Los de adelante corren mucho - Javier Ruán
Los de adelante corren mucho - Javier Ruán
Los de adelante corren mucho - Javier Ruán
You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
JAVIER RUÁN JAIMES
Enero 10 de 1940
Maestro en experimentación pedagógica
y filosofía. Egresado de la escuela
de arte teatral del I. N. B. A.
Diferentes reconocimientos como
actor teatral. Destacando “Bodas de
sangre” de gira internacional. Revelación
masculina por la obra “Moctezuma
II” festival de las máscaras en
Morelia Michoacán. 1968. Amplia
experiencia como actor radiofónico
protagónico, en la X.E.W. Debut
cinematográfico estelar en “Corona
de lágrimas” de Alejandro Galindo.
Participación en más de cuarenta
películas. Nominado para “El Ariel”
en 1971 -coactuación masculina- película
“Los marcados”. En las telenovelas
con personajes muy afortunados:”Rina”,
“Corazón salvaje”,
“Senda de gloria”, “El mundo de
fieras”, “Destilando amor” “Mujeres
asesinas” “Tiempo final III” “Mar
de amor”, etc., programas unitarios,
miniseries e históricas.
Como escritor: “Pueblo chico, infierno
grande”, galardonado con la
presea “TV novelas” 1997 por mejor
historia original. Producción Televisa
Los de adelante corren mucho...
CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES
Rafael Tovar y de Teresa
Presidente
Saúl Juárez Vega
Secretario Cultural y Artístico
FRANCISCO CORNEJO RODRÍGUEZ
Secretario Ejecutivo
Ricardo Cayuela Gally
Director General de Publicaciones
GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO
Fausto Vallejo Figueroa
Gobernador Constitucional
Marco Antonio Aguilar Cortés
Secretario de Cultura
Juan García Tapia
Secretario Técnico
Fernando López Alanís
Director de Formación y Educación
Jaime Bravo Déctor
Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural
Raúl Olmos Torres
Director de Promoción y Fomento Cultural
Paula Cristina Silva Torres
Directora de Vinculación e Integración Cultural
Héctor García Moreno
Director de Patrimonio, Protección y Conservación
de Monumentos y Sitios Históricos
Miguel Salmón Del Real
Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán
María Catalina Patricia Díaz Vega
Delegada Administrativa
Héctor Borges Palacios
Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura
Javier Ruán
Los de adelante corren mucho...
Gobierno del Estado de Michoacán
Secretaría de Cultura
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Los de adelante corren mucho...
Primera edición, 2013
dr © Javier Ruán
dr © Secretaría de Cultura de Michoacán
dr © Secretaría de Cultura de Michoacán
Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,
C.P. 58020, Morelia, Michoacán
Tels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42
www.cultura.michoacan.gob.mx
Coordinación editorial:
Héctor Borges Palacios
Mara Rahab Bautista López
Diseño editorial y formación:
Paulina Velasco Figueroa
Diseño de colección:
© Editorial y Servicios Culturales El Dragón Rojo, S.A. de C.V.
ISBN: 978-607-8201-30-3
ISBN de la colección: 979-607-8201-34-1
El contenido, la presentación y disposición en conjunto y de
cada página de esta obra son propiedad del editor. Queda
prohibida su reproducción parcial o total por cualquier sistema
mecánico, electrónico u otro, sin autorización escrita.
Impreso y hecho en México
Para:
Virgilio Javier Narciso
Guillermo Antonio
Mis hijos. Mi lujo.
Índice
Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
1- La dama que no conoció obra de varón . . . . . . . . . . . . 19
2- San Luis Rey, un santo de singular carácter . . . . . . . . . 41
3- La “calidá” de la melcocha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
4- Las zancadillas tempraneras en la vida . . . . . . . . . . . . 61
5- El hombre que juró llorar hasta que
se le rompiera el corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
6- La profesora Clarita Zavala Ramos . . . . . . . . . . . . . . 91
7- ...Y era de negro como ella se vestía . . . . . . . . . . . . . 103
8- Yo sé de alguien que aprendió a engañar a la soledad . . . 117
9- El magisterio, hermosa experiencia . . . . . . . . . . . . . . 135
10- Nahuatzen desde las alturas . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
11- La entrevista con Elena Garro . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
12- Legendario esplendor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
13- Mi amigo Evaristo y su traje de etiqueta . . . . . . . . . . . 175
14- El día que un reportero gráfico mexicano
tomó la fotografía más codiciada de Marylin Monroe . . . . 185
15- En la muerte de Chela Nájera . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
16- ¡Hey familia!... Danzón dedicado . . . . . . . . . . . . . . . 199
17- Stella Inda y el rebozo de Soledad . . . . . . . . . . . . . . 207
18- El maestro Ricardo Garibay y los marcados . . . . . . . . . 221
19- Tomás Méndez y el adiós a Don Pepe Guízar . . . . . . . . 231
20- El actor y su melancolía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245
21- Con Chabuca Granda, “del puente a la alameda” . . . . . 255
22- Meche Barba y el amor de la calle . . . . . . . . . . . . . . 265
23- Los de adelante corren mucho... . . . . . . . . . . . . . . . 275
24- Recuento a los 68 años al modo chino. . . . . . . . . . . . 305
25- Apéndice . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315
Presentación
Dentro de los libros sapienciales del Antiguo
Testamento, el de Job contiene un misterioso
drama con muy poca acción y con mucha
pasión reflejando a una humanidad (y en
esa a cada uno de nosotros) doliente, angustiada, marginada,
que se interroga por su destino. En ese sentido se trata de un
libro tan antiguo, como singularmente moderno; provocativo;
no apto para conformistas. Resulta casi tan imposible leerlo sin
sentirse interpelado, como imposible comprenderlo si no se
toma partido: vino de vértigo que nos desquicia y que, una vez
bebido, ya no nos permitirá hablar con nosotros mismos; ni con
los demás, ni hablar con Dios y de Dios como lo hacíamos antes.
Muchos, llevados por la ignorancia, sólo refieren de Job su
“santa paciencia” (olvidando cuán inconformista se mantuvo).
No sé por qué, y aunque resulte claramente improbable, pero
ahora que lo hube traducido a la lengua p’urhé, vislumbré no
pocas veces el reflejo de Javier Ruán en ese ser inquisitivo. No
sé por qué también, pero cuando terminé de leer por enésima
11
vez los textos de Los de adelante corren mucho que campean
en este libro, nunca me quedé en su ropaje festivo, porque
dicen más lo que el autor no le cuenta al lector que los cuentos
con que le mantiene entretenido. Al buscar el hilo conductor
de esos relatos, terminé por redescubrir a un p’urhépecha
singular, fraguado en la lucha, mil veces incomprendido, casi
nunca valorado en su justeza, mas de talento seguro. Amigo de
las letras, sí, pero más amigo de aquellos y aquellas a quienes
las hubo dirigido. Amigo de las letras, como he dicho, pero más
amigo que el amigo. Miren que, a la usanza p’urhépecha y así
parezca lo contrario, su vida la ha fincado en el servicio. Quizá
por eso, los relatos con los que el lector se va a topar en este
libro, si por un lado constituyen toda una invitación al cuento
corto y, hasta cierto punto, a la novela, terminan siendo ante
todo una feliz oportunidad para que descubra, en medio de
cuitas ajenas, el monólogo interior de un artista que antes que
artista es hombre y que como hombre no puede sino ser un
velado protagonista –de multímodas maneras– que nunca se
ha desprendido de los aconteceres de su matria p’urhé, como
tampoco de sus ires y venires por esa patria de todos en que
se hubo labrado su vocación artística y su prestigio. No sé si me
equivoque, pero atrás del ropaje orgiástico, del buen fraseo y
de la prístina claridad en el hipérbaton, sus relatos constituyen
algo tan novedoso, como si hubiese inventado un tercer tipo
de novela, una especie de ensayo y confesión, o de confesiones
y ensayos ajenos totalmente a ese mundillo banal en donde
12
todo tiene cabida. Porque aquí, en esta obra singular, nada que
no sea el hombre y su humanismo infinito, como humano en
grado superlativo lo fue Job; nada que no sea el hombre de su
matria, repito, logra cabida. O puedo corregir la frase: en esta
obra singular, nada que no sea la mujer y su humanismo infinito,
nada que no sea el matriarcado de su patria, logra cabida. De
ahí que en este insólito género literario que ahora nos regala
el autor de Pueblo Chico, Infierno Grande, Javier Ruán, quien
a decir del gran Carlos Monsiváis: “ama la provincia y adora
la actuación” (2010), prive un género que abarca a la vez, la
divagación, el rosario de recuerdos, la microhistoria, la épica
pura; bueno, de hecho, casi todo, hasta la literatura... con una
condición previa: que todos los Jobs de su tierra y los Jobs que
ha encontrado en su patria artística, se tiñan de humanismo...
Y del relato y la novela. Como se hallan ciertamente
teñidos: La dama que no conoció obra de varón, La cálida
de la melcocha, Stella Inda y el rebozo de Soledad, Meche
Barba, y “el amor de la calle”, etc. Quien recorra esas líneas
no se fije, por favor, tanto en el oficio (que oficio de escritor
hay mucho), fíjese en la mirada humanísima que echa el autor
a sus protagonistas; no se engolosine tampoco en el humor
desenfadado que envuelve a las mini tragedias que cuenta; no
fije su atención al envoltorio, así sea harto divertido: fíjese en el
profundo humanismo de su contenido. Es más, aguce mucho
la mirada para poder observar cuánto el autor de estas letras
repta bajo de ellas, luego de haberse atrevido a desprenderse,
13
cuando aún era un niño, de su pueblo chico, hasta salir a jugarse
vida y hacienda –seguramente en medio de mil y un prejuicios
y otras tantas privaciones– en el ambiente ominoso de la gran
capital. Y sin embargo, ninguno de sus relatos, así se trate de El
actor y su melancolía, El hombre que juró llorar hasta que se le
rompiera el corazón o En la muerte de Chela Nájera, contiene
algún resabio de amargura ni reproche alguno. Lo que sin que el
autor lo pretenda, dice mucho y bien del profundo humanismo
y de ese optimismo –que tanto necesitan nuestros tiempos–
de Javier Ruán.
Francisco Martínez / P’urhé P’ukutapu, 2012
14
Prólogo
Amenudo los artistas parecen estar dotados
de varios dones creativos. Quisieran
ser músicos y se convierten en poetas, se
inician como pintores y concluyen como
actores,debutan como cantantes y se consagran como narradores.
Amigos míos han sido poetas y actores, o pintores y músicos,
o cantantes y pintores, cantantes y escritores. Pareciera
que el arte se protege en sus intérpretes humanos con posibles
diversos caminos que ofrecen el ensayo y el error, el ensayo
y el perfeccionamiento, las tentativas de una inicial y una
final vocación. Danzantes y coreógrafos parecieran inclinarse
más por la música, pero también lo han hecho por la pintura
o la poesía; una amiga mía, bailarina y coreógrafa, se inclinó
además por la traducción de la poesía.
Javier Ruán ha incursionado en muchos campos a partir
de su condición esencial de actor de teatro, cine y televisión,
por ejemplo; igualmente en la creación de guiones para
producciones televisivas, así como en el canto. A pesar de
ser autor de telenovelas, la presente obra constituye su real
incursión en la escritura, concretamente, en el relato.
15
El libro que tiene ahora el lector en sus manos es peculiar,
tiene la forma de una colección de cuentos, pero la
esencia de una autobiografía. Sus episodios son un mosaico
autobiográfico. Son relatos marcados por la alegría y el esplendor
de México, de Michoacán, de sus raíces familiares, de
sus privaciones y goces, de su indeclinable vocación para madurar
y vivir en la actuación, en el teatro, en el cine. Cada episodio
refiere el mundo que lo deslumbró, lo atrajo, lo sedujo;
es el recuento autobiográfico con que relata el camino hacia
su realización como artista. No optó por una historia lineal
y cronológica que contuviera el calendario de su vida artística
y familiar, pública y privada; optó por crear relatos vívidos
y ágiles a través de los cuales comparte sus experiencias de
asombros y hallazgos, de temor y arrojo, del acercamiento
a personalidades que lo guiaron, lo apoyaron o lo quisieron;
de personalidades con las que aprendió a trabajar, a crear, a
agradecer el esfuerzo de compañeros, maestros y amigos.
Artistas en la religión o en la música, que lo acogieron
de joven, como lo narra en el último texto que le da título al
libro Los de adelante corren mucho; actrices como Dolores del
Río, Stella Inda o Meche Barba; escritores como Elena Garro
y Ricardo Garibay; compositores como Tomás Méndez y Chabuca
Granda; amigos entrañables como Evaristo; familiares
como su padre, su abuelo materno y sus hermanos; sus colegas
profesores en escuelas marginales, todos, constituyen
la secuencia dramática, alegre, de concordia o tragedia, con
16
que Javier Ruán ha logrado una creativa manera de escribir
su autobiografía para compartirla. Una bella forma de invitar
al escenario a sus lectores.
Carlos Montemayor
Junio, 2009.
