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Barioná el hijo del Trueno - JMJ Rio 2013

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Música de acordeón<br />

BARIONÁ, o <strong>el</strong> Hijo d<strong>el</strong> trueno<br />

“El hecho de que haya tomado<br />

<strong>el</strong> tema de la mitología d<strong>el</strong> cristianismo,<br />

no significa que la dirección de mi pensamiento<br />

haya cambiado ni siquiera por un momento<br />

durante <strong>el</strong> cautiverio.<br />

Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros,<br />

de encontrar un tema que pudiera hacer realidad,<br />

esa noche de Navidad, la unión más amplia posibl<br />

entre cristianos y no creyentes”.<br />

Prólogo<br />

JEAN PAUL SARTRE, 31-10-62<br />

EL ANUNCIADOR.— Mis buenos señores, voy a contaros las extraordinarias e inauditas<br />

aventuras de <strong>Barioná</strong>, <strong>el</strong> <strong>hijo</strong> d<strong>el</strong> <strong>Trueno</strong>. Esta historia tiene lugar en la época en que los<br />

romanos eran dueños de Judea y espero que os interese. Podéis mirar, mientras hablo, las<br />

imágenes que están detrás de mí; os ayudarán a representaros las cosas como eran. Y si quedáis<br />

contentos, sed generosos. Suene la música, empezamos<br />

Acordeón.<br />

Mis buenos señores, he aquí <strong>el</strong> prólogo. Soy ciego por accidente, pero antes de perder la vista<br />

he mirado más de mil veces las imágenes que vais a contemplar y las conozco de memoria<br />

porque mi padre era mostrador de imágenes como yo y me ha dejado estas en herencia. Esta<br />

que veis detrás de mí y que señalo con <strong>el</strong> bastón, sé que representa a María de Nazaret. Un<br />

áng<strong>el</strong> acaba de anunciarle que tendrá un <strong>hijo</strong> y que ese <strong>hijo</strong> será Jesús, Nuestro Señor.<br />

El áng<strong>el</strong> es inmenso, con dos alas como dos arcoiris. Ustedes pueden verlo, yo no, pero lo<br />

contemplo todavía en mi cabeza. Ha penetrado como una inundación en la humilde casa de<br />

María y la ha llenado con la presencia de su cuerpo fluido y sagrado y la de su gran vestidura<br />

flotante. Si miráis atentamente <strong>el</strong> cuadro, os daréis cuenta que se pueden ver los muebles de la<br />

habitación a través d<strong>el</strong> cuerpo d<strong>el</strong> áng<strong>el</strong>. Se ha querido remarcar así su transparencia angélica.<br />

Está d<strong>el</strong>ante de María, que apenas le mira. María reflexiona. El áng<strong>el</strong> no tiene necesidad de<br />

hacer oír su voz, similar a la d<strong>el</strong> huracán. No ha hablado; <strong>el</strong>la le presentía ya en su carne. En<br />

este momento <strong>el</strong> áng<strong>el</strong> está d<strong>el</strong>ante de María y María es innombrable y misteriosa como un<br />

bosque por la noche y la buena noticia se ha adentrado en <strong>el</strong>la como un viajero se pierde en los


osques. Y María está llena de pájaros y de largos murmullos de hojas. Y mil pensamientos sin<br />

palabras se despiertan en <strong>el</strong>la, pesados pensamientos de madres que sienten dolor. Y mirad, <strong>el</strong><br />

áng<strong>el</strong> parece desconcertado ante esos pensamientos demasiado humanos: lamenta ser áng<strong>el</strong>,<br />

porque los áng<strong>el</strong>es no pueden nacer ni sufrir. Y esta mañana de Anunciación, ante los ojos<br />

sorprendidos de un áng<strong>el</strong>, es la fiesta de los hombres porque es <strong>el</strong> momento en <strong>el</strong> que <strong>el</strong><br />

hombre va a ser sacralizado. Mirad bien la imagen, mis buenos señores, y suene la música; <strong>el</strong><br />

prólogo ha terminado; la historia va a comenzar nueve meses más tarde, <strong>el</strong> 24 de diciembre, en<br />

las altas montañas de Judea.<br />

Música. Nueva imagen.<br />

EL ANUNCIADOR.— Ved, esto son rocas y ahí tenemos un asno. El cuadro representa un<br />

desfiladero salvaje. El hombre que viaja sobre <strong>el</strong> asno es un funcionario romano. Es gordo y<br />

flácido, pero está de muy mal humor. Han pasado nueve meses desde la Anunciación y <strong>el</strong><br />

romano se apresura a través d<strong>el</strong> desfiladero porque la noche va a caer y quiere llegar a Bethaur<br />

antes de que oscurezca. Bethaur es un pueblecito de ochocientos habitantes, situado a<br />

veinticinco leguas de B<strong>el</strong>én y a siete de Hebrón. El que sepa leer podrá, cuando vu<strong>el</strong>va a casa,<br />

encontrarlo en un mapa. Ahora van a ver las intenciones de este funcionario, porque acaba de<br />

llegar a Bethaur y de entrar en casa de Leví, <strong>el</strong> publicano.<br />

Se levanta <strong>el</strong> t<strong>el</strong>ón.


Primer cuadro<br />

En casa de LEVÍ, <strong>el</strong> publicano.<br />

Escena I<br />

LELIUS, EL PUBLICANO<br />

LELIUS (inclinándose hacia la puerta).— Mis respetos, señora. Querido, vuestra esposa es<br />

encantadora. ¡Hum! Vamos, tenemos que hablar cosas importantes. Sentaos. Sí, sí, sentaos y<br />

hablemos. Estoy aquí por lo d<strong>el</strong> censo ese…<br />

EL PUBLICANO.— ¡Cuidado, Señor Superintendente, cuidado!<br />

Se quita su zapatilla y golpea <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o.<br />

LELIUS.— ¿Qué era? ¿Una tarántula?<br />

EL PUBLICANO.— Una tarántula. Pero en esta época d<strong>el</strong> año <strong>el</strong> frío las atonta notablemente.<br />

Ésta, se arrastraba, pero iba medio dormida.<br />

LELIUS.— Encantador. Y también tenéis escorpiones, por supuesto. Escorpiones igual de<br />

dormidos que matarían limpiamente, mientras bostezan de sueño, a un hombre de ciento<br />

ochenta libras. El frío de vuestras montañas puede aterir a un ciudadano romano pero no<br />

puede hacer que revienten vuestros sucios bichos. Se debería advertir, en Roma, a los jóvenes<br />

que se preparan en la escu<strong>el</strong>a colonial, que la vida de un administrador de las colonias es un<br />

condenado tormento.<br />

EL PUBLICANO.— Oh, Señor Superintendente…<br />

LELIUS.— Lo dicho: un condenado tormento, querido. Llevo dos días vagando a lomos de<br />

mula por estas montañas y no he visto ni un ser humano; ni siquiera una planta, ni tan siquiera<br />

una mala hierba. Sólo bloques de piedras rojas, bajo un ci<strong>el</strong>o implacable de un azul h<strong>el</strong>ado, y<br />

con este frío, siempre este frío que me pesa como <strong>el</strong> plomo y, de cuando en cuando, un<br />

poblacho como éste, una boñiga de vaca. Brrr… ¡Qué frío!… Incluso aquí, en vuestra casa…<br />

Por supuesto, los judíos, no sabéis calentaros; cada año os sorprende <strong>el</strong> invierno, como si fuese<br />

<strong>el</strong> primer invierno d<strong>el</strong> mundo. Sois verdaderos salvajes.<br />

EL PUBLICANO.— ¿Puedo ofreceros un poco de aguardiente para haceros entrar en calor?<br />

LELIUS.— ¿Aguardiente? Hum… Os diré que la administración colonial es muy estricta: no<br />

debemos aceptar nada de nuestros subordinados cuando estamos en ronda de inspección.<br />

Veamos, tendré que hacer noche aquí. Partiré para Hebrón pasado mañana. Por supuesto, ¿a<br />

que no hay albergue?<br />

EL PUBLICANO.— El pueblo es muy pobre, señor Superintendente; nunca viene nadie. Pero yo<br />

me atrevería…<br />

LELIUS.— …¿me ofreceríais una cama en vuestra casa? Pobre amigo mío, sois muy amable,<br />

pero es lo de siempre: prohibido hospedarse en casa de nuestros subordinados cuando<br />

estamos de servicio. Qué queréis, nuestros reglamentos han sido redactados por funcionarios<br />

que nunca han salido de Italia y que no tienen ni idea de lo que es la vida en las colonias.<br />

¿Dónde debería pasar la noche? ¿Al raso? ¿En un establo? Esto no se corresponde con la<br />

dignidad de un funcionario romano.<br />

EL PUBLICANO.— ¿Puedo permitirme insistir?


LELIUS.— Sí, amigo mío. Insistid, insistid. Tal vez acabe por ceder ante vuestra insistencia. Si<br />

os comprendo bien, ¿queréis decir que vuestra casa es la única d<strong>el</strong> pueblo que puede aspirar al<br />

honor de recibir al representante de Roma? Bueno… ¡Oh!, y en realidad, en resumidas cuentas,<br />

no estoy exactamente en ronda de inspección… Querido, me quedaré en vuestra casa esta<br />

noche.<br />

EL PUBLICANO.— ¿Cómo puedo agradeceros <strong>el</strong> honor que me hacéis? Estoy profundamente<br />

emocionado…<br />

LELIUS.— Me lo imagino, amigo mío, me lo imagino. Pero no lo vayáis gritando por los<br />

tejados: sería tan perjudicial para vos como para mí.<br />

EL PUBLICANO.— No diré una palabra a nadie.<br />

LELIUS.— Perfecto. (Extiende las piernas). ¡Uf!, estoy agotado. He visitado quince pueblos.<br />

Decidme una cosa, me estabais hablando de un aguardiente hace un momento…<br />

EL PUBLICANO.— Aquí tenéis.<br />

LELIUS.— ¡Qué demonios! Tengo que beber. Y ya que me ofrecéis alojamiento, sería<br />

conveniente que me dieseis también de beber y de comer. Exc<strong>el</strong>ente aguardiente, merecería ser<br />

romano.<br />

EL PUBLICANO.— Gracias, señor Superintendente.<br />

LELIUS.— ¡Uf…! Querido, este censo es una historia imposible y no sé qué cortesano<br />

alejandrino ha podido sugerir la idea al divino César. Se trata, simplemente, de contar a todos<br />

los hombres de la tierra. Daos cuenta, es una idea grandiosa. Pero luego, id a llevarla a la<br />

práctica en Palestina: la mayor parte de vuestros corr<strong>el</strong>igionarios no saben ni siquiera la fecha<br />

de su nacimiento. Han nacido <strong>el</strong> año de la gran crecida, <strong>el</strong> año de la gran cosecha, <strong>el</strong> año de la<br />

gran tempestad… Auténticos salvajes. No os ofendo, ¿verdad? Vos sois un hombre cultivado,<br />

aunque seáis isra<strong>el</strong>ita.<br />

EL PUBLICANO.— Tengo la gran ventaja de haber estudiado en Roma.<br />

LELIUS.— Bien hecho. Se nota en vuestras maneras. Veamos, vosotros sois Orientales,<br />

¿captáis <strong>el</strong> matiz? No seréis nunca racionalistas, sois un pueblo de magos. Desde este punto de<br />

vista, vuestros profetas os han hecho mucho daño, os han habituado a la solución perezosa: <strong>el</strong><br />

Mesías. El que vendrá a arreglar todo, <strong>el</strong> que liquidará con un toque la dominación romana y<br />

establecerá la vuestra en todo <strong>el</strong> mundo. Y consumís mesías… Cada semana surge uno nuevo<br />

y os cansáis de él en ocho días, como hacemos en Roma con los cantantes de music-hall o con<br />

los gladiadores. El último que me han enviado era albino e idiota en sus tres cuartas partes,<br />

pero tenía visiones nocturnas como todos los de su especie: las gentes de Hebrón se<br />

maravillaban. Qué queréis que os diga: <strong>el</strong> pueblo judío es aún muy inmaduro.<br />

EL PUBLICANO.— En efecto, señor Superintendente, sería deseable que muchos de nuestros<br />

estudiantes pudieran ir a Roma.<br />

LELIUS.— Sí. Eso nos proveería de mandos. Daos cuenta de que <strong>el</strong> gobierno de Roma,<br />

siempre que fuese consultado con ant<strong>el</strong>ación, no vería con malos ojos la <strong>el</strong>ección de un Mesías<br />

conveniente. Alguien que viniese de una antigua familia judía, por ejemplo, que hubiese hecho<br />

sus estudios con nosotros y que presentase garantías de respetabilidad. Incluso podría darse<br />

que nosotros financiáramos la empresa porque —que esto quede entre nosotros—<br />

empezamos a hartarnos de los Herodes y, por otra parte, querríamos, en su propio interés, que<br />

<strong>el</strong> pueblo judío asentase de una vez la cabeza. Nos vendría bien un verdadero Mesías, un<br />

hombre que diese pruebas de una comprensión realista de la situación de Judea.<br />

Hum… ¡Brr…!¡Brr…! ¡Qué frío hace en vuestra casa! Decidme, ¿habéis convocado al jefe d<strong>el</strong><br />

pueblo?<br />

EL PUBLICANO.— Sí, Señor Superintendente, estará aquí en un instante.


LELIUS.— Se tiene que hacer cargo de toda esta historia d<strong>el</strong> censo; debería poderme dar las<br />

listas mañana por la tarde.<br />

EL PUBLICANO.— A vuestras órdenes.<br />

LELIUS.— ¿Cuántos sois?<br />

EL PUBLICANO.— Alrededor de ochocientos<br />

LELIUS.— ¿Es rico <strong>el</strong> pueblo?<br />

EL PUBLICANO.— ¡Ay…!<br />

LELIUS.— ¡Ah, ah!<br />

EL PUBLICANO.— Me pregunto cómo la gente puede vivir. Hay algunos pastos ralos; pero hay<br />

que hacer entre diez y quince kilómetros para encontrarlos. Eso es todo. La aldea se va<br />

despoblando poco a poco. Cada año, cinco o seis de nuestros jóvenes bajan a B<strong>el</strong>én. La<br />

proporción de viejos supera ya a la de jóvenes. Además, la natalidad es baja.<br />

LELIUS.— ¿Qué esperáis? No se puede criticar a los que se van a la ciudad. Nuestros colonos<br />

han instalado fábricas admirables en B<strong>el</strong>én. Puede ser que por ahí venga la luz. Una civilización<br />

tecnificada, ya sabéis lo que quiero decir, ¿eh? No he venido solamente por lo d<strong>el</strong> censo.<br />

Decidme, cuántos impuestos recaudáis.<br />

EL PUBLICANO.— Bueno, hay doscientos indigentes que no aportan nada y los demás pagan<br />

sus diez dracmas. Contad, año bueno con año malo, cinco mil quinientos dracmas. Una<br />

miseria.<br />

LELIUS.— Sí. Hum… Bien, sin embargo habría que tratar de sacar ocho mil. El procurador<br />

<strong>el</strong>eva la capitación a quince dracmas.<br />

EL PUBLICANO.— Quince dracmas… Es… Es imposible.<br />

LELIUS.— ¡Ah!, esa es una palabra que no debisteis oír a menudo cuando estuvisteis en Roma.<br />

Vamos, seguro que tienen más dinero d<strong>el</strong> que dicen. Y, además… Hum… Sabéis que <strong>el</strong><br />

gobierno no quiere meter las narices en los asuntos de los publicanos, pero, de todas maneras,<br />

creo que vos no perdéis con <strong>el</strong>los, ¿no es así?<br />

EL PUBLICANO.— No digo que no… No digo que no… ¿Son dieciséis dracmas lo que habéis<br />

dicho?<br />

LELIUS.— Quince.<br />

EL PUBLICANO.— Sí, pero <strong>el</strong> decimosexto es para mis gastos.<br />

LELIUS.— Hum… Ah… (Se ríe). Vuestro jefe… ¿Qué clase de persona es?… Se llama <strong>Barioná</strong>,<br />

¿no es así?<br />

EL PUBLICANO.— Sí, <strong>Barioná</strong>.<br />

LELIUS.— Esto es d<strong>el</strong>icado. Muy d<strong>el</strong>icado. Se ha cometido un gran error en B<strong>el</strong>én. Su cuñado<br />

vivía en la ciudad, tuvo allí no sé qué embrollada historia de un robo y, finalmente, <strong>el</strong> tribunal<br />

judío le condenó a muerte.<br />

EL PUBLICANO.— Lo sé. Fue crucificado. La noticia nos llegó hace más o menos un mes.<br />

LELIUS.— Sí. Hum… Y, ¿cómo se ha tomado la cosa <strong>el</strong> jefe?<br />

EL PUBLICANO.— No ha dicho nada.<br />

LELIUS.— Sí. Malo. Muy malo eso… ¡Ah!, es un grave error. Sí. Entonces, ¿que clase de<br />

persona es <strong>el</strong> <strong>Barioná</strong> ese?<br />

EL PUBLICANO.— Duro de trato.<br />

LELIUS.— De la raza de los pequeños jefes feudales. Me lo temía. Estos montañeses son rudos<br />

como sus rocas. ¿Recibe dinero nuestro?<br />

EL PUBLICANO.— No quiere aceptar nada de Roma.<br />

LELIUS.— ¡Lástima! ¡Ah!, eso no hu<strong>el</strong>e nada bien. No nos quiere mucho, me imagino.<br />

EL PUBLICANO.— No sé. No dice nada.<br />

LELIUS.— ¿Casado? ¿Niños?


EL PUBLICANO.— Querría, dicen, pero no tiene. Es su mayor preocupación.<br />

LELIUS.— No me gusta; no me gusta nada. Tiene que tener un punto débil… ¿Las mujeres?…<br />

¿Las condecoraciones?… ¿No? En fin, ya veremos.<br />

EL PUBLICANO.— Aquí está.<br />

LELIUS.— Esto va a ser duro.<br />

Entra <strong>Barioná</strong>.<br />

EL PUBLICANO.— Buenos días, señor.<br />

BARIONÁ.— Fuera, perro. Pudres <strong>el</strong> aire que respiras y no quiero estar en la misma habitación<br />

que tú. (Sale EL PUBLICANO). Mis respetos, señor Superintendente.<br />

Escena II<br />

LELIUS, BARIONÁ<br />

LELIUS.— Os saludo, gran jefe, y os traigo <strong>el</strong> saludo d<strong>el</strong> Procurador.<br />

BARIONÁ.— Soy tanto más sensible a este homenaje cuanto más sé que soy totalmente<br />

indigno de él. Soy, en estos momentos, un hombre deshonrado, <strong>el</strong> jefe de una familia hundida.<br />

LELIUS.— ¿Queréis hablar de este deplorable asunto? El Procurador me ha encargado<br />

especialmente que os diga cuánto lamenta los rigores d<strong>el</strong> tribunal judío.<br />

BARIONÁ.— Os ruego que transmitáis al Procurador mi agradecimiento por su graciosa<br />

solicitud. Me refresca y me sorprende como una corriente bienhechora en <strong>el</strong> corazón tórrido<br />

d<strong>el</strong> verano. Conociendo <strong>el</strong> poder absoluto d<strong>el</strong> Procurador, y viendo que permitía a los judíos<br />

semejante arresto, había pensado que lo aprobaba.<br />

LELIUS.— Pues bien, os equivocabais. Os equivocabais de medio a medio. Intentamos<br />

presionar al tribunal judío, pero, ¿qué podíamos hacer? Fue inquebrantable y deploramos su<br />

c<strong>el</strong>o intempestivo. Haced como nosotros, jefe: endureced vuestro corazón y sacrificad vuestro<br />

resentimiento a los intereses de Palestina. Os digo que no hay interés más urgente, aunque para<br />

algunos conlleve aspectos desagradables, que conservar sus costumbres y su administración<br />

local.<br />

BARIONÁ.— No soy más que un jefe de pueblo y me excusaréis si no entiendo nada de esa<br />

política. Mi razonamiento es, ciertamente, más obtuso: yo diría que he servido a Roma con<br />

lealtad y que Roma es todopoderosa. Por tanto, es necesario que haya dejado de agradarle para<br />

que deje que mis enemigos de la ciudad me hagan esa injuria. Por un momento creí ponerme a<br />

salvo de sus odios deshaciéndome de todos mis poderes. Pero los habitantes de este pueblo,<br />

que han mantenido su confianza en mí, me rogaron que siguiera al frente.<br />

LELIUS.— ¿Y habéis aceptado? En buena hora. Habéis comprendido que un jefe debe poner<br />

los asuntos públicos por d<strong>el</strong>ante de sus rencores personales.<br />

BARIONÁ.— No tengo ningún rencor hacia Roma.<br />

LELIUS.— Perfecto. Perfecto. Perfecto. Hum… Los intereses de vuestra patria, jefe, son dejar<br />

que guíe suavemente sus pasos hacia la independencia por la mano firme y benevolente de<br />

Roma.<br />

¿Queréis que os dé, ahora, la ocasión de probar al Procurador que vuestra amistad por Roma<br />

está tan viva como siempre?<br />

BARIONÁ.— Os escucho.


