de niña buena.<br />

En ese momento se abrió la puerta que nos separaba del bullicio<br />

del restaurante y me sobresalté. Ella no pareció inmutarse. Entraba<br />

Sonia, interrogándome con la mirada.<br />

—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin quitarle la vista de encima a<br />

aquella chica traviesa.<br />

Me quedé en blanco. No sabía qué contestar. La morenita juguetona<br />

no pareció turbarse lo más mínimo con la mirada de desprecio de<br />

Sonia, y la observaba con indiferencia.<br />

—Yo te conozco —exclamó Sonia—, te he visto alguna vez en la<br />

oficina, en la compañía de seguros.<br />

En ese momento le puse un nombre y dos apellidos. Fue como una<br />

jarra de agua fría. No lo podía creer, se había convertido en toda una<br />

mujer. Era Esther, la hermana pequeña de Carlos.<br />

Salí como pude de aquella situación. Le expliqué a Sonia que<br />

había tropezado con ella al salir del baño, que su cara me sonaba<br />

de algo y que estaba intentando recordar de qué, justo cuando ella<br />

nos interrumpió. No pareció quedarse contenta con la explicación y<br />

seguramente, motivada por el descaro de aquella jovencita, estuvo de<br />

morros el resto de la cena.<br />

El restaurante iba vaciándose y las cuatro chicas de enfrente se<br />

levantaron entre risas. Se iban ya y yo, la verdad, me sentí aliviado.<br />

La situación resultaba demasiado tensa. Esther seguía observándome<br />

y sonriendo, haciendo caso omiso a las miradas amenazadoras de<br />

Sonia. Se dirigieron hacia la puerta del local y, justo antes de salir,<br />

30


la hermana de Carlos se giró hacia mí, hizo un gesto con la mano,<br />

acercándose el dedo meñique a la boca y pude leer en sus labios cómo<br />

decía una única palabra: “Llámame”.<br />

—¡Será zorra! —exclamó Sonia, que había entendido perfectamente<br />

el mensaje.<br />

Yo tuve que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada al ver<br />

cómo el atrevimiento de aquella muchacha desencajaba la cara de mi<br />

acompañante.<br />

Esa noche terminó como no podía ser de otra manera. Nos<br />

despedimos de los amigos de Sonia y nos fuimos a casa. Pasamos<br />

el trayecto de coche discutiendo. Ella me acusaba de haber estado<br />

flirteando con Esther, mientras yo me defendía reprochándole la falta<br />

de atención que había recibido durante la cena. Los dos habíamos<br />

bebido más de la cuenta y el volumen de la discusión se elevó más de<br />

lo que me hubiese gustado. Al fin y al cabo, yo no había hecho nada<br />

malo. Los celos sacaban lo peor de Sonia y eso, unido a la descortesía<br />

por parte de sus amigos, me irritó. Era nuestra primera discusión.<br />

Llegamos a casa, nos desnudamos y nos metimos en la cama sin<br />

ni siquiera rozarnos. El orgullo no nos permitió, a ninguno de los dos,<br />

decir ni una sola palabra desde que bajamos del coche.<br />

31


2. Alerta IP<br />

El sábado me desperté completamente excitado. No sabía cuánto<br />

tiempo llevaba Sonia acariciándome con dulzura los hombros, el<br />

pecho y el abdomen. El roce de las yemas de sus dedos recorriendo mi<br />

piel era ardiente y efusivo. Buscó con sus manos la tremenda erección<br />

matutina que ensanchaba el holgado calzoncillo de algodón que<br />

cubría mi entrepierna, y acercando su boca con decisión, comenzó<br />

a lamerla muy suavemente. Podía sentir cómo su cuerpo desnudo,<br />

oculto bajo las sábanas, desprendía un calor que me sobrecogió. La<br />

persiana, mal cerrada, dejaba entrar los rayos de sol de la mañana lo<br />

suficiente como para vislumbrar una silueta que se alzaba a la altura<br />

de mi cintura. Cuando tuve conciencia de lo que estaba ocurriendo,<br />

agarré con fuerza la tela que la cubría y tiré de ella. Quería verla,<br />

descubrirla en su perversión. Llevaba el pelo recogido en una coleta<br />

y pude ver cómo me miraba mientras agarraba el miembro erecto<br />

con una mano, lo colocaba en la posición idónea y lo introducía muy<br />

despacio en su boca. El calor que sentí al notar cómo la saliva lubricaba<br />

perfectamente sus labios me hizo estremecer de placer. El empeño y<br />

rigor con el que manipulaba mi deseo era digno de asombro. Lo hacía<br />

sin dejar de mirarme a los ojos. Podía ver en la expresión de mi rostro<br />

cómo me acercaba al éxtasis y controlaba el ritmo acompasando mis<br />

32


gemidos. Notaba cómo su mirada desprendía un fuego que abrasaba.<br />

Sus dos enormes pechos, firmes y redondeados, pendían de su torso,<br />

acompañando el movimiento de su boca y de sus manos. Intenté<br />

retener en la memoria ese enfoque antes de cerrar los ojos y dejarme<br />

llevar. El control era únicamente suyo. El orgasmo me sobrevino<br />

eliminando parte de los sentidos y acentuando otros en un torrente de<br />

emociones que se concentraron en un breve instante de tiempo. Tardé<br />

casi un minuto en reponerme y recuperar el control del cuerpo, y pude<br />

ver cómo Sonia esperaba mis palabras.<br />

—Buenos días, Sonia.<br />

—Buenos días, Toni.<br />

Me miraba como si estuviese a punto de decir algo realmente<br />

importante.<br />

—No me gustó como acabó ayer el día —dijo, muy seria.<br />

—A mí tampoco.<br />

—No quiero que volvamos a discutir nunca más —añadió, igual de<br />

seria.<br />

—Vale.<br />

—Y no quiero que mires a otras mujeres. Si necesitas algo, lo que<br />

sea, pídemelo a mí… ¿De acuerdo?<br />

—De acuerdo.<br />

Se incorporó, me dio un beso en la mejilla y deslizó su precioso<br />

cuerpo desnudo hacia el baño.<br />

Fuimos directamente a Valterna, a casa de Alicia y Álex. Había<br />

meditado mucho acerca de cómo iba a explicar a mis amigos el<br />

porqué de haber repudiado a Carlos, Angelito y Fran. No pretendía<br />

contarles lo que habían hecho. Simplemente quería pasar con ellos un<br />

día agradable y olvidarme de las penas y decepciones de los últimos<br />

meses. Sabía que intentarían averiguarlo, pero prefería esperar a ver<br />

cuál era la versión que recibían de ellos. Seguramente intentarían<br />

33


desprestigiarme. Carlos ya lo había hecho y con éxito con el inspector<br />

Martínez. Era manipulador y muy listo, y yo estaba deseoso de<br />

escuchar de voz de mis amigos las excusas y pretextos que inventaban<br />

con respecto a nuestro distanciamiento.<br />

Nos abrió la puerta Álex y nada más verme Rubén, su hijo, vino<br />

corriendo y se me abalanzó en un abrazo. ¡Dios! ¡Cómo quería a ese<br />

niño! Le ayudé a desenvolver un regalo que le había llevado mientras<br />

Álex saludaba a Sonia. Alicia salió de la cocina, y después de soltarme<br />

un sonoro beso en la mejilla y mirarme con complicidad, agarró a mi<br />

acompañante y se la llevó, dejándome a solas con Álex.<br />

—¿Cómo estás? —me preguntó, con cara de preocupación.<br />

—Estoy bien… De verdad, irme a Madrid me ha liberado de una<br />

carga muy pesada.<br />

—¿Qué está pasando, Toni? —me preguntó confuso y añadió—<br />

Hace días que no sabemos nada de Carlos y Angelito, tú no quieres<br />

ni verles, Fran dice que la cagó y que ahora no le coges el teléfono.<br />

No nos ha querido contar nada. Está hecho polvo, ¿sabes? Deberías<br />

hablar con él. Siempre ha sido tu mejor amigo.<br />

—Mira Álex, he venido porque quería pasar un día agradable con<br />

vosotros. Sé que es extraño mi comportamiento, pero te aseguro que<br />

está absolutamente justificado. No son dignos de mi amistad y no<br />

pienso perdonarles. Lo siento, es lo que hay. Para mí ya no existen.<br />

Silencio.<br />

—Vale. Quiero que sepas entonces que, tanto Alicia como yo,<br />

estaremos siempre de tu lado. Te queremos y no nos gustaría que te<br />

alejases también de nosotros.<br />

—Gracias. No tienes ni idea de lo mucho que significa eso para mí<br />

en estos momentos.<br />

Nos miramos fijamente a los ojos durante unos segundos y nos<br />

dimos un fuerte abrazo.<br />

34


La amistad es un sentimiento curioso, puedes alimentarlo a diario<br />

o dejarlo latente durante años. No eres consciente de cuándo y por qué<br />

se crearon los vínculos del cariño, se olvidan los motivos, desaparece<br />

la conexión y las ilusiones compartidas perecen; sin embargo, el<br />

sentimiento perdura en el tiempo de una forma inexplicable. Un único<br />

gesto, un abrazo, una muestra de apego, de apoyo o una mirada sincera<br />

apretaban de nuevo los lazos que pensabas extinguidos. El orgullo y el<br />

despecho podían ocultarlo, la traición incluso parecía borrarlo, pero<br />

si los cimientos eran sólidos duraba de por vida. Quizá por eso no<br />

conseguía odiar a mis amigos. Les apartaba, eso sí, pero no les odiaba.<br />

Ahora me aferraba a las amistades que menos había cuidado en los<br />

últimos meses y ellos me acogían de forma desinteresada y sincera. Mi<br />

vida había sido un constante ir y venir de situaciones y circunstancias<br />

que me habían hecho recorrer un camino incierto. El destino deseado<br />

lo marcaban las decisiones tomadas y, por supuesto, el azar. Las<br />

decisiones dependían de mí mismo, mientras que la suerte dependía<br />

de otros. Y yo no había tenido mucha suerte últimamente, pero podía<br />

intuir que eso iba a cambiar. El abrazo de uno de mis amigos me<br />

regalaba esa esperanza.<br />

Quique, Emilio, mujeres y carritos llegaron más tarde. Conseguí<br />

evitar su curiosidad y pasamos una velada estupenda.<br />

Antes de irnos, mientras Sonia se despedía de sus nuevas<br />

confidentes, los chicos me acorralaron en la cocina.<br />

—No tengo ni idea de lo que ha pasado entre Ángel y tú, pero<br />

deberías tener cuidado —dijo Emilio.<br />

—¿A qué te refieres?<br />

—Verás, hace unas semanas Angelito me pidió que le hiciese<br />

un favor. Vino a verme al trabajo, quería saber el propietario de un<br />

vehículo. Me dio la matrícula, busqué en la base de datos y le di la<br />

información.<br />

35


Emilio era funcionario, trabajaba en el Ayuntamiento y gestionaba<br />

los cobros del impuesto de circulación.<br />

—Bueno, ¿qué tiene eso de raro? Quería comprarse un coche,<br />

¿recuerdas? Igual vio uno que le gustaba y quiso averiguar de quién<br />

era.<br />

—Eso pensé yo, hasta ayer por la tarde —contestó, sacando del<br />

bolsillo una página de periódico perfectamente doblada. La desplegó<br />

y me la puso delante.<br />

Era la cabecera de la sección de sucesos del diario local de mayor<br />

tirada; en él aparecía la fotografía de un BMW 335 XD coupé gris<br />

plomo con más agujeros en la carrocería que un queso gruyer. El<br />

artículo describía cómo habían encontrado a un hombre blanco, de<br />

unos cuarenta años, cosido a balazos en el interior de su coche. Había<br />

aparecido en el cauce del río a la altura del Bioparc el pasado jueves.<br />

Recordé que el inspector Martínez mencionó en nuestra peculiar<br />

reunión del día anterior ese suceso. Miré a Emilio directamente a los<br />

ojos y le pregunté:<br />

—¿Y se puede saber qué tiene esto que ver con Angelito?<br />

—Mira la matrícula.<br />

Se veían perfectamente los números y letras en la parte trasera<br />

del coche. La leí en voz alta y le interrogué con la mirada, intentando<br />

adivinar cuál era su preocupación.<br />

—Adivina qué matrícula me pidió Ángel que le buscara en la base<br />

de datos.<br />

—¡No me jodas! —exclamé.<br />

—Como ya te he dicho, no tengo ni puñetera idea de lo que ha<br />

pasado entre vosotros y, la verdad, no quiero saberlo; imagino que<br />

tendrá que ver con algo referente a la muerte de Dani. Lo que sí sé<br />

es que esto no puede ser una casualidad —dijo señalando la hoja de<br />

periódico que tenía entre mis manos.<br />

—¿Recuerdas el nombre del propietario?<br />

—Estaba registrado a nombre de una sociedad: Alerta IP, S.L.<br />

36


—¿Apuntaste la dirección? —le pregunté, esperanzado.<br />

—No, pero recuerdo que estaba en la calle Literato Azorín.<br />

—Deberíamos ir a la policía —añadió Álex, con la cara desencajada.<br />

Él también recibía esa noticia al mismo tiempo que yo.<br />

Me miraban los tres esperando una reacción. Yo le daba vueltas a la<br />

revelación que acababa de recibir y no sabía cómo actuar al respecto.<br />

Finalmente, después de meditarlo unos segundos, contesté irritado:<br />

—No sé vosotros, pero yo ya estoy más que harto de toda esta<br />

historia; si pensáis hacer algo, allá vosotros, pero a mí dejadme<br />

tranquilo. No quiero saber nada más de crímenes ni de criminales. Ya<br />

he tenido bastante emoción en estos últimos meses.<br />

—¿Tan grave es lo que han hecho? —preguntó Quique.<br />

—Que os lo cuenten ellos, aunque yo de vosotros preferiría no<br />

saberlo.<br />

Di por zanjada la conversación, me despedí como pude y me dirigí<br />

a Sonia.<br />

—¿Nos vamos?<br />

37


3. El jefe<br />

Era impresionante lo fácil que había resultado ponerme al día. A las<br />

dos semanas de llegar a Madrid conocía perfectamente cuáles eran mis<br />

deberes y obligaciones dentro del escaso, pero muy selecto equipo de<br />

trabajo que formábamos en la Delegación de “desastres sin remedio”<br />

del Banco de la Hispanidad. Así era como se conocía entre bastidores<br />

a la fatídica sección de suelos urbanizables de una de las entidades de<br />

crédito que más porcentaje de riesgo había asumido con la financiación<br />

a promotores inmobiliarios. Después de cesar a varios altos cargos<br />

de la financiera, no sin antes retribuirlos con una millonada por los<br />

servicios prestados, se había creado el departamento del que yo ahora<br />

formaba parte como máximo responsable en la zona de Levante. En<br />

apenas unos días, ya llevaba un ritmo de trabajo frenético. Tenía mi<br />

despacho en la décima planta del edificio que acogía la sede de la<br />

compañía, ubicada en plena Castellana, a tan sólo unos cientos de<br />

metros del hotel Westin Palace. Precisamente, en dicho hotel estaba<br />

viviendo temporalmente con Sonia, a la espera de que me asignaran<br />

una residencia fija.<br />

Raúl Sastre era mi compañero directo; él se ocupaba de la zona<br />

centro y él me había conseguido el puesto. Los dos, junto con tres<br />

38


compañeros más, dependíamos del señor García, un cincuentón<br />

rechoncho y barbudo que provenía del área de riesgos. Su fama le<br />

precedía fuera y dentro de la entidad. Era implacable, tenía muy<br />

mala leche y nadie se atrevía siquiera a llamarle por su nombre de<br />

pila. Alardeaba de su mala costumbre de ordenar en lugar de pedir y<br />

parecía que no tuviese familia, o por lo menos le importaba bien poco.<br />

En cualquier momento te hacía subir en su BMW X5 para no regresar<br />

a la oficina en dos o tres días.<br />

—¿Señor Bataller? —dijo, asomando su enorme tripa por la puerta<br />

de mi despacho.<br />

—Sí —contesté.<br />

—Termine con lo que esté haciendo. En una hora salimos hacia<br />

Valencia.<br />

—Tengo una reunión con los asociados en cuarenta y cinco<br />

minutos. La estaba preparando —me excusé.<br />

—Anúlela —ordenó.<br />

—Bien.<br />

Llamé a los dos individuos con los que tenía que reunirme y les<br />

expliqué las nuevas órdenes de García. Estaban ya viniendo hacia la<br />

reunión y se encontraban en pleno atasco por Arturo Soria. Aun así,<br />

en lugar de molestarse por el plantón, me dieron el pésame y, entre<br />

carcajadas, me desearon buena suerte.<br />

En cuanto colgué, marqué el número de Sonia.<br />

—¡Qué sorpresa! —exclamó.<br />

“Sorpresa la que te voy a dar”, pensé.<br />

—¿Qué haces? —le pregunté, con dulzura.<br />

—Nada de nada. He tenido una entrevista de trabajo esta mañana<br />

y ahora estoy en el hotel, rehaciendo mi currículum y esperando a<br />

que mi maravilloso hombre vuelva conmigo. He reservado mesa para<br />

cenar en un japonés. Será fantástico. Hoy hace tres meses que nos<br />

conocimos —dijo, ilusionada.<br />

39


¿Cómo podía llevar la cuenta de eso? Era increíble cómo pasaba el<br />

tiempo y lo rápido que habíamos ido.<br />

—No va a poder ser, Sonia. Lo siento. Mi jefe quiere que salgamos<br />

en una hora hacia Valencia.<br />

El silencio acentuaba aún más el sentimiento de culpa. ¿Qué podía<br />

hacer? No iba a plantarle cara a mi superior cuando sólo llevaba un<br />

par de semanas trabajando en aquella compañía. Estaba seguro de<br />

que García me estaba poniendo a prueba. Raúl ya me había advertido.<br />

Me dijo que el puesto le estaba costando el matrimonio, pero que,<br />

hoy por hoy, tocaba tragar. No abundaban los empleos como ese, de<br />

responsabilidad y bien retribuidos. Había que estar a las duras y a<br />

las maduras. Yo lo sabía bien. Antes de entrar allí había pasado ocho<br />

meses deseando exactamente lo que ahora tenía. De todos modos,<br />

Sonia no merecía pasar por eso.<br />

—Son las tres de la tarde… ¡Vas a volver tardísimo! —soltó<br />

malhumorada.<br />

—Tampoco sé cuándo vuelvo. Imagino que mañana —dije en un<br />

tono de disculpa que no supe templar.<br />

—¿Cómooo? No me lo puedo creer. ¿Qué clase de trabajo tienes?<br />

¿Tú te crees que puedes llamarme, decirme lo que me estás diciendo<br />

y quedarte tan tranquilo? Empiezo a estar harta, ¿sabes? No hago más<br />

que hacer cosas por ti, renunciando a todo y tú me vienes con ésas.<br />

Su tono de voz se elevaba conforme iba entrando en calor el<br />

reproche.<br />

—Lo siento, Sonia. Te lo compensaré. Seguro. Pero no puedo hacer<br />

nada por evitarlo. Mi jefe es un auténtico cabronazo y sabes que estoy<br />

a prueba. ¿Qué quieres que haga? Decirle que no, ¿eh? ¿Qué hago?<br />

—Pues le mandas a mamar y nos volvemos a Valencia, ¿entiendes?<br />

No voy a permitir que un tío abusador e irrespetuoso hipoteque<br />

nuestras vidas —sentenció.<br />

—Venga, tranquilízate —le dije en voz baja, intentando contenerla.<br />

40


—Y para colmo de los colmos, este sábado me toca tragarme la<br />

boda de tu queridísima amiguita Marta.<br />

—Bueno Sonia, ya hablaremos cuando vuelva, ¿te parece? Tengo<br />

que irme.<br />

Colgó.<br />

A los sesenta minutos exactos de su primera aparición en el marco<br />

de la puerta de mi despacho, el señor García, su tripa, su barba y su<br />

cara de gilipollas estaban de nuevo allí, dispuestos a partir rumbo a mi<br />

tierra sin una fecha exacta de retorno. Llevaba un maletín, un portátil<br />

y una pequeña bolsa de viaje donde, sin duda, tenía preparada una<br />