17
La dama que no conoció
obra de varón
La señorita doña Andrea Epitacia Amezcua era
conocida cariñosamente en el pueblo de Nahuatzen
–en la meseta P´urhépecha– como
tía Andreyita. Dama soltera, invariablemente
vestida de luto; tendría entonces unos sesenta años; gordita
ella, de baja estatura, muy blanca de tez y ojos negros singularmente
pícaros. La gente, al referirse a ella, decía:
–Tía Andreyita la cotorra.
Por aquello de su soltería; pero, la señorita Amezcua con
enorme orgullo exclamaba:
–¡Yo soy pura!, ¡le pese a quién le pese! Y vivo con mi
pecho sano ¡bendito sea dios!, y no tengo “cola que me pisen”,
como a otras.
Su vida transcurría en compañía de dos sirvientas, que
eran sus hijas de crianza; Esperanza, quien tenía voz grave la
apodaban “la ronca”; Leoncia, su hermana menor; y un mozo
llamado Eulogio.
Cuando yo era niño vivía indistintamente con mis padres
que habían emigrado al Distrito Federal o con mi abuela
paterna, doña Ignacia “La Rentería”, en Nahuatzen, quien
era amiga de tía Andreyita y con frecuencia me mandaba con
algún encargo a su casa. Yo iba de buena gana, pues dicho sea
de paso, tía Andreyita, además de generosa, era encantadora
y una amena narradora; disfrutaba hablando de espíritus y
aparecidos y de los acontecimientos relevantes ocurridos en el
pueblo; a la vez que saboreábamos exquisitos dulces de leche
21
que ella personalmente preparaba; pero lo más delicioso era
la cajeta que hacía en un cazo de cobre traído exprofeso de
Santa Clara y que luego pasaba en una olla de barro verde
vidriado de Comanja la que tenía, cubierta con una servilleta
de género de cuadrillé color crudo, bordada en punto de cruz
y con hilos del ancla, rematada con fina blonda de croché. En
fin, que degustar los dulces de leche de tía Andreyita era todo
un agasajo real y espiritual.
Tía Andreyita se había improvisado como profesora
de párvulos, y se dedicaba a enseñar a leer y a escribir a los
menores en su misma casa.
¡Ah!, pero era delicada y selectiva, por lo que se reservaba
el derecho de admisión. Así las cosas, alguna vez le pregunté a
mi abuela:
–Oiga, mamá Nacha, ¿porqué tía Andreyita siempre va
vestida de negro como si estuviera de luto?
Mi abuela, con las manos entrelazadas sobre una de sus
rodillas, suspiró y comentó:
–¡Ay! ¡La pobre! Tan simpática que era pero también muy
enamorada. Y no es por mal hablar, pero sí, Andrea Epitacia
fue muy inquieta...
–No entiendo mamá Nacha.
–Quiero decir, que tenía varios pretensos.
–Entonces, ¿por qué no se casó?
Mi abuela me miró maliciosa.
–Javierito, tú eres un niño todavía para hacer esas
preguntas.
22
Quedé un momento recapacitando.
–Tiene usted razón mamá, yo todavía soy chico; pero
me gusta saber las cosas de los grandes. Y sobre todo cuando
se enamoran, y luego, ¿por qué se desenamoran?
Los ojos de mi abuela brillaron con cierta melancolía, y
suspirando musitó:
–Porque nadie puede vivir sin amor.
–Entonces, tengo razón, el amor es importante.
–¡Ya lo creo! hijo.
–Pero, usted mamá Nacha, quedó viuda muy joven,
¿cómo ha podido vivir sin amor?
Mi abuela quedó como evocando, sus ojos reflejaban un
legendario desencanto que en seguida ocultó preguntando:
–¿De dónde sacas eso criatura?, ¡yo no he vivido sola!,
siempre me acompañan los espíritus de mi gente y sus
recuerdos.
–¿Cómo está eso, usted puede hablar con los espíritus
de la gente que ya murió?
Me miró seria y agregó:
–Bueno, de alguna manera así es, y me gustaría que
entendieras lo que te voy a decir: para comprender a los vivos,
debes conversar con los muertos. Y respecto a vivir sin amor,
¡qué va!, con decirte que una misma noche me pidieron dos
veces en matrimonio.
–Entonces ¿usted tenía dos novios a la vez?
–¡Ave maría!, pues ¿cómo me juzgas? ¡No! Pero así era la
costumbre. De pronto, algún padre de familia decidía casar a
su hijo con alguna joven que le gustaba y los comprometían.
23
El arreglo se hacía entre los padres y, en ocasiones, eran
compromisos para resolver problemas económicos.
–¿Y no les importaba que los muchachos no estuvieran
enamorados?
–No solo eso, a veces, ni siquiera se conocían.
–¿No me diga que de esa manera la casaron a usted
mamá Nacha?
Se hace una pausa larga, no aceptó ni negó; pero en
sus ojos advertí un dejo de amargura que guardaba en su
corazón.
–En otra oportunidad hablaremos de eso.
Te lo prometo.
–Como usted diga mamá Nacha. Solo una pregunta,
en este caso, ¿cuál era la familia más importante? Quiero
decir, económicamente, ¿los Ruán o los Rentería?
–Eso no sabría decírtelo con certeza, pero por lo que
te voy a referir tú mismo imagínalo. Cuando yo llegué a casa
Ruán, no vayas a pensar que llegué “mano sobre mano”,
¡qué va!, además de mi dote en tierras, monedas de plata
y “alazanas”, traía puestos grandes “zarcillos” de filigrana
de oro con perlas y el cuello adornado con varias hileras de
cuentas de oro puro. Amén que dos cuadras de ganado me
seguían por la calle real.
–¡Eso debió haber significado mucho dinero mamá
Nacha!
–¡Desde luego!, criatura; además, mi padre don
Eduardo Rentería –santiguándose– ¡que de dios goce! se
vanagloriaba diciendo: –imitando la voz grave–
24
–En casa de Los Rentería el dinero ¡no se cuenta, se
mide!
–Porque él guardaba las monedas de oro en cuarterones
de madera donde se mide el trigo. Y mira, hijo, por considerar
importante que conozcas tus raíces, te ofrezco que te
contaré más adelante cómo se arregló el compromiso matrimonial
entre Epigmenio Ruán –santiguándose– y yo.
–Bien, y ahora volviendo al caso que nos ocupa, la inquieta
de Andrea Epitacia, sí te voy a contar pero “pico de
cera” –poniendo el dedo índice sobre los labios–.
–Si mamá, mire, aquí muere –pasando los dedos sobre
la boca a manera de un cierre–.
–Pues como te decía, tuvo varios novios, pero había
un tal Espiridión Peribán, grandote él, de mirar profundo color
canela, moreno, curtido, como dorado por el sol; usaba
un bigote grueso que le cubría el labio superior –exclamando–
¡estrella de la mañana! bien guapote el mentado Espiridión
Peribán, lo que sea de cada quién. Era de Arantepácua
–un pueblo cercano– pero lo más importante, tenía “el
modo” –hace con los dedos la seña del dinero– y en cierta
ocasión ella me confesó que de todos sus pretendientes solamente
se entregaría a Espiridión Peribán por el solo gusto
de hacer rabiar a varias muchachas del pueblo; total, que
se comprometió, y se anunció la boda con una gran fiesta.
Espiridión mandó traer las donas a Zamora, pues quería
que Andrea Epitacia fuera la novia más elegante de toda
la región. Ya te imaginarás la felicidad de esta muchacha
25
que no se cambiaba por nadie. Así las cosas, ya todo estaba
preparado, pero la víspera de la boda sucedió una tragedia. –
Santiguándose– “Dulces nombres de Jesús, María y José”, lo
balaceó su querida, una mujer que tenía en “la Mojonera” –un
rancho vecino– se trataba de una mujer muy bonita, güera ella,
pero que le había resultado “vana”.
–¿Eso qué quiere decir?
–Que no podía tener hijos. Y eso no se lo perdonaba
Espiridión Peribán, por eso enamoró a Andrea Epitacia, porque
él soñaba con tener por lo menos una docena, pero tenían que
ser de una muchacha ¡hermosa! –decía– para que los hijos
salieran igual.
–Bueno, mamá Nacha. ¿Y qué pasó con la güera de “la
Mojonera”?
–¡Ah! Con “la dura”. Se llamaba Jovita pero le decían
“la dura”
–¿Por qué mamá?
–Pues, no lo sé, ve tú a saber. En fin que la tal “dura”
chillaba furiosa:
–Prefiero ver muerto a mi Espiridión Peribán, que imaginarlo
en la cama con la infeliz catrina de Andrea Epitacia.
Y huyó. Nadie la volvió a ver, ni a saber de ella. ¡Anda vete!,
se hizo ojo de hormiga, y la pobre de Andrea Epitacia, lloraba
como una Magdalena sin consuelo. Y en su desesperación,
desgarró el vestido de novia, y lo masticaba, al tiempo que se
jaloneaba las trenzas vociferando:
–¡Maldita seas Jovita!, ¡Dios te castigó haciéndote mula!,
¡Infame güeréja de rancho!.
26
Y juró que jamás sería de ningún otro hombre, que permanecería
inmaculada por su amor a Espiridión Peribán; y
desde entonces le guarda luto, de tal manera que la inquieta
muchacha se quedó como dicen: “sin el cuadro y sin la estampa”.
La gente lo achacaba a que había sido un castigo de
dios, ya que le gustaba jugar con el amor de los hombres. Y
algo había de verdad, porque Andrea Epitacia era como “la
rabia” ¡ay! –santiguándose– ¡Ave María purísima! Creo que
ya me fui de la lengua, y estoy haciendo malas ausencias.
Tía Andreyita era de muy buen apetito, y sus muchachas
que tanto la querían se esmeraban en prepararle los
manjares de la cocina p’urhépecha. La golosa dama enviaba
especialmente a Eulogio, su mozo, a Zirahuén a traer pescado
blanco y charales; los quesos de Cotija le encantaban, las chirimoyas
de Tingambato, las devoraba con singular entusiasmo.
Así las cosas, se acercaban las fiestas de Nahuatzen, el
25 de agosto; la fiesta mayor de san Luis rey de Francia varias
semanas de festejo constante, la señorita Amezcua comentó
con sus muchachas:
–Tengo antojo de churipo –una especie de mole de olla–
pero que lleve mucho chambaréte, también de espinazo de
cerdo, con su morisqueta –entornando los ojos– de unas corundas
con chile verde y queso adobera, y ojalá pudieran hacerme
la caridad de unas toqueras –gorditas– de maíz prieto.
¡Ah! y como ya hay elotes tiernos también me apetecen unos
“huchepos” con jocóqui –ilusionada– además quiero unos
“torreznos” tortitas de charales y unos chiles anchos rellenos
27
de queso de cabra. Y para la cena, me encantaría algo ligero
–piensa disfrutando– ya sé; borrego tatemado –adobado– con
sus tortillas de harina infladitas, acompañado con el vino tinto
que me regaló el señor cura Arceo; y luego unas enchiladas placeras
de chile mulato, ancho y pasilla. Pa’ que amarre, y queden
picositas.
Esperanza y Leoncia se miran significativamente asintiendo.
–Y no olviden que me gusta que la pechuga y las papas
queden doraditas; y el repollo y los rabanitos muy bien lavados;
y naturalmente, con sus chiles encurtidos. ¡Ay! Muchachas, no
sé cómo decirles que ya se me despertó el apetito. Díganle
a Eulogio que ahora que va a Uruapan, pase al barrio de San
Juan Quemado con mi comadre Domitila por unos buenos
aguacates; y con las señoritas Chávez por rompope, gelatinas,
y fruta de horno con trocante; y que no olvide la cecina
seca; de paso por Paracho, que compre cemitas de trigo,
bastantes. ¡Ah! Y rosquitas de agua, que hace mucho que no
pruebo –maliciosa– y como ya saben que siempre me queda
un “huequito”, váyanme preparando mi capirotada. Pregunta
Esperanza.
–¿Acaramelada y con piñones señorita?
–¡Y muchas nueces Lancho! Ya sabes que con ese postre
¡me envenenas! –interviene Leoncia–.
–Y yo voy a hacerle su atole de puzcua que tanto le gusta
tía Andreyita.
28
Conmovida Andrea Epitácia exclama:
–¡Ay Leoncia! ¡Dios te haga una santa!
–¡Válgame señorita! –Dice Esperanza– no sé dónde
tengo la cabeza; se me olvidaba decirle que la profesora Clarita
Zavala le mandó una canasta con guayabas de Jicalán; y una
charola con molletes de huevo.
–Y ¿qué esperas Lancho?, tráimelos para ir abriendo
boca. Y con un jarro de chocolate bien batido. Pero ¡rapidito!,
que se me puede reventar la hiel.
De tal forma, en plenas lluvias, llegaron las fiestas de San
Luis. Y la señorita profesora Amézcua, encantada, devoraba
todos los manjares que con tanta devoción le preparaban
sus hijas putativas; asimismo, disfrutaba los bocaditos que se
acostumbra enviar de regalo en esos festejos. De tal manera,
que cierta mañana, llamó a las muchachas, y dirigiéndose a
Esperanza “la ronca” comentó:
–¡Ay! Lancho de mi vida, no sé cómo decirlo. Con eso que
soy tan pudorosa...
