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Si Decido Quedarme

Mia tiene diecisiete años, un hermano pequeño de ocho, un padre músico y el don de tocar el chelo como los ángeles. Muy pronto se examinará para entrar en la prestigiosa escuela Julliard, en Nueva York, y, si la admiten, deberá dejarlo todo: su ciudad, su familia, su novio y sus amigas. Aunque el chelo es su pasión, la decisión la inquieta desde hace semanas. Una mañana de febrero, la ciudad se levanta con un manto de nieve y las escuelas cierran. La joven y su familia aprovechan el asueto inesperado para salir de excursión en coche. Es un día perfecto, están relajados, escuchando música y charlando. Pero en un instante todo cambia. Un terrible accidente deja a Mía malherida en la cama de un hospital. Mientras su cuerpo se debate entre la vida y la muerte, la joven ha de elegir si desea seguir adelante. Y esa decisión es lo único que importa.

Mia tiene diecisiete años, un hermano pequeño de ocho, un padre músico y el don de tocar el chelo como los ángeles. Muy pronto se examinará para entrar en la prestigiosa escuela Julliard, en Nueva York, y, si la admiten, deberá dejarlo todo: su ciudad, su familia, su novio y sus amigas. Aunque el chelo es su pasión, la decisión la inquieta desde hace semanas. Una mañana de febrero, la ciudad se levanta con un manto de nieve y las escuelas cierran. La joven y su familia aprovechan el asueto inesperado para salir de excursión en coche. Es un día perfecto, están relajados, escuchando música y charlando. Pero en un instante todo cambia. Un terrible accidente deja a Mía malherida en la cama de un hospital. Mientras su cuerpo se debate entre la vida y la muerte, la joven ha de elegir si desea seguir adelante. Y esa decisión es lo único que importa.

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cierto, ¿qué clase de nombre es ése? ¿Es un apodo o algo así? ¿Yo Mama?<br />

—Es chino.<br />

Adam soltó una risotada, meneando la cabeza.<br />

—Conozco a muchos chinos. Y tienen nombres como Wei Chin o Lee. Pero no Yo-Yo Ma.<br />

—No blasfemes contra el maestro —repliqué, aunque no pude evitar reírme. Había tardado unos<br />

meses en convencerme de que Adam no pretendía burlarse de mí; ahora solíamos charlar cuando nos<br />

encontrábamos en el pasillo.<br />

<strong>Si</strong>n embargo, me desconcertaba que se hubiera fijado en mí. Aunque no era un chico súper<br />

popular, de los deportistas o de los que iban para triunfadores, era guay. Guay porque tocaba en una<br />

banda con universitarios. Guay porque tenía su propio estilo rockero, con ropa que compraba en<br />

tiendas de segunda mano y mercadillos, no en rebajas de Urban Outfitters. Guay porque en el<br />

comedor del instituto parecía muy feliz absorto en la lectura de un libro, no fingiendo leer por no<br />

saber dónde o con quién sentarse. No se trataba de eso. Tenía su pandilla de amigos y un nutrido<br />

grupo de admiradores.<br />

Yo tampoco era ninguna pardilla. Tenía amigos y una amiga íntima con quien almorzaba. También<br />

había hecho buenas relaciones en el campamento de música al que acudía en verano. Caía bien a la<br />

gente, aunque no me conocían en profundidad. En clase era reservada. No levantaba mucho la mano ni<br />

me dirigía a los profesores con descaro. Y siempre estaba ocupada, ya que dedicaba gran parte del<br />

tiempo a practicar o asistir a clases teóricas en el conservatorio de la ciudad. Los chicos eran<br />

simpáticos conmigo, pero solían tratarme como si fuera adulta, una profesora más. Y no se coquetea<br />

con las profesoras.<br />

—¿Qué dirías si te dijera que tengo unas entradas para ver al maestro? —me preguntó Adam con<br />

un destello en los ojos.<br />

—Venga ya. No es cierto —repliqué, dándole un empujón más fuerte de lo que pretendía.<br />

Él fingió darse contra la pared de cristal.<br />

—Ya lo creo que sí —dijo después—. Para el Schnitzle ese de Portland.<br />

—Es el Arlene Schnitzer Hall. Tocará la <strong>Si</strong>nfónica.<br />

—Ahí mismo. Tengo entradas. Un par. ¿Te interesa?<br />

—¿Lo dices en serio? ¡Pues claro que me interesa! Me moría de ganas de ir, pero las entradas<br />

costaban ochenta dólares. Un momento. ¿Cómo las has conseguido?<br />

—Un amigo de la familia se las dio a mis padres, pero ellos no pueden ir. No hay para tanto —se<br />

apresuró a contestar—. Bueno, es el viernes por la noche. <strong>Si</strong> quieres, te recojo a las cinco y media y<br />

vamos juntos a Portland.<br />

—Vale —acepté, como si fuera lo más natural del mundo.<br />

Pero al llegar el viernes por la tarde estaba más nerviosa que cuando el invierno anterior, mientras<br />

estudiaba para los exámenes, me bebí una cafetera entera del espeso y cargado café de papá.<br />

Los nervios no eran por Adam, en cuya compañía ya me sentía cómoda, sino por la<br />

incertidumbre. ¿De qué iba aquello exactamente? ¿Se trataba de una cita? ¿Un favor de un amigo? ¿Un<br />

acto caritativo? Me gustaba tan poco pisar en falso como iniciar a tientas un nuevo movimiento. Por<br />

eso practicaba tanto, para encontrarme en terreno seguro y perfeccionar luego los detalles.<br />

Me cambié de ropa unas seis veces. Teddy, que ya había vuelto de la guardería, estaba sentado en<br />

mi cuarto, sacando cómics de Calvin y Hobbes de los estantes y fingiendo leerlos. Se mondaba de

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