LELIUS.— Roma está involucrada, contra su deseo, en una larga y difícil guerra. Más que como<br />

una ayuda efectiva, apreciaría una contribución extraordinaria de Judea a sus gastos de guerra<br />

como un testimonio de solidaridad.<br />

BARIONÁ.— ¿Queréis subir los impuestos?<br />

LELIUS.— Roma lo necesita.<br />

BARIONÁ.— ¿La capitación?<br />

LELIUS.— Sí.<br />

BARIONÁ.— No podemos pagar más.<br />

LELIUS.— No se os pide más que un pequeño esfuerzo. El Procurador <strong>el</strong>eva la capitación a<br />

dieciséis dracmas.<br />

BARIONÁ.— ¡Dieciséis dracmas! Pero vamos a ver. Esos viejos montones de tierra roja,<br />

agrietados, hendidos, cuarteados, como nuestras manos, esas son nuestras casas. Se deshacen<br />

en polvo; tienen cien años. Mirad a esa mujer que pasa, encorvada bajo <strong>el</strong> peso de su fardo, a<br />

ese tipo que lleva un hacha: no son más que viejos. Todos viejos. El pueblo agoniza ¿Habéis<br />

oído <strong>el</strong> grito de algún niño desde que estáis aquí? Puede que quede una veintena de<br />

muchachos. Pronto se irán <strong>el</strong>los también. ¿Qué podría retenerles? Para comprar la miserable<br />

carreta que utiliza todo <strong>el</strong> pueblo nos hemos endeudado hasta <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo. Los impuestos nos<br />

agotan, nuestros pastores necesitan hacer diez leguas para llevar nuestros corderos a unos<br />

pastos miserables. El pueblo se desangra. Desde que vuestros colonos romanos han puesto las<br />

serrerías mecánicas en B<strong>el</strong>én, nuestra sangre más joven corre de roca en roca, como una fuente<br />

cálida, en hemorragias y cascadas, a regar las tierras bajas. Nuestros jóvenes están allí, en la<br />

ciudad. En la ciudad, donde se les reduce a servidumbre, donde se les paga un salario de<br />

hambre, en la ciudad, que les matará a todos como ha matado a Simón, mi cuñado. Este<br />

pueblo agoniza, señor Superintendente, ya apesta. Y venís a apretar más a esta carroña, venís<br />

todavía a pedirnos oro para vuestras ciudades, para la llanura. Dejadnos morir tranquilos.<br />

Dentro de cien años no quedará ni rastro de nuestra aldea, ni en esta tierra ni en la memoria de<br />

los hombres.<br />

LELIUS.— Y bien, gran jefe, por lo que a mí respecta, soy muy sensible a lo que tan bien habéis<br />

querido decirme y comprendo vuestras razones; pero ¿qué puedo hacer yo? El hombre está de<br />

corazón con vos, pero <strong>el</strong> funcionario romano ha recibido órdenes y tiene que ejecutarlas.<br />

BARIONÁ.— Sí. ¿Y si rehusáramos pagar <strong>el</strong> impuesto?<br />

LELIUS.— Sería una grave imprudencia. El Procurador no admitiría esa mala voluntad. Creo<br />

que puedo deciros que sería muy severo. Confiscaría vuestros corderos.<br />

BARIONÁ.— ¿Vendrían los soldados a nuestro pueblo como lo hicieron en Hebrón <strong>el</strong> año<br />

pasado? ¿Violarían a nuestras mujeres y se llevarían nuestros animales?<br />

LELIUS.— Sois vos quien puede evitarlo.<br />

BARIONÁ.— Está bien. Voy a reunir al Consejo de Ancianos para darle cuenta de vuestras<br />

peticiones. Contad con una rápida resolución. Deseo que <strong>el</strong> Procurador se acuerde durante<br />

mucho tiempo de nuestra docilidad.<br />

LELIUS.— Podéis estar seguro. El Procurador tendrá en cuenta vuestras dificultades actuales,<br />

que yo le describiré fi<strong>el</strong>mente. Estad seguros de que si podemos ayudaros no nos quedaremos<br />

inactivos. Os saludo, gran jefe.<br />

BARIONÁ.— Mis respetos, señor Superintendente.<br />

Sale.


LELIUS (Solo).— Esta súbita obediencia me da mala espina; este salvaje de ojos de fuego<br />

medita un golpe bajo. ¡Leví! ¡Leví! (Entra EL PUBLICANO). Dadme un poco más de vuestro<br />

aguardiente, amigo mío, porque tengo que prepararme para grandes problemas.<br />

T<strong>el</strong>ón<br />

EL ANUNCIADOR.— El funcionario romano tiene razón. Tiene razón al desconfiar, porque<br />

<strong>Barioná</strong>, nada más salir de casa d<strong>el</strong> publicano, ha hecho sonar la trompeta para llamar a los<br />

Ancianos al Consejo.


SEGUNDO CUADRO<br />

D<strong>el</strong>ante de las murallas d<strong>el</strong> pueblo.<br />

Escena I<br />

EL CORO DE ANCIANOS<br />

Sonido de trompetas entre bastidores, los Ancianos van entrando poco a poco.<br />

EL CORO DE ANCIANOS<br />

He aquí que la trompeta ha sonado.<br />

Nos hemos revestido con nuestros trajes de ceremonia<br />

y hemos franqueado las puertas de bronce<br />

y nos sentamos d<strong>el</strong>ante d<strong>el</strong> muro de piedra roja<br />

como en los tiempos pasados.<br />

Nuestro pueblo agoniza y sobre nuestras casas<br />

de tierra seca<br />

planea <strong>el</strong> vu<strong>el</strong>o negro d<strong>el</strong> cuervo.<br />

¿Para qué reunir <strong>el</strong> Consejo<br />

cuando nuestro corazón está en cenizas<br />

y rondan nuestra cabeza<br />

pensamientos de impotencia?<br />

PRIMER ANCIANO.- ¿Qué se quiere de nosotros? ¿Para qué reunirnos? Antaño, en <strong>el</strong> tiempo de<br />

mi juventud, las decisiones d<strong>el</strong> Consejo eran eficaces y jamás me eché para atrás ni siquiera<br />

ante los propósitos mas atrevidos. Pero hoy, ¿de qué sirven?<br />

EL CORO<br />

¿Para qué hacernos salir de nuestros agujeros<br />

donde nos enterramos para morir<br />

como bestias enfermas?<br />

Desde lo alto de esos muros, en otro tiempo,<br />

nuestros padres rechazaron al enemigo,<br />

pero ahora están agrietados, se desmoronan.<br />

Nos repugna mirarnos a la cara<br />

porque nuestros rostros arrugados<br />

nos recuerdan tiempos perdidos.<br />

SEGUNDO ANCIANO.- Se dice que un romano ha llegado al pueblo y que se ha alojado en casa<br />

de Leví, <strong>el</strong> publicano.<br />

TERCER ANCIANO.- ¿Qué quiere de nosotros? ¿Se puede arrear a un asno muerto? No<br />

tenemos dinero y seríamos malos esclavos. ¡Que nos dejen reventar en paz!<br />

EL CORO


Aquí está <strong>Barioná</strong>, nuestro jefe.<br />

Es joven todavía, pero<br />

su corazón está más arrugado que los nuestros.<br />

Llega, y su frente<br />

parece que le arrastra a tierra.<br />

Anda lentamente, y su alma está llena de hollín.<br />

BARIONÁ entra lentamente, todos se levantan.<br />

BARIONÁ.- ¡Oh, compañeros míos!<br />

EL CORO.- ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>!<br />

Escena II<br />

CONSEJO DE ANCIANOS, BARIONÁ<br />

BARIONÁ.- Un romano ha venido al pueblo trayendo órdenes d<strong>el</strong> procurador. Parece que<br />

Roma está en guerra. Pagaremos, por lo tanto, una capitación de dieciséis dracmas.<br />

EL CORO.- ¡Ay!<br />

PRIMER ANCIANO.- <strong>Barioná</strong>, no podemos, no podemos pagar ese impuesto. Nuestros brazos son<br />

demasiados débiles y nuestros animales revientan. Un mal hado se ha cernido sobre<br />

nuestro pueblo. No obedeceremos a Roma.<br />

SEGUNDO ANCIANO.- Bien, entonces los soldados vendrán aquí a coger tus corderos, como<br />

hicieron en Hebrón <strong>el</strong> invierno pasado, te arrastrarán de la barba por los caminos y <strong>el</strong><br />

tribunal de B<strong>el</strong>én hará que te apaleen la plantea de los pies.<br />

PRIMER ANCIANO.- Entonces, ¿tú eres partidario de que paguemos? Te has vendido a los<br />

romanos.<br />

SEGUNDO ANCIANO.- No me he vendido, pero soy menos estúpido que tú y sé ver las cosas:<br />

cuando <strong>el</strong> enemigo es más fuerte, sé que hay que agachar la cabeza.<br />

PRIMER ANCIANO.- ¿Me escucháis compañeros? ¿Así de bajo hemos caído? Hasta aquí hemos<br />

cedido ante la fuerza, pero ya basta; lo que no podemos hacer, no lo haremos. Iremos a<br />

coger a ese romano a casa de Leví y le colgaremos de las almenas de nuestras murallas.<br />

SEGUNDO ANCIANO.- Quieres reb<strong>el</strong>arte, tú que tienes menos fuerza que un niño. Tu espada<br />

se caería de tu brazo senil al primer golpe y harías que nos masacrasen a todos.<br />

PRIMER ANCIANO.- ¿Acaso he dicho que haría la guerra yo mismo? Todavía hay entre<br />

nosotros quien no tiene ni treinta y cinco años.


SEGUNDO ANCIANO.- ¿Y les predicas la reb<strong>el</strong>ión a <strong>el</strong>los? ¿Quieres que <strong>el</strong>los luchen para que tú<br />

puedas guardar tus cuartos?<br />

TERCER ANCIANO.- ¡Silencio! Escuchemos a <strong>Barioná</strong>.<br />

EL CORO.- ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>! Escuchemos a <strong>Barioná</strong>.<br />

BARIONÁ.- Pagaremos ese impuesto.<br />

EL CORO.- ¡Ay<br />

BARIONÁ.- Pagaremos ese impuesto. (Silencio) ¡Pero nadie, después de nosotros, pagará más<br />

impuestos en este pueblo!<br />

PRIMER ANCIANO.- ¿Cómo será eso posible?<br />

BARIONÁ.- Porque no habrá nadie para pagar <strong>el</strong> impuesto. ¡Oh, compañeros míos!, ved en que<br />

estado nos encontramos: vuestros <strong>hijo</strong>s os han abandonado para bajar a la ciudad y<br />

vosotros habéis querido quedaros, porque sois orgullosos. Y Marcos, Simón, Balarm,<br />

Jerevhá, aunque son jóvenes todavía, siguen entre nosotros porque son orgullosos<br />

también. Y yo, que soy vuestro jefe, hago como <strong>el</strong>los. Así me lo ordenan mis antepasados.<br />

Y sin embargo, mirad: <strong>el</strong> pueblo es como un teatro vacío cuando <strong>el</strong> t<strong>el</strong>ón ha caído y los<br />

espectadores lo han abandonado. Las grandes sombras de las montañas han caído sobre<br />

él. Os he reunido y estamos todos aquí, sentados ante <strong>el</strong> ocaso d<strong>el</strong> sol. Sin embargo, cada<br />

uno de nosotros está solo, en la negrura, y <strong>el</strong> silencio nos rodea como un muro. Un<br />

silencio muy extraño: <strong>el</strong> menor sollozo de un niño bastaría para romperlo, pero si nosotros<br />

uniésemos nuestras fuerzas y gritásemos todos juntos, nuestras viejas voces se romperían<br />

contra él. Estamos encadenados a nuestra roca como viejas águilas sarnosas. Los que<br />

todavía son jóvenes de cuerpo han envejecido en <strong>el</strong> alma y su corazón está duro como una<br />

piedra porque no esperan nada desde su infancia. No esperan nada, salvo la muerte. Todo<br />

esto era ya así en tiempos de nuestros padres: <strong>el</strong> pueblo agoniza desde que los romanos<br />

entraron en Palestina y aquél de entre nosotros que engendra una nueva vida es culpable<br />

de prolongar esta agonía. Escuchad: <strong>el</strong> mes pasado, cuando me contaron la muerte de mi<br />

cuñado, subí a lo alto d<strong>el</strong> monto Sarón; ví nuestro pueblo aplastado bajo <strong>el</strong> sol y medité en<br />

mi corazón. Pensé: nunca he salido de mi terruño y sin embargo conozco <strong>el</strong> mundo,<br />

porque allí donde se encuentre un hombre, <strong>el</strong> mundo entero se agolpa a su alrededor. Mi<br />

brazo es todavía vigoroso, pero soy sabio como un anciano. Ahora es <strong>el</strong> momento de<br />

dejar de hablar de sabiduría. Con las águilas sobre mi cabeza en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o frío, yo miraba<br />

nuestro pueblo y la sabiduría me dijo: <strong>el</strong> mundo no es más que una caída interminable, <strong>el</strong><br />

mundo no es más que una mota de polvo que no termina nunca de caer. Las personas y<br />

las cosas aparecen de repente en un punto de la caída y, apenas aparecidos, son arrastrados<br />

por esta caída universal y empiezan también a caer, se atomizan y se deshacen. ¡Oh,<br />

compañeros!, mi sabiduría me ha dicho: la vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo<br />

<strong>el</strong> mundo resulta vencido: todo ha ocurrido siempre para mal y la mayor locura d<strong>el</strong> mundo<br />

es la esperanza.<br />

EL CORO.- ¡ La mayor locura d<strong>el</strong> mundo es la esperanza!.


BARIONÁ.- Entonces, compañeros, no debemos resignarnos a la caída, porque la resignación<br />

es indigna d<strong>el</strong> hombre. Por eso os digo: con resolución tenemos que acostumbrar nuestras<br />

almas a la desesperanza. Cuando descendí d<strong>el</strong> monte Sarón mi corazón estaba cerrado<br />

como un puño sobre mi dolor: lo apretaba fuerte y duramente, como un ciego aprieta su<br />

bastón con su mano. Compañeros míos, cerrad vuestros corazones sobre vuestra pena,<br />

apretad fuerte, apretad duro porque la dignidad d<strong>el</strong> hombre está en su desesperanza. Esta<br />

es mi decisión: no nos reb<strong>el</strong>aremos—a un viejo perro tiñoso que se reb<strong>el</strong>a, se le manda a<br />

su perrera de una patada--. Pagaremos <strong>el</strong> impuesto para que nuestras mujeres no sufran.<br />

Pero <strong>el</strong> pueblo va a amortajarse con sus propias manos. No haremos más niños. ¡He<br />

dicho!<br />

PRIMER ANCIANO.- ¿Qué? ¿No más niños?<br />

BARIONÁ.- No más niños. No tendremos más r<strong>el</strong>aciones com nuestrs mujeres. No queremos<br />

perpetuar la vida ni prolongar los sufrimientos de nuestra raza. No engendraremos más,<br />

consumiremos nuestra vida meditando <strong>el</strong> mal, la injusticia y <strong>el</strong> sufrimiento. Dentro de un<br />

cuarto de siglo, los últimos de nosotros estarán muertos. Tal vez yo parta <strong>el</strong> último. En<br />

ese caso, cuando sienta que llega mi hora, me revestiré con <strong>el</strong> traje de fiesta y me tumbaré<br />

en la plaza mayor con la cara mirando al ci<strong>el</strong>o. Los cuervos limpiarán mi carroña y <strong>el</strong><br />

viento dispersará mis huesos. Entonces <strong>el</strong> pueblo retornará a la tierra. El viento golpeará<br />

las puertas de las casas vacías, nuestras murallas de piedra se derretirán como la nieve de<br />

primavera en las laderas de las montañas, no quedará nada de nosotros sobre la tierra ni en<br />

la memoria de los hombres.<br />

EL CORO.- ¿Es posible que pasemos <strong>el</strong> resto de nuestros días sin ver la sonrisa de un niño, con<br />

<strong>el</strong> oscuro silencio espesándose a nuestro alrededor? ¿Para quién, ¡ay!, trabajaríamos?<br />

BARIONÁ.- ¿Qué? ¡Os lamentáis? ¿Osaríais, entonces, crear vidas jóvenes con vuestra sangre<br />

podrida? ¿Queréis refrescar con hombres nuevos la interminable agonía d<strong>el</strong> mundo? ¿Qué<br />

destino deseáis para vuestros futuros <strong>hijo</strong>s? ¿Qué se queden aquí, como buitres en una<br />

jaula, solitarios y desplumados? ¿O bien que bajen allí, a las ciudades, para convertirse en<br />

esclavos de los romanos, trabajar por salarios de hambre para acabar, a lo mejor, muriendo<br />

en la cruz? Obedeceréis. Y deseo que nuestro ejemplo sea anunciado por toda Judea y<br />

que sea <strong>el</strong> origen de una nueva r<strong>el</strong>igión, la r<strong>el</strong>igión de la nada , y que los romanos sean los<br />

dueño de nuestras ciudades desiertas y que nuestra sangre caiga sobre sus cabezas. Repetid<br />

conmigo <strong>el</strong> juramento que voy hacer: ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera, d<strong>el</strong>ante de<br />

Jehová, juro no engendrar nunca más. Y si falto a mi juramento, que mi <strong>hijo</strong> nazca ciego,<br />

que sufra la lepra, que sea un objeto de desprecio para los demás y de vergüenza y dolor<br />

par mí. Repetid, judíos, repetid:<br />

EL CORO.- Ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera…<br />

LA MUJER DE BARIONÁ.- ¡Parad!<br />

Escena III<br />

CONSEJO DE ANCIANOS, BARIONÁ, SARA


BARIONÁ.- ¿Qué quieres, Sara?<br />

SARA.- ¡Parad!<br />

BARIONÁ.- ¿Qué pasa? ¡Habla!<br />

SARA.- Yo… Venía a anunciarte…, ¡oh <strong>Barioná</strong>!, me acabas de maldecir: has maldecido mi<br />

vientre y <strong>el</strong> fruto de mi vientre.<br />

BARIONÁ.- ¿No querrás decir que…?<br />

SARA.- Sí. Estoy embarazada, <strong>Barioná</strong>. Venía a hacért<strong>el</strong>o saber, estoy embarazada de ti.<br />

BARIONÁ.- ¡AY!<br />

EL CORO.- ¡Ay<br />

SARA.- Has entrado en mí y me has fecundado y yo me he abierto a ti y hemos rezado juntos<br />

a Jehová para que nos diese un <strong>hijo</strong>. Y hoy que lo llevo dentro de mi y que nuestra unión<br />

ha sido por fin bendecida, me rechazas y ofreces nuestro <strong>hijo</strong> a la muerte. <strong>Barioná</strong>, me has<br />

mentido. Me has poseído y me has hecho sangrar y he sufrido sobre tu cama y he<br />

aceptado todo porque creía que tú querías un <strong>hijo</strong>. Pero ahora veo que mentías y que<br />

buscabas simplemente tu placer. Y todas las alegrías que mi cuerpo te ha dado, todas las<br />

caricias que te he dado y he recibido, todos nuestros besos, todos nuestros abrazos, yo, a<br />

mi vez, los maldigo.<br />

BARIONÁ.- ¡Sara! No es verdad, no te he mentido. Quería un <strong>hijo</strong>. Pero hoy he perdido toda<br />

esperanza y toda fe. Es por este niño que tanto he deseado y que llevas dentro de ti por lo<br />

que no quiero que nazca. Es por él. Ve al hechicero, te dará unas hierbas y quedarás estéril.<br />

