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Música de acordeón<br />
BARIONÁ, o <strong>el</strong> Hijo d<strong>el</strong> trueno<br />
“El hecho de que haya tomado<br />
<strong>el</strong> tema de la mitología d<strong>el</strong> cristianismo,<br />
no significa que la dirección de mi pensamiento<br />
haya cambiado ni siquiera por un momento<br />
durante <strong>el</strong> cautiverio.<br />
Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros,<br />
de encontrar un tema que pudiera hacer realidad,<br />
esa noche de Navidad, la unión más amplia posibl<br />
entre cristianos y no creyentes”.<br />
Prólogo<br />
JEAN PAUL SARTRE, 31-10-62<br />
EL ANUNCIADOR.— Mis buenos señores, voy a contaros las extraordinarias e inauditas<br />
aventuras de <strong>Barioná</strong>, <strong>el</strong> <strong>hijo</strong> d<strong>el</strong> <strong>Trueno</strong>. Esta historia tiene lugar en la época en que los<br />
romanos eran dueños de Judea y espero que os interese. Podéis mirar, mientras hablo, las<br />
imágenes que están detrás de mí; os ayudarán a representaros las cosas como eran. Y si quedáis<br />
contentos, sed generosos. Suene la música, empezamos<br />
Acordeón.<br />
Mis buenos señores, he aquí <strong>el</strong> prólogo. Soy ciego por accidente, pero antes de perder la vista<br />
he mirado más de mil veces las imágenes que vais a contemplar y las conozco de memoria<br />
porque mi padre era mostrador de imágenes como yo y me ha dejado estas en herencia. Esta<br />
que veis detrás de mí y que señalo con <strong>el</strong> bastón, sé que representa a María de Nazaret. Un<br />
áng<strong>el</strong> acaba de anunciarle que tendrá un <strong>hijo</strong> y que ese <strong>hijo</strong> será Jesús, Nuestro Señor.<br />
El áng<strong>el</strong> es inmenso, con dos alas como dos arcoiris. Ustedes pueden verlo, yo no, pero lo<br />
contemplo todavía en mi cabeza. Ha penetrado como una inundación en la humilde casa de<br />
María y la ha llenado con la presencia de su cuerpo fluido y sagrado y la de su gran vestidura<br />
flotante. Si miráis atentamente <strong>el</strong> cuadro, os daréis cuenta que se pueden ver los muebles de la<br />
habitación a través d<strong>el</strong> cuerpo d<strong>el</strong> áng<strong>el</strong>. Se ha querido remarcar así su transparencia angélica.<br />
Está d<strong>el</strong>ante de María, que apenas le mira. María reflexiona. El áng<strong>el</strong> no tiene necesidad de<br />
hacer oír su voz, similar a la d<strong>el</strong> huracán. No ha hablado; <strong>el</strong>la le presentía ya en su carne. En<br />
este momento <strong>el</strong> áng<strong>el</strong> está d<strong>el</strong>ante de María y María es innombrable y misteriosa como un<br />
bosque por la noche y la buena noticia se ha adentrado en <strong>el</strong>la como un viajero se pierde en los
osques. Y María está llena de pájaros y de largos murmullos de hojas. Y mil pensamientos sin<br />
palabras se despiertan en <strong>el</strong>la, pesados pensamientos de madres que sienten dolor. Y mirad, <strong>el</strong><br />
áng<strong>el</strong> parece desconcertado ante esos pensamientos demasiado humanos: lamenta ser áng<strong>el</strong>,<br />
porque los áng<strong>el</strong>es no pueden nacer ni sufrir. Y esta mañana de Anunciación, ante los ojos<br />
sorprendidos de un áng<strong>el</strong>, es la fiesta de los hombres porque es <strong>el</strong> momento en <strong>el</strong> que <strong>el</strong><br />
hombre va a ser sacralizado. Mirad bien la imagen, mis buenos señores, y suene la música; <strong>el</strong><br />
prólogo ha terminado; la historia va a comenzar nueve meses más tarde, <strong>el</strong> 24 de diciembre, en<br />
las altas montañas de Judea.<br />
Música. Nueva imagen.<br />
EL ANUNCIADOR.— Ved, esto son rocas y ahí tenemos un asno. El cuadro representa un<br />
desfiladero salvaje. El hombre que viaja sobre <strong>el</strong> asno es un funcionario romano. Es gordo y<br />
flácido, pero está de muy mal humor. Han pasado nueve meses desde la Anunciación y <strong>el</strong><br />
romano se apresura a través d<strong>el</strong> desfiladero porque la noche va a caer y quiere llegar a Bethaur<br />
antes de que oscurezca. Bethaur es un pueblecito de ochocientos habitantes, situado a<br />
veinticinco leguas de B<strong>el</strong>én y a siete de Hebrón. El que sepa leer podrá, cuando vu<strong>el</strong>va a casa,<br />
encontrarlo en un mapa. Ahora van a ver las intenciones de este funcionario, porque acaba de<br />
llegar a Bethaur y de entrar en casa de Leví, <strong>el</strong> publicano.<br />
Se levanta <strong>el</strong> t<strong>el</strong>ón.
Primer cuadro<br />
En casa de LEVÍ, <strong>el</strong> publicano.<br />
Escena I<br />
LELIUS, EL PUBLICANO<br />
LELIUS (inclinándose hacia la puerta).— Mis respetos, señora. Querido, vuestra esposa es<br />
encantadora. ¡Hum! Vamos, tenemos que hablar cosas importantes. Sentaos. Sí, sí, sentaos y<br />
hablemos. Estoy aquí por lo d<strong>el</strong> censo ese…<br />
EL PUBLICANO.— ¡Cuidado, Señor Superintendente, cuidado!<br />
Se quita su zapatilla y golpea <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o.<br />
LELIUS.— ¿Qué era? ¿Una tarántula?<br />
EL PUBLICANO.— Una tarántula. Pero en esta época d<strong>el</strong> año <strong>el</strong> frío las atonta notablemente.<br />
Ésta, se arrastraba, pero iba medio dormida.<br />
LELIUS.— Encantador. Y también tenéis escorpiones, por supuesto. Escorpiones igual de<br />
dormidos que matarían limpiamente, mientras bostezan de sueño, a un hombre de ciento<br />
ochenta libras. El frío de vuestras montañas puede aterir a un ciudadano romano pero no<br />
puede hacer que revienten vuestros sucios bichos. Se debería advertir, en Roma, a los jóvenes<br />
que se preparan en la escu<strong>el</strong>a colonial, que la vida de un administrador de las colonias es un<br />
condenado tormento.<br />
EL PUBLICANO.— Oh, Señor Superintendente…<br />
LELIUS.— Lo dicho: un condenado tormento, querido. Llevo dos días vagando a lomos de<br />
mula por estas montañas y no he visto ni un ser humano; ni siquiera una planta, ni tan siquiera<br />
una mala hierba. Sólo bloques de piedras rojas, bajo un ci<strong>el</strong>o implacable de un azul h<strong>el</strong>ado, y<br />
con este frío, siempre este frío que me pesa como <strong>el</strong> plomo y, de cuando en cuando, un<br />
poblacho como éste, una boñiga de vaca. Brrr… ¡Qué frío!… Incluso aquí, en vuestra casa…<br />
Por supuesto, los judíos, no sabéis calentaros; cada año os sorprende <strong>el</strong> invierno, como si fuese<br />
<strong>el</strong> primer invierno d<strong>el</strong> mundo. Sois verdaderos salvajes.<br />
EL PUBLICANO.— ¿Puedo ofreceros un poco de aguardiente para haceros entrar en calor?<br />
LELIUS.— ¿Aguardiente? Hum… Os diré que la administración colonial es muy estricta: no<br />
debemos aceptar nada de nuestros subordinados cuando estamos en ronda de inspección.<br />
Veamos, tendré que hacer noche aquí. Partiré para Hebrón pasado mañana. Por supuesto, ¿a<br />
que no hay albergue?<br />
EL PUBLICANO.— El pueblo es muy pobre, señor Superintendente; nunca viene nadie. Pero yo<br />
me atrevería…<br />
LELIUS.— …¿me ofreceríais una cama en vuestra casa? Pobre amigo mío, sois muy amable,<br />
pero es lo de siempre: prohibido hospedarse en casa de nuestros subordinados cuando<br />
estamos de servicio. Qué queréis, nuestros reglamentos han sido redactados por funcionarios<br />
que nunca han salido de Italia y que no tienen ni idea de lo que es la vida en las colonias.<br />
¿Dónde debería pasar la noche? ¿Al raso? ¿En un establo? Esto no se corresponde con la<br />
dignidad de un funcionario romano.<br />
EL PUBLICANO.— ¿Puedo permitirme insistir?
LELIUS.— Sí, amigo mío. Insistid, insistid. Tal vez acabe por ceder ante vuestra insistencia. Si<br />
os comprendo bien, ¿queréis decir que vuestra casa es la única d<strong>el</strong> pueblo que puede aspirar al<br />
honor de recibir al representante de Roma? Bueno… ¡Oh!, y en realidad, en resumidas cuentas,<br />
no estoy exactamente en ronda de inspección… Querido, me quedaré en vuestra casa esta<br />
noche.<br />
EL PUBLICANO.— ¿Cómo puedo agradeceros <strong>el</strong> honor que me hacéis? Estoy profundamente<br />
emocionado…<br />
LELIUS.— Me lo imagino, amigo mío, me lo imagino. Pero no lo vayáis gritando por los<br />
tejados: sería tan perjudicial para vos como para mí.<br />
EL PUBLICANO.— No diré una palabra a nadie.<br />
LELIUS.— Perfecto. (Extiende las piernas). ¡Uf!, estoy agotado. He visitado quince pueblos.<br />
Decidme una cosa, me estabais hablando de un aguardiente hace un momento…<br />
EL PUBLICANO.— Aquí tenéis.<br />
LELIUS.— ¡Qué demonios! Tengo que beber. Y ya que me ofrecéis alojamiento, sería<br />
conveniente que me dieseis también de beber y de comer. Exc<strong>el</strong>ente aguardiente, merecería ser<br />
romano.<br />
EL PUBLICANO.— Gracias, señor Superintendente.<br />
LELIUS.— ¡Uf…! Querido, este censo es una historia imposible y no sé qué cortesano<br />
alejandrino ha podido sugerir la idea al divino César. Se trata, simplemente, de contar a todos<br />
los hombres de la tierra. Daos cuenta, es una idea grandiosa. Pero luego, id a llevarla a la<br />
práctica en Palestina: la mayor parte de vuestros corr<strong>el</strong>igionarios no saben ni siquiera la fecha<br />
de su nacimiento. Han nacido <strong>el</strong> año de la gran crecida, <strong>el</strong> año de la gran cosecha, <strong>el</strong> año de la<br />
gran tempestad… Auténticos salvajes. No os ofendo, ¿verdad? Vos sois un hombre cultivado,<br />
aunque seáis isra<strong>el</strong>ita.<br />
EL PUBLICANO.— Tengo la gran ventaja de haber estudiado en Roma.<br />
LELIUS.— Bien hecho. Se nota en vuestras maneras. Veamos, vosotros sois Orientales,<br />
¿captáis <strong>el</strong> matiz? No seréis nunca racionalistas, sois un pueblo de magos. Desde este punto de<br />
vista, vuestros profetas os han hecho mucho daño, os han habituado a la solución perezosa: <strong>el</strong><br />
Mesías. El que vendrá a arreglar todo, <strong>el</strong> que liquidará con un toque la dominación romana y<br />
establecerá la vuestra en todo <strong>el</strong> mundo. Y consumís mesías… Cada semana surge uno nuevo<br />
y os cansáis de él en ocho días, como hacemos en Roma con los cantantes de music-hall o con<br />
los gladiadores. El último que me han enviado era albino e idiota en sus tres cuartas partes,<br />
pero tenía visiones nocturnas como todos los de su especie: las gentes de Hebrón se<br />
maravillaban. Qué queréis que os diga: <strong>el</strong> pueblo judío es aún muy inmaduro.<br />
EL PUBLICANO.— En efecto, señor Superintendente, sería deseable que muchos de nuestros<br />
estudiantes pudieran ir a Roma.<br />
LELIUS.— Sí. Eso nos proveería de mandos. Daos cuenta de que <strong>el</strong> gobierno de Roma,<br />
siempre que fuese consultado con ant<strong>el</strong>ación, no vería con malos ojos la <strong>el</strong>ección de un Mesías<br />
conveniente. Alguien que viniese de una antigua familia judía, por ejemplo, que hubiese hecho<br />
sus estudios con nosotros y que presentase garantías de respetabilidad. Incluso podría darse<br />
que nosotros financiáramos la empresa porque —que esto quede entre nosotros—<br />
empezamos a hartarnos de los Herodes y, por otra parte, querríamos, en su propio interés, que<br />
<strong>el</strong> pueblo judío asentase de una vez la cabeza. Nos vendría bien un verdadero Mesías, un<br />
hombre que diese pruebas de una comprensión realista de la situación de Judea.<br />
Hum… ¡Brr…!¡Brr…! ¡Qué frío hace en vuestra casa! Decidme, ¿habéis convocado al jefe d<strong>el</strong><br />
pueblo?<br />
EL PUBLICANO.— Sí, Señor Superintendente, estará aquí en un instante.
LELIUS.— Se tiene que hacer cargo de toda esta historia d<strong>el</strong> censo; debería poderme dar las<br />
listas mañana por la tarde.<br />
EL PUBLICANO.— A vuestras órdenes.<br />
LELIUS.— ¿Cuántos sois?<br />
EL PUBLICANO.— Alrededor de ochocientos<br />
LELIUS.— ¿Es rico <strong>el</strong> pueblo?<br />
EL PUBLICANO.— ¡Ay…!<br />
LELIUS.— ¡Ah, ah!<br />
EL PUBLICANO.— Me pregunto cómo la gente puede vivir. Hay algunos pastos ralos; pero hay<br />
que hacer entre diez y quince kilómetros para encontrarlos. Eso es todo. La aldea se va<br />
despoblando poco a poco. Cada año, cinco o seis de nuestros jóvenes bajan a B<strong>el</strong>én. La<br />
proporción de viejos supera ya a la de jóvenes. Además, la natalidad es baja.<br />
LELIUS.— ¿Qué esperáis? No se puede criticar a los que se van a la ciudad. Nuestros colonos<br />
han instalado fábricas admirables en B<strong>el</strong>én. Puede ser que por ahí venga la luz. Una civilización<br />
tecnificada, ya sabéis lo que quiero decir, ¿eh? No he venido solamente por lo d<strong>el</strong> censo.<br />
Decidme, cuántos impuestos recaudáis.<br />
EL PUBLICANO.— Bueno, hay doscientos indigentes que no aportan nada y los demás pagan<br />
sus diez dracmas. Contad, año bueno con año malo, cinco mil quinientos dracmas. Una<br />
miseria.<br />
LELIUS.— Sí. Hum… Bien, sin embargo habría que tratar de sacar ocho mil. El procurador<br />
<strong>el</strong>eva la capitación a quince dracmas.<br />
EL PUBLICANO.— Quince dracmas… Es… Es imposible.<br />
LELIUS.— ¡Ah!, esa es una palabra que no debisteis oír a menudo cuando estuvisteis en Roma.<br />
Vamos, seguro que tienen más dinero d<strong>el</strong> que dicen. Y, además… Hum… Sabéis que <strong>el</strong><br />
gobierno no quiere meter las narices en los asuntos de los publicanos, pero, de todas maneras,<br />
creo que vos no perdéis con <strong>el</strong>los, ¿no es así?<br />
EL PUBLICANO.— No digo que no… No digo que no… ¿Son dieciséis dracmas lo que habéis<br />
dicho?<br />
LELIUS.— Quince.<br />
EL PUBLICANO.— Sí, pero <strong>el</strong> decimosexto es para mis gastos.<br />
LELIUS.— Hum… Ah… (Se ríe). Vuestro jefe… ¿Qué clase de persona es?… Se llama <strong>Barioná</strong>,<br />
¿no es así?<br />
EL PUBLICANO.— Sí, <strong>Barioná</strong>.<br />
LELIUS.— Esto es d<strong>el</strong>icado. Muy d<strong>el</strong>icado. Se ha cometido un gran error en B<strong>el</strong>én. Su cuñado<br />
vivía en la ciudad, tuvo allí no sé qué embrollada historia de un robo y, finalmente, <strong>el</strong> tribunal<br />
judío le condenó a muerte.<br />
EL PUBLICANO.— Lo sé. Fue crucificado. La noticia nos llegó hace más o menos un mes.<br />
LELIUS.— Sí. Hum… Y, ¿cómo se ha tomado la cosa <strong>el</strong> jefe?<br />
EL PUBLICANO.— No ha dicho nada.<br />
LELIUS.— Sí. Malo. Muy malo eso… ¡Ah!, es un grave error. Sí. Entonces, ¿que clase de<br />
persona es <strong>el</strong> <strong>Barioná</strong> ese?<br />
EL PUBLICANO.— Duro de trato.<br />
LELIUS.— De la raza de los pequeños jefes feudales. Me lo temía. Estos montañeses son rudos<br />
como sus rocas. ¿Recibe dinero nuestro?<br />
EL PUBLICANO.— No quiere aceptar nada de Roma.<br />
LELIUS.— ¡Lástima! ¡Ah!, eso no hu<strong>el</strong>e nada bien. No nos quiere mucho, me imagino.<br />
EL PUBLICANO.— No sé. No dice nada.<br />
LELIUS.— ¿Casado? ¿Niños?
EL PUBLICANO.— Querría, dicen, pero no tiene. Es su mayor preocupación.<br />
LELIUS.— No me gusta; no me gusta nada. Tiene que tener un punto débil… ¿Las mujeres?…<br />
¿Las condecoraciones?… ¿No? En fin, ya veremos.<br />
EL PUBLICANO.— Aquí está.<br />
LELIUS.— Esto va a ser duro.<br />
Entra <strong>Barioná</strong>.<br />
EL PUBLICANO.— Buenos días, señor.<br />
BARIONÁ.— Fuera, perro. Pudres <strong>el</strong> aire que respiras y no quiero estar en la misma habitación<br />
que tú. (Sale EL PUBLICANO). Mis respetos, señor Superintendente.<br />
Escena II<br />
LELIUS, BARIONÁ<br />
LELIUS.— Os saludo, gran jefe, y os traigo <strong>el</strong> saludo d<strong>el</strong> Procurador.<br />
BARIONÁ.— Soy tanto más sensible a este homenaje cuanto más sé que soy totalmente<br />
indigno de él. Soy, en estos momentos, un hombre deshonrado, <strong>el</strong> jefe de una familia hundida.<br />
LELIUS.— ¿Queréis hablar de este deplorable asunto? El Procurador me ha encargado<br />
especialmente que os diga cuánto lamenta los rigores d<strong>el</strong> tribunal judío.<br />
BARIONÁ.— Os ruego que transmitáis al Procurador mi agradecimiento por su graciosa<br />
solicitud. Me refresca y me sorprende como una corriente bienhechora en <strong>el</strong> corazón tórrido<br />
d<strong>el</strong> verano. Conociendo <strong>el</strong> poder absoluto d<strong>el</strong> Procurador, y viendo que permitía a los judíos<br />
semejante arresto, había pensado que lo aprobaba.<br />
LELIUS.— Pues bien, os equivocabais. Os equivocabais de medio a medio. Intentamos<br />
presionar al tribunal judío, pero, ¿qué podíamos hacer? Fue inquebrantable y deploramos su<br />
c<strong>el</strong>o intempestivo. Haced como nosotros, jefe: endureced vuestro corazón y sacrificad vuestro<br />
resentimiento a los intereses de Palestina. Os digo que no hay interés más urgente, aunque para<br />
algunos conlleve aspectos desagradables, que conservar sus costumbres y su administración<br />
local.<br />
BARIONÁ.— No soy más que un jefe de pueblo y me excusaréis si no entiendo nada de esa<br />
política. Mi razonamiento es, ciertamente, más obtuso: yo diría que he servido a Roma con<br />
lealtad y que Roma es todopoderosa. Por tanto, es necesario que haya dejado de agradarle para<br />
que deje que mis enemigos de la ciudad me hagan esa injuria. Por un momento creí ponerme a<br />
salvo de sus odios deshaciéndome de todos mis poderes. Pero los habitantes de este pueblo,<br />
que han mantenido su confianza en mí, me rogaron que siguiera al frente.<br />
LELIUS.— ¿Y habéis aceptado? En buena hora. Habéis comprendido que un jefe debe poner<br />
los asuntos públicos por d<strong>el</strong>ante de sus rencores personales.<br />
BARIONÁ.— No tengo ningún rencor hacia Roma.<br />
LELIUS.— Perfecto. Perfecto. Perfecto. Hum… Los intereses de vuestra patria, jefe, son dejar<br />
que guíe suavemente sus pasos hacia la independencia por la mano firme y benevolente de<br />
Roma.<br />
¿Queréis que os dé, ahora, la ocasión de probar al Procurador que vuestra amistad por Roma<br />
está tan viva como siempre?<br />
BARIONÁ.— Os escucho.
