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vejigatorio, pero no conseguí tranquilizarla, y tuve que acabar enseñándole<br />
los brazos para demostrarle que no la estaba engañando.<br />
«Poco tiempo antes de mi toma de hábito, la buena de la hermana ropera<br />
me llamó y me dijo: 'Hermana Genoveva, la voy a tratar como a<br />
privilegiada: mire qué capa le voy a dar'. Y sacó del armario la capa en<br />
cuestión. Era una capa que había pertenecido a una monja que había<br />
muerto muy anciana. Como esta hermana había estado sentada<br />
continuamente en un sillón durante los últimos años de su vida, nadie se<br />
había dado cuenta de que su capa era extraordinariamente corta (yo creo<br />
que había encogido a fuerza de lavados) y que estaba totalmente amarilla.<br />
«Al verla, se me encogió el corazón..., ¡yo que me había hecho tantas<br />
ilusiones con tener una hermosa capa blanca...! Me entraron muchas<br />
ganas de llorar; sin embargo, le di las gracias a la ropera, sin decirle nada<br />
de mi pena. <strong>Varios</strong> días después, una novicia que acababa de tomar el<br />
hábito, al enterarse de que yo no tendría una capa nueva, se echó a llorar,<br />
diciendo: '¡Y yo, que tanto había deseado tener una capa vieja! ¡Qué<br />
suerte la de sor Genoveva!' ¡Ay, me dije a mí misma, qué imperfecta tengo<br />
que ser! Mi compañera llora por que no tiene una capa vieja, ¡y yo llorando<br />
porque la tengo!<br />
(La madre priora no permitió que la madre Genoveva llevase aquella capa,<br />
que, aunque era pequeña de estatura, no le llegaba ni a las rodillas.)<br />
«Yo tenía el oficio de ropera, junto con una religiosa joven, y teníamos<br />
como primera de oficio a una buena viejecita. Un día, teníamos una cesta<br />
llena de túnicas para arreglar con urgencia. Mi compañera y yo nos dimos<br />
tan buena mano, que a la noche toda la cesta estaba vacía. Nos hacíamos<br />
grandes ilusiones por la sorpresa que le íbamos a dar a nuestra primera de<br />
oficio. Pero cuando llegó la buena anciana, puso manos a la obra como de<br />
costumbre, sin decirnos una sola palabra. Las dos nos miramos<br />
consternadas, pero mi joven compañera no tardó en tomar la palabra: '-<br />
Hermana, ¿no está contenta? Fíjese lo bien que hemos trabajado... -<br />
Perdón, hermanitas, no sabía que hubierais hecho por mí toda esa labor;<br />
yo creía que habíais trabajado por Dios, y por eso no os di las gracias;<br />
pero ahora que lo sé, os estoy muy agradecida... Gracias..., gracias,<br />
queridas hermanitas'. Puedes imaginarte, hijita, la impresión que nos<br />
produjeron esas palabras; tanta, que también nosotras tuvimos la tentación<br />
de volver a empezar.<br />
«En Poitiers era costumbre que la última profesa fuese la tercera<br />
enfermera; así que, enseguida de profesar, me pusieron en esta oficio.<br />
Pero era tan torpe, que no podía tocar nada sin dejarlo caer. Un día, me<br />
pusieron en las manos un plato de ciruelas, recomendándome que lo<br />
llevara con cuidado; pero apenas hube dado tres pasos, ¡cataplún!, el plato<br />
a tierra y las ciruelas por el suelo. La madre priora, los días que yo rompía<br />
algo, como castigo, no me dejaba comulgar. Una mañana, antes de Misa,<br />
rompí un objeto. Estuve muy tentada de no decirlo hasta después de la