Los armenios Retratos de una esperanza - Imago Mundi

16 Huberta von Voss
Franz Werfel quien escribió, en vísperas de la Shoa la novela nacional
de los armenios. Los nombres Lepsius, Wegner, y Werfel
están grabados en la historia armenia. Sin embargo, pese a que
existen importantes colecciones de documentos conservadas en los
archivos de la Ministerio de Asuntos Externos, y pese a que esas
fuentes están a disposición de los investigadores, hasta ahora son
contados los científicos alemanes que se han ocupado del tema.
¿Cuál es el motivo? Es una pregunta sencilla a la que, tal vez, no
exista una respuesta igualmente sencilla. ¿Elegimos leer la novela
épica de Franz Werfel, Los cuarenta días del Musa Dagh, 13 y luego
dejar de lado el tema como material meramente literario? ¿O, por
el contrario, no sería hora ya de que los alemanes nos ocupemos de
nuestro papel en los acontecimientos de 1915/1916? El creciente
interés de los medios de información y el público alemanes por el
Genocidio Armenio demuestra que hemos llegado en 2005 a un
momento de cambio con motivo del 90 aniversario del Genocidio.
El polémico debate de la reciente moción del parlamento alemán,
en que se le insta a Turquía a hacerse cargo de su pasado, ha sido
muy valioso en ese sentido. Esperemos que el tema también pase
a ser parte del programa educativo en colegios y universidades.
Muchos armenios de la diáspora nunca estuvieron en la tierra
de sus antepasados, y no son pocos los que la visitan y vuelven
decepcionados. La república soviética ha dejado sus rastros en la
mentalidad de la gente. Corrupción, negociados, y pobreza son las
realidades de todos los días. Sin embargo todo armenio, sin importar
dónde esté, comparte la añoranza por un lugar propio. William
Saroyan, el escritor estadounidense – armenio mejor conocido, ha
contado una maravillosa historia sobre esta actitud en su libro My
Name Is Aram (N. York, 1944). Trata de su tío Melik, «acaso uno
de los peores granjeros que jamás hubo», y su intento, en medio
del desierto al pie de la cordillera de Sierra Nevada, de establecer
una plantación de granados. «Era demasiado soñador, y más
poeta de lo que le convenía. Lo que quería era belleza. La quería
plantar y verla crecer». El tío planta setecientos costosos arbolitos
de la mejor calidad, de las que casi la totalidad murió. También
durazneros, moreras, y damascos estaban destinados a florecer en
el desierto. Cuando piensa en éstos últimos, se le hace agua la
13 Buenos Aires, Losada, 2004.