LELIUS.— Roma está involucrada, contra su deseo, en una larga y difícil guerra. Más que como<br />
una ayuda efectiva, apreciaría una contribución extraordinaria de Judea a sus gastos de guerra<br />
como un testimonio de solidaridad.<br />
BARIONÁ.— ¿Queréis subir los impuestos?<br />
LELIUS.— Roma lo necesita.<br />
BARIONÁ.— ¿La capitación?<br />
LELIUS.— Sí.<br />
BARIONÁ.— No podemos pagar más.<br />
LELIUS.— No se os pide más que un pequeño esfuerzo. El Procurador <strong>el</strong>eva la capitación a<br />
dieciséis dracmas.<br />
BARIONÁ.— ¡Dieciséis dracmas! Pero vamos a ver. Esos viejos montones de tierra roja,<br />
agrietados, hendidos, cuarteados, como nuestras manos, esas son nuestras casas. Se deshacen<br />
en polvo; tienen cien años. Mirad a esa mujer que pasa, encorvada bajo <strong>el</strong> peso de su fardo, a<br />
ese tipo que lleva un hacha: no son más que viejos. Todos viejos. El pueblo agoniza ¿Habéis<br />
oído <strong>el</strong> grito de algún niño desde que estáis aquí? Puede que quede una veintena de<br />
muchachos. Pronto se irán <strong>el</strong>los también. ¿Qué podría retenerles? Para comprar la miserable<br />
carreta que utiliza todo <strong>el</strong> pueblo nos hemos endeudado hasta <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo. Los impuestos nos<br />
agotan, nuestros pastores necesitan hacer diez leguas para llevar nuestros corderos a unos<br />
pastos miserables. El pueblo se desangra. Desde que vuestros colonos romanos han puesto las<br />
serrerías mecánicas en B<strong>el</strong>én, nuestra sangre más joven corre de roca en roca, como una fuente<br />
cálida, en hemorragias y cascadas, a regar las tierras bajas. Nuestros jóvenes están allí, en la<br />
ciudad. En la ciudad, donde se les reduce a servidumbre, donde se les paga un salario de<br />
hambre, en la ciudad, que les matará a todos como ha matado a Simón, mi cuñado. Este<br />
pueblo agoniza, señor Superintendente, ya apesta. Y venís a apretar más a esta carroña, venís<br />
todavía a pedirnos oro para vuestras ciudades, para la llanura. Dejadnos morir tranquilos.<br />
Dentro de cien años no quedará ni rastro de nuestra aldea, ni en esta tierra ni en la memoria de<br />
los hombres.<br />
LELIUS.— Y bien, gran jefe, por lo que a mí respecta, soy muy sensible a lo que tan bien habéis<br />
querido decirme y comprendo vuestras razones; pero ¿qué puedo hacer yo? El hombre está de<br />
corazón con vos, pero <strong>el</strong> funcionario romano ha recibido órdenes y tiene que ejecutarlas.<br />
BARIONÁ.— Sí. ¿Y si rehusáramos pagar <strong>el</strong> impuesto?<br />
LELIUS.— Sería una grave imprudencia. El Procurador no admitiría esa mala voluntad. Creo<br />
que puedo deciros que sería muy severo. Confiscaría vuestros corderos.<br />
BARIONÁ.— ¿Vendrían los soldados a nuestro pueblo como lo hicieron en Hebrón <strong>el</strong> año<br />
pasado? ¿Violarían a nuestras mujeres y se llevarían nuestros animales?<br />
LELIUS.— Sois vos quien puede evitarlo.<br />
BARIONÁ.— Está bien. Voy a reunir al Consejo de Ancianos para darle cuenta de vuestras<br />
peticiones. Contad con una rápida resolución. Deseo que <strong>el</strong> Procurador se acuerde durante<br />
mucho tiempo de nuestra docilidad.<br />
LELIUS.— Podéis estar seguro. El Procurador tendrá en cuenta vuestras dificultades actuales,<br />
que yo le describiré fi<strong>el</strong>mente. Estad seguros de que si podemos ayudaros no nos quedaremos<br />
inactivos. Os saludo, gran jefe.<br />
BARIONÁ.— Mis respetos, señor Superintendente.<br />
Sale.
LELIUS (Solo).— Esta súbita obediencia me da mala espina; este salvaje de ojos de fuego<br />
medita un golpe bajo. ¡Leví! ¡Leví! (Entra EL PUBLICANO). Dadme un poco más de vuestro<br />
aguardiente, amigo mío, porque tengo que prepararme para grandes problemas.<br />
T<strong>el</strong>ón<br />
EL ANUNCIADOR.— El funcionario romano tiene razón. Tiene razón al desconfiar, porque<br />
<strong>Barioná</strong>, nada más salir de casa d<strong>el</strong> publicano, ha hecho sonar la trompeta para llamar a los<br />
Ancianos al Consejo.
SEGUNDO CUADRO<br />
D<strong>el</strong>ante de las murallas d<strong>el</strong> pueblo.<br />
Escena I<br />
EL CORO DE ANCIANOS<br />
Sonido de trompetas entre bastidores, los Ancianos van entrando poco a poco.<br />
EL CORO DE ANCIANOS<br />
He aquí que la trompeta ha sonado.<br />
Nos hemos revestido con nuestros trajes de ceremonia<br />
y hemos franqueado las puertas de bronce<br />
y nos sentamos d<strong>el</strong>ante d<strong>el</strong> muro de piedra roja<br />
como en los tiempos pasados.<br />
Nuestro pueblo agoniza y sobre nuestras casas<br />
de tierra seca<br />
planea <strong>el</strong> vu<strong>el</strong>o negro d<strong>el</strong> cuervo.<br />
¿Para qué reunir <strong>el</strong> Consejo<br />
cuando nuestro corazón está en cenizas<br />
y rondan nuestra cabeza<br />
pensamientos de impotencia?<br />
PRIMER ANCIANO.- ¿Qué se quiere de nosotros? ¿Para qué reunirnos? Antaño, en <strong>el</strong> tiempo de<br />
mi juventud, las decisiones d<strong>el</strong> Consejo eran eficaces y jamás me eché para atrás ni siquiera<br />
ante los propósitos mas atrevidos. Pero hoy, ¿de qué sirven?<br />
EL CORO<br />
¿Para qué hacernos salir de nuestros agujeros<br />
donde nos enterramos para morir<br />
como bestias enfermas?<br />
Desde lo alto de esos muros, en otro tiempo,<br />
nuestros padres rechazaron al enemigo,<br />
pero ahora están agrietados, se desmoronan.<br />
Nos repugna mirarnos a la cara<br />
porque nuestros rostros arrugados<br />
nos recuerdan tiempos perdidos.<br />
SEGUNDO ANCIANO.- Se dice que un romano ha llegado al pueblo y que se ha alojado en casa<br />
de Leví, <strong>el</strong> publicano.<br />
TERCER ANCIANO.- ¿Qué quiere de nosotros? ¿Se puede arrear a un asno muerto? No<br />
tenemos dinero y seríamos malos esclavos. ¡Que nos dejen reventar en paz!<br />
EL CORO
Aquí está <strong>Barioná</strong>, nuestro jefe.<br />
Es joven todavía, pero<br />
su corazón está más arrugado que los nuestros.<br />
Llega, y su frente<br />
parece que le arrastra a tierra.<br />
Anda lentamente, y su alma está llena de hollín.<br />
BARIONÁ entra lentamente, todos se levantan.<br />
BARIONÁ.- ¡Oh, compañeros míos!<br />
EL CORO.- ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>!<br />
Escena II<br />
CONSEJO DE ANCIANOS, BARIONÁ<br />
BARIONÁ.- Un romano ha venido al pueblo trayendo órdenes d<strong>el</strong> procurador. Parece que<br />
Roma está en guerra. Pagaremos, por lo tanto, una capitación de dieciséis dracmas.<br />
EL CORO.- ¡Ay!<br />
PRIMER ANCIANO.- <strong>Barioná</strong>, no podemos, no podemos pagar ese impuesto. Nuestros brazos son<br />
demasiados débiles y nuestros animales revientan. Un mal hado se ha cernido sobre<br />
nuestro pueblo. No obedeceremos a Roma.<br />
SEGUNDO ANCIANO.- Bien, entonces los soldados vendrán aquí a coger tus corderos, como<br />
hicieron en Hebrón <strong>el</strong> invierno pasado, te arrastrarán de la barba por los caminos y <strong>el</strong><br />
tribunal de B<strong>el</strong>én hará que te apaleen la plantea de los pies.<br />
PRIMER ANCIANO.- Entonces, ¿tú eres partidario de que paguemos? Te has vendido a los<br />
romanos.<br />
SEGUNDO ANCIANO.- No me he vendido, pero soy menos estúpido que tú y sé ver las cosas:<br />
cuando <strong>el</strong> enemigo es más fuerte, sé que hay que agachar la cabeza.<br />
PRIMER ANCIANO.- ¿Me escucháis compañeros? ¿Así de bajo hemos caído? Hasta aquí hemos<br />
cedido ante la fuerza, pero ya basta; lo que no podemos hacer, no lo haremos. Iremos a<br />
coger a ese romano a casa de Leví y le colgaremos de las almenas de nuestras murallas.<br />
SEGUNDO ANCIANO.- Quieres reb<strong>el</strong>arte, tú que tienes menos fuerza que un niño. Tu espada<br />
se caería de tu brazo senil al primer golpe y harías que nos masacrasen a todos.<br />
PRIMER ANCIANO.- ¿Acaso he dicho que haría la guerra yo mismo? Todavía hay entre<br />
nosotros quien no tiene ni treinta y cinco años.
SEGUNDO ANCIANO.- ¿Y les predicas la reb<strong>el</strong>ión a <strong>el</strong>los? ¿Quieres que <strong>el</strong>los luchen para que tú<br />
puedas guardar tus cuartos?<br />
TERCER ANCIANO.- ¡Silencio! Escuchemos a <strong>Barioná</strong>.<br />
EL CORO.- ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>! Escuchemos a <strong>Barioná</strong>.<br />
BARIONÁ.- Pagaremos ese impuesto.<br />
EL CORO.- ¡Ay<br />
BARIONÁ.- Pagaremos ese impuesto. (Silencio) ¡Pero nadie, después de nosotros, pagará más<br />
impuestos en este pueblo!<br />
PRIMER ANCIANO.- ¿Cómo será eso posible?<br />
BARIONÁ.- Porque no habrá nadie para pagar <strong>el</strong> impuesto. ¡Oh, compañeros míos!, ved en que<br />
estado nos encontramos: vuestros <strong>hijo</strong>s os han abandonado para bajar a la ciudad y<br />
vosotros habéis querido quedaros, porque sois orgullosos. Y Marcos, Simón, Balarm,<br />
Jerevhá, aunque son jóvenes todavía, siguen entre nosotros porque son orgullosos<br />
también. Y yo, que soy vuestro jefe, hago como <strong>el</strong>los. Así me lo ordenan mis antepasados.<br />
Y sin embargo, mirad: <strong>el</strong> pueblo es como un teatro vacío cuando <strong>el</strong> t<strong>el</strong>ón ha caído y los<br />
espectadores lo han abandonado. Las grandes sombras de las montañas han caído sobre<br />
él. Os he reunido y estamos todos aquí, sentados ante <strong>el</strong> ocaso d<strong>el</strong> sol. Sin embargo, cada<br />
uno de nosotros está solo, en la negrura, y <strong>el</strong> silencio nos rodea como un muro. Un<br />
silencio muy extraño: <strong>el</strong> menor sollozo de un niño bastaría para romperlo, pero si nosotros<br />
uniésemos nuestras fuerzas y gritásemos todos juntos, nuestras viejas voces se romperían<br />
contra él. Estamos encadenados a nuestra roca como viejas águilas sarnosas. Los que<br />
todavía son jóvenes de cuerpo han envejecido en <strong>el</strong> alma y su corazón está duro como una<br />
piedra porque no esperan nada desde su infancia. No esperan nada, salvo la muerte. Todo<br />
esto era ya así en tiempos de nuestros padres: <strong>el</strong> pueblo agoniza desde que los romanos<br />
entraron en Palestina y aquél de entre nosotros que engendra una nueva vida es culpable<br />
de prolongar esta agonía. Escuchad: <strong>el</strong> mes pasado, cuando me contaron la muerte de mi<br />
cuñado, subí a lo alto d<strong>el</strong> monto Sarón; ví nuestro pueblo aplastado bajo <strong>el</strong> sol y medité en<br />
mi corazón. Pensé: nunca he salido de mi terruño y sin embargo conozco <strong>el</strong> mundo,<br />
porque allí donde se encuentre un hombre, <strong>el</strong> mundo entero se agolpa a su alrededor. Mi<br />
brazo es todavía vigoroso, pero soy sabio como un anciano. Ahora es <strong>el</strong> momento de<br />
dejar de hablar de sabiduría. Con las águilas sobre mi cabeza en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o frío, yo miraba<br />
nuestro pueblo y la sabiduría me dijo: <strong>el</strong> mundo no es más que una caída interminable, <strong>el</strong><br />
mundo no es más que una mota de polvo que no termina nunca de caer. Las personas y<br />
las cosas aparecen de repente en un punto de la caída y, apenas aparecidos, son arrastrados<br />
por esta caída universal y empiezan también a caer, se atomizan y se deshacen. ¡Oh,<br />
compañeros!, mi sabiduría me ha dicho: la vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo<br />
<strong>el</strong> mundo resulta vencido: todo ha ocurrido siempre para mal y la mayor locura d<strong>el</strong> mundo<br />
es la esperanza.<br />
EL CORO.- ¡ La mayor locura d<strong>el</strong> mundo es la esperanza!.