SARA..- <strong>Barioná</strong>, te lo suplico.<br />

BARIONÁ.- Sara, soy señor d<strong>el</strong> pueblo y dueño de la vida y de la muerte. He decidido que mi<br />

familia se extinguirá conmigo. Ve. No hay vu<strong>el</strong>ta atrás; él habría sufrido y te habría<br />

maldecido.<br />

SARA.- Aunque tuviese la seguridad de que me traicionaría, de que <strong>el</strong> moriría en la cruz como<br />

los ladrones y aunque me maldijera, incluso así, le traería al mundo.<br />

BARIONÁ.- Pero, ¿por qué? ¿por qué?<br />

SARA.- no lo sé. Acepto por él todos los sufrimientos que va a padecer aunque sé que yo los<br />

sentiré también en mi propia carne, No hay una espina en su camino que pueda clavarse<br />

en su pié sin clavarse también en mi corazón. Sangraré a borbotones por sus dolores.<br />

BARIONÁ.- ¿Y crees que los aligerarás con tu llanto? Nadie podrá padecer por él sus<br />

sufrimientos: para sufrir y para morir se está siempre solo . Incluso si estuvieras al pié de


su cruz, <strong>el</strong> estaría sufriendo sólo su agonía. Es por tu alegría por lo que le quieres dar a luz,<br />

no por la suya. No le amas lo suficiente.<br />

SARA.- Le amo ya, tal y como puede ser. A ti, te <strong>el</strong>egí entre todos, vine a ti porque eras <strong>el</strong> más<br />

hermoso y <strong>el</strong> más fuerte . Pero aquél a quien espero no lo he <strong>el</strong>egido y, sin embargo, lo<br />

espero. Le amo por ad<strong>el</strong>antado, aunque sea feo, aunque sea ciego. Aunque vuestra<br />

maldición lo cubra de lepra, amo por ad<strong>el</strong>antado a este niño sin nombre y sin cara, a mi<br />

niño.<br />

BARIONÁ.- Si le amas, ten compasión de él. Déjale dormir <strong>el</strong> sueño tranquilo de los no<br />

nacidos. ¿Quieres darle como patria una Judea esclavizada? ¿Por morada esta roca h<strong>el</strong>ada y<br />

ventosa? ¿Por cobijo este montón de arcilla agrietada? ¿Por compañeros estos viejos<br />

amargados? ¿Y por familia nuestra familia deshonrada?<br />

SARA .- Quiero darle también <strong>el</strong> sol y <strong>el</strong> aire fresco y las sombras violetas de las montañas y la<br />

risa de las niñas. Te lo ruego, deja que nazca un niño, deja que <strong>el</strong> mundo tenga, de nuevo,<br />

una oportunidad.<br />

BARIONÁ.- ¡Cállate! Es una trampa. Siempre creemos que hay una oportunidad más. Cada vez<br />

que se trae un niño al mundo creemos que le damos una oportunidad, y no es cierto. Los<br />

naipes están marcados de antemano. La miseria, la desesperanza, la muerte, le esperan en<br />

cada esquina.<br />

SARA.- <strong>Barioná</strong>, estoy ante ti como una esclava ante su señor y te debo obediencia. Sin<br />

embargo, sé que te equivocas y que haces mal. No conozco <strong>el</strong> arte de la oratoria y no<br />

encontraría ni las palabras ni las razones que pudieran confundirte. Pero en tu presencia<br />

tengo miedo: estás ahí, rebosante de orgullo y de mala voluntad como un áng<strong>el</strong> reb<strong>el</strong>de,<br />

como <strong>el</strong> Áng<strong>el</strong> de la desesperación, pero mi corazón no está contigo.<br />

Entra LELIUS.<br />

LELIUS.- Señora, señores.<br />

EL CORO.- El romano…<br />

Se levantan todos.<br />

Escena IV<br />

Los mismos, LELIUS<br />

LELIUS.- Pasaba por aquí, señores, y he sorprendido vuestro debate. ¡Ejem! Permitidme, jefe,<br />

que apoye los argumentos de vuestra esposa y que os exponga <strong>el</strong> punto de vista de Roma.<br />

La señora, si me queréis creer, demuestra un sentido exquisito de las realidades cívicas y<br />

esto debería avergonzaros, jefe. Ha comprendido que, en este caso, no estáis solo y que<br />

hay que considerar en primer lugar <strong>el</strong> interés de la sociedad. Roma, tutora benevolente de


Judea, está involucrada en una guerra que promete ser muy larga y, sin duda, vendrá <strong>el</strong> día<br />

en que llamará a concurso a los nativos que protege, árabes, negros, isra<strong>el</strong>itas, ¿Qué<br />

ocurriría si no encontrase más que viejos para responder a esa llamada? ¿Querríais que <strong>el</strong><br />

derecho justo sucumbiese por falta de brazos que lo defendiesen? Sería escandaloso que<br />

las guerras victoriosas de Roma debieran detenerse por falta de soldados. Pero, aunque<br />

viviéramos en paz durante siglos, no olvidéis que entonces sería la industria la que<br />

reclamaría vuestros <strong>hijo</strong>s. En cincuenta años los salarios han aumentado mucho, lo que<br />

demuestra que la mano de obra es insuficiente. Y añado que esta necesidad de mantener<br />

los salarios tan altos es una pesada carga para la patronal romana. Si los judíos hacen<br />

numeroso niños, con la oferta de trabajo sobrepasando por fin la demanda, los salarios<br />

podrían bajar considerablemente, liberándose así capitales que podrían ser más útiles en<br />

otra parte. Hacednos obreros y soldados, jefe, ese es vuestro deber. Esto era lo que la<br />

señora sentía confusamente y yo estoy muy f<strong>el</strong>iz de haberle podido prestar mi modesto<br />

apoyo para explicar su sentimiento.<br />

SARA.— <strong>Barioná</strong>, no me reconozco en ese discurso. No es en absoluto lo que quería decir.<br />

BARIONÁ.– Lo sé. Sin embargo, mira quiénes son tus aliados y agacha la cabeza. Mujer, este<br />

niño que tú quieres hacer que nazca es como una nueva edición d<strong>el</strong> mundo. A través de<br />

él, las nubes y <strong>el</strong> agua y <strong>el</strong> sol y las casa y <strong>el</strong> dolor de los hombres existirán una vez más.<br />

Vas a recrear <strong>el</strong> mundo, va a formarse como una costra espesa y negra alrededor de una<br />

pequeña conciencia escandalizada que vivirá ahí, prisionera en <strong>el</strong> centro de la costra, como<br />

una larva. ¿Comprendes qué enorme incongruencia, qué monstruosa falta de sensibilidad,<br />

sería traer nuevos seres a este mundo fallido? Tener un niño es aprobar la creación en <strong>el</strong><br />

fondo d<strong>el</strong> corazón, es decirle al Dios que nos tortura: «Señor, todo está bien y te doy<br />

gracias por haber creado <strong>el</strong> universo». ¿Verdaderamente quieres cantar ese himno?<br />

¿Puedes asumir decir: si este mundo pudiera volver a hacerse, lo reharía exactamente como<br />

es? Déjalo, mi dulce Sara, déjalo. La existencia es una lepra vergonzosa que nos roe a<br />

todos, y nuestros padres han sido los culpables. Mantén tus manos puras, Sara, para que<br />

puedas decir <strong>el</strong> día de tu muerte: no dejo a nadie detrás de mía para perpetuar <strong>el</strong><br />

sufrimiento humano. Vamos, vosotros, jurad…<br />

LELIUS.– Yo impediré eso.<br />

BARIONÁ.– ¿Y cómo nos lo impediréis, señor superintendente? ¿Nos meteréis en prisión?<br />

Sería <strong>el</strong> medio más seguro de separar al hombre de la mujer y de hacerlos morir estériles,<br />

cada uno por su lado.<br />

LELIUS (terrible).– Voy a… (Calmado) ¡Hum! Voy a informar al procurador…<br />

BARIONÁ.– Ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera juro que no engendraré.<br />

EL CORO.– Ante <strong>el</strong> Dios de la Venganza y de la Cólera juro que no engendraré.<br />

BARIONÁ.– Y si faltase a mi juramento, que mi <strong>hijo</strong> nazca ciego.<br />

EL CORO.– Y si faltase a mi juramento, que mi <strong>hijo</strong> nazca ciego.


BARIONÁ.– Que sea objeto de desprecio para los demás y, para mí, de vergüenza y de dolor.<br />

EL CORO.– Que sea objeto de desprecio para los demás y, para mí, de vergüenza y de dolor.<br />

BARIONÁ.– ¡Ya está! Estamos comprometidos. Id, y sed fi<strong>el</strong>es a vuestro juramento.<br />

SARA.– ¿Y si, por <strong>el</strong> contrario, la voluntad de Dios fuera que engendrásemos?<br />

BARIONÁ.– Entonces, que haga un signo a su servidor. Pero que se dé prisa, que me envíe<br />

sus áng<strong>el</strong>es antes d<strong>el</strong> alba. Porque mi corazón está cansado de la espera y no se desprende<br />

de la desesperanza una vez que se ha probado.<br />

T<strong>el</strong>ón<br />

EL NARRADOR.– Aquí lo tenéis, he ahí a <strong>Barioná</strong> que pone al Señor en <strong>el</strong> brete de<br />

manifestarse. ¡Ah! No me gusta esto, no me gusta en absoluto… ¿Sabéis lo que se dice en<br />

mi tierra? No despertéis al gato que duerme. Cuando Dios está tranquilo todo va mal que<br />

bien, pero queda entre humanos. Nos arreglamos, nos explicamos, la vida sigue sin<br />

sobresaltos. Pero si Dios empieza a moverse, ¡pataplum! Es como un temblor de tierra y<br />

los hombres caen boca arriba o sobre sus narices. Es endiablado reencontrarse, hay que<br />

empezar otra vez. Y precisamente, en la historia que os estoy contando, Dios ha entrado<br />

en <strong>el</strong> juego. No ha debido de gustarle que <strong>Barioná</strong> le hablé así. Se ha dicho: «¿Qué es<br />

esto…?» y en la noche ha enviado a su áng<strong>el</strong> a la tierra, a alguna leguas de Bethaur. Voy a<br />

enseñaros <strong>el</strong> áng<strong>el</strong>; mirad bien y que suene la música… ¿Veis?, todos esos benditos que se<br />

acurrucan son pastores que apacientan sus rebaños en la montaña. Y, como es natural, las<br />

alas d<strong>el</strong> áng<strong>el</strong> están cuidadosamente pintadas: <strong>el</strong> artista ha hecho lo que ha podido para<br />

mostrarlo imponente. Pero voy a deciros lo que pienso yo; las cosas no son así. Creí<br />

mucho tiempo en esa imagen, mientras veía claro, porque me deslumbraba. Pero desde<br />

que no veo, he reflexionado y he cambiado de opinión. Un áng<strong>el</strong>, sabéis, no muestra sus<br />

alas de buen grado. Seguro que habéis encontrado áng<strong>el</strong>es en vuestra vida. A lo mejor los<br />

hay entre vosotros y como yo, pero <strong>el</strong> Señor ha extendido su mano sobre él y le ha dicho:<br />

mira, te necesito; por esta vez, harás de áng<strong>el</strong>… Y <strong>el</strong> buen hombre se mezcla entre los<br />

demás, completamente asombrado, como Lázaro <strong>el</strong> resucitado entre los vivos, y tiene una<br />

apariencia algo extraña, un aspecto que no es ni chicha ni limoná, porque no se<br />

acostumbra a ser áng<strong>el</strong>. Todos desconfían de él, pues por medio d<strong>el</strong> áng<strong>el</strong> llega <strong>el</strong><br />

escándalo. Y os voy a decir lo que pienso: cuando uno encuentra un áng<strong>el</strong>, a uno de<br />

verdad, empieza creyendo que es <strong>el</strong> Diablo. Pero volviendo a nuestra historia, yo vería<br />

más bien las cosas de esta manera: es una meseta, en lo alto de una montaña, los pastores<br />

están ahí, alrededor d<strong>el</strong> fuego, y uno de <strong>el</strong>los toca la armónica.<br />

Se levanta <strong>el</strong> t<strong>el</strong>ón


Simón toca la armónica<br />

EL VIAJERO.– ¡Buenas noches, muchachos!<br />

SIMÓN.– ¡Eh! ¿Quién anda por ahí?<br />

TERCER CUADRO<br />

En la montaña, por encima de Bethaur.<br />

Escena I<br />

EL VIAJERO.– Soy Pedro, <strong>el</strong> carpintero de Hebrón. Vengo de vuestro pueblo.<br />

SIMÓN.– ¡Salud, compadre! La noche es tranquila, ¿no?<br />

EL VIAJERO.– Demasiado tranquila. ¡esto no me gusta! Caminaba por la oscuridad, sobre la<br />

roca dura y estéril y creía atravesar un jardín lleno de flores enormes calentadas por <strong>el</strong> sol<br />

de final de la tarde., ¿sabes?, cuando te dejan en la nariz todo su perfume. Me alegro de<br />

haberos encontrado. Me sentía más solo en medio de esa dulzura que en medio de un<br />

huracán. Además, he encontrado en los caminos un olor espeso como la niebla.<br />

SIMÓN.– ¿Qué clse de olor?<br />

EL VIAJERO.– Más bien agradable. Pero me envolvía la cabeza, diríase que era un ser vivo,<br />

como un banco de peces, como una bandada de perdices o, más bien, como esas densas<br />

nubes de polen que planean en primavera sobre la tierra fecunda y que a veces son tan<br />

espesas que ocultan <strong>el</strong> sol. Cayó sobre mí de repente y sentí que vibraba a mi alrededor;<br />

me sentí embebido por completo.<br />

SIMÓN.– Tienes suerte. Tu olor no ha subido hasta nosotros y yo sólo hu<strong>el</strong>o <strong>el</strong> perfume<br />

natural de mis compañeros que evoca más bien al ajo y al macho cabrío.<br />

EL VIAJERO.– ¡No! Si hubieses estado en mi lugar, habrías sentido miedo, como yo. Lo que<br />

quiera que fuese crujía, canturreaba, susurraba por todas partes, a mi derecha, a mi<br />

izquierda, d<strong>el</strong>ante de mí, detrás de mí; habríase dicho que miles de capullos florecían en<br />

unos árboles invisibles, o que la naturaleza había <strong>el</strong>egido esa mesta desierta y h<strong>el</strong>ada para<br />

darse a sí misma en soledad, durante una noche de invierno, la fiesta magnífica de la<br />

primavera.<br />

SIMÓN.– ¡Loco de remate!<br />

EL VIAJERO.– Había hechicería en <strong>el</strong>lo, no me gusta que hu<strong>el</strong>a a primavera en mitad d<strong>el</strong><br />

invierno; hay un tiempo para cada estación.<br />

SIMÓN (aparte).– Se ha vu<strong>el</strong>to tarumba <strong>el</strong> pobre… (En alto) Entonces, ¿me decías que vienes de<br />

Bethaur?


EL VIAJERO.– Sí. Pasan cosas raras allí.<br />

SIMÓN.– ¡Ah! ¡Ah! ¡Siéntate y cuéntanos todo con detalle! Me encanta charlar al lado de un<br />

gran fuego, pero los pastores nunca vemos a nadie, salvo a nosotros mismos. Esos<br />

duermen y esos otros dos que v<strong>el</strong>an conmigo no tienen conversación. Apuesto a que se<br />

trata de Ruth, ¿eh? ¿La ha sorprendido su marido con Shalam? Siempre predije que eso<br />

acabaría mal. No se escondían lo suficiente.<br />

EL VIAJERO.– No das ni una. Se trata de <strong>Barioná</strong>, vuestro jefe. Se ha dirigido a Dios y le ha<br />

dicho: dame una señal antes d<strong>el</strong> alba. Si no, prohibiré a mis hombres que tengan r<strong>el</strong>aciones<br />

con sus mujeres.<br />

SIMÓN.– ¿Qué tengan r<strong>el</strong>aciones con sus mujeres? Loco de remate, se ha vu<strong>el</strong>to<br />

completamente chiflado. Sin embargo, no hacía ascos a las caricias de la suya, si lo que<br />

dicen es verdad. Seguro que <strong>el</strong>la le ha puesto los cuernos.<br />

EL VIAJERO.– No, de eso nada.<br />

SIMÓN.– ¿Entonces?<br />

EL VIAJERO.– Parece que es una cuestión política.<br />

SIMÓN.– ¡Ah! Si es una cuestión política… Pero, vamos, colega, se trata de una política muy<br />

triste. Yo no hubiera nacido si mi padre hubiera seguido esa política.<br />

EL VIAJERO.– Eso es lo que quiere <strong>Barioná</strong>: impedir que nazcan niños.<br />

SIMÓN.– ¡Guau! Bueno, si yo no hubiera nacido, lo sentiría en <strong>el</strong> alma. No todos los días van<br />

como uno querría, no lo discuto. Pero mira: hay momentos que no son d<strong>el</strong> todo malos, se<br />

toca un poco la guitarra, se bebe un poco de vino y, además uno ve a su alrededor, en las<br />

otras montañas, fuegos de pastor como éste que le guiñan <strong>el</strong> ojo. ¡Eh!, vosotros, ¿oís eso?<br />

<strong>Barioná</strong> prohíbe a sus hombres que se acuesten con sus mujeres.<br />

CAIFÁS.– ¿No? Y, ¿con quién se van a acostar?<br />

EL VIAJERO.– Con nadie.<br />

PABLO.– ¡Pobrecillos! Van a acabar furiosos.<br />

EL VIAJERO.– Pastores ¡y vosotros qué? También os afecta, pues al fin y al cabo, sois de<br />

Bethaur.<br />

SIMÓN.– ¡Bah! A nosotros no nos fastidiará mucho. El invierno es una estación muerta para<br />

los amores, pero en primavera las chicas de Hebrón vendrían a buscarnos a la montaña. Y,<br />

además si hubiese que descansar una temporada no lo echaría demasiado de menos: para<br />

mi gusto siempre me han querido demasiado.<br />

EL VIAJERO.– Bueno, me voy, que Dios os guarde.


CAIFÁS.– ¿No te bebes antes un traguito?<br />

EL VIAJERO.– ¡A fe que no! No estoy todavía tranquilo. No sé lo que pasa esta noche en la<br />

montaña, pero quiero darme prisa para llegar a casa. Cuando los <strong>el</strong>ementos c<strong>el</strong>ebran fiesta,<br />

no conviene andar por los caminos. ¡Buenas noches!<br />

SIMÓN, CAIFÁS Y PABLO.– ¡Buenas noches<br />

CAIFÁS.– ¿Qué es todo eso que cuenta?<br />

SIMÓN.– ¿Crees que lo sé? Ha percibido un olor, oído cierto ruido… ¡Bobadas!<br />

Un silencio.<br />

PABLO.– Sin embargo, este Pedro tiene la cabeza en su sitio.<br />

CAIFÁS.– ¡Bah!... Es posible que realmente haya visto algo. Quien va a menudo por los<br />

caminos su<strong>el</strong>e tener encuentros extraños.<br />

SIMÓN.– Sea lo que sea aqu<strong>el</strong>lo que ha visto, espero que no llegue hasta aquí.<br />

PABLO.– Venga tú, tócanos algo.<br />

Simón toca la armónica.<br />

CAIFÁS.– ¿Qué pasa?<br />

SIMÓN.– No tengo ganas de tocar.<br />

Un silencio.<br />

CAIFÁS.– No sé que tiene a los corderos inquietos: desde la caída de la noche no he hecho<br />

más que oír sus cencerros.<br />

PABLO.– Y los perros están nerviosos: ladran a la luna y no hay luna.<br />

Un silencio.<br />

CAIFÁS.– No acabo de entenderlo: <strong>Barioná</strong> prohibiendo a los hombres r<strong>el</strong>aciones con sus<br />

mujeres. Ha debido cambiar mucho, era un famoso conquistador. Y más de una de entre<br />

las mujeres de los alrededores de Bethaur debe de acordarse.<br />

PABLO.– Mal asunto para su mujer: ¡es una guaperas este <strong>Barioná</strong>!<br />

CAIFÁS.– ¿Y <strong>el</strong>la qué? Ya me gustaría que estuviera en mi cama mejor que en la d<strong>el</strong> <strong>Trueno</strong>.<br />

Un silencio.


