La vegetación protegida en Castilla la Mancha
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ANTECEDENTES DE LA NORMATIVA
DE CONSERVACIÓN DE LAS COMUNIDADES VEGETALES
Así como en determinados momentos de la historia
de la Humanidad se han producido, y aún se
siguen produciendo, daños severos a las cubiertas
vegetales naturales, en otros momentos la sociedad
y sus instituciones de gobierno se han mostrado
sensibles ante el progresivo deterioro, y han procurado
establecer de normas que pusiesen freno al
ritmo de destrucción, o incluso que remediasen los
daños producidos.
Desde que las diferentes civilizaciones comenzaron
a emplear la escritura para dejar testimonio
de su historia y de sus leyes, existe constancia de
normas que de una u otra forma sancionaban a los
que destruyesen algunos tipos de cubiertas vegetales
particularmente valiosos para el sostenimiento
de la propia civilización. El caso más evidente y
generalizado es el de la normativa de protección de
determinados bosques, fuente de recursos importantes
para la economía de los pueblos, que llega
en numerosas ocasiones a establecer la obligatoriedad
de plantar uno o varios árboles por cada ejemplar
cortado.
En España, remontándonos tan sólo a fines del
siglo XIX, los devastadores efectos de las diferentes
desamortizaciones obligaron a la Administración
Pública a adoptar medidas urgentes para la defensa
y conservación de los bosques que sobrevivieron a
ese proceso. En aquellos momentos, la creación del
Cuerpo de Ingenieros de Montes y del Catálogo de
Montes de Utilidad Pública fueron arriesgadas
apuestas por la conservación de los bosques, motivo
de innumerables conflictos con los intereses
económicos y patrimoniales vigentes en la época, y
a las que debemos en buena medida la conservación
de una apreciable parte de la actual superficie
de bosques naturales.
Frente a los innumerables, incomprendidos y en
ocasiones poco conocidos esfuerzos de conservación
y uso racional de los bosques realizados por
los forestales de finales del siglo XIX y primera
mitad del XX, en las décadas de los años 60 y los
70 se impulsó una política forestal exclusivamente
productivista, derivada de la peculiar coyuntura
política y socioeconómica del País, que supuso un
retroceso sobre la labor de conservación precedente.
Afortunadamente, desde finales del siglo XX la
gestión forestal se vuelve a orientar hacia planteamientos
más adecuados a la conservación y uso
sostenible y múltiple de los bosques.
A pesar de haber ido variando el enfoque que a
lo largo del siglo XX se ha dado a la cuestión forestal,
en lo que sí coinciden todas las generaciones de
gestores es en una la exaltación del papel de los
bosques, ya sean de origen natural o cultivos forestales,
frente a cualquier otro tipo de comunidades
vegetales no boscosas, que son ampliamente ignoradas
en las políticas forestales y conservacionistas.
Los matorrales son despreciados por su escasa
utilidad económica, proliferando las iniciativas
para procurar su roturación con fines agrícolas o su
repoblación con especies arbóreas productoras, ya
fueran autóctonas o introducidas. Algunos pastizales
corren mejor suerte por su interés ganadero,
pero los menos productivos son transformados en
productivos por enmiendas, puesta en riego, drenajes,
etc., o son objeto de roturación o repoblación.
Las zonas con suelos yesosos o salinos, de extraordinario
interés botánico y ecológico, son consideradas
terrenos improductivos a todos los efectos,
considerándose idónea su forestación o roturación.
Las comunidades higrófilas o acuáticas de humedales,
ríos, etc. se ven en este siglo XX extraordinariamente
perjudicadas por infinidad de desecaciones,
drenajes y puesta en cultivo de humedales,
contaminación de las aguas, dragados de cauces
fluviales, sobreexplotación de acuíferos, construcción
de embalses, captación de aguas para abastecimientos
o regadíos, plantaciones productoras de
chopos, etc.
Efectivamente, la Ley de Montes de 8 de junio
de 1957 (Título II) y su Reglamento de 1962
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