BARIONÁ.- Entonces, compañeros, no debemos resignarnos a la caída, porque la resignación<br />
es indigna d<strong>el</strong> hombre. Por eso os digo: con resolución tenemos que acostumbrar nuestras<br />
almas a la desesperanza. Cuando descendí d<strong>el</strong> monte Sarón mi corazón estaba cerrado<br />
como un puño sobre mi dolor: lo apretaba fuerte y duramente, como un ciego aprieta su<br />
bastón con su mano. Compañeros míos, cerrad vuestros corazones sobre vuestra pena,<br />
apretad fuerte, apretad duro porque la dignidad d<strong>el</strong> hombre está en su desesperanza. Esta<br />
es mi decisión: no nos reb<strong>el</strong>aremos—a un viejo perro tiñoso que se reb<strong>el</strong>a, se le manda a<br />
su perrera de una patada--. Pagaremos <strong>el</strong> impuesto para que nuestras mujeres no sufran.<br />
Pero <strong>el</strong> pueblo va a amortajarse con sus propias manos. No haremos más niños. ¡He<br />
dicho!<br />
PRIMER ANCIANO.- ¿Qué? ¿No más niños?<br />
BARIONÁ.- No más niños. No tendremos más r<strong>el</strong>aciones com nuestrs mujeres. No queremos<br />
perpetuar la vida ni prolongar los sufrimientos de nuestra raza. No engendraremos más,<br />
consumiremos nuestra vida meditando <strong>el</strong> mal, la injusticia y <strong>el</strong> sufrimiento. Dentro de un<br />
cuarto de siglo, los últimos de nosotros estarán muertos. Tal vez yo parta <strong>el</strong> último. En<br />
ese caso, cuando sienta que llega mi hora, me revestiré con <strong>el</strong> traje de fiesta y me tumbaré<br />
en la plaza mayor con la cara mirando al ci<strong>el</strong>o. Los cuervos limpiarán mi carroña y <strong>el</strong><br />
viento dispersará mis huesos. Entonces <strong>el</strong> pueblo retornará a la tierra. El viento golpeará<br />
las puertas de las casas vacías, nuestras murallas de piedra se derretirán como la nieve de<br />
primavera en las laderas de las montañas, no quedará nada de nosotros sobre la tierra ni en<br />
la memoria de los hombres.<br />
EL CORO.- ¿Es posible que pasemos <strong>el</strong> resto de nuestros días sin ver la sonrisa de un niño, con<br />
<strong>el</strong> oscuro silencio espesándose a nuestro alrededor? ¿Para quién, ¡ay!, trabajaríamos?<br />
BARIONÁ.- ¿Qué? ¡Os lamentáis? ¿Osaríais, entonces, crear vidas jóvenes con vuestra sangre<br />
podrida? ¿Queréis refrescar con hombres nuevos la interminable agonía d<strong>el</strong> mundo? ¿Qué<br />
destino deseáis para vuestros futuros <strong>hijo</strong>s? ¿Qué se queden aquí, como buitres en una<br />
jaula, solitarios y desplumados? ¿O bien que bajen allí, a las ciudades, para convertirse en<br />
esclavos de los romanos, trabajar por salarios de hambre para acabar, a lo mejor, muriendo<br />
en la cruz? Obedeceréis. Y deseo que nuestro ejemplo sea anunciado por toda Judea y<br />
que sea <strong>el</strong> origen de una nueva r<strong>el</strong>igión, la r<strong>el</strong>igión de la nada , y que los romanos sean los<br />
dueño de nuestras ciudades desiertas y que nuestra sangre caiga sobre sus cabezas. Repetid<br />
conmigo <strong>el</strong> juramento que voy hacer: ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera, d<strong>el</strong>ante de<br />
Jehová, juro no engendrar nunca más. Y si falto a mi juramento, que mi <strong>hijo</strong> nazca ciego,<br />
que sufra la lepra, que sea un objeto de desprecio para los demás y de vergüenza y dolor<br />
par mí. Repetid, judíos, repetid:<br />
EL CORO.- Ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera…<br />
LA MUJER DE BARIONÁ.- ¡Parad!<br />
Escena III<br />
CONSEJO DE ANCIANOS, BARIONÁ, SARA
BARIONÁ.- ¿Qué quieres, Sara?<br />
SARA.- ¡Parad!<br />
BARIONÁ.- ¿Qué pasa? ¡Habla!<br />
SARA.- Yo… Venía a anunciarte…, ¡oh <strong>Barioná</strong>!, me acabas de maldecir: has maldecido mi<br />
vientre y <strong>el</strong> fruto de mi vientre.<br />
BARIONÁ.- ¿No querrás decir que…?<br />
SARA.- Sí. Estoy embarazada, <strong>Barioná</strong>. Venía a hacért<strong>el</strong>o saber, estoy embarazada de ti.<br />
BARIONÁ.- ¡AY!<br />
EL CORO.- ¡Ay<br />
SARA.- Has entrado en mí y me has fecundado y yo me he abierto a ti y hemos rezado juntos<br />
a Jehová para que nos diese un <strong>hijo</strong>. Y hoy que lo llevo dentro de mi y que nuestra unión<br />
ha sido por fin bendecida, me rechazas y ofreces nuestro <strong>hijo</strong> a la muerte. <strong>Barioná</strong>, me has<br />
mentido. Me has poseído y me has hecho sangrar y he sufrido sobre tu cama y he<br />
aceptado todo porque creía que tú querías un <strong>hijo</strong>. Pero ahora veo que mentías y que<br />
buscabas simplemente tu placer. Y todas las alegrías que mi cuerpo te ha dado, todas las<br />
caricias que te he dado y he recibido, todos nuestros besos, todos nuestros abrazos, yo, a<br />
mi vez, los maldigo.<br />
BARIONÁ.- ¡Sara! No es verdad, no te he mentido. Quería un <strong>hijo</strong>. Pero hoy he perdido toda<br />
esperanza y toda fe. Es por este niño que tanto he deseado y que llevas dentro de ti por lo<br />
que no quiero que nazca. Es por él. Ve al hechicero, te dará unas hierbas y quedarás estéril.<br />
SARA..- <strong>Barioná</strong>, te lo suplico.<br />
BARIONÁ.- Sara, soy señor d<strong>el</strong> pueblo y dueño de la vida y de la muerte. He decidido que mi<br />
familia se extinguirá conmigo. Ve. No hay vu<strong>el</strong>ta atrás; él habría sufrido y te habría<br />
maldecido.<br />
SARA.- Aunque tuviese la seguridad de que me traicionaría, de que <strong>el</strong> moriría en la cruz como<br />
los ladrones y aunque me maldijera, incluso así, le traería al mundo.<br />
BARIONÁ.- Pero, ¿por qué? ¿por qué?<br />
SARA.- no lo sé. Acepto por él todos los sufrimientos que va a padecer aunque sé que yo los<br />
sentiré también en mi propia carne, No hay una espina en su camino que pueda clavarse<br />
en su pié sin clavarse también en mi corazón. Sangraré a borbotones por sus dolores.<br />
BARIONÁ.- ¿Y crees que los aligerarás con tu llanto? Nadie podrá padecer por él sus<br />
sufrimientos: para sufrir y para morir se está siempre solo . Incluso si estuvieras al pié de
su cruz, <strong>el</strong> estaría sufriendo sólo su agonía. Es por tu alegría por lo que le quieres dar a luz,<br />
no por la suya. No le amas lo suficiente.<br />
SARA.- Le amo ya, tal y como puede ser. A ti, te <strong>el</strong>egí entre todos, vine a ti porque eras <strong>el</strong> más<br />
hermoso y <strong>el</strong> más fuerte . Pero aquél a quien espero no lo he <strong>el</strong>egido y, sin embargo, lo<br />
espero. Le amo por ad<strong>el</strong>antado, aunque sea feo, aunque sea ciego. Aunque vuestra<br />
maldición lo cubra de lepra, amo por ad<strong>el</strong>antado a este niño sin nombre y sin cara, a mi<br />
niño.<br />
BARIONÁ.- Si le amas, ten compasión de él. Déjale dormir <strong>el</strong> sueño tranquilo de los no<br />
nacidos. ¿Quieres darle como patria una Judea esclavizada? ¿Por morada esta roca h<strong>el</strong>ada y<br />
ventosa? ¿Por cobijo este montón de arcilla agrietada? ¿Por compañeros estos viejos<br />
amargados? ¿Y por familia nuestra familia deshonrada?<br />
SARA .- Quiero darle también <strong>el</strong> sol y <strong>el</strong> aire fresco y las sombras violetas de las montañas y la<br />
risa de las niñas. Te lo ruego, deja que nazca un niño, deja que <strong>el</strong> mundo tenga, de nuevo,<br />
una oportunidad.<br />
BARIONÁ.- ¡Cállate! Es una trampa. Siempre creemos que hay una oportunidad más. Cada vez<br />
que se trae un niño al mundo creemos que le damos una oportunidad, y no es cierto. Los<br />
naipes están marcados de antemano. La miseria, la desesperanza, la muerte, le esperan en<br />
cada esquina.<br />
SARA.- <strong>Barioná</strong>, estoy ante ti como una esclava ante su señor y te debo obediencia. Sin<br />
embargo, sé que te equivocas y que haces mal. No conozco <strong>el</strong> arte de la oratoria y no<br />
encontraría ni las palabras ni las razones que pudieran confundirte. Pero en tu presencia<br />
tengo miedo: estás ahí, rebosante de orgullo y de mala voluntad como un áng<strong>el</strong> reb<strong>el</strong>de,<br />
como <strong>el</strong> Áng<strong>el</strong> de la desesperación, pero mi corazón no está contigo.<br />
Entra LELIUS.<br />
LELIUS.- Señora, señores.<br />
EL CORO.- El romano…<br />
Se levantan todos.<br />
Escena IV<br />
Los mismos, LELIUS<br />
LELIUS.- Pasaba por aquí, señores, y he sorprendido vuestro debate. ¡Ejem! Permitidme, jefe,<br />
que apoye los argumentos de vuestra esposa y que os exponga <strong>el</strong> punto de vista de Roma.<br />
La señora, si me queréis creer, demuestra un sentido exquisito de las realidades cívicas y<br />
esto debería avergonzaros, jefe. Ha comprendido que, en este caso, no estáis solo y que<br />
hay que considerar en primer lugar <strong>el</strong> interés de la sociedad. Roma, tutora benevolente de
Judea, está involucrada en una guerra que promete ser muy larga y, sin duda, vendrá <strong>el</strong> día<br />
en que llamará a concurso a los nativos que protege, árabes, negros, isra<strong>el</strong>itas, ¿Qué<br />
ocurriría si no encontrase más que viejos para responder a esa llamada? ¿Querríais que <strong>el</strong><br />
derecho justo sucumbiese por falta de brazos que lo defendiesen? Sería escandaloso que<br />
las guerras victoriosas de Roma debieran detenerse por falta de soldados. Pero, aunque<br />
viviéramos en paz durante siglos, no olvidéis que entonces sería la industria la que<br />
reclamaría vuestros <strong>hijo</strong>s. En cincuenta años los salarios han aumentado mucho, lo que<br />
demuestra que la mano de obra es insuficiente. Y añado que esta necesidad de mantener<br />
los salarios tan altos es una pesada carga para la patronal romana. Si los judíos hacen<br />
numeroso niños, con la oferta de trabajo sobrepasando por fin la demanda, los salarios<br />
podrían bajar considerablemente, liberándose así capitales que podrían ser más útiles en<br />
otra parte. Hacednos obreros y soldados, jefe, ese es vuestro deber. Esto era lo que la<br />
señora sentía confusamente y yo estoy muy f<strong>el</strong>iz de haberle podido prestar mi modesto<br />
apoyo para explicar su sentimiento.<br />
SARA.— <strong>Barioná</strong>, no me reconozco en ese discurso. No es en absoluto lo que quería decir.<br />
BARIONÁ.– Lo sé. Sin embargo, mira quiénes son tus aliados y agacha la cabeza. Mujer, este<br />
niño que tú quieres hacer que nazca es como una nueva edición d<strong>el</strong> mundo. A través de<br />
él, las nubes y <strong>el</strong> agua y <strong>el</strong> sol y las casa y <strong>el</strong> dolor de los hombres existirán una vez más.<br />
Vas a recrear <strong>el</strong> mundo, va a formarse como una costra espesa y negra alrededor de una<br />
pequeña conciencia escandalizada que vivirá ahí, prisionera en <strong>el</strong> centro de la costra, como<br />
una larva. ¿Comprendes qué enorme incongruencia, qué monstruosa falta de sensibilidad,<br />
sería traer nuevos seres a este mundo fallido? Tener un niño es aprobar la creación en <strong>el</strong><br />
fondo d<strong>el</strong> corazón, es decirle al Dios que nos tortura: «Señor, todo está bien y te doy<br />
gracias por haber creado <strong>el</strong> universo». ¿Verdaderamente quieres cantar ese himno?<br />
¿Puedes asumir decir: si este mundo pudiera volver a hacerse, lo reharía exactamente como<br />
es? Déjalo, mi dulce Sara, déjalo. La existencia es una lepra vergonzosa que nos roe a<br />
todos, y nuestros padres han sido los culpables. Mantén tus manos puras, Sara, para que<br />
puedas decir <strong>el</strong> día de tu muerte: no dejo a nadie detrás de mía para perpetuar <strong>el</strong><br />
sufrimiento humano. Vamos, vosotros, jurad…<br />
LELIUS.– Yo impediré eso.<br />
BARIONÁ.– ¿Y cómo nos lo impediréis, señor superintendente? ¿Nos meteréis en prisión?<br />
Sería <strong>el</strong> medio más seguro de separar al hombre de la mujer y de hacerlos morir estériles,<br />
cada uno por su lado.<br />
LELIUS (terrible).– Voy a… (Calmado) ¡Hum! Voy a informar al procurador…<br />
BARIONÁ.– Ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera juro que no engendraré.<br />
EL CORO.– Ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera juro que no engendraré.<br />
BARIONÁ.– Y si faltase a mi juramento, que mi <strong>hijo</strong> nazca ciego.<br />
EL CORO.– Y si faltase a mi juramento, que mi <strong>hijo</strong> nazca ciego.
BARIONÁ.– Que sea objeto de desprecio para los demás y, para mí, de vergüenza y de dolor.<br />
EL CORO.– Que sea objeto de desprecio para los demás y, para mí, de vergüenza y de dolor.<br />
BARIONÁ.– ¡Ya está! Estamos comprometidos. Id, y sed fi<strong>el</strong>es a vuestro juramento.<br />
SARA.– ¿Y si, por <strong>el</strong> contrario, la voluntad de Dios fuera que engendrásemos?<br />
BARIONÁ.– Entonces, que haga un signo a su servidor. Pero que se dé prisa, que me envíe<br />
sus áng<strong>el</strong>es antes d<strong>el</strong> alba. Porque mi corazón está cansado de la espera y no se desprende<br />
de la desesperanza una vez que se ha probado.<br />
T<strong>el</strong>ón<br />
EL NARRADOR.– Aquí lo tenéis, he ahí a <strong>Barioná</strong> que pone al Señor en <strong>el</strong> brete de<br />
manifestarse. ¡Ah! No me gusta esto, no me gusta en absoluto… ¿Sabéis lo que se dice en<br />
mi tierra? No despertéis al gato que duerme. Cuando Dios está tranquilo todo va mal que<br />
bien, pero queda entre humanos. Nos arreglamos, nos explicamos, la vida sigue sin<br />
sobresaltos. Pero si Dios empieza a moverse, ¡pataplum! Es como un temblor de tierra y<br />
los hombres caen boca arriba o sobre sus narices. Es endiablado reencontrarse, hay que<br />
empezar otra vez. Y precisamente, en la historia que os estoy contando, Dios ha entrado<br />
en <strong>el</strong> juego. No ha debido de gustarle que <strong>Barioná</strong> le hablé así. Se ha dicho: «¿Qué es<br />
esto…?» y en la noche ha enviado a su áng<strong>el</strong> a la tierra, a alguna leguas de Bethaur. Voy a<br />
enseñaros <strong>el</strong> áng<strong>el</strong>; mirad bien y que suene la música… ¿Veis?, todos esos benditos que se<br />
acurrucan son pastores que apacientan sus rebaños en la montaña. Y, como es natural, las<br />
alas d<strong>el</strong> áng<strong>el</strong> están cuidadosamente pintadas: <strong>el</strong> artista ha hecho lo que ha podido para<br />
mostrarlo imponente. Pero voy a deciros lo que pienso yo; las cosas no son así. Creí<br />
mucho tiempo en esa imagen, mientras veía claro, porque me deslumbraba. Pero desde<br />
que no veo, he reflexionado y he cambiado de opinión. Un áng<strong>el</strong>, sabéis, no muestra sus<br />
alas de buen grado. Seguro que habéis encontrado áng<strong>el</strong>es en vuestra vida. A lo mejor los<br />
hay entre vosotros y como yo, pero <strong>el</strong> Señor ha extendido su mano sobre él y le ha dicho:<br />
mira, te necesito; por esta vez, harás de áng<strong>el</strong>… Y <strong>el</strong> buen hombre se mezcla entre los<br />
demás, completamente asombrado, como Lázaro <strong>el</strong> resucitado entre los vivos, y tiene una<br />
apariencia algo extraña, un aspecto que no es ni chicha ni limoná, porque no se<br />
acostumbra a ser áng<strong>el</strong>. Todos desconfían de él, pues por medio d<strong>el</strong> áng<strong>el</strong> llega <strong>el</strong><br />
escándalo. Y os voy a decir lo que pienso: cuando uno encuentra un áng<strong>el</strong>, a uno de<br />
verdad, empieza creyendo que es <strong>el</strong> Diablo. Pero volviendo a nuestra historia, yo vería<br />
más bien las cosas de esta manera: es una meseta, en lo alto de una montaña, los pastores<br />
están ahí, alrededor d<strong>el</strong> fuego, y uno de <strong>el</strong>los toca la armónica.<br />
Se levanta <strong>el</strong> t<strong>el</strong>ón
Simón toca la armónica<br />
EL VIAJERO.– ¡Buenas noches, muchachos!<br />
SIMÓN.– ¡Eh! ¿Quién anda por ahí?<br />
TERCER CUADRO<br />
En la montaña, por encima de Bethaur.<br />
Escena I<br />
EL VIAJERO.– Soy Pedro, <strong>el</strong> carpintero de Hebrón. Vengo de vuestro pueblo.<br />
SIMÓN.– ¡Salud, compadre! La noche es tranquila, ¿no?<br />
EL VIAJERO.– Demasiado tranquila. ¡esto no me gusta! Caminaba por la oscuridad, sobre la<br />
roca dura y estéril y creía atravesar un jardín lleno de flores enormes calentadas por <strong>el</strong> sol<br />
de final de la tarde., ¿sabes?, cuando te dejan en la nariz todo su perfume. Me alegro de<br />
haberos encontrado. Me sentía más solo en medio de esa dulzura que en medio de un<br />
huracán. Además, he encontrado en los caminos un olor espeso como la niebla.<br />
SIMÓN.– ¿Qué clse de olor?<br />
EL VIAJERO.– Más bien agradable. Pero me envolvía la cabeza, diríase que era un ser vivo,<br />
como un banco de peces, como una bandada de perdices o, más bien, como esas densas<br />
nubes de polen que planean en primavera sobre la tierra fecunda y que a veces son tan<br />
espesas que ocultan <strong>el</strong> sol. Cayó sobre mí de repente y sentí que vibraba a mi alrededor;<br />
me sentí embebido por completo.<br />
SIMÓN.– Tienes suerte. Tu olor no ha subido hasta nosotros y yo sólo hu<strong>el</strong>o <strong>el</strong> perfume<br />
natural de mis compañeros que evoca más bien al ajo y al macho cabrío.<br />
EL VIAJERO.– ¡No! Si hubieses estado en mi lugar, habrías sentido miedo, como yo. Lo que<br />
quiera que fuese crujía, canturreaba, susurraba por todas partes, a mi derecha, a mi<br />
izquierda, d<strong>el</strong>ante de mí, detrás de mí; habríase dicho que miles de capullos florecían en<br />
unos árboles invisibles, o que la naturaleza había <strong>el</strong>egido esa mesta desierta y h<strong>el</strong>ada para<br />
darse a sí misma en soledad, durante una noche de invierno, la fiesta magnífica de la<br />
primavera.<br />
SIMÓN.– ¡Loco de remate!<br />
EL VIAJERO.– Había hechicería en <strong>el</strong>lo, no me gusta que hu<strong>el</strong>a a primavera en mitad d<strong>el</strong><br />
invierno; hay un tiempo para cada estación.<br />
SIMÓN (aparte).– Se ha vu<strong>el</strong>to tarumba <strong>el</strong> pobre… (En alto) Entonces, ¿me decías que vienes de<br />
Bethaur?
EL VIAJERO.– Sí. Pasan cosas raras allí.<br />
SIMÓN.– ¡Ah! ¡Ah! ¡Siéntate y cuéntanos todo con detalle! Me encanta charlar al lado de un<br />
gran fuego, pero los pastores nunca vemos a nadie, salvo a nosotros mismos. Esos<br />
duermen y esos otros dos que v<strong>el</strong>an conmigo no tienen conversación. Apuesto a que se<br />
trata de Ruth, ¿eh? ¿La ha sorprendido su marido con Shalam? Siempre predije que eso<br />
acabaría mal. No se escondían lo suficiente.<br />
EL VIAJERO.– No das ni una. Se trata de <strong>Barioná</strong>, vuestro jefe. Se ha dirigido a Dios y le ha<br />
dicho: dame una señal antes d<strong>el</strong> alba. Si no, prohibiré a mis hombres que tengan r<strong>el</strong>aciones<br />
con sus mujeres.<br />
SIMÓN.– ¿Qué tengan r<strong>el</strong>aciones con sus mujeres? Loco de remate, se ha vu<strong>el</strong>to<br />
completamente chiflado. Sin embargo, no hacía ascos a las caricias de la suya, si lo que<br />
dicen es verdad. Seguro que <strong>el</strong>la le ha puesto los cuernos.<br />
EL VIAJERO.– No, de eso nada.<br />
SIMÓN.– ¿Entonces?<br />
EL VIAJERO.– Parece que es una cuestión política.<br />
SIMÓN.– ¡Ah! Si es una cuestión política… Pero, vamos, colega, se trata de una política muy<br />
triste. Yo no hubiera nacido si mi padre hubiera seguido esa política.<br />
EL VIAJERO.– Eso es lo que quiere <strong>Barioná</strong>: impedir que nazcan niños.<br />
SIMÓN.– ¡Guau! Bueno, si yo no hubiera nacido, lo sentiría en <strong>el</strong> alma. No todos los días van<br />
como uno querría, no lo discuto. Pero mira: hay momentos que no son d<strong>el</strong> todo malos, se<br />
toca un poco la guitarra, se bebe un poco de vino y, además uno ve a su alrededor, en las<br />
otras montañas, fuegos de pastor como éste que le guiñan <strong>el</strong> ojo. ¡Eh!, vosotros, ¿oís eso?<br />
<strong>Barioná</strong> prohíbe a sus hombres que se acuesten con sus mujeres.<br />
CAIFÁS.– ¿No? Y, ¿con quién se van a acostar?<br />
EL VIAJERO.– Con nadie.<br />
PABLO.– ¡Pobrecillos! Van a acabar furiosos.<br />
EL VIAJERO.– Pastores ¡y vosotros qué? También os afecta, pues al fin y al cabo, sois de<br />
Bethaur.<br />
SIMÓN.– ¡Bah! A nosotros no nos fastidiará mucho. El invierno es una estación muerta para<br />
los amores, pero en primavera las chicas de Hebrón vendrían a buscarnos a la montaña. Y,<br />
además si hubiese que descansar una temporada no lo echaría demasiado de menos: para<br />
mi gusto siempre me han querido demasiado.<br />
EL VIAJERO.– Bueno, me voy, que Dios os guarde.
CAIFÁS.– ¿No te bebes antes un traguito?<br />
EL VIAJERO.– ¡A fe que no! No estoy todavía tranquilo. No sé lo que pasa esta noche en la<br />
montaña, pero quiero darme prisa para llegar a casa. Cuando los <strong>el</strong>ementos c<strong>el</strong>ebran fiesta,<br />
no conviene andar por los caminos. ¡Buenas noches!<br />
SIMÓN, CAIFÁS Y PABLO.– ¡Buenas noches<br />
CAIFÁS.– ¿Qué es todo eso que cuenta?<br />
SIMÓN.– ¿Crees que lo sé? Ha percibido un olor, oído cierto ruido… ¡Bobadas!<br />
Un silencio.<br />
PABLO.– Sin embargo, este Pedro tiene la cabeza en su sitio.<br />
CAIFÁS.– ¡Bah!... Es posible que realmente haya visto algo. Quien va a menudo por los<br />
caminos su<strong>el</strong>e tener encuentros extraños.<br />
SIMÓN.– Sea lo que sea aqu<strong>el</strong>lo que ha visto, espero que no llegue hasta aquí.<br />
PABLO.– Venga tú, tócanos algo.<br />
Simón toca la armónica.<br />
CAIFÁS.– ¿Qué pasa?<br />
SIMÓN.– No tengo ganas de tocar.<br />
Un silencio.<br />
CAIFÁS.– No sé que tiene a los corderos inquietos: desde la caída de la noche no he hecho<br />
más que oír sus cencerros.<br />
PABLO.– Y los perros están nerviosos: ladran a la luna y no hay luna.<br />
Un silencio.<br />
CAIFÁS.– No acabo de entenderlo: <strong>Barioná</strong> prohibiendo a los hombres r<strong>el</strong>aciones con sus<br />
mujeres. Ha debido cambiar mucho, era un famoso conquistador. Y más de una de entre<br />
las mujeres de los alrededores de Bethaur debe de acordarse.<br />
PABLO.– Mal asunto para su mujer: ¡es una guaperas este <strong>Barioná</strong>!<br />
CAIFÁS.– ¿Y <strong>el</strong>la qué? Ya me gustaría que estuviera en mi cama mejor que en la d<strong>el</strong> <strong>Trueno</strong>.<br />
Un silencio.