muda para el día siguiente.<br />

—Señor Bataller, a partir de ahora, siempre debe tener preparado<br />

en su despacho algo de ropa y un neceser, por si las circunstancias le<br />

obligaran a emprender algún viaje importante. En mi departamento<br />

no existen las excusas, si hay algo que se debe hacer, se hace. Imagino<br />

que el señor Sastre ya le habrá informado de mis métodos de trabajo.<br />

Quiero que sepa que, siendo mi subordinado, va a tener usted que<br />

ganarse cada uno de los cuatro mil euros que le pagaremos al mes,<br />

¿me entiende? No crea que le hemos contratado por su experiencia en<br />

el sector. Hágase a la idea de que, tal y como están las cosas, su bagaje<br />

no sirve de mucho. Hoy por hoy, es más importante echarle horas y ser<br />

listo que toda la formación que haya usted adquirido en los últimos<br />

seis años. Le contraté porque me contó que estaba usted dispuesto<br />

a todo y, además, me dijo que no tenía familia; así que ahora no me<br />

falle. No soy de los que dan segundas oportunidades, ¿está claro?<br />

—Nítido —contesté.<br />

Salimos del edificio y no cruzamos ni una sola palabra hasta<br />

que llegamos a Atocha, cargamos gasolina y emprendimos las<br />

41


tres horas más soporíferas de autopista A-3 que yo había recorrido<br />

nunca. Aquel tipo, mi jefe, era completamente insufrible. Irreverente<br />

y despreciable, juzgaba cada una de mis palabras con altanería y<br />

arrogancia. El supuesto centro del Universo estaba sentado a mi lado,<br />

dando lecciones y procurando amenazas.<br />

Me explicó que primero visitaríamos unos terrenos en la zona<br />

norte de Valencia y que al día siguiente tendríamos una reunión<br />

con el técnico municipal del Ayuntamiento. Algún iluminado había<br />

proyectado en su día un campo de golf de dieciocho hoyos en un<br />

municipio apartado de todo, con malos accesos y sin ningún tipo de<br />

servicios. El programa contemplaba la construcción de mil doscientas<br />

viviendas unifamiliares en un término en el que apenas vivían diez<br />

mil personas. Dos millones de metros cuadrados de algarrobos y<br />

olivos centenarios que ahora pasaban a formar parte del patrimonio<br />

de nuestra entidad.<br />

Llegamos a las seis y media de la tarde. Aún nos quedaban unas<br />

dos horas de luz. Paramos frente a un enorme portalón de hierro<br />

que impedía el acceso a la finca. García rebuscó entre un millón de<br />

llaves que tenía en la guantera hasta que, por fin, encontró la que<br />

correspondía al viejo y oxidado candado que la mantenía cerrada. Me<br />

la dio y esperó sin decir nada a que me apeara del vehículo y abriera<br />

la puerta. Lo hice y seguimos adelante. Aparcamos su todoterreno<br />

en una colina inhóspita en la cual acababa el camino pedregoso y<br />

descuidado que constituía el único acceso a aquel enorme montón<br />

de tierra perdido en la nada, y bajamos del coche. Desplegamos un<br />

plano e intentamos buscar las referencias en la orografía del lugar<br />

que delimitaran la valiosa posesión recién adquirida del Banco de la<br />

Hispanidad.<br />

Sonó el teléfono de García y lo cogió, era el presidente de la<br />

compañía. Antes de hacerlo me pidió que me perdiera. Al parecer<br />

no quería que me enterase de nada de la conversación. Intuí que era<br />

para largo y me puse a pasear por aquel cerro perdido en la montaña.<br />

42


Caminé durante al menos los veinte minutos que ya duraba aquella<br />

llamada telefónica hasta llegar a un lugar en el cual se abría una<br />

enorme grieta en el terreno. Por muy poco no acabé despeñado por<br />

aquel enorme agujero que se abría en la tierra como si se tratara de<br />

una meticulosa trampa natural para cualquier ser vivo despistado. No<br />

podía verse el fondo. Lancé una piedra y el ruido al caer me confirmó<br />

que la caída sería de al menos quince metros. “Si alguien se cae aquí<br />

no le encuentran hasta la próxima glaciación”, pensé.<br />

Emprendí el camino de retorno hasta el coche, todavía con el susto<br />

en el cuerpo. Cuando llegué, García aún conversaba por teléfono.<br />

Pude advertir que su tono de voz era distinto. Ya no hablaba con el<br />

presidente. Estaba despidiéndose de su mujer y pude escuchar cómo<br />

preguntaba con cariño por sus hijos. Por primera vez en todo el día<br />

advertí en él un pequeño rasgo de humanidad. Colgó y me explicó<br />

que cuando llegásemos a Valencia buscaríamos un hotel y él se iría<br />

a otra reunión. Salimos de la finca; mismo movimiento: bajé, cerré el<br />

portalón y volví al todoterreno. Cuando iba a devolverle la llave, me<br />

soltó con cierto tono de desprecio:<br />

—Bataller, ahora es responsabilidad suya, no la pierda.<br />

Salimos de aquel municipio sin decir una palabra más.<br />

Yo pensé que lo mejor era que me dejase en casa, aunque caí en<br />

la cuenta de que para eso tenía que avisar antes a mis padres para<br />

recoger las llaves y éstos se encontraban de viaje. Al final reservamos<br />

dos habitaciones dobles para uso individual en el hotel Hilton.<br />

Eran las nueve y media de la noche. Me duché y volví a enfundarme<br />

el mismo equipaje que llevaba puesto desde por la mañana. Estaba en<br />

mi ciudad y, sin embargo, no sabía qué hacer ni dónde ir. Hice un<br />

recuento de las personas con las que sabía que podría quedar para<br />

cenar y ninguna me pareció oportuna. Sonia no me cogía el móvil,<br />

debía seguir enfadada. ¿Qué culpa tenía yo? ¿Qué hacer en estos casos?<br />

43


Olvidé por un momento las desavenencias con mi pareja y concentré<br />

todos los pensamientos en dónde ir a cenar. Recordé una taberna<br />

que estaba en el barrio de Ruzafa. Era uno de los sitios favoritos de<br />

Marta. Le encantaba que fuésemos allí cuando quedábamos todos los<br />

amigos de la facultad; de eso hacía ya muchos años. Pedí un taxi en la<br />

recepción del hotel y esperé en la puerta a que llegase.<br />

—¿A dónde?<br />

—A la calle Antiguo Reino de Valencia. ¡No! Espere… Al principio<br />

de Literato Azorín.<br />

Me vino a la memoria la conversación que tuve con Emilio. Ya que<br />

iba a estar por la zona, ¿por qué no echar un vistazo?<br />

El taxi me llevó donde le había pedido. Bajé y comencé a caminar<br />

por la calle buscando en cada portal letreros atornillados a las<br />

fachadas. Era jueves, ese barrio últimamente se estaba regenerando<br />

mucho y en la calle había movimiento. Grupos de jóvenes entraban<br />

y salían de los muchos restaurantes que inundaban la zona. Cuando<br />

llegué al cruce con la calle Sueca, me fijé en el único portal que tenía<br />

varios carteles en la entrada. Allí estaba: “Alerta. Investigadores<br />

Privados”. ¿Qué narices tenía que ver Angelito con una agencia de<br />

detectives? Memoricé la dirección exacta y puse rumbo a la taberna<br />

que había elegido para cenar esa noche. Estaba a reventar y tuve que<br />

esperar para encontrar un hueco. Nada más entrar no pude evitar los<br />

recuerdos. ¡Cómo la quería! ¡Y cuánto la echaba de menos!<br />

“ Get up, stand up”. Sonó el móvil. Era Sonia. Lo cogí.<br />

—Sonia, te he llamado varias veces y no contestabas —dije nada<br />

más descolgar.<br />

Ella seguía en silencio. Estaba sentado en la barra y aún no había<br />

pedido nada. El bullicio de una mesa de chicas que tenía detrás me<br />

obligaba a taparme un oído para poder escuchar.<br />

—¿Sonia? ¿Me oyes? —volví a preguntar.<br />

44


—¿Dónde estás? —habló al fin.<br />

Le expliqué casi chillando dónde me encontraba. El alboroto de<br />

la pequeña taberna era ensordecedor. Podía levantarme y salir fuera,<br />

pero no quería perder el sitio que tanto me había costado conseguir.<br />

—¿Con quién estás? —preguntó muy seria.<br />

—Estoy solo —contesté.<br />

—¿De verdad piensas que voy a tragarme que has salido a cenar tú<br />

solo? ¿Crees que soy tonta o qué?<br />

—No creo que seas tonta —chillé para que pudiese oírme.<br />

—¿Por qué no has cenado en casa?<br />

El interrogatorio era cada vez más inquisitivo.<br />

—No tengo las llaves. He cogido una habitación en el Hilton.<br />

—¿Cómo has dicho? ¿Me estás diciendo que estás hospedado en<br />

un hotel y que te has ido a cenar tú solo a la otra punta de la ciudad, y<br />

pretendes que me lo crea? Mira, no sé con quién estás, pero, por favor,<br />

a mí no me tomes el pelo, ¿está claro?<br />

Empezaba a molestarme todo aquello.<br />

—¿Por qué no dejas de decir tonterías, Sonia? —solté con un tono<br />

ya de irritación.<br />

—A mí no me hables así, ¿pero tú… qué te has creído? ¿Acaso<br />

piensas que puedes torearme? ¿Crees que…?<br />

Colgué.<br />

Disfruté de unas jugosas habitas con jamón, unas croquetas de<br />

bacalao caseras, unas anchoas enormes, carnosas y sin una sola<br />

espina y, por último, un secreto ibérico trinchado con patatas y<br />

pimientos de padrón. Todo ello regado con una botella de un vino<br />

tinto de la Ribera del Duero excelente: un Pesquera.<br />

Olvidé mi disputa con Sonia y comencé a darle vueltas al coco<br />

acerca de la muerte acribillado a balazos de un detective privado y<br />

45


de cuál podría ser la conexión de ese crimen con Angelito. No pude<br />

encajar ninguna pieza y lo dejé estar.<br />

Salí de la taberna con casi la botella entera de vino en el cuerpo.<br />

No quería regresar al hotel. La temperatura era buena, el mes de julio<br />

había llegado sin avisar y la gente paseaba por la calle. Deambulé<br />

por el barrio hasta que me encontré a mí mismo subido en un taxi en<br />

dirección a la playa. Sabía que en verano el ambiente se concentraba<br />

precisamente allí. Buscaba desesperado que la gente, la música y el<br />

alcohol me ayudasen a olvidar decisiones que, sin duda, tenía que<br />

tomar, y cuanto antes mejor. Pedí al taxista que me llevase al garito<br />

más de moda. Se encontraba en el interior de la zona portuaria. Era<br />

un local abierto con mucha terraza. La música chill out, las luces<br />

indirectas y la brisa del mar ambientaban la noche valenciana con un<br />

toque ibicenco que despertaba en mí gratos recuerdos. Miré el reloj:<br />

aún no eran las doce y ya estaba a reventar de gente. La temperatura<br />

seguía constante, incluso hacía calor. Me quité la chaqueta del traje<br />

azul marino de Zegna que llevaba puesta y me dirigí a una de las<br />

muchas barras que había para pedir una copa. Hacía mucho tiempo<br />

que no salía solo y me sentí fuera de lugar. Una camarera operadísima,<br />

broceadísima y subidísima me sirvió un gin-tonic de Bombay Shafire<br />

preparado en una copa de balón y con una filigrana de piel de limón.<br />

Lo probé. Estaba rico. Lo pagué; me costó doce euros. Ya no estaba<br />

tan rico. Apoyé mi espalda en aquella barra y me puse a observar a la<br />

gente. Reconocí enseguida a varios trajeaos en mi misma situación,<br />

solos, descargando su peso en algún sitio firme, escondiéndose detrás<br />

de una copa y deleitándose a base de piernas, escotes y traseros<br />

mientras dejaban volar su imaginación. Noté cómo mi móvil vibraba<br />

en el bolsillo del pantalón. Lo saqué y miré quién llamaba. Era Sonia<br />

de nuevo. Dudé en cogerlo. Sabía que si lo hacía empeoraría aún más<br />

la situación. Ya daba lo mismo. El alcohol corría por mis venas y creí<br />

poder afrontarlo. Descolgué.<br />

—¿Sí?<br />

46


Silencio.<br />

—¿Sonia? ¿Estás ahí? —chillé para que me oyera.<br />

—¿Dónde estás? ¿Pensabas llamarme? —preguntó, colérica.<br />

Era consciente de que podía escuchar perfectamente la música del<br />

garito.<br />

—Estoy en el puerto, tomando una copa.<br />

—¿Cómo dices? ¿Sabes una cosa? ¡Que te den! Eres un gilipollas.<br />

Colgó.<br />

Terminé hasta la última gota. Eran las dos de la madrugada y ya iba<br />

siendo hora de irme a dormir. El gin-tonic y la última llamada telefónica<br />

me habían dejado un sabor irreparablemente amargo en la boca. Estaba<br />

confuso, desorientado gracias al alcohol y culpable gracias a Sonia.<br />

Apenas había prestado atención al constante movimiento nocturno<br />

que me rodeaba. Los pensamientos me mantuvieron inmerso en una<br />

burbuja hermética e impenetrable. Liberé como pude la opresión<br />

producida por el exceso de preocupaciones e hice un reconocimiento<br />

visual del perímetro del local antes de marcharme. Las nauseas me<br />

abordaron. Una imagen patética cruzaba todo el diámetro del garito<br />

y se estampaba en mis ojos con aversión. Al fondo, en la barra más<br />

alejada, dentro de lo que parecía una improvisada zona VIP, y sentado<br />

detrás de una cubitera con dos botellas de champán vacías y boca<br />

abajo, estaba la tripa, la barba y la jodida cara de gilipollas de García.<br />

Mi jefe. El precusor de mis broncas telefónicas de esa jornada. Y el<br />

muy cabrón no estaba solo. Podrían ser sus sobrinas, aunque no<br />

era probable. Aquellas dos jovencitas semidesnudas agarraban y<br />

besuqueaban al máximo responsable de mi departamento mientras<br />

éste les devolvía los cariños con apretones varios en nalgas y pechos.<br />

Las risas descontroladas de aquel peculiar trío podían percibirse<br />

desde cualquier ángulo del local. El espectáculo era bochornoso<br />

aunque, increíblemente, parecía que a nadie llamara la atención<br />

47


semejante cuadro. No pude evitar recordar cómo unas horas antes<br />

hablaba con su mujer con dulzura. ¡Valiente cabronazo! Yo no era muy<br />

dado a juzgar; todo lo contrario. Normalmente hubiese soltado una<br />

carcajada al verle, acompañada por un “olé, campeón”, pero cuando<br />

eres un auténtico imbécil y, además, te pavoneas de ello, no lo dudes,<br />

te estarán esperando. Me acerqué lo más que pude, ocultándome<br />

entre los numerosos grupos de gente, apunté cuando creí que el<br />

enfoque era bueno y disparé con la cámara del móvil. Comprobé la<br />

calidad de la instantánea y ahora sí, solté una carcajada. Aproveché<br />

un achuchón depravado y baboso que García le brindó a una de las<br />

muchachas para inmortalizar el momento, grabando también un<br />

video. Por un momento me pareció que una de las chicas me había<br />

pillado en el improvisado papel de paparazzi y me miraba intrigada.<br />

Me hice el despistado, dirigiéndome hacia la salida del garito, guardé<br />

mi trofeo en la tarjeta de memoria y me fui al hotel con una sonrisa<br />

en la cara.<br />

El taxi me dejó en la puerta del Hilton, entré y pasé por el hall<br />

sin necesidad de saludar a nadie. El mostrador de la recepción<br />

estaba vacío. Agradecí que no hubiese testigos de los movimientos<br />

descontrolados que el vino y la ginebra me provocaban al andar.<br />

A la mañana siguiente, el servicio despertador del hotel me arrolló<br />

como si de un tráiler se tratara. Tenía resaca y lo último que me<br />

apetecía era el reencuentro con García. Me costó más de lo habitual en<br />

las últimas semanas ponerme en marcha. Una ducha fría y apurar los<br />

tres botellines de agua que había en el mueble bar repararon parte de<br />

mi malestar general. Después de vestirme, bajé al comedor del hotel<br />

en busca de algún analgésico para contrarrestar el dolor de cabeza y<br />

mezclarlo con algo sólido para desatascar las tuberías. Eran las ocho<br />

y media de la mañana. Aún me quedaban treinta minutos de paz antes<br />

de que mi apreciado jefe apareciera para castigarme con su compañía.<br />

48


No tenía por costumbre desayunar fuerte, norma que me saltaba con<br />

alevosía siempre que me tocaba pernoctar en un hotel. Devoré unos<br />

huevos revueltos con bacón, tres zumos de naranja y seiscientos<br />

gramos de ibuprofeno, y ya estaba preparado para afrontar el día con<br />

energía. Busqué la prensa y me dirigí al hall. Sonó el móvil.<br />

—¿Sí?<br />

—Señor Bataller, soy García. Se me ha complicado la mañana.<br />

Tengo una reunión de urgencia. Tendrá que acudir usted solo a la cita<br />

con el técnico. Ya sabe cuál es nuestro objetivo. No me decepcione.<br />

¿Está claro?<br />

—Cristalino —contesté.<br />

—Nos vemos aquí en el hotel, a la una.<br />

Colgó.<br />

Cedí, mirando hacia otro lado, el primer taxi que pasó por la<br />

puerta a las dos sobrinitas de García, que salían en ese momento por<br />

la puerta giratoria del hotel con el ímpetu y la satisfacción de haber<br />

realizado un buen trabajo y de haber sido bien recompensadas por<br />

ello, y maldiciendo, tuve que esperar casi diez minutos a que pasara<br />

otro.<br />

La reunión con el técnico municipal de aquel pequeño término<br />

perdido en el interior de la provincia no resultó ser de gran provecho.<br />

No contestó a ninguna de mis inquietudes urbanísticas y a cada<br />

cuestión delicada me instaba a concretarla con el alcalde y concejal<br />

de Urbanismo, o bien con el secretario, que resultó ser familia del<br />

mismo. Todo quedaba en casa. Y ese día, todos parecían estar en ella.<br />

Intuí lo peor. Aquel terreno yermo propiedad de la compañía quedaría<br />

como estaba hasta que los precursores del proyecto volvieran al poder<br />

en las próximas elecciones; eso en el mejor de los casos.<br />

A la una en punto, me dejaba el taxi en la puerta del Hilton para<br />

subirme en el todoterreno de García y poner rumbo de nuevo a la<br />

49


capital. El muy sinvergüenza llevaba el pelo aún mojado por la ducha<br />

que acababa de darse y excusándose en una fingida dolencia de<br />

espalda me puso al volante y comenzó con el interrogatorio acerca de<br />

la reunión.<br />

—Señor Bataller, esperaba más de usted —dijo en un tono<br />

desaprobador al escuchar el relato de mi entrevista con el técnico.<br />

—No se preocupe, señor García. Volveré y lo arreglaré —contesté,<br />

dando una esperanza que no tenía ningún fundamento.<br />

—Eso espero. Esto pasa por dejarle ir solo. Si no hubiese tenido<br />

que realizar unas gestiones urgentísimas esta mañana ya estaría todo<br />

solucionado —soltó, mirándome con desprecio.<br />

Tuve que morderme la lengua para no explicarle a ese cabrón lo<br />

que pensaba de él.<br />

50


4. La llegada<br />

Roncaba. Aquel cabronazo roncaba como si tuviese una enorme<br />

bola de flema rebotando en algún lugar entre su nariz y su garganta.<br />

Se durmió a la altura de Requena y no despertó hasta que los pitidos<br />