SIMÓN.– ¡Eh ¡ es verdad que hay en nuestro derredor un olor que no es <strong>el</strong> nuestro.<br />

CAIFÁS.– Sí, hu<strong>el</strong>e mucho. Es una noche extraña. Mirad que cerca están las estr<strong>el</strong>las, se diría<br />

que <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o se ha posado en la tierra. Y, sin embargo, está oscura como boca de lobo.<br />

PABLO.– Hay noches como ésta. Parece que van a parir algo, de tanto como pesan y,<br />

finalmente, no sale más que un poco de viento al alba.<br />

CAIFÁS.– Tú no ves más que viento, Pero las noches como estas con más ricas en auspicios<br />

que la mar en peces. Hace siete años, me acordaré siempre, v<strong>el</strong>aba aquí mismo y eras una<br />

noche que te ponía los p<strong>el</strong>os de punta; gritaba y gemía por todas partes; la hierba estaba<br />

tumbada como si <strong>el</strong> viento la hubiese azotado con pezuñas y, sin embargo, no había una<br />

brizna de viento. Al día siguiente, cuando llegue a casa, mi vieja me dijo que padre había<br />

muerto. (Simón estornuda) ¿Qué pasa?<br />

SIMÓN.– Es este perfume, que me hace cosquillas en las narices. Es más fuertes por<br />

momentos. Uno creería que está en <strong>el</strong> bazar de un p<strong>el</strong>uquero árabe. Entonces, ¿creéis que<br />

pasará algo esta noche?<br />

CAIFÁS.– Sí.<br />

SIMÓN.– Será un acontecimiento considerable, a juzgar por la fuerza de este olor. La muerte<br />

de un rey por lo menos. No me siento nada tranquilo, no necesito que los muertos me<br />

hagan señales y me parece que los reyes podrían morirse muy a gusto sin tenerse que<br />

anunciar en la cima de las montañas. Las muertes de reyes son historias para que se<br />

ocupen las gentes ociosas de las ciudades. Pero nosotros no tenemos necesidad de eso<br />

aquí.<br />

CAIFÁS.– ¡Chish…! ¡Cállate!<br />

SIMÓN.– ¿Qué pasa?<br />

CAIFÁS.– Diría que no estamos solos. Siento como una presencia, pero no podría decir cuál<br />

de mis cinco sentidos me avisa. Noto como algo redondo y suave pegado a mí.<br />

SIMÓN.– ¡Ay, ay, ay! ¿Qué tal si despertamos a los demás? Percibo cerca de mí algo tierno y<br />

caliente que se frota, como los domingos, cuando cojo <strong>el</strong> gato de casa sobre mis rodillas.<br />

CAIFÁS.– Mis narices están desbordadas por un olor enorme y suave, <strong>el</strong> perfume me envu<strong>el</strong>ve<br />

como <strong>el</strong> mar. Es un perfume que palpita, que me roza y que me ve, una suavidad gigante<br />

que fluye a través de mi pi<strong>el</strong> hasta mi corazón. Estoy penetrado hasta la médula por una<br />

vida que no es la mía y que no conozco. Estoy perdido en <strong>el</strong> fondo de otra vida como en<br />

<strong>el</strong> fondo de un pozo. Me asfixio, estoy ahogado en perfume, levanto las cabeza y ya no<br />

veo las estr<strong>el</strong>las; pilares inmensos de una ternura extraña se <strong>el</strong>evan alrededor de mí hasta<br />

los Ci<strong>el</strong>os y soy más pequeño que una lombriz.<br />

PABLO.– es verdad, ya no se ven las estr<strong>el</strong>las.


SIMÓN.– Se está pasando, <strong>el</strong> olores menos fuerte.<br />

CAIFÁS.– Sí…, se va, se está pasando. Se acabó. ¡Cómo están de vacíos la tierra y los ci<strong>el</strong>os<br />

ahora! Venga vu<strong>el</strong>ve a tocar la armónica, vamos a seguir con nuestra guardia.<br />

Seguramente no será la única maravilla que veamos esta noche. Pablo, pon un tronco en <strong>el</strong><br />

fuego que se va a apagar.<br />

Entra EL ÁNGEL<br />

EL ÁNGEL.– ¿Puedo calentarme un poco?<br />

PABLO.– ¿Quién eres?<br />

EL ÁNGEL.– Vengo de Hebrón, tengo frío.<br />

Escena II<br />

Los mismos y EL ÁNGEL<br />

CAIFÁS.– Caliéntate si quieres. Y si tienes sed, ahí tienes vino. (Un silencio) ¿Has subido por<br />

<strong>el</strong> camino de las cabras?<br />

EL ÁNGEL.– No lo sé. Sí, creo que sí.<br />

CAIFÁS.– ¿Has percibido <strong>el</strong> olor que vaga por los caminos?<br />

EL ÁNGEL.– ¿Qué olor?<br />

CAIFÁS.– Un olor… No, si no lo has olido, no hay nada que decir. ¿Tienes hambre?<br />

EL ÁNGEL.– No.<br />

CAIFÁS.– Estás pálido como la muerte.<br />

EL ÁNGEL.– Estoy pálido porque me han dado un golpe.<br />

CAIFÁS.– ¿Un golpe?<br />

EL ÁNGEL.– Sí. Me alcanzó como un culatazo. Da igual, Ahora tengo que ver a Simón,<br />

Pablo y Caifás. Sois vosotros, ¿no es así?<br />

LOS TRES.– Sí.<br />

EL ÁNGEL.– Tú eres Simón, ¿no es eso? ¿y tu Pablo? ¿Y tu? ¿tú eres Caifás?<br />

CAIFÁS.– ¿De qué nos conoces? ¿Eres de Hebrón?


PABLO.– Tiene aspecto de estar dormido de pie, palabra. (En alto) ¿Y quieres algo de<br />

nosotros?<br />

EL ÁNGEL.– Sí, os he buscado entre vuestro rebaños y vuestros perros han aullado al verme.<br />

SIMÓN (aparte).— ¡Ahora comprendo!<br />

EL ÁNGEL.– Tengo un mensaje para vosotros.<br />

SIMÓN.– ¿Un mensaje?<br />

EL ÁNGEL.– Sí. Perdonadme. El camino es largo y ya no sé lo que iba deciros. Tengo frío.<br />

(Con ardor) Señor, mi boca tiene un sabor amargo y mis hombros se hunden bajo tu<br />

enorme peso. Os llevo, Señor, y es cómo si llevase la tierra entera (A los otros). Os he<br />

asustado, ¿no? Me he acercado a vosotros en la noche, los perros aullaban a la muerte<br />

cuando pasaba y tengo frío. Siempre tengo frío.<br />

SIMÓN.– Es un pobre chiflado.<br />

CAIFÁS.– ¡Cállate! Y tú, danos tu mensaje.<br />

EL ÁNGEL.– ¿El mensaje? ¡Ah, sí, <strong>el</strong> mensaje! Es éste: despertaos compañeros y poneos en<br />

marcha. Iréis a Bethaur y gritaréis la buena nueva.<br />

CAIFÁS.– ¿Y cuál es?<br />

EL ÁNGEL.– Escuchad: es en B<strong>el</strong>én, en un establo. Atended y que se haga <strong>el</strong> silencio. Hay<br />

en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o un gran vacío y una gran espera, porque todavía no ha ocurrido nada. Y en mi<br />

cuerpo tengo un frío semejante al frío d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o. En estos momentos, en un establo, hay<br />

una mujer acostada sobre la paja. Guardad silencio porque <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o se ha vaciado por<br />

completo, como un gran agujero, está desierto y los áng<strong>el</strong>es tienen frío. ¡Ah! ¡Qué frío<br />

tienen!<br />

SIMÓN.– Eso no tiene aspecto alguno de buena noticia.<br />

CAIFÁS.– ¡Cállate!<br />

Un largo silencio.<br />

EL ÁNGEL.– ¡Ya está! ¡Ha nacido! Su espíritu infinito y sagrado está prisionero en un cuerpo<br />

de niño todo sucio y extraña de sufrir y de ignorar. Ahí está. Nuestro soberano ahora es<br />

simplemente un niño. Un niño que no sabe hablar. Tengo frío, Señor, ¡qué frío tengo!<br />

Pero ya basta de llorar por la pena de los áng<strong>el</strong>es y <strong>el</strong> inmenso desierto de los ci<strong>el</strong>os. En la<br />

tierra, por doquier, pululan olores ligeros y les ha llegado a los hombres la hora de la<br />

alegría. No tengáis miedo de mí, Simón, Caifás, Pablo; despertad a vuestros compañeros.<br />

Sacuden a los dormidos.


PRIMER PASTOR.– ¿Eh? ¿Qué pasa?<br />

SEGUNDO PASTOR.– Dejadme dormir. Estaba soñando que tenía entre mis brazos a una<br />

suave donc<strong>el</strong>la.<br />

TERCER PASTOR.– Y yo soñaba que me comía…<br />

TODOS.– ¿Por que nos arrancáis d<strong>el</strong> sueño? ¿Y quién es ese con cara larga y pálida que<br />

parece que acaba de despertarse, como nosotros?<br />

EL ÁNGEL.– Id a Bethaur y gritad por todas partes: ha nacido <strong>el</strong> Mesías. Ha nacido en un<br />

establo, en B<strong>el</strong>én.<br />

TODOS.– ¿El Mesías?<br />

EL ÁNGEL.– Decidles: bajad en trop<strong>el</strong> a la ciudad de David para adorar a Cristo, vuestro<br />

Salvador. Le reconoceréis así: encontraréis un niño pequeño en pañales y acostado en un<br />

pesebre. Tú, Caifás, ve a buscar a <strong>Barioná</strong>, que sufre y tiene <strong>el</strong> corazón lleno de hi<strong>el</strong> y dile:<br />

«Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».<br />

TODOS.– Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.<br />

SIMÓN.– Vamos todos, démonos prisa y saquemos de la cama a todos los habitantes de<br />

Bethaur y alegrémonos con su sorpresa. Porque no hay nada más agradable que anunciar<br />

una buena nueva.<br />

PABLO.– ¿Y quién guardará nuestros corderos?<br />

EL ÁNGEL.– Yo los guardaré.<br />

TODOS.— ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Deprisa! Pablo, coge tu cantimplora. Y tú, Simón, tu acordeón.<br />

El Mesías está entre nosotros. ¡Hosanna! ¡Hosanna!<br />

Salen atrop<strong>el</strong>lándose.<br />

EL ÁNGEL.— Tengo frío<br />

T<strong>el</strong>ón


CUARTO CUADRO<br />

La plaza de Bethaur, al rayar <strong>el</strong> alba<br />

LOS PASTORES.—<br />

Hemos dejado la cima de la montaña<br />

y hemos descendido entre los hombres<br />

porque nuestro corazón rebosaba de alegría.<br />

Allí, en la ciudad de techos lisos y casas blancas<br />

que desconocemos y que a duras penas podemos imaginar,<br />

en medio de una gran muchedumbre de hombres que dormían<br />

tumbados sobre su espalda,<br />

atravesando con su pequeño cuerpo blanco las maléficas tinieblas de la noche de las<br />

[ciudades,<br />

de la noche de los cruces de caminos,<br />

y subiendo desde las profundidades de la nada<br />

como un pez de vientre plateado sube desde los abismos d<strong>el</strong> mar,<br />

¡nos ha nacido <strong>el</strong> Mesías!<br />

El Mesías, <strong>el</strong> Rey de Judea, <strong>el</strong> que nos prometieron los profetas,<br />

<strong>el</strong> Señor de los judíos ha nacido, trayendo la alegría sobre nuestra tierra.<br />

Por eso, la hierba va a crecer en la cima de las montañas<br />

y los corderos van a pastar solos<br />

y no tendremos nada que hacer,<br />

y nos tumbaremos de espaldas todo <strong>el</strong> día,<br />

acariciaremos a la chicas más guapas<br />

y cantaremos himnos de alabanza al Señor.<br />

Por eso hemos cantado y bebido por <strong>el</strong> camino<br />

y estamos borrachos, con una borrachera ligera,<br />

parecida a la de bailarina de pies de cabra<br />

que durante mucho tiempo ha danzado al son de la flauta.<br />

Bailan. SIMÓN toca la armónica.<br />

CAIFÁS.— ¡Eh venga! Jerevhá, cíñete la cintura y ven a conocer la buena noticia.<br />

TODOS.— ¡Arriba! ¡Arriba Jerevhá!<br />

JEREVHÁ.— ¿Qué pasa? ¿Estáis chalados? ¿Es que no puede uno dormir tranquilo? Había<br />

dejado mis preocupaciones junto a mis vestidos al pie de la cama y estaba soñando que era<br />

joven.<br />

TODOS.— ¡Baja, Jerevhá, baja! Te traemos la buena nueva.<br />

JEREVHÁ.— ¿Y quiénes sois vosotros? ¡Ah!, son los pastores d<strong>el</strong> monte Sarón,. ¿Qué venís a<br />

hacer al pueblo y quién guarda vuestros corderos?<br />

CAIFÁS.— Dios los guarda. Cuidará de que ninguno se extravíe porque ésta es una noche<br />

bendita entre todas, fecunda como <strong>el</strong> vientre de una mujer, joven como la primera noche


d<strong>el</strong> mundo, porque todo vu<strong>el</strong>ve a empezar de nuevo y se convoca a todos los hombres de<br />

la tierra para que prueben suerte otra vez.<br />

JEREVHÁ.— ¿Acaso los romanos se han ido de Judea?<br />

PABLO.— ¡Baja! ¡Baja! Lo sabrás todo. Mientras, vamos a despertar a los demás.<br />

SIMÓN.— ¡Shalam! ¡Shalam!<br />

SHALAM.— ¿Sí? Acabo de saltar de la cama y no veo nada. ¿Hay fuego?<br />

SIMÓN.— Baja, Shalam. Ven y únete a nosotros.<br />

SHALAM.— ¿Estáis locos para despertar a un hombre a estas horas? ¿Es que no sabéis con<br />

cuánta impaciencia esperamos <strong>el</strong> sueño de Bethaur, ese sueño que se parece a la muerte?<br />

SIMÓN.— Más a mi favor, Shalam, ya no querrás dormir, correrás como un cabrito por los<br />

riscos de las montañas, incluso de noche, y cogerás flores para hacerte una guirnalda.<br />

SHALAM.— ¡Qué tonterías dices! No hay flores en los riscos de las montañas.<br />

SIMÓN.— Las habrá. Y van a crecer limoneros y naranjos en la cima de los montes y sólo<br />

tendremos que extender la mano para coger unas naranjas doradas grandes como la cabeza<br />

de un niño. Te traemos la buena nueva.<br />

SHALAM.— ¿Habéis encontrado un nuevo fertilizante? ¿Se han revalorizado los productos d<strong>el</strong><br />

campo?<br />

SIMÓN.— ¡Baja! ¡Baja! Te lo contaremos todo<br />

La gente sale poco a poco de sus casas y se agrupa en la plaza<br />

EL PUBLICANO (aparece en lo alto de su escalera).— ¿Qué pasa? ¿Estáis borrachos? Hace más de<br />

cuarenta años que no oigo gritos de alegría como éstos por la calle. ¡Y <strong>el</strong>egís para darlos <strong>el</strong><br />

día en que tengo un romano en casa! Es un escándalo.<br />

PABLO.— Los romanos serán expulsados de Judea a patadas en <strong>el</strong> culo y colgaremos a los<br />

publicanos por los pies sobre braseros ardientes.<br />

EL PUBLICANO.— ¡Es la revolución! ¡Es la revolución!<br />

LELIUS (en pijama con <strong>el</strong> casco puesto).— ¡Hum! ¿Qué está pasando?<br />

EL PUBLICANO.— ¡Es la revolución! ¡Es la revolución!<br />

LELIUS.— Judíos, sabéis que <strong>el</strong> gobierno…<br />

CAIFÁS.— ¡Ciudadanos y pastores, cantemos y bailemos porque la edad de oro ha llegado!


TODOS (cantando).—<br />

¡El Eterno reina! ¡Que la tierra se estremezca de alegría, que las islas todas se regocijen!<br />

¡Tormenta y oscuridad le rodean, justicia y juicio son la base de su trono!<br />

¡El fuego le rodea y abrasa a sus enemigos!<br />

¡Los r<strong>el</strong>ámpagos brillan por doquier!<br />

¡El mundo y la tierra tiemblan al verle!<br />

¡Las montañas se funden como la cera en presencia d<strong>el</strong> Eterno, en presencia d<strong>el</strong> Señor [de<br />

toda la tierra!<br />

¡Los ci<strong>el</strong>os anuncian su justicia y todos los pueblos ven su gloria!<br />

¡Sión le ha oído y se ha regocijado y las hijas de Judá se han estremecido de alegría!<br />

¡Que <strong>el</strong> mar exulte de alegría y también la tierra y todos cuantos la habitan!<br />

¡Que los ríos batan palmas y las montañas canten!<br />

¡Porque <strong>el</strong> Eterno viene para juzgar la tierra: juzgará al mundo con justicia y a los [pueblos<br />

con rectitud!<br />

BARIONÁ (entra).— ¡Perros! ¿Es que no sois f<strong>el</strong>ices más que cuando se os burla con palabras<br />

m<strong>el</strong>osas? ¿No tenéis suficiente valor en <strong>el</strong> pecho para mirar la verdad cara a cara?<br />

Vuestros cantos me destrozan los oídos y vuestras danzas de mujer borracha me hacen<br />

vomitar de asco.<br />

LA MUCHEDUMBRE.— ¡Pero, <strong>Barioná</strong>, <strong>Barioná</strong>, Cristo ha nacido!<br />

BARIONÁ.— ¿Cristo? ¡Pobres locos! ¡Pobres ciegos!<br />

CAIFÁS.— <strong>Barioná</strong>, <strong>el</strong> áng<strong>el</strong> me ha dicho: ve a buscar a <strong>Barioná</strong>. Que sufre y cuyo corazón<br />

rebosa hi<strong>el</strong> y dile: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».<br />

BARIONÁ.— ¡Ah! ¡La buena voluntad! ¡La buena voluntad d<strong>el</strong> pobre que se muere de hambre<br />

bajo la escalera d<strong>el</strong> rico sin quejarse! ¡La buena voluntad d<strong>el</strong> esclavo al que flag<strong>el</strong>an y que<br />

dice: gracias! ¡La buena voluntad de los soldados empujados a la masacre que luchan sin<br />

saber por qué! ¿Por qué no está aquí vuestro áng<strong>el</strong> y no hace sus encargos <strong>el</strong> mismo? Le<br />

contestaría: no hay paz en mí en la tierra; ¿y si quiero ser un hombre de mala voluntad?<br />

(LA MUCHEDUMBRE murmura).<br />

¡La mala voluntad! He blindado mi corazón con un triple coraza: contra los dioses, contra<br />

los hombres y contra <strong>el</strong> mundo. No pediré compasión ni diré gracias. No doblaré mi<br />

rodilla d<strong>el</strong>ante de nadie, pondré mi dignidad en mi odio, llevaré cuanta exacta de todos los<br />

sufrimientos, los míos y los de los demás hombres. Quiero ser <strong>el</strong> testigo fi<strong>el</strong> d<strong>el</strong> dolor de<br />

todos; lo recogeré y lo guardaré en mí como una blasfemia. Quiero <strong>el</strong>evarme contra <strong>el</strong><br />

ci<strong>el</strong>o como una columna de injusticia; moriré solo e irreconciliado y quiero que mi alma<br />

suba hacia las estr<strong>el</strong>las como un gran clamor de metales, <strong>el</strong> clamor de la ira.<br />

CAIFÁS.— ¡Ten cuidado <strong>Barioná</strong>! Dios te ha dado una señal y tú rehusas escucharla.<br />

BARIONÁ.— Aunque <strong>el</strong> Eterno me hubiese mostrado su rostro entre las nubes, me negaría a<br />

escucharle porque soy libre; y contra un hombre libre, ni <strong>el</strong> mismo Dios puede nada.<br />

Puede reducirme a polvo o prenderme como una tea, puede hacer que me retuerza en mis<br />

sufrimientos como <strong>el</strong> sarmiento en <strong>el</strong> fuego, pero no puede nada contra ese pilar acerado,


contra esta columna inflexible: la libertad d<strong>el</strong> hombre. Pero lo primero, imbéciles, ¿de<br />

dónde sacáis que me ha dado una señal? Mira que sois crédulos. Apenas éstos os han<br />

contado su historia y os revolcáis en la credulidad como si se tratase de depositar vuestros<br />

ahorros en las arcas de un banco de la ciudad. Vamos a ver, tú, Simón, <strong>el</strong> más joven de los<br />

pastores, acércate. Tienes aspecto más ingenuo que los otros y me darás cuenta de los<br />

hechos con más fid<strong>el</strong>idad, tal y como han pasado. ¿Quién os ha anunciado la buena<br />

noticia?<br />

SIMÓN.— ¡Eh!, señor, era un áng<strong>el</strong>.<br />

BARIONÁ.— ¿Por qué sabes que era un áng<strong>el</strong>?<br />

SIMÓN.- Por <strong>el</strong> mucho miedo que he tenido. Cuando se acercó al fuego creí que me caía de<br />

culo.<br />

BARIONÁ.— ¿Sí? ¿Y cómo era <strong>el</strong> áng<strong>el</strong>? ¿Tenía grandes alas desplegadas?<br />

SIMÓN.— Por mi vida, no. Tenía <strong>el</strong> aspecto de haberle dado un aire y vacilaba sobre sus<br />

piernas. Y tenía frío. ¡El pobre!, ¡qué frío tenía!<br />

BARIONÁ.— Bonito enviado d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, desde luego. ¿Y qué prueba os ha dado de lo que os<br />

anunciaba?<br />

SIMÓN.— Bueno ... él nos ... él nos ... No nos dio ningún tipo de prueba.<br />

BARIONÁ.— ¿Qué? ¿Ni siquiera un pequeño milagrito? ¿No cambió <strong>el</strong> fuego en agua? ¿Ni<br />

tampoco hizo que floreciera <strong>el</strong> extremo de vuestros cayados?<br />

SIMÓN.— No pensamos en pedirle ningún milagro y lo siento porque tengo un maldito<br />

reuma en <strong>el</strong> muslo que me hace polvo y tenía que haberle rogado, mientras estaba con<br />

nosotros, que me lo quitase. Hablaba de mala gana. Nos dijo: id a B<strong>el</strong>én, buscad <strong>el</strong><br />

establo y encontraréis un niño envu<strong>el</strong>to en pañales.<br />

BARIONÁ.— ¡Claro, qué bonito! Hay en estos momentos una muchedumbre en B<strong>el</strong>én por<br />

<strong>el</strong> censo. Los albergues no dan abasto, rechazan a mucha gente y muchos duermen bajo<br />

las estr<strong>el</strong>las y en los establos. Os apuesto a que encontráis más de veinte recién nacidos<br />

en los pesebres. Sólo tendréis <strong>el</strong> problema de <strong>el</strong>egir.<br />

LA MUCHEDUMBRE.— .-Es verdad.<br />

BARIONÁ.— ¿Y luego? ¿Qué hizo luego vuestro áng<strong>el</strong>?<br />

SIMÓN.— Se fue.<br />

BARIONÁ.— ¿Se fue? ¿Quieres decir que desapareció, que se evaporó en una humareda<br />

como su<strong>el</strong>en hacer sus semejantes?