SIMÓN.– ¡Eh ¡ es verdad que hay en nuestro derredor un olor que no es <strong>el</strong> nuestro.<br />
CAIFÁS.– Sí, hu<strong>el</strong>e mucho. Es una noche extraña. Mirad que cerca están las estr<strong>el</strong>las, se diría<br />
que <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o se ha posado en la tierra. Y, sin embargo, está oscura como boca de lobo.<br />
PABLO.– Hay noches como ésta. Parece que van a parir algo, de tanto como pesan y,<br />
finalmente, no sale más que un poco de viento al alba.<br />
CAIFÁS.– Tú no ves más que viento, Pero las noches como estas con más ricas en auspicios<br />
que la mar en peces. Hace siete años, me acordaré siempre, v<strong>el</strong>aba aquí mismo y eras una<br />
noche que te ponía los p<strong>el</strong>os de punta; gritaba y gemía por todas partes; la hierba estaba<br />
tumbada como si <strong>el</strong> viento la hubiese azotado con pezuñas y, sin embargo, no había una<br />
brizna de viento. Al día siguiente, cuando llegue a casa, mi vieja me dijo que padre había<br />
muerto. (Simón estornuda) ¿Qué pasa?<br />
SIMÓN.– Es este perfume, que me hace cosquillas en las narices. Es más fuertes por<br />
momentos. Uno creería que está en <strong>el</strong> bazar de un p<strong>el</strong>uquero árabe. Entonces, ¿creéis que<br />
pasará algo esta noche?<br />
CAIFÁS.– Sí.<br />
SIMÓN.– Será un acontecimiento considerable, a juzgar por la fuerza de este olor. La muerte<br />
de un rey por lo menos. No me siento nada tranquilo, no necesito que los muertos me<br />
hagan señales y me parece que los reyes podrían morirse muy a gusto sin tenerse que<br />
anunciar en la cima de las montañas. Las muertes de reyes son historias para que se<br />
ocupen las gentes ociosas de las ciudades. Pero nosotros no tenemos necesidad de eso<br />
aquí.<br />
CAIFÁS.– ¡Chish…! ¡Cállate!<br />
SIMÓN.– ¿Qué pasa?<br />
CAIFÁS.– Diría que no estamos solos. Siento como una presencia, pero no podría decir cuál<br />
de mis cinco sentidos me avisa. Noto como algo redondo y suave pegado a mí.<br />
SIMÓN.– ¡Ay, ay, ay! ¿Qué tal si despertamos a los demás? Percibo cerca de mí algo tierno y<br />
caliente que se frota, como los domingos, cuando cojo <strong>el</strong> gato de casa sobre mis rodillas.<br />
CAIFÁS.– Mis narices están desbordadas por un olor enorme y suave, <strong>el</strong> perfume me envu<strong>el</strong>ve<br />
como <strong>el</strong> mar. Es un perfume que palpita, que me roza y que me ve, una suavidad gigante<br />
que fluye a través de mi pi<strong>el</strong> hasta mi corazón. Estoy penetrado hasta la médula por una<br />
vida que no es la mía y que no conozco. Estoy perdido en <strong>el</strong> fondo de otra vida como en<br />
<strong>el</strong> fondo de un pozo. Me asfixio, estoy ahogado en perfume, levanto las cabeza y ya no<br />
veo las estr<strong>el</strong>las; pilares inmensos de una ternura extraña se <strong>el</strong>evan alrededor de mí hasta<br />
los Ci<strong>el</strong>os y soy más pequeño que una lombriz.<br />
PABLO.– es verdad, ya no se ven las estr<strong>el</strong>las.
SIMÓN.– Se está pasando, <strong>el</strong> olores menos fuerte.<br />
CAIFÁS.– Sí…, se va, se está pasando. Se acabó. ¡Cómo están de vacíos la tierra y los ci<strong>el</strong>os<br />
ahora! Venga vu<strong>el</strong>ve a tocar la armónica, vamos a seguir con nuestra guardia.<br />
Seguramente no será la única maravilla que veamos esta noche. Pablo, pon un tronco en <strong>el</strong><br />
fuego que se va a apagar.<br />
Entra EL ÁNGEL<br />
EL ÁNGEL.– ¿Puedo calentarme un poco?<br />
PABLO.– ¿Quién eres?<br />
EL ÁNGEL.– Vengo de Hebrón, tengo frío.<br />
Escena II<br />
Los mismos y EL ÁNGEL<br />
CAIFÁS.– Caliéntate si quieres. Y si tienes sed, ahí tienes vino. (Un silencio) ¿Has subido por<br />
<strong>el</strong> camino de las cabras?<br />
EL ÁNGEL.– No lo sé. Sí, creo que sí.<br />
CAIFÁS.– ¿Has percibido <strong>el</strong> olor que vaga por los caminos?<br />
EL ÁNGEL.– ¿Qué olor?<br />
CAIFÁS.– Un olor… No, si no lo has olido, no hay nada que decir. ¿Tienes hambre?<br />
EL ÁNGEL.– No.<br />
CAIFÁS.– Estás pálido como la muerte.<br />
EL ÁNGEL.– Estoy pálido porque me han dado un golpe.<br />
CAIFÁS.– ¿Un golpe?<br />
EL ÁNGEL.– Sí. Me alcanzó como un culatazo. Da igual, Ahora tengo que ver a Simón,<br />
Pablo y Caifás. Sois vosotros, ¿no es así?<br />
LOS TRES.– Sí.<br />
EL ÁNGEL.– Tú eres Simón, ¿no es eso? ¿y tu Pablo? ¿Y tu? ¿tú eres Caifás?<br />
CAIFÁS.– ¿De qué nos conoces? ¿Eres de Hebrón?
PABLO.– Tiene aspecto de estar dormido de pie, palabra. (En alto) ¿Y quieres algo de<br />
nosotros?<br />
EL ÁNGEL.– Sí, os he buscado entre vuestro rebaños y vuestros perros han aullado al verme.<br />
SIMÓN (aparte).— ¡Ahora comprendo!<br />
EL ÁNGEL.– Tengo un mensaje para vosotros.<br />
SIMÓN.– ¿Un mensaje?<br />
EL ÁNGEL.– Sí. Perdonadme. El camino es largo y ya no sé lo que iba deciros. Tengo frío.<br />
(Con ardor) Señor, mi boca tiene un sabor amargo y mis hombros se hunden bajo tu<br />
enorme peso. Os llevo, Señor, y es cómo si llevase la tierra entera (A los otros). Os he<br />
asustado, ¿no? Me he acercado a vosotros en la noche, los perros aullaban a la muerte<br />
cuando pasaba y tengo frío. Siempre tengo frío.<br />
SIMÓN.– Es un pobre chiflado.<br />
CAIFÁS.– ¡Cállate! Y tú, danos tu mensaje.<br />
EL ÁNGEL.– ¿El mensaje? ¡Ah, sí, <strong>el</strong> mensaje! Es éste: despertaos compañeros y poneos en<br />
marcha. Iréis a Bethaur y gritaréis la buena nueva.<br />
CAIFÁS.– ¿Y cuál es?<br />
EL ÁNGEL.– Escuchad: es en B<strong>el</strong>én, en un establo. Atended y que se haga <strong>el</strong> silencio. Hay<br />
en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o un gran vacío y una gran espera, porque todavía no ha ocurrido nada. Y en mi<br />
cuerpo tengo un frío semejante al frío d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o. En estos momentos, en un establo, hay<br />
una mujer acostada sobre la paja. Guardad silencio porque <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o se ha vaciado por<br />
completo, como un gran agujero, está desierto y los áng<strong>el</strong>es tienen frío. ¡Ah! ¡Qué frío<br />
tienen!<br />
SIMÓN.– Eso no tiene aspecto alguno de buena noticia.<br />
CAIFÁS.– ¡Cállate!<br />
Un largo silencio.<br />
EL ÁNGEL.– ¡Ya está! ¡Ha nacido! Su espíritu infinito y sagrado está prisionero en un cuerpo<br />
de niño todo sucio y extraña de sufrir y de ignorar. Ahí está. Nuestro soberano ahora es<br />
simplemente un niño. Un niño que no sabe hablar. Tengo frío, Señor, ¡qué frío tengo!<br />
Pero ya basta de llorar por la pena de los áng<strong>el</strong>es y <strong>el</strong> inmenso desierto de los ci<strong>el</strong>os. En la<br />
tierra, por doquier, pululan olores ligeros y les ha llegado a los hombres la hora de la<br />
alegría. No tengáis miedo de mí, Simón, Caifás, Pablo; despertad a vuestros compañeros.<br />
Sacuden a los dormidos.
PRIMER PASTOR.– ¿Eh? ¿Qué pasa?<br />
SEGUNDO PASTOR.– Dejadme dormir. Estaba soñando que tenía entre mis brazos a una<br />
suave donc<strong>el</strong>la.<br />
TERCER PASTOR.– Y yo soñaba que me comía…<br />
TODOS.– ¿Por que nos arrancáis d<strong>el</strong> sueño? ¿Y quién es ese con cara larga y pálida que<br />
parece que acaba de despertarse, como nosotros?<br />
EL ÁNGEL.– Id a Bethaur y gritad por todas partes: ha nacido <strong>el</strong> Mesías. Ha nacido en un<br />
establo, en B<strong>el</strong>én.<br />
TODOS.– ¿El Mesías?<br />
EL ÁNGEL.– Decidles: bajad en trop<strong>el</strong> a la ciudad de David para adorar a Cristo, vuestro<br />
Salvador. Le reconoceréis así: encontraréis un niño pequeño en pañales y acostado en un<br />
pesebre. Tú, Caifás, ve a buscar a <strong>Barioná</strong>, que sufre y tiene <strong>el</strong> corazón lleno de hi<strong>el</strong> y dile:<br />
«Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».<br />
TODOS.– Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.<br />
SIMÓN.– Vamos todos, démonos prisa y saquemos de la cama a todos los habitantes de<br />
Bethaur y alegrémonos con su sorpresa. Porque no hay nada más agradable que anunciar<br />
una buena nueva.<br />
PABLO.– ¿Y quién guardará nuestros corderos?<br />
EL ÁNGEL.– Yo los guardaré.<br />
TODOS.— ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Deprisa! Pablo, coge tu cantimplora. Y tú, Simón, tu acordeón.<br />
El Mesías está entre nosotros. ¡Hosanna! ¡Hosanna!<br />
Salen atrop<strong>el</strong>lándose.<br />
EL ÁNGEL.— Tengo frío<br />
T<strong>el</strong>ón
CUARTO CUADRO<br />
La plaza de Bethaur, al rayar <strong>el</strong> alba<br />
LOS PASTORES.—<br />
Hemos dejado la cima de la montaña<br />
y hemos descendido entre los hombres<br />
porque nuestro corazón rebosaba de alegría.<br />
Allí, en la ciudad de techos lisos y casas blancas<br />
que desconocemos y que a duras penas podemos imaginar,<br />
en medio de una gran muchedumbre de hombres que dormían<br />
tumbados sobre su espalda,<br />
atravesando con su pequeño cuerpo blanco las maléficas tinieblas de la noche de las<br />
[ciudades,<br />
de la noche de los cruces de caminos,<br />
y subiendo desde las profundidades de la nada<br />
como un pez de vientre plateado sube desde los abismos d<strong>el</strong> mar,<br />
¡nos ha nacido <strong>el</strong> Mesías!<br />
El Mesías, <strong>el</strong> Rey de Judea, <strong>el</strong> que nos prometieron los profetas,<br />
<strong>el</strong> Señor de los judíos ha nacido, trayendo la alegría sobre nuestra tierra.<br />
Por eso, la hierba va a crecer en la cima de las montañas<br />
y los corderos van a pastar solos<br />
y no tendremos nada que hacer,<br />
y nos tumbaremos de espaldas todo <strong>el</strong> día,<br />
acariciaremos a la chicas más guapas<br />
y cantaremos himnos de alabanza al Señor.<br />
Por eso hemos cantado y bebido por <strong>el</strong> camino<br />
y estamos borrachos, con una borrachera ligera,<br />
parecida a la de bailarina de pies de cabra<br />
que durante mucho tiempo ha danzado al son de la flauta.<br />
Bailan. SIMÓN toca la armónica.<br />
CAIFÁS.— ¡Eh venga! Jerevhá, cíñete la cintura y ven a conocer la buena noticia.<br />
TODOS.— ¡Arriba! ¡Arriba Jerevhá!<br />
JEREVHÁ.— ¿Qué pasa? ¿Estáis chalados? ¿Es que no puede uno dormir tranquilo? Había<br />
dejado mis preocupaciones junto a mis vestidos al pie de la cama y estaba soñando que era<br />
joven.<br />
TODOS.— ¡Baja, Jerevhá, baja! Te traemos la buena nueva.<br />
JEREVHÁ.— ¿Y quiénes sois vosotros? ¡Ah!, son los pastores d<strong>el</strong> monte Sarón,. ¿Qué venís a<br />
hacer al pueblo y quién guarda vuestros corderos?<br />
CAIFÁS.— Dios los guarda. Cuidará de que ninguno se extravíe porque ésta es una noche<br />
bendita entre todas, fecunda como <strong>el</strong> vientre de una mujer, joven como la primera noche
d<strong>el</strong> mundo, porque todo vu<strong>el</strong>ve a empezar de nuevo y se convoca a todos los hombres de<br />
la tierra para que prueben suerte otra vez.<br />
JEREVHÁ.— ¿Acaso los romanos se han ido de Judea?<br />
PABLO.— ¡Baja! ¡Baja! Lo sabrás todo. Mientras, vamos a despertar a los demás.<br />
SIMÓN.— ¡Shalam! ¡Shalam!<br />
SHALAM.— ¿Sí? Acabo de saltar de la cama y no veo nada. ¿Hay fuego?<br />
SIMÓN.— Baja, Shalam. Ven y únete a nosotros.<br />
SHALAM.— ¿Estáis locos para despertar a un hombre a estas horas? ¿Es que no sabéis con<br />
cuánta impaciencia esperamos <strong>el</strong> sueño de Bethaur, ese sueño que se parece a la muerte?<br />
SIMÓN.— Más a mi favor, Shalam, ya no querrás dormir, correrás como un cabrito por los<br />
riscos de las montañas, incluso de noche, y cogerás flores para hacerte una guirnalda.<br />
SHALAM.— ¡Qué tonterías dices! No hay flores en los riscos de las montañas.<br />
SIMÓN.— Las habrá. Y van a crecer limoneros y naranjos en la cima de los montes y sólo<br />
tendremos que extender la mano para coger unas naranjas doradas grandes como la cabeza<br />
de un niño. Te traemos la buena nueva.<br />
SHALAM.— ¿Habéis encontrado un nuevo fertilizante? ¿Se han revalorizado los productos d<strong>el</strong><br />
campo?<br />
SIMÓN.— ¡Baja! ¡Baja! Te lo contaremos todo<br />
La gente sale poco a poco de sus casas y se agrupa en la plaza<br />
EL PUBLICANO (aparece en lo alto de su escalera).— ¿Qué pasa? ¿Estáis borrachos? Hace más de<br />
cuarenta años que no oigo gritos de alegría como éstos por la calle. ¡Y <strong>el</strong>egís para darlos <strong>el</strong><br />
día en que tengo un romano en casa! Es un escándalo.<br />
PABLO.— Los romanos serán expulsados de Judea a patadas en <strong>el</strong> culo y colgaremos a los<br />
publicanos por los pies sobre braseros ardientes.<br />
EL PUBLICANO.— ¡Es la revolución! ¡Es la revolución!<br />
LELIUS (en pijama con <strong>el</strong> casco puesto).— ¡Hum! ¿Qué está pasando?<br />
EL PUBLICANO.— ¡Es la revolución! ¡Es la revolución!<br />
LELIUS.— Judíos, sabéis que <strong>el</strong> gobierno…<br />
CAIFÁS.— ¡Ciudadanos y pastores, cantemos y bailemos porque la edad de oro ha llegado!
TODOS (cantando).—<br />
¡El Eterno reina! ¡Que la tierra se estremezca de alegría, que las islas todas se regocijen!<br />
¡Tormenta y oscuridad le rodean, justicia y juicio son la base de su trono!<br />
¡El fuego le rodea y abrasa a sus enemigos!<br />
¡Los r<strong>el</strong>ámpagos brillan por doquier!<br />
¡El mundo y la tierra tiemblan al verle!<br />
¡Las montañas se funden como la cera en presencia d<strong>el</strong> Eterno, en presencia d<strong>el</strong> Señor [de<br />
toda la tierra!<br />
¡Los ci<strong>el</strong>os anuncian su justicia y todos los pueblos ven su gloria!<br />
¡Sión le ha oído y se ha regocijado y las hijas de Judá se han estremecido de alegría!<br />
¡Que <strong>el</strong> mar exulte de alegría y también la tierra y todos cuantos la habitan!<br />
¡Que los ríos batan palmas y las montañas canten!<br />
¡Porque <strong>el</strong> Eterno viene para juzgar la tierra: juzgará al mundo con justicia y a los [pueblos<br />
con rectitud!<br />
BARIONÁ (entra).— ¡Perros! ¿Es que no sois f<strong>el</strong>ices más que cuando se os burla con palabras<br />
m<strong>el</strong>osas? ¿No tenéis suficiente valor en <strong>el</strong> pecho para mirar la verdad cara a cara?<br />
Vuestros cantos me destrozan los oídos y vuestras danzas de mujer borracha me hacen<br />
vomitar de asco.<br />
LA MUCHEDUMBRE.— ¡Pero, <strong>Barioná</strong>, <strong>Barioná</strong>, Cristo ha nacido!<br />
BARIONÁ.— ¿Cristo? ¡Pobres locos! ¡Pobres ciegos!<br />
CAIFÁS.— <strong>Barioná</strong>, <strong>el</strong> áng<strong>el</strong> me ha dicho: ve a buscar a <strong>Barioná</strong>. Que sufre y cuyo corazón<br />
rebosa hi<strong>el</strong> y dile: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».<br />
BARIONÁ.— ¡Ah! ¡La buena voluntad! ¡La buena voluntad d<strong>el</strong> pobre que se muere de hambre<br />
bajo la escalera d<strong>el</strong> rico sin quejarse! ¡La buena voluntad d<strong>el</strong> esclavo al que flag<strong>el</strong>an y que<br />
dice: gracias! ¡La buena voluntad de los soldados empujados a la masacre que luchan sin<br />
saber por qué! ¿Por qué no está aquí vuestro áng<strong>el</strong> y no hace sus encargos <strong>el</strong> mismo? Le<br />
contestaría: no hay paz en mí en la tierra; ¿y si quiero ser un hombre de mala voluntad?<br />
(LA MUCHEDUMBRE murmura).<br />
¡La mala voluntad! He blindado mi corazón con un triple coraza: contra los dioses, contra<br />
los hombres y contra <strong>el</strong> mundo. No pediré compasión ni diré gracias. No doblaré mi<br />
rodilla d<strong>el</strong>ante de nadie, pondré mi dignidad en mi odio, llevaré cuanta exacta de todos los<br />
sufrimientos, los míos y los de los demás hombres. Quiero ser <strong>el</strong> testigo fi<strong>el</strong> d<strong>el</strong> dolor de<br />
todos; lo recogeré y lo guardaré en mí como una blasfemia. Quiero <strong>el</strong>evarme contra <strong>el</strong><br />
ci<strong>el</strong>o como una columna de injusticia; moriré solo e irreconciliado y quiero que mi alma<br />
suba hacia las estr<strong>el</strong>las como un gran clamor de metales, <strong>el</strong> clamor de la ira.<br />
CAIFÁS.— ¡Ten cuidado <strong>Barioná</strong>! Dios te ha dado una señal y tú rehusas escucharla.<br />
BARIONÁ.— Aunque <strong>el</strong> Eterno me hubiese mostrado su rostro entre las nubes, me negaría a<br />
escucharle porque soy libre; y contra un hombre libre, ni <strong>el</strong> mismo Dios puede nada.<br />
Puede reducirme a polvo o prenderme como una tea, puede hacer que me retuerza en mis<br />
sufrimientos como <strong>el</strong> sarmiento en <strong>el</strong> fuego, pero no puede nada contra ese pilar acerado,
contra esta columna inflexible: la libertad d<strong>el</strong> hombre. Pero lo primero, imbéciles, ¿de<br />
dónde sacáis que me ha dado una señal? Mira que sois crédulos. Apenas éstos os han<br />
contado su historia y os revolcáis en la credulidad como si se tratase de depositar vuestros<br />
ahorros en las arcas de un banco de la ciudad. Vamos a ver, tú, Simón, <strong>el</strong> más joven de los<br />
pastores, acércate. Tienes aspecto más ingenuo que los otros y me darás cuenta de los<br />
hechos con más fid<strong>el</strong>idad, tal y como han pasado. ¿Quién os ha anunciado la buena<br />
noticia?<br />
SIMÓN.— ¡Eh!, señor, era un áng<strong>el</strong>.<br />
BARIONÁ.— ¿Por qué sabes que era un áng<strong>el</strong>?<br />
SIMÓN.- Por <strong>el</strong> mucho miedo que he tenido. Cuando se acercó al fuego creí que me caía de<br />
culo.<br />
BARIONÁ.— ¿Sí? ¿Y cómo era <strong>el</strong> áng<strong>el</strong>? ¿Tenía grandes alas desplegadas?<br />
SIMÓN.— Por mi vida, no. Tenía <strong>el</strong> aspecto de haberle dado un aire y vacilaba sobre sus<br />
piernas. Y tenía frío. ¡El pobre!, ¡qué frío tenía!<br />
BARIONÁ.— Bonito enviado d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, desde luego. ¿Y qué prueba os ha dado de lo que os<br />
anunciaba?<br />
SIMÓN.— Bueno ... él nos ... él nos ... No nos dio ningún tipo de prueba.<br />
BARIONÁ.— ¿Qué? ¿Ni siquiera un pequeño milagrito? ¿No cambió <strong>el</strong> fuego en agua? ¿Ni<br />
tampoco hizo que floreciera <strong>el</strong> extremo de vuestros cayados?<br />
SIMÓN.— No pensamos en pedirle ningún milagro y lo siento porque tengo un maldito<br />
reuma en <strong>el</strong> muslo que me hace polvo y tenía que haberle rogado, mientras estaba con<br />
nosotros, que me lo quitase. Hablaba de mala gana. Nos dijo: id a B<strong>el</strong>én, buscad <strong>el</strong><br />
establo y encontraréis un niño envu<strong>el</strong>to en pañales.<br />
BARIONÁ.— ¡Claro, qué bonito! Hay en estos momentos una muchedumbre en B<strong>el</strong>én por<br />
<strong>el</strong> censo. Los albergues no dan abasto, rechazan a mucha gente y muchos duermen bajo<br />
las estr<strong>el</strong>las y en los establos. Os apuesto a que encontráis más de veinte recién nacidos<br />
en los pesebres. Sólo tendréis <strong>el</strong> problema de <strong>el</strong>egir.<br />
LA MUCHEDUMBRE.— .-Es verdad.<br />
BARIONÁ.— ¿Y luego? ¿Qué hizo luego vuestro áng<strong>el</strong>?<br />
SIMÓN.— Se fue.<br />
BARIONÁ.— ¿Se fue? ¿Quieres decir que desapareció, que se evaporó en una humareda<br />
como su<strong>el</strong>en hacer sus semejantes?