del atasco le sobresaltaron en la entrada de Madrid. Aparqué el<br />

todoterreno en el parking del edificio del banco y García salió del<br />

coche en tres movimientos pesados y dificultosos, como sólo los<br />

tremendamente entrados en carnes saben articular. Hizo pie en el<br />

suelo, se desperezó con un monumental bostezo y pidiéndome las<br />

llaves de su vehículo, se despidió de mí como quien se despide del<br />

conserje de un colegio. Se dirigió hacia el ascensor, se subió en él y<br />

desapareció de mi vista. Respiré aliviado y pensé en Sonia. Por muy<br />

dura que fuese la discusión que me esperaba no podía ser peor de lo<br />

que había sido aquel viaje de vuelta.<br />

Subí por la rampa. No quería encontrarme con nadie. Cuando<br />

estuve en la calle, marqué el número de móvil de la mujer que<br />

me esperaba, o quizás ya no, en el hotel Westin Palace. No hubo<br />

respuesta. Tenía aproximadamente unos veinte minutos andando<br />

para reflexionar la mejor forma de afrontar la rabia que se acumulaba<br />

en la habitación 335 de mi hotel-residencia en las últimas dos<br />

semanas. Pasé la plaza Colón y recorrí Recoletos en dirección a un<br />

51


destino sentimental incierto. A la altura de Cibeles volví a llamarla,<br />

sin éxito. Me temía lo peor. Cuando por fin estaba en la plaza de las<br />

Cortes, un extraño presentimiento me invadió. De alguna manera<br />

sabía que ella ya no se encontraba allí.<br />

Saludé al tipo de la chistera, crucé el vestíbulo y esperé junto con<br />

media docena de japoneses sonrientes a que algún elevador abriese<br />

sus puertas. Llegó uno y nos apretujamos, asiáticos y yo, hasta que<br />

el tercer piso me liberó de miradas furtivas. Caminé por la alfombra<br />

hasta llegar a la 335. El cartel de “no molestar” estaba colgado en el<br />

pomo de la puerta y en un acto reflejo llamé con el puño esperando<br />

respuesta. No la hubo. Saqué la tarjeta y medité durante un segundo<br />

más mi estrategia. No funcionaría, estaba seguro; si ella estaba<br />

dentro se me iba a merendar, y si no estaba, no me veía con fuerzas<br />

para ir en su busca. La lucecita roja se convirtió en verde y muy<br />

despacio abrí la puerta. No se escuchaba ni un solo ruido. “Se ha<br />

ido”, pensé. Cuando iba a introducir la misma tarjeta en la conexión<br />

eléctrica, observé confundido que ya había allí una insertada. Aun<br />

así, la oscuridad en el interior era total. Persianas cerradas y cortinas<br />

corridas confundían el día con la negrura de la noche. Si no hubiese<br />

venido de la calle y hubiese mirado el reloj, podría pensar que las<br />

cinco de la tarde eran en realidad las cinco de la madrugada. Pulsé<br />

el interruptor general, pero no se encendió ninguna luz. Un hedor<br />

extraño y penetrante inundó mis fosas nasales y activó la alerta<br />

de los sentidos. La fuerte combinación de olores a azufre y cobre<br />

envolvía el aire viciado de la habitación y dificultaba la respiración.<br />

Me adentré en las tinieblas esquivando enseres y bordeando<br />

la cama con los brazos extendidos en posición de avance,<br />

amortiguando golpes y tropiezos como si de un ciego desorientado<br />

se tratase. Palpé bordes, esquinas y mobiliario, intentando recordar<br />

dónde se hallaba el interruptor de las luces de las mesitas de noche.<br />

Lo encontré y lo pulsé esperando no encontrar nada. Sólo quería<br />

ver. Tenía la absoluta convicción de que Sonia no estaba. No fue así.<br />

52


La imagen me paralizó. Apenas podía respirar. Sin saber cómo, las<br />

manos me taparon el rostro en un intento fallido por eliminar aquella<br />

visión aterradora que se encontraba a tan sólo unos centímetros de<br />

mí. Las sábanas, teñidas de sangre, enterraban una silueta sólida,<br />

inerte y encogida que irradiaba muerte y desolación. Asomaba una<br />

única prueba de mis temores en el cabecero de la cama en forma<br />

de cabello color cerezo. Sólo podía ver esa pequeña parte de ella.<br />

Su preciosa melena pelirroja reposaba sobre una almohada blanca<br />

como la nieve por sus lados y manchada por un líquido rojo craso,<br />

casi marrón, por el centro. Reflejo de la esperanza, me acerqué<br />

aún más al cuerpo inmóvil, emitiendo un balbuceo trémulo e<br />

ininteligible:<br />

—¿So… Sonia? —repetí varias veces con la voz quebrada.<br />

Notaba el roce de algo en mi pierna y cuando conseguí enfocar la<br />

mirada en esa dirección, un escalofrío me sobresaltó. Colgaba una<br />

de sus manos por el lateral de la cama, pálida y delicada. Quería<br />

tocarla, pero algo en mi interior me frenaba. Era el pánico. Cerré<br />

los ojos, tomé aire y acerqué los dedos temblorosos hasta rozar su<br />

piel. Estaba helada. No había ningún resto de vida en ella. Estaba<br />

muerta.<br />

Rompí a llorar. La impotencia, la rabia, la culpa, el desconsuelo,<br />

el miedo, el odio, la frustración, el vacío, la angustia; un compendio<br />

de sentimientos ametrallaban mi alma, agarrotando mi cuerpo.<br />

Una arcada me obligó a salir de allí. Fui en dirección al baño<br />

y tuve el tiempo justo para vomitar entre lloros y gemidos. Cada<br />

nausea reproducía en mi retina la imagen de aquella enorme<br />

mancha de sangre que cubría el cuerpo sin vida de Sonia. Pasaron<br />

varios minutos y yo no reaccionaba. Era como si las instrucciones<br />

que emitía el cerebro no tuviesen un destino concreto.<br />

—¿Se encuentra usted bien, señor? —escuché una voz con acento<br />

sudamericano que provenía de fuera de la habitación.<br />

53


Había dejado la puerta abierta y una empleada de la limpieza,<br />

alertada al escuchar mis lamentos, se asomaba tímidamente e<br />

intentaba averiguar si ocurría alguna cosa. Yo no era capaz de<br />

contestar. Me faltaba el aire. La habían matado, alguien había<br />

arrebatado su vida de una forma cruel y despiadada mientras<br />

dormía, sin poder defenderse, sin permitirle despedirse del mundo,<br />

y la culpa era mía. Ella estaba allí por mí y yo la había dejado sola.<br />

Un tremendo sentimiento de responsabilidad multiplicaba mi<br />

angustia. Estaba en estado de shock, escuchaba voces de mujeres de<br />

fondo dudando si entrar o avisar a algún responsable del hotel, pero<br />

yo no podía entenderlas. La vista se nublaba y estaba sufriendo un<br />

ataque de ansiedad, la presión en el pecho y la sensación de ahogo<br />

anulaban mis sentidos. Un desgarrador chillido me sobresaltó.<br />

Habían entrado, y al descubrir el cuerpo ensangrentado de Sonia,<br />

daban la voz de alarma. Podía sentir el espanto y el horror que<br />

producía en aquel gentío la terrorífica imagen que hacía unos<br />

segundos me había fulminado. Sentí un mareo que no pude dominar<br />

y me desmayé.<br />

Cuando desperté, seguía tirado en el suelo del cuarto de baño,<br />

apoyando la agonía sobre la taza del váter y con la mirada perdida,<br />

mientras iba recobrando la conciencia lentamente. Vigilado desde<br />

la puerta por el servicio interno de seguridad del hotel y atado de<br />

pies y manos por unas improvisadas bridas de plástico, esperaba a<br />

que llegase la policía. Habían intentado hacerme hablar, pero yo era<br />

incapaz de articular palabra.<br />

Los primeros en aparecer fueron cuatro municipales de uniforme.<br />

Uno de ellos se acercó a mí y me preguntó amablemente si podía<br />

incorporarme. Observó mis ataduras y se dirigió al personal del hotel.<br />

—¿Le han encontrado así? —preguntó.<br />

54


—No… Bueno, sí, pero le hemos inmovilizado nosotros con esas<br />

bridas. Estaba sin conocimiento y no ha opuesto resistencia —<br />

contestó el que parecía más veterano de los dos vigilantes.<br />

Otro municipal estaba inspeccionando el interior de la<br />

habitación, mientras la otra pareja permanecía fuera haciendo<br />

circular a los huéspedes que paseaban curiosos por el corredor de<br />

la tercera planta del hotel. Los japoneses, que se habían acercado<br />

con sus cámaras fotográficas de última generación, intentaban<br />

inmortalizar un recuerdo desde la distancia impuesta por el agente<br />

más joven de los cuatro.<br />

—Tenemos un cadáver —dijo el municipal encargado de la<br />

inspección, y añadió—. Mujer. Acribillada a balazos. He contado al<br />

menos seis impactos de bala. Dos de ellos en la víctima. El resto<br />

repartidos por toda la cama. ¿Han visto el arma? No habrán tocado<br />

nada, ¿verdad?<br />

Los dos vigilantes se miraron inocentes e hicieron un gesto<br />

negativo con la cabeza.<br />

Yo apenas atendía a lo que sucedía a mi alrededor. Había<br />

recuperado la lucidez e intentaba sacar mis propias conclusiones.<br />

—¿Ha dicho alguna cosa? —preguntó de nuevo, rematando con la<br />

cabeza en dirección al interior del baño.<br />

—Nada, ni una palabra.<br />

Uno de los vigilantes sacó de su bolsillo mi cartera y se la cedió<br />

al policía. Éste buscó mi DNI, le echó un vistazo y asintió con la<br />

cabeza.<br />

Me ayudaron a incorporarme y sustituyeron las bridas por unas<br />

esposas reglamentarias, mientras avisaban a la Central por radio<br />

del panorama con el que se habían encontrado.<br />

El agente que parecía más avispado, el que había inspeccionado<br />

el escenario del crimen y había avisado, el que cogió las riendas<br />

de la situación desde el primer momento, se me acercó con la<br />

identificación en la mano y me preguntó:<br />

55


—Señor Bataller, ¿se encuentra bien? ¿Conoce usted a la víctima?<br />

¿Qué hace aquí?<br />

Le miré directamente a los ojos. Mi mente iba a mil por hora. Por<br />

fin me decidí a hablar.<br />

—Yo no la he matado. Acabo de llegar de Valencia. Es… es mi<br />

novia: Sonia Beltrán. No voy a decirle nada más porque no sé nada<br />

más. Quiero que avisen inmediatamente al inspector Martínez de<br />

Homicidios, de Valencia.<br />

56


5. El interrogatorio<br />

Dos policías judiciales llegaron primero y comenzaron a redactar las<br />

diligencias. El director del hotel, a quién yo ya conocía después de<br />

dos semanas, se presentó mirándome de reojo y dio una orden a la<br />

empleada de la limpieza que había alertado de la aparición del cuerpo.<br />

Estaba siendo interrogada por uno de los municipales; sin embargo,<br />

fue la exaltación de la disciplina. Aquella mujer bajita y de piel morena<br />

dejó al policía con la palabra en la boca y en un acto asombrosamente<br />

ágil, sacó una llave maestra del bolsillo y puso a disposición de la<br />

multitudinaria autoridad presente una de las habitaciones contiguas<br />

para poder llevar a cabo la investigación. Me metieron allí custodiado<br />

por dos agentes.<br />

A la media hora llegó el médico forense y veinte minutos más tarde<br />

el secretario judicial y el juez hacían su aparición. Perdí la cuenta de<br />

los trajeaos que entraban y salían de una habitación a otra. Yo estaba<br />

sentado en la taza del váter de la 336, esposado y con dos guardianes<br />

de uniforme que intentaban intimidarme con la mirada. No podía<br />

escuchar nada de lo que se decía fuera y tampoco me importaba.<br />

El pánico había dado paso al desvanecimiento. Me encontraba<br />

completamente abatido e impotente y no podía pensar con claridad.<br />

57


Por un momento, pude escuchar el fragmento de una conversación<br />

telefónica y sentí cierto alivio:<br />

—¿Inspector Martínez...? Sí, soy el juez Massó, del Juzgado de<br />

Instrucción número 6 de Madrid… No, le llamo porque tengo aquí<br />

retenido a Antonio Bataller, ¿le conoce...? Vaya, interesante… Sí, tengo<br />

un cadáver. Parece que se trata de la novia… Sí, aparentemente…<br />

Acabo de ordenar el levantamiento… No tengo ni idea, esperaba<br />

que me lo dijese usted… Bueno, al parecer no ha dicho nada excepto<br />

que le llamásemos a usted… No… Sí… No, la científica todavía no ha<br />

llegado… No lo creo… Sí… Hotel Westin Palace… De acuerdo.<br />

Colgó y se asomó al baño donde yo me encontraba. Era un tipo<br />

menudo y delgado, pero su aspecto vulnerable contrastaba con<br />

una expresión firme y resolutiva. Buscó mis ojos con los suyos y me<br />

aguantó la mirada durante unos segundos.<br />

—Le retendremos provisionalmente, léanle sus derechos y<br />

llévenselo de aquí. Ya hablaremos con él más tarde —ordenó a los dos<br />

municipales que me custodiaban.<br />

Transcurrieron tres o cuatro horas desde mi detención. Me sacaron<br />

del hotel por una salida de servicio y me llevaron en la parte trasera de<br />

un coche patrulla a un edificio no muy lejano y que no me dio tiempo<br />

a reconocer. Tampoco presté mucha atención, la verdad; el bucle<br />

de recuerdos y sensaciones que la imagen ensangrentada de Sonia<br />

reproducía en la memoria absorbía mi mente por completo.<br />

Tuvo que repetir mi nombre varias veces para conseguir que le<br />

prestase atención.<br />

—¿Señor Bataller? ¿Me oye?<br />

Le miré a los ojos y volví al mundo de los vivos. Ya no estaba<br />

esposado. Me encontraba en una habitación cerrada, sin ventanas,<br />

con una mesa rectangular y tres sillas como único mobiliario. Los<br />

tubos de neón que pendían del techo envolvían el pequeño recinto<br />

58


de una luminosidad artificial que dañaba la vista y arrugaba la cara.<br />

La pared pintada de un blanco lunar hacía de marco para un enorme<br />

cristal de espejo con forma rectangular de aproximadamente uno por<br />

dos metros. Comprendí, con sólo mirarlo, que detrás de él estaría toda<br />

la comisión judicial observando. Yo estaba sentado en un lado de la<br />

mesa y enfrente reconocí a uno de los trajeaos de la Policía Judicial<br />

que llegaron primero a la escena del crimen. Era un tipo más o menos<br />

de mi edad, con cara de listillo y cuerpo de gimnasio. La otra silla<br />

quedaba vacía.<br />

—¿Señor Bataller? —volvió a preguntar.<br />

Observé su lado de la mesa; apartados en una esquina descansaban<br />

mi cartera y mi móvil, y en el centro había una grabadora dispuesta<br />

para inmortalizar mis palabras.<br />

—¿Han registrado mi cartera? —pregunté.<br />

—Bueno, lo suficiente como para saber quién es usted —contestó.<br />

—Bien… ¿Avisaron a Martínez? —volví a preguntar, con desdén.<br />

Aquello pareció irritarle y se revolvió en su silla con un movimiento<br />

brusco.<br />

—Señor Bataller, aquí el que hace las preguntas soy yo, ¿está claro?<br />

—Como el agua, y… ¿Quién es usted?<br />

Noté como perdía la paciencia y decidí no estirar más la cuerda.<br />

—Soy el inspector Palacios.<br />

—Verá, inspector Palacios, podría guardar silencio, podría hablar<br />

sólo con el juez Massó, es así como se llama, ¿no? ¿Massó? Podría exigir<br />

un abogado y una llamada, pero ¿sabe qué? No quiero nada de eso.<br />

Sólo quiero que venga el jodido inspector Martínez de Valencia, ¿está<br />

claro? —volví a preguntar, imitando la entonación de mi interlocutor.<br />

Reflexionó un instante y contestó:<br />

—Está de camino.<br />

—De acuerdo. Pregunte, inspector Palacios. ¿Qué quiere saber?<br />

—¿Sabe que Sonia Beltrán ha sido asesinada?<br />

59


Oír su nombre junto con la palabra “asesinada” me hizo estremecer<br />

por un instante. Recuperé la compostura y contesté:<br />

—Sí, lo sé. Yo encontré… su cuerpo.<br />

—¿De qué se conocían?<br />

—Ya se lo dije a sus compañeros. ¿Acaso no han hablado con el<br />

personal del hotel? Era mi novia, vivíamos allí hacía dos semanas.<br />

Estábamos esperando a que en mi empresa nos asignaran una<br />

vivienda fija.<br />

—¿Dónde trabaja, señor Bataller?<br />

—En el Banco de la Hispanidad. Departamento de Patrimonio. En<br />

la sección de suelos urbanizables. Soy abogado urbanista. Comencé a<br />

trabajar allí, como ya he dicho, hace dos semanas.<br />

Hizo una pausa. Me miraba fijamente. Yo ya conocía ese tipo de<br />

mirada, aunque bastante más intimidante.<br />

—Hace unas horas declaró que acababa usted de llegar de viaje.<br />

¿Dónde estaba entre las dos y media y las tres de la madrugada de<br />

ayer? —preguntó en un tono realmente inquisitivo.<br />

—Pues en Valencia. ¿Dónde iba a estar? ¿Es usted bobo? ¿No he<br />

dicho ya que acababa de llegar de Valencia? He estado hospedado en<br />

el hotel Hilton. ¿Necesito un abogado, inspector Palacios?<br />

—Usted verá, ¿cree que lo necesita? —preguntó cabreado.<br />

—No juegue conmigo, Palacios, o esto se puede hacer muy largo.<br />

Podemos agotar las setenta y dos horas que tenemos por delante, sin<br />

ninguna prisa.<br />

Hice una pausa y miré a los ojos de aquel policía desafiante antes<br />

de seguir hablando. Parecía estar muy irritado.<br />

—Intuyo que el forense ha determinado la hora del fallecimiento de<br />

Sonia, entre las dos y media y las tres de la madrugada. Pues verá, yo<br />

estaba en el Hilton de la avenida de las Cortes a esa hora durmiendo.<br />

Le daré datos precisos de mi coartada en cuanto llegue Martínez. Pero<br />

antes quiero mirar a la cara a ese cabrón y explicarle muy claro lo que<br />

pienso de él.<br />

60


El inspector Palacios frunció el ceño e hizo un ademán para mirar<br />

hacía el cristal de espejo de la pared.<br />

—¿Cuántos casquillos han encontrado? —seguí con mi propio<br />

interrogatorio.<br />

—No puedo darle esa información. ¿Tiene algún testigo que pueda<br />

ratificar su presencia en Valencia? —preguntó el inspector.<br />

—Aparte de mi jefe, con el que hice el viaje, tenemos al<br />

recepcionista del Hilton, al camarero de la taberna en la que cené<br />

ayer y a otra camarera de un garito del puerto donde estuve tomando<br />

una copa hasta las dos de la madrugada; eso sin contar a varios<br />

taxistas, aunque claro, ésos serán más difíciles de localizar. También<br />

está un técnico municipal con el que me he reunido esta mañana y,<br />

por último, el tipo de la chistera del Palace, que me ha visto llegar al<br />

hotel esta tarde junto con un grupo muy gracioso de japoneses que<br />

han subido conmigo en el ascensor. ¿Le parecen suficientes testigos?<br />

—le pregunté, hice una pausa y añadí—Había muchos casquillos,<br />

¿verdad? Toda la cama tiroteada… ¿No es cierto?<br />

El inspector Palacios miraba de reojo de nuevo hacia el espejo, sin<br />

saber muy bien cómo debía continuar aquel peculiar interrogatorio.<br />

—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso tiene algo que decirme acerca del arma?<br />

