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a lo colombiano
Las
Chapetas:
a ritmo de champeta
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Tan movido como este género musical es la operación de este
negocio tulueño, cuya especialidad es la carne oreada que, de no poder ser
degustada en los pocos cupos de que dispone el local, es, en su mayoría,
empacada en chuspas, con rumbo a Cali y Bogotá.
Por Evelyn Aguía. Fotos: Andrés Valbuena.
Este negocio, con 70 años de
existencia y situado en una
de las principales calles de
Tuluá, es una muestra de lo
poderoso que son los lazos
familiares y los tesoros generacionales.
No solo fue bautizado en
honor a un bisabuelo español (a los oriundos
de esta tierra se les ha conocido como
“chapetones”), también rescata del seno de
los Lozano uno de los legados culinarios
más apetecidos: la carne oreada, servida
con plátano maduro, papitas chip y arroz
cubierto con hojas de plátano. Esto, sin
contar que respeta la tradición de abrir
únicamente los fines de semana.
Pero lo anterior no significa que la carga
de trabajo sea menor. “El sábado, los
clientes se ‘avientan’ muy temprano, por
lo que no alcanzo a secar la cantidad de
carne que me encargan en el transcurso
de la semana y que, cuando llegan, debo
empacarles en chuspas una y otra vez,
hasta perder la cuenta. Por eso, desde
el viernes tengo que llenar la vara de la
cocina con todo el producto posible. De
hecho, la gente que come acá me pide
para llevar lo que le sobra, de modo que
tenga algo para picar a la hora de ver
televisión”, dice doña Gladys Lozano.
Ella y su hermana Idalia son las responsables
de recrear la receta más preciada
de su abuela Elicia –hija del español–,
quien se inició en el mundo gastronómico
haciendo empanaditas, para luego
profundizar en otros manjares como el
pandebono, el pandeyuca y el bofe, los
cuales la llevaron a convertirse en una de
las mujeres más buscadas en el pueblo a
la hora de preparar comidas especiales.
Dos de los secretos a la hora de secar la carne
son usar leña de guayabo y jamás dejar que ésta
produzca humo, tan solo fuego.
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Como sucede con los buenos legados,
dicho talento en los fogones les fue transmitido
a sus dos nietas, quienes, gracias a
que merodeaban por la cocina mientras
ella creaba, hoy gozan de una sazón privilegiada.
De hecho, la han plasmado muy
bien en la costilla y el lomo de cerdo y el
lomo de res (el plato incluye las tres variedades,
por un precio de $14.000), que
adquieren en “la galería”–nombre que
recibe la plaza de mercado ubicada en
el centro, a 10 minutos del local– donde
ya conocen a la perfección sus exigencias
en materia de calidad.
Y es que, tan pronto llegan de la plaza,
a las 7:30 a.m., limpian la carne,
la arreglan, la pesan, la preparan y la
cuelgan para que, en hora y media, esté
completamente seca. En esta última
labor, hay un factor determinante: “La
El dúo de hermanas es consciente de que pocas
personas se le miden a manejar el volumen tan
alto de materia prima que utilizan en esta labor.
leña que se usa no puede ser cualquiera;
la que es buena para esto es la de guayabo.
Lo otro que es clave es que durante
el proceso no salga humo, sino apenas
el fuego, ya, que de lo contrario, el producto
cobrará un amargor”, revela una
de las hermanas Lozano. Y qué decir de
la piedra con que aplanan la carne; es
la misma que han utilizado desde hace
siete décadas. Lo más divertido es que,
cuando se le pregunta a Gladys a qué
obedece tal resistencia, sólo responde:
“Es piedra fina”.
En este sentido es preciso ser cuidadosos,
pues las cantidades que se compran
no son nada despreciables: cuatro costillares
y un pernil entero son apenas un
ejemplo de lo que adquieren en una mañana,
ya que, como bien expresa Idalia:
“Aquí todo es del día, fresquito; jamás
congelamos ni un gramo”.
