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<strong>Librodot</strong> Lágrimas Fernán Caballero<br />
invasión del mar. Compadécenme estas rocas oscuras, mustias y taciturnas, por verlas<br />
destinadas al incesante combate, con las olas, que Dios les ha impuesto. Unas se alzan<br />
erguidas y las desafían; otras se acuestan indolentes o cansadas, dejándolas pasar sobre ellas,<br />
arrancándolas algún girón de sus pliegues, que queda en sus concavidades trasparente, manso,<br />
tranquilo como sino fuese parte de aquel furioso elemento. Trajéronme las niñas de mi tía<br />
conchitas y caracolitos de varios colores, y también estrellitas de la mar. Son muy bonitas,<br />
¿las has visto? Mi tío dice que es una planta, y D. Juan de Dios, que es un pólipo; pero los<br />
niños dicen son estrellas del cielo que caen en el mar y se apagan.<br />
»Cantan:<br />
»La estrellita de la mar,<br />
apagadita en la arena,<br />
se cayó del cielo<br />
y murió de pena.<br />
»Y yo por mí creo que tienen razón.<br />
»Hallé un hueso; lo había arrojado la mar a la playa como un despojo. Me figuré que<br />
podría ser un hueso de mi madre, y me puso esta idea tan mala que me tuvieron que traer a<br />
casa, y he estado mala más aun de lo acostumbrado estos últimos días. Pero hice que se<br />
enterrase en tierra santa ese pobre hueso que la mar arroja y la tierra rehúsa; y fue en la playa<br />
que se enterró; la Iglesia ha hecho tierra santa para los ahogados, las playas a las que los<br />
pobres cadáveres vienen a pedir sepultura. ¡A donde no extiende esta Santa Madre su mano<br />
para amparo y consuelo de sus hijos!<br />
»Desde esta última salida sigo peor, Reina mía, y no puedo salir. Mi pobre tía me<br />
acompaña cuanto se lo permiten sus quehaceres; me cuenta las pesadumbres que le ha dado su<br />
hijo Tiburcio. No ha sido la menor el haber abandonado a una linda y excelente muchacha de<br />
aquí con quien estaba tratado de casarse; se querían desde niños y la dejó. ¿Comprendes tú<br />
eso, Reina? ¿Comprendes que el corazón se desprenda de un cariño como un árbol de una<br />
fruta pasada? Creí que era el cariño el árbol mismo que echaba cada día más profundas raíces<br />
en el corazón. Ella ha entrado de pupila en el convento de aquí; y si vieras con que desprecio<br />
habla Tiburcio de las monjas y de los conventos; voy creyendo que además de mala cabeza y<br />
malas ideas, tiene malas entrañas.<br />
»Como nada puedo ni me dejan hacer me siento a la ventana a mirar las nubes, que son tan<br />
bonitas, que pasan sobre nosotros tan calladas, y que los hombres no notan por tanto mirar al<br />
suelo. Algunas veces cuando están altas y diáfanas, me parecen ángeles que extienden sus alas<br />
de plata sobre el azul del cielo. Otras veces, cuando las veo llegar ligeras, pararse sobre mi<br />
cabeza y echar a correr, se me figura que me dicen como tú me decías cuando niña: Ven ¿a<br />
qué no me coges? Todo recuerda las personas que se aman, Reina. El corazón en la ausencia<br />
es un reloj de repetición, al que nunca falta cuerda. Cuando vuelan las nubes rápidas y ligeras<br />
hacia Sevilla como el humo de un pebetero, quisiera poder rellenarlas de flores para que<br />
lloviesen sobre ti, y cada una te besara por mí tu frente y tus manos.<br />
»...Ya, Reina mía, han empezado a venir las nubes negras como presentimientos que<br />
tuviese el cielo de tempestad. Estas primeras nubes se me figuran bandadas de calladas grullas<br />
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