—¿Qué coño voy a saber yo del arma? Lo que sí sé es quiénes han<br />

asesinado a Sonia. Y también conozco el porqué —solté sulfurado.<br />

Se hizo un silencio en la habitación que nos obligó a ambos a<br />

dirigir la mirada hacia aquel cristal que hacía de pantalla para el resto<br />

de oyentes de la conversación.<br />

—¿Y cómo sabe eso, señor Bataller?<br />

—Porque venían a matarme a mí —dije, perdiendo la fuerza y<br />

sumiéndome de nuevo en un estado depresivo—. ¿Han avisado ya a<br />

su familia? —pregunté, con la mirada fija en la grabadora y el rostro<br />

compungido.<br />

—Sí, lo hemos hecho —contestó, rebajando el tono de voz.<br />

61


En ese momento apareció el tipo pequeño y de mirada firme. El juez<br />

Massó cruzaba el umbral de la puerta de aquel cubículo de tensión y<br />

se dirigía a mí en un tono de disculpa que agradecí enormemente.<br />

—Señor Bataller, lamentamos profundamente su pérdida. Le<br />

pido perdón por hacerle pasar por esto en unos momentos tan duros<br />

y le prometo que seremos lo más ágiles y eficaces que podamos<br />

corroborando su coartada. Le voy a dejar que se vaya, siempre y<br />

cuando no abandone Madrid y pueda localizarle de inmediato.<br />

—Me pide algo que no voy a poder cumplir. Mañana tengo un<br />

compromiso al que no puedo faltar en Valencia. Una boda a la que<br />

debo acudir. Lo siento. Tendrá que retenerme si no quiere que salga de<br />

la capital —dije, mezclando la culpa con la indecisión.<br />

—Eso no será necesario, ¿verdad, juez? —retumbó la voz ronca y<br />

profunda de Martínez, que en ese momento entraba en la sala—Yo<br />

también he de asistir a esa boda y no le quitaré el ojo de encima.<br />

El aspecto rudo y resolutivo, y el particular tono de voz de Martínez<br />

empequeñecieron aún más tanto al juez como al policía judicial que<br />

llevaba el interrogatorio. Fue como si en un único reconocimiento de<br />

su figura los presentes sintiesen un desproporcionado respeto por<br />

aquel inspector de Homicidios que venía de Valencia. Yo conocía<br />

perfectamente esa sensación, la había vivido en repetidas ocasiones<br />

y volví a sentirla una vez más. No obstante, la rabia y la indignación,<br />

unidos a la inevitable relación que nos unía hacía ya demasiados<br />

meses, dieron rienda suelta a mis reproches.<br />

—¡Martínez! —chillé, haciendo un esfuerzo para no levantarme<br />

de la silla y abalanzarme sobre él—¡Mire lo que ha conseguido! ¡La<br />

han matado! Esos dos hijos de puta han asesinado a Sonia. Se lo dije.<br />

Fueron ellos. ¡Son unos criminales! Acabaron con Dani, liquidaron<br />

después a Eric y ahora venían a por mí —solté, mirándole con ira y<br />

desprecio.<br />

—Tranquilícese, señor Bataller —ordenó.<br />

62


—¿Qué me tranquilice? ¡Me cago en su padre! ¿Cómo puede ser<br />

tan cabrón? Sólo tenía que investigar “a fondo” esa jodida póliza de<br />

seguros. Pero no… No le salió de los cojones. “El caso está cerrado”.<br />

¿No es eso lo que me dijo? Cerrado. Fíjese lo cerrado que está.<br />

El juez Massó, el inspector Palacios y una tercera persona que<br />

había entrado también en la sala escuchaban atentos mis reprimendas<br />

y dirigían miradas interrogativas hacia el semblante impertérrito y<br />

calmado de Martínez.<br />

—Ya está usted delirando de nuevo. No le voy a consentir sus<br />

impertinencias. El caso de Daniel Sánchez está cerrado y, a mi parecer,<br />

lo ocurrido aquí en la noche de ayer no tiene ninguna conexión con<br />

Ángel Torres ni con Carlos Mata. ¿Queda claro?<br />

—¿Cómo puede ser tan obtuso, Martínez? —exclamé desesperado.<br />

Me levanté de la silla en un movimiento fulminante y, sin darle<br />

tiempo a nadie a reaccionar, estiré el brazo por encima de la mesa<br />

hasta alcanzar mi cartera. Todos me miraban expectantes. Ninguno<br />

hizo ademán de frenarme. Registré el interior y entre tickets de<br />

compra, tarjetas de visita y facturas de gasolina encontré lo que<br />

buscaba. Desdoblé el papel con cuidado y lo puse encima de la mesa<br />

para que todos pudiesen leer lo que había escrito a mano en él: “¿Qué<br />

estás haciendo, chivato de mierda? Ten cuidado, no vaya a ser que te<br />

pase algo”.<br />

El silencio de todos se mezcló con la duda de Martínez. Podía verla<br />

en sus ojos.<br />

—Esta nota estaba en el limpiaparabrisas de mi coche el día<br />

que estuve con usted en comisaría contándole mis sospechas sobre<br />

ellos. Suena a amenaza, ¿no cree, Martínez? Apuesto mi vida a que<br />

si comprueban la letra con un perito caligráfico coincidirá con la de<br />

alguno de ellos dos.<br />

—¿Por qué no me la enseñó ese mismo día? —preguntó Martínez.<br />

—Después de echarme de allí como lo hizo, no tenía ganas de<br />

volver a verle la cara, la verdad.<br />

63


Se quedó unos segundos reflexionando y, volviendo a ese<br />

semblante implacable del principio, añadió:<br />

—De todos modos, ellos no han sido.<br />

—Y, ¿se puede saber cómo está tan seguro? —le pregunté irritado.<br />

Hizo una batida con la mirada entre los diversos rostros<br />

interrogativos presentes para terminar clavando sus ojos en mí, y<br />

contestó:<br />

—Pues porque tengo a esos dos individuos bajo vigilancia desde<br />

que estuvo usted en mi despacho. Ambos pasaron ayer la noche en<br />

sus respectivas residencias, ¿está claro? —sentenció.<br />

Aquello me dejó desconcertado y sorprendido. Al parecer,<br />

el inspector, que aparentemente unos días antes ignoraba mis<br />

denuncias, había reaccionado ordenando que siguieran a mis amigos.<br />

—No está claro en absoluto, Martínez. Recuerdo perfectamente la<br />

inutilidad de sus hombres para hacer una vigilancia…<br />

—Bueno, ¡ya está bien! —me cortó el juez—. Aclararemos todo esto<br />

en mi despacho. Usted, inspector Martínez, se viene conmigo y me<br />

lo cuenta todo desde el principio. Y usted, señor Bataller, puede irse<br />

en cuanto haya dado pelos y señales de todo su itinerario de ayer a<br />

Palacios, pero quiero que esté localizable en todo momento, ¿de<br />

acuerdo?<br />

—De acuerdo —contestamos Martínez y yo, al unísono.<br />

64


6. La boda<br />

No pensaba volver al hotel. Supuse que en esos momentos se<br />

encontraría infestado de periodistas en busca de la noticia. Sólo se<br />

me ocurría una persona a la que poder acudir: Raúl Sastre, mi amigo<br />

y compañero de la empresa. Marqué su número con la duda de qué<br />

contarle un viernes a esas horas de la noche.<br />

—¡Antonio! ¿Qué tal, tío? —preguntó al descolgar el teléfono.<br />

—Raúl, ¿te pillo en mal momento?<br />

—En absoluto, estoy solo en casa; mi mujer y los niños se han<br />

subido a la sierra. Yo tengo que pasar mañana por la oficina. El<br />

hijo de puta de García ha llegado esta tarde dando órdenes y me ha<br />

encargado un informe para el lunes a primera hora. Subiré mañana<br />

cuando termine. ¿Qué haces? ¿No te has ido a Valencia? ¿Me propones<br />

algún plan para cenar? —preguntó, esperanzado.<br />

—Necesito tu ayuda, Raúl. Ha ocurrido algo muy grave y no tengo<br />

a nadie a quién acudir en Madrid.<br />

—¿Qué te ha pasado, tronco? Pareces preocupado. ¿Ha ido algo<br />

mal con García en tu viaje a Valencia? Es un cabrón, ya te lo advertí.<br />

—No es eso, Raúl. Es algo mucho más serio.<br />

Se quedó en silencio, esperando a que le contara algo más sobre<br />

mis preocupaciones.<br />

65


—Han asesinado a Sonia.<br />

—¿Qué dices? ¿De qué estás hablando? —preguntó, sorprendido.<br />

—Necesito un sitio donde pasar la noche. No puedo ir al hotel. La<br />

policía científica estará trabajando en mi habitación y, además, la<br />

prensa seguro que está haciendo guardia en la entrada por si aparezco<br />

por allí. ¿Puedes ayudarme?<br />

—Vale. Tranquilo. Vamos a hacer una cosa. Nos vemos en algún<br />

sitio, me lo cuentas todo y ya veremos qué hacemos, ¿de acuerdo?<br />

Había estado deambulando durante más de media hora por las<br />

calles del centro de Madrid e hice un reconocimiento de la zona en<br />

la que me encontraba. Sin pensarlo, mi subconsciente me llevaba de<br />

vuelta al lugar de la tragedia.<br />

—Nos vemos en la plaza de Santa Ana en veinte minutos y ya<br />

decidimos un sitio donde poder hablar, ¿te parece?<br />

—Hecho —contestó sin pensar.<br />

Llegué al punto de encuentro y enseguida me arrepentí de haber<br />

quedado allí. Era viernes por la noche y el calor de julio inundaba<br />

la plaza de turistas preparados para disfrutar de la noche madrileña.<br />

Busqué un banco y reposé mis penas en él. La tensión del interrogatorio<br />

me había hecho olvidar temporalmente los duros momentos que se<br />

avecinaban. No obstante, en cuanto salí de aquella sala repleta de<br />

policías, el sentimiento de culpa me hizo regresar a la cruda realidad.<br />

Había perdido a Sonia. Pensé en sus padres y en sus amigos, y supe<br />

que el recuerdo de los muertos no iba a ser ni la mitad de áspero<br />

que el reproche de los vivos. Enfrentarme a sus lloros y lamentos me<br />

aterraba aún más que el absoluto convencimiento de que los autores<br />

del crimen volverían para terminar lo que habían comenzado.<br />

La espera se prolongó más de lo previsto; llevaba al menos<br />

cuarenta minutos inmerso en una espiral de tormentos y cuando ya<br />

66


pensé que mi compañero no se iba a presentar, noté unos golpecitos<br />

en la espalda.<br />

—¿Cómo estás? Acabo de oír la noticia en la radio del coche<br />

mientras venía hacia aquí —dijo Raúl, muy serio.<br />

—¿Qué han dicho? —le pregunté.<br />

—No gran cosa, la verdad. Que había aparecido el cadáver de un<br />

huésped del hotel Palace, una mujer de treinta y dos años y natural de<br />

Valencia, con varios impactos de bala. Que el crimen se produjo ayer<br />

de madrugada y poco más… Lo siento muchísimo, tío —explicó, con<br />

una expresión en su cara de pura compasión.<br />

Hice un gesto triste de agradecimiento por el pésame recibido y<br />

recorrí el perímetro con la mirada. Los innumerables garitos que<br />

bordeaban la plaza estaban repletos de gente. El griterío mezclaba<br />

el ambiente de risas y murmullos. Las terrazas estaban a tope y los<br />

camareros, asfixiados y sudorosos, repartían las comandas intentando<br />

olvidar los veintiséis grados de temperatura de aquella noche estival.<br />

Raúl, más acostumbrado que yo a esa ciudad, enseguida encontró<br />

un sitio en el que, seguramente por el efecto de los precios más<br />

elevados que en el resto, aún quedaba una mesa vacía, rodeada por<br />

un curioso público multinacional. Hizo un gesto a la camarera con las<br />

manos y en un abrir y cerrar de ojos teníamos los traseros aposentados<br />

en unas incómodas sillas de ratán sintético.<br />

—¿Qué ha pasado, tío? ¿Un robo? —preguntó mi compañero, muy<br />

serio.<br />

—No. No quieras saberlo… En serio, Raúl, es mejor que no te cuente<br />

nada —contesté.<br />

—¿Tú estabas en Valencia...? ¿Verdad?<br />

—Sí.<br />

—¡Joder, qué fuerte! ¿Llevabais mucho juntos?<br />

—Ayer hacía tres meses —contesté, sin apenas dejarle terminar la<br />

pregunta.<br />

67


Un incómodo silencio le obligó a incorporarse y llamar a la<br />

camarera. Pedimos la cena. Él devoró casi sin hablar una ensalada y<br />

un entrecot a la pimienta. Yo apenas pude tragar el único bocado que<br />

di a mi sándwich de atún.<br />

—Raúl, necesito un sitio donde pasar la noche. No quiero ir a otro<br />

hotel.<br />

—No te preocupes, esta noche duermes en mi casa —ordenó,<br />

tajante.<br />

—Mañana, cuando vayas a la oficina, me dejas en la estación de<br />

Atocha, ¿te importa?<br />

—De acuerdo.<br />

Terminamos de cenar. Mi compañero era perfectamente consciente<br />

de cuál era mi estado de ánimo y, tras comentar sin ganas algunos<br />

asuntos pendientes de trabajo, propuso poner rumbo a su casa.<br />

Recogimos su coche del parking y nos dirigimos hacia las afueras de<br />

Madrid. Tras un breve y silencioso trayecto por la autopista A-6, llegamos<br />

a su residencia. Vivía en Pozuelo de Alarcón, en una urbanización de<br />

unifamiliares adosadas cercana al polideportivo municipal. Preparó la<br />

habitación que tenía destinada a invitados y se fue a dormir, dándome<br />

las buenas noches con cariño. “Te debo una”, pensé.<br />

No conseguí pegar ojo. La imagen de Sonia se reflejaba en la memoria<br />

con demasiada nitidez. El profundo sentimiento de culpabilidad era<br />

insoportable. Un dolor moral desproporcionado creaba bastos surcos<br />

en el núcleo de mi alma. Iba a ser muy difícil afrontarlo. Enfrentarme<br />

a sus seres queridos, resignarme al rechazo y al rencor, buscar<br />

desesperado un atisbo de perdón por su parte y continuar con mi<br />

vida consciente de su renovada existencia, de su duelo y su tristeza.<br />

Perdón que por otro lado no me correspondía. Responsable sin serlo.<br />

Me atormentaba más la pena ajena que la propia.<br />

68


Tres meses eran un suspiro. Apenas la conocía. Si el destino no<br />

nos hubiese separado de manera tan trágica, no lloraría la despedida;<br />

recuperaría mi vida y la olvidaría, relegándola a un rincón escondido de<br />

la memoria en apenas semanas, sin esfuerzo. Sin embargo, la tragedia<br />

calaba hondo. El corazón afloraba sentimientos desmesurados e<br />

irreales contra los que, en ese momento, no podía luchar ni quería<br />

hacerlo. La culpa me atormentaba y, al mismo tiempo, aliviaba mi<br />

falta de cariño. No la quería lo suficiente y, por eso, esa noche lloré<br />

su perdida.<br />

A la mañana siguiente, Raúl me acercó a la estación y se despidió<br />

de mí con la misma cara de compasión con la que me recibió el día<br />

anterior. Saqué un billete para el Alaris y, antes de cogerlo, fui a<br />

comprar la prensa. Rebusqué entre las hojas del periódico nacional de<br />

mayor difusión hasta encontrarla; encabezada por una fotografía de<br />

la fachada principal del hotel y dos vehículos policiales a la entrada<br />

estaba la noticia:<br />

ASESINATO EN EL PALACE.<br />

Un nuevo supuesto crimen por violencia de género se<br />

produjo el jueves de madrugada en la capital de España.<br />

En la tarde de ayer fue encontrado el cadáver de una<br />

mujer asesinada en el hotel Westin Palace de Madrid. Se<br />

trata de Sonia B. B., de 32 años de edad y vecina de Valencia.<br />

Al parecer, residía temporalmente, por motivos laborales, en<br />

dicho hotel junto a su pareja, Antonio B. R., que fue detenido<br />

provisionalmente dos horas después del levantamiento del<br />

cadáver y enviado a las dependencias policiales para ser<br />

