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Rafael Herrera Guillén: Orfeo o la culpa del creador.

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Primera variación.<br />

ORFEO O LA CULPA DEL CREADOR<br />

<strong>Rafael</strong> <strong>Herrera</strong> <strong>Guillén</strong> 1<br />

“Los dioses engañaron a <strong>Orfeo</strong> porque era un<br />

tañedor de cítara, pero no un hombre”. Kierkegaard.<br />

El más famoso poeta y músico de todos los tiempos, el mítico <strong>Orfeo</strong>, es <strong>la</strong><br />

encarnación <strong>del</strong> prestidigitador que carece de voz propia. Balbucir ostentosamente no es<br />

poetizar y esto es precisamente lo que hace <strong>Orfeo</strong>. Apolo le obsequia con <strong>la</strong> lira y <strong>la</strong>s<br />

Musas le enseñan el arte de tocar<strong>la</strong>. Sin saber por qué ni cómo, se encuentra entre <strong>la</strong>s<br />

manos un objeto que domina como por arte de magia, con el acompaña su voz; así<br />

comienza a dec<strong>la</strong>mar, como el burro aquel, por causalidad.<br />

No decide cantar para ser, sino que es lo que es -<strong>Orfeo</strong>. por que canta. No canta<br />

para ser divino, es divino porque canta con <strong>la</strong> voz <strong>del</strong> dios y <strong>la</strong>s Musas, y esto convierte<br />

a <strong>Orfeo</strong> en un verdadero impostor: no anhe<strong>la</strong>rse en su propio canto. No sabe lo que<br />

hace, hace lo que sabe. No hay en su existencia un salto hacia el canto para encontrarse<br />

con su vida. No poetiza para crear su vida, no salta desde sí para hacerse canto y vida.<br />

Porque su vida es cantar, en tanto que aptitud que le viene con su vida, es precisamente<br />

por lo que no siente su vida ni <strong>la</strong> ve.<br />

El salto desde <strong>la</strong> propia existencia hacia el canto para reencontrarse con aquél<strong>la</strong>,<br />

se produce so<strong>la</strong>mente si hay en el espíritu <strong>la</strong> voluntad de llevar a cabo dicho salto.<br />

Primero siente el espíritu <strong>la</strong> necesidad de buscarse, de deshacerse en <strong>la</strong> búsqueda, y más<br />

tarde <strong>la</strong> voluntad ordena el salto hacia <strong>la</strong> superación de <strong>la</strong> enajenación <strong>del</strong> espíritu, que<br />

se conformará, en último término, vida proyectiva en el poema. Pero detengamos estas<br />

divagaciones que, por el momento, nada tienen que ver con <strong>Orfeo</strong>.<br />

No sabe bien lo que hace; es como un niño empachoso haciendo <strong>la</strong> gracia ante<br />

los invitados. Es un inconsciente que con su arte encanta a <strong>la</strong>s gentes y a <strong>la</strong>s fieras;<br />

todos se dirigen hacia él embobados por su arte, pero lo cierto es que el mismo <strong>Orfeo</strong> es<br />

presa de <strong>la</strong> melodía que sale de sus <strong>la</strong>bios; en <strong>la</strong> procesión de piedras y gentes que<br />

danzan en pos de <strong>la</strong> lira, él es uno más, acaso aquel que sostiene entre <strong>la</strong>s manos el<br />

símbolo venerado <strong>del</strong> ritual. <strong>Orfeo</strong> es sólo un bracero. Mejor dicho, también él es presa<br />

embelesada de un canto vacío, vacío porque carece de vida. Y es que no puede haber<br />

vida en un arte que es extraño para el propio artista, en un arte que no proviene y<br />

permanece unívocamente en el <strong>creador</strong> y su vida.<br />

<strong>Orfeo</strong> es una vida a <strong>la</strong> que le da por cantar, por eso es falsa su melodía, está<br />