Esperanza y Leoncia la miraron interrogantes. Tía
Andreyita habló en voz baja, como si se tratara de un secreto.
Pues ustedes verán que estoy muy preocupada porque
hoy cumplo ocho días que no puedo obrar, y no sé a qué
achacarlo; me paso mucho tiempo sentada en el común y no
hago nada; por más que pujo y pujo solo me sale aire. Ya tengo
las rodillas adoloridas de tanto golpearme. Y se me entumen
las asentaderas de permanecer sentada por tanto tiempo en el
retrete; y la mera verdad, ya estoy espantada porque en estas
29
cuestiones yo siempre he sido muy exacta, ¿ustedes no saben
de algún remedio?
–Sí, tía Andreyita –dice “la ronca”– y no se preocupe
ahorita le preparo unas manzanas cocidas, pero se las tiene
que comer bien calientitas.
–¡De mil amores Lancho! –responde la golosa dama–.
–Y también dicen que es re bueno una cataplasma de
manrubio en el ombligo –opina Leoncia–.
–¡Sí!, ¡sí!, criaturas. ¡Háganlo!, manden a Eulogio a la plaza
con Toña Jurado y que le compre varios kilos de manzanas. ¡Pero
de prisa!
Y así, la glotona de la señorita Amézcua, con mucha fe,
comió más de una docena de manzanas cocidas sin ningún
efecto. La doña nomás sudaba y trasudaba quejándose.
–¡Válgame dios!, ¡qué mal me siento muchachas! Y este
cólico cagón que no me deja en paz. Hace que se me ponga la
carne de gallina y no logro regir. ¡No me hallo!, no encuentro
acomodo. Solamente quiero estar arranada.
Leoncia la menor opina:
–También he oído decir que cuando una se tapa y no
puede hacer del cuerpo debe comer muchas changungas y
tunas coloradas, y ¡santo remedio!
–Y ¿qué esperas Leoncia? ¡Corre a conseguirlas! ¡Que no
aguanto esta panza! Me siento toda aventada.
Y con enorme devoción, doña Andrea Epitacia se tragó
varias tunas y un montón de changungas, pero todo fue inútil
no hubo respuesta digestiva. En estas lamentables condicio-
30
nes transcurrieron otros días y la señorita profesora no encontraba
alivio y, como era de buen diente, tampoco dejaba de
comer. Ya tenía la panza como embarazo a punto de parir. Desesperada
daba vueltas en su troje profiriendo:
–¡Jesucristo vencedor, ampárame!, no comprendo qué
me pasa, yo nunca había sido dura de estómago.
Y un sudor frío le corría por todo el cuerpo, justamente
apareció Leoncia que pregunta:
–Dispense, tía Andreyita. “La Chaira” quiere saber si hoy
tampoco va a darles la lección a los niños.
–Pero ¡qué imprudencia!, ya les dije que mientras no
salga de este pendiente no puedo recibir a los menores.
–Está bien, señorita. Voy a dar la razón.
Sale Leoncia y aparece Esperanza que comenta:
–Estaba pensando doña, ¿qué tal si le traigo a Chona la
de Meráno?, la de la piquera; dicen que es especial pa’ arreglar
a las muchachas que salen con domingo siete.
–¡Glorifica mi alma al señor! –exclama Andrea Epitacia–
¡Cómo te atreves a compararme con esas lagartonas! Mi caso
es diferente, yo he permanecido inmaculada y con esto quiero
decir que ¡aún soy virgen! Y que me caiga un rayo en seco ahora
mismo si miento.
–¡Dios que me favorezca!, como voy a ofenderla señorita.
Yo pensé, en Chona la de Merano, porque dicen tantas cosas
de ella, que cura con la mano en la cintura; y tal vez la pueda
destapar...
31
La ventruda dama queda cavilando unos instantes y
decidida indica:
–Está bien Lancho. ¡Corre por ella! ¡Y en el nombre sea
de dios!, porque va de por medio mi reputación. No quiero ni
pensar, lo que la gente pueda murmurar si ven entrar a esa
mujer en mi casa.
Chona la de Merano era una mujer alta de estatura,
como de mediana edad, de aspecto bondadoso y no malos
bigotes –dicho literalmente– le faltaba la pierna izquierda.
Llegó arrastrando una muleta y un morral terciado lleno de
yerbas. La acompañaban Esperanza y Leoncia. Risueña dijo a
manera de saludo:
–Téngame confianza niña porque mis manos han
devuelto la honra a muchas familias.
Sumamente indignada, la señorita Amézcua, vocifera:
–¡Cuide su lengua Chona! Que está hablando con una
dama que no ha conocido obra de varón. Mi problema, en este
momento es otro.
–Sí, sí, mujercita. Ya me lo explicó “la ronca”, y no se
ofenda. A ver, dígame, ¿qué remedios ha tomado?
–Bueno, Leoncia me recomendó que comiera muchas
tunas coloradas y changungas.
–¡Jesús mil veces!, pero ¿en qué cabeza cabe Leoncia?
Eso la tapó más.
La pobre muchacha no hallaba dónde meterse de la pena.
–¡Oh! Vaya, yo lo hice de buena fe. Y como oí decir que
era un remedio pa’ soltar el cuerpo...
32
–Bueno, bueno, –interviene Chona la de Merano– ¡Rápido!,
pongan a cocer un puño de tamarindos con ciruelas pasas,
porque tía Andreyita, necesita una buena infusión; además unos
jitomates asados entre el rescoldo para ponérselos en las corvas;
también le voy a colocar unos chiqueadores de chaya con
adormidera, y saliva detrás de las orejas.
En estas condiciones transcurrieron otros tres días sin
ningún resultado positivo. La infeliz, cada vez se inflaba más, y
ya no soportaba los vestidos, por lo que permanecía cubierta
con una sábana y desparramada sobre la cama. Chona la de
Merano le practicó todos los remedios que conocía, y hasta se
le ocurrió retorcerle el pezcueso a una gallina prieta sobre su
vientre. Desconcertada por la falta de éxito comentó:
–Casi estoy por creer niña, que a usté alguien la quiere
perjudicar y le pusieron un trabajo negro.
–Pues ¡hágame la caridad de ayudarme Chona!
–¡Dios guarde la hora! –santiguándose– yo solo trabajo
lo blanco. Pero, quien sí está facultado es el señor cura Arceo.
Mándele avisar para que venga a desalojar al demonio. Usté,
por ser gente principal, no creo que se niegue.
–¡No faltaría más! yo soy la presidenta de la legión de
María, de las Agustinas Recoletas, y de las hijas del buen vivir.
Pues mándelo traer niña, porque le repito, esto es cosa
del demonio y de los negros.
La inocente señorita profesora, nomás pela los ojos
temerosa.
33
Eulogio llegó alarmado al curato. Y al enterarse el padre
Arceo del peligroso estado de la dilecta dama, me ordenó –ya
que en ocasiones yo fungía como su acolito–.
–Ándale Javierito, ayúdame con las cosas, y no olvides el
hisopo del agua bendita.
Y nos encaminamos a la casa de tía Andreyita.
–Pero ¡alma de Dios! esto le sucede a usted por ser tan
¡golosa!
–Pues sí, señor cura. ¡Qué vergüenza!, pero ¡hágame la
gracia de ayudarme! ¡Porque estoy con el Jesús en la boca!,
¡con el alma en un hilo! Bueno, ya no sé a qué santo bajar desde
que Chona la de Meráno me dijo que tengo puesto un trabajo
negro.
–¡Hija mía!, usted no debe creer en esas tonterías. Su
problema es digestivo únicamente.
–Pero señor cura; aquí hay un misterio, el cuerpo no me
responde. Ya cumplí 17 días sin evacuar.
Y no dejaba de quejarse.
–Esto es producto de la gula; uno de los siete pecados
capitales.
Y comenzó a rezarle y a llenarla de bendiciones.
–Le voy a poner del agua bendita especial, la del sábado
de Gloria.
Yo le acerqué el hisopo, sin comprender lo que estaba
ocurriendo. Y como la mujercita no dejaba de quejarse, el sacerdote
precavido, de una vez decidió ungirla con los santos
34
óleos. Esperanza y Leoncia, discretas, rezaban y lloraban en
silencio llenas de temor. Muy solemne dijo el señor cura:
–La misa de hoy la ofreceré por su alivio doña Andrea
Epitacia –y salimos–.
En el patio nos encontramos con Eulogio, el mozo, yo
mañosamente me rezagué para preguntarle:
–Oye, Eulogio, po’s ¿qué le pasa a tía Andreyita?
El hombre cuidando que nadie lo escuchara, respondió
en voz baja:
–Con la novedá que la doña no puede soltar el cuerpo.
–¿Que no qué? No te entiendo Eulogio.
–Po’s que la patrona tiene muchos días que no puede cagar.
–¡Ah! ¿y eso es peligroso?
–¡Po’s luego! Hasta se puede morir.
Quedé caviloso.
–Pues, me estoy acordando Eulogio, que una puerca que
teníamos se había inflado, y por más remedios que le hicieron
no se podía curar, y ya casi para morirse la arregló una curandera
a la que apodan “la perra” muy morena ella, y para mayor
señas usa dientes de oro.
–¡Claro!, es Martina “la perra”. ¡Yo la conozco!, vamos
con la patrona pa’ que se lo cuentes.
La señorita Amézcua me escucho casi sin aliento, y muy
esperanzada preguntó:
–¿Y tú crees muchachito, que esa mujer, Martina “la
perra” me pueda curar?
35
–¡Estoy seguro! Tía Andreyita. Le digo que yo vi cómo
salvó a la puerca.
–Entonces, ¡te encargo por lo que más quieras que vayas
por ella! Que te acompañe Eulogio, y que ¡Dios me ampare!
Regresamos con Martina “la perra”. Todo un personaje;
mujer de trenzas largas y voz grave; al hablar le brillaban los
dientes cubiertos de oro, carga una canasta grande llena de
tiliches y unos alambres de diferentes tamaños y grosor. Dice
con seguridad:
–¡Yo le intelijo a todo madrecita!, porque Nana Cutzi me
protege. Y si no quedo bien, ¡me escupe usté la cara!
Pidió un cazo atolero grande, que colocó sobre unas
paránguas –piedras grandes– con ayuda de Esperanza y
Leoncia, lo llenaron de agua y lo atizaron con mucha leña. La
señorita profesora nomás pelaba tamaños ojos intrigada y
nerviosa. Cuando el agua empezó a hervir, Martina “la perra”
echó dentro del mismo cualquier cantidad de yerbas al tiempo
que murmuraba:
–Cristo es mi pastor; y nada me faltará... No temeré mal
alguno, porque tú estarás conmigo.
Y se santiguaba repetidas veces. Cuando la pócima
empezó a hervir y a despedir fuertes aromas y vapores ordenó:
–Ahora sí muchachas, ¡quítenle la sábana!, la necesito
desnuda.
–¡Santa Bárbara doncella! –murmuró apenas la pudorosa
señorita– ¿Es necesario Martina?
36
–¡Es urgente madrecita!, ¿qué no se da cuenta que le
puede dar peritonitis? Y además, como hay que cargarla,
necesito cuatro hombres fuertes.
–¡Dios nos favorezca!, –gritó Leoncia– no pueden ver en
cueros a la señorita unos hombres. Ella, tan delicada de sus
partes nobles.
–¡Ni modo!, esto es asunto de ¡vida o muerte! –insistió
Martina.
–Bueno, –intervino Esperanza– por lo menos vamos a
cubrirla de ahí, de donde es mujer.
–Sí, Lancho, –dijo Leoncia– tía Andreyita es muy vergonzosa.
Acuérdate cuánto sufrimos cuando le tuvimos que poner
una lavativa, aquella vez que se llenó de lombrices.
–Además –agrega Esperanza– ella es ¡virgen! y jura que
no ha conocido hombre.
–¡Ni conocerá! –gritó Martina desesperada– ¡Y no sean
tercas!, que no ven que está a punto de reventar. Si esta mujer
se muere, va a quedar en sus conciencias.
Las fieles muchachas se miraban angustiadas, tronándose
los dedos y al borde de las lágrimas. De pronto la casi agónica
señorita Amézcua, manoteando y ante lo inevitable suplica:
–¡Sea por el amor de dios! Eulogio ¡ve por unos hombres!
–Que sean tres –opinó Martina– porque tú nos puedes
servir Eulogio.
Eulogio y yo salimos corriendo. Nos encaminamos al
molino más próximo y porque ahí trabajan varios hombres que
37
casualmente estaban festejando algo. Pues bebían aguardiente
muy contentos. Eulogio les explicó de lo se trataba pero nadie
quiso ir, ya que estaban disfrutando de su convivio. Eulogio
insistió, argumentando que se trataba de una obra de caridad,
pero que además tía Andreyita les daría más aguardiente y una
buena propina. De esa manera aceptaron convencidos.
Martina “la perra” ordenó a los hombres:
–¡Por ningún motivo deben abrir los ojos!, ya que si lo
hacen les saldrán perrillas; también les caerá la sal por siete
años, y sus almas se condenarán en el infierno.