interrogado acerca de los hechos. Según personal del hotel,<br />

fue el detenido quién encontró el cuerpo; no obstante,<br />

69


la llamada para informar sobre el crimen se realizó por el<br />

propio servicio de seguridad del hotel.<br />

Según fuentes policiales, el fallecimiento se produjo entre<br />

las dos y media y las tres de la madrugada del jueves, y ya que<br />

la víctima había recibido varios impactos de bala por un arma<br />

de gran calibre, no se explican cómo nadie pudo oír nada, ni<br />

siquiera los huéspedes que se encontraban en las habitaciones<br />

más cercanas a la que fue el escenario del crimen.<br />

El juez Massó, que instruye el caso, ha decretado el<br />

secreto de sumario hasta que se esclarezcan los hechos.<br />

En lo que llevamos de año se han cometido once<br />

homicidios similares por violencia de género sólo en la<br />

provincia de Madrid (…)<br />

Lo leí con detenimiento y no pude más que emitir un rugido de<br />

indignación. ¿Violencia de género? ¿Cómo eran capaces de dar una<br />

noticia sin pensar en las consecuencias? Los medios de comunicación<br />

deberían tener más cuidado a la hora de presumir hechos no probados.<br />

No sólo eran partidistas y parciales, sino que también pecaban de<br />

sensacionalistas. “La que me espera”, pensé.<br />

Pasé las tres horas y media que duraba el horrible trayecto de<br />

tren entre Madrid y Valencia completamente dormido; al final, el<br />

cansancio había podido conmigo.<br />

Al llegar a Valencia cogí un taxi en la plaza de San Agustín y<br />

puse rumbo a Mas Camarena. Tenía el tiempo justo; era la una del<br />

mediodía, debía llegar a casa, comer algo, ducharme y arreglarme,<br />

y coger el coche para ir hasta el lugar donde se celebraría la boda:<br />

Segorbe, capital del Alto Palancia, en Castellón.<br />

El taxi me dejó en la puerta de la urbanización. Abrí la verja y<br />

pasé por delante de las cinco casas que separaban la calle de la mía.<br />

70


Caminaba intranquilo y alerta. Las experiencias del pasado y los<br />

temores del presente me hicieron actuar con cautela al llegar a casa.<br />

Comprobé puertas y ventanas antes de entrar. Todo parecía en orden.<br />

Abrí la puerta y el olor a cerrado inundó el ambiente de nostalgia.<br />

Una capa de tristeza tras otra creaba sobre mí un caparazón depresivo<br />

que envolvía de imágenes y recuerdos cada minuto del día. Por un<br />

momento, estuve convencido de no ir. Una boda debía ser alegre y<br />

despertar ilusión. Sin embargo, ¿qué ilusión podía encontrar en aquel<br />

enlace? ¿Qué motivo de alegría podía tener yo en aquellos momentos?<br />

Mi pareja acababa de ser asesinada y la culpa me reconcomía, y la<br />

única mujer a la que yo había querido siempre estaba a punto de unir<br />

su vida con otro hombre.<br />

Abrí el armario y caí en la cuenta de que la mayoría de mis trajes<br />

estaban siendo registrados con minuciosidad por la policía científica en<br />

la habitación 335 del hotel Palace; aun así encontré el más idóneo para<br />

la ocasión: un Antonio Miró negro de corte italiano que combiné con<br />

una corbata de seda también negra de Versace. Me miré en el espejo;<br />

podría ir perfectamente tanto de boda como de entierro. Seguramente<br />

utilizaría de nuevo ese mismo equipaje en los próximos días.<br />

¿Qué estaba haciendo? ¿A dónde iba? ¿Por qué no podía frenar<br />

la inercia que me obligaba a acudir a la boda de Marta? Tenía una<br />

justificación de peso para no ir, pero le había dado mi palabra. Me<br />

hizo prometérselo y, por muy duro que fuese el momento, no pensaba<br />

romper mi promesa. No con ella. Acababan de arrebatar la vida de<br />

Sonia y yo me preparaba para acudir a una fiesta. Me miré en el espejo<br />

y observé la expresión de mi cara. No podía reconocerme; ni ilusión<br />

ni esperanza. Sólo había soledad. Un aislamiento emocional que me<br />

incomunicaba. Tenía la amarga sensación de no tener a nadie, perdido<br />

en el vacío que una desgracia tras otra iba dejando en mi interior.<br />

Pensaba en Marta como el último baluarte que se resistía a abandonar<br />

71


mi mundo. La necesidad de apoyarme en ella, de contarle lo que había<br />

sucedido, de recibir su compasión y consuelo dirigían mi tristeza hacia<br />

el enlace, aun sabiendo que, llegado el momento, no sería capaz de<br />

contarle nada. Además, estaba mi promesa. Ahora, más que nunca,<br />

necesitaba cumplirla. Era consciente de que aquello iba a resultar una<br />

auténtica tortura para mí, y eso se sumaba a la insoportable carga<br />

moral que acribillaba mi conciencia por acudir a esa boda. Comprendí<br />

el significado del luto. De todos modos, tenía que ir.<br />

“ Get up, stand up”. Sonó el móvil. Era Emilio. Dudé en cogerlo.<br />

No me encontraba con fuerzas para contarle el terrible suceso de la<br />

muerte de Sonia, aun así, descolgué el teléfono.<br />

—¿Sí? ¿Emilio?<br />

—¡Dime que lo que estoy leyendo no es verdad! —exclamó,<br />

preocupado.<br />

—¿Qué estás leyendo? —pregunté, sabiendo de sobra a lo que se<br />

refería.<br />

—Joder, Toni, tengo el periódico delante y aparece un artículo sobre<br />

un asesinato en el hotel Palace de Madrid. ¿No es ahí dónde estáis<br />

viviendo Sonia y tú? Vienen las siglas de los implicados y coinciden<br />

con las vuestras. Dime que no. Dime que es una coincidencia, por<br />

favor.<br />

—No es una coincidencia, Emilio. El jueves de madrugada<br />

asesinaron a balazos a Sonia. Yo estaba en Valencia por trabajo, pero<br />

estoy seguro que venían por mí.<br />

Se quedó en silencio unos segundos y reaccionó:<br />

—¿Por qué? ¿Quién? —preguntó, tartamudeando.<br />

—¿Tú qué crees?<br />

—Venga tío, no puede ser. No me jodas, eso es demasiado.<br />

72


—Mira, Emilio, tú piensa lo que quieras, pero lo cierto es que Sonia<br />

está muerta. La han matado y yo sé que han sido ellos. No puedo<br />

decirte más. Ya hablamos con más calma en otro momento, ¿vale?<br />

—Vale. Lo siento muchísimo.<br />

Colgué.<br />

El lance religioso se oficiaba en la Catedral Basílica y el convite se<br />

celebraría en una antigua masía, propiedad de la familia de Marta,<br />

que se encontraba bordeando el pantano del Regajo, en Jérica. Era un<br />

sitio precioso, en plena sierra de Espadán, rodeado de pinos y con una<br />

pequeña playa privada que daba al embalse.<br />

Llegué a Segorbe a las siete de la tarde en punto. Aún me quedaba<br />

media hora para aparcar y perderme por algún bar cercano a la iglesia.<br />

El alcohol iba a ser muy necesario si pensaba aguantar el evento sin<br />

perder la compostura. Nada más encontrar la catedral, comencé a<br />

arrepentirme de haber acudido. Entré en un bar que ya albergaba<br />

varios grupos de personas invitadas a la boda. Había varias mesas de<br />

jubilados jugando su partidita de dominó del sábado por la tarde. Esa<br />

imagen creaba un peculiar contraste con los peinados de peluquería<br />

y las corbatas de seda de los amigos y familiares de los novios, que<br />

rompían con sonoros murmullos de ciudad la paz de aquel lugar y de<br />

aquella gente. Hice una batida para ver si reconocía a alguien, pero<br />

no hubo suerte. En el fondo, lo prefería. Había ido con la intención<br />

de sufrir en soledad aquella tarde de reunión. Esquivé el gentío, que<br />

se apelotonaba cerca de la entrada esperando la hora de salir hacia el<br />

lugar sagrado y pelearse por conseguir el mejor sitio, y me dirigí hacia<br />

el interior en busca del dispensador de cerveza.<br />

La visión de una figura conocida me frenó en seco. Sentado en un<br />

taburete del final, con los codos apoyados en la barra y un botellín<br />

entre las manos, estaba el inspector Martínez. Tenía la mirada fija<br />

en uno de los cuadros que había colgados en la pared del bar, justo<br />

73


delante de él: una imitación del mítico A Bold Bluff, de C.M. Coolidge,<br />

seguramente copiado por algún pintor local. El semblante del policía<br />

parecía estar intentado descifrar cuál era la mano de cartas que tenían<br />

aquellos humanizados perros jugando al póker. Me acerqué con sigilo<br />

y apoyé mi trasero en un taburete libre justo a su lado.<br />

—¿Ya ha averiguado quién gana la partida? —le pregunté,<br />

señalándole la pintura.<br />

—¡Bataller! —soltó un gruñido con su voz quebrada. Salió de su<br />

trance y añadió—¿Qué dice?<br />

—¿Ha venido a detenerme? —le pregunté, estirando los brazos y<br />

poniendo los dos puños cerrados sobre la barra.<br />

—No debería hacerse el gracioso. Bastantes problemas tiene ya.<br />

—¿Está solo?<br />

—Odio estos rollos. Creen que te hacen un favor invitándote y lo<br />

único que consiguen es joderte el día —protestó, indignado.<br />

—No haber venido. Nadie le obliga.<br />

—Su amiga Marta puede ser muy perseverante, ¿sabe?<br />

—Lo sé —contesté, sabiendo perfectamente a que se refería.<br />

Seguía en la misma posición, ni tan siquiera había hecho un amago<br />

de incorporarse para mirarme. Le bastó con un ligero movimiento de<br />

cabeza para marcar mi presencia y seguir con sus pensamientos.<br />

—Bueno, Martínez, sólo me he acercado para pedirle disculpas por<br />

todo lo que le dije ayer. Usted no tiene la culpa de que esos hijos de<br />

puta sean unos criminales. Dicho lo dicho, no le molesto más.<br />

Me levanté y cuando estaba girándome para marcharme, oí cómo<br />

se puso a carraspear con la garganta.<br />

—Señor Bataller.<br />

—¿Sí?<br />

—Vuelva a sentarse —ordenó—. Tengo que decirle algo.<br />

Extraoficialmente, claro.<br />

Volví a reposar el cuerpo en aquel taburete y me quedé<br />

interrogándole con la mirada, a la espera de escuchar lo que tuviese<br />

74


que decirme. Después de casi un minuto esperando, la curiosidad se<br />

hizo insoportable.<br />

—¿Y bien? ¿No iba a contarme algo?<br />

—Verá, Bataller, no debería hablar de esto con usted, pero por<br />

alguna extraña razón que no alcanzo a comprender, me cae usted<br />

bien.<br />

Apuró el poso de su cerveza, dejó el botellín en la barra de un golpe<br />

y se giró hacia mí rebuscando las palabras adecuadas para no hablar<br />

más de la cuenta.<br />

—El caso “Palace”, así es como lo han llamado en el informe,<br />

no depende de mí. Al parecer, el juez Massó tiene plena confianza<br />

en el inspector Palacios y quiere que sea él quien se ocupe de la<br />

investigación. He tenido que remitir a Madrid toda la documentación<br />

que tenía sobre usted y sus amigos, y me consta que se han puesto<br />

en contacto con el fiscal y con el juez que instruyó el caso de Daniel<br />

Sánchez. Aunque no he tenido oportunidad de leer el informe, he<br />

visto las fotos de la escena del crimen y, a mi entender, todo indica<br />

que el asesino tenía intención de liquidar a dos personas esa noche<br />

—resumió, haciendo después una pausa para ver mi reacción.<br />

Yo seguía callado. Estaba confirmando mis sospechas, aunque<br />

intuía que algo más quería contarme.<br />

—Eso ya lo dije yo en el interrogatorio, Martínez. ¿Algo más? —le<br />

pregunté, después de esperar unos segundos.<br />

—Sí… ¿Qué más le dijo a Palacios en ese interrogatorio?<br />

—Nada más, que yo recuerde.<br />

—Mire, yo sólo espero que su coartada sea sólida porque ese<br />

niñato está convencido de que fue usted el autor del crimen. Llevo<br />

demasiados años en esto como para adivinar cuándo un policía se<br />

toma un caso de forma personal y, no lo dude, ese tipo quiere verle<br />

encerrado.<br />

—Pero si yo estaba en Valencia. ¿No le parece suficiente coartada?<br />

75


—Yo sólo espero que pueda probar que no salió de Valencia en<br />

dirección a Madrid, mató a su compañera y volvió a Valencia para<br />

regresar a su hotel. Y eso supone que alguien le viera entre las once y<br />

media y las seis de la madrugada. Esta mañana he estado en el Hilton,<br />

saltándome la prohibición del juez de intervenir en la investigación,<br />

y he hecho algunas preguntas al personal. Tienen constancia de su<br />

salida a las nueve y media de la noche, pero no de su regreso. Pensaba<br />

ver la grabación de las cintas de seguridad, pero están actualizando el<br />

sistema y lo tenían desconectado.<br />

—No se preocupe, Martínez, puedo probar que estaba en Valencia.<br />

Gracias por sus advertencias —le agradecí, sincero.<br />

—Otra cosa.<br />

—Diga.<br />

—Sus amigos, Ángel Torres y Carlos Mata, pasaron la noche del<br />

jueves en sus respectivos domicilios. Ya le dije que estaban bajo<br />

vigilancia…<br />

—Y yo ya le dije que conozco sus vigilancias —le corté.<br />

—Sí, bueno, el caso es que desde ayer están desaparecidos, es como<br />

si se los hubiese tragado la tierra. Salieron por la mañana temprano<br />

y despistaron a mis hombres. No han acudido al trabajo y tampoco<br />

regresaron por la noche a casa. Lo he comunicado a Palacios, pero me<br />

ha recordado de muy malas maneras, por cierto, que no me meta en<br />

la investigación.<br />

En ese momento, el murmullo que inundaba el bar se convirtió<br />

en griterío. El novio había llegado a la iglesia y los invitados se<br />

amontonaban en la barra para pagar sus consumiciones y salir a la<br />

calle a recibirle. El tumulto, junto con las nuevas revelaciones de las<br />

que el inspector Martínez me había hecho participe, me desorientaron<br />

por un segundo. Tiempo suficiente para que, al volver a mirar hacia<br />

el taburete de mi confidente, lo encontrase vacío. Se había levantado<br />

y se había ido. Miré por el cristal y pude verle caminando, solo y<br />

cabizbajo, en dirección al pórtico.<br />

76


Me quedé en el bar, junto con los jubilados, que parecían agradecer<br />

con gestos y aspavientos la vuelta a la tranquilidad de sus juegos de<br />

mesa. Pedí una cerveza y la pagué para poder sacarla fuera del local.<br />

Un remolino de gente envolvía al afortunado, entre risas y abrazos,<br />

invitándole a entrar en la catedral para esperar a la novia. Busqué un<br />

buen lugar en el exterior del recinto donde descansar mi pena y verla<br />

llegar. Prácticamente, toda la congregación se encontraba ya dentro<br />

de la iglesia cuando apareció un flamante Bentley Azure descapotado,<br />

engalanado con decenas de gardenias y lazos aterciopelados color<br />

perla. Se detuvo en mitad de la plaza. Yo estaba sentado en un banco<br />

cercano, observando cómo la chica de mi vida hacía su aparición<br />

en aquel lugar, enmudeciendo los labios de todo el que se hallaba<br />

presente.<br />

Un impulso incontrolado me hizo incorporarme para poder<br />