SIMÓN.— No, no. Se marchó andando sobre sus dos pies, cojeando un poco, de una forma<br />

muy natural.<br />

BARIONÁ.— ¡Ése es vuestro áng<strong>el</strong>, cabezas huecas! ¿Basta que unos pastores borrachos de<br />

vino se encuentren en la montaña con un tonto de solemnidad que les cuenta no sé qué<br />

sobre la venida de Cristo para que os pongáis a babear de alegría y a lanzar vuestros<br />

sombreros al aire?<br />

PRIMER ANCIANO.— ¡Ay, <strong>Barioná</strong>! ¡Hace tanto tiempo que lo esperamos!<br />

BARIONÁ.— ¿Y a quién esperáis? A un rey, a un poderoso de la tierra que aparecerá en toda<br />

su gloria y atravesará <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o como un cometa, precedido de un resonar de trompetas. y,<br />

¿qué os ofrecen? Un niño miserable, sucio, gimiendo en un establo, con briznas de paja<br />

clavadas en sus pañales. ¡Ah! ¡Bonito rey! Id, bajad, bajad a B<strong>el</strong>én, seguramente valga la<br />

pena <strong>el</strong> viaje.<br />

LA MUCHEDUMBRE.— ¡Tiene razón! iTiene razón!<br />

BARIONÁ.— Volved a casa, buena gente, y en ad<strong>el</strong>ante mostrad algo más de discernimiento.<br />

El Mesías no ha venido y, qué queréis que os diga, no vendrá nunca. Este mundo es una<br />

caída interminable, lo sabéis bien. El Mesías sería alguien que parase esta caída, alguien que<br />

invirtiera de repente <strong>el</strong> curso de las cosas e hiciera rebotar <strong>el</strong> mundo en <strong>el</strong> aire como una<br />

p<strong>el</strong>ota. Entonces veríamos los ríos subir desde <strong>el</strong> mar hasta sus fuentes, las flores brotarían<br />

en las rocas y los hombres tendrían alas y naceríamos viejos para empezar a rejuvenecer<br />

hasta nuestra más tierna infancia. Es <strong>el</strong> universo de un loco ése que os imagináis. Sólo<br />

tengo una certeza, y es que todo seguirá cayendo siempre: los ríos hacia <strong>el</strong> mar, los pueblos<br />

antiguos bajo la dominación de los jóvenes, las empresas humanas hacia la decrepitud y<br />

nosotros hacia la infame vejez. Volved a casa.<br />

LELIUS (al publicano).— No creo que nunca funcionario romano alguno se haya encontrado<br />

en una situación tan embarazosa. Si no les desengaño, van a bajar en masa a B<strong>el</strong>én y<br />

montarán allí un guirigay que me traerá problemas. Y si lo hago, perseverarán, con más<br />

fuerza que nunca, en <strong>el</strong> abominable error de ayer y no tendrán más niños. ¿Qué puedo<br />

hacer? iHum! Lo mejor es no decir nada y dejar que los acontecimientos sigan su curso<br />

narural. Entremos y finjamos que no hemos oído nada.<br />

JEREVHÁ.— ¡Vamos, volvamos a casa! Tenemos todavía tiempo para echar una cabezadita.<br />

Soñaré que soy f<strong>el</strong>iz y rico. Y nadie podrá robarme mis sueños.<br />

Amanece poco a poco. La gente va abandonando la plaza. Música.<br />

CAIFÁS.— .- ¡Esperad! ¡Eh, vosotros, esperad! ¿Qué música es ésa? ¿y quiénes vienen hacia<br />

aquí con tan maravilloso séquito?<br />

JEREVHÁ.— Son reyes de Oriente, completamente vestidos de oro. Nunca he visto nada tan<br />

maravilloso.


EL PUBLICANO (a L<strong>el</strong>ius).— He visto reyes parecidos en la exposición colonial en Roma, hace<br />

casi veinte años.<br />

PRIMER ANCIANO.— Apartaos para abrirles paso. Su cortejo viene por aquí.<br />

Entran los Reyes Magos.<br />

MELCHOR.— Buenas gentes, ¿quién es <strong>el</strong> jefe?<br />

BARIONÁ.— Yo.<br />

MELCHOR.— ¡Estamos todavía lejos de B<strong>el</strong>én?<br />

BARIONÁ.— Está a veinte leguas.<br />

MELCHOR.— Estoy contento de haber encontrado, por fin, alguien que me pueda dar<br />

indicaciones. Todos los pueblos de los alrededores están desiertos porque sus habitantes<br />

han partido para adorar a Cristo.<br />

TODOS.— ¿Cristo? Entonces, ¿es verdad? ¿Cristo ha nacido?<br />

SARA (que está mezclada con la multitud).—Ah, decidnos, decidnos que ha nacido y dad calor a<br />

nuestro corazón. Ha nacido <strong>el</strong> divino niño. ¡Hay una mujer que ha tenido esa suerte! ¡Ah,<br />

mujer doblemente bendita!<br />

BARIONÁ.— ¿También tú, Sara?, ¿también tú?<br />

BALTASAR.— ¡Cristo ha nacido! Hemos visto su estr<strong>el</strong>la <strong>el</strong>evarse en Oriente y la hemos<br />

seguido.<br />

TODOS.— ¡Cristo ha nacido!<br />

PRIMER ANCIANO.— ¡Nos estabas engañando, <strong>Barioná</strong>, nos engañabas!<br />

JEREVHÁ.— Mal pastor, nos has mentido, querías que reventásemos, ¿eh?, sobre esta roca<br />

estéril, y mientras tanto los de las tierras bajas hubieran gozado a su gusto de Nuestro<br />

Señor.<br />

BARIONÁ.— ¡Pobres idiotas! Les creéis porque van revestidos de oro.<br />

SHALAM.— ¿Y tu mujer? ¡Mírala, mírala!, y dinos si <strong>el</strong>la no cree también. Porque la has<br />

engañado como a nosotros.<br />

LELIUS (al publicano) .— ¡Ja, ja! Esto se pone feo para nuestro buitre árabe. He hecho bien en<br />

no inmiscuirme.


LA MUCHEDUMBRE.— ¡Sigamos a los Magos! ¡Bajemos con <strong>el</strong>los a B<strong>el</strong>én!<br />

BARIONÁ.— ¡No iréis! Mientras yo sea vuestro jefe, no iréis.<br />

BALTASAR.— ¿Qué? ¿Vas a impedir a tus hombres que vayan a adorar al Mesías?<br />

BARIONÁ.— No creo más en <strong>el</strong> Mesías que en todas vuestras fábulas. Veo claro <strong>el</strong> juego de<br />

los ricos y de los reyes como vosotros. Tomáis <strong>el</strong> p<strong>el</strong>o a los pobres con habladurías para<br />

que estén tranquilos. Pero os digo que a mí no me tomaréis <strong>el</strong> p<strong>el</strong>o. Habitantes de Bethaur,<br />

ya no quiero ser vuestro jefe, porque habéis dudado de mí. Pero os lo repito por última<br />

vez: mirad a vuestra desesperanza a la cara, porque la dignidad d<strong>el</strong> hombre está en su<br />

desesperanza.<br />

BALTASAR.— ¿Estás seguro de que no está más bien en su esperanza? No te conozco de<br />

nada, pero veo en tu cara que has sufrido y veo también que te has complacido en tu dolor.<br />

Tus rasgos son nobles, pero tus ojos están medio cerrados y tus oídos parecen taponados.<br />

Veo en tu rostro la pesadumbre que se percibe en los ciegos y los sordos; te pareces a uno<br />

de esos ídolos trágicos y sanguinarios que adoran los pueblos paganos. Un ídolo huraño,<br />

con <strong>el</strong> ceño fruncido, ciego y sordo a las palabras de los hombres y que no oye sino los<br />

consejos de su orgullo. Sin embargo, míranos: nosotros también hemos sufrido y somos<br />

sabios entre los hombres. Pero cuando esta estr<strong>el</strong>la nueva se ha <strong>el</strong>evado, hemos dejado<br />

nuestros reinos sin dudarlo, la hemos seguido y vamos a adorar a nuestro Mesías.<br />

BARIONÁ.— Está bien: id a adorarle. ¿Quién os lo impide y qué hay entre vosotros y yo?<br />

BALTASAR.— ¿Cuál es tu nombre?<br />

BARIONÁ.— <strong>Barioná</strong>. ¿Y?<br />

BALTASAR.— <strong>Barioná</strong>, tú sufres. (BARIONÁ se encoge de hombros) Sufres y, sin embargo, tu<br />

deber es esperar. Tu deber de hombre. Cristo ha bajado a la tierra por ti. Por ti más que<br />

por cualquier otro, porque tú sufres más que cualquier otro. El áng<strong>el</strong> no espera nada,<br />

porque goza de su alegría y Dios le ha dado todo por ad<strong>el</strong>antado y la piedra tampoco<br />

espera, porque vive estúpidamente en un presente perpetuo. Pero cuando Dios dio forma<br />

a la naturaleza d<strong>el</strong> hombre, fundió juntas la esperanza y la preocupación. Porque <strong>el</strong><br />

hombre, ¿sabes?, es siempre mucho más de lo que es. Ves a este hombre, apesadumbrado<br />

por su carne, enraizado en su sitio por sus dos grandes pies y dices, extendiendo la mano<br />

para tocarle: está aquí. Y no es verdad: esté donde esté un hombre, <strong>Barioná</strong>, está siempre<br />

en otra parte. En otra parte, más allá de las cimas violetas que ves desde aquí, en Jerusalén;<br />

en Roma, más allá de este día h<strong>el</strong>ado, mañana. Y todos éstos que te rodean hace tiempo<br />

que no están aquí: están en B<strong>el</strong>én, en un establo, alrededor d<strong>el</strong> pequeño cuerpo caliente de<br />

un niño. Y todo ese porvenir d<strong>el</strong> que <strong>el</strong> hombre está amasado, todas las cimas, todos los<br />

horizontes violetas, todas las ciudades maravillosas que le deslumbran sin haber puesto<br />

nunca en <strong>el</strong>las sus pies, todo eso, es la Esperanza. La Esperanza. Mira a los prisioneros<br />

que están ante ti; que viven en <strong>el</strong> barro y <strong>el</strong> frío. ¿Sabes lo que verías si pudieses adentrarte<br />

en su alma? Las colinas y los dulces meandros de un río. Y viñas, y <strong>el</strong> sol d<strong>el</strong> sur. Sus viñas<br />

y su sol. Es allí donde están. Y las viñas doradas de septiembre, para un prisionero aterido<br />

de frío y cubierto de piojos, son la Esperanza. La Esperanza es lo mejor de <strong>el</strong>los mismos.


Y tú quieres privarles de sus viñas y de sus campos y d<strong>el</strong> brillo de las colinas lejanas, tú no<br />

quieres dejarles más que <strong>el</strong> barro y las pulgas y las chinches, tú quieres darles <strong>el</strong> presente<br />

desorientado de la bestia. Porque ésa es tu desesperanza: rumiar <strong>el</strong> instante fugaz, mirarte<br />

<strong>el</strong> ombligo con una mirada rencorosa y estúpida, arrancar de tu tiempo <strong>el</strong> futuro y<br />

encerrarlo en un círculo alrededor d<strong>el</strong> presente. Entonces ya no serás un hombre, <strong>Barioná</strong>.<br />

No serás más que una piedra dura y negra en <strong>el</strong> camino. Las caravanas pasan por ese<br />

camino. pero la piedra permanece, sola y rígida, como un mojón en su resentimiento.<br />

BARIONÁ.— Oye, viejo, tú chocheas.<br />

BALTASAR.— <strong>Barioná</strong>, es verdad que somos muy viejos y muy sabios y que conocemos todo<br />

<strong>el</strong> mal de la tierra. Sin embargo, cuando hemos visto esa estr<strong>el</strong>la en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o nuestro corazón<br />

ha vibrado de alegría, como <strong>el</strong> de los niños. Nos hicimos como niños y nos pusimos en<br />

camino porque queríamos cumplir con nuestro deber de hombres, que es esperar. El que<br />

pierde la Esperanza, <strong>Barioná</strong>, ése será expulsado de su pueblo, será maldito y las piedras<br />

d<strong>el</strong> camino serán más duras para él y los espinos más hirientes. La carga que lleve le<br />

resultará más pesada y todos los infortunios se abatirán sobre él como abejas irritadas y los<br />

demás se burlarán de él gritándole: ¡justicia! Pero, para aquél que espera, todo serán<br />

sonrisas y <strong>el</strong> mundo le será dado como un regalo. Vosotros, los demás, ved si debéis<br />

quedaros aquí o decidiros a seguirnos.<br />

TODOS.— Te seguimos.<br />

BARIONÁ.— ¡Quietos! ¡No os vayáis! Aún tengo algo que deciros. (Salen todos<br />

empujándose) Tú Jerevhá, tú fuiste antaño mi compañero y siempre creías en mi palabra.<br />

¿Ya no te fías de mí?<br />

JEREVHÁ.— Déjame: nos has engañado.<br />

Se va.<br />

BARIONÁ.— Y tú, Anciano, tú eras siempre de mi opinión en los Consejos.<br />

EL ANCIANO.— Entonces eras <strong>el</strong> jefe ... Hoy no eres nadie. Déjame pasar.<br />

BARIONÁ.— ¡Bueno, marchaos! Marchaos, pobres locos. Ven, Sara, nos quedaremos aquí, tú<br />

y yo, solos ...<br />

SARA.— <strong>Barioná</strong>, voy a seguirles.<br />

BARIONÁ.— ¡Sara! (Silencio). Mi pueblo está muerto, mi familia deshonrada, mis hombres<br />

me abandonan. Creía que no podía sufrir más y me equivocaba. Sara, es de ti de donde me<br />

ha venido <strong>el</strong> golpe más duro. Entonces, ¿no me amas?<br />

SARA.— Te amo, <strong>Barioná</strong>. Pero compréndeme. Allí hay una mujer f<strong>el</strong>iz y plena, una madre<br />

que ha dado a luz por todas las madres y lo que <strong>el</strong>la me ha dado es como un permiso: <strong>el</strong><br />

permiso de traer mi <strong>hijo</strong> al mundo. Quiero ver a esa madre f<strong>el</strong>iz y sagrada, quiero verla. Ella<br />

ha salvado a mi <strong>hijo</strong>. Nacerá, ahora lo sé. ¿Dónde?, poco importa. Al borde de un camino


o en un establo, como <strong>el</strong> suyo. Y sé también que Dios está conmigo. (Tímidamente:)<br />

<strong>Barioná</strong>, ven con nosotros.<br />

BARIONÁ.— No, haz lo que quieras.<br />

SARA.— Entonces, ¡adiós!<br />

BARIONÁ.— Adiós. (Silencio) Se han ido. Estamos solos, Señor, tú y yo. He conocido muchos<br />

sufrimientos, pero ha hecho falta que viviese hasta este día para sentir <strong>el</strong> amargo sabor d<strong>el</strong><br />

abandono. ¡Ay, qué solo estoy! Pero no oirás, Dios de los judíos, una sola queja de mi<br />

boca. Quiero vivir mucho tiempo, abandonado sobre esta roca estéril: yo que nunca pedí<br />

nacer, yo quiero ser tu remordimiento.<br />

T<strong>el</strong>ón


QUINTO CUADRO<br />

D<strong>el</strong>ante de la casa d<strong>el</strong> HECHICERO<br />

Escena I<br />

BARIONÁ (Solo).— ¡Un Dios que se transforma en hombre! ¡Qué idiotez! No veo qué podría<br />

tentarle de nuestra condición humana. Los dioses viven en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, completamente<br />

ocupados en gozar de <strong>el</strong>los mismos. Y si les diera por descender entre nosotros, lo harían<br />

bajo alguna forma brillante y fugaz, como una nube púrpura o un r<strong>el</strong>ámpago. ¿Se cambiaría<br />

un Dios en hombre? El Todopoderoso, en <strong>el</strong> seno de su gloria, ¿contemplaría a estas<br />

pulgas que pululan sobre la vieja costra de la tierra y que la ensucian con sus excrementos y<br />

diría: quiero ser uno de esos gusanos? No me hagas reír. ¿Un Dios que se rebaja a nacer, a<br />

vivir nueve meses como una fresa de sangre? Llegarán allí a primera hora de la noche<br />

porque las mujeres que van con <strong>el</strong>los les harán ralentizar la marcha ... ¡Bueno! Que vayan a<br />

reír y a gritar bajo las estr<strong>el</strong>las y a despertar a B<strong>el</strong>én de su sueño. Las bayonetas romanas no<br />

tardarán en pincharles las nalgas y enfriarles la sangre.<br />

Entra LELIUS.<br />

Escena II<br />

LELIUS, BARIONÁ<br />

LELIUS.— ¡Ah! Aquí está <strong>el</strong> jefe <strong>Barioná</strong>. Me alegro de veros, jefe. Sí, sí, me alegro mucho.<br />

Puede que las diferencias políticas nos hayan separado pero, en este momento, no<br />

quedamos más que nosotros dos en este pueblo desierto. Se ha levantado <strong>el</strong> viento y<br />

golpea las puertas. Las hay que se abren solas d<strong>el</strong>ante de grandes agujeros negros. Esto da<br />

escalofríos. Debemos apoyarnos, por nuestro propio interés.<br />

BARIONÁ.— No me dan miedo los golpes de las puertas y vos tenéis a Leví, <strong>el</strong> publicano,<br />

para haceros compañía.<br />

LELIUS.— Ah, no, os vais a reír: <strong>el</strong> viejo Leví ha seguido a vuestros hombres llevándose mi<br />

asno. Me veo obligado a volver a pie. (BARIONÁ se ríe) ¡Sí, ejem! Es muy cómico, en efecto.<br />

Pero ... ¿qué pensáis de todo esto, jefe?<br />

BARIONÁ.— Señor superintendente, yo iba a haceros la misma pregunta.<br />

LELIUS.—¡Oh! Yo... os han dejado plantado, ¿eh?<br />

BARIONÁ.— Seguirles sería lo último que haría. ¿Vais a continuar vuestro viaje, señor<br />

superintendente?<br />

LELIUS.— ¡Bah! No vale la pena porque parece que todos los pueblos de la montaña se han<br />

quedado vacíos. Toda la montaña está de visita en B<strong>el</strong>én. Voy a volver a casa a pie. ¿Y vos?<br />

¿Vais a quedaros aquí?<br />

BARIONÁ.— Sí.