Los molineros intercambiando miradas reveladoras
y juraron obedecer. Acto seguido, Martina “la perra”, muy
profesional explicó:
–La van a sujetar con mucho cuidado de los brazos y de
las piernas. Pero se apoyan con fuerza porque se les puede
caer en el agua hirviendo y le chamuscan las nalgas a la señorita
profesora.
De tal forma, el vapor empezó a penetrar por todas las
zonas aledañas, pululantes y adiposas de la venerable dama,
que casi inconsciente sudaba y trasudaba. Las abnegadas hijas
putativas no dejaban de rezar y de atizar el fuego. Inesperadamente
uno de los hombres, el más borracho, soltó a la infeliz,
quién cayó justo de nalgas dentro del cazo hirviendo y ha dado
un reparo y un grito espantoso que se escuchó en todo Nahuatzen.
Pero gracias a eso, se destapó de inmediato. Aunque
inevitablemente salpicó a todos. Huelga decir, que a los molineros
hasta la borrachera se les quitó. Uno chilló:
38
–¡Carajo!, esta pinche vieja ya nos cagó por todos lados.
Ya que, literalmente, quedaron todos charpiados y
cubiertos de un olor espantoso; pero fue el santo remedio,
pues de esa manera, la golosa señorita encontró el alivio. Y ya
no le importaba que todos la vieran tal y como llegó al mundo.
Estaba verdaderamente feliz, aunque por tanto esfuerzo y
sufrimiento, parecía una bellota desinflada.
Tía Andreyita juró y perjuró que no volvería a comer en
exceso que tendría recato al degustar los alimentos. En una
palabra, moderarse. Pero como bien reza la Biblia: “la carne es
débil”. Y ella, ante la “dura” experiencia decidió mantener la
amistad con doña Martina “la perra”, por aquello de que algo
se volviera a ofrecer.
39
San Luis Rey,
un santo de singular carácter
Yo le escuché contar a mi tía abuela
doña Hermelinda Ramos, madre de la
señorita profesora Clarita Zavala que en
Nahuatzen aproximadamente en 1927,
durante la llamada guerra cristera por orden oficial se cerró el
templo y no se permitía el culto religioso.
De tal forma que para celebrar misa, alguna boda (que fue
el caso de mis padres, a ellos los casó en privado el señor cura
Arceo en la casa de mi abuelo don Cristóbal Jaimes) bautizo
o cualquier acto creyente, lo hacían ocultos en el domicilio de
alguien del pueblo.
El sacerdote se presentaba con toda discreción vestido
de civil. Los anfitriones solícitos, improvisaban sobre un
mueble, el que cubrían con impecable mantel de lino o cuadrillé
exquisitamente bordado en punto de cruz, un altar con un
crucifijo, cirios y flores. Pero todos coincidieron en que faltaba
lo más importante, la imagen tan amada del patrono del pueblo
San Luis Rey que se encontraba en el altar mayor del templo.
Después de escuchar, y discutir diferentes opiniones, los fieles
se pusieron de acuerdo y decidieron sacar a hurtadillas del
templo a San Luis.
Bien, pero ¿cómo se haría el traslado? ya que la imagen
es de tamaño natural y resultaría difícil ocultarlo y conducirlo
hasta el lugar donde se refugiaban para llevar a cabo sus
ceremonias eclesiásticas. Entre los presentes se encontraba
don Herminio Amezcua, presidente de los hermanos de la
adoración nocturna, quien toma la palabra.
43
–Yo tengo la solución. Propongo que lo acomodemos en
una carreta cubierto con paja y rastrojo, y así nadie sospechará.
–¡Dulces nombres de Jesús, María y José! ¡De ninguna
manera! Protestó Ignacia la Rentería que era la presidenta de
la legión de María.
–¡Cómo vamos a llevar a San Luis Rey en una carreta
entre el rastrojo! como si fuera cualquier labriego. ¿En qué
cabeza cabe esa humillación a nuestro patrón Herminio? ¡Hasta
un rayo en seco nos puede caer!
Se escuchan murmullos desaprobando la idea. Don
Herminio mortificado trata de justificarse.
–Es una sugerencia Ignacia, yo no quise faltarle el respeto
a San Luis. ¡P’os cómo me juzgas mujer!
–¡Ay! Herminio, a ti te creo capaz de todo. Y más si ya te
echaste tus aguardientes…
–¡No seas criminosa Ignacia! Todos saben que estoy
“jurado”. Le prometí al señor cura Arceo que no beberé hasta
que Elpidia “la rodillona” me diga que me dará unos gemelitos.
Se escuchan risas maliciosas. Interviene Alfredo Avilés
“el Caramelo”.
–Bueno, bueno. Nos estamos divagando del asunto que
nos ocupa. Se me ocurre que la solución sería vestir a San Luis
como un paisano con sombrero y su gabán y lo montamos en
un caballo; ¡claro! muy bien amarrado.
Todos se miran dubitativos. Opina la Rentería:
–Es peligroso Caramelo se puede caer… además ¿cómo
lo van a sentar?
–Fácil, yo oí decir que tiene las piernas de goznes, o sea
que se le pueden doblar…
44
–¿Y qué tal si el caballo se desboca? ¿Ya pensaron en eso
Caramelo? –Temerosa–.
–¡P’os luego! ni que fuéramos tan mensos. Porque yo y
mi compadre Eusebio “el Colorado” vamos a ir junto a San Luis
también a caballo, pa’ cuidarlo.
Reacción de los presentes de aprobación. Habla Ignacia:
–Yo la mera verdad, considero que el señor cura no va a
estar de acuerdo en que disfracen de paisano a San Luis…
Miradas de todos entre sí temerosos. Interviene Eusebio
“el Colorado”
–P’os tope en eso. Y con el permiso del señor cura. Yo estoy
de acuerdo aquí, con mi compadre “el Caramelo” además
no dicen que: ¿en el amor y en los pleitos todo se vale? p’os
¡vamos! y ¡en el nombre sea de Dios!
Y de esa forma sacaron del templo de Nahuatzen al
venerado San Luis Rey.
Para no despertar sospechas ni exponerse a ser descubiertos
por las autoridades, constantemente cambiaban de
domicilio. Así las cosas, alguien les dio el pitazo que habían sido
descubiertos y los andaban siguiendo, por lo que acordaron
suspender por una temporada los actos de fe. Pasado un tiempo
considerable se volvieron a reunir en el último domicilio, y
ante el asombro de todos se percataron que la imagen de San
Luis ya no se encontraba en el sitio donde lo habían dejado.
Muy confundidos se dieron a la tarea de buscar en todos
los lugares donde se habían reunido, pero todo resultó inútil,
San Luis no apareció por ningún lado. Desconcertados se
cuestionaban sin encontrar respuesta, llegaron a suponer que
alguien, para protegerlo, lo había llevado a otro pueblo.
45
Clarita Zavala, que era entonces una niña de diez años,
pero desde siempre determinante y de carácter genuino,
decidió meterse por una ventana del curato al templo, y cual
va siendo su sorpresa al descubrir a San Luis en su sitio en el
altar mayor. Sin perder tiempo, corre en busca del señor cura
don Espiridión Arceo, que se encontraba organizando a un
grupo p’urhépecha en privado. Al enterarse de la sorprendente
noticia, el sacerdote se encamina de prisa con la niña Clarita
al templo, y se introducen por la misma ventana quedando
maravillado al ver al santo patrono en su lugar. Profundamente
conmovido sube al nicho y su asombro aumenta al descubrir
las plantas de los zapatos del santo cubiertas de barro y
hierba seca. El sacerdote turbado mira a la niña Zavala que lo
contempla interrogante al tiempo que pregunta:
–Señor cura Arceo, no entiendo; ¿por qué San Luis está
en su lugar y con los zapatos llenos de barro y hierba?
El clérigo permanece unos segundos reflexivo, y
suspirando amoroso toma de una mano a la niña y se sientan
en una banca al tiempo que le dice:
–Clarita, me consta que además de ser una niña inquieta,
eres inteligente. A ver, ¿tú cómo me lo explicarías?
La menor queda unos instantes reflexiva y dice:
–Bueno, señor cura, según mi entender, a San Luis no le
gusta estar fuera de su casa y se regresó por su propio pie. El
sacerdote sonríe y abrazándola subraya:
–Clarita, eso que acabas de externar se llama acto de fe.
Y estoy de acuerdo contigo.
¿Es solamente una leyenda rural? O como lo sugiere el
señor cura Espiridión Arceo ¿un acto de fe?
46
Ruán a los 33 años, con su hijo Virgilio de 6 meses de nacido
47
La “calidá” de la melcocha
omo ya lo referí, mi infancia transcurrió paralelamente
entre Nahuatzen, Michoacán, y el
C
Distrito Federal. Vivíamos en un barrio popular
de la colonia Morelos, muy cerca del castillo
negro de Lecumberri cuando funcionaba como cárcel.
Este barrio era un tanto ecléctico, entre otras cosas,
porque indistintamente aparecían vendedores ambulantes
pregonando su mercancía, dando la sensación de feria constante;
recuerdo con algarabía al hombre de las charamuscas
–dulces de leche y piloncillo en forma de trenzas–.
De pronto aparecían las coloquialmente llamadas Marías
que cambiaban tortillas duras por fruta –es muy posible que
de ahí venga el termino: “te pagan con tortillas duras”–. Invariablemente
llevaban sendas canastas muy bien surtidas, con
toda clase de fruta de la estación. Sin faltar los capulines, ciruelas
y naturalmente camotes cocidos que combinábamos con
leche y natas –a esta mezcla en Nahuatzen le decimos “manácata”–
y ¡cómo borrar de la memoria los chabacanos!, que
todos los niños reclamábamos, ya que después de degustar la
fruta y lavar perfectamente los huesos, los teñíamos de congo
amarillo o morado para jugar y echar “volados”.
Otro aspecto de la identidad del barrio era, que muy de
mañana pasaba un hombre arriando unas burras, a la vez que
profería:
–¡Ya llegó!, ¡ya está aquí, la leche de burra! La leche que
cura el empacho y la tos ferina. ¡La leche de burra! ¡Ándele
51
patrona, pruébela! Pa’ que se le ponga la piel suavecita y a su
novio se le antoje besarle los cachetes.
Alguna madre salía jalonando a su menor, casi siempre
llorando. El hombre a la vista del público ordeñaba a la burra.
Llenaba su cuartillo de lámina, y ahí mismo la tomaba el cliente
para que surtiera mayor efecto. ¡Órale doña! “calientita y al píe
del animal” y santo remedio.
Había una pareja por demás pintoresca de trovadores
que llegaba a la vecindad cantando versos. Se acompañaban
de un violín y una guitarra casi siempre desafinados, ofreciendo
los mejores azucarillos –pequeños conos de azúcar con miel
de colores– predominando el tono color de rosa encendido.
Y quien compraba tenía derecho a que le cantaran un verso,
que improvisaban con ingenua habilidad. Todos los presentes,
chicos y grandes escuchábamos entusiasmados, ya que en
dichos versos se hacía la descripción del cliente, y lo ingenioso
era resaltar las cualidades o defectos de la persona aludida, lo
que generalmente resultaba divertido, por ejemplo:
¡Ay! güereja tan pecosa
te venimos a cantar
que si sigues de noviera
un buen... susto
te van a enjaretar.
Lará, lará, lará, lará, lará.
52
Disfrutábamos enormemente con la ingenuidad y malicia
de los versos, y con ansiedad esperábamos nuestro turno. Todo
esto por cinco o siete centavos, ya que entonces se manejaban
monedas de dos centavos. Corría el año de 1947.
Por las tardes pasaba el merenguero. Entusiasmados
los chamacos corríamos para echar “volados”; mi hermano
Gildardo era muy hábil en ese arte –jamás descubrí si hacía
trampa– pero siempre ganaba y el pobre merenguero se iba
“despelucado” y con su tabla vacía en tanto que nosotros,
quedábamos felices con el montón de merengues que
devorábamos.
Desde que recuerdo me han gustado mucho las golosinas;
aunque me han acarreado algunos recuerdos de infausta
memoria, imposible olvidar la ocasión en que me encontraba
en la azotea haciendo mi tarea escuché el pregón de una voz
masculina:
–¡Cambio ropa usada por melcochaaa...! ¡Aquí está la
melcocha! Es de la buena, la de “calidá”.
Solamente de escuchar al pregonero, se me hacía agua
la boca –la melcocha es una mezcla de leche, canela, piloncillo
y vainillaque al cuajar se torna dura, parecida al turrón– ; la
llevaban en una caja de lámina que se colgaban al hombro
con una correa, y para despacharla la partían con un cincel.
Yo esperaba con ansiedad el momento en que el hombre
abriera la caja, ya que se desprendía un exquisito aroma
que era todo un poema. Debo aclarar que la melcocha no se
53
vendía, únicamente se cambiaba por ropa usada y la gente se
apresuraba con alguna prenda para hacer el trueque.
Rápidamente bajé y me encaminé al ropero de mi
mamá, pero, para mi mala suerte, estaba cerrado con llave.
