Si Decido Quedarme
Mia tiene diecisiete años, un hermano pequeño de ocho, un padre músico y el don de tocar el chelo como los ángeles. Muy pronto se examinará para entrar en la prestigiosa escuela Julliard, en Nueva York, y, si la admiten, deberá dejarlo todo: su ciudad, su familia, su novio y sus amigas. Aunque el chelo es su pasión, la decisión la inquieta desde hace semanas. Una mañana de febrero, la ciudad se levanta con un manto de nieve y las escuelas cierran. La joven y su familia aprovechan el asueto inesperado para salir de excursión en coche. Es un día perfecto, están relajados, escuchando música y charlando. Pero en un instante todo cambia. Un terrible accidente deja a Mía malherida en la cama de un hospital. Mientras su cuerpo se debate entre la vida y la muerte, la joven ha de elegir si desea seguir adelante. Y esa decisión es lo único que importa.
Mia tiene diecisiete años, un hermano pequeño de ocho, un padre músico y el don de tocar el chelo como los ángeles. Muy pronto se examinará para entrar en la prestigiosa escuela Julliard, en Nueva York, y, si la admiten, deberá dejarlo todo: su ciudad, su familia, su novio y sus amigas. Aunque el chelo es su pasión, la decisión la inquieta desde hace semanas. Una mañana de febrero, la ciudad se levanta con un manto de nieve y las escuelas cierran. La joven y su familia aprovechan el asueto inesperado para salir de excursión en coche. Es un día perfecto, están relajados, escuchando música y charlando. Pero en un instante todo cambia. Un terrible accidente deja a Mía malherida en la cama de un hospital. Mientras su cuerpo se debate entre la vida y la muerte, la joven ha de elegir si desea seguir adelante. Y esa decisión es lo único que importa.
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isa, no sé muy bien si por las ocurrencias de Calvin o por mi nerviosismo.<br />
Mamá asomó la cabeza para ver qué tal me iba.<br />
—Sólo es un chico, Mia —dijo al verme hecha un manojo de nervios.<br />
—Ya, pero resulta que es el primero con el que quizá tenga una cita. No sé si vestirme para una<br />
cita o para un concierto de la <strong>Si</strong>nfónica. La gente de aquí se pone de tiros largos para esta clase de<br />
eventos. ¿O crees que debería ir más informal?<br />
—Ponte algo con lo que te sientas a gusto —me aconsejó—. Así seguro que no fallas.<br />
Mamá habría puesto toda la carne en el asador de haber estado en mi lugar. En las fotos de ella y<br />
papá de sus viejos tiempos, parecía un cruce entre una sirena de los años treinta y una motorista, con<br />
su corte de pelo a lo duende, sus grandes ojos azules perfilados de negro, y su cuerpo delgado como<br />
una espiga siempre luciendo atuendos sexys, como una camisa de encaje estilo retro combinada con<br />
pantalones de cuero ceñidos.<br />
Suspiré. Ojalá hubiese tenido tanto valor como ella. Al final elegí una falda negra larga y un suéter<br />
marrón de manga corta. Corriente y sencillo. Como yo misma, supongo.<br />
Cuando Adam apareció con un traje de piel de tiburón y zapatillas deportivas (conjunto que<br />
impresionó a papá), supe que aquello era realmente una cita. Adam había decidido ponerse de punta<br />
en blanco para la <strong>Si</strong>nfónica, y un traje de piel de tiburón de los años sesenta era su manera de vestirse<br />
formal, pero yo sabía que había algo más. Pareció nervioso al estrecharle la mano a mi padre y<br />
comentarle que tenía los discos de su vieja banda.<br />
—Para usarlos como posavasos, espero —repuso papá. A Adam lo sorprendió que el padre<br />
fuera más sarcástico que la hija.<br />
—No perdáis la cabeza, chicos. Hubo heridos graves entre el público que bailaba en el último<br />
concierto de Yo-Yo Ma —nos advirtió mamá con sorna cuando nos alejábamos.<br />
—Tus padres molan —comentó Adam mientras me abría la puerta del coche.<br />
—Lo sé —repliqué.<br />
Fuimos hasta Portland charlando de cosas intrascendentes. Él me puso canciones de bandas que le<br />
gustaban, como un trío de pop sueco que sonaba monótono, pero también una banda islandesa<br />
experimental que hacía una música muy hermosa. Nos perdimos un poco en el centro de la ciudad y<br />
llegamos al concierto con el tiempo justo.<br />
Nuestros asientos estaban en el anfiteatro. A años luz del escenario. Pero uno no va a un<br />
concierto de Yo-Yo Ma por las vistas, y el sonido era increíble. El músico conseguía que el chelo<br />
sonara como el llanto de una mujer y, al minuto siguiente, como la risa de un niño. Escucharlo me<br />
hacía recordar por qué elegí el chelo: por esa cualidad tan humana y expresiva que lo distingue.<br />
Cuando comenzó el concierto, miré a Adam con el rabillo del ojo. Parecía tomárselo con<br />
paciencia, pero no dejaba de consultar el programa, seguramente contando los movimientos que<br />
faltaban para el intermedio. Me preocupó que se aburriera, pero al cabo de un rato estaba enfrascada<br />
en la música y ya no me importó.<br />
Entonces, cuando Yo-Yo Ma interpretaba Le Grand Tango, Adam me tomó la mano. En otro<br />
contexto habría parecido falso, el viejo truco de bostezar para moverse y meter mano. Pero Adam no<br />
me estaba mirando. Tenía los ojos cerrados y se balanceaba ligeramente en su asiento. Él también