muerta. <strong>Orfeo</strong> hubiera sido el mismo si, en lugar de cantar, le hubiera dado por saltar o<br />

por andar a gatas... ¡pobrecito! <strong>Orfeo</strong> no es un canto al que le da por vivir, que necesita<br />

vivir, que se empuja a <strong>la</strong> existencia.<br />

Así <strong>Orfeo</strong>, prestidigitador <strong>del</strong> mundo, va vendiendo su voz -que no es suya ni es<br />

voz- por los caminos, los pueblos y <strong>la</strong>s grandes librerías, y es celebrado, y todos le<br />

siguen adormecidos en <strong>la</strong> fa<strong>la</strong>cia.<br />

1 En Libelo contra <strong>la</strong> esperanza, pp. 8-11.


Segunda variación.<br />

El más famoso entre los poetas todos, <strong>Orfeo</strong>, tras superar resueltamente diversas<br />

peripecias junto a los argonautas, regresa al hogar y sufre una conversión: descubre y<br />

toma conciencia de que, hasta el momento, no ha sido más que el títere de un canto<br />

ajeno, un encantador de banalidades que ni tan siquiera ha tenido <strong>la</strong> suficiente<br />

conciencia como para sentir <strong>la</strong> vanidad, pues nadie hay que se ufane de una estrel<strong>la</strong> que<br />

no bril<strong>la</strong> en él ni para él, aunque esto sea común. Se rebe<strong>la</strong> contra el dios y contra <strong>la</strong>s<br />

musas, y aún más contra aquellos que le siguieron en <strong>la</strong> inercia de un canto muerto.<br />

Eurídice se ha alzado para despertar al hombre <strong>Orfeo</strong>, que no volverá a ser esa divinidad<br />

pasiva que hacía danzar a <strong>la</strong>s piedras. El mundo ha cambiado radicalmente, y es que<br />

ahora tendrá que tensar <strong>la</strong> lira con pulso humano. Todo su canto es Eurídice, su amada y<br />

esposa. Eurídice despierta a <strong>Orfeo</strong> para que éste le cante, <strong>la</strong> cree y <strong>la</strong> celebre con el<br />

nuevo sonido de su lira. <strong>Orfeo</strong> es tanto Eurídice como Eurídice es <strong>Orfeo</strong>. Eurídice es el<br />

canto y <strong>la</strong> creación, el proyecto que da existencia a <strong>Orfeo</strong>. ¿Podrán <strong>la</strong>s piedras y los<br />

hombres bai<strong>la</strong>r este nuevo canto sin matar este amor?.<br />

Ser poeta para <strong>Orfeo</strong> ahora se torna en una cuestión vital y activa, porque ama<br />

durante todo el tiempo que crea. Es, se celebra en su obra. ¿Podrá donar a los hombres y<br />

a <strong>la</strong>s piedras su voz, sin asesinar a Eurídice, sin morir él mismo?<br />

Pero tratemos de dilucidar un poco más en qué consiste <strong>la</strong> conversión radical de<br />

que es objeto (y sujeto) <strong>Orfeo</strong>.<br />

La herida mortal que convierte a <strong>Orfeo</strong> en un hombre-poeta, en <strong>creador</strong>, es<br />

Eurídice. Eurídice es <strong>la</strong> germinación <strong>del</strong> canto y de el<strong>la</strong> nace <strong>la</strong> voz de su amado poeta.<br />