LELIUS.— Es una aventura increíble.<br />

BARIONÁ.— No hay nada increíble en la estupidez de los hombres.<br />

LELIUS.— ¡Sí, ejem! ¿Vos no creéis en este Mesías? (BARIONÁ levanta los hombros) No,<br />

evidentemente. Aun así, yo tengo ganas de ir a dar una vu<strong>el</strong>ta por ese establo. Nunca se<br />

sabe: esos Magos parecían tan convencidos.<br />

BARIONÁ.— Entonces, ¿vos también? ¿También vos dejáis que os impresionen los<br />

uniformes? Sin embargo vosotros, los romanos, deberíais estar acostumbrados.<br />

LELIUS.— ¡Ejem! Sabéis que tenemos en Roma un altar para los dioses desconocidos. Es una<br />

medida de prudencia que siempre he aprobado y que me dicta mi actitud presente. Un<br />

Dios más no puede hacer daño, ¡tenemos tantos! Y hay en nuestro Imperio bueyes y<br />

cabras suficientes para todos los sacrificios.<br />

BARIONÁ.— Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría excluyendo a todos los<br />

demás, habría entre Él y yo algo así como un lazo de sangre, y no tendría vida suficiente<br />

para demostrarle mi agradecimiento: <strong>Barioná</strong> no es un ingrato. Pero, ¿qué Dios sería lo<br />

suficientemente loco para eso? No <strong>el</strong> nuestro, desde luego. Siempre se ha mostrado más<br />

bien distante.<br />

LELIUS.— En Roma se dice que Júpiter, de cuando en cuando, toma forma humana cuando se<br />

fija, desde <strong>el</strong> Olimpo, en alguna gentil muchachita. Pero no necesito deciros que no me lo<br />

creo.<br />

BARIONÁ.— Un Dios-Hombre, un Dios hecho de nuestra carne humillada, un Dios que<br />

aceptase conocer este sabor amargo que hay en <strong>el</strong> fondo de nuestra boca cuando todos nos<br />

abandonan, un Dios que aceptase por ad<strong>el</strong>antado sufrir lo que yo sufro ahora ... ¡Venga ya!,<br />

es una locura.<br />

LELIUS.— Sí, ¡ejem! De todas maneras yo iré a dar una vu<strong>el</strong>ta por allí. Nunca se sabe. Y<br />

además, nosotros dos en particular vamos a tener necesidad de los dioses porque, en definitiva,<br />

vos habéis perdido <strong>el</strong> puesto y yo me juego <strong>el</strong> mío.<br />

BARIONÁ.— ¿Que os jugáis <strong>el</strong> vuestro?<br />

LELIUS.— ¡Sí, pardiez! Imaginaos esta avalancha de montañeses de cortas piernas<br />

deambulando por las calles de B<strong>el</strong>én. Me aterra sólo pensarlo. El procurador no me lo<br />

perdonará jamás.<br />

BARIONÁ.— Desde luego, será divertido. ,y qué haréis si os ponen en la calle?<br />

LELIUS.— Me retiraré a Mantua, mi ciudad natal. Os confieso que lo deseo; me llega un poco<br />

antes de lo que pensaba, pero eso es todo.<br />

BARIONÁ.— Y seguro que Mantua es una gran ciudad de Italia, rodeada de fábricas, ¿no?


LELIUS.— ¡Qué dices! Todo lo contrario. Es una ciudad muy pequeña y muy blanca, en un<br />

valle, a la ribera de un río.<br />

BARIONÁ.— ¿Qué? ¿Sin fábricas? ¿Ni siquiera una pequeña serrería mecánica? Os vais a<br />

aburrir hasta la muerte. Echaréis de menos B<strong>el</strong>én.<br />

LELIUS.— ¡Por Dios, no! Mirad, Mantua es célebre en Italia porque allí criamos abejas.<br />

Muchas abejas. A mi abu<strong>el</strong>o le conocían tan bien las suyas que no le picaban cuando iba a<br />

coger su mi<strong>el</strong>. Volaban a su encuentro y se posaban en su cabeza y en los pliegues de su<br />

toga; no llevaba ni guantes ni máscara. A mí mismo me conocen bastante, lo confieso.<br />

Pero no sé si me reconocerán cuando vu<strong>el</strong>va a Mantua. Hace seis años que no voy por allí.<br />

Hacemos una mi<strong>el</strong> muy buena, ¿sabéis?, verde, castaña, negra y amarilla. Siempre he<br />

soñado con escribir un tratado de apicultura. ¿Por qué os reís?<br />

BARIONÁ.— Porque me acuerdo d<strong>el</strong> discurso de ese viejo loco: <strong>el</strong> hombre es un perpetuo<br />

más allá, <strong>el</strong> hombre es Esperanza También vos, señor superintendente, tenéis vuestro Más<br />

Allá, tenéis vuestra Esperanza. ¡Ah! La encantadora florecita azul, y ¡cómo os sienta! Bien,<br />

señor superintendente, marchaos a hacer mi<strong>el</strong> a Mantua. Saludos.<br />

LELIUS.— Adiós.<br />

EL HECHICERO sale de su casa.<br />

Escena III<br />

EL HECHICERO, LELIUS, BARIONÁ<br />

EL HECHICERO.— Os saludo, mis señores.<br />

BARIONÁ.— ¿Estás aquí, viejo crápula? ¿De modo que no te has ido con los demás?<br />

EL HECHICERO.— Mis viejas piernas están demasiado débiles, mi señor.<br />

LELIUS.— ¿ Quién es éste?<br />

BARIONÁ.— Es nuestro hechicero, un hombre cabal que conoce su oficio. Predijo la muerte<br />

de su padre con dos años de ant<strong>el</strong>ación.<br />

LELIUS.— Otro profeta. No tenéis más que de esto por aquí.<br />

EL HECHICERO.— No soy un profeta ni estoy inspirado por los dioses. Leo en <strong>el</strong> tarot y en los<br />

posos de café y mi ciencia es completamente terrena<br />

LELIUS.— Bien, pues dinos quién es este Mesías que vacía todos los pueblos de la montaña<br />

como un aspirador <strong>el</strong>éctrico.


BARIONÁ.— ¡Pardiez, no! No quiero volver a oír hablar de ese Mesías. Es asunto de mis<br />

compatriotas. Me han abandonado y yo les abandono a mi vez.<br />

LELIUS.— Dejadle, querido, dejadle hacer. Puede que nos dé informes interesantes.<br />

BARIONÁ.— Como queráis.<br />

LELIUS.— Venga, cuenta tu historia. Y te daré esta bolsa si me gusta.<br />

EL HECHICERO.— Lo que pasa es que me encuentro un poco incómodo cuando se trata de<br />

cosas divinas: no es mi tema. Preferiría que me preguntaseis por la fid<strong>el</strong>idad de vuestra<br />

esposa, por ejemplo, eso tiene que ver más con mi menester.<br />

LELIUS.— ¡Ejem! Mi esposa me es fi<strong>el</strong>, buen hombre. Es un artículo de fe. La esposa de un<br />

funcionario romano no debe estar bajo sospecha. Además, si la conocierais, sabríais que <strong>el</strong><br />

bridge, los desfiles de modas y las presidencias de Comités femeninos ocupan toda su<br />

actividad.<br />

EL HECHICERO.— Perfecto, mi señor. En ese caso me esforzaré por hablaros de! Mesías. Pero<br />

perdonadme, es preciso que primero entre en trance.<br />

LELIUS.— ¿Tardará mucho?<br />

EL HECHICERO.— No. Es sólo una pequeña formalidad. Justo e! tiempo para bailar un poco y<br />

exaltarme con e! tam-tam.<br />

Baila mientras toca <strong>el</strong> tam-tam.<br />

LELIUS.— Auténticos salvajes.<br />

EL HECHICERO.— ¡Ya lo veo! ¡Ya lo veo! Un niño en un establo.<br />

LELIUS.— ¿y luego?<br />

EL HECHICERO.— Y luego, crece.<br />

BARIONÁ.— Evidentemente.<br />

EL HECHICERO (molesto).— No es tan evidente. Hay una <strong>el</strong>evada mortalidad infantil entre los<br />

judíos. Camina entre los hombres y les dice: yo soy e! Mesías. Se dirige sobre todo a los<br />

niños de los pobres.<br />

LELIUS.— ¿Les predica la reb<strong>el</strong>ión?<br />

EL HECHICERO.— Les dice: «Dad al César lo que es de! César».


LELIUS.— Mira, eso me gusta mucho.<br />

BARIONÁ.— Y a mí no me gusta nada. Es un vendido ese Mesías vuestro.<br />

EL HECHICERO.— No recibe dinero de nadie. Vive con una gran modestia. Hace algunos<br />

pequeños milagros. Convierte e! agua en vino en Caná. Yo lo haría igual de bien: es<br />

cuestión de unos polvillos. Resucita a un tal Lázaro.<br />

LELIUS.— Un colega. ¿Algo más? Seguro que algún episodio de hipnosis.<br />

EL HECHICERO.— Supongo. Hay una historia con unos panecillos.<br />

BARIONÁ.— Ya me doy cuenta de! estilo. ¿y luego?<br />

EL HECHICERO.— Por lo que respecta a los milagros, eso es todo. Parece que los hace contra<br />

su voluntad.<br />

BARIONÁ.— ¡Por Dios! No debe tener buena maña. ¿y qué más? ¿Qué dice?<br />

EL HECHICERO.— Dice: «El que quiera ganar su vida, la perderá».<br />

LELIUS.— Muy bien.<br />

EL HECHICERO.— Dice que e! reino de su Padre no está aquí abajo.<br />

LELIUS.— Perfecto, eso estimula la paciencia.<br />

EL HECHICERO.— Dice también que le es más fácil a un cam<strong>el</strong>lo pasar por e! ojo de una aguja<br />

que a un rico entrar en e! reino de los Ci<strong>el</strong>os.<br />

LELIUS.— Eso no está tan bien. Pero se lo perdono: si uno quiere triunfar entre <strong>el</strong> pueblo<br />

llano tiene que atreverse a arañar un poco al capitalismo. Además, lo esencial es que deje a<br />

los ricos <strong>el</strong> reino de la tierra.<br />

BARIONÁ.— Y después, ¿qué pasa?<br />

EL HECHICERO.— Sufre y muere.<br />

BARIONÁ.— Como todo <strong>el</strong> mundo.<br />

EL HECHICERO.— Más que todo <strong>el</strong> mundo. Es arrestado, arrastrado ante un tribunal,<br />

desnudado, flag<strong>el</strong>ado, despreciado por todos y, al final, crucificado. La gente se agolpa<br />

alrededor de su cruz y le dice: «Sálvate a ti mismo si eres <strong>el</strong> Rey de los judíos». Y no se<br />

salva. Grita con una voz fuerte: «iPadre mío! ¡Padre mío! ¿Por qué me has abandonado?».<br />

Y muere.<br />

BARIONÁ.— ¿y muere? ¿Quién, ése? ¿El maravilloso Mesías? ¡Hemos tenido otros incluso<br />

más brillantes, y todos han caído en <strong>el</strong> olvido!


EL HECHICERO.—¡De éste no se olvidarán tan deprisa! Al contrario, veo una gran cantidad de<br />

naciones reunidas alrededor de sus discípulos. Y llevan su palabra más allá de los mares<br />

hasta Roma y más lejos. Hasta los bosques tenebrosos de las Galias y de Germania.<br />

BARIONÁ.— ¿Yqué es lo que les produce tanta alegría? ¿Su vida fracasada o su muerte<br />

ignominiosa?<br />

EL HECHICERO.— Creo que es su muerte.<br />

BARIONÁ.— ¡Su muerte! ¡Pardiez! ¡Si fuera posible evitar eso!... Pero no, que se las arreglen.<br />

Ellos lo han querido. (Silencio) ¡Mis hombres! Mis hombres entr<strong>el</strong>azando sus gruesos<br />

dedos nudosos y arrodillándose ante un esclavo muerto en la cruz. Muerto sin ni siquiera<br />

un grito de reb<strong>el</strong>ión, exhalando como último suspiro un dulce reproche de asombro.<br />

Muerto como una rata en la trampa. Y mis hombres, mis propios hombres, van a adorarle.<br />

Venga, dadle su bolsa y que desaparezca. Porque supongo que no tienes nada más que<br />

decirnos.<br />

EL HECHICERO.— Nada más, mi señor. Gracias, señores míos.<br />

Sale EL HECHICERO.<br />

LELIUS.— ¿De dónde os viene esta súbita agitación?<br />

BARIONÁ.— ¿Pero no veis que se trata de! asesinato d<strong>el</strong> pueblo judío? Si vosotros, los<br />

romanos, hubierais querido castigarnos, no lo habríais podido hacer mejor. Vamos, hablad<br />

con franqueza: ¿este Mesías es de los vuestros? ¿Le paga Roma?<br />

LELIUS.— Teniendo en cuenta que apenas tiene doce horas de vida, como que parece muy<br />

joven para que ya se haya vendido.<br />

BARIONÁ.— Recuerdo a Jerevhá, e! fuerte, e! brutal Jerevhá, aún más guerrero que pastor,<br />

antaño mi lugarteniente en nuestras luchas contra Hebrón y me lo imagino perfumado,<br />

todo pringoso por culpa de esta r<strong>el</strong>igión. Va a balar como un cordero... ¡Ah! Basta de risas,<br />

hay que darse prisa ... ¡Hechicero! ¡Hechicero!<br />

EL HECHICERO.—¿Mi señor?<br />

BARIONÁ.— ¿Dices que una muchedumbre adoptará su doctrina?<br />

EL HECHICERO.— Sí, mi señor.<br />

BARIONÁ.— ¡Oh, Jerusalén humillada!<br />

LELIUS.— Pero, ¿qué es lo que os ha dado?<br />

BARIONÁ.— Sólo conozco una crucificada, y es Sión, Si6n, a la que los vuestros, los romanos<br />

de cascos de cobre han clavado con sus manos en la cruz. Y nosotros, nosotros habíamos


creído siempre que llegaría un día en que <strong>el</strong>la misma arrancaría d<strong>el</strong> leño sus manos y sus<br />

pies orturados y marcharía contra sus enemigos ensangrentada y soberbia. Tal era nuestra<br />

fe en <strong>el</strong> Mesías. ¡Ah!, si hubiese venido un hombre así, de mirada irresistible, cubierto de<br />

hierro fulgurante, si hubiese puesto una espada en mi mano derecha y me hubiese dicho:<br />

«¡Cíñete la cintura y sígueme!». ¡C6mo le hubiera seguido en medio d<strong>el</strong> estrépito de las<br />

batallas, haciendo saltar las cabezas romanas, como se decapita en <strong>el</strong> campo a las amapolas.<br />

Hemos crecido con esta esperanza, hemos apretado los dientes y si, por ventura, un romano<br />

pasaba por nuestro pueblo, le seguíamos con la mirada y murmurábamos a sus espaldas<br />

porque su vista alimentaba e! odio en nuestros corazones. Estoy orgulloso de no haber<br />

aceptado la esclavitud y de no haber cesado jamás de atizar en mí <strong>el</strong> fuego abrasador d<strong>el</strong><br />

odio. Y estos últimos días, viendo c6mo nuestro pueblo exangüe no tenía ya fuerzas para la<br />

reb<strong>el</strong>ión, ¡he preferido que se aniquilase para no verle plegado bajo <strong>el</strong> yugo de los romanos!<br />

LELIUS.— ¡Encantador! Éste es <strong>el</strong> tipo de discurso al que se expone un funcionario romano<br />

cuando le envían de servicio a un pueblo perdido. Pero no veo qué pinta este Mesías en<br />

medio de todo esto.<br />

BARIONÁ.— ¡No queréis comprender! Esperábamos un soldado y se nos envía un cordero<br />

místico que nos predica la resignación y nos dice: «Haced como yo, morid en vuestra cruz,<br />

sin quejaros, con dulzura, para evitar que se escandalicen vuestros vecinos. Sed dulces.<br />

Dulces como niños. Lamed vuestro sufrimiento despacio, como un perro apaleado lame a<br />

su amo para hacerse perdonar. Sed humildes. Pensad que habéis merecido vuestros<br />

dolores, y si son demasiado fuertes, soñad que son pruebas y que os purifican. y si sentís<br />

que crece en vosotros una cólera de hombre, asfixiadla bien. Decid gracias, siempre<br />

gracias. Gracias cuando os abofeteen. Gracias cuando os den de patadas. Engendrad niños<br />

para preparar nuevos culos para las patadas futuras. Hijos de viejos que nacerán resignados<br />

y rumiarán sus antiguos pequeños dolores marchitos con la humildad que conviene. Niños<br />

que nacerán expresamente para sufrir como yo: nacidos para la Cruz. Y si sois suficientemente<br />

humildes, si habéis hecho resonar vuestro esternón como una pie! de asno,<br />

golpeando vuestra culpa con insistencia, entonces, tal vez, tendréis una plaza en e! reino de<br />

los humildes, que está en los Ci<strong>el</strong>os ...•. ¿Que mi pueblo llegue a ser así? ¿Una nación de<br />

crucificados consentidores? Pero, ¿en qué te has convertido, Jehová, Dios de la Venganza?<br />

¡Ah! Romanos, si eso es verdad no nos habréis infringido ni la cuarta parte d<strong>el</strong> daño que<br />

nosotros mismos nos vamos a hacer. Vamos a secar las fuentes de agua viva de nuestra<br />

energía, vamos a firmar nuestra sentencia de muerte. La Resignación nos matará y yo la<br />

odio, romano, más aún de lo que os odio a vosotros.<br />

LELIUS.— ¡Eh, eh, eh! ¡Alto ahí! Habéis perdido vuestro buen sentido, jefe. Y en vuestro<br />

desvarío, pronunciáis palabras lamentables.<br />

BARIONÁ.— ¡Cállate! (Para sí mismo:) Si pudiera impedir eso ... Conservar en <strong>el</strong>los la llama<br />

pura de la reb<strong>el</strong>ión ... iOh, mis hombres! Me habéis abandonado y ya no soy vuestro jefe.<br />

Pero, por lo menos, haré esto por vosotros: bajaré a B<strong>el</strong>én. Las mujeres ralentizan vuestro<br />

paso y conozco atajos que ignoráis. Llegaré allí antes que vosotros. ¡y no hace falta mucho<br />

tiempo, imagino, para retorcer <strong>el</strong> frágil cu<strong>el</strong>lo de un niño, aunque sea <strong>el</strong> Rey de los judíos!<br />

Sale BARIONÁ.