Busqué alguna ropa y encontré mi suéter, pero no me atreví
¿cómo iba a cambiar mi suéter por melcocha? Además, era
el único que tenía. ¡Imposible! En mi desesperación descubrí
que en el tendedero se encontraba ropa secándose –“ahora sí
que había ropa tendida”– mañosamente me fijé si Clementina
estaba descuidada –Clementina era mi nana y lavandera– de
prisa jalé unos calzones y salí corriendo.
Ilusionado mostré la prenda al melcochero al tiempo
que preguntaba:
–¿Me los cambia por melcocha? –el hombre los revisó
protestando– estos ya están desjaretados y muy “cansados”
traite otro género pero que valga la pena. Fíjate bien chamaco
en la “calidá” de la melcocha abriendo la caja de donde se
desprendía un riquísimo olor a canela. Saboreándome le pedí:
–Oiga, deme una probadita.
–No. Hasta que vengas con los trapos. Y apúrate porque
ya me voy.
–No tardo –y salí corriendo.
Revisé nuevamente el tendedero, estaban las camisas de mi
papá, pero ahí si no me atrevía, ¡cuidado con la ropa de mi señor
padre! De pronto descubro un rebozo de seda que aún estaba
húmedo, sin pensarlo lo jalé del tendedero y salí de prisa.
54
El melcochero revisó cuidadosamente el rebozo y
comentó satisfecho:
–Ahora sí te voy a despachar bien.
Yo, juntando las manos las abrí ansioso. Me moría por
paladear el exquisito dulce. El hombre sirvió una porción y yo
reclamé:
–¡Oiga! ¡Qué poquita! ¡Deme más!
–Pero si te estoy despachando muy bien. Y es pura
“calidá”.
–¡Échele otro pedacito! ¡No sea miserable! –Insistiendo.
A regañadientes me dio un poco más. Feliz con mi golosina
me encaramé nuevamente en la azotea para disfrutarla a
solas. No me cambiaba por nadie, nomás me relamía y chupaba
los dedos; en esas estaba, cuando unos gritos me trajeron a
la realidad, era mi nana Clementina llamando a mi mamá.
–¡Doloritas!, ¡Doloritas!, ¡tú verás que alguien se acaba
de robar tu rebozo!
–¡Válgame dios!, ¿estás segura Clementina?
–¡Sí!, yo lo lavé y lo puse en el tendedero. –La nana
angustiada. –¡Es que no lo puedo creer! Yo no me he movido
de aquí. ¡Verdad de diosito!
–Cálmate mujer, y trata de recordar lo que hiciste.
Clementina queda cavilando.
–Bueno, fui a la cocina a ver como iba la comida, pero no
me tardé. ¡Te lo juro! Por la virgencita del Rayo que aquí en el
tendedero estaba el rebozo.
Y la infeliz rompió a llorar. Mi mamá sumamente indignada
murmuraba:
55
–¡No es posible!, ¡no lo puedo creer! ¡Mi rebozo de seda
de Paracho! Y ahora ¿cómo se lo digo a Prisciliano? Tanto que
le gusta que me lo ponga –razonando– ¿quién podrá ser el ladrón?,
¿quién pudo haber sido? –reaccionando– ¡Claro! ¿Cómo
no lo pensé antes? Fue la malvada de Rita.
–¿La hija de don Pedro?
–¡Esa misma! Siempre que me lo veía me lo chuleaba,
pero era de puritita envidia. ¡Condenada chaparra! ¡Gorda
cicatera!
Exclamaba mi mamá manoteando para todos lados.
–Ya me la imagino luciendo mi rebozo, pero ahora mismo
voy a darle la queja a su padre.
–¡No Doloritas!, es gente muy corriente. Tú no vayas.
Y ese viejo chicharronero te puede faltar al respeto –lloraba
enfurecida Clementina– déjame ir a mí, yo le doy de guantones
y la arrastro de las greñas por todo el patio de la vecindad. Sí,
eso voy a hacer.
Y no dejaba de llorar. En eso estaban cuando aparezco yo,
todo asustado. Me daba miedo el resultado de esa confusión.
Mi mamá me vio y comentó:
–Ni te imaginas Javierito, que la mustia de Rita, la del 14,
me robó mi rebozo de seda. Tuvo el atrevimiento de llevárselo
del tendedero. Es una hipócrita y se decía mi amiga. Con razón
siempre me dio “mala espina”. ¡Válgame dios! y ahora ¿qué le
voy a decir a tu padre? Y a propósito, ¿tú dónde andabas que
no te diste cuenta?
56
Con mis ocho años cumplidos y todo el sentimiento de
culpa, no sabía qué contestar. Las palabras se me hacían un
nudo en la garganta.
–Pues, yo, mamá... sabes... yo... fui...
–Sí, tú, ¿dónde fuiste?
–Fui a hacerle un mandado a mi madrina Alfonsinita.
–¿Y a dónde te mando tu madrina?
–A la botica del obrero, con don Sabino.
Mi mamá me observaba dudando y de pronto preguntó:
–¿De qué te embarraste la boca?
Sintiéndome atrapado pregunté:
–¿Cuál boca?
Intervino Clementina tocándome.
–Esta boca. ¡Alabado sea dios! ¡Pero si estás embarrado
de melcocha!
–¡Ah! ¿De modo que comiste melcocha?– comentó mi
mamá– y seré curiosa ¿quién te la dio?
–Pues mi madrina Alfonsinita. Como le fui a hacer un
mandado...
–¿Es verdad lo que estás diciendo Javier?
–Sí –conteste temeroso–.
–Vamos con Alfonsinita –tomándome por una mano–.
–Javierito –terció mi nana– no es bueno que un niño
ocasione problemas entre las personas mayores. Di la verdad,
doña Alfonsinita no te dio la melcocha.
Sentí más temor, ya que estaba a punto de ser descubierto.
No sabía a qué santo encomendarme. Mi mamá ordenó:
57
–¡Mírame a los ojos!
Fijó su mirada en los míos y adivinó mi agobio. Jamás he
olvidado la forma en que se transformaba el verde de sus ojos.
Profundamente avergonzado confesé:
–Sí, mamá, yo cambié tu rebozo por melcocha –conteniendo
el llanto– pero te juro que no lo hice por maldad; lo hice ¡porque me
gusta mucho!
–¿Por qué no me lo consultaste? El rebozo vale más ¡que
toda la caja de melcocha! Con razón llegaste “como el perro
que se tragó la manteca” y lo más grave, ¿cómo se te ocurre
meter en esto a tu madrina Alfonsina? Ella que es una señora
tan correcta y tan moral.
–¡Ay Doloritas! –interviene Clementina– y qué bueno que
no fui a maltratar a Rita, ella con su pecho sano.
–¡Cállate la boca Clementina! ¡Qué vergüenza! Y nosotras
mal hablando de la inocente. ¿Ves malvado muchacho todo lo
que pudiste haber ocasionado?
–Sí, mamá, ¡perdóname! Y si quieres voy por el cinturón
de mi papá para que me des una cueriza.
Me miró cumplidamente y murmuró conmovida:
–¿Y qué gano con pegarte? Ya no voy a recuperar mi
rebozo.
Se hizo una pausa pesada que rompió Clementina.
–¡Condenado melcochero! ¡Viejo abusivo! Mira que engañar
a mi muchachito, que ni se me aparezca por aquí porque
me va a oír la boca. Ven chiquito, vamos a la cocina. Te voy a
58
preparar una toma de “agua de contra espanto con espíritus
de golondrina” no te vaya a dar “chorrillo” por la bilis.
Le rogué encarecidamente a mi mamá Doloritas que no
lo comentara con mi papá, empeñando mi palabra que cuando
fuera grande y trabajara, le compraría un rebozo más bonito
que aquel, y además sería del color de sus ojos.
Me miró de una manera sencilla y dulce musitando:
–Ya veremos.
Seguramente jamás le trató el tema a mi señor padre,
porque en cierta ocasión escuché que le decía:
–Doloritas, te voy a llevar de paseo al campo, allá por
la Magdalena. Te pones tu rebozo, el de Paracho. Me gusta la
forma en que lo luces.
–Sí, lo voy a buscar, ya que no recuerdo dónde lo guardé.
Nuestras miradas se cruzaron y advertí una sonrisa que
implicaba cierta complicidad, que me recordaba mi deuda de
sentimiento. Combinada con el sabor agridulce de la melcocha
y al legendario pregonero exclamando:
–¡Cambio ropa usada por melcochaaa...!
59
Las zancadillas tempraneras
en la vida
uriosamente las imágenes y recuerdos de mi
C
niñez se han desdibujado al evocarlos, y es muy
posible que este relato no haya sucedido de tal
modo pero, así es como ahora lo recuerdo.
Aquello ocurrió una tarde de febrero del año de 1949
al salir de la escuela vespertina Ana María Berlanga. Me encaminaba
a la casa como era habitual, cuando fui interceptado
violentamente por dos hombres, agentes de la policía judicial,
que me mostraron unos papeles, asegurando que era una orden
de aprehensión, ya que estaba acusado de haberle ocasionado
quemaduras de alto grado a una niña, poniendo en
riesgo su vida.
La falsedad de semejante acusación me aturdió y me llenó
de pavor, yo era solamente un niño que recientemente había
cumplido nueve años. Verdaderamente aterrado lo negué,
a la vez que le suplicaba:
–¡Permítanme ir a buscar a mi papá! Pues se trata de una
confusión.
Los policías me miraban indiferentes. Uno me sujetó por
un brazo al tiempo que leía el papel:
–La orden dice muy claramente: el niño Javier Ruán
Jaimes. Y tú así te llamas, ¿o no?
Angustiado y al borde del llanto trataba de defenderme.
–Sí, señor, yo soy; pero ¡yo no he quemado a ninguna
niña! ¡Se lo juro! ¡Verdad de Dios!
El otro hombre intervino:
–¿También vas a negar que vives en la calle de Miguel
Domínguez 39 interior 3, aquí en la colonia Morelos?
63
–Eso sí es verdad, no lo niego; pero yo nunca he hecho
nada malo. ¡Esto es un error! Pueden preguntar en la escuela,
tengo buena conducta, y voy en tercer año.
Irónico habla el primero.
–Sí, lo de siempre, todos son inocentes, ¡cómo no!, ¡pues
ya te chingaste! porque esta noche duermes en el tribunal de
menores. ¡Y muévete!, ¡andando!
Los miré muy espantado, y en mi abatimiento y con todas
mis fuerzas, le di un certero puntapié en una pierna al tipo
que me sujetaba. Al impacto me soltó y corrí en dirección del
interior de la escuela tirando inevitablemente mis libros, mis
cuadernos y mi tintero nuevo que se estrelló contra el asfalto,
dejando una mancha azul. Los hombres desconcertados y
furiosos me siguieron, pero como era la hora de la salida los
alumnos entorpecían el paso. Yo, aterrado, casi volaba entre
los muchachos. Ya en medio del patio no sabía qué hacer. De
pronto, recordé a mi hermano Virgilio que cursaba el sexto
grado e imaginé que él evitaría la detención. De modo que
a subir escaleras, ya que los grupos superiores se encontraban
en el tercer piso. ¡Cuánta fatiga!, las escaleras parecían
interminables; y en efecto, eran bastante largas, ya que se
trataba de un edificio estilo europeo construido a principios
de 1900 por lo tanto, los techos eran demasiado altos. Estaba
muy agitado y respiraba con dificultad. Desde lo alto busqué
a los hombres, y los descubrí en el patio extraviados entre los
alumnos. Pero, justamente uno de ellos me identifica señalándome,
al tiempo que tomaba las escaleras. Corrí con más
64
temor hasta que logré llegar al salón donde encontraría a mi
hermano; cuidadosamente abrí la puerta y ante mi asombro,
el lugar estaba vacío, solamente un empleado hacía la limpieza.
Angustiado le pregunté:
–¿Y los alumnos?
El hombre sin voltear a verme masculló:
–Hace rato que se fueron.
Experimenté un sudor frío en todo el cuerpo, y curiosamente
recordé cuando mi tía Eloísa exclamaba: “y las alas
se me cayeron del corazón” ocultándome y a través de las
ventanas busqué a los policías, y ya no los vi por ningún lado.
Suponiendo que había logrado despistarlos me tranquilicé
momentáneamente. Así, permanecí oculto detrás de una
puerta durante largo rato y sin saber qué hacer, pensaba en
mi papá que por ser abogado seguramente podría arreglar
toda esta confusión. Pero ¿cómo avisarle?, ¿cómo salir sin que
me vieran los agentes? También pensaba en mi mamá que se
encontraba delicada en cama, apenas hacía unos días que había
nacido mi hermano Prisciliano y no debía mortificarla.
–¿Qué hago entonces?
Comenzó a oscurecer, intranquilo supuse que ya serían
más de las siete de la noche y tendrían que cerrar la escuela, de
modo que tendría que irme. Me invadió otro extraño temor,
recordé que contaban que en esta escuela aparecían espantos
por las noches, que se presentaba una horrible mujer rapada
toda de la cabeza gritando:
–Soy la pelona y vengo del panteón... y te exijo que
me devuelvas lo que me robaste... por más que te escondas
65
te voy a encontrar; ya estoy entrando en la escuela... ya voy
caminando por los pasillos... ya voy subiendo las escaleras... ya
estoy muy cerca de ti... ¡ya te agarré!