<strong>Orfeo</strong> conoce que existe cuando mira los ojos de Eurídice, y entonces sabe que su vida<br />

es cantar, su única actividad es Eurídice: es una dialéctica <strong>del</strong> corazón, una agonía -<br />

agón- de <strong>la</strong> existencia. La suya es una vida feliz basada en <strong>la</strong> donación mutua de<br />

existencia. Pero vida feliz no tiene por qué significar vida plena, más bien se puede<br />

mostrar como un escalón que dificulte y hasta imposibilite <strong>la</strong> plenificación de <strong>la</strong><br />

existencia.<br />

<strong>Orfeo</strong> embriagado de felicidad por <strong>la</strong> belleza de su canto, es decir, embriagado<br />

por <strong>la</strong> belleza donante de Eurídice, comete el terrible pecado de <strong>la</strong> vanidad, y como<br />

consecuencia será pasto de un funesto destino. El poeta quiere envanecerse ante los<br />

hombres mostrándoles su canto; busca agasajamiento y admiración. Busca plenificar su<br />

vida, pero se resquebraja en <strong>la</strong> otredad. Ha pecado ya irremisiblemente. No encontrará<br />

perdón. No se salvará porque ha empujado a Eurídice (y a él mismo), como si de una<br />

prostituta se tratara, al disfrute público. Ha introducido un tercer elemento discordante y<br />

extraño en su privada re<strong>la</strong>ción con Eurídice. <strong>Orfeo</strong>, para plenificar su existencia<br />

colmada de felicidad, busca a los hombres con <strong>la</strong> intención de que lo celebren, sin<br />

prever que este acto de vanidad lo escinde como <strong>creador</strong> y como hombre.<br />

Eurídice muere a manos de lo exterior, al ser expulsada por su amado, y lo<br />

exterior es Aristeo, su voraz perseguidor. Cuando <strong>Orfeo</strong> busca <strong>la</strong> plenitud en <strong>la</strong> entrega<br />

de Eurídice hacia lo exterior-Aristeo, el poeta se siente morir en <strong>la</strong> voraz mordedura de<br />

<strong>la</strong> serpiente. <strong>Orfeo</strong> y Eurídice se han escindido en una alteridad que los aniqui<strong>la</strong>. La<br />

vanidad es el mayor pecado, porque no se le concede perdón. Los amantes tienen que<br />

morir porque, aunque <strong>Orfeo</strong> tuvo conciencia de su ser como poeta y <strong>creador</strong>, de su


existencia euridiceana, a su vez, se impuso en su espíritu el impulso terrible que le llevó<br />

a sacrificar su obra en <strong>la</strong> vanidad de un ap<strong>la</strong>uso que termina por aniqui<strong>la</strong>rlo. <strong>Orfeo</strong><br />

vivirá en <strong>la</strong> parcialidad de un abismo hacia el que <strong>la</strong>nzará una sonda en forma de gritos<br />

de Eurídice.<br />

Entretanto, ¿qué hay de Aristeo mientras se produce esta trágica aniqui<strong>la</strong>ción?<br />

Porque <strong>Orfeo</strong> condena a morir a Eurídice y a sí mismo, pero es Aristeo quien se encarga<br />

de llevar a acabo dicha condena.<br />

Aristeo es el símbolo de los hombres que abordan el canto ajeno <strong>del</strong> <strong>creador</strong>, que<br />

se posesionan de una existencia (que es obra y creación) con <strong>la</strong> que se alimentan. En<br />

definitiva, <strong>la</strong> eterna -mejor dicho, histórica- condena a ser usurpada <strong>la</strong> obra personal de<br />

un individuo. Aristeo convierte en útil, en retazo, y fragmentación falseadora, una obra<br />

humana individual e insustituible. La persecución <strong>del</strong> canto durante los tiempos devora<br />

el canto, y no debe sos<strong>la</strong>yarse este hecho con <strong>la</strong> excusa aquel<strong>la</strong> que viene a decir que <strong>la</strong><br />

obra adquiere matices y se va enriqueciendo en el pasar de los tiempos, pues esto no es<br />

más que <strong>la</strong> legitimación de <strong>la</strong> usura que cada época le impone a <strong>la</strong> obra de un individuo<br />

asesinado en cada lectura.<br />

El mito narra que Eurídice, tras ser forzada por Aristeo, huye , y en <strong>la</strong> carrera, es<br />

mordida por una serpiente y muere. Mas los hombres no se detendrán: intentarán dar<br />