LELIUS.— Sigámosle. Temo que pueda llegar a los peores extremos. Así, así es la vida de un<br />

administrador colonial.<br />

T<strong>el</strong>ón<br />

EL NARRADOR.-Mis buenos señores, me he abstenido de aparecer durante las escenas que<br />

acabáis de ver para dejar que los acontecimientos se encadenasen por sí mismos. Y ya veis<br />

cómo la intriga se ha complicado enormemente, pues ahí tenemos a <strong>Barioná</strong> atravesando a<br />

la carrera las montañas para matar a Cristo.<br />

Pero disponemos ahora de un breve respiro porque todos nuestros personajes están de<br />

camino, unos, habiendo tomado senderos de mulas, los demás, trochas de cabras. La montaña<br />

hormiguea de hombres llenos de f<strong>el</strong>icidad y <strong>el</strong> viento lleva los ecos de su alegría hasta<br />

lo alto de las cimas.<br />

Voy a aprovechar este respiro para mostraros a Cristo en <strong>el</strong> establo, porque será <strong>el</strong> único<br />

momento en que le veréis: no aparece en la obra, como tampoco José ni la Virgen María.<br />

Pero como hoy es Navidad, tenéis derecho a que se os enseñe <strong>el</strong> Portal de B<strong>el</strong>én. Aquí lo<br />

tenéis.<br />

He aquí a la Virgen, y aquí José, y aquí <strong>el</strong> niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en<br />

este dibujo, pero es posible que lo encontréis un poco ingenuo. Mirad, los personajes<br />

tienen espléndidas vestiduras, pero están completamente rígidos: se diría que son<br />

marionetas. Seguro que no estaban así. Si estuvieseis ciegos como yo... Pero, da igual: no<br />

tenéis más que cerrar los ojos para oírme y yo os diré cómo los veo dentro de mí.<br />

La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de<br />

asombro lleno de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en un rostro humano. Y<br />

es que Cristo es su <strong>hijo</strong>, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo<br />

ha llevado en su seno, y <strong>el</strong>la le dará <strong>el</strong> pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios.<br />

De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha<br />

entre sus brazos y le dice: «¡Mi pequeño!». Pero en otros momentos, se queda sin habla y<br />

piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este<br />

niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas<br />

ante ese fragmento reb<strong>el</strong>de de su carne que es su <strong>hijo</strong>, y se sienten como exiliadas ante esa<br />

vida nueva que han hecho con su vida, pero en la que habitan pensamientos ajenos. Mas<br />

ningún niño ha sido arrancado tan cru<strong>el</strong> y rápidamente de su madre como éste, pues Él es<br />

Dios y sobrepasa por todas partes lo que <strong>el</strong>la pueda imaginar.<br />

Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana<br />

d<strong>el</strong>ante de su <strong>hijo</strong>. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces,<br />

en los que siente, a la vez, que Cristo es su <strong>hijo</strong>, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa:<br />

«Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y<br />

la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí».<br />

Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para <strong>el</strong>la sola. Un Dios muy<br />

pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito<br />

que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que vive. Es en uno de estos<br />

momentos como pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar <strong>el</strong> aire de atrevimiento<br />

tierno y tímido con que <strong>el</strong>la acerca <strong>el</strong> dedo para tocar la dulce y suave pi<strong>el</strong> de este<br />

niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.<br />

Eso por lo que se refiere a Jesús y la Virgen María.


¿Y a José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo d<strong>el</strong> establo, y dos<br />

ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí<br />

mismo. Está en adoración y está f<strong>el</strong>iz de adorar y se siente un poco exiliado.<br />

Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que<br />

ama y hasta qué punto está ya d<strong>el</strong> lado de Dios. Porque Dios ha explotado como una<br />

bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por<br />

este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar.<br />

Mis buenos señores, ahí está la Sagrada Familia. Ahora, vamos a conocer la historia de<br />

<strong>Barioná</strong>, porque sabéis que quiere estrangular al niño. Corre, se lanza v<strong>el</strong>oz ... ya ha<br />

llegado. Pero antes de enseñároslo, oigamos un villancico. Que suene la música.


SEXTO CUADRO<br />

En B<strong>el</strong>én, d<strong>el</strong>ante de un establo.<br />

Escena 1<br />

LELIUS, BARIONÁ, con faroles<br />

LELIUS.— ¡Uf! Tengo las piernas rotas y estoy sin aliento. Habéis corrido como un fuego<br />

fatuo en plena noche, a través de las montañas y sólo tenía para alumbrarme este<br />

miserable farol.<br />

BARIONÁ (para si mismo) .— Hemos llegado antes que <strong>el</strong>los.<br />

LELIUS.— Mil veces creí que me rompía la crisma.<br />

BARIONÁ.— Pluguiera a Dios que estuvierais en <strong>el</strong> fondo de un precipicio con todos los<br />

huesos rotos. Os hubiera empujado con mis propias manos si no tuviera otras<br />

preocupaciones más importantes en que pensar. (Silencio) Entonces es aquí. Se ve una<br />

rendija de luz que se filtra bajo la puerta. No se oye ni un ruido. ¡Ahí está, al otro lado<br />

de este muro, <strong>el</strong> Rey de los judíos! Ahí está. El asunto quedará despachado en un<br />

momento.<br />

LELIUS.— ¿Qué vais a hacer?<br />

BARIONÁ.— Cuando lleguen, encontrarán un niño muerto.<br />

LELIUS.— ¿Es posible? ¿Tramáis realmente esta abominable empresa? ¿No os basta con<br />

haber querido matar a vuestro propio <strong>hijo</strong>?<br />

BARIONÁ.— ¿No es la muerte d<strong>el</strong> Mesías lo que deben adorar? Pues bien, yo ad<strong>el</strong>anto esa<br />

muerte treinta y tres años. Y le evito las afrentas ignominiosas de la cruz. iUn pequeño<br />

cadáver violáceo sobre la paja! ¡Que se arrodillen ante él si así lo desean! Un pequeño<br />

cadáver amortajado. Y se acabaron para siempre esas bonitas prédicas sobre la<br />

resignación y <strong>el</strong> espíritu de sacrificio.<br />

LELIUS.— ¿Estáis completamente decidido?<br />

BARIONÁ.— Sí.<br />

LELIUS.— Os ahorraré entonces mis discursos. Pero dejad al menos que me vaya. No soy<br />

lo suficientemente fuerte como para evitar este asesinato; por si esto fuera poco,<br />

además me cortaríais <strong>el</strong> gañote y no es conforme con la dignidad de un ciudadano<br />

romano pasar la noche tirado en un camino de Judea con <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo cortado. Pero tampoco<br />

puedo sancionar con mi presencia semejante abominación. Aplicaré <strong>el</strong> principio<br />

de mi jefe, <strong>el</strong> procurador: dejad a los judíos que se destrocen entre <strong>el</strong>los. Adiós, se os<br />

saluda.<br />

Sale; BARIONÁ se queda solo; se acerca a la puerta.<br />

BARIONÁ va a entrar; aparece MARCOS<br />

Escena III.


MARCOS, BARIONÁ<br />

MARCOS (con un farol).— Hola buen hombre, ¿qué venís a hacer aquí?<br />

BARIONÁ.— ¿es vuestro este establo?<br />

MARCOS.— Sí<br />

BARIONÁ.— ¿No albergaréis aquí a un hombre llamado José y a una mujer por nombre<br />

María?<br />

MARCOS.— Anteayer vinieron un hombre y una mujer pidiéndome hospitalidad. Duermen<br />

ahí, en efecto.<br />

BARIONÁ.— Busco a mis primos de Nazaret que debían venir aquí por <strong>el</strong> censo. La mujer<br />

está encinta, ¿a que sí?<br />

MARCOS.— Sí. Es una mujer muy joven de aspecto modesto con sonrisas y ademanes de<br />

niña. Pero tiene en su modestia un señorío como no había visto a nadie. ¿Sabéis que ha<br />

dado a luz anoche?<br />

BARIONÁ.— me verdad? Me alegro, si es que es mi prima. mi niño ha nacido bien?<br />

MARCOS.— Es un chico. Un pequeño muy hermoso. Mi madre me dice que yo me parecía<br />

a él cuando nací. ¡Cuánto parece que le quieren! La madre, apenas nacido <strong>el</strong> niño, lo<br />

lavó y lo puso sobre sus rodillas. Ahí está, muy pálida, apoyada en una viga, y le mira<br />

sin decir palabra. Él, <strong>el</strong> hombre, no es tan joven, ¿verdad? Sabe que ese niño pasará por<br />

todos los sufrimientos que él ha conocido ya. Y me imagino que debe pensar: ojalá<br />

convierta mis fracasos en éxitos.<br />

BARIONÁ.— No lo sé. No tengo <strong>hijo</strong>s.<br />

MARCOS.— Entonces sois como yo. Y me dais pena. Nunca tendréis esa mirada. La mirada<br />

luminosa y un poco cómica d<strong>el</strong> hombre que se mantiene en segundo plano, incómodo<br />

con su corpachón, que lamenta no haber padecido por su <strong>hijo</strong> los sufrimientos d<strong>el</strong><br />

parto.<br />

BARIONÁ.— ¿Quién eres tú? ¿y por qué me hablas así?<br />

MARCOS.— Soy un áng<strong>el</strong>, <strong>Barioná</strong>. Soy tu áng<strong>el</strong>. No mates a ese niño.<br />

BARIONÁ.— ¡Vete!<br />

MARCOS.— Sí, me voy. Porque nosotros, los áng<strong>el</strong>es, nada podemos contra la libertad d<strong>el</strong><br />

hombre. Pero piensa en la mirada de José.<br />

Sale.<br />

Escena IV


BARIONÁ (solo ).— ¡No tengo otra cosa que hacer que discutir con los áng<strong>el</strong>es! Se hace<br />

tarde, los otros estarán pronto aquí. Ésta será la última proeza de <strong>Barioná</strong>: estrangular a<br />

un niño. (Entreabre la puerta) La lámpara humea, las sombras llegan hasta <strong>el</strong> techo, como<br />

si fueran grandes pilares en movimiento. La mujer está de espaldas y no veo al niño.<br />

Imagino que está sobre sus rodillas. Pero veo al hombre. ¡Es verdad! ¡Cómo la mira!<br />

¡Con qué ojos! ¿Qué puede haber detrás de esos dos ojos claros, claros como dos<br />

ausencias en una cara dulce y a la vez curtida. ¿Esperanza? Yo no traigo esperanza. Qué<br />

nubes de horror subirían desde lo más profundo de sí mismo para oscurecer esos dos<br />

retazos de ci<strong>el</strong>o, si me viese estrangular a su <strong>hijo</strong>. No he visto todavía a ese niño y ya sé<br />

que no vaya tocarle. Para reunir <strong>el</strong> valor con <strong>el</strong> que apagar esa pequeña vida entre mis<br />

dedos, no tendría que haberme fijado antes en los ojos de su padre. Estoy vencido.<br />

(Gritos de LA MUCHEDUMBRE) Aquí están. No quiero que me reconozcan. (Se tapa la<br />

cara con la punta de su capa y se pone aparte).<br />

LA MUCHEDUMBRE.— ¡Hosanna! ¡Hosanna!<br />

CAIFÁS.— Aquí está <strong>el</strong> establo.<br />

Un largo silencio.<br />

SARA.— El niño está ahi, en ese establo.<br />

Escena V<br />

BARIONÁ, LA MUCHEDUMBRE<br />

CAIFÁS.— Entremos, arrodillémonos d<strong>el</strong>ante de él para adorarle.<br />

PABLO.— Y anunciaremos a su madre que detrás de nosotros viene <strong>el</strong> cortejo de los Reyes<br />

Magos.<br />

SHALAM.— Yo besaré sus mofletes y rejuveneceré como si hubiese bañado mis viejos<br />

huesos en la fuente de la juventud.<br />

CAIFÁS.— ¡Eh! ¡Vosotros! Juntemos nuestros regalos y dispongámonos a dárs<strong>el</strong>os para<br />

honrar a su Santa Madre. Yo le traigo leche de oveja en mi cántaro.<br />

PABLO.— Y yo dos grandes madejas de lana que he esquilado yo mismo d<strong>el</strong> lomo de mis<br />

corderos.<br />

PRIMER ANCIANO.— Y yo esta vieja medalla de plata que ganó mi abu<strong>el</strong>o en un concurso<br />

de tiro.<br />

EL PUBLICANO.— Y yo le daré <strong>el</strong> asno que me ha traído hasta aquí.<br />

PRIMER ANCIANO.— No te ha salido muy caro tu regalo, porque es <strong>el</strong> burro d<strong>el</strong> romano.<br />

EL PUBLICANO.— Razón de más. Al que viene a liberarnos de Roma, no le disgustará un<br />

asno robado a los romanos.


PABLO.— Y tú, Simón, ¿qué le regalarás a Nuestro Señor?<br />

SIMÓN.— Por hoy no le regalo nada porque me ha cogido desprevenido, pero he<br />

compuesto una canción para enumerarle todos los regalos que le haré más ad<strong>el</strong>ante. Mi<br />

dulce Jesús en vuestra fiesta ...<br />

LA MUCHEDUMBRE.— ¡Ay! ¡Ay!<br />

PRIMER ANCIANO.— Silencio! Entremos en orden y con <strong>el</strong> sombrero en la mano. Si <strong>el</strong><br />

viento y la carrera han desaliñado vuestros vestidos, ajustároslos.<br />

Entran uno detrás de otro.<br />

BARIONÁ.— Sara está ahí, con todos. Está pálida ... Mientras esta larga marcha no la haya<br />

agotado. Sus pies sangran. ¡Ah! ¡ Qué f<strong>el</strong>icidad respira! Tras esos ojos luminosos no<br />

queda ni <strong>el</strong> más pequeño recuerdo de mí. (LA MUCHEDUMBRE termina de entrar en <strong>el</strong><br />

establo) ¿Qué hacen? No se oye ni un ruido, pero este silencio no es como <strong>el</strong> de nuestras<br />

montañas, como <strong>el</strong> silencio h<strong>el</strong>ado y vacío que reina entre las moles de granito. Es un<br />

silencio más denso que <strong>el</strong> de un bosque. Un silencio que se <strong>el</strong>eva hacia <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o y que<br />

acaricia las estr<strong>el</strong>las como un inmenso árbol con la copa mecida por <strong>el</strong> viento. ¿Estarán<br />

arrodillados? ¡Ah, si pudiera estar entre <strong>el</strong>los sin que me vieran! Porque,<br />

verdaderamente, <strong>el</strong> espectáculo no debe ser nada corriente; todos esos hombres, duros<br />

y austeros, resistentes al dolor y a la ambición, arrodillados d<strong>el</strong>ante de un niño que<br />

gime. El <strong>hijo</strong> de Shalam, que le dejó a los quince años por haber recibido demasiados<br />

mamporros, se hartaría de reír al ver a su padre adorar a un niño de teta. ¿Será esto <strong>el</strong><br />

reino de los <strong>hijo</strong>s sobre los padres? (Silencio) Ahí están, ingenuos y f<strong>el</strong>ices, en <strong>el</strong> establo<br />

tibio después de su gran caminata bajo <strong>el</strong> frío. Han juntado sus manos y piensan: algo<br />

acaba de comenzar. Y se equivocan, por supuesto. Han caído en una trampa y lo<br />

pagarán caro más tarde; pero, incluso así, siempre les quedará este minuto; tienen suerte<br />

de poder creer en un nuevo comienzo. ¿Hay algo más conmovedor para <strong>el</strong> corazón de<br />

un hombre que <strong>el</strong> comienzo de un mundo, que la incipiente juventud, que <strong>el</strong> comienzo<br />

de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando <strong>el</strong> sol, antes d<strong>el</strong> amanecer, flota en<br />

<strong>el</strong> aire y en las caras como un fino polvo y cuando se presienten en la frescura agria de<br />

la mañana las torpes promesas de un nuevo día?<br />

En este establo se levanta una nueva mañana... En este establo ya ha amanecido. Y<br />

aquí, fuera, es de noche. Noche en los caminos, noche en mi corazón. Una noche sin<br />

estr<strong>el</strong>las, profunda y tumultuosa como <strong>el</strong> alta mar. ¡Ay!, la noche me zarandea con sus<br />

olas como a un ton<strong>el</strong> y <strong>el</strong> establo, detrás de mí, luminoso y cerrado, navega como <strong>el</strong><br />

Arca de Noé a través de la noche encerrando en él la mañana d<strong>el</strong> mundo. Su primera<br />

mañana. Porque <strong>el</strong> mundo nunca había tenido una mañana. Había huido de las manos<br />

de su indignado creador y caía en un horno ardiente, en la oscuridad. y las inmensas<br />

lenguas ardientes de esa noche sin esperanza pasaban sobre él, cubriéndole de ampollas<br />

y regalándole escorpiones y tarántulas. Y yo, yo, habito en la inmensa noche terrestre,<br />

en la noche tropical d<strong>el</strong> odio y la desgracia. Pero —¡oh poder engañoso de la fe!—para<br />

mis hombres, millones de años después de la creación, en este establo, se levanta, con<br />

la tenue claridad de un pábilo, la primera mañana d<strong>el</strong> mundo.<br />

LA MUCHEDUMBRE canta un villancico.<br />

Cantan como peregrinos que se han puesto en camino durante la fresca noche con la<br />

calabaza, las sandalias, <strong>el</strong> bordón, y que ven aparecer a lo lejos la primera palidez


grisácea d<strong>el</strong> día. Cantan, y ese niño está ahí, entre <strong>el</strong>los, como <strong>el</strong> pálido sol d<strong>el</strong> Oriente;<br />

<strong>el</strong> sol de la primera hora, al que todavía se puede mirar de frente. Un niño completamente<br />

desnudo, d<strong>el</strong> color d<strong>el</strong> sol naciente. ¡Ah, qué bonita mentira! Daría mi mano<br />

derecha por poder creer en <strong>el</strong>la, aunque sólo fuese un instante. ms acaso culpa mía,<br />

Señor, que me hayáis creado como una bestia nocturna y que hayáis grabado en mi pi<strong>el</strong><br />

este terrible secreto: jamás habrá un mañana? ¿Acaso es culpa mía que yo sepa que<br />

vuestro Mesías no es sino un pobre pordiosero que reventará en la cruz, O que sepa<br />

que Jerusalén será siempre esclava?<br />

Segundo villancico.<br />

iAy!, <strong>el</strong>los cantan y yo me encuentro solo en <strong>el</strong> umbral de su alegría, como un búho que<br />

parpadea deslumbrado por la luz. Me han abandonado y mi mujer está entre los que se<br />

regocijan. Han olvidado hasta mi existencia. Estoy en <strong>el</strong> extremo d<strong>el</strong> camino de un<br />

mundo que termina y <strong>el</strong>los están en <strong>el</strong> extremo en que comienza. Me siento más solo al<br />

borde de su alegría y de su oración que en mi pueblo desierto. Y lamento haber bajado<br />

en medio de los hombres, porque ya no encuentro en mí odio suficiente. ¡Ay!, ¿por qué<br />

<strong>el</strong> orgullo d<strong>el</strong> hombre es como la cera, que bastan los primeros rayos de la aurora para<br />

reblandecerlo? Querría decirles: camináis hacia la infame Resignación, hacia la muerte<br />

de vuestro valor, os asemejaréis a las mujeres y a los esclavos, y cuando os abofeteen en<br />

una mejilla, pondréis la otra-Pero me callo y me quedo quieto. No tengo valor para<br />

arrebatarles esa confianza bendita en la virtualidad d<strong>el</strong> mañana.<br />

Tercer villancico.<br />

Entran los REYES MAGOS.<br />

Escena VI<br />

BARIONÁ, Los REYES MAGOS<br />

BALTASAR.— <strong>Barioná</strong>, iestás aquí! Sabía que te encontraría.<br />

BARIONÁ.— No he venido para adorar a vuestro Cristo .<br />

BALTASAR.— No, has venido para castigarte a ti mismo y quedarte solo al margen de<br />

nuestra multitud f<strong>el</strong>iz. Lo mismo harán un día los hombres que esta noche han acudido<br />

a su cuna de paja; le traicionarán como te han traicionado a ti. Hoy le abruman con sus<br />

regalos y su ternura, pero no hay ni uno solo entre <strong>el</strong>los, ni uno, me oyes, que no le<br />

abandonase si conociese <strong>el</strong> porvenir. Porque les decepcionará, <strong>Barioná</strong>, les<br />

decepcionará a todos. Esperan de él que expulse a los romanos, y los romanos no serán<br />

expulsados, que haga crecer flores y árboles frutales sobre las rocas, y la roca<br />

permanecerá estéril, que ponga fin al sufrimiento humano, y dentro de dos mil años la<br />

humanidad sufrirá como lo hace ahora.<br />

BARIONÁ.— Eso es lo que les he dicho.<br />

BALTASAR.— Lo sé. Y por eso te hablo a ti ahora, porque tú estás más cerca de Cristo<br />

que todos <strong>el</strong>los y tus oídos pueden abrirse para recibir la verdadera buena nueva.<br />

BARIONÁ.— ¿Y cuál es esa buena nueva?