disfrutar con mayor claridad de ella, que se recogía en el asiento<br />

trasero del vehículo; parecía inquieta y asustada. Busqué una mirada<br />

a mi alrededor, quería expresar a quien estuviese compartiendo<br />

aquel momento conmigo que yo sabía quién era, que la conocía,<br />

más allá de su imagen. Conocía su alma. La adoraba hasta la rabia<br />

y la anhelaba hasta el llanto. La perdía y, aun así, no podía dejar de<br />

amarla. Su rostro para mí no era sólo la belleza, reflejaba también<br />

la pasión y la sinceridad de nuestras conversaciones, su cuerpo no<br />

era únicamente bonito y delicado: ella era mi musa, mi inspiración<br />

y mi anhelo. Su tacto eran nuestros abrazos, su voz era el sosiego, su<br />

mirada la ternura, su alma mi admiración y aquel precioso vestido<br />

de novia era la desesperación de perderla. Perderla para siempre. Lo<br />

supe cuando, con un movimiento delicado de sus manos, cubrió con<br />

el velo su rostro y se dispuso a entregarse, en cuerpo y alma, como<br />

sólo ella sabía hacerlo, al hombre que la esperaba en el interior de<br />

aquella majestuosa catedral.<br />

Desapareció de mi vista y caí rendido de nuevo en el banco. No<br />

tenía fuerzas para levantarme, entrar en la iglesia y sufrir la ceremonia.<br />

77


No podría soportarlo, estaba seguro de ello. Sin parar de recibir<br />

golpes, uno tras otro, notaba cómo mi fuerza interior menguaba. El<br />

agotamiento era arrollador y la soledad dolía. Intenté moverme, salir<br />

de allí, huir de aquel lugar, pero no pude. No lograba retirar la mirada<br />

del sitio en el que, hacía tan sólo unos minutos, estaba Marta. Retenía<br />

su imagen en la memoria. Para siempre. Siempre me atormentaría,<br />

estaba seguro, pero necesitaba recordarla justo en ese momento, justo<br />

en ese lugar, preparada para ser feliz. Felicidad que yo había dejado<br />

escapar.<br />

Pasaron los minutos y el dolor persistía. Me debatía entre asistir<br />

al convite o dar la enhorabuena allí mismo a los recién casados y<br />

escapar de aquella tortura.<br />

Las palabras de una voz familiar me sobresaltaron. No sabía<br />

cuánto tiempo llevaba sentado a mi lado en aquel banco.<br />

—Hola Toni… ¿Estás bien?<br />

Su voz era dulce y sincera.<br />

—¿Qué haces aquí, Fran? —pregunté en un susurro.<br />

—Ya ves… Pensé que hoy podrías necesitar un amigo con quien<br />

hablar.<br />

—Te equivocaste… Ya puedes marcharte —le ordené, sin apenas<br />

fuerza para poder mirarle.<br />

—No pienso irme. No sin antes hablar contigo.<br />

Le miré a los ojos. Su rostro reflejaba súplica y tormento. El mío<br />

tristeza y desesperación.<br />

—¿Cómo has venido hasta aquí? ¿Quién te ha traído? —le pregunté,<br />

mirando alrededor por si hubiese alguien más con él.<br />

—He venido solo, en taxi. Recuerda que me quitaron el carné.<br />

—¿Hasta Segorbe?<br />

—Sí… Hasta donde hubiese sido necesario.<br />

78


—¿Te habrá costado una pasta? Aunque claro, ahora pasta ya<br />

tienes, ¿verdad? —le reproché.<br />

—Pues, lo cierto es que no.<br />

—¿Ya te has pulido el dinero que les sacaste a esos asesinos por tu<br />

silencio? —le pregunté sorprendido.<br />

—No —contestó lacónico.<br />

—¿Entonces?<br />

—Verás, ese dinero costaba demasiado —dijo mirándome a los<br />

ojos. Hizo una pausa y añadió—, hay cosas que no compensa cambiar<br />

por dinero. Para mí, tu amistad es una de ellas.<br />

—Eso pensaba yo —le dije, mirándole con acritud.<br />

—¿Qué me queda, Toni? Dime… La mujer de mi vida no sólo me<br />

ha dejado, sino que no quiere saber nada de mí. ¿Puedes entenderlo?<br />

Necesito que alguien me apoye y me dé su cariño. Estoy solo. Echo de<br />

menos todo lo que tenía. Era feliz… ¡Joder, Toni! Era feliz de verdad. Y<br />

si algo no funcionaba, sabía que podía recurrir a ti. Siempre estabas<br />

ahí para ayudarme. No quiero perder eso. Ya he perdido demasiado.<br />

No quiero perder también a mi mejor amigo.<br />

Las lágrimas de sus ojos y la emoción de su voz apenas le dejaban<br />

hablar; aun así continuó:<br />

—Sé que la cagué. Fui egoísta y estuve a punto de vender mi<br />

dignidad por un puñado de euros, pero ten por seguro que, cuando<br />

vi la decepción en tu rostro al marcharte de casa de Ángel, el<br />

arrepentimiento me aniquiló por dentro al instante. Intenté decírtelo,<br />

pero ya no me cogías el teléfono. Tienes que entenderme, fue un<br />

error. Mi situación era muy difícil en aquel momento y a veces las<br />

circunstancias te llevan a meter la pata. ¡Joder, Toni! Tienes que<br />

perdonarme. Te necesito, tío —murmuró, desesperado.<br />

Le miraba completamente aturdido. Nunca había tenido que<br />

escuchar de un amigo palabras tan sentidas y sinceras, por lo menos,<br />

no destinadas a mí. Su valentía al hacerlo me recordó quién era.<br />

Sentimental y decidido. Había aprendido tanto de él que nunca pensé<br />

79


que yo fuese un pilar tan importante en su vida. Peleaba con todo su<br />

corazón por conseguir mi perdón. Era conmovedor y reconfortante.<br />

Sentí ganas de abrazarle, de sellar de nuevo el vínculo de la amistad<br />

entre nosotros, de refugiar mis penas en él. “El primer paso para el<br />

perdón está en el arrepentimiento”.<br />

—Entonces… no pillaste la pasta, ¿eh? —le dije con una sonrisa en<br />

la cara.<br />

—Ya me conoces… Soy un romántico.<br />

—Desde luego, Fran… Menudo rollo me has soltado —bromeé,<br />

apoyando mi mano sobre su hombro y haciéndole un guiño.<br />

—Necesitaba que me perdonaras.<br />

—Te perdoné nada más verte sentado a mi lado… Pero he disfrutado<br />

un huevo viéndote sufrir —volví a bromear.<br />

—Siempre has sido un cabronazo —soltó, antes de abalanzarse<br />

sobre mí en un abrazo.<br />

El estruendo de una traca nos sobresaltó a los dos. Un río de gente<br />

salía de la iglesia y tomaba posiciones para recibir en la calle a los<br />

recién casados. La tristeza ya no era tan amarga; perdía a otra mujer,<br />

pero recuperaba a un buen amigo.<br />

—¿Puedes hacerme un favor? —pregunté a Fran.<br />

—Lo que sea —contestó decidido.<br />

—Quédate conmigo en el convite.<br />

—No estoy invitado —dijo sonriendo.<br />

—No te preocupes, mi invitación es para dos personas —añadí yo<br />

con tristeza.<br />

—¿Por qué no has venido con Sonia? —preguntó extrañado.<br />

80


7. El convite<br />

Expliqué a Fran los acontecimientos de los dos últimos días y no<br />

pudo más que reflejar en su rostro sorpresa, miedo e indignación. Él<br />

también hacía semanas que no sabía nada de Ángel y Carlos. Decidió<br />

no cogerles el teléfono hasta que no hubiese hablado antes conmigo.<br />

Su reacción ante la noticia de la muerte de Sonia fue exactamente<br />

como yo esperaba: primero me dio un sentido pésame por su falta,<br />

acompañado por un abrazo cargado de apoyo y comprensión, y<br />

después, la rabia se apoderó de él, despertando en sus ojos una<br />

aterradora mirada de venganza que consiguió asustarme.<br />

El alboroto que provenía del pórtico de la catedral volvió a<br />

apartarnos de nuestras penurias y nos obligó a centrar la atención<br />

en la alegría que irradiaba la aparición de los recién casados entre<br />

la muchedumbre, apiñada alrededor del flamante carruaje nupcial.<br />

Todos los invitados, uno tras otro, fueron desfilando por delante<br />

de Marta y Rafa, dando abrazos y enhorabuenas. Yo esperaría otro<br />

momento.<br />

—¿Nos vamos? —le pregunté a Fran.<br />

—¿Dónde? —contestó extrañado.<br />

—Pues al convite… ¿Dónde iba a ser?<br />

—¿No vas a acercarte para presentarles tus condolencias?<br />

81


—No, aún no —contesté lacónico.<br />

—¿Conoces el sitio?<br />

—Como la palma de mi mano —respondí, haciendo un esfuerzo<br />

por olvidar todos los recuerdos que tenía de Marta en aquella masía.<br />

Fuimos los primeros en llegar. La verja de hierro de la entrada a la<br />

finca abría una brecha en el robusto muro de piedra que recorría la<br />

propiedad privada más imponente de la zona. Allí mismo, bajo dos<br />

cámaras de seguridad enfocadas con precisión, comenzaba un camino<br />

que se adentraba en la pinada, como si de un túnel natural se tratase,<br />

hasta la majestuosa casa señorial que albergaba los veranos de la<br />

familia Casanova. El padre de Marta había hecho fortuna en el sector<br />

textil. Comenzó vendiendo trapos con una furgoneta destartalada<br />

por los mercadillos de los pueblos y cuarenta años después era el<br />

propietario de una de las empresas más rentables de telas sintéticas<br />

de toda la Comunidad Valenciana. Tenía la fábrica en Onteniente y<br />

mantenía a más de doscientas familias a base de pelear con uñas y<br />

dientes contra una arrolladora competencia asiática que poco a poco<br />

iba restándole mercado y beneficios. Aun así, aguantaba la embestida<br />

con estoicidad.<br />

El declive del sector textil, que llevaba más años en crisis que<br />

la propia crisis, obligó a Miguel Ramón Casanova a diversificar y el<br />

exceso de dinero negro y la asombrosa atracción por el mismo que<br />

en los últimos años existía en el sector de la construcción hizo que el<br />

empresario enterrara parte de los beneficios de toda una vida en una<br />

vorágine de inversiones inmobiliarias desastrosas que por poco no le<br />

llevan a la quiebra. No obstante, gracias a su capacidad personal de<br />

negociación con las financieras y al goteo de facturación de la fábrica<br />

de telas, había capeado el temporal, de momento, con cierta solvencia.<br />

Preguntamos a los dos vigilantes que hacían guardia bajo las<br />

cámaras y éstos nos indicaron dónde debíamos dejar el coche. Habían<br />

82


habilitado una zona despoblada de pinos, situada cerca de los<br />

establos, que antiguamente se utilizaba para entrenar a los caballos<br />

de tiro: la gran afición de don Miguel, que era como le llamaban todos<br />

los que le conocían, incluidos sus hijos.<br />

Aparcamos y nos dirigimos hasta la zona del convite por un<br />

camino perfectamente enlosado y flanqueado por decenas de ramos<br />

de flores. El crepúsculo de aquella noche de julio se iluminaba con<br />

cientos de velones encendidos por todo el recinto. Caminamos entre<br />

los arreglos florales y acabamos en la pista de tenis, enmoquetada<br />

y perfectamente estructurada con mesas y sillas forradas de blanco<br />

para albergar a los trescientos cincuenta invitados. Nada más vernos,<br />

se nos acercó una camarera con una bandeja repleta de bebidas y nos<br />

ofreció un aperitivo para la espera. Agarramos una cerveza cada uno<br />

y nos pusimos a repasar los sucesos acaecidos en los últimos días.<br />

Fran escuchaba atentamente mi relato y yo se lo agradecía dándole<br />

todos los detalles. Casi sin darnos cuenta, la finca se fue llenando y el<br />

gentío nos rodeó, convirtiendo nuestra conversación en un murmullo<br />

más de la fiesta.<br />

Pasaron los minutos y acabamos reposando nuestros traseros<br />

en los asientos que teníamos asignados, en una mesa demasiado<br />

cercana, para mi gusto, a la de los novios. Encabezando una lista de<br />

parejas que no conocía, aparecía tétricamente mi nombre junto con el<br />

de Sonia. Volví a sentir la profunda tristeza que desde la aparición de<br />

Fran me había dado una tregua. Las amigas de Marta y sus respectivos<br />

acompañantes reían y bromeaban con complicidad, como si Fran y<br />

yo no estuviésemos también en aquella mesa. Fran recordó a alguna<br />

de ellas del día de la despedida de soltera y cuchicheó en mi oído un<br />

chiste fálico que dibujó una sonrisa en mi rostro.<br />

Los novios hicieron su aparición estelar en el lugar, envueltos por<br />

la música nupcial que interpretaban con maestría un trío de piano,<br />

violín y violonchelo dispuesto en el centro del recinto y preparado<br />

para amenizar la velada.<br />

83


—¿Te has fijado en el violín? —me preguntó Fran, devorando con<br />

los ojos a la chica de mirada apasionada que manejaba con destreza<br />

aquel instrumento de pícea, arce y ébano—¡Es un bombón!<br />

Yo no podía quitar la vista de Marta. Por un momento se cruzaron<br />

nuestras miradas y la sonrisa de su rostro se desvaneció. Sus ojos<br />

reflejaban una mezcla extraña de sentimientos que no supe interpretar.<br />

Fue apenas un segundo, pestañeó y volvió a dibujar esa sonrisa que<br />

yo tanto adoraba, para seguir saludando a los asistentes de su boda.<br />

La cena, exquisita, transcurrió entre risas y copas de vino. Fran<br />

y yo intentamos, por todos los medios, socializarnos con aquellas<br />

parejas compañeras de mesa y, al final, pasamos un rato agradable. El<br />

postre no llegaba, y la cerveza y el vino apretaban la vejiga.<br />

—Voy al baño —le dije a Fran.<br />

—Te acompaño.<br />

Pasamos por delante de los músicos y pude ver cómo Fran hizo un<br />

guiño a la muchacha del violín, que le correspondió el gesto con una<br />

ruborizada sonrisa. Llegamos a los aseos de los vestuarios de la pista<br />

de tenis. La cola nos desveló que no éramos los únicos que habíamos<br />

bebido en exceso durante la cena. Yo conocía bien la casa. Sabía que<br />

había un cuarto de baño en la parte trasera, destinado a la zona de<br />

la piscina. Agarré a Fran por el hombro e hice que me siguiera. Al<br />

llegar oímos risas masculinas que provenían de dentro. La necesidad<br />

apremiaba y, sin avisar, entramos de golpe en el habitáculo. Tres<br />

miradas se sobresaltaron en el interior. El novio y dos de sus colegas<br />

estaban pintando tres enormes rayas de coca en la tapa del váter.<br />

La visión de nuestros cuerpos al entrar relajaron los rostros de los<br />

dos amigos. Sin embargo, el novio me observaba inquieto. Su rostro<br />

reflejaba la culpa del pecado. Comprendí al instante que Marta no era<br />

conocedora de los vicios ocultos de su marido.<br />

—¿Un tirito? —preguntó el novio, buscando complicidad.<br />

—No, gracias —contestamos a la vez Fran y yo.<br />

84


—¿Seguro? ¡Un día es un día! —añadió, intentando restar<br />

importancia al hecho.<br />

—¿Estás sordo? ¿No lo has lo has oído ya o qué? —soltó Fran,<br />

intimidante.<br />

Esperamos pacientemente a que terminaran de esnifar su dosis y<br />

se fuesen. Descargamos la vejiga y volvimos a tomar el postre.<br />

Sentados de nuevo, vimos cómo los novios se levantaban y<br />

comenzaban la tourneé de saludos y agradecimientos mesa por mesa.<br />

Llegaba el momento de tenerla cara a cara y aún no sabía qué le iba<br />

a decir. Los nervios me invadieron, rellené una copa hasta hacerla<br />