SIMÓN.— No, no. Se marchó andando sobre sus dos pies, cojeando un poco, de una forma<br />
muy natural.<br />
BARIONÁ.— ¡Ése es vuestro áng<strong>el</strong>, cabezas huecas! ¿Basta que unos pastores borrachos de<br />
vino se encuentren en la montaña con un tonto de solemnidad que les cuenta no sé qué<br />
sobre la venida de Cristo para que os pongáis a babear de alegría y a lanzar vuestros<br />
sombreros al aire?<br />
PRIMER ANCIANO.— ¡Ay, <strong>Barioná</strong>! ¡Hace tanto tiempo que lo esperamos!<br />
BARIONÁ.— ¿Y a quién esperáis? A un rey, a un poderoso de la tierra que aparecerá en toda<br />
su gloria y atravesará <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o como un cometa, precedido de un resonar de trompetas. y,<br />
¿qué os ofrecen? Un niño miserable, sucio, gimiendo en un establo, con briznas de paja<br />
clavadas en sus pañales. ¡Ah! ¡Bonito rey! Id, bajad, bajad a B<strong>el</strong>én, seguramente valga la<br />
pena <strong>el</strong> viaje.<br />
LA MUCHEDUMBRE.— ¡Tiene razón! iTiene razón!<br />
BARIONÁ.— Volved a casa, buena gente, y en ad<strong>el</strong>ante mostrad algo más de discernimiento.<br />
El Mesías no ha venido y, qué queréis que os diga, no vendrá nunca. Este mundo es una<br />
caída interminable, lo sabéis bien. El Mesías sería alguien que parase esta caída, alguien que<br />
invirtiera de repente <strong>el</strong> curso de las cosas e hiciera rebotar <strong>el</strong> mundo en <strong>el</strong> aire como una<br />
p<strong>el</strong>ota. Entonces veríamos los ríos subir desde <strong>el</strong> mar hasta sus fuentes, las flores brotarían<br />
en las rocas y los hombres tendrían alas y naceríamos viejos para empezar a rejuvenecer<br />
hasta nuestra más tierna infancia. Es <strong>el</strong> universo de un loco ése que os imagináis. Sólo<br />
tengo una certeza, y es que todo seguirá cayendo siempre: los ríos hacia <strong>el</strong> mar, los pueblos<br />
antiguos bajo la dominación de los jóvenes, las empresas humanas hacia la decrepitud y<br />
nosotros hacia la infame vejez. Volved a casa.<br />
LELIUS (al publicano).— No creo que nunca funcionario romano alguno se haya encontrado<br />
en una situación tan embarazosa. Si no les desengaño, van a bajar en masa a B<strong>el</strong>én y<br />
montarán allí un guirigay que me traerá problemas. Y si lo hago, perseverarán, con más<br />
fuerza que nunca, en <strong>el</strong> abominable error de ayer y no tendrán más niños. ¿Qué puedo<br />
hacer? iHum! Lo mejor es no decir nada y dejar que los acontecimientos sigan su curso<br />
narural. Entremos y finjamos que no hemos oído nada.<br />
JEREVHÁ.— ¡Vamos, volvamos a casa! Tenemos todavía tiempo para echar una cabezadita.<br />
Soñaré que soy f<strong>el</strong>iz y rico. Y nadie podrá robarme mis sueños.<br />
Amanece poco a poco. La gente va abandonando la plaza. Música.<br />
CAIFÁS.— .- ¡Esperad! ¡Eh, vosotros, esperad! ¿Qué música es ésa? ¿y quiénes vienen hacia<br />
aquí con tan maravilloso séquito?<br />
JEREVHÁ.— Son reyes de Oriente, completamente vestidos de oro. Nunca he visto nada tan<br />
maravilloso.
EL PUBLICANO (a L<strong>el</strong>ius).— He visto reyes parecidos en la exposición colonial en Roma, hace<br />
casi veinte años.<br />
PRIMER ANCIANO.— Apartaos para abrirles paso. Su cortejo viene por aquí.<br />
Entran los Reyes Magos.<br />
MELCHOR.— Buenas gentes, ¿quién es <strong>el</strong> jefe?<br />
BARIONÁ.— Yo.<br />
MELCHOR.— ¡Estamos todavía lejos de B<strong>el</strong>én?<br />
BARIONÁ.— Está a veinte leguas.<br />
MELCHOR.— Estoy contento de haber encontrado, por fin, alguien que me pueda dar<br />
indicaciones. Todos los pueblos de los alrededores están desiertos porque sus habitantes<br />
han partido para adorar a Cristo.<br />
TODOS.— ¿Cristo? Entonces, ¿es verdad? ¿Cristo ha nacido?<br />
SARA (que está mezclada con la multitud).—Ah, decidnos, decidnos que ha nacido y dad calor a<br />
nuestro corazón. Ha nacido <strong>el</strong> divino niño. ¡Hay una mujer que ha tenido esa suerte! ¡Ah,<br />
mujer doblemente bendita!<br />
BARIONÁ.— ¿También tú, Sara?, ¿también tú?<br />
BALTASAR.— ¡Cristo ha nacido! Hemos visto su estr<strong>el</strong>la <strong>el</strong>evarse en Oriente y la hemos<br />
seguido.<br />
TODOS.— ¡Cristo ha nacido!<br />
PRIMER ANCIANO.— ¡Nos estabas engañando, <strong>Barioná</strong>, nos engañabas!<br />
JEREVHÁ.— Mal pastor, nos has mentido, querías que reventásemos, ¿eh?, sobre esta roca<br />
estéril, y mientras tanto los de las tierras bajas hubieran gozado a su gusto de Nuestro<br />
Señor.<br />
BARIONÁ.— ¡Pobres idiotas! Les creéis porque van revestidos de oro.<br />
SHALAM.— ¿Y tu mujer? ¡Mírala, mírala!, y dinos si <strong>el</strong>la no cree también. Porque la has<br />
engañado como a nosotros.<br />
LELIUS (al publicano) .— ¡Ja, ja! Esto se pone feo para nuestro buitre árabe. He hecho bien en<br />
no inmiscuirme.
LA MUCHEDUMBRE.— ¡Sigamos a los Magos! ¡Bajemos con <strong>el</strong>los a B<strong>el</strong>én!<br />
BARIONÁ.— ¡No iréis! Mientras yo sea vuestro jefe, no iréis.<br />
BALTASAR.— ¿Qué? ¿Vas a impedir a tus hombres que vayan a adorar al Mesías?<br />
BARIONÁ.— No creo más en <strong>el</strong> Mesías que en todas vuestras fábulas. Veo claro <strong>el</strong> juego de<br />
los ricos y de los reyes como vosotros. Tomáis <strong>el</strong> p<strong>el</strong>o a los pobres con habladurías para<br />
que estén tranquilos. Pero os digo que a mí no me tomaréis <strong>el</strong> p<strong>el</strong>o. Habitantes de Bethaur,<br />
ya no quiero ser vuestro jefe, porque habéis dudado de mí. Pero os lo repito por última<br />
vez: mirad a vuestra desesperanza a la cara, porque la dignidad d<strong>el</strong> hombre está en su<br />
desesperanza.<br />
BALTASAR.— ¿Estás seguro de que no está más bien en su esperanza? No te conozco de<br />
nada, pero veo en tu cara que has sufrido y veo también que te has complacido en tu dolor.<br />
Tus rasgos son nobles, pero tus ojos están medio cerrados y tus oídos parecen taponados.<br />
Veo en tu rostro la pesadumbre que se percibe en los ciegos y los sordos; te pareces a uno<br />
de esos ídolos trágicos y sanguinarios que adoran los pueblos paganos. Un ídolo huraño,<br />
con <strong>el</strong> ceño fruncido, ciego y sordo a las palabras de los hombres y que no oye sino los<br />
consejos de su orgullo. Sin embargo, míranos: nosotros también hemos sufrido y somos<br />
sabios entre los hombres. Pero cuando esta estr<strong>el</strong>la nueva se ha <strong>el</strong>evado, hemos dejado<br />
nuestros reinos sin dudarlo, la hemos seguido y vamos a adorar a nuestro Mesías.<br />
BARIONÁ.— Está bien: id a adorarle. ¿Quién os lo impide y qué hay entre vosotros y yo?<br />
BALTASAR.— ¿Cuál es tu nombre?<br />
BARIONÁ.— <strong>Barioná</strong>. ¿Y?<br />
BALTASAR.— <strong>Barioná</strong>, tú sufres. (BARIONÁ se encoge de hombros) Sufres y, sin embargo, tu<br />
deber es esperar. Tu deber de hombre. Cristo ha bajado a la tierra por ti. Por ti más que<br />
por cualquier otro, porque tú sufres más que cualquier otro. El áng<strong>el</strong> no espera nada,<br />
porque goza de su alegría y Dios le ha dado todo por ad<strong>el</strong>antado y la piedra tampoco<br />
espera, porque vive estúpidamente en un presente perpetuo. Pero cuando Dios dio forma<br />
a la naturaleza d<strong>el</strong> hombre, fundió juntas la esperanza y la preocupación. Porque <strong>el</strong><br />
hombre, ¿sabes?, es siempre mucho más de lo que es. Ves a este hombre, apesadumbrado<br />
por su carne, enraizado en su sitio por sus dos grandes pies y dices, extendiendo la mano<br />
para tocarle: está aquí. Y no es verdad: esté donde esté un hombre, <strong>Barioná</strong>, está siempre<br />
en otra parte. En otra parte, más allá de las cimas violetas que ves desde aquí, en Jerusalén;<br />
en Roma, más allá de este día h<strong>el</strong>ado, mañana. Y todos éstos que te rodean hace tiempo<br />
que no están aquí: están en B<strong>el</strong>én, en un establo, alrededor d<strong>el</strong> pequeño cuerpo caliente de<br />
un niño. Y todo ese porvenir d<strong>el</strong> que <strong>el</strong> hombre está amasado, todas las cimas, todos los<br />
horizontes violetas, todas las ciudades maravillosas que le deslumbran sin haber puesto<br />
nunca en <strong>el</strong>las sus pies, todo eso, es la Esperanza. La Esperanza. Mira a los prisioneros<br />
que están ante ti; que viven en <strong>el</strong> barro y <strong>el</strong> frío. ¿Sabes lo que verías si pudieses adentrarte<br />
en su alma? Las colinas y los dulces meandros de un río. Y viñas, y <strong>el</strong> sol d<strong>el</strong> sur. Sus viñas<br />
y su sol. Es allí donde están. Y las viñas doradas de septiembre, para un prisionero aterido<br />
de frío y cubierto de piojos, son la Esperanza. La Esperanza es lo mejor de <strong>el</strong>los mismos.
Y tú quieres privarles de sus viñas y de sus campos y d<strong>el</strong> brillo de las colinas lejanas, tú no<br />
quieres dejarles más que <strong>el</strong> barro y las pulgas y las chinches, tú quieres darles <strong>el</strong> presente<br />
desorientado de la bestia. Porque ésa es tu desesperanza: rumiar <strong>el</strong> instante fugaz, mirarte<br />
<strong>el</strong> ombligo con una mirada rencorosa y estúpida, arrancar de tu tiempo <strong>el</strong> futuro y<br />
encerrarlo en un círculo alrededor d<strong>el</strong> presente. Entonces ya no serás un hombre, <strong>Barioná</strong>.<br />
No serás más que una piedra dura y negra en <strong>el</strong> camino. Las caravanas pasan por ese<br />
camino. pero la piedra permanece, sola y rígida, como un mojón en su resentimiento.<br />
BARIONÁ.— Oye, viejo, tú chocheas.<br />
BALTASAR.— <strong>Barioná</strong>, es verdad que somos muy viejos y muy sabios y que conocemos todo<br />
<strong>el</strong> mal de la tierra. Sin embargo, cuando hemos visto esa estr<strong>el</strong>la en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o nuestro corazón<br />
ha vibrado de alegría, como <strong>el</strong> de los niños. Nos hicimos como niños y nos pusimos en<br />
camino porque queríamos cumplir con nuestro deber de hombres, que es esperar. El que<br />
pierde la Esperanza, <strong>Barioná</strong>, ése será expulsado de su pueblo, será maldito y las piedras<br />
d<strong>el</strong> camino serán más duras para él y los espinos más hirientes. La carga que lleve le<br />
resultará más pesada y todos los infortunios se abatirán sobre él como abejas irritadas y los<br />
demás se burlarán de él gritándole: ¡justicia! Pero, para aquél que espera, todo serán<br />
sonrisas y <strong>el</strong> mundo le será dado como un regalo. Vosotros, los demás, ved si debéis<br />
quedaros aquí o decidiros a seguirnos.<br />
TODOS.— Te seguimos.<br />
BARIONÁ.— ¡Quietos! ¡No os vayáis! Aún tengo algo que deciros. (Salen todos<br />
empujándose) Tú Jerevhá, tú fuiste antaño mi compañero y siempre creías en mi palabra.<br />
¿Ya no te fías de mí?<br />
JEREVHÁ.— Déjame: nos has engañado.<br />
Se va.<br />
BARIONÁ.— Y tú, Anciano, tú eras siempre de mi opinión en los Consejos.<br />
EL ANCIANO.— Entonces eras <strong>el</strong> jefe ... Hoy no eres nadie. Déjame pasar.<br />
BARIONÁ.— ¡Bueno, marchaos! Marchaos, pobres locos. Ven, Sara, nos quedaremos aquí, tú<br />
y yo, solos ...<br />
SARA.— <strong>Barioná</strong>, voy a seguirles.<br />
BARIONÁ.— ¡Sara! (Silencio). Mi pueblo está muerto, mi familia deshonrada, mis hombres<br />
me abandonan. Creía que no podía sufrir más y me equivocaba. Sara, es de ti de donde me<br />
ha venido <strong>el</strong> golpe más duro. Entonces, ¿no me amas?<br />
SARA.— Te amo, <strong>Barioná</strong>. Pero compréndeme. Allí hay una mujer f<strong>el</strong>iz y plena, una madre<br />
que ha dado a luz por todas las madres y lo que <strong>el</strong>la me ha dado es como un permiso: <strong>el</strong><br />
permiso de traer mi <strong>hijo</strong> al mundo. Quiero ver a esa madre f<strong>el</strong>iz y sagrada, quiero verla. Ella<br />
ha salvado a mi <strong>hijo</strong>. Nacerá, ahora lo sé. ¿Dónde?, poco importa. Al borde de un camino
o en un establo, como <strong>el</strong> suyo. Y sé también que Dios está conmigo. (Tímidamente:)<br />
<strong>Barioná</strong>, ven con nosotros.<br />
BARIONÁ.— No, haz lo que quieras.<br />
SARA.— Entonces, ¡adiós!<br />
BARIONÁ.— Adiós. (Silencio) Se han ido. Estamos solos, Señor, tú y yo. He conocido muchos<br />
sufrimientos, pero ha hecho falta que viviese hasta este día para sentir <strong>el</strong> amargo sabor d<strong>el</strong><br />
abandono. ¡Ay, qué solo estoy! Pero no oirás, Dios de los judíos, una sola queja de mi<br />
boca. Quiero vivir mucho tiempo, abandonado sobre esta roca estéril: yo que nunca pedí<br />
nacer, yo quiero ser tu remordimiento.<br />
T<strong>el</strong>ón
QUINTO CUADRO<br />
D<strong>el</strong>ante de la casa d<strong>el</strong> HECHICERO<br />
Escena I<br />
BARIONÁ (Solo).— ¡Un Dios que se transforma en hombre! ¡Qué idiotez! No veo qué podría<br />
tentarle de nuestra condición humana. Los dioses viven en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, completamente<br />
ocupados en gozar de <strong>el</strong>los mismos. Y si les diera por descender entre nosotros, lo harían<br />
bajo alguna forma brillante y fugaz, como una nube púrpura o un r<strong>el</strong>ámpago. ¿Se cambiaría<br />
un Dios en hombre? El Todopoderoso, en <strong>el</strong> seno de su gloria, ¿contemplaría a estas<br />
pulgas que pululan sobre la vieja costra de la tierra y que la ensucian con sus excrementos y<br />
diría: quiero ser uno de esos gusanos? No me hagas reír. ¿Un Dios que se rebaja a nacer, a<br />
vivir nueve meses como una fresa de sangre? Llegarán allí a primera hora de la noche<br />
porque las mujeres que van con <strong>el</strong>los les harán ralentizar la marcha ... ¡Bueno! Que vayan a<br />
reír y a gritar bajo las estr<strong>el</strong>las y a despertar a B<strong>el</strong>én de su sueño. Las bayonetas romanas no<br />
tardarán en pincharles las nalgas y enfriarles la sangre.<br />
Entra LELIUS.<br />
Escena II<br />
LELIUS, BARIONÁ<br />
LELIUS.— ¡Ah! Aquí está <strong>el</strong> jefe <strong>Barioná</strong>. Me alegro de veros, jefe. Sí, sí, me alegro mucho.<br />
Puede que las diferencias políticas nos hayan separado pero, en este momento, no<br />
quedamos más que nosotros dos en este pueblo desierto. Se ha levantado <strong>el</strong> viento y<br />
golpea las puertas. Las hay que se abren solas d<strong>el</strong>ante de grandes agujeros negros. Esto da<br />
escalofríos. Debemos apoyarnos, por nuestro propio interés.<br />
BARIONÁ.— No me dan miedo los golpes de las puertas y vos tenéis a Leví, <strong>el</strong> publicano,<br />
para haceros compañía.<br />
LELIUS.— Ah, no, os vais a reír: <strong>el</strong> viejo Leví ha seguido a vuestros hombres llevándose mi<br />
asno. Me veo obligado a volver a pie. (BARIONÁ se ríe) ¡Sí, ejem! Es muy cómico, en efecto.<br />
Pero ... ¿qué pensáis de todo esto, jefe?<br />
BARIONÁ.— Señor superintendente, yo iba a haceros la misma pregunta.<br />
LELIUS.—¡Oh! Yo... os han dejado plantado, ¿eh?<br />
BARIONÁ.— Seguirles sería lo último que haría. ¿Vais a continuar vuestro viaje, señor<br />
superintendente?<br />
LELIUS.— ¡Bah! No vale la pena porque parece que todos los pueblos de la montaña se han<br />
quedado vacíos. Toda la montaña está de visita en B<strong>el</strong>én. Voy a volver a casa a pie. ¿Y vos?<br />
¿Vais a quedaros aquí?<br />
BARIONÁ.— Sí.