Di un brinco del susto y se me puso la piel de gallina. Ya
no sabía que me causaba mayor espanto, si los policías que
me buscaban o la tal “pelona”, y sin pensarlo más me eché a
correr con rumbo a la salida.
Ya en el zaguán de la calle observé en todas direcciones
y suspiré aliviado al comprobar que no estaban los agentes.
Decidido me encaminé a la vecindad por la calle de Lecumberri
y, justamente al cruzar la avenida Ferrocarril de cintura, viene
a mi encuentro mi hermano Virgilio, quien a manera de saludo,
me amonesta:
–Po’s ¿dónde andabas malvado flaco? ¡Ya es muy tarde!
y mi mamá está muy preocupada y me mandó a buscarte.
Al verlo sentí enorme alivio y lo abracé sollozando,
al tiempo que trataba de explicarle lo ocurrido. Era tal mi
angustia que no podía hablar, se me agolpaban las palabras en
la garganta. Él, desconcertado, intentaba tranquilizarme.
–¡Cálmate flaco!, Dime, ¿qué tienes?
Pero en ese mismo instante se detiene un coche junto
a nosotros y del interior descienden los agentes judiciales,
y sin más me sujetan por los brazos inmovilizándome y
vociferando molestos.
–¡Cabrón chamaco! Estás empeorando tu situación y
esto es muy serio.
–¡Un momento! –interviene Virgilio– Yo soy su hermano,
¿de qué lo acusan?
66
–Casi de nada, que aquí tu hermanito tiene instintos
criminales. Quemó a una niña de nombre Elpidia Faustina
Muédano.
–¡Eso no es cierto! –grité desesperado– yo no conozco
a ninguna Elpidia Faustina ¡y tampoco soy un criminal!
–Pues eso está por demostrarse, porque mañoso sí que
eres, o también vas a negar que me diste una patada en la
espinilla que por poco me fracturas la pierna, y dándote a la
fuga. Eso está penado porque yo represento a la autoridad.
–Eso sí lo hice, y lo volvería a hacer porque me da mucho
coraje que me endilguen algo que es falso.
–Bueno señores, yo les pido que tengan consideración,
pues se trata de un niño. Y no es porque sea mi hermano,
pero es derecho, y si él asegura que no lo hizo, es la verdad.
–Po’s, eso ya tendrán oportunidad de demostrarlo,
por lo pronto el chamaco se va con nosotros.
–¡Esperen señores! No tan a prisa. Yo sé que, para que
ustedes puedan detener a una persona, se necesita una orden
por escrito de una autoridad oficial.
–Aquí la tienes jovencito.
El hombre le muestra unos papeles que Virgilio lee
esmeradamente y devuelve.
–Señores, está claro que se trata de una confusión, yo
les suplico que nos ayuden.
Los agentes intercambian miradas características y uno
pregunta:
–Y ¿cómo quieres que te ayudemos joven?
–-No sé... –pausa– pueden decir que no encontraron al
niño, así nos dan tiempo a que mi papá se movilice.
67
El policía comenta irónico:
–¡Qué abusado! Y le sacan un amparo, ¿y a cambio de qué?
Yo miré angustiado a mi hermano, que sin mucho
pensarlo se quitó una cadena que llevaba al cuello con una
pequeña medalla, y se la ofreció asegurando:
–Es de oro; se llama La Milagrosa.
Uno de ellos la revisó, al tiempo que sarcástico informa:
–Po’s según parece, esta vez no te va hacer el milagrito.
Devolviéndosela.
–¡Es chafa! No vale nada, ni modo mi cuate no te podemos
ayudar. Y con tu permiso nos llevamos a tu carnal.
Virgilio afligido les ruega:
–¡Por favor señores, se trata de un niño! Háganlo por
caridad. Mi mamá está en cama muy delicada y esta noticia la
va a empeorar. No tengo porque mentir, acaba de dar a luz
y ha tenido muchas complicaciones, de verdad se encuentra
muy mal.
Los hombres escuchan totalmente indiferentes.
Uno ordena:
–¡Vámonos!, ya perdimos mucho tiempo.
Conduciéndome al automóvil, Virgilio se interpone
argumentando:
–Como se trata de un menor de edad, al menos permítanme
que yo vaya con él, para saber dónde va a quedar.
De mala gana uno de ellos dice entre dientes:
–Está bien, ¡vamos! –y abordamos el coche–.
Vagamente recuerdo las instalaciones de aquel tribunal
de menores –como entonces se les llamaba–. Era una casona
vieja que comunicaba a varios patios como claustros, y se
68
ubicaba –no tengo la certeza– en las calles de Balderas. Lo que
sí recuerdo aún con profundo dolor, el momento en que me
separaron de mi hermano Virgilio. Me miraba dolido, lleno de
rabia e impotencia. Sus ojos eran dos fuentes verdes a punto
de derramarse.
Fui conducido a una oficina inhóspita. Me recibió un
hombre maduro de aspecto desagradable, me preguntó mis
datos y tomó mis huellas digitales; también me ordenó que
me quitara toda la ropa para revisarme, como si se tratara de
un animal que van a comprar. Dada mi corta edad y la forma
en que yo había sido educado, ese tratamiento significaba
una terrible humillación que no pude olvidar en muchos
años; pero eso no fue nada, como dirían en mi pueblo eran
“rosas de castilla” comparado con lo que me esperaba en
ese repugnante lugar. Estoy hablando del año 1949 cuando la
mayoría de edad se adquiría hasta los 21 años; por lo tanto, la
población de los internos era muy variada y peligrosa, ya que
se encontraban auténticos delincuentes. No recuerdo con
exactitud el tiempo que permanecí en esa cárcel, pero desde
el primer día, fui descubriendo aspectos horribles de la vida.
Recuerdo que me enfrenté a un muchacho alto y robusto
de ojos azules –me recordaba a algún güero de rancho
de la sierra– tendría unos 19 años y le apodaban la Gringa, de
inmediato me amenazó:
–Deberás obedecerme en todo lo que yo te ordene, ya
que soy el amo en este territorio, y ni se te ocurra comentarlo
con alguna autoridad, porque de mi cuenta corre que ¡aquí te
pudres!
Libidinoso me acarició una mejilla.
69
–Pero si te portas bien, yo te protegeré de los demás...
“niño bonito”.
Me quedé aterrado, no podía entender ese mundo
sórdido que me estaba asignando el destino. Así las cosas,
entre todo lo malo tuve la suerte de hacer amistad con un
gordo muy simpático, le decían el Oaxaco y trabajaba en la
cocina, y al servir los alimentos me procuraba buenas raciones,
y él confirmó mis temores.
–La Gringa es un pervertido. Debes tener cuidado pues
quiere violarte y anda presumiendo de que no te le vas a
escapar. Como ya lo hizo con otros.
Me quedé horrorizado, puedo jurar que jamás había
experimentado tanto miedo, al grado de producirme pesadillas
y no poder dormir del temor a ser atacado en cualquier
momento.
Otro día me encontraba en el interior de la cocina con el
Oaxaco pelando papas. Cuando apareció la Gringa y se dirigió
directamente a mí, y en tono sarcástico exclamó:
–¡Pero miren quién está aquí! El niño bonito.
Yo lo miré paralizado.
–¡Pinche Oaxaco cabrón!, con que me quieres dar “matanga”.
¡No seas ojete!
El Oaxaco se atemorizó y justificándose contestó:
–¡Bájale pinche Gringa! El chavito está aprendiendo a
trabajar conmigo. En buena ley.
–¡Qué buena ley ni qué la chingada! Y te me vas largando
Oaxaco, porque este aguacate yo me lo echo en mi torta.
El Oaxaco lo mira indeciso.
70
–¡Órale! ¿Qué me ve güey?, ¡sáquese! Y me cuida la
puerta. No quiero que nadie me haga “mosca”.
El Oaxaco no se decide, pero la Gringa lo saca de un
empujón. Y lleno de lujuria me mira, percatándose del cuchillo
que yo sostengo en una mano, con el que estaba pelando las
papas. Y habla mañoso:
–Ten cuidado con ese cuchillo, te puedes cortar niñito.
Por instinto lo amenacé temblando de miedo.
–¡No me toques Gringa!, o me vas a obligar a hacer una
tarugada.
La Gringa sonrió, y con gran habilidad de un puntapié
hizo volar el cuchillo lejos de mí, al tiempo que exclamaba
furioso:
–¡Ah! De modo que este pinche niño me resultó más cabrón
que bonito. Y no quiere obedecer por las buenas, ¡pues
ahora te chingas! Y tendrás que hacerlo por las malas.
Y sin más me lanzó un fuerte bofetón que me hizo tambalear,
y un hilo de sangre escurrió por mi boca.
Sollozando le supliqué:
–¡No me hagas daño!
Me miraba sonriendo cínicamente, disfrutando de su
poder. A la vez que murmuraba:
–Que conste que tú me obligaste a que te pegara
“bonito”, yo no quería, po’s ¿cómo crees? De modo que ahora
sí vas a obedecer. ¡Quítate el pantalón!
Yo lo miraba aterrado sin obedecer.
–¡Que te encueres te digo!
Enfurecido y de un jalón me rompió la camisa y el pantalón,
y empezó a manosearme sin importarle mi llanto y mis
71
súplicas. Inesperadamente lanzó un alarido retorciéndose. Y
es que el Oaxaco le arrojó en la espalda un cazo con caldo hirviendo,
provocándole quemaduras peligrosas, obligándolo a
soltarme. Aullando como enloquecido intentó atacarlo pero
el Oaxaco lo detuvo amenazándolo con otro cazo de líquido
hirviendo.
–¡Acércate Gringa de mierda! Has de querer que ahora te
empareje el hocico.
La Gringa acobardado, retrocedió sentenciando:
–¡Te vas a morir! ¡Hijo de tu oaxaqueña madre!, ¡te vas
a morir!
–Sí, ¡como no! Cuando te alivies Gringa, nos veremos. Ya
me conociste y ahora sabes de lo que soy capaz.
Sale quejándose la Gringa. Yo, pasmado no daba crédito
a todo lo que había presenciado. El Oaxaco amistoso me ayuda
a vestir comentando:
–¡Pinche Gringa! está como loco. Es un abusivo. Y lo más
seguro es que andaba “pasado”.
–¡Gracias! Oaxaco. Eres re’ buen cuate. ¿Y no te da miedo
que la Gringa vaya a cumplir sus amenazas?
Me mira meditativo.
–Po’s la neta sí, pero ya era tiempo de que alguien le
parara “los tacos” y total, a ver de a como nos toca –sonríe–
aunque dicen que “nadie se muere en la víspera”. Además, que
con el caldo hirviendo que le sorrajé en el pulmón, va a pasar
un buen rato en la enfermería.
–Otra vez ¡gracias manito! Me espantó mucho pero
llegaste a tiempo.
72
–Lo que más me gusta, es que le jodí su plan. ¡Nomás
faltaba! ¡Gringa de mierda!
Yo lo miraba con enorme admiración y agradecimiento.
Al día siguiente me llamaron a la dirección, acudí temeroso
imaginando que era algo relacionado con la tal Gringa
pero ante mi sorpresa encontré a mi papá como siempre vestido
impecable de traje y corbata. Me miraba sonriendo yo, no
sabía qué hacer, me sentía muy apenado, no me atrevía a mirarlo
de frente. El director que era un hombre mayor, intervino:
–Anda Ruán, ¿no vas a saludar a tu papá? Dale un abrazo,
viene por ti. Debes saber que como abogado tuvo que trabajar
mucho, pero al fin logró demostrar tu inocencia. Ya estás en
libertad.
Lentamente me fui aproximando a él, y a medida que
lo hacía extrañamente su figura se amplificaba como una
estatua. No me cabe la menor duda, era un señor de fascinante
presencia. Me observaba amoroso, tratando de ocultar un
brillo de lágrimas en sus ojos que desbordaban dignidad. Nos
abrazamos espléndidamente en silencio. El director que nos
miraba conmovido, agregó:
–Bueno, muchacho, ve a quitarte el uniforme. Tu papá te
trajo ropa limpia.
Totalmente feliz y tomando la ropa expresé:
–No tardo papá. Con su permiso señor director –y salí–.
Ya en la calle caminando, y sin atreverme a mirarlo directamente
murmuré:
–¡Perdóneme usted papá!, ¡perdóneme por haberlo
mortificado!
73
Sentí una de sus manos en mi cabeza agitándome el
cabello como única respuesta. Y en tono afable preguntó:
–Reycito, ¿a dónde te gustaría ir a pasear?
Ilusionado pregunté:
–¿Ahora papá?
–¿Cuándo si no? Fíjate, la mañana está muy soleada.
–¿Pero usted debe ir a trabajar?
Habló en tono confidencial y jugando.
–Sabes, hoy no tengo ganas. De modo que vámonos de
“pinta” a Chapultepec.