rebosar e hice desaparecer su contenido de un único trago. Fran no<br />

dejaba de mirar al violín con picardía y ella entraba en el juego con<br />

diversión en la mirada. Marta estaba ya en la mesa de al lado cuando,<br />

de pronto, noté cómo dos manos se apoyaban en mis hombros por<br />

detrás.<br />

—¿Cómo lo estáis pasando? —preguntó la voz suave de don Miguel<br />

a la totalidad de la mesa.<br />

Todos respondieron con un gesto de respeto menos yo, que aún<br />

seguía con la vista fijada en la trayectoria de Marta. Cada vez estaba<br />

más cerca. Su padre intercambió dos o tres comentarios sobre la cena<br />

y el lugar con los presentes y, acercándose a mi oído, me dijo en voz<br />

baja:<br />

—Tengo que hablar contigo. Serán sólo unos minutos.<br />

Miré a Fran, seguía con su conquista musical. Miré a Marta, se<br />

estaba acercando.<br />

—Desde luego, don Miguel… ¡Vamos! —le contesté, incorporándome<br />

con rapidez y emprendiendo la huida.<br />

El padre de la novia y yo nos dirigimos hacia el interior de la casa.<br />

Podía notar las miradas clavadas en mi espalda de todos los invitados,<br />

incluidos los de Marta. Entramos y fuimos directos a su despacho. Se<br />

dirigió al mueble bar y sirvió dos vasos de whisky, sin hielo, de una<br />

botella de Macallan de 30 años. Se sentó en su trono de piel, tras el<br />

85


imponente escritorio de madera de roble del siglo XVIII, e hizo un<br />

gesto solemne para que tomase asiento.<br />

—¿Cómo está tu padre? —preguntó, con una sonrisa forzada en el<br />

rostro.<br />

—Bien. Ya le conoce, al capitán Batallas no le pueden parar ni<br />

jubilado. Ahora están en Nueva York, mi hermana ha empezado un<br />

Máster en la Universidad de Columbia y han ido allí todos a pasar<br />

unas semanas.<br />

—A ver si le llamo un día de estos y nos vamos a comer los tres.<br />

—Le encantará la idea, seguro —contesté.<br />

Parecía intranquilo, lo cual me extrañó. Don Miguel no era un<br />

hombre de ponerse nervioso con facilidad. Se quedó unos segundos<br />

clavándome la mirada y volvió a preguntar:<br />

—¿Qué te parece el bodorrio que han organizado entre mi mujer<br />

y mi hija? Menudo derroche… Tal y como están las cosas, me resulta<br />

insultante. Pero bueno, sólo tengo una hija, y ya sabes que es lo que<br />

más quiero en este mundo —dijo, endulzando la voz aún más.<br />

Asentí con un movimiento de cabeza y esperé a ver adónde<br />

pretendía llegar. Don Miguel apuró su copa y volvió al mueble bar<br />

para rellenarla. Todavía estaba sirviéndose el fabuloso whisky de<br />

malta cuando soltó:<br />

—Toni, no me voy a andar por las ramas. Tengo un problema. Es<br />

un problema muy serio y necesito que me eches un cable. Hay mucho<br />

en juego. El pan de muchas familias depende de ello y eres mi única<br />

opción para solucionarlo —sentenció.<br />

Ahora el que estaba intranquilo era yo. Me retorcí en el asiento y<br />

contesté decidido:<br />

—Usted dirá. Sabe que si está en mi mano, haré lo que sea por<br />

usted.<br />

Su semblante serio y preocupado se diluyó de nuevo al sentarse en<br />

el sillón, volvió a endiñarse en el coleto el brebaje escocés de un trago<br />

y siguió con su petición:<br />

86


—Verás, sabes que en los últimos años he realizado una serie de<br />

inversiones inmobiliarias bastante desafortunadas. He conseguido<br />

deshacerme de algunas de ellas negociando con los bancos y otras las<br />

he vendido por debajo de su coste. La perdida ha sido de millones de<br />

euros, pero he conseguido salvar la fábrica —dijo, con orgullo.<br />

—Zapatero a tus zapatos —solté, casi sin pensar.<br />

—¡Exacto! —exclamó.<br />

—Entonces, ¿cuál es el problema? —pregunté.<br />

—El problema es muy sencillo. Y la solución eres tú.<br />

Silencio. Nos mirábamos fijamente a los ojos, enfrentados en<br />

nuestros asientos e intentando adivinar cada uno lo que pasaba por<br />

la cabeza del otro.<br />

—Aún me queda una cosa por arreglar. Hace aproximadamente<br />

un año y medio, compré unos terrenos en la zona norte de Valencia.<br />

Se suponía que iban a terminar siendo un magnífico campo de golf<br />

de dieciocho hoyos, con una urbanización de viviendas de lujo a su<br />

alrededor. ¿Me vas siguiendo ya? —preguntó con complicidad.<br />

Recordé al instante mi visita de tan sólo hace tres días a un suelo de<br />

esas características. La expresión en su cara me decía que se trataba<br />

del mismo terreno.<br />

—Sé que estuviste hablando con el técnico municipal el viernes —<br />

confesó, con una sonrisa traviesa en la cara.<br />

—No conseguí gran cosa, la verdad. Parece que la actual<br />

corporación de Gobierno no tiene mucho interés en ratificar ese<br />

proyecto. Además, aún no está aprobado el programa por Conselleria;<br />

está pendiente el informe de Impacto Medioambiental, aunque de eso<br />

puedo ocuparme. El problema, en mi opinión, es que hasta que no<br />

cambie el color político del Ayuntamiento, si es que cambia en las<br />

próximas elecciones, va a ser muy difícil sacarlo adelante.<br />

—Lo sé. Precisamente soy yo el que lo está retrasando —dijo,<br />

echándose hacia atrás todo lo que el respaldo de su sillón le permitió.<br />

87


Me quedé mirándole con cara de sorpresa. No entendía cómo podía<br />

estar frenando un proyecto en el que tenía dinero invertido y tampoco<br />

sabía de qué manera lo estaba haciendo. Le interrogué con la mirada<br />

durante unos segundos esperando una explicación.<br />

—Voy a serte absolutamente sincero. Confío en ti y en tu discreción<br />

y, como ya te he dicho, en estos momentos eres mi única vía de<br />

salvación.<br />

Aguantó unos segundos más la respuesta en el aire y, por fin,<br />

incorporándose y apoyando las manos en el escritorio, se decidió a<br />

confesar.<br />

—Tengo comprados al alcalde, al secretario y al técnico municipal<br />

para que no se apruebe. Por lo menos, no hasta julio del año que viene.<br />

—Para eso aún quedan doce meses —dije, haciendo un cálculo fácil.<br />

—Cierto, pero las elecciones serán antes de esa fecha y la oposición<br />

está como loca por llevar adelante el proyecto. Yo tengo un cuarenta<br />

y dos por ciento del total de los terrenos que componen el PAI e<br />

invertí nueve millones de euros en su compra. Aún me quedan por<br />

desembolsar otros nueve millones más en esa fecha. Y verás, no los<br />

tengo y, por supuesto, ninguna entidad de crédito está dispuesta a<br />

financiarme. No obstante, si por alguna acción divina o humana no se<br />

aprobase definitivamente antes de julio del año que viene, se resolvería<br />

el contrato de compraventa que firmé, lo cual, no sólo me liberaría<br />

de tener que hacer frente a ese último pago, sino que recuperaría el<br />

ochenta por ciento de lo invertido hasta ahora, ¿comprendes? —me<br />

preguntó.<br />

—Entiendo, pero, ¿dónde entro yo en todo esto? —le pregunté,<br />

aunque ya empezaba a adivinar lo que esperaba de mí.<br />

—Resulta que el cincuenta y ocho por ciento restante de los<br />

terrenos pertenecen ahora al Banco de la Hispanidad, ¿te suena?<br />

—Me suena, sí —contesté con una mueca.<br />

—Y el nuevo delegado de la zona de Levante, que se supone que<br />

debe ocuparse de ponerlo en marcha cuanto antes, casualmente eres<br />

88


tú —hizo una pausa y entonó las palabras con mucha delicadeza—.<br />

Sólo te pido que no te des mucha prisa en hacerlo. Que retrases los<br />

trámites a nivel autonómico. Que busques la manera de no presionar<br />

a nadie hasta dentro de un año. En cuanto haga efectiva la cláusula<br />

resolutoria de mi contrato y pueda ejecutar el aval que tengo del<br />

ochenta por ciento de lo que invertí, ya podrás hacer lo que quieras.<br />

Te prometo que si todo sale bien te recompensaré por ello... ¿Cuento<br />

contigo?<br />

—¿Me está pidiendo que vaya en contra de los intereses de la<br />

empresa en la que trabajo? —le pregunté.<br />

No sabía qué era lo que me dolía más: que don Miguel intentase<br />

comprarme para solucionar sus penurias económicas o que yo me<br />

viera obligado a aceptar ayudarle porque se trataba del padre de<br />

Marta.<br />

—Sí no me ayudas y las cosas se tuercen, puede ser mi ruina,<br />

Toni. La fábrica a tomar por culo, cientos de empleados a la calle,<br />

familias enteras dependen de mí y ahora que sabes cómo remediarlo,<br />

dependen también de ti —añadió al verme dudar.<br />

“¡Valiente cabronazo!” pensé. No se conformaba con el soborno,<br />

sino que recurría también al chantaje emocional.<br />

—Miraré cómo se encuentra ese expediente. Mi jefe tiene una<br />

obsesión personal en él. Ya le diré algo —terminé la conversación,<br />

levantándome para dirigirme de nuevo a la fiesta.<br />

Se quedó observándome durante el trayecto de seis pasos que me<br />

llevaban a cruzar el umbral de aquel despacho y cuando estaba a<br />

punto de salir, le oí carraspear la garganta.<br />

—¡Toni! —me llamó.<br />

—¿Sí?<br />

—Me hubiese gustado que hoy estuvieses sentado tú a mi lado en<br />

la mesa principal, en lugar del capullo con el que se ha casado mi hija<br />

—soltó, suavizando la voz.<br />

—Ya —respondí, lacónico.<br />

89


La fiesta seguía su curso. Busqué a Fran y le vi con la muchacha<br />

del violín entre risas y bromas. Parecía estar pasándolo bien. Muchos<br />

de los comensales de las mesas ya se habían levantado en busca de la<br />

barra donde se servirían las copas para el baile. Los novios esperaban<br />

a don Miguel para rematar con el vals la cena. Ahora sí que sabía que<br />

no iba a poder soportar ni un minuto más aquella celebración.<br />

Bordeé la pista de tenis y fui caminando cabizbajo hacia el embalse.<br />

Pude observar cómo el inspector Martínez conversaba impertérrito,<br />

en una mesa del fondo, con dos cuarentonas que parecían estar<br />

rifándoselo. Dejé el alboroto de la fiesta atrás y anduve entre pinos<br />

y carrascas hasta dar con la playa del pantano. Por suerte, la luna<br />

llena de aquella noche de julio iluminaba el lugar, reflejando en el<br />

agua una línea de luz suficiente para localizar el banco que tantas<br />

veces me había servido de apoyo en mis noches de confidencias con<br />

Marta. Me senté en él y di rienda suelta a mis tormentos. Sonia había<br />

sido asesinada hacía tan sólo dos días, y la culpa y la tristeza no me<br />

abandonaban. Marta se casaba y la perdía para siempre. Mis amigos<br />

eran unos criminales. El padre de la mujer que amaba intentaba<br />

sobornarme. ¿Cómo había llegado a encontrarme en semejante<br />

situación? ¿Por qué? ¿Cómo podían encadenarse los acontecimientos<br />

de esa manera? Pasé más de media hora en soledad, al borde del<br />

llanto, hasta que escuché que alguien se aproximaba lentamente.<br />

—Sabía que estarías aquí —sonó a mi espalda la voz más dulce que<br />

yo conocía.<br />

—Hola Martita —susurré.<br />

—¿Puedo? —preguntó al llegar hasta mí, señalando la parte del<br />

banco que quedaba libre.<br />

Hice un gesto afirmativo y se sentó. Yo miraba hacia el embalse,<br />

me aterraba descubrir en sus ojos la perdida.<br />

—Es precioso, ¿verdad? —preguntó, mirando también hacia el<br />

agua iluminada por la luna.<br />

—Es mi lugar preferido —contesté.<br />

90


—El mío también.<br />

Permanecimos en silencio durante un minuto hasta que ella buscó<br />

mi mano con la suya. Su tacto me hizo estremecer y no pude evitar<br />

girarme. Estaba guapísima. Ella también me miró.<br />

—¿Pensabas hablar conmigo hoy? —preguntó, poniendo esa carita<br />

de niña buena que yo conocía bien.<br />

—Esperaba el mejor momento.<br />

—¿Qué te parece éste?<br />

Un nuevo silencio nos obligó a seguir inmersos en aquella vista<br />

que recogía el lugar de paz y sosiego. El sonido de fondo de la música<br />

de la fiesta lo hacía más llevadero.<br />

—Qué curiosa es nuestra relación, Marta… El día más feliz de tu<br />

vida es el día más triste de la mía —dije en un susurro.<br />

Noté cómo su mano apretaba con fuerza la mía.<br />

—No hemos tenido suerte, ¿verdad? —preguntó.<br />

—No lo sé.<br />

Una lágrima humedecía mis ojos. No volvió a decir nada hasta que<br />

hubo recorrido mi rostro y la sequé a la altura de la barbilla.<br />

—¿Dónde está tu pelirroja?<br />

No pensaba darle una noticia tan aterradora el día de su boda.<br />

—He venido con Fran —contesté.<br />

—Lo sé. Parece que se ha encaprichado con la chica del violín. Le<br />

he preguntado por ti hace un momento. Me ha dicho que te habías ido<br />

con mi padre. ¿Qué quería?<br />

—Nada. Comentarme unos asuntos de trabajo sin importancia —<br />

mentí.<br />

En ese momento escuchamos que desde el lugar de la fiesta varias<br />

voces repetían a gritos el nombre de Marta.<br />

—Deberías ir. Tienen que estar buscándote —le dije, afligido.<br />

—Sí. Debería irme.<br />

Se incorporó y cuando ya había hecho un ademán de marcharse,<br />

algo la paró en seco, se dirigió hasta mí, sin sentarse, se puso delante,<br />

91


cogió mi rostro entre sus manos y acercándose muy despacio cerró<br />

los ojos y me besó con dulzura. El roce de sus labios con los míos me<br />

sobrecogió. La inocencia de aquel gesto acabó convirtiéndose en un<br />

beso apasionado que terminó en un impetuoso mordisco de mi labio<br />

inferior. Abrió los ojos y me vi reflejado en ellos durante un segundo,<br />

justo antes de salir corriendo hacia su fiesta.<br />

92


8. El funeral<br />

La mañana del domingo fue un tormento. Fran se había quedado<br />

con la violinista en la fiesta y yo me volví a casa solo, sumido en el<br />

mismo estado de ánimo en el que había llegado. El insomnio y las<br />

tortuosas vigilias me impidieron pegar ojo. Imágenes y recuerdos de<br />

los días pasados amanecían conmigo, una jornada más, dispuestas<br />

a derramar ríos de desesperación en lo más profundo de mi ser.<br />

Levantarme de la cama suponía afrontar la realidad y, la verdad, no<br />

me sentía con fuerzas para hacerlo. Busqué mi móvil y lo encendí. No<br />

tardó ni unos segundos en conectarme con el mundo exterior. Varios<br />

pitidos intermitentes revelaban que alguien pretendía localizarme.<br />

Eran las doce del mediodía y la pantalla del teléfono mostraba que<br />

un número con prefijo de Madrid intentaba contactar conmigo desde<br />

hacía horas. Supuse que se trataba de la policía y me ordené a mí<br />

mismo no devolver esas llamadas. Estuve hasta las dos de la tarde<br />

luchando contra la ansiedad, hasta que la responsabilidad me venció<br />

y marqué el número.<br />

—Al habla el inspector Palacios, dígame.<br />