LELIUS.— Es una aventura increíble.<br />
BARIONÁ.— No hay nada increíble en la estupidez de los hombres.<br />
LELIUS.— ¡Sí, ejem! ¿Vos no creéis en este Mesías? (BARIONÁ levanta los hombros) No,<br />
evidentemente. Aun así, yo tengo ganas de ir a dar una vu<strong>el</strong>ta por ese establo. Nunca se<br />
sabe: esos Magos parecían tan convencidos.<br />
BARIONÁ.— Entonces, ¿vos también? ¿También vos dejáis que os impresionen los<br />
uniformes? Sin embargo vosotros, los romanos, deberíais estar acostumbrados.<br />
LELIUS.— ¡Ejem! Sabéis que tenemos en Roma un altar para los dioses desconocidos. Es una<br />
medida de prudencia que siempre he aprobado y que me dicta mi actitud presente. Un<br />
Dios más no puede hacer daño, ¡tenemos tantos! Y hay en nuestro Imperio bueyes y<br />
cabras suficientes para todos los sacrificios.<br />
BARIONÁ.— Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría excluyendo a todos los<br />
demás, habría entre Él y yo algo así como un lazo de sangre, y no tendría vida suficiente<br />
para demostrarle mi agradecimiento: <strong>Barioná</strong> no es un ingrato. Pero, ¿qué Dios sería lo<br />
suficientemente loco para eso? No <strong>el</strong> nuestro, desde luego. Siempre se ha mostrado más<br />
bien distante.<br />
LELIUS.— En Roma se dice que Júpiter, de cuando en cuando, toma forma humana cuando se<br />
fija, desde <strong>el</strong> Olimpo, en alguna gentil muchachita. Pero no necesito deciros que no me lo<br />
creo.<br />
BARIONÁ.— Un Dios-Hombre, un Dios hecho de nuestra carne humillada, un Dios que<br />
aceptase conocer este sabor amargo que hay en <strong>el</strong> fondo de nuestra boca cuando todos nos<br />
abandonan, un Dios que aceptase por ad<strong>el</strong>antado sufrir lo que yo sufro ahora ... ¡Venga ya!,<br />
es una locura.<br />
LELIUS.— Sí, ¡ejem! De todas maneras yo iré a dar una vu<strong>el</strong>ta por allí. Nunca se sabe. Y<br />
además, nosotros dos en particular vamos a tener necesidad de los dioses porque, en definitiva,<br />
vos habéis perdido <strong>el</strong> puesto y yo me juego <strong>el</strong> mío.<br />
BARIONÁ.— ¿Que os jugáis <strong>el</strong> vuestro?<br />
LELIUS.— ¡Sí, pardiez! Imaginaos esta avalancha de montañeses de cortas piernas<br />
deambulando por las calles de B<strong>el</strong>én. Me aterra sólo pensarlo. El procurador no me lo<br />
perdonará jamás.<br />
BARIONÁ.— Desde luego, será divertido. ,y qué haréis si os ponen en la calle?<br />
LELIUS.— Me retiraré a Mantua, mi ciudad natal. Os confieso que lo deseo; me llega un poco<br />
antes de lo que pensaba, pero eso es todo.<br />
BARIONÁ.— Y seguro que Mantua es una gran ciudad de Italia, rodeada de fábricas, ¿no?
LELIUS.— ¡Qué dices! Todo lo contrario. Es una ciudad muy pequeña y muy blanca, en un<br />
valle, a la ribera de un río.<br />
BARIONÁ.— ¿Qué? ¿Sin fábricas? ¿Ni siquiera una pequeña serrería mecánica? Os vais a<br />
aburrir hasta la muerte. Echaréis de menos B<strong>el</strong>én.<br />
LELIUS.— ¡Por Dios, no! Mirad, Mantua es célebre en Italia porque allí criamos abejas.<br />
Muchas abejas. A mi abu<strong>el</strong>o le conocían tan bien las suyas que no le picaban cuando iba a<br />
coger su mi<strong>el</strong>. Volaban a su encuentro y se posaban en su cabeza y en los pliegues de su<br />
toga; no llevaba ni guantes ni máscara. A mí mismo me conocen bastante, lo confieso.<br />
Pero no sé si me reconocerán cuando vu<strong>el</strong>va a Mantua. Hace seis años que no voy por allí.<br />
Hacemos una mi<strong>el</strong> muy buena, ¿sabéis?, verde, castaña, negra y amarilla. Siempre he<br />
soñado con escribir un tratado de apicultura. ¿Por qué os reís?<br />
BARIONÁ.— Porque me acuerdo d<strong>el</strong> discurso de ese viejo loco: <strong>el</strong> hombre es un perpetuo<br />
más allá, <strong>el</strong> hombre es Esperanza También vos, señor superintendente, tenéis vuestro Más<br />
Allá, tenéis vuestra Esperanza. ¡Ah! La encantadora florecita azul, y ¡cómo os sienta! Bien,<br />
señor superintendente, marchaos a hacer mi<strong>el</strong> a Mantua. Saludos.<br />
LELIUS.— Adiós.<br />
EL HECHICERO sale de su casa.<br />
Escena III<br />
EL HECHICERO, LELIUS, BARIONÁ<br />
EL HECHICERO.— Os saludo, mis señores.<br />
BARIONÁ.— ¿Estás aquí, viejo crápula? ¿De modo que no te has ido con los demás?<br />
EL HECHICERO.— Mis viejas piernas están demasiado débiles, mi señor.<br />
LELIUS.— ¿ Quién es éste?<br />
BARIONÁ.— Es nuestro hechicero, un hombre cabal que conoce su oficio. Predijo la muerte<br />
de su padre con dos años de ant<strong>el</strong>ación.<br />
LELIUS.— Otro profeta. No tenéis más que de esto por aquí.<br />
EL HECHICERO.— No soy un profeta ni estoy inspirado por los dioses. Leo en <strong>el</strong> tarot y en los<br />
posos de café y mi ciencia es completamente terrena<br />
LELIUS.— Bien, pues dinos quién es este Mesías que vacía todos los pueblos de la montaña<br />
como un aspirador <strong>el</strong>éctrico.
BARIONÁ.— ¡Pardiez, no! No quiero volver a oír hablar de ese Mesías. Es asunto de mis<br />
compatriotas. Me han abandonado y yo les abandono a mi vez.<br />
LELIUS.— Dejadle, querido, dejadle hacer. Puede que nos dé informes interesantes.<br />
BARIONÁ.— Como queráis.<br />
LELIUS.— Venga, cuenta tu historia. Y te daré esta bolsa si me gusta.<br />
EL HECHICERO.— Lo que pasa es que me encuentro un poco incómodo cuando se trata de<br />
cosas divinas: no es mi tema. Preferiría que me preguntaseis por la fid<strong>el</strong>idad de vuestra<br />
esposa, por ejemplo, eso tiene que ver más con mi menester.<br />
LELIUS.— ¡Ejem! Mi esposa me es fi<strong>el</strong>, buen hombre. Es un artículo de fe. La esposa de un<br />
funcionario romano no debe estar bajo sospecha. Además, si la conocierais, sabríais que <strong>el</strong><br />
bridge, los desfiles de modas y las presidencias de Comités femeninos ocupan toda su<br />
actividad.<br />
EL HECHICERO.— Perfecto, mi señor. En ese caso me esforzaré por hablaros de! Mesías. Pero<br />
perdonadme, es preciso que primero entre en trance.<br />
LELIUS.— ¿Tardará mucho?<br />
EL HECHICERO.— No. Es sólo una pequeña formalidad. Justo e! tiempo para bailar un poco y<br />
exaltarme con e! tam-tam.<br />
Baila mientras toca <strong>el</strong> tam-tam.<br />
LELIUS.— Auténticos salvajes.<br />
EL HECHICERO.— ¡Ya lo veo! ¡Ya lo veo! Un niño en un establo.<br />
LELIUS.— ¿y luego?<br />
EL HECHICERO.— Y luego, crece.<br />
BARIONÁ.— Evidentemente.<br />
EL HECHICERO (molesto).— No es tan evidente. Hay una <strong>el</strong>evada mortalidad infantil entre los<br />
judíos. Camina entre los hombres y les dice: yo soy e! Mesías. Se dirige sobre todo a los<br />
niños de los pobres.<br />
LELIUS.— ¿Les predica la reb<strong>el</strong>ión?<br />
EL HECHICERO.— Les dice: «Dad al César lo que es de! César».
LELIUS.— Mira, eso me gusta mucho.<br />
BARIONÁ.— Y a mí no me gusta nada. Es un vendido ese Mesías vuestro.<br />
EL HECHICERO.— No recibe dinero de nadie. Vive con una gran modestia. Hace algunos<br />
pequeños milagros. Convierte e! agua en vino en Caná. Yo lo haría igual de bien: es<br />
cuestión de unos polvillos. Resucita a un tal Lázaro.<br />
LELIUS.— Un colega. ¿Algo más? Seguro que algún episodio de hipnosis.<br />
EL HECHICERO.— Supongo. Hay una historia con unos panecillos.<br />
BARIONÁ.— Ya me doy cuenta de! estilo. ¿y luego?<br />
EL HECHICERO.— Por lo que respecta a los milagros, eso es todo. Parece que los hace contra<br />
su voluntad.<br />
BARIONÁ.— ¡Por Dios! No debe tener buena maña. ¿y qué más? ¿Qué dice?<br />
EL HECHICERO.— Dice: «El que quiera ganar su vida, la perderá».<br />
LELIUS.— Muy bien.<br />
EL HECHICERO.— Dice que e! reino de su Padre no está aquí abajo.<br />
LELIUS.— Perfecto, eso estimula la paciencia.<br />
EL HECHICERO.— Dice también que le es más fácil a un cam<strong>el</strong>lo pasar por e! ojo de una aguja<br />
que a un rico entrar en e! reino de los Ci<strong>el</strong>os.<br />
LELIUS.— Eso no está tan bien. Pero se lo perdono: si uno quiere triunfar entre <strong>el</strong> pueblo<br />
llano tiene que atreverse a arañar un poco al capitalismo. Además, lo esencial es que deje a<br />
los ricos <strong>el</strong> reino de la tierra.<br />
BARIONÁ.— Y después, ¿qué pasa?<br />
EL HECHICERO.— Sufre y muere.<br />
BARIONÁ.— Como todo <strong>el</strong> mundo.<br />
EL HECHICERO.— Más que todo <strong>el</strong> mundo. Es arrestado, arrastrado ante un tribunal,<br />
desnudado, flag<strong>el</strong>ado, despreciado por todos y, al final, crucificado. La gente se agolpa<br />
alrededor de su cruz y le dice: «Sálvate a ti mismo si eres <strong>el</strong> Rey de los judíos». Y no se<br />
salva. Grita con una voz fuerte: «iPadre mío! ¡Padre mío! ¿Por qué me has abandonado?».<br />
Y muere.<br />
BARIONÁ.— ¿y muere? ¿Quién, ése? ¿El maravilloso Mesías? ¡Hemos tenido otros incluso<br />
más brillantes, y todos han caído en <strong>el</strong> olvido!
EL HECHICERO.—¡De éste no se olvidarán tan deprisa! Al contrario, veo una gran cantidad de<br />
naciones reunidas alrededor de sus discípulos. Y llevan su palabra más allá de los mares<br />
hasta Roma y más lejos. Hasta los bosques tenebrosos de las Galias y de Germania.<br />
BARIONÁ.— ¿Yqué es lo que les produce tanta alegría? ¿Su vida fracasada o su muerte<br />
ignominiosa?<br />
EL HECHICERO.— Creo que es su muerte.<br />
BARIONÁ.— ¡Su muerte! ¡Pardiez! ¡Si fuera posible evitar eso!... Pero no, que se las arreglen.<br />
Ellos lo han querido. (Silencio) ¡Mis hombres! Mis hombres entr<strong>el</strong>azando sus gruesos<br />
dedos nudosos y arrodillándose ante un esclavo muerto en la cruz. Muerto sin ni siquiera<br />
un grito de reb<strong>el</strong>ión, exhalando como último suspiro un dulce reproche de asombro.<br />
Muerto como una rata en la trampa. Y mis hombres, mis propios hombres, van a adorarle.<br />
Venga, dadle su bolsa y que desaparezca. Porque supongo que no tienes nada más que<br />
decirnos.<br />
EL HECHICERO.— Nada más, mi señor. Gracias, señores míos.<br />
Sale EL HECHICERO.<br />
LELIUS.— ¿De dónde os viene esta súbita agitación?<br />
BARIONÁ.— ¿Pero no veis que se trata de! asesinato d<strong>el</strong> pueblo judío? Si vosotros, los<br />
romanos, hubierais querido castigarnos, no lo habríais podido hacer mejor. Vamos, hablad<br />
con franqueza: ¿este Mesías es de los vuestros? ¿Le paga Roma?<br />
LELIUS.— Teniendo en cuenta que apenas tiene doce horas de vida, como que parece muy<br />
joven para que ya se haya vendido.<br />
BARIONÁ.— Recuerdo a Jerevhá, e! fuerte, e! brutal Jerevhá, aún más guerrero que pastor,<br />
antaño mi lugarteniente en nuestras luchas contra Hebrón y me lo imagino perfumado,<br />
todo pringoso por culpa de esta r<strong>el</strong>igión. Va a balar como un cordero... ¡Ah! Basta de risas,<br />
hay que darse prisa ... ¡Hechicero! ¡Hechicero!<br />
EL HECHICERO.—¿Mi señor?<br />
BARIONÁ.— ¿Dices que una muchedumbre adoptará su doctrina?<br />
EL HECHICERO.— Sí, mi señor.<br />
BARIONÁ.— ¡Oh, Jerusalén humillada!<br />
LELIUS.— Pero, ¿qué es lo que os ha dado?<br />
BARIONÁ.— Sólo conozco una crucificada, y es Sión, Si6n, a la que los vuestros, los romanos<br />
de cascos de cobre han clavado con sus manos en la cruz. Y nosotros, nosotros habíamos
creído siempre que llegaría un día en que <strong>el</strong>la misma arrancaría d<strong>el</strong> leño sus manos y sus<br />
pies orturados y marcharía contra sus enemigos ensangrentada y soberbia. Tal era nuestra<br />
fe en <strong>el</strong> Mesías. ¡Ah!, si hubiese venido un hombre así, de mirada irresistible, cubierto de<br />
hierro fulgurante, si hubiese puesto una espada en mi mano derecha y me hubiese dicho:<br />
«¡Cíñete la cintura y sígueme!». ¡C6mo le hubiera seguido en medio d<strong>el</strong> estrépito de las<br />
batallas, haciendo saltar las cabezas romanas, como se decapita en <strong>el</strong> campo a las amapolas.<br />
Hemos crecido con esta esperanza, hemos apretado los dientes y si, por ventura, un romano<br />
pasaba por nuestro pueblo, le seguíamos con la mirada y murmurábamos a sus espaldas<br />
porque su vista alimentaba e! odio en nuestros corazones. Estoy orgulloso de no haber<br />
aceptado la esclavitud y de no haber cesado jamás de atizar en mí <strong>el</strong> fuego abrasador d<strong>el</strong><br />
odio. Y estos últimos días, viendo c6mo nuestro pueblo exangüe no tenía ya fuerzas para la<br />
reb<strong>el</strong>ión, ¡he preferido que se aniquilase para no verle plegado bajo <strong>el</strong> yugo de los romanos!<br />
LELIUS.— ¡Encantador! Éste es <strong>el</strong> tipo de discurso al que se expone un funcionario romano<br />
cuando le envían de servicio a un pueblo perdido. Pero no veo qué pinta este Mesías en<br />
medio de todo esto.<br />
BARIONÁ.— ¡No queréis comprender! Esperábamos un soldado y se nos envía un cordero<br />
místico que nos predica la resignación y nos dice: «Haced como yo, morid en vuestra cruz,<br />
sin quejaros, con dulzura, para evitar que se escandalicen vuestros vecinos. Sed dulces.<br />
Dulces como niños. Lamed vuestro sufrimiento despacio, como un perro apaleado lame a<br />
su amo para hacerse perdonar. Sed humildes. Pensad que habéis merecido vuestros<br />
dolores, y si son demasiado fuertes, soñad que son pruebas y que os purifican. y si sentís<br />
que crece en vosotros una cólera de hombre, asfixiadla bien. Decid gracias, siempre<br />
gracias. Gracias cuando os abofeteen. Gracias cuando os den de patadas. Engendrad niños<br />
para preparar nuevos culos para las patadas futuras. Hijos de viejos que nacerán resignados<br />
y rumiarán sus antiguos pequeños dolores marchitos con la humildad que conviene. Niños<br />
que nacerán expresamente para sufrir como yo: nacidos para la Cruz. Y si sois suficientemente<br />
humildes, si habéis hecho resonar vuestro esternón como una pie! de asno,<br />
golpeando vuestra culpa con insistencia, entonces, tal vez, tendréis una plaza en e! reino de<br />
los humildes, que está en los Ci<strong>el</strong>os ...•. ¿Que mi pueblo llegue a ser así? ¿Una nación de<br />
crucificados consentidores? Pero, ¿en qué te has convertido, Jehová, Dios de la Venganza?<br />
¡Ah! Romanos, si eso es verdad no nos habréis infringido ni la cuarta parte d<strong>el</strong> daño que<br />
nosotros mismos nos vamos a hacer. Vamos a secar las fuentes de agua viva de nuestra<br />
energía, vamos a firmar nuestra sentencia de muerte. La Resignación nos matará y yo la<br />
odio, romano, más aún de lo que os odio a vosotros.<br />
LELIUS.— ¡Eh, eh, eh! ¡Alto ahí! Habéis perdido vuestro buen sentido, jefe. Y en vuestro<br />
desvarío, pronunciáis palabras lamentables.<br />
BARIONÁ.— ¡Cállate! (Para sí mismo:) Si pudiera impedir eso ... Conservar en <strong>el</strong>los la llama<br />
pura de la reb<strong>el</strong>ión ... iOh, mis hombres! Me habéis abandonado y ya no soy vuestro jefe.<br />
Pero, por lo menos, haré esto por vosotros: bajaré a B<strong>el</strong>én. Las mujeres ralentizan vuestro<br />
paso y conozco atajos que ignoráis. Llegaré allí antes que vosotros. ¡y no hace falta mucho<br />
tiempo, imagino, para retorcer <strong>el</strong> frágil cu<strong>el</strong>lo de un niño, aunque sea <strong>el</strong> Rey de los judíos!<br />
Sale BARIONÁ.