De ahí que sus platillos las hayan
dado a conocer a lo largo y ancho del
país, pues no solo los vallunos van en
busca de estos suculentos platillos, los
capitalinos también los encargan por
montón. “Incluso vino un doctor de Estados
Unidos a comer y hasta nos sacaron
en internet. Aquí, cada gringo que entra
no se escapa de tomar fotos y grabar
videos”, cuenta Gladys, orgullosa. Y eso
que el restaurante no tiene aviso; ¡que
tal si lo tuviera!…
La tercera costilla
Pero ellas no son las únicas protagonistas
de esta historia. Eleodoro Campo,
marido de Gladys, también desempeña
un papel importante. “Yo me autodenomino
el motorratón del negocio. Hace 45
años, que es lo que llevo de matrimonio,
estoy vinculado a esta familia. Me cogieron
y me enredaron”, manifiesta con un
humor desbordante. Él es el responsable
de traer y llevar todos los encargos
y la mercancía, además de ponerle un
toque de humor a la cocina. Y lo ha hecho
siempre, pues tuvo la fortuna de
conocer a su suegra María –fallecida
hace 14 años– y también a la abuela
Elicia –murió hace 30–, quienes, gracias
a todos estos méritos, le concedieron el
honor de conocer la receta. “Lo duro de
todo esto es que, al morirse mi esposa y
mi cuñada, ya nadie más le dará continuidad
a pesar de que cada una de ellas
tiene tres hijos”, dice él. Lo irónico es que
todos ellos tienen una carrera e incluso
uno de ellos vive en Madrid, gracias a
los frutos de Las Chapetas.
El dúo de hermanas –nacido en Tuluá,
justo en la casa de la abuela, donde hoy
trabajan– es consciente de esta realidad,
que ellas atribuyen a que pocas personas
se le miden a manejar el volumen
tan alto de materia prima utilizada en
esta labor. A esto hay que sumar que
sólo Gladys le tiene el cálculo a la sal y
al condimento, una dosis que nadie ha
podido igualar.
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El único consuelo que les queda para
permanecer en el tiempo, si bien no
está relacionado con la receta original,
tiene que ver con el nombre del establecimiento,
que fue replicado parcialmente
en Mérida, donde una sobrina
abrió un restaurante de comida típica
venezolana, al que bautizó El Fogón de
Las Chapetas.
Sabor de puertas abiertas
Lo cierto es que pocos establecimientos
serán tan exitosos como éste, donde
los clientes que llegan tarde les piden
que les empaquen los trozos que quedan,
aun cuando no sean porciones completas.
“Nos dicen: ‘No nos vamos hasta que
no nos den aunque sea un pedacito’”, relata
Idalia. Pero a veces hasta esto resulta
imposible para ellas, quienes no comen
la carne que preparan y no porque no
El éxito de Las Chapetas radica en el hecho de que es el
único restaurante de la región en el que no ha ingresado la
tecnología y aún predomina el fogón de leña.
quieran, sino porque las ventas son tan
altas que, al finalizar el día, ni siquiera
un trozo les queda, lo que las obliga a ir
a buscar pollo para el almuerzo.
Pero esto las mantiene en pie, así
como la fidelidad de sus comensales,
quienes, gracias a la calidez de sus propietarias,
no tienen ningún reparo en
ingresar hasta la estrecha cocina para
saludar, ver lo que se van a comer y, de
paso, picar algo. Y no solo aquellos que
son de la casa; también algunos que
se cuelan de la pantalla chica. “Aquí
compramos Vanidades y TV y Novelas.
Por eso distinguimos a todos las personalidades
de la farándula que ingresan,
entre las que se destacan: Kiko Becerra,
Elenita Vargas, Dora Franco y Claudia
Perlwitz”, relata Esperanza Ayala, una
prima de las Lozano, quien también
trabaja en este rincón tulueño haciendo
empanadas, cuyas ventas alcanzan las
150 unidades diarias.
La explicación que tiene esta última
integrante acerca del éxito del que hoy
goza Las Chapetas es sencillo e inclusive
lógico: “Éste es el único restaurante que
existe en los alrededores en el que no
ha ingresado la tecnología y aún predomina
el fogón de leña, así como los
condimentos tradicionales: cebolla, sal
y pimienta”, concluye.
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