—Soy Antonio Bataller. Tengo varias llamadas perdidas suyas.<br />

¿Qué quiere? —pregunté con desdén.<br />

93


—Señor Bataller, creo recordar que el juez Massó le pidió que se<br />

encontrara localizable en todo momento —me recriminó.<br />

—Bueno, le he devuelto la llamada, ¿no? —solté de malas maneras<br />

y volví a preguntar—¿Qué quiere, Palacios?<br />

Se hizo un silencio incómodo. Podía imaginar la cara de irritación<br />

de aquel policía joven y arrogante al otro lado de la línea.<br />

—Pues verá, quiero que se persone usted en mi despacho lo antes<br />

posible. He estado comprobando sus movimientos del día en que se<br />

produjo el crimen y hay algunos cabos sueltos que va a tener usted<br />

que explicarme. ¿Me ha entendido bien? —me amenazó.<br />

—¿Han hecho ya la autopsia? —le pregunté, haciendo caso omiso<br />

a su requerimiento.<br />

—Eso no es de su incumbencia, Bataller.<br />

—Por supuesto que es de mi incumbencia, Palacios. ¿Han<br />

entregado ya el cadáver a la familia? —inquirí con firmeza.<br />

Otro silencio, unido a un chasquido con la lengua, delató cómo<br />

Palacios se reprimía para no perder los papeles.<br />

—Sí, hemos entregado el cuerpo de la víctima a la familia. El<br />

entierro es mañana al mediodía.<br />

—¿Dónde? —pregunté por inercia.<br />

—En el Tanatorio Municipal de Valencia… Aunque, yo<br />

personalmente he hablado con los padres y, sinceramente, no creo<br />

que sea usted bien recibido.<br />

—Saldré hacia Madrid después del funeral, ¿de acuerdo?<br />

—Usted mismo —soltó en tono jocoso.<br />

Colgué.<br />

Reflexioné sobre lo que me había dicho el inspector Palacios y sus<br />

palabras no hacían más que fortalecer mis temores. Sabía que los seres<br />

queridos de Sonia debían sentir una tremenda animadversión hacia<br />

mí. Era normal. Al fin y al cabo, ella estaba muerta por entregar su<br />

94


vida a un personaje al que no conocían y del que lo único que sabían<br />

es que se había visto envuelto en una espiral de crímenes por culpa de<br />

sus amigos de toda la vida. Me constaba que ellos nunca aprobaron<br />

nuestra relación y, aunque yo sólo había visto a sus padres en un<br />

par de ocasiones, pude ver en sus miradas el reproche y el temor que<br />

sentían al ver cómo su hija lo abandonaba todo para venirse conmigo<br />

a Madrid. Además, estaban los artículos aparecidos en la prensa.<br />

¿Podían pensar que yo tenía algo que ver con su muerte? Quizá sí o tal<br />

vez no, lo seguro era que me hacían responsable.<br />

Lo fácil era escurrir el bulto y no acudir al entierro, evitarme el mal<br />

trago y eludir aquella responsabilidad. La cobardía, en un momento<br />

así, me pareció de lo más justificada. Tenía verdadero miedo, no<br />

era un miedo físico como el que había sufrido ya antes; se trataba<br />

más bien de un miedo emocional. Un absoluto terror al rechazo. Me<br />

asustaba ser el centro del odio de un número incierto de personas<br />

a las que no conocía y de las que apenas sabía nada. El rencor les<br />

acompañaría siempre. Aunque encerraran de por vida en la cárcel<br />

al verdadero culpable, siempre me verían como el desgraciado que<br />

se llevó a Sonia de su lado para dejarla morir. Aun así, sabía que no<br />

iba a poder dormir tranquilo hasta que no les mirara a los ojos y les<br />

dijera que lo sentía. Necesitaba estar allí, darles el pésame, compartir<br />

con ellos la tristeza y el desaliento, buscando un perdón que ni me<br />

correspondía ni iba a recibir.<br />

Entre divagaciones pasaron las horas y el día se transformó en<br />

noche. Fran había llamado y, sin necesidad de pedírselo, se ofreció<br />

a acompañarme al entierro. Le agradecí enormemente no tener que<br />

pasar por aquello yo solo. Me contó que después de marcharme de la<br />

fiesta pasó un par de horas más en compañía de la chica del violín y<br />

que después de intercambiar los teléfonos, aprovechó que los novios<br />

habían contratado un autocar para bajar a Valencia y marcharse<br />

a casa. Después de resolver los embrollos de su separación, había<br />

alquilado un piso de una única habitación en la plaza de Honduras<br />

95


que le consumía la totalidad del subsidio por desempleo, por lo que<br />

gastaba con cuidado el poco dinero que recibió de la venta del coche.<br />

Sin embargo, parecía contento por nuestro reencuentro e intentaba<br />

animarme con bromas y tonterías cuando hablaba con él. Era un buen<br />

amigo.<br />

Lunes. Otra noche sin apenas dormir más de dos o tres horas. Me<br />

levanté, me duché y me vestí con el mismo traje con el que había<br />

acudido a la boda. Eran las nueve de la mañana y ya estaba preparado<br />

para afrontar el fatídico día. Quería acabar con todo aquello cuanto<br />

antes. Ir, hacer lo que tenía que hacer e intentar olvidarlo. Quedé<br />

en recoger a Fran en su nueva residencia, a las once y media de la<br />

mañana, por lo que tenía dos horas y media por delante para gestiones<br />

inevitables. Cogí el móvil e hice la primera llamada:<br />

—Departamento de Patrimonio, ¿dígame? —contestó la telefonista.<br />

—Soy Antonio Bataller, ¿me pasas, por favor, con García?<br />

—Hola, Antonio. Un momentito, voy a ver si está en su despacho<br />

—dijo, poniéndome una musiquita de fondo para la espera, hasta que<br />

contestó mi jefe.<br />

—Señor Bataller, con usted quería yo hablar. ¿Se puede saber qué<br />

cojones ha ocurrido? Me ha llamado en pleno sábado un inspector de<br />

policía preguntándome si la semana pasada viajé con usted a Valencia.<br />

Me han citado para hacer una declaración esta mañana. ¿De qué coño<br />

va todo esto? ¿En qué lío me ha metido? —preguntó sulfurado.<br />

—Por eso le llamo, García. El jueves, mientras estábamos en<br />

Valencia, asesinaron a mi pareja. Querrán corroborar mi coartada con<br />

usted.<br />

—¡No me joda, Bataller! ¿Me está diciendo que lo del hotel Palace<br />

es cosa suya?<br />

—No exactamente… Pero sí, la mujer asesinada en el Palace era mi<br />

novia.<br />

96


Se quedó en silencio durante unos segundos y acabo diciendo<br />

en ese tono soez en el que acostumbraba a comunicarse con sus<br />

subordinados:<br />

—Bien… ¿Y qué quiere? ¿Por qué coño me ha llamado?<br />

—Únicamente quería informarle de que hoy no acudiré a trabajar.<br />

Tengo que ir al entierro esta mañana y por la tarde también me han<br />

pedido que vaya a declarar.<br />

—De acuerdo, haga lo que tenga que hacer y procure que toda esta<br />

mierda no salpique a la compañía, ¿está claro?<br />

—Transparente. No se preocupe que mañana estaré en la oficina<br />

rindiendo al ciento cincuenta por ciento.<br />

—Más le vale —hizo una pausa y añadió sin cambiar lo más mínimo<br />

su tono de voz—. Siento su pérdida, Bataller.<br />

—Gracias, García.<br />

Colgué el teléfono y pensé en la mejor forma de acometer la<br />

siguiente llamada. Después de darle dos o tres vueltas al asunto,<br />

marqué el número.<br />

—Inspector Martínez al aparato, dígame —contestó la voz ronca.<br />

—Soy Antonio Bataller.<br />

El silencio se alargó durante varios segundos hasta que, por fin,<br />

dio muestras de que se encontraba allí.<br />

—¿Qué quiere? —preguntó, denotando cansancio en la voz.<br />

—Martínez, sé que estoy abusando de su confianza, pero… Necesito<br />

saber si esos dos cabrones han aparecido ya. Les he llamado a los dos<br />

al móvil y lo tienen apagado. En el restaurante de Ángel no saben<br />

nada de él desde hace días y en la oficina de Carlos me han dicho<br />

exactamente lo mismo. Sólo necesito saber si tienen alguna pista de<br />

su paradero.<br />

—¿Y se puede saber para qué quiere usted localizarles? —preguntó<br />

en un tono de curiosidad y con cierto retintín en la voz.<br />

—Eso es cosa mía —contesté con firmeza.<br />

97


—No. No sabemos nada de ellos… Y aunque lo supiera, tampoco<br />

se lo diría. Ya le he dicho demasiadas cosas y empiezo a arrepentirme<br />

de ello. ¿No estará pensando en hacer ninguna tontería, verdad? —<br />

preguntó, hizo una pausa y añadió—Además, ya sabe que me han<br />

apartado del caso. El comisario me ha echado una buena bronca esta<br />

mañana por saltarme una orden, y no me gustan las broncas.<br />

—Vale… ¿Qué me dice del tipo acribillado a balazos dentro de un<br />

coche en el cauce del río? Esa investigación sí la lleva usted, ¿verdad?<br />

Un detective privado cosido a tiros debe ser un asunto digno de<br />

escudriñar, ¿no?<br />

Silencio.<br />

—¿Qué sabe usted de ese asunto? ¿Cómo se ha enterado de la<br />

identidad de la víctima? ¿Adónde cojones quiere llegar, Bataller? —<br />

soltó, sorprendido.<br />

—Aún no lo sé, Martínez. Pero esa muerte está relacionada de<br />

alguna manera con esos dos criminales.<br />

—¿De qué está hablando? ¿Cómo sabe eso?<br />

—Investíguelo, Martínez, investíguelo.<br />

Colgué y apagué el móvil. Estaba empezando a jugar con fuego,<br />

pero ya me daba lo mismo. Sólo quería que mis amigos pagaran por<br />

todos sus crímenes y haría lo que fuese necesario para conseguirlo.<br />

A las once y media en punto esperaba en el carril bus de la avenida<br />

de Blasco Ibáñez a que Fran bajara de su nueva casa para acompañarme<br />

a vivir uno de los episodios más tortuosos de mi existencia. El denso<br />

tráfico de una calurosa mañana de lunes nos dejó el tiempo justo<br />

para cruzar la ciudad y llegar al tanatorio a la hora exacta del sepelio.<br />

Aparqué mi coche a tan sólo unos metros de la puerta de entrada. Una<br />

multitud se amontonaba en el jardín interior del recinto, a la espera<br />

de que llegase la familia de Sonia. Me temblaban las piernas y estuve<br />

a punto de arrancar de nuevo el coche y huir de la situación. Fran me<br />

98


puso una mano en el hombro y me dio las fuerzas necesarias para<br />

enfrentarme a mis miedos.<br />

—Espérame en el coche, Fran. No creo que esto dure más de unos<br />

minutos.<br />

—De acuerdo.<br />

Salí del vehículo y anduve los escasos cincuenta metros que me<br />

separaban de la entrada, cabizbajo, a paso lento y evitando cruzar la<br />

mirada con nadie. Justo cuando estaba a punto de llegar, apareció el<br />

coche fúnebre seguido por un viejo Ford Mondeo granate, en el que<br />

pude distinguir en su interior a los padres de Sonia. Me paré en seco<br />

y observé cómo sacaban el ataúd y lo introducían en el interior de la<br />

capilla. Los padres de Sonia salieron del coche y la multitud se acercó<br />

a ellos despacio, entregándoles sus abrazos y su ánimo. Emprendí la<br />

marcha de nuevo, con la indecisión de un niño que entra en el colegio<br />

por primera vez.<br />

Mi presencia comenzó a notarse entre la gente. El rencor y el<br />

reproche esperados empezaron a surgir en las miradas de muchos,<br />

mientras otros se sorprendían, para poco después contagiarse<br />

por esas reacciones al comprender quién era yo. Mis pasos iban<br />

abriendo un camino entre la gente, que se apartaba como si sólo con<br />

el contacto conmigo fuesen a contraer alguna enfermedad terminal.<br />

Sus ojos reflejaban ira y rechazo. El silencio resultaba aterrador.<br />

Todos escrutaban mi trayecto, esperando curiosos la reacción de los<br />

progenitores de Sonia cuando me viesen. Jamás me había sentido<br />

de esa manera. Cientos de ojos pendientes de cada uno de mis<br />

movimientos, con aversión y a la espera de que alguien rompiese la<br />

elipsis y diera rienda suelta a sus sentimientos contra mí, con insultos<br />

y agravios.<br />

Algún murmullo llamó la atención de la madre de Sonia cuando<br />

ya estaba a solamente unos metros de ella. Se giró y, al verme, la<br />

cara demacrada por el dolor y el llanto se transformó, adquiriendo<br />

un semblante firme. Sus rasgos se tensaron y el color de sus ojos y la<br />

99


expresión de su rostro reflejaron un profundo odio que se clavó en mi<br />

alma como si una enorme espada afilada me atravesara el estómago.<br />

Me acerqué hasta tenerla lo suficientemente cerca para que pudiese<br />

escuchar el susurro con el que tenía previsto pedir mi absolución. No<br />

llegué a pronunciar ni una sola palabra. Tan pronto como comencé<br />

a articular mis labios para emitir un sonido, la rabia que a esa mujer<br />

destrozada reconcomía por dentro se acumuló con fiereza en una de<br />

sus manos. La bofetada retumbó con fuerza, dejándome totalmente<br />

descompuesto. El dolor que sentí al ver sus ojos enrojecidos por la<br />

ira y el resentimiento me dejaron sin fuerzas. Intenté cargar de nuevo<br />

mis cuerdas vocales. Pretendía darle el pésame, aunque al hacerlo<br />

tuviese que recibir mil golpes en la cara y en el alma. Abrí la boca y un<br />

nuevo guantazo me la cerró de golpe. Su cara se relajo, no sin perder<br />

la mirada recriminatoria, y con un gesto de su tembloroso dedo índice<br />

me dijo las palabras más duras que yo nunca jamás había recibido:<br />

—No quiero volver a verte jamás… Me has arrebatado a mi hija<br />

y por eso te odio… Te odiaré siempre… ¡Quítate de mi vista, vete,<br />

desaparece! —sentenció. Se giró y puso rumbo al interior de la capilla.<br />

Aún estaba allí de pie, completamente aturdido, cuando un<br />

zarandeo casi me hizo perder el equilibrio. Me fijé y pude ver cómo<br />

María, la mejor amiga de Sonia, cargaba de nuevo para volver a<br />

empujarme. Otros amigos y amigas parecía que se iban a unir a ella.<br />

—¡Largo de aquí, hijo de puta!<br />

—¿A qué has venido, cabrón?<br />

—¡Asesino!<br />

Esa última palabra fue el detonante para que, de repente, una<br />

lluvia de patadas, empujones y puñetazos me hiciesen salir del trance<br />

y me obligaran a correr en dirección a la salida. Podía sentir cómo una<br />

violencia desenfrenada me perseguía buscando descarga.<br />

Salí del recinto y, gracias a Dios, Fran me esperaba al volante<br />

del coche, con la puerta del copiloto abierta y el motor encendido.<br />

Me metí de un salto y salimos de allí derrapando ruedas. Fran me<br />

100


hablaba, pero yo no podía oírle. Crecía en mi interior una sensación<br />

que nunca antes había tenido, un sentimiento hacia los responsables<br />

de haberme puesto en esa situación que no podía ni quería controlar:<br />

la furia. La sed de venganza. El odio.<br />

101


CAPÍTULO SEGUNDO<br />

La Venganza<br />

“ f. Satisfacción que se toma del agravio o daños recibidos. f. desus.<br />

Castigo, pena”. 2<br />

2 REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. Diccionario de la Lengua Española, Espasa Calpe,<br />

Madrid, 2001, 22ª ed.<br />

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