LELIUS.— Sigámosle. Temo que pueda llegar a los peores extremos. Así, así es la vida de un<br />
administrador colonial.<br />
T<strong>el</strong>ón<br />
EL NARRADOR.-Mis buenos señores, me he abstenido de aparecer durante las escenas que<br />
acabáis de ver para dejar que los acontecimientos se encadenasen por sí mismos. Y ya veis<br />
cómo la intriga se ha complicado enormemente, pues ahí tenemos a <strong>Barioná</strong> atravesando a<br />
la carrera las montañas para matar a Cristo.<br />
Pero disponemos ahora de un breve respiro porque todos nuestros personajes están de<br />
camino, unos, habiendo tomado senderos de mulas, los demás, trochas de cabras. La montaña<br />
hormiguea de hombres llenos de f<strong>el</strong>icidad y <strong>el</strong> viento lleva los ecos de su alegría hasta<br />
lo alto de las cimas.<br />
Voy a aprovechar este respiro para mostraros a Cristo en <strong>el</strong> establo, porque será <strong>el</strong> único<br />
momento en que le veréis: no aparece en la obra, como tampoco José ni la Virgen María.<br />
Pero como hoy es Navidad, tenéis derecho a que se os enseñe <strong>el</strong> Portal de B<strong>el</strong>én. Aquí lo<br />
tenéis.<br />
He aquí a la Virgen, y aquí José, y aquí <strong>el</strong> niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en<br />
este dibujo, pero es posible que lo encontréis un poco ingenuo. Mirad, los personajes<br />
tienen espléndidas vestiduras, pero están completamente rígidos: se diría que son<br />
marionetas. Seguro que no estaban así. Si estuvieseis ciegos como yo... Pero, da igual: no<br />
tenéis más que cerrar los ojos para oírme y yo os diré cómo los veo dentro de mí.<br />
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de<br />
asombro lleno de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en un rostro humano. Y<br />
es que Cristo es su <strong>hijo</strong>, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo<br />
ha llevado en su seno, y <strong>el</strong>la le dará <strong>el</strong> pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios.<br />
De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha<br />
entre sus brazos y le dice: «¡Mi pequeño!». Pero en otros momentos, se queda sin habla y<br />
piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este<br />
niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas<br />
ante ese fragmento reb<strong>el</strong>de de su carne que es su <strong>hijo</strong>, y se sienten como exiliadas ante esa<br />
vida nueva que han hecho con su vida, pero en la que habitan pensamientos ajenos. Mas<br />
ningún niño ha sido arrancado tan cru<strong>el</strong> y rápidamente de su madre como éste, pues Él es<br />
Dios y sobrepasa por todas partes lo que <strong>el</strong>la pueda imaginar.<br />
Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana<br />
d<strong>el</strong>ante de su <strong>hijo</strong>. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces,<br />
en los que siente, a la vez, que Cristo es su <strong>hijo</strong>, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa:<br />
«Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y<br />
la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí».<br />
Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para <strong>el</strong>la sola. Un Dios muy<br />
pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito<br />
que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que vive. Es en uno de estos<br />
momentos como pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar <strong>el</strong> aire de atrevimiento<br />
tierno y tímido con que <strong>el</strong>la acerca <strong>el</strong> dedo para tocar la dulce y suave pi<strong>el</strong> de este<br />
niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.<br />
Eso por lo que se refiere a Jesús y la Virgen María.
¿Y a José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo d<strong>el</strong> establo, y dos<br />
ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí<br />
mismo. Está en adoración y está f<strong>el</strong>iz de adorar y se siente un poco exiliado.<br />
Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que<br />
ama y hasta qué punto está ya d<strong>el</strong> lado de Dios. Porque Dios ha explotado como una<br />
bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por<br />
este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar.<br />
Mis buenos señores, ahí está la Sagrada Familia. Ahora, vamos a conocer la historia de<br />
<strong>Barioná</strong>, porque sabéis que quiere estrangular al niño. Corre, se lanza v<strong>el</strong>oz ... ya ha<br />
llegado. Pero antes de enseñároslo, oigamos un villancico. Que suene la música.
SEXTO CUADRO<br />
En B<strong>el</strong>én, d<strong>el</strong>ante de un establo.<br />
Escena 1<br />
LELIUS, BARIONÁ, con faroles<br />
LELIUS.— ¡Uf! Tengo las piernas rotas y estoy sin aliento. Habéis corrido como un fuego<br />
fatuo en plena noche, a través de las montañas y sólo tenía para alumbrarme este<br />
miserable farol.<br />
BARIONÁ (para si mismo) .— Hemos llegado antes que <strong>el</strong>los.<br />
LELIUS.— Mil veces creí que me rompía la crisma.<br />
BARIONÁ.— Pluguiera a Dios que estuvierais en <strong>el</strong> fondo de un precipicio con todos los<br />
huesos rotos. Os hubiera empujado con mis propias manos si no tuviera otras<br />
preocupaciones más importantes en que pensar. (Silencio) Entonces es aquí. Se ve una<br />
rendija de luz que se filtra bajo la puerta. No se oye ni un ruido. ¡Ahí está, al otro lado<br />
de este muro, <strong>el</strong> Rey de los judíos! Ahí está. El asunto quedará despachado en un<br />
momento.<br />
LELIUS.— ¿Qué vais a hacer?<br />
BARIONÁ.— Cuando lleguen, encontrarán un niño muerto.<br />
LELIUS.— ¿Es posible? ¿Tramáis realmente esta abominable empresa? ¿No os basta con<br />
haber querido matar a vuestro propio <strong>hijo</strong>?<br />
BARIONÁ.— ¿No es la muerte d<strong>el</strong> Mesías lo que deben adorar? Pues bien, yo ad<strong>el</strong>anto esa<br />
muerte treinta y tres años. Y le evito las afrentas ignominiosas de la cruz. iUn pequeño<br />
cadáver violáceo sobre la paja! ¡Que se arrodillen ante él si así lo desean! Un pequeño<br />
cadáver amortajado. Y se acabaron para siempre esas bonitas prédicas sobre la<br />
resignación y <strong>el</strong> espíritu de sacrificio.<br />
LELIUS.— ¿Estáis completamente decidido?<br />
BARIONÁ.— Sí.<br />
LELIUS.— Os ahorraré entonces mis discursos. Pero dejad al menos que me vaya. No soy<br />
lo suficientemente fuerte como para evitar este asesinato; por si esto fuera poco,<br />
además me cortaríais <strong>el</strong> gañote y no es conforme con la dignidad de un ciudadano<br />
romano pasar la noche tirado en un camino de Judea con <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo cortado. Pero tampoco<br />
puedo sancionar con mi presencia semejante abominación. Aplicaré <strong>el</strong> principio<br />
de mi jefe, <strong>el</strong> procurador: dejad a los judíos que se destrocen entre <strong>el</strong>los. Adiós, se os<br />
saluda.<br />
Sale; BARIONÁ se queda solo; se acerca a la puerta.<br />
BARIONÁ va a entrar; aparece MARCOS<br />
Escena III.
MARCOS, BARIONÁ<br />
MARCOS (con un farol).— Hola buen hombre, ¿qué venís a hacer aquí?<br />
BARIONÁ.— ¿es vuestro este establo?<br />
MARCOS.— Sí<br />
BARIONÁ.— ¿No albergaréis aquí a un hombre llamado José y a una mujer por nombre<br />
María?<br />
MARCOS.— Anteayer vinieron un hombre y una mujer pidiéndome hospitalidad. Duermen<br />
ahí, en efecto.<br />
BARIONÁ.— Busco a mis primos de Nazaret que debían venir aquí por <strong>el</strong> censo. La mujer<br />
está encinta, ¿a que sí?<br />
MARCOS.— Sí. Es una mujer muy joven de aspecto modesto con sonrisas y ademanes de<br />
niña. Pero tiene en su modestia un señorío como no había visto a nadie. ¿Sabéis que ha<br />
dado a luz anoche?<br />
BARIONÁ.— me verdad? Me alegro, si es que es mi prima. mi niño ha nacido bien?<br />
MARCOS.— Es un chico. Un pequeño muy hermoso. Mi madre me dice que yo me parecía<br />
a él cuando nací. ¡Cuánto parece que le quieren! La madre, apenas nacido <strong>el</strong> niño, lo<br />
lavó y lo puso sobre sus rodillas. Ahí está, muy pálida, apoyada en una viga, y le mira<br />
sin decir palabra. Él, <strong>el</strong> hombre, no es tan joven, ¿verdad? Sabe que ese niño pasará por<br />
todos los sufrimientos que él ha conocido ya. Y me imagino que debe pensar: ojalá<br />
convierta mis fracasos en éxitos.<br />
BARIONÁ.— No lo sé. No tengo <strong>hijo</strong>s.<br />
MARCOS.— Entonces sois como yo. Y me dais pena. Nunca tendréis esa mirada. La mirada<br />
luminosa y un poco cómica d<strong>el</strong> hombre que se mantiene en segundo plano, incómodo<br />
con su corpachón, que lamenta no haber padecido por su <strong>hijo</strong> los sufrimientos d<strong>el</strong><br />
parto.<br />
BARIONÁ.— ¿Quién eres tú? ¿y por qué me hablas así?<br />
MARCOS.— Soy un áng<strong>el</strong>, <strong>Barioná</strong>. Soy tu áng<strong>el</strong>. No mates a ese niño.<br />
BARIONÁ.— ¡Vete!<br />
MARCOS.— Sí, me voy. Porque nosotros, los áng<strong>el</strong>es, nada podemos contra la libertad d<strong>el</strong><br />
hombre. Pero piensa en la mirada de José.<br />
Sale.<br />
Escena IV
BARIONÁ (solo ).— ¡No tengo otra cosa que hacer que discutir con los áng<strong>el</strong>es! Se hace<br />
tarde, los otros estarán pronto aquí. Ésta será la última proeza de <strong>Barioná</strong>: estrangular a<br />
un niño. (Entreabre la puerta) La lámpara humea, las sombras llegan hasta <strong>el</strong> techo, como<br />
si fueran grandes pilares en movimiento. La mujer está de espaldas y no veo al niño.<br />
Imagino que está sobre sus rodillas. Pero veo al hombre. ¡Es verdad! ¡Cómo la mira!<br />
¡Con qué ojos! ¿Qué puede haber detrás de esos dos ojos claros, claros como dos<br />
ausencias en una cara dulce y a la vez curtida. ¿Esperanza? Yo no traigo esperanza. Qué<br />
nubes de horror subirían desde lo más profundo de sí mismo para oscurecer esos dos<br />
retazos de ci<strong>el</strong>o, si me viese estrangular a su <strong>hijo</strong>. No he visto todavía a ese niño y ya sé<br />
que no vaya tocarle. Para reunir <strong>el</strong> valor con <strong>el</strong> que apagar esa pequeña vida entre mis<br />
dedos, no tendría que haberme fijado antes en los ojos de su padre. Estoy vencido.<br />
(Gritos de LA MUCHEDUMBRE) Aquí están. No quiero que me reconozcan. (Se tapa la<br />
cara con la punta de su capa y se pone aparte).<br />
LA MUCHEDUMBRE.— ¡Hosanna! ¡Hosanna!<br />
CAIFÁS.— Aquí está <strong>el</strong> establo.<br />
Un largo silencio.<br />
SARA.— El niño está ahi, en ese establo.<br />
Escena V<br />
BARIONÁ, LA MUCHEDUMBRE<br />
CAIFÁS.— Entremos, arrodillémonos d<strong>el</strong>ante de él para adorarle.<br />
PABLO.— Y anunciaremos a su madre que detrás de nosotros viene <strong>el</strong> cortejo de los Reyes<br />
Magos.<br />
SHALAM.— Yo besaré sus mofletes y rejuveneceré como si hubiese bañado mis viejos<br />
huesos en la fuente de la juventud.<br />
CAIFÁS.— ¡Eh! ¡Vosotros! Juntemos nuestros regalos y dispongámonos a dárs<strong>el</strong>os para<br />
honrar a su Santa Madre. Yo le traigo leche de oveja en mi cántaro.<br />
PABLO.— Y yo dos grandes madejas de lana que he esquilado yo mismo d<strong>el</strong> lomo de mis<br />
corderos.<br />
PRIMER ANCIANO.— Y yo esta vieja medalla de plata que ganó mi abu<strong>el</strong>o en un concurso<br />
de tiro.<br />
EL PUBLICANO.— Y yo le daré <strong>el</strong> asno que me ha traído hasta aquí.<br />
PRIMER ANCIANO.— No te ha salido muy caro tu regalo, porque es <strong>el</strong> burro d<strong>el</strong> romano.<br />
EL PUBLICANO.— Razón de más. Al que viene a liberarnos de Roma, no le disgustará un<br />
asno robado a los romanos.
PABLO.— Y tú, Simón, ¿qué le regalarás a Nuestro Señor?<br />
SIMÓN.— Por hoy no le regalo nada porque me ha cogido desprevenido, pero he<br />
compuesto una canción para enumerarle todos los regalos que le haré más ad<strong>el</strong>ante. Mi<br />
dulce Jesús en vuestra fiesta ...<br />
LA MUCHEDUMBRE.— ¡Ay! ¡Ay!<br />
PRIMER ANCIANO.— Silencio! Entremos en orden y con <strong>el</strong> sombrero en la mano. Si <strong>el</strong><br />
viento y la carrera han desaliñado vuestros vestidos, ajustároslos.<br />
Entran uno detrás de otro.<br />
BARIONÁ.— Sara está ahí, con todos. Está pálida ... Mientras esta larga marcha no la haya<br />
agotado. Sus pies sangran. ¡Ah! ¡ Qué f<strong>el</strong>icidad respira! Tras esos ojos luminosos no<br />
queda ni <strong>el</strong> más pequeño recuerdo de mí. (LA MUCHEDUMBRE termina de entrar en <strong>el</strong><br />
establo) ¿Qué hacen? No se oye ni un ruido, pero este silencio no es como <strong>el</strong> de nuestras<br />
montañas, como <strong>el</strong> silencio h<strong>el</strong>ado y vacío que reina entre las moles de granito. Es un<br />
silencio más denso que <strong>el</strong> de un bosque. Un silencio que se <strong>el</strong>eva hacia <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o y que<br />
acaricia las estr<strong>el</strong>las como un inmenso árbol con la copa mecida por <strong>el</strong> viento. ¿Estarán<br />
arrodillados? ¡Ah, si pudiera estar entre <strong>el</strong>los sin que me vieran! Porque,<br />
verdaderamente, <strong>el</strong> espectáculo no debe ser nada corriente; todos esos hombres, duros<br />
y austeros, resistentes al dolor y a la ambición, arrodillados d<strong>el</strong>ante de un niño que<br />
gime. El <strong>hijo</strong> de Shalam, que le dejó a los quince años por haber recibido demasiados<br />
mamporros, se hartaría de reír al ver a su padre adorar a un niño de teta. ¿Será esto <strong>el</strong><br />
reino de los <strong>hijo</strong>s sobre los padres? (Silencio) Ahí están, ingenuos y f<strong>el</strong>ices, en <strong>el</strong> establo<br />
tibio después de su gran caminata bajo <strong>el</strong> frío. Han juntado sus manos y piensan: algo<br />
acaba de comenzar. Y se equivocan, por supuesto. Han caído en una trampa y lo<br />
pagarán caro más tarde; pero, incluso así, siempre les quedará este minuto; tienen suerte<br />
de poder creer en un nuevo comienzo. ¿Hay algo más conmovedor para <strong>el</strong> corazón de<br />
un hombre que <strong>el</strong> comienzo de un mundo, que la incipiente juventud, que <strong>el</strong> comienzo<br />
de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando <strong>el</strong> sol, antes d<strong>el</strong> amanecer, flota en<br />
<strong>el</strong> aire y en las caras como un fino polvo y cuando se presienten en la frescura agria de<br />
la mañana las torpes promesas de un nuevo día?<br />
En este establo se levanta una nueva mañana... En este establo ya ha amanecido. Y<br />
aquí, fuera, es de noche. Noche en los caminos, noche en mi corazón. Una noche sin<br />
estr<strong>el</strong>las, profunda y tumultuosa como <strong>el</strong> alta mar. ¡Ay!, la noche me zarandea con sus<br />
olas como a un ton<strong>el</strong> y <strong>el</strong> establo, detrás de mí, luminoso y cerrado, navega como <strong>el</strong><br />
Arca de Noé a través de la noche encerrando en él la mañana d<strong>el</strong> mundo. Su primera<br />
mañana. Porque <strong>el</strong> mundo nunca había tenido una mañana. Había huido de las manos<br />
de su indignado creador y caía en un horno ardiente, en la oscuridad. y las inmensas<br />
lenguas ardientes de esa noche sin esperanza pasaban sobre él, cubriéndole de ampollas<br />
y regalándole escorpiones y tarántulas. Y yo, yo, habito en la inmensa noche terrestre,<br />
en la noche tropical d<strong>el</strong> odio y la desgracia. Pero —¡oh poder engañoso de la fe!—para<br />
mis hombres, millones de años después de la creación, en este establo, se levanta, con<br />
la tenue claridad de un pábilo, la primera mañana d<strong>el</strong> mundo.<br />
LA MUCHEDUMBRE canta un villancico.<br />
Cantan como peregrinos que se han puesto en camino durante la fresca noche con la<br />
calabaza, las sandalias, <strong>el</strong> bordón, y que ven aparecer a lo lejos la primera palidez
grisácea d<strong>el</strong> día. Cantan, y ese niño está ahí, entre <strong>el</strong>los, como <strong>el</strong> pálido sol d<strong>el</strong> Oriente;<br />
<strong>el</strong> sol de la primera hora, al que todavía se puede mirar de frente. Un niño completamente<br />
desnudo, d<strong>el</strong> color d<strong>el</strong> sol naciente. ¡Ah, qué bonita mentira! Daría mi mano<br />
derecha por poder creer en <strong>el</strong>la, aunque sólo fuese un instante. ms acaso culpa mía,<br />
Señor, que me hayáis creado como una bestia nocturna y que hayáis grabado en mi pi<strong>el</strong><br />
este terrible secreto: jamás habrá un mañana? ¿Acaso es culpa mía que yo sepa que<br />
vuestro Mesías no es sino un pobre pordiosero que reventará en la cruz, O que sepa<br />
que Jerusalén será siempre esclava?<br />
Segundo villancico.<br />
iAy!, <strong>el</strong>los cantan y yo me encuentro solo en <strong>el</strong> umbral de su alegría, como un búho que<br />
parpadea deslumbrado por la luz. Me han abandonado y mi mujer está entre los que se<br />
regocijan. Han olvidado hasta mi existencia. Estoy en <strong>el</strong> extremo d<strong>el</strong> camino de un<br />
mundo que termina y <strong>el</strong>los están en <strong>el</strong> extremo en que comienza. Me siento más solo al<br />
borde de su alegría y de su oración que en mi pueblo desierto. Y lamento haber bajado<br />
en medio de los hombres, porque ya no encuentro en mí odio suficiente. ¡Ay!, ¿por qué<br />
<strong>el</strong> orgullo d<strong>el</strong> hombre es como la cera, que bastan los primeros rayos de la aurora para<br />
reblandecerlo? Querría decirles: camináis hacia la infame Resignación, hacia la muerte<br />
de vuestro valor, os asemejaréis a las mujeres y a los esclavos, y cuando os abofeteen en<br />
una mejilla, pondréis la otra-Pero me callo y me quedo quieto. No tengo valor para<br />
arrebatarles esa confianza bendita en la virtualidad d<strong>el</strong> mañana.<br />
Tercer villancico.<br />
Entran los REYES MAGOS.<br />
Escena VI<br />
BARIONÁ, Los REYES MAGOS<br />
BALTASAR.— <strong>Barioná</strong>, iestás aquí! Sabía que te encontraría.<br />
BARIONÁ.— No he venido para adorar a vuestro Cristo .<br />
BALTASAR.— No, has venido para castigarte a ti mismo y quedarte solo al margen de<br />
nuestra multitud f<strong>el</strong>iz. Lo mismo harán un día los hombres que esta noche han acudido<br />
a su cuna de paja; le traicionarán como te han traicionado a ti. Hoy le abruman con sus<br />
regalos y su ternura, pero no hay ni uno solo entre <strong>el</strong>los, ni uno, me oyes, que no le<br />
abandonase si conociese <strong>el</strong> porvenir. Porque les decepcionará, <strong>Barioná</strong>, les<br />
decepcionará a todos. Esperan de él que expulse a los romanos, y los romanos no serán<br />
expulsados, que haga crecer flores y árboles frutales sobre las rocas, y la roca<br />
permanecerá estéril, que ponga fin al sufrimiento humano, y dentro de dos mil años la<br />
humanidad sufrirá como lo hace ahora.<br />
BARIONÁ.— Eso es lo que les he dicho.<br />
BALTASAR.— Lo sé. Y por eso te hablo a ti ahora, porque tú estás más cerca de Cristo<br />
que todos <strong>el</strong>los y tus oídos pueden abrirse para recibir la verdadera buena nueva.<br />
BARIONÁ.— ¿Y cuál es esa buena nueva?
