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elZENTAURO.MX | No. 1 | 15 de julio de 2015<br />
11<br />
SECCIÓN C<br />
BITÁCORA<br />
Porfirio<br />
Morison Trejo<br />
Tumbalá, Chiapas<br />
1935<br />
Cronista, periodista y poeta, don Pilo<br />
(como lo llaman sus amigos) es autor<br />
de Historia de la aviación en Chiapas<br />
y está lleno de historia y de historias.<br />
Culpa a los taxidermistas de la extinción<br />
del quetzal. Creció con el ruido<br />
de los primeros aviones que borraceaban<br />
–así dice– la finca de su abuelo<br />
(un hombrón de 2.04 metros que estudió<br />
en Yale [Connecticut, EEUU] y se<br />
casó con Helodia Trejo Cañas). Y tiene<br />
en gran estima a su entrañable y excursionista<br />
maestro, don José Weber,<br />
quien por fortuna no vivió en tiempos<br />
de Derechos Humanos, porque si no<br />
quién sabe si don Porfirio se hubiera<br />
interesado por escribir libros. Al parecer,<br />
en el Colegio Alemán don Porfirio<br />
aprendió muchas de las maravillas de<br />
que está lleno el conocimiento. Infancia<br />
es destino, como dicen. Y qué destino.<br />
En serio: qué vida increíble la de<br />
don Porfirio. Justo como debieran ser,<br />
siempre, todas las vidas, la vida toda.<br />
Historia de la aviación en Chiapas<br />
Porfirio Morison Trejo.<br />
Tel. 961 168 6845.<br />
Por culpa de los taxidermistas se<br />
extinguió el quetzal. Les pagaban a los<br />
chamacos unos pesos, para que con su<br />
tirador mataran a un quetzal. Si le daban<br />
en la cabeza ya no servía pa nada. Si les<br />
daban en la pancita, se los pagaban.<br />
Los aviones borraceaban la finca<br />
para mostrar que iban a aterrizar. Porque<br />
era un potrero donde habían hecho la<br />
pista. Entonces mi abuelo mandaba a un<br />
vaquero a que fuera a sacar el ganado de<br />
la pista. Y ahí bajaban. Nosotros, de chamaquitos,<br />
corríamos. Teníamos que atravesar<br />
un arrollito para llegar a donde estaba<br />
ya el piloto descargando lo que traía:<br />
sus periódicos, los puros... Los periódicos<br />
los traían en rollos. Y ya que mi abuelo escogía,<br />
me daba unas caricaturas que traía<br />
el Excelsior: que Mandrake el mago, que<br />
Roldán el temerario, que Trucutú (un cavernícola),<br />
y eso era lo que me encantaba.<br />
Mi abuelo registraba a sus hijos en<br />
México y en Estados Unidos. Tenían doble<br />
nacionalidad. Entonces, en la Segunda<br />
Guerra Mundial fue convocado mi padre<br />
por el Ejército. Yo estaba tan chico que<br />
no lo recordaba. Así que lo conocí hasta<br />
que regresó de la Guerra, cinco años después.<br />
Regresó con cicatrices, le faltaba el<br />
tríceps... Años después, camino a Yajalón,<br />
todavía le salió metralla de la espalda.<br />
Una vez, a mi padre (de Infantería)<br />
le tocó pelear con la más fea: con Rommel,<br />
el famoso “Zorro del Desierto”, en África.<br />
Y les tocó huir... Ahí nomás le empujaron<br />
un balazo en una nalga.<br />
<strong>El</strong> profesor Weber nos abrió un<br />
nuevo panorama: a leer, a curiosear y a<br />
investigar. Ya no hay maestros así. A veces<br />
nos sacaba de la escuela para darnos clases<br />
en el monte, para enseñarnos de botánica<br />
o de minerales. Y una o dos veces al año<br />
nos llevaba más lejos. Una vez nos llevó a<br />
Salina Cruz. Pidió permiso al capitán de<br />
un barco, para que nos lo mostrara. Un<br />
marinero nos enseñó el cuarto de máquinas,<br />
nos explicó cuál era la proa, la popa...<br />
y nosotros, ávidos de aprender. Una vez<br />
nos llevó a pie hasta Acalá, con nuestras<br />