BALTASAR.— Escucha: Cristo sufrirá en la carne porque es hombre. Pero es también Dios<br />

y toda su divinidad está más allá d<strong>el</strong> sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a<br />

imagen de Dios, estamos también más allá de nuestros sufrimientos en la medida en<br />

que nos parecemos a Dios. ¿Ves?, hasta esta noche <strong>el</strong> hombre tenía los ojos cegados<br />

por <strong>el</strong> sufrimiento como Tobías por <strong>el</strong> excremento de los pájaros. No veía más allá de<br />

sí, y se tenía por un animal herido y loco de dolor que galopa a través de los bosques<br />

para huir de su herida y que lleva su dolor con él a todas partes. y tú, <strong>Barioná</strong>, tú eras <strong>el</strong><br />

hombre de la antigua ley. Has considerado tu dolor con amargura diciéndote: estoy<br />

herido de muerte. Y querías tumbarte sobre tu costado y consumir <strong>el</strong> resto de tu vida<br />

en la meditación de la injusticia que se te había hecho. Pero hoy, Cristo ha venido para<br />

redimirnos; ha venido para sufrir y para enseñarnos cómo hay que tratar al sufrimiento.<br />

Porque no hay que rumiarlo, ni poner <strong>el</strong> honor en sufrir más que los demás, ni<br />

tampoco resignarse a él.<br />

El sufrimiento es una cosa completamente natural y corriente, que conviene aceptar<br />

como algo que se nos debe. Es malsano hablar demasiado de él, aunque sea con uno<br />

mismo. Ponte en regla con él lo antes posible; instálalo cálidamente en <strong>el</strong> hueco de tu<br />

corazón, como un perro tumbado junto al hogar. No pienses nada sobre él, sino que<br />

está ahí, como esta piedra en medio d<strong>el</strong> camino, como la noche está ahí, alrededor de<br />

nosotros. Entonces descubrirás esa verdad que Cristo ha venido a enseñarte y que tú ya<br />

sabías: que tú no eres tu sufrimiento. Hagas lo que hagas y lo afrontes como lo<br />

afrontes, lo sobrepasas infinitamente, porque no puede ser más que lo que tú quieras<br />

que sea. Tanto si lo arropas con tu cuerpo, como una madre que se acuesta sobre <strong>el</strong><br />

cuerpo h<strong>el</strong>ado de su niño para calentarlo, como si, por <strong>el</strong> contrario, le das la espalda<br />

con indiferencia, eres tú quien le da su sentido y le haces ser lo que es. Porque, en sí<br />

mismo, no es nada sino materia humana. Y Cristo ha venido a enseñarte que eres<br />

responsable ante ti mismo de tu sufrimiento. Éste es de la misma naturaleza que las<br />

piedras y las raíces, que todo aqu<strong>el</strong>lo que tiene gravidez y tiende naturalmente hacia<br />

abajo. Es él <strong>el</strong> que te enraíza en esta tierra, por su causa te arrastras pesadamente por <strong>el</strong><br />

camino y presionas <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o con la planta de tus pies. Pero tú estás más allá de tu propio<br />

sufrimiento: le das forma a tu antojo. ¡Tú eres ligero, <strong>Barioná</strong>! ¡Ah!, si supieras cuán<br />

ligero es <strong>el</strong> hombre. Y si aceptas tu cuota de sufrimiento como tu pan de cada día,<br />

entonces has ido más allá. Y todo lo que está más allá de tu lote de sufrimiento y más<br />

allá de tus preocupaciones, todo eso, te pertenece. Todo. Todo lo que es ligero, es<br />

decir, <strong>el</strong> mundo entero. El mundo y tú mismo, <strong>Barioná</strong>, porque todo tú eres un don<br />

gratuito a perpetuidad.<br />

Sufres, y no siento compasión alguna por tu sufrimiento: ¿por qué no ibas a tener que<br />

sufrir? Pero tienes a tu alrededor esta b<strong>el</strong>la noche de tinta, esos cantos en <strong>el</strong> establo, y<br />

este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece.<br />

Esta b<strong>el</strong>la noche, henchida de tinieblas y de fuegos que la atraviesan como los peces<br />

hienden <strong>el</strong> mar, te está esperando. Te espera al borde d<strong>el</strong> camino, tímida y tiernamente,<br />

porque Cristo ha venido para regalárt<strong>el</strong>a. Lánzate hacia <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o y serás libre — ¡oh<br />

criatura superflua entre todas las criaturas superfluas!— libre y palpitante, asombrada<br />

porque existes en pleno corazón de Dios, en <strong>el</strong> reino de Dios, que está así en <strong>el</strong> Ci<strong>el</strong>o<br />

como en la tierra.<br />

BARIONÁ.— ¿Es eso lo que Cristo nos ha venido a enseñar?<br />

BALTASAR.— Tengo también un mensaje para ti.<br />

BARIONÁ.— ¿Para mí?


BALTASAR.— Para ti. Ha venido a decirte: deja que nazca tu <strong>hijo</strong>. Sufrirá, es verdad. Pero<br />

eso no te incumbe. No te compadezcas de sus sufrimientos, no tienes derecho. Sólo él<br />

tendrá que tratar con <strong>el</strong>los y hará de <strong>el</strong>los exactamente lo que quiera, porque es libre. Lo<br />

mismo si es cojo, si tiene que ir a la guerra y pierde sus piernas o sus brazos, como si la<br />

mujer a la que ama le traiciona siete veces: es libre, libre de regocijarse eternamente por<br />

su existencia Me decías hace un momento que Dios nada puede contra la libertad d<strong>el</strong><br />

hombre, y es verdad. ¿Entonces? Una libertad nueva va a lanzarse hacia <strong>el</strong> Ci<strong>el</strong>o como<br />

un pilar de bronce ¿y tú tendrás la osadía de impedirlo? Cristo ha nacido para todos los<br />

niños d<strong>el</strong> mundo, <strong>Barioná</strong>, y cada vez que un niño va a nacer, Cristo nacerá en él y por<br />

él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para escapar en él y<br />

por él, eternamente, de todos los dolores. Viene a decir a los ciegos, a los parados, a los<br />

mutilados y a los prisioneros de guerra: no debéis absteneros de tener niños. Porque<br />

incluso para los ciegos, y para los parados, y para los prisioneros de guerra, y para los<br />

mutilados, existe la alegría.<br />

BARIONÁ.— ¿Es todo lo que tenías que decirme?<br />

BALTASAR.— Sí.<br />

BARIONÁ.— Vale entonces. Ahora también tú entra en ese establo y déjame solo, porque<br />

quiero meditar y hablar conmigo mIsmo.<br />

BALTASAR.— ¡Hasta la vista <strong>Barioná</strong>, primer discípulo de Cristo... !<br />

BARIONÁ.— Déjame. No digas ya nada más. Vete.<br />

Escena VII<br />

BARIONÁ (solo).— Libre... ¡Ah!, corazón crispado en tu rechazo, deberías aflojar tus dedos y<br />

abrirte, tendrías que acoger... Debería entrar en ese establo y arrodillarme. Sería la<br />

primera vez en mi vida. Entrar, quedarme aparte de los demás, que me han traicionado,<br />

de rodillas en un rincón sombrío... Entonces <strong>el</strong> viento h<strong>el</strong>ado de medianoche y <strong>el</strong><br />

dominio infinito de esta noche sagrada me pertenecerían. Sería libre. Libre. Libre<br />

contra Dios y para Dios, contra mí mismo y para mí mismo ... (Da algunos pasos; coro en <strong>el</strong><br />

establo) ¡Ah! ¡Qué duro resulta ... !<br />

T<strong>el</strong>ón


SÉPTIMO CUADRO<br />

Escena 1<br />

JEREVHÁ.— No podrán huir. Las tropas vienen por <strong>el</strong> sur y por <strong>el</strong> norte, y como una<br />

prensa estrujarán B<strong>el</strong>én.<br />

PABLO.— Podríamos sugerir a José que subiera por nuestras montañas. Allí arriba<br />

estarían a salvo.<br />

CAIFÁS.— Imposible. El camino de las montañas sale d<strong>el</strong> principal a más de siete leguas<br />

de aquí. Las tropas que vienen de Jerusalén llegarán allí antes que nosotros.<br />

PABLO.— Entonces ... a menos que ocurra un milagro...<br />

CAIFÁS.— No habrá milagro: <strong>el</strong> Mesías es todavía demasiado pequeño. Aún no es capaz<br />

de comprender. Sonreirá al hombre pertrechado con una coraza que se incline sobre su<br />

cuna para atravesarle <strong>el</strong> corazón.<br />

SHALAM.— Entrarán en todas las casas, agarrarán a los recién nacidos por los pies y<br />

harán estallar su cabeza contra las paredes.<br />

UN JUDÍO.— ¡Sangre y más sangre! iAy!<br />

LA MUCHEDUMBRE.— ¡Ay!<br />

SARA.— ¡Mi niño, Dios mío, mi pequeño! Tú, a quien amé como si fuese tu madre y a<br />

quien adoré como tu esclava. Tú, al que hubiera querido dar a luz con dolor, ¡oh Dios,<br />

que te has hecho mi <strong>hijo</strong>!, ¡oh <strong>hijo</strong> de todas las mujeres! Eras mío, mío, me pertenecías<br />

todavía más que esta flor de carne que eclosiona dentro de mi carne. Eras mi niño y <strong>el</strong><br />

destino de este <strong>hijo</strong> que duerme en <strong>el</strong> fondo de mi, y mira, se han puesto en marcha<br />

para matarte. Porque son siempre los machos los que desgarran y hacen sufrir a<br />

nuestros pequeños a merced de sus apetencias. ¡Oh Dios y Padre, Señor que me ves!,<br />

María está en <strong>el</strong> establo, todavía f<strong>el</strong>iz y llena de bendiciones, pero no puede pedirte que<br />

salves a su <strong>hijo</strong> porque aún no sospecha nada. Y las madres de B<strong>el</strong>én también están<br />

f<strong>el</strong>ices y en sus casas, bien calientes, sonríen a sus <strong>hijo</strong>s pequeños ignorantes d<strong>el</strong> p<strong>el</strong>igro<br />

que avanza hacia <strong>el</strong>las. Pero a mi, a mi que estoy sola en <strong>el</strong> camino y que no tengo<br />

todavía a mi <strong>hijo</strong>, mírame, ya que me has escogido en este instante para padecer la<br />

agonía de todas las madres. ¡Oh, Señor!, sufro y me desgarro como un gusano sajado.<br />

Mi angustia es enorme, semejante al océano. Señor, yo soy todas las madres y te digo:<br />

tómame, 1Ortúrame, reviéntame los ojos, arráncame las uñas, pero, ¡sálvale! Salva al<br />

Rey de Judea, salva a tu <strong>hijo</strong> y salva también a nuestros pequeños.<br />

Silencio.<br />

CAIFÁS.— ¡Vámonos! Tenías razón, <strong>Barioná</strong>. Todo ha salido y sigue saliendo<br />

rematadamente mal. Apenas se percibe una débil llama, los poderosos de la tierra la<br />

soplan para apagarla.<br />

SHALAM.— Entonces, ¿no era verdad que los naranjos iban a crecer en la cima de las<br />

montañas y que no tendríamos que trabajar y que yo iba a rejuvenecer?


BARIONÁ.— No, todo eso no era verdad.<br />

CAIFÁS.—¿y no era verdad que la paz vendría a la tierra para los hombres de buena<br />

voluntad?<br />

BARIONÁ.— ¡Oh sí! ¡Eso era verdad! ¡Si supierais hasta qué punto era verdad!<br />

SHALAM.— No comprendo lo que quieres decir. Pero sé que tenías razón anteayer cuando<br />

nos exhortabas para que no mviésemos más niños. Nuestro pueblo está maldito. Mira:<br />

las mujeres de la llanura han dado a luz y les vienen a degollar en sus propios brazos a<br />

los recién nacidos.<br />

CAIFÁS.— Deberíamos haberte escuchado y no haber bajado a la ciudad. Porque lo que<br />

pase en las ciudades no nos incumbe.<br />

JEREHVÁ.— Volvamos a Bethaur y tú, <strong>Barioná</strong>, guía duro pero previsor, perdónanos<br />

nuestras ofensas y vu<strong>el</strong>ve a ponerte al mando.<br />

TODOS.— ¡Sí, sí! ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>!<br />

BARIONÁ.— ¡Hombres de poca fe! Me habéis traicionado por <strong>el</strong> Mesías y mirad cómo al<br />

primer soplo d<strong>el</strong> viento, traicionáis al Mesías y volvéis a mí.<br />

TODOS.— Perdónanos, <strong>Barioná</strong>.<br />

BARIONÁ.— Entonces, ¿soy de nuevo vuestro jefe?<br />

TODOS.— Sí, sí.<br />

BARIONÁ.— ¿Ejecuraréis mis órdenes ciegamente?<br />

TODOS.— Te lo juramos.<br />

BARIONÁ.— Entonces, escuchad mis órdenes: tú, Simón, ve a prevenir a José y a María.<br />

Diles que ensillen <strong>el</strong> asno de L<strong>el</strong>ius y que sigan <strong>el</strong> camino hasta <strong>el</strong> cruce. Tú les guiarás.<br />

Harás que tomen <strong>el</strong> camino de las montañas hasta Hebrón. Que luego vu<strong>el</strong>van a<br />

descender hacia <strong>el</strong> norte: <strong>el</strong> camino está libre.<br />

PABLO.— Pero <strong>Barioná</strong>, los romanos estarán antes que <strong>el</strong>los en <strong>el</strong> LTuce.<br />

BARIONÁ.— No, porque nosotros, escucháis, nosotros vamos a salir a su encuentro y<br />

haremos que retrocedan. Les entretendremos durante <strong>el</strong> tiempo suficiente para que<br />

José pueda pasar.<br />

PABLO.— ¿Qué dices?<br />

BARIONÁ.— ¿No queríais a vuestro Cristo? Pues bien, ¿quién podrá salvarle si no sois<br />

vosotros?<br />

CAIFÁS.— Pero nos van a matar a todos. No tenemos más que cayados y machetes.


BARIONÁ.— Atad vuestros machetes a vuestros cayados y usadlos como lanzas.<br />

SHALAM.— Nos masacrarán.<br />

BARIONÁ.— ¡Por supuesto que sí! Estoy seguro de que nos masacrarán a todos. Pero<br />

escuchad. Ahora creo en vuestro Cristo. Es verdad; Dios ha venido a la tierra. Y en este<br />

momento reclama de vosotros este sacrificio. ¿Se lo negaréis? ¿Impediréis que vuestros<br />

<strong>hijo</strong>s reciban sus enseñanzas?<br />

PABLO.— <strong>Barioná</strong>, tú, <strong>el</strong> escéptico, tú que te negaste a seguir a los Reyes Magos, ¿crees<br />

realmente que este Niño... ?<br />

BARIONÁ.— En verdad, en verdad os digo: este niño es Cristo.<br />

PABLO.— Entonces, yo te sigo.<br />

BARIONÁ.— ¿y vosotros, compañeros míos? A menudo echabais de menos las sangrientas<br />

batallas de nuestra juventud contra los de Hebrón. He aquí que vu<strong>el</strong>ve <strong>el</strong> tiempo de<br />

combatir, <strong>el</strong> tiempo de las cosechas rojas y las gros<strong>el</strong>las de sangre que brotan de los<br />

labios de las heridas. ¿Rehusaréis <strong>el</strong> combate? ¿Preferiréis morir de miseria y de vejez en<br />

vuestro nido de águilas allá arriba?<br />

TODOS.— ¡No! ¡No! Te seguiremos, salvaremos a Cristo. ¡Hurra!<br />

BARIONÁ.— ¡Oh, compañeros míos! Os reencuentro y os quiero. Vamos, dejadme solo<br />

unos instantes para que medite un plan de ataque. Recorred la ciudad y reunid todas las<br />

armas que podáis encontrar.<br />

TODOS.— ¡Viva <strong>Barioná</strong>!<br />

Salen.<br />

SARA.— <strong>Barioná</strong>...<br />

BARIONÁ.— ¡Mi dulce Sara!<br />

SARA.— ¡Perdóname, <strong>Barioná</strong>!<br />

Escena II<br />

BARlONÁ(solo), luego SARA<br />

BARIONÁ.— No tengo nada que perdonarte. Cristo te llamaba y tú has ido hacia Él por <strong>el</strong><br />

camino real. Y yo, yo he seguido caminos más retorcidos. Pero hemos acabado por<br />

encontrarnos.<br />

SARA.— ¿De verdad quieres morir ... ? Cristo exige todo lo contrario, que vivamos ...


BARIONÁ.— No quiero morir. No tengo ninguna gana de morir. Querría vivir y disfrutar<br />

de este mundo que me ha sido descubierto, y ayudarte a educar a nuestro <strong>hijo</strong>. Pero<br />

quiero impedir que maten a nuestro Mesías y estoy convencido de que no tengo<br />

<strong>el</strong>ección: no puedo defenderle más que dando mi vida.<br />

SARA.— Te quiero, <strong>Barioná</strong>.<br />

BARIONÁ.— ¡Sara! Sé que me quieres y sé también que quieres a tu futuro <strong>hijo</strong> más<br />

todavía que a mí. Pero no albergo ni una gota de amargura, Sara, vamos a separarnos<br />

sin lágrimas. Al contrario, tienes que alegrarte, porque Cristo ha nacido y tu <strong>hijo</strong> va a<br />

nacer.<br />

SARA.— No podré vivir sin ti ...<br />

BARIONÁ.— ¡Todo lo contrario, Sara! Por nuestro <strong>hijo</strong> tienes que agarrarte a la vida con<br />

avaricia, con rabia. Edúcale sin ocultarle nada de las miserias d<strong>el</strong> mundo y ármale contra<br />

<strong>el</strong>las. Y te doy un mensaje para él. Más tarde, cuando haya crecido, no enseguida, no<br />

con la primera pena de amor, no a la primera decepción, mucho más tarde, cuando<br />

sienta su inmensa soledad y abandono, cuando te hable de un cierto sabor a hi<strong>el</strong> en <strong>el</strong><br />

fondo de su boca, dile: «Tu padre sufrió todo eso que tú sufres ahora y murió en la<br />

alegría».<br />

SARA.— En la alegría ...<br />

BARIONÁ.— ¡En la alegría! Me desborda la alegría como una copa rebosante. Soy libre,<br />

tengo mi destino en mis manos. Voy contra los soldados de Herodes y Dios viene a mi<br />

lado. Soy ligero, Sara, ligero. ¡Ah, si supieras cuán ligero soy! ¡Oh, Alegría, Alegría! Llora<br />

de alegría. Adiós, mi dulce Sara. Levanta la cabeza y sonríeme. Tenemos que ser<br />

dichosos: te quiero y Cristo ha nacido.<br />

SARA.— Seré dichosa. Adiós, <strong>Barioná</strong>.<br />

LA MUCHEDUMBRE entra de nuevo al escenario.<br />

Escena III<br />

Los mismos, LA MUCHEDUMBRE<br />

PABLO.— Estamos listos para seguirte, <strong>Barioná</strong>.<br />

TODOS.— Estamos listos.<br />

BARIONÁ.— Compañeros míos, soldados de Cristo, tenéis aspecto feroz y decidido y sé<br />

que combatiréis bien. Pero quiero de vosotros algo más que esta resolución sombría.<br />

Quiero que muráis en la alegría. Cristo ha nacido, mis hombres, y vais a realizar vuestro<br />

destino. Vais a morir como guerreros, como soñabais en vuestra juventud, y vais a<br />

morir por Dios. Sería indecente hacerlo con esos semblantes crispados. Vamos, bebed<br />

un pequeño trago de vino, os lo permito, y marchemos contra los mercenarios de<br />

Herodes, marchemos, ebrios de cantos, de vino y de Esperanza.


LA MUCHEDUMBRE.- ¡<strong>Barioná</strong>! ¡<strong>Barioná</strong>! ¡Navidad! ¡Navidad!<br />

BARIONÁ (a los prisioneros) .—Y vosotros, prisioneros, aquí termina nuestro auto de Navidad<br />

que ha sido escrito para vosotros. No sois f<strong>el</strong>ices y puede que haya más de uno entre<br />

vosotros que haya sentido este sabor de hi<strong>el</strong>, este sabor acre y salado d<strong>el</strong> que hablo.<br />

Pero creo que también para vosotros, en este día de Navidad -yen todos los demás<br />

días-¡siempre habrá alegría!<br />

FIN

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