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radio, -pero también –graciosamente- como fue parodiado en
Beyond the Fringe). Cuando, décadas más tarde, le conté esta
historia a mi amigo Tom Eisner, un entomólogo, le mencioné sobre
las tendencias filosóficas de la araña y sobre su voz Russelliana. El
asintió y dijo: “Si, conozco la especie.”
Durante toda la semana, evitaba las drogas, trabajaba como
residente en el departamento de neurología del UCLA. Estaba
impresionado e influenciado, como había estado mientras era
estudiante de medicina en Londres, por las diferentes experiencias
neurológicas de mis pacientes, y me di cuenta que no las
comprendía lo suficiente, o que no llegaba a un acuerdo con ellos
emocionalmente, a menos que intentara describirlas o
transcribirlas. Los fines de semana, en cambio, casi siempre
experimentaba con todo tipo de drogas.
En el verano de 1965, había terminado mi residencia en el UCLA y
dejaría California, pero tenía tres meses libres antes de iniciar una
investigación en Nueva York. Esta fue una etapa de deliciosa
libertad, después de haber estado trabajando durante sesenta
horas, en ocasiones ochenta, por semana. Pero no me sentía del
todo libre, tenía una sensación de vacío y falta de estructura, no
estaba trabajando –durante los fines de semanas, eran los días
peligrosos, los días donde experimentaba con drogas, mientras
vivía en California- y ahora tenía un verano entero en mi casa, en
Londres, como un fin de semana de tres meses.
Fue durante este tiempo en el que descendí en lo más profundo
del consumo de drogas, ahora lo hacía durante toda la semana.
Probé la inyección intravenosa, que nunca antes había intentado.
Mis padres, ambos doctores, estaban ausentes, y teniendo la casa
para mí solo, decidí explorar el gabinete de cirugía que teníamos
en la planta baja, para celebrar mi cumpleaños número treinta y
dos. Nunca antes había tomado morfina o ningún otro opiáceo.
Usé una jeringa larga -¿por qué molestarse con dosis bajas? Y
después de acostarme en la cama, llené la jeringa con el contenido
de varias ampolletas, inserté la aguja en una vena y me inyecté la
morfina lentamente.
Paso un minuto más o menos, cuando me atrajo un tipo de
conmoción con la manga de mi bata, que colgaba de la puerta.
Contemplé atentamente la bata que para entonces me parecía
poderla ver a detalle, en miniatura como con algún tipo de visión
microscópica y podía ver dentro de todo esto una batalla. Veía
tiendas de campaña de diferentes colores. Había caballos,
soldados, sus armaduras brillando al sol. Veía gaiteros con pipas,
levantándolas con su boca, y después, muy débilmente escuché la
inhalación también. Veía cientos, miles de hombres –dos ejércitos,
dos naciones- preparándose para la batalla. Perdí la noción de que
todo esto estaba en un punto de la manga de mi bata, que en
realidad estaba acostado en mi casa, en Londres, que era 1965.
Antes de inyectarme la morfina, estuve leyendo Chronicles y Henry
V de Froissart, y ahora estas obras se convirtieron en mis
alucinaciones. En la tienda de campaña más grande estaba Henry V
en persona. No tenía noción en ese momento de que estaba
imaginando todo o alucinándolo.
Después de un rato la escena comenzó a desaparecer y quedé
tenuemente consciente, una vez más, de que estaba en Londres,
drogado, alucinando Agincourt en la manga de mi bata. Fue una
encantadora experiencia, pero ahora había acabado. Miré mi reloj.
Me había inyectado morfina a las nueve y media, ahora eran las
diez. Me di cuenta de otra cosa, cuando me inyecté morfina,
estaba anocheciendo, pero ahora no lo estaba y no se hacía más
oscuro, sino más luminoso cada vez. Eran las diez, pero de la
mañana del día siguiente. Había estado contemplando, sin
moverme, mi manga por más de doce horas. Esto me impactó
mucho, y comprendí que uno puede pasar días enteros, noches,
semanas, incluso años, en el estupor del opio. Me aseguré de que
mi primera experiencia opiácea fuera también la última.
Cuando era niño, me había interesado en el estudio de la química,
y tenía mi propio laboratorio. Cuando comencé mis estudios de
medicina, había dejado el interés por esta materia. Cuando llegué a
Nueva York y comencé a ver a mis pacientes en una clínica para
enfermos de migraña en el verano de 1966 comencé a sentir de
nuevo interés intelectual y emocional por esta materia. Fue con la
esperanza de revivir estas emociones intelectuales y emocionales
que comencé a utilizar anfetaminas.
Las tomaba los viernes por la tarde, cuando regresaba del trabajo y
después pasaba todo el fin de semana tan drogado que con el
tiempo las imágenes y mis pensamientos se volvieron como algún
tipo de alucinaciones controlables, inmersas en emociones
extáticas. Un viernes en febrero de 1967, mientras exploraba la
sección de libros raros de la biblioteca de medicina, me encontré
con un volumen grande sobre la migraña llamado On Megrim, Sick-
Headache, and Some Allied Distorders: A Contribution to the
Pathology of Nerve-Storms, escrito en 1874 por el médico Edwards
Liveing. Había estado trabajando por muchos meses en la clínica
para pacientes con migraña, y estaba fascinado por la gama de
diferentes síntomas y el fenómeno que ocurría tras los episodios
de migraña más fuertes. Estos episodios a menudo incluían un
aura, un pródromo en el cual ocurrían aberraciones de la
percepción e incluso algunas alucinaciones. Eran totalmente
benignas y duraban solo algunos minutos, pero esos pocos minutos
permitían observar un poco el funcionamiento del cerebro y como
se podía quebrar y volver a reintegrarse. De este modo, sentía, que
cada episodio de migraña abría una enciclopedia de neurología.
Había leído docenas de artículos sobre la migraña y sus posibles
bases, pero me parecía que ninguno representaba la entera
fenomenología o el grado de profundidad que experimentaban los
pacientes que sufrían esta enfermedad. Fue con la esperanza de
encontrar un enfoque más humano, más profundo, más completo,
que me topé con el trabajo de Liveing ese fin de semana en la
biblioteca. Así que después de ingerir las anfetaminas, éstas
estimularon mi imaginación y mis emociones, el libro de Liveing
parecía haberse incrementado en intensidad, belleza y
profundidad. No quería otra cosa que entrar en la mente de Liveing
y revivir la atmosfera de aquellos tiempos en los que él había
trabajado. Entré en un tipo de concentración catatónica tan
intensa que apenas había movido un músculo en horas, leí de
corrido las quinientas páginas de Megrim. Mientras lo hacía, me
parecía que me convertía en el propio Liveing y que atendía a sus
pacientes como él lo describía. Por momentos no estaba seguro si
estaba leyendo un libro o lo estaba escribiendo. Me sentía en el
Londres Dickensiano de 1860s y 1870s. Me gustaba mucho la
humanidad de Liveing y su sensibilidad social, su afirmación de que
las migrañas no eran un tipo de indulgencia de ricos ociosos sino
que podía afectar a cualquier persona, de cualquier clase social. En
esos momentos pensaba, esta es la mejor representación de la
ciencia y la medicina de la era Victoriana, ¡es una obra maestra! El
libro me dio lo que había estado buscando durante meses. Había
acabado frustrado por los escuetos artículos que existían en la
literatura científica moderna sobre este tema. En la punta de este