Contagiado de la felicidad le propuse:
–Sí, ¡vamos! Y comemos tortas.
Justamente pasábamos frente a una tienda de dulces y
me preguntó:
–¿Quieres chocolates?
Moví la cabeza afirmativamente y entramos. Quedé
admirado de la gran variedad de dulces y chocolates.
–¿De cuales prefieres Javierito?
Sobre un mostrador había un enorme frasco lleno de
chocolates en forma de monedas doradas.
Señalando manifesté:
–De ésos.
Me compró un puño que fui disfrutando en su compañía.
Hoy que se ha convertido en un legendario recuerdo, todavía
saboreo aquellos exquisitos chocolates, y siento el calor de su
mano amorosa sobre mi cabeza, agitándome el cabello.
74
Ruán con su hijo Guillermo Antonio, entonces alumno
de la Academia Militar
75
El hombre que juró llorar hasta que
se le rompiera el corazón
Don Cristóbal Jaimes fue mi abuelo materno.
El clásico hombre michoacano de tierra caliente.
Alto y robusto, de pelo castaño rizado
y noble apariencia. Le faltaba el brazo
derecho que perdió cuando era joven trabajando en las minas
de Real del Oro. Era un personaje dicharachero y siempre
de buen humor. Amante apasionado de los juegos de azar.
Se cuenta que ganó y perdió una fortuna, entre otras cosas
un rancho que tenía en la meseta P´urhépecha. De esa forma
alardeaba:
–Los bienes son para remediar los males.
Sin duda un hombre fuera de serie. Amaba profundamente
a sus hijas María Dolores y Esperanza. Y de manera especial a
sus nietos, de quienes se sentía muy orgulloso.
Recuerdo como un especial acontecimiento cuando
llegaba a visitarnos a la capital. Infaliblemente se presentaba
cargando un enorme bulto, dentro del cual se encontraba un
borrego adobado –en Nahuatzen le llaman “tatemado”– envuelto
en ramas de nuríten –el nuríten es una hierba perfumada
que crece en la sierra– y manzanas. Al destapar aquel
manjar, todo el lugar se impregna de una exquisita fragancia.
Ha transcurrido más de medio siglo y todavía cuando percibo
el aroma a nuríten y manzanas, nuevamente aparece la infinita
presencia de mi abuelo don Cristóbal.
Él mismo nos comentaba el dolor tan grande que le causó
la muerte de su amada esposa doña Melitona Mercedes
79
Maldonado, cómo la lloró sin encontrar consuelo, en su desesperación
recurrió a su entrañable amigo Margarito Montaño.
–¡Entiéndeme Margarito! Siento como si mi vida se hubiera
desgarrado sin mi Melitona Mercedes, ¡y no me hallo!,
la mera verdad ¡no me hallo! Me imagino que soy como un caballo
sin brida, de esos que andan perdidos. De modo que te
encargo que nadie me interrumpa.
–Pero, ¡estás trastornado Cristóbal! ¿Cómo que te vas a
encerrar en la troje? y nomás pa’ dejarte morir.
–No te estoy pidiendo permiso Margarito, ya lo decidí,
voy a llorar de día y de noche hasta que se me rompa el
corazón. Y te repito: la vida sin mi Melitona Mercedes no tiene
el menor interés.
Margarito lo mira impotente.
–Ta’ bien hombre, será como tú dices.
–Y abusando de tu buena amistad Margarito, necesito
que me hagas otro favor.
–Tú dirás, Cristóbal.
–Como lo más seguro es que se me truene el corazón,
quiero que me hagas la caridad de enterrarme junto a mi
Melitona Mercedes.
–Po’s si esa es tu voluntad, así lo haré Jaimes.
–¡Ah! Pero lo más importante. En el tapanco está la madera
pa’ mi caja. La vas a reconocer porque ya está preparada,
solo falta ensamblarla. No me vayas a quedar mal, porque yo
personalmente fui al cerro del Capén a escoger un encino, y
llevé la madera a Paracho pa’ que la laquearan.
80
Los ojos de Margarito se humedecen.
–Sí, pues, Cristóbal, cumpliré tu encargo.
Los hombres se miran controlando su dolor y se abrazan
en silencio. Acto seguido, el agobiado viudo entra en la
troje y está a punto de cerrar la puerta cuando la voz de Margarito
lo detiene.
–¡Tente ahí Cristóbal Jaimes!
–¿Qué pues?
–Po’s que como somos cristianos, me haces el favor de
rezar el “yo pecador” no quiero que andes por ahí resollando
después de muerto.
–Sí, pues.
Solemne se santigua y cierra la puerta tras de sí. Refería
don Margarito Montaño que solamente se escuchaban los
llantos y sollozos, y de cuando en cuando unos golpes secos
contra las paredes que hacían suponer que don Cristóbal se
castigaba como si fuera un penitente. Pues lloraba sin parar
y por largo tiempo. Que él y todos en la casa estaban muy
asustados. Nomás con el alma en un hilo y tronándose los
dedos. Las mujeres de hinojos y con rosarios entre las manos
rezaban temerosas. Así pasaron dos días con sus noches.
Sorpresivamente la puerta de la troje se abrió y apareció en
el marco don Cristóbal, notoriamente fatigado y con su única
mano maltratada y manchada de sangre, limpiándose los ojos
al tiempo que decía su amigo:
–Con la novedá Montaño, que por más que lloré no se
me rompió el corazón, entonces pensé: debo aplacarme y de-
81
jar de chillar, porque según mi entender, dios nuestro señor
quiere que yo siga viviendo. ¿Verdá tú?
–Sí pues, Cristóbal –sonríe– ya vimos que dios no cumple
antojos, ni endereza jorobados.
–Además, ¿yo qué puedo hacer ante lo imposible? Y mi
Melitona Mercedes que en gloria esté, po’s ya no me necesita.
Por lo tanto yo debo seguir en la vida –santiguándose– ¡y en el
nombre sea de Dios!
Y como él había leído en la Biblia “que no es bueno que
el hombre viva solo” y era muy respetuoso de la religión, sin
pensarlo más se “arrejuntó” con doña Cayetana, la de Paracho,
viuda también. Una mujer frondosa, de hermosas trenzas
largas y coqueto mirar. Envuelta siempre en un rebozo azul rayado
que tenía las puntas de seda.
Así las cosas, don Cristóbal ya más tranquilo comentaba
con su inseparable amigo:
–Ya ves Margarito, como para dios no hay imposibles.
Pues te manda el frío según las cobijas.
–Eso veo, ¡dios no desampara a nadie! Y por el momento
la madera de tu caja seguirá esperando en el tapanco.
–¿Cuál es la prisa? –bajando la voz– te confieso Margarito,
que desde que me arrejunté con Cayetana, siento como si
me hubieran “podado”, y tocante a la madera que está en el
tapanco, si tú te “pelas” primero, te la paso.
–¡Dios te socorra Cristóbal Jaimes!
Y reían divertidos entre tragos de aguardiente.
82
Pero como en la vida no todo es dulzura y felicidad, a don
Cristóbal algo le preocupaba, y lo comentaba con su mujer:
–Tú verás Cayetana, que siento como que no encuentro
acomodo. Como si anduviera sobre ascuas, y no sé por qué.
–Ya lo había notado don Cristóbal. Y me tiene usted con
pendiente, pues lo miro como pollo recién comprado. No le
vaya a dar la alferecía. Lo que necesita es que le haga una limpia
con albahaca y le truene los huesos.
–¡Nada de limpias! –Reaccionando– Lo que yo necesito
es ver a mis muchachos. Hace mucho que no estoy con mis nietos.
De modo que vámonos a la capital Cayetana, pepena tus
tiliches, lo más necesario porque pelamos gallo para México.
De modo que don Cristóbal se estableció en la colonia
Morelos. Justamente en la esquina que formas las calles de
Ferrocarril de cintura y Mineros. Abrió una pequeña tienda de
abarrotes y le puso por nombre La Esperanza. Solicitó el permiso
de mi papá Prisciliano para llevarse a dos de los nietos
menores.
–Para que aprendan a trabajar y a ganarse el pan –decía.
Y así fue como mi hermano Emilio y yo fuimos a vivir
con él y su mujer doña Cayetana la de Paracho, a quién en
seguida le tomé mucho cariño, pues además de consentirnos,
diariamente nos preparaba deliciosas comidas estilo Michoacán,
entre otras cosas, tortillas calientes hechas a mano,
sin faltar un molcajete con chile pasilla. Sin duda de ahí nació
mi afición por el picante. Fueron días dignos de remembranza
que transcurrieron sin sentir.
83
Entre una cosa y otra, un 12 de diciembre pasaba mucha
gente frente al negocio. Peregrinos con rumbo a la Basílica de
Guadalupe llevaban flores, cirios, veladoras, y cantaban acompañados
de bandas de música y mariachis. Una auténtica fiesta
en grande. Todos estábamos muy contentos, de pronto, entraron
en la tienda dos hombres a “medios chiles”, o sea notoriamente
borrachos, pidieron cervezas. Emilio y yo los atendimos
en el mostrador. Fueron varias las que tomaron y mi hermano
comentó:
–Hay que estar abusados porque estos tipos ya están
“pedos” y luego se ponen necios.
De tal forma llegó el momento de pagar, uno de ellos me
dio un billete de cinco pesos y al entregarle su cambio reclamó
groseramente que su billete era de diez pesos.
–¡No señor! Aquí está su billete –mostrándolo– es de
cinco pesos.
Total que se armó la discusión, intervino Emilio.
–No sea mentiroso, ni abusivo. Yo vi cuando le dio a mi
hermano el billete de cinco pesos.
El borracho ladino gritó:
–¡Ni madres! Mi billete era de diez pesos. Lo que pasa
que ustedes están en contubernio y son unos ¡pinches rateros!
Mi abuelo, que atendía a otras personas, al escuchar
esto sumamente indignado saltó del mostrador, y tomando al
hombre por las solapas con su única mano lo zarandeó con
mucha fuerza impactándolo contra una pared, a la vez que
vociferaba:
84
–¡Para tu carreta cabrón! A mis muchachos, ningún hijo
de la chingada les dice rateros. Y sorpresivamente sacó de la
cintura una pistola amenazándolos:
–Y se me van largando antes de les parta toda su rechingada
madre y los deje como coladeras.
Fue tanta la sorpresa y el miedo de los sujetos que salieron
corriendo. A decir verdad, yo estaba perplejo de descubrir
la habilidad y fuerza de mi abuelo, quien nos observaba e
hizo una seña para que nos acercáramos a él. Poco apoco me
aproximé a esa figura que yo veía estatuaria. Y sin explicarme
cómo ante mis ojos se ennoblecían sus canas, lleno de energía
habló con voz firme y precisa:
–¡Marquen mis palabras criaturas! jamás permitan que
alguien los humille. ¡Sea quien sea! Hay que estar siempre
abusados por si algún vivo los quiere sorprender, ¡gánenle!
El que pega primero pega dos veces. Y ¡cuidado! a los Jaimes
nadie nos pone la pata encima. ¡Nomás faltaba!
A la vez que soltaba sonoras carcajadas.
–¡Infelices pelados! Qué susto les di, hasta la borrachera
se les quitó, y seguro que hasta se cursiaron.
Y no paraba de reír y nosotros con él. ¡Honor a mi abuelo
don Cristóbal! Por su temple y sabiduría. Debo subrayar
que su imagen fue como una protección que me acompañó
durante mi infancia.
Y de esa manera transcurrían aquellos días de mi niñez
en la Ciudad de México.
85
Algo que disfrutaba enormemente era cuando salía con
doña Cayetana al mercado de Tepito, me procuraba amorosa.
–Acompáñame muchachito, tú verás que tengo ganas
de bobear y ver tiliches.
Yo iba de buena gana, pues sentía una especial atracción
por esos barrios populares. Perennemente regresábamos con
zapatos y ropa usada que adquiría doña Cayetana. Y por el
camino me compraba una rebanada grande de papaya con
chile piquín y limón. Había tomado por costumbre detenerme
en el cine Acapulco, disfrutaba mirando los carteles que
anunciaban las películas con fotos de los actores. Yo ya tenía
un rostro muy identificado, así que siempre buscaba el de Elsa
Aguirre, hermosa muchacha de labios carnosos. Y permanecía
por mucho tiempo contemplándola; de pronto, descubro una
cara nueva de mujer, de grandes ojos verdes y un mechón
blanco en el pelo que le surgía a la altura de la frente. En los
carteles anunciaban Han matado a Tongolele las fotos eran
muy sugestivas y seductoras. Me entusiasmó la posibilidad
de ver la película para conocer a Tongolele, llamé a doña
Cayetana para que viera los anuncios. La ingenua mujer como
no sabía leer, sólo se limitó a mirar las fotografías intrigada.
Para entusiasmarle le dije:
–Parece que es una película con música y canciones que
deben ser muy bonitas.
La mujer quedó contemplativa y comentó:
–Yo, solamente fui una vez al cine en Paracho, a ver
la vida de Juan Diego, y cuando se le aparecía la virgen de
Guadalupe me la pasaba llorando.
86
–No, doña Cayetana, esta es diferente. Y según se ve
tiene música y bailables. Usted dígale a mi papá Cristóbal para
que nos traiga.
