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Poe Edgar Allan - Narraciones Extraordinarias

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Se volvió hacia mí y me miró con dos nubladas pupilas que destilaban<br />

embriaguez.<br />

—¿Salitre? —preguntó por fin.<br />

—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que está constipado?<br />

—¡Ajj, ajj, ajj…! ¡Ajj, ajj, ajj…! ¡Ajj, ajj, ajj…! ¡Ajj, ajj, ajj…! ¡Ajj, ajj, ajj…!<br />

A mi pobre amigo le fue imposible contestar durante algunos minutos.<br />

—No es nada —dijo por último.<br />

—¡Venga! —le dije con decisión—. ¡Volvámonos! Su salud es preciosa. Usted es<br />

rico, respetado, admirado, querido; es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo.<br />

No debe usted malograrse. En cuanto a mí, no importa. ¡Volvámonos! Se pondrá<br />

enfermo y no puedo ser responsable. Además, allí está Luchesi.<br />

—¡Basta! —dijo—; el constipado no es nada; no será lo que me mate. Le aseguro<br />

que no moriré de un constipado.<br />

—Verdad, verdad —le contesté, y de hecho no tenía intención alguna de<br />

alarmarle innecesariamente—; pero debiera tomar precauciones. Un trago de este<br />

Medoc lo defenderá de la humedad.<br />

Y diciendo esto, rompí el cuello de la botella que tomé de una larga fila de otras<br />

análogas que había tumbadas en el húmedo suelo.<br />

—Beba —le dije, mostrándole el vino.<br />

Levantó la botella hasta sus labios, mirándome de soslayo. Se detuvo y me miró<br />

familiarmente, mientras las campanillas tintineaban.<br />

—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que reposan en las tumbas que nos<br />

rodean.<br />

—Y yo porque tenga usted larga vida.<br />

Volvió a cogerme del brazo y seguimos adelante.<br />

—Estas cuevas —dijo— son muy extensas.<br />

—Los Montresor —le contesté— fueron una grande y numerosa familia.<br />

—Olvidé cuáles son sus armas.<br />

—Un enorme pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta a una serpiente<br />

rampante, cuyos colmillos están clavados en el talón.<br />

—¿Y el lema?<br />

—Nemo me impune lacessit [16] .<br />

—¡Muy bueno!<br />

El vino brillaba en sus ojos y tintineaban los cascabeles. Mi fantasía se calentaba<br />

con aquel Medoc. Habíamos pasado entre paredes de esqueletos apilados, que se<br />

entremezclaban con barricas y toneles en los más profundos recintos de las<br />

catacumbas. Me detuve de nuevo, y esta vez me atreví a coger a Fortunato por un<br />

brazo, más arriba del codo.<br />

—El salitre —le dije—. Vea cómo aumenta. Cuelga de la bóveda como si fuera<br />

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