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descarga - Asociación Fe y Luz

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La palabra del mes<br />

Ese año había viajado desde Cirene hasta Jerusalén.<br />

Hacía mucho tiempo que no había podido hacer un<br />

peregrinaje a la Ciudad Santa. La costa africana<br />

desaparecía del horizonte, y en el barco nos pusimos a<br />

cantar salmos para prepararnos para celebrar la Pascua<br />

en la montaña de Sión. Mi esposa y nuestros dos hijos,<br />

Alejandro y Rufus, me acompañaban espiritualmente.<br />

Una fuerte tempestad y vientos contrarios afectaron nuestro viaje.<br />

¿Lograríamos llegar a tiempo? Todos nos pusimos a invocar al Omnipotente,<br />

“Señor, tú que conoces nuestros pensamientos más profundos, que se haga tu<br />

voluntad”. Habíamos evitado el tornado pero llegamos demasiado tarde para<br />

celebrar la Pascua y comer el cordero pascual. Por otra parte estábamos hechos<br />

un desastre: sucios, agotados, como si volviésemos del campo. Bueno, todavía<br />

podíamos ir al Templo a darle gracias a Dios por habernos salvado de las aguas<br />

del mar, como nuestros antepasados que en su día atravesaron el mar Rojo.<br />

En las callecitas de la ciudad, había una muchedumbre por las grandes fiestas,<br />

pero ese año reinaba un ambiente especial. Acababan de condenar a muerte a<br />

un galileo de quien se hablaba mucho en los últimos meses: un cierto Jesús,<br />

proveniente de la pequeña aldea de Nazaret. Nosotros conocíamos su nombre,<br />

pero nada más. En camino hacia la sinagoga de los Cirineos, nos encontramos<br />

frente a frente con el cortejo de los romanos. Llevaban a Jesús para crucificarlo.<br />

Había tanta gente que era imposible continuar. Nuestro peregrinaje sería todo<br />

un fracaso, definitivamente.<br />

Me enfurecía ese asunto del falso profeta que habían condenado nuestros<br />

jefes. De pronto, se dirigió a mí un solado romano; me habló primero en latín,<br />

pero no le entendía, así que pasó al griego. Con muchos gestos me ordenó que<br />

cargara con la cruz del condenado y caminara detrás de él. Me hubiera gustado<br />

huir. ¿Qué habrían pensado mi esposa, familia y vecinos, si me hubiesen visto<br />

allí? ¡Yo, un hombre famoso en Cirene por mi posición y relaciones, obligado a<br />

ayudar a un vulgar agitador, condenado por sus ideas subversivas y su desdén<br />

por nuestras tradiciones más sagradas! Pero no podía huir. Los soldados no me<br />

dejaron elegir. Me giré hacia el condenado. Estaba agotado, debilitado,<br />

desfigurado, casi muerto. En sus ojos no vi ni el más mínimo atisbo de violencia<br />

ni odio. Al contrario, su mirada me transmitía una bondad infinita y una dulzura<br />

que en mi vida había visto. Mis ojos se humedecieron de lágrimas y sin<br />

comprenderlo, me puse a seguirlo, cargando con su cruz.<br />

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