mochilas. Y ahí rentó dos canoas grandes.<br />
En una iba el maestro Cano y en la otra,<br />
él; cada cual con un grupo. Habían comprado<br />
mucha sandía y melón. Y nosotros<br />
guardamos las cáscaras para echar guerra.<br />
Remábamos para que no nos rebasaran y<br />
cuando se acercaban, les tirábamos cáscaras.<br />
Y a quien le tirábamos más era al<br />
profesor Weber. Pensábamos que luego<br />
nos iba a dar una regliza, pero no. Se levantaba<br />
su sombrerito y se reía y también<br />
nos tiraba cáscaras. Así llegamos a Chiapa<br />
de Corzo, a través del río, desde Acala.<br />
Ahí rentó un autobús y nos llevó a Tuxtla<br />
Gutiérrez. En otra ocasión nos llevó a<br />
la costa a conocer el tren, una cosa que<br />
nunca habíamos visto. Y en tren llegamos<br />
hasta Tapachula. Viajaba con nosotros<br />
un dibujante holandés, amigo del profesor,<br />
que iba dibujando todo: las personas,<br />
el tren, los vagones... <strong>El</strong> profesor Weber<br />
abrió nuestras mentes a la observación, a<br />
la investigación, a la imaginación.<br />
<strong>El</strong> profesor Weber era enérgico.<br />
Daba reglazos. Si hubiera vivido en tiempos<br />
de derechos humanos, lo hubieran<br />
metido a la cárcel. Pero sacó unos alumnos,<br />
¡pa su mecha!<br />
Mi papá tenía su biblioteca. Y yo<br />
recuerdo que me gustaban mucho las novelas<br />
de Salgari. Me aprendí Sandokán, el<br />
Tigre de la Malasia. En Yajalón se juntaba<br />
un coro de chamaquitos y yo les repetía<br />
la historia de Mariana, Sandokán y Giro-<br />
Batol. Uno de mis compañeros, Carlos<br />
González, de repente me decía cuando<br />
contaba las historias: “No, Pilo, no pasó<br />
así”. Y él me corregía. Él no conocía esos<br />
libros, pero de tanto que se los contaba, se<br />
sabía todas las historias mejor que yo y me<br />
corregía.<br />
También leí a Alejandro Dumas.<br />
<strong>El</strong> Conde de Montecristo, ¡pa su mecha!<br />
Cuando vine a ver ya estaba yo leyendo a<br />
Víctor Hugo, a los rusos. A veces bajaba de<br />
una finca mi compadre Gregorio Messner,<br />
para escuchar que yo le leyera La Madre,<br />
de Máximo Gorki. Yo le leía a mi esposa y<br />
a él. A veces íbamos de cacería o a pescar<br />
al Tulijá. Había mojarras grandes, bobos,<br />
filines, guabina. En mi libro Relatos de la<br />
Selva viene todo eso.<br />
Trabajaba como administrador de<br />
algunos ranchos (yo había administrado<br />
aviones en Yajalón, pero ya la aviación declinaba)<br />
y me fui a vivir a orillas del Grijalva.<br />
Y dije: “aquí se me van a ahogar mis<br />
hijos”. Pero había una draga de Comisión<br />
Federal que estaba sacando material. Así<br />
que fui con el operador y le pedí que me<br />
conectara el río con una lagunita, para hacer<br />
especie de chapoteadero, para que mis<br />
hijos no se tuvieran que meter en el río.<br />
Ahí aprendieron a nadar. Yo estaba muy<br />
ocupado con los ranchos; pero un día<br />
que había poco trabajo, me quise echar<br />
una nadadita. Fui a buscar a mis hijos a<br />
la casa y me dijeron que estaban en el río.<br />
Antes había hecho yo un muelle para que<br />
atracaran las lanchas. Y de repente veo<br />
más allá del muelle a mis hijos, en el río.<br />
Se habían tirado del muelle; la corriente<br />
los había llevado para abajo; salieron en la<br />
orilla contraria, caminaron de regreso y ya<br />
tenían bien calculado dónde se tenían que<br />
tirar para volver al muelle. ¡Pa su mecha:<br />
eran unos tiburones! Ya el chapoteadero<br />
no les era suficiente.<br />
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