BALTASAR.— Escucha: Cristo sufrirá en la carne porque es hombre. Pero es también Dios<br />
y toda su divinidad está más allá d<strong>el</strong> sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a<br />
imagen de Dios, estamos también más allá de nuestros sufrimientos en la medida en<br />
que nos parecemos a Dios. ¿Ves?, hasta esta noche <strong>el</strong> hombre tenía los ojos cegados<br />
por <strong>el</strong> sufrimiento como Tobías por <strong>el</strong> excremento de los pájaros. No veía más allá de<br />
sí, y se tenía por un animal herido y loco de dolor que galopa a través de los bosques<br />
para huir de su herida y que lleva su dolor con él a todas partes. y tú, <strong>Barioná</strong>, tú eras <strong>el</strong><br />
hombre de la antigua ley. Has considerado tu dolor con amargura diciéndote: estoy<br />
herido de muerte. Y querías tumbarte sobre tu costado y consumir <strong>el</strong> resto de tu vida<br />
en la meditación de la injusticia que se te había hecho. Pero hoy, Cristo ha venido para<br />
redimirnos; ha venido para sufrir y para enseñarnos cómo hay que tratar al sufrimiento.<br />
Porque no hay que rumiarlo, ni poner <strong>el</strong> honor en sufrir más que los demás, ni<br />
tampoco resignarse a él.<br />
El sufrimiento es una cosa completamente natural y corriente, que conviene aceptar<br />
como algo que se nos debe. Es malsano hablar demasiado de él, aunque sea con uno<br />
mismo. Ponte en regla con él lo antes posible; instálalo cálidamente en <strong>el</strong> hueco de tu<br />
corazón, como un perro tumbado junto al hogar. No pienses nada sobre él, sino que<br />
está ahí, como esta piedra en medio d<strong>el</strong> camino, como la noche está ahí, alrededor de<br />
nosotros. Entonces descubrirás esa verdad que Cristo ha venido a enseñarte y que tú ya<br />
sabías: que tú no eres tu sufrimiento. Hagas lo que hagas y lo afrontes como lo<br />
afrontes, lo sobrepasas infinitamente, porque no puede ser más que lo que tú quieras<br />
que sea. Tanto si lo arropas con tu cuerpo, como una madre que se acuesta sobre <strong>el</strong><br />
cuerpo h<strong>el</strong>ado de su niño para calentarlo, como si, por <strong>el</strong> contrario, le das la espalda<br />
con indiferencia, eres tú quien le da su sentido y le haces ser lo que es. Porque, en sí<br />
mismo, no es nada sino materia humana. Y Cristo ha venido a enseñarte que eres<br />
responsable ante ti mismo de tu sufrimiento. Éste es de la misma naturaleza que las<br />
piedras y las raíces, que todo aqu<strong>el</strong>lo que tiene gravidez y tiende naturalmente hacia<br />
abajo. Es él <strong>el</strong> que te enraíza en esta tierra, por su causa te arrastras pesadamente por <strong>el</strong><br />
camino y presionas <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o con la planta de tus pies. Pero tú estás más allá de tu propio<br />
sufrimiento: le das forma a tu antojo. ¡Tú eres ligero, <strong>Barioná</strong>! ¡Ah!, si supieras cuán<br />
ligero es <strong>el</strong> hombre. Y si aceptas tu cuota de sufrimiento como tu pan de cada día,<br />
entonces has ido más allá. Y todo lo que está más allá de tu lote de sufrimiento y más<br />
allá de tus preocupaciones, todo eso, te pertenece. Todo. Todo lo que es ligero, es<br />
decir, <strong>el</strong> mundo entero. El mundo y tú mismo, <strong>Barioná</strong>, porque todo tú eres un don<br />
gratuito a perpetuidad.<br />
Sufres, y no siento compasión alguna por tu sufrimiento: ¿por qué no ibas a tener que<br />
sufrir? Pero tienes a tu alrededor esta b<strong>el</strong>la noche de tinta, esos cantos en <strong>el</strong> establo, y<br />
este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece.<br />
Esta b<strong>el</strong>la noche, henchida de tinieblas y de fuegos que la atraviesan como los peces<br />
hienden <strong>el</strong> mar, te está esperando. Te espera al borde d<strong>el</strong> camino, tímida y tiernamente,<br />
porque Cristo ha venido para regalárt<strong>el</strong>a. Lánzate hacia <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o y serás libre — ¡oh<br />
criatura superflua entre todas las criaturas superfluas!— libre y palpitante, asombrada<br />
porque existes en pleno corazón de Dios, en <strong>el</strong> reino de Dios, que está así en <strong>el</strong> Ci<strong>el</strong>o<br />
como en la tierra.<br />
BARIONÁ.— ¿Es eso lo que Cristo nos ha venido a enseñar?<br />
BALTASAR.— Tengo también un mensaje para ti.<br />
BARIONÁ.— ¿Para mí?
BALTASAR.— Para ti. Ha venido a decirte: deja que nazca tu <strong>hijo</strong>. Sufrirá, es verdad. Pero<br />
eso no te incumbe. No te compadezcas de sus sufrimientos, no tienes derecho. Sólo él<br />
tendrá que tratar con <strong>el</strong>los y hará de <strong>el</strong>los exactamente lo que quiera, porque es libre. Lo<br />
mismo si es cojo, si tiene que ir a la guerra y pierde sus piernas o sus brazos, como si la<br />
mujer a la que ama le traiciona siete veces: es libre, libre de regocijarse eternamente por<br />
su existencia Me decías hace un momento que Dios nada puede contra la libertad d<strong>el</strong><br />
hombre, y es verdad. ¿Entonces? Una libertad nueva va a lanzarse hacia <strong>el</strong> Ci<strong>el</strong>o como<br />
un pilar de bronce ¿y tú tendrás la osadía de impedirlo? Cristo ha nacido para todos los<br />
niños d<strong>el</strong> mundo, <strong>Barioná</strong>, y cada vez que un niño va a nacer, Cristo nacerá en él y por<br />
él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para escapar en él y<br />
por él, eternamente, de todos los dolores. Viene a decir a los ciegos, a los parados, a los<br />
mutilados y a los prisioneros de guerra: no debéis absteneros de tener niños. Porque<br />
incluso para los ciegos, y para los parados, y para los prisioneros de guerra, y para los<br />
mutilados, existe la alegría.<br />
BARIONÁ.— ¿Es todo lo que tenías que decirme?<br />
BALTASAR.— Sí.<br />
BARIONÁ.— Vale entonces. Ahora también tú entra en ese establo y déjame solo, porque<br />
quiero meditar y hablar conmigo mIsmo.<br />
BALTASAR.— ¡Hasta la vista <strong>Barioná</strong>, primer discípulo de Cristo... !<br />
BARIONÁ.— Déjame. No digas ya nada más. Vete.<br />
Escena VII<br />
BARIONÁ (solo).— Libre... ¡Ah!, corazón crispado en tu rechazo, deberías aflojar tus dedos y<br />
abrirte, tendrías que acoger... Debería entrar en ese establo y arrodillarme. Sería la<br />
primera vez en mi vida. Entrar, quedarme aparte de los demás, que me han traicionado,<br />
de rodillas en un rincón sombrío... Entonces <strong>el</strong> viento h<strong>el</strong>ado de medianoche y <strong>el</strong><br />
dominio infinito de esta noche sagrada me pertenecerían. Sería libre. Libre. Libre<br />
contra Dios y para Dios, contra mí mismo y para mí mismo ... (Da algunos pasos; coro en <strong>el</strong><br />
establo) ¡Ah! ¡Qué duro resulta ... !<br />
T<strong>el</strong>ón
SÉPTIMO CUADRO<br />
Escena 1<br />
JEREVHÁ.— No podrán huir. Las tropas vienen por <strong>el</strong> sur y por <strong>el</strong> norte, y como una<br />
prensa estrujarán B<strong>el</strong>én.<br />
PABLO.— Podríamos sugerir a José que subiera por nuestras montañas. Allí arriba<br />
estarían a salvo.<br />
CAIFÁS.— Imposible. El camino de las montañas sale d<strong>el</strong> principal a más de siete leguas<br />
de aquí. Las tropas que vienen de Jerusalén llegarán allí antes que nosotros.<br />
PABLO.— Entonces ... a menos que ocurra un milagro...<br />
CAIFÁS.— No habrá milagro: <strong>el</strong> Mesías es todavía demasiado pequeño. Aún no es capaz<br />
de comprender. Sonreirá al hombre pertrechado con una coraza que se incline sobre su<br />
cuna para atravesarle <strong>el</strong> corazón.<br />
SHALAM.— Entrarán en todas las casas, agarrarán a los recién nacidos por los pies y<br />
harán estallar su cabeza contra las paredes.<br />
UN JUDÍO.— ¡Sangre y más sangre! iAy!<br />
LA MUCHEDUMBRE.— ¡Ay!<br />
SARA.— ¡Mi niño, Dios mío, mi pequeño! Tú, a quien amé como si fuese tu madre y a<br />
quien adoré como tu esclava. Tú, al que hubiera querido dar a luz con dolor, ¡oh Dios,<br />
que te has hecho mi <strong>hijo</strong>!, ¡oh <strong>hijo</strong> de todas las mujeres! Eras mío, mío, me pertenecías<br />
todavía más que esta flor de carne que eclosiona dentro de mi carne. Eras mi niño y <strong>el</strong><br />
destino de este <strong>hijo</strong> que duerme en <strong>el</strong> fondo de mi, y mira, se han puesto en marcha<br />
para matarte. Porque son siempre los machos los que desgarran y hacen sufrir a<br />
nuestros pequeños a merced de sus apetencias. ¡Oh Dios y Padre, Señor que me ves!,<br />
María está en <strong>el</strong> establo, todavía f<strong>el</strong>iz y llena de bendiciones, pero no puede pedirte que<br />
salves a su <strong>hijo</strong> porque aún no sospecha nada. Y las madres de B<strong>el</strong>én también están<br />
f<strong>el</strong>ices y en sus casas, bien calientes, sonríen a sus <strong>hijo</strong>s pequeños ignorantes d<strong>el</strong> p<strong>el</strong>igro<br />
que avanza hacia <strong>el</strong>las. Pero a mi, a mi que estoy sola en <strong>el</strong> camino y que no tengo<br />
todavía a mi <strong>hijo</strong>, mírame, ya que me has escogido en este instante para padecer la<br />
agonía de todas las madres. ¡Oh, Señor!, sufro y me desgarro como un gusano sajado.<br />
Mi angustia es enorme, semejante al océano. Señor, yo soy todas las madres y te digo:<br />
tómame, 1Ortúrame, reviéntame los ojos, arráncame las uñas, pero, ¡sálvale! Salva al<br />
Rey de Judea, salva a tu <strong>hijo</strong> y salva también a nuestros pequeños.<br />
Silencio.<br />
CAIFÁS.— ¡Vámonos! Tenías razón, <strong>Barioná</strong>. Todo ha salido y sigue saliendo<br />
rematadamente mal. Apenas se percibe una débil llama, los poderosos de la tierra la<br />
soplan para apagarla.<br />
SHALAM.— Entonces, ¿no era verdad que los naranjos iban a crecer en la cima de las<br />
montañas y que no tendríamos que trabajar y que yo iba a rejuvenecer?
BARIONÁ.— No, todo eso no era verdad.<br />
CAIFÁS.—¿y no era verdad que la paz vendría a la tierra para los hombres de buena<br />
voluntad?<br />
BARIONÁ.— ¡Oh sí! ¡Eso era verdad! ¡Si supierais hasta qué punto era verdad!<br />
SHALAM.— No comprendo lo que quieres decir. Pero sé que tenías razón anteayer cuando<br />
nos exhortabas para que no mviésemos más niños. Nuestro pueblo está maldito. Mira:<br />
las mujeres de la llanura han dado a luz y les vienen a degollar en sus propios brazos a<br />
los recién nacidos.<br />
CAIFÁS.— Deberíamos haberte escuchado y no haber bajado a la ciudad. Porque lo que<br />
pase en las ciudades no nos incumbe.<br />
JEREHVÁ.— Volvamos a Bethaur y tú, <strong>Barioná</strong>, guía duro pero previsor, perdónanos<br />
nuestras ofensas y vu<strong>el</strong>ve a ponerte al mando.<br />
TODOS.— ¡Sí, sí! ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>!<br />
BARIONÁ.— ¡Hombres de poca fe! Me habéis traicionado por <strong>el</strong> Mesías y mirad cómo al<br />
primer soplo d<strong>el</strong> viento, traicionáis al Mesías y volvéis a mí.<br />
TODOS.— Perdónanos, <strong>Barioná</strong>.<br />
BARIONÁ.— Entonces, ¿soy de nuevo vuestro jefe?<br />
TODOS.— Sí, sí.<br />
BARIONÁ.— ¿Ejecuraréis mis órdenes ciegamente?<br />
TODOS.— Te lo juramos.<br />
BARIONÁ.— Entonces, escuchad mis órdenes: tú, Simón, ve a prevenir a José y a María.<br />
Diles que ensillen <strong>el</strong> asno de L<strong>el</strong>ius y que sigan <strong>el</strong> camino hasta <strong>el</strong> cruce. Tú les guiarás.<br />
Harás que tomen <strong>el</strong> camino de las montañas hasta Hebrón. Que luego vu<strong>el</strong>van a<br />
descender hacia <strong>el</strong> norte: <strong>el</strong> camino está libre.<br />
PABLO.— Pero <strong>Barioná</strong>, los romanos estarán antes que <strong>el</strong>los en <strong>el</strong> LTuce.<br />
BARIONÁ.— No, porque nosotros, escucháis, nosotros vamos a salir a su encuentro y<br />
haremos que retrocedan. Les entretendremos durante <strong>el</strong> tiempo suficiente para que<br />
José pueda pasar.<br />
PABLO.— ¿Qué dices?<br />
BARIONÁ.— ¿No queríais a vuestro Cristo? Pues bien, ¿quién podrá salvarle si no sois<br />
vosotros?<br />
CAIFÁS.— Pero nos van a matar a todos. No tenemos más que cayados y machetes.
BARIONÁ.— Atad vuestros machetes a vuestros cayados y usadlos como lanzas.<br />
SHALAM.— Nos masacrarán.<br />
BARIONÁ.— ¡Por supuesto que sí! Estoy seguro de que nos masacrarán a todos. Pero<br />
escuchad. Ahora creo en vuestro Cristo. Es verdad; Dios ha venido a la tierra. Y en este<br />
momento reclama de vosotros este sacrificio. ¿Se lo negaréis? ¿Impediréis que vuestros<br />
<strong>hijo</strong>s reciban sus enseñanzas?<br />
PABLO.— <strong>Barioná</strong>, tú, <strong>el</strong> escéptico, tú que te negaste a seguir a los Reyes Magos, ¿crees<br />
realmente que este Niño... ?<br />
BARIONÁ.— En verdad, en verdad os digo: este niño es Cristo.<br />
PABLO.— Entonces, yo te sigo.<br />
BARIONÁ.— ¿y vosotros, compañeros míos? A menudo echabais de menos las sangrientas<br />
batallas de nuestra juventud contra los de Hebrón. He aquí que vu<strong>el</strong>ve <strong>el</strong> tiempo de<br />
combatir, <strong>el</strong> tiempo de las cosechas rojas y las gros<strong>el</strong>las de sangre que brotan de los<br />
labios de las heridas. ¿Rehusaréis <strong>el</strong> combate? ¿Preferiréis morir de miseria y de vejez en<br />
vuestro nido de águilas allá arriba?<br />
TODOS.— ¡No! ¡No! Te seguiremos, salvaremos a Cristo. ¡Hurra!<br />
BARIONÁ.— ¡Oh, compañeros míos! Os reencuentro y os quiero. Vamos, dejadme solo<br />
unos instantes para que medite un plan de ataque. Recorred la ciudad y reunid todas las<br />
armas que podáis encontrar.<br />
TODOS.— ¡Viva <strong>Barioná</strong>!<br />
Salen.<br />
SARA.— <strong>Barioná</strong>...<br />
BARIONÁ.— ¡Mi dulce Sara!<br />
SARA.— ¡Perdóname, <strong>Barioná</strong>!<br />
Escena II<br />
BARlONÁ(solo), luego SARA<br />
BARIONÁ.— No tengo nada que perdonarte. Cristo te llamaba y tú has ido hacia Él por <strong>el</strong><br />
camino real. Y yo, yo he seguido caminos más retorcidos. Pero hemos acabado por<br />
encontrarnos.<br />
SARA.— ¿De verdad quieres morir ... ? Cristo exige todo lo contrario, que vivamos ...
BARIONÁ.— No quiero morir. No tengo ninguna gana de morir. Querría vivir y disfrutar<br />
de este mundo que me ha sido descubierto, y ayudarte a educar a nuestro <strong>hijo</strong>. Pero<br />
quiero impedir que maten a nuestro Mesías y estoy convencido de que no tengo<br />
<strong>el</strong>ección: no puedo defenderle más que dando mi vida.<br />
SARA.— Te quiero, <strong>Barioná</strong>.<br />
BARIONÁ.— ¡Sara! Sé que me quieres y sé también que quieres a tu futuro <strong>hijo</strong> más<br />
todavía que a mí. Pero no albergo ni una gota de amargura, Sara, vamos a separarnos<br />
sin lágrimas. Al contrario, tienes que alegrarte, porque Cristo ha nacido y tu <strong>hijo</strong> va a<br />
nacer.<br />
SARA.— No podré vivir sin ti ...<br />
BARIONÁ.— ¡Todo lo contrario, Sara! Por nuestro <strong>hijo</strong> tienes que agarrarte a la vida con<br />
avaricia, con rabia. Edúcale sin ocultarle nada de las miserias d<strong>el</strong> mundo y ármale contra<br />
<strong>el</strong>las. Y te doy un mensaje para él. Más tarde, cuando haya crecido, no enseguida, no<br />
con la primera pena de amor, no a la primera decepción, mucho más tarde, cuando<br />
sienta su inmensa soledad y abandono, cuando te hable de un cierto sabor a hi<strong>el</strong> en <strong>el</strong><br />
fondo de su boca, dile: «Tu padre sufrió todo eso que tú sufres ahora y murió en la<br />
alegría».<br />
SARA.— En la alegría ...<br />
BARIONÁ.— ¡En la alegría! Me desborda la alegría como una copa rebosante. Soy libre,<br />
tengo mi destino en mis manos. Voy contra los soldados de Herodes y Dios viene a mi<br />
lado. Soy ligero, Sara, ligero. ¡Ah, si supieras cuán ligero soy! ¡Oh, Alegría, Alegría! Llora<br />
de alegría. Adiós, mi dulce Sara. Levanta la cabeza y sonríeme. Tenemos que ser<br />
dichosos: te quiero y Cristo ha nacido.<br />
SARA.— Seré dichosa. Adiós, <strong>Barioná</strong>.<br />
LA MUCHEDUMBRE entra de nuevo al escenario.<br />
Escena III<br />
Los mismos, LA MUCHEDUMBRE<br />
PABLO.— Estamos listos para seguirte, <strong>Barioná</strong>.<br />
TODOS.— Estamos listos.<br />
BARIONÁ.— Compañeros míos, soldados de Cristo, tenéis aspecto feroz y decidido y sé<br />
que combatiréis bien. Pero quiero de vosotros algo más que esta resolución sombría.<br />
Quiero que muráis en la alegría. Cristo ha nacido, mis hombres, y vais a realizar vuestro<br />
destino. Vais a morir como guerreros, como soñabais en vuestra juventud, y vais a<br />
morir por Dios. Sería indecente hacerlo con esos semblantes crispados. Vamos, bebed<br />
un pequeño trago de vino, os lo permito, y marchemos contra los mercenarios de<br />
Herodes, marchemos, ebrios de cantos, de vino y de Esperanza.
LA MUCHEDUMBRE.- ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>! ¡Navidad! ¡Navidad!<br />
BARIONÁ (a los prisioneros) .—Y vosotros, prisioneros, aquí termina nuestro auto de Navidad<br />
que ha sido escrito para vosotros. No sois f<strong>el</strong>ices y puede que haya más de uno entre<br />
vosotros que haya sentido este sabor de hi<strong>el</strong>, este sabor acre y salado d<strong>el</strong> que hablo.<br />
Pero creo que también para vosotros, en este día de Navidad -yen todos los demás<br />
días-¡siempre habrá alegría!<br />
FIN