caza a Eurídice incesantemente, y mil veces morirá, pero ninguno de ellos en absoluto<br />

será capaz de adueñarse <strong>del</strong> verdadero espíritu de <strong>la</strong> muchacha, jamás besarán su mejil<strong>la</strong><br />

tantas veces usurpada, y es que nunca el poema de <strong>Orfeo</strong> cantará al oído de ningún<br />

hombre.<br />

El beneficio de lo pútrido y maloliente es Aristeo y cada hombre que en el futuro<br />

repita ese acto, cada época. En el mito Aristeo es castigado por ser causante de <strong>la</strong><br />

muerte de Eurídice. Mas, ¡oh, injusticia!, su castigo se torna en beneficio. Hay aquí una<br />

contradicción ética. Veamos: <strong>la</strong> riqueza de Aristeo, sus abejas, muere como castigo<br />

divino por matar a <strong>la</strong> bel<strong>la</strong> muchacha. Cirene le aconseja que levante en el bosque<br />

cuatro altares a <strong>la</strong>s Dríades, compañeras de <strong>la</strong> malograda Eurídice; que haga una<br />

hecatombe con cuatro toros jóvenes y cuatro novil<strong>la</strong>s, y que libe su sangre. Debía,<br />

además, abandonar a <strong>la</strong> interperie <strong>la</strong>s reses muertas. Llegada <strong>la</strong> novena mañana, de los<br />

animales descompuestos y podridos salió un enjambre, <strong>del</strong> cual se apoderó Aristeo.<br />

Desde entonces los hombres le rinden honores por haberles enseñando una técnica para<br />

criar enjambres de abejas.<br />

Esta parte <strong>del</strong> mito es detestable, pero es una constante: mientras que los<br />

hombres devoran a Eurídice incansablemente, aunque nunca <strong>la</strong> posean realmente, cada<br />

tiempo histórico le extrae (o le inventa) un nuevo beneficio, un nuevo enjambre de lo<br />

putrefacto, y así un acto repudiable como el aristeico, se convierte en motivo de <strong>la</strong>udes,<br />

porque continua <strong>la</strong> usura que configura cada generación en su momento epocal.<br />

La vanidad condena a muerte a <strong>Orfeo</strong>; <strong>la</strong> usura condena a cada época a una vida<br />

fundada en putrefacciones continuas, a una vida que apesta en su más íntima raíz.<br />

<strong>Orfeo</strong>, en un último intento por salvar su vida, desciende al Tártaro para<br />

recuperar a Eurídice. Hades se lo concede, pero con <strong>la</strong> condición de no mirar<strong>la</strong> hasta<br />

que se halle fuera de su reino de muertos. El<strong>la</strong> camina detrás de él guiándose con el


sonido de su lira. Pero <strong>Orfeo</strong> se vuelve para mirar<strong>la</strong> justo en el momento en que el<strong>la</strong> va<br />

a poner su <strong>del</strong>icado pie en tierra. Ya nunca volverá a ver<strong>la</strong>. <strong>Orfeo</strong> no volverá a existir.<br />

Me atrevo a decir que, en el supuesto de que Eurídice hubiera conseguido salir <strong>del</strong> reino<br />

de los muertos, <strong>Orfeo</strong> nunca habría podido volver a existir cantándo<strong>la</strong>, porque <strong>Orfeo</strong> se<br />

escindió ya para siempre y sin solución (ni siquiera divina), cuando expulsó a su amada<br />

al abrazo corruptor de los hombres, <strong>del</strong> aristeísmo. En <strong>la</strong> tierra de los vivos, Eurídice<br />

estaría manchada para toda <strong>la</strong> eternidad por el pecado de <strong>Orfeo</strong>, y éste no hubiera<br />

soportado su existencia, no hubiera soportado mirar<strong>la</strong>. Viviría en <strong>la</strong> vergüenza de su<br />

pecado.

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