Quedó considerando, ya que en el pueblo no había cine,
y solo en ocasiones llegaban unos gitanos con un proyector y
se improvisaba el cine en el curato. Y por lo general se trataba
de historias de vidas de santos como la de Genoveva de Brabante
o temas bíblicos.
Durante la comida le rogamos al abuelo que nos diera
permiso de ir al cine, que iríamos a la primera función.
–¿Solos? De ninguna manera. ¡Los vayan a nalguear!
–Entonces vamos a llevarlos don Cristóbal. Los niños se
han portado bien, yo creo que es una película bonita y usté
verá que en los cartelones sale una señorita muy simpática.
Con estos argumentos no fue difícil convencerlo, y
como buen hombre provinciano se entusiasmó y externo:
–Está bien, que los muchachos se pongan su suéter, y
vamos.
Emilio, curioso me preguntó:
–¿Estás seguro que dejan entrar a los niños?
–¡Ah dio! ¿Y por qué no? Si sale la Tongolele.
–Y esa ¿quién es?
–Po’s ¿cómo qué quién?, po’s la Tongolele, y está re’
bonita.
Llenos de entusiasmo nos dirigimos al cine Acapulco
me extrañó que el empleado que recibe los boletos al vernos
preguntó:
–¿Qué, también van a entrar los chamacos?
87
Mi abuelo, sin entender la pregunta contestó afirmativo:
–Son mis muchachos, no dan lata. Además yo los cuido.
–Po’s pasen.
Nos compraron palomitas de maíz y muéganos, y nos
sentaron en medio de los adultos. Debo confesar que desde
siempre al encontrarme dentro de un cine me producía una
dulce ensoñación, sobre todo en el momento en que se apagaban
las luces y se corrían los telones con sus cortinajes para
descubrir la pantalla, sentía que daba inicio un hechizo fascinante.
En esta ocasión la música tropical y la presencia de la
protagonista, una joven atractiva, de pequeña estatura parcialmente
desnuda. Se escuchan silbidos de admiración y expresiones
efusivas masculinas provenientes de la “gayola”. Yo, la
verdad estaba gratamente sorprendido y feliz, todo era novedoso,
mi primera experiencia en algo semejante. Emilio mi hermano
discretamente me daba codazos también asombrado, y
cuando la señorita Tongolele estaba en lo más sensual de su
numerito, sentí la mano de mi papá Cristóbal que me cubría los
ojos al tiempo que exclamaba:
–¡Válgame dios Cayetana! ¡Pero qué indecencia! Niños
cierren los ojos. Esto no es espectáculo para menores. Esta
mujer está casi desnuda. ¡Qué inmoralidad!
Sumamente escandalizado continuaba vociferando:
–No entiendo cómo las autoridades permiten esto.
¡Cierren los ojos!
Claro que yo, mañosamente, veía a través de los dedos
pensando: “me creen tonto” y tomándonos por las orejas,
nos saca de la sala reclamándole al empleado de la puerta:
88
–¿Cómo es posible que esa mujer baile casi encuerada?
Y que las autoridades no lo prohíban.
El hombre a manera de justificación contestó:
–¿Y yo qué culpa tengo? ¿Por qué no se fijó que era una
película para adultos?
Sin escuchar, mi abuelo nos sacó del cine. Doña Cayetana
notoriamente asustada murmuraba:
–¡Dulces nombres de Jesús, María y José! ¿Qué no será
esto el anticristo? –santiguándose– yo creo que esta gente no
tiene religión. Mañana temprano voy a llevar a estas criaturas
a la iglesia de San Antonio a que les impongan manos. Para
que no vayan a tener visiones.
Mi abuelo resoplaba y se limpiaba el sudor de la frente
con su paliacate murmurando:
–¡Cállate la boca mujer! No quiero ni pensar que Prisciliano
o Doloritas se vayan a enterar, capaz de que nos pierden
el respeto. Y que esto te sirva de experiencia, para que otra
vez te informes primero de que película se trata. ¿Pero en qué
cabeza cabe? ¿Cómo se te curre traer a estos inocentes a ver
tales indecencias?
Y no dejaba de amonestarla. Emilio y yo nos mirábamos
interrogantes. Y la verdad no entendía la indignación de mi
abuelo, ya que la señorita Tongolele estaba re’ bonita, y tenía
especial gracia para bailar. Pensaba:
–Pero, ¿qué pero le ponen?
Y por largo tiempo guardé su imagen en mi mente, pues
se trataba de una hermosa muchacha que bailaba mostrando
sus encantos y la apodaban Tongolele.
89
Profesora Clarita Zavala Ramos
Nació en Nahuatzen Michoacán el 8 de febrero
de 1907 y falleció en Zamora el 8 de marzo
1999. Dama de gratísima memoria. Surge
en mi reminiscencia aún joven, seguramente
tendría unos 43 años. Esto sucedía por 1950, de aspecto siempre
optimista, de genuina presencia y cálido mirar. Había algo
que la caracterizaba especialmente, acostumbraba mirar directamente
a los ojos, jamás evadía la mirada. Alguna vez la
escuché decir:
–Hay que desconfiar de la gente que al hablar no mira de
frente.
Por eso tenía el don de subyugar con su mirada color de
miel. No usaba maquillaje, simplemente un poco de polvo de
arroz en las mejillas y ligeramente coloreaba sus finos labios
con un carmín discreto. Recuerdo que alguna vez le pregunté
interesado por lo bello de su rostro:
–Tía Clarita, me intriga el bonito color de su cara y el brillo
de su piel. Usted seguramente debe tener algún secreto
para lucir tan agraciada.
Una sonrisa se dibujo en su rostro y con legítima coquetería
respondió:
–Ningún secreto jovencito, simplemente agua y jabón, y
dios pone lo demás.
Ambos sonreímos de buen grado.
Fue autodidacta. Le apasionaba la lectura, preferentemente
los místicos, como san Juan de la Cruz, santa Teresa de
Jesús, san Agustín, o sor Juana Inés de la Cruz. Alguna vez que
93
llegué a visitarla se encontraba arreglando sus macetas con
hermosos malvones, entre las manos sostenía una pequeña
regadera, coloquialmente le pregunté:
–¿Qué hace tía Clarita?
De buen humor contestó parafraseando a los místicos:
–Pues aquí, tú verás, entre las “azucenas olvidada”. “De
mis soledades voy, y a mis soledades vengo...”
Yo quedaba agradablemente sorprendido de sus respuestas,
de su forma tan genuina para confrontar su realidad.
Vivía solamente con su mamá, la tía doña Hermelinda
Ramos, ya que su hermano el doctor Cruz Zavala, emigró y
se estableció en ciudad Delicias, Chihuahua, y extrañamente
ninguna vez regresó.
El mundo de la profesora Zavala lo conformaba la docencia,
ya que prácticamente estaba dedicada de tiempo completo
a la enseñanza. Tal vez era su refugio o ¿alguna forma de
evadirse de su soledad? Inevitablemente yo me cuestionaba
¿porqué una mujer con tantos atributos no se había casado? A
veces las respuestas llegan solas. En cierta ocasión, advertí que
me observaba cuidadosamente y comentó suspirando:
–¡Válgame Dios! cada día te pareces más a mi primo
“Pichito” –que así le decían en la familia a mí papá Prisciliano–.
–Sí, eso me han dicho tía, que me parezco a mi papá.
–Pero ¡si eres su vivo retrato! –abstraída– ¿Tú sabes que
fui su musa?
–¡Qué agradable noticia tía Clarita! Cuénteme ¿cómo
sucedió?
94
Hizo una pausa, y sus ojos se iluminaron con un brillo
diferente.
–Bueno, además de parientes, entre nosotros se dio
una bella relación... amistad quiero decir, y curiosamente nacimos
el mismo año, es decir en 1907. –Pausa reflexiva– bien,
Pichito había tomado por costumbre pasar a saludarme por
las tardes después de su clase de música con el maestro don
Fidel Jurado, por lo tanto traía consigo su violín. Mi primo
es un magnifico conversador, me encantaba escucharlo, me
confiaba sus ilusiones; soñaba con ir a la ciudad de México
a estudiar formalmente en el conservatorio, deseaba superarse,
le apasionaba estudiar, era incansable. Yo disfrutaba
enormemente con su presencia. –Pausa– mientras hablaba
su rostro se transformaba, y con enorme emoción me tomaba
de las manos y me trasmitía su frenesí, advertía en sus ojos
una mirada ausente, sus aspiraciones lo llevaban lejos, muy
lejos... y justamente en uno de esos momentos me hizo una
sutil promesa:
–Prima, yo te voy a inmortalizar en una melodía, será un
hermoso vals que hablará de tus encantos, pero sobre todo
de lo bello de tu mirar. Se llamará simplemente Clara, así sin
diminutivos.
Lo miré arrobada, sentía cómo vibraban sus manos entre
las mías. Profundamente conmovida musité:
–¡Gracias! Pichito ¡Muchas gracias!
Él no dejaba de sujetarme las manos, y amoroso agrega:
95
–Clara, no tienes nada que agradecer. Te escribiré el
vals en testimonio de amor, del gran amor que desde siempre
he sentido por ti.
Se miraron largamente, y sus rostros se fueron aproximando
estaban a punto de unir sus labios cuando ella interpuso
una de sus manos diciendo:
–¡Por Dios! Prisciliano. Estamos olvidando que eres un
hombre casado.
–Desesperado– Pero no te das cuenta de que es precisamente
él, ¡Dios! quien ha permitido que este amor surgiera
entre nosotros. ¡Acéptalo!
–Dolida– ¡De ninguna manera! El matrimonio es un sacramento
y yo soy muy respetuosa de mi religión. Acepto muy
honrada el tributo que me brindas en una obra musical por tratarse
del producto de tu creatividad en la que creo sin la menor
duda, pero nada más.
Prisciliano la contempla amoroso, y respetuoso toma
una de sus manos y la besa musitando:
–Antes de irme a México vendré para que escuches tu
vals, amadísima Clara.
La profesora lo mira alejarse sus ojos ahora son dos
fuentes de mil a punto de desbordarse.
–Conmovido– Tía Clarita, ¡Qué hermosa historia de amor!
–pausa– pero, dígame, ¿usted lo quería? ¿Estaba usted enamorada
realmente de su primo Prisciliano?
–Y ¡cómo no amarlo, era el sol de mi vida!, pero no debía
traicionar a mi amiga Doloritas, a tu madre. Aunque hubiera
96
podido, ya que estuve a punto de sucumbir, pero jamás me
lo hubiera perdonado. Así, siempre podré verla a los ojos, de
frente. Como a mí me gusta mirar a la gente.
–¡Pero renunció al amor!
–Cierto, ¡al gran amor! ¡No a un amor cualquiera! Pero
también me respeté a mí misma. Es posible que algún día, nunca
se sabe, el destino te ponga ante un dilema semejante y
comprenderás que escoger significa renunciar.
Se hace una pausa larga. Era evidente el sufrimiento
que le producía el recuerdo amoroso, rompiendo la tensión
pregunto:
–Tía, ¿llegó usted a conocer su vals?
–Sí, –su rostro nuevamente se ilumina por la evocación–
Lo tengo presente como si fuera hoy, se va a convertir
en mi mejor recuerdo. Sucedió una tarde lluviosa en pleno verano,
se presentó con su inseparable violín, venía empapado
por la lluvia.
–Pichito ¡por dios! mira como vienes, te vas a resfriar.
–No tiene importancia prima, necesito que conozcas tu
vals, ya casi está terminado.
Frenético abre el estuche, saca el violín y el arco, y procede
a colocarlo bajo su barbilla hablando con notoria emoción.
–Clara querida, por favor, siéntate. Quiero que escuches
mi homenaje a tu belleza.
La profesora Zavala toma asiento en elegante poltrona.
Aguarda atenta, de pronto se escucha una dulce melodía de
corte clásico, ejecutada con singular intuición. Clarita placen-
97
teramente impactada no pierde de vista a Prisciliano que se
balancea delirantemente haciendo vibrar el arco sobre el violín,
la melodía va adquiriendo mayores dimensiones, la joven
profesora notoriamente feliz no aparta los ojos del intenso
ejecutante que se encuentra ya con el cabello revuelto y la
frente constelada de gotitas de sudor. Se escucha el acorde
final. Prisciliano con el violín en la mano izquierda y el arco en
la derecha se inclina respetuoso ante la musa amada. Clarita
al borde del llanto se pone en pie aplaudiendo a la vez que
exclama:
–¡Es un vals maravilloso! ¡qué interpretación! ¡Mil y mil
gracias! Primo Pichito estoy impactada por tu talento y por haberte
inspirado esta bella melodía.
–No te debe sorprender amadísima Clara, es el producto
del amor.
Sus miradas se cruzan amorosamente, ambos tratando
de ocultar sus verdaderos sentimientos. Él guarda el violín y el
arco dentro del estuche, con su pañuelo se limpia el sudor del
rostro al tiempo que dice:
–Mañana salgo para México. Algún día te haré llegar la
partitura de tu vals con una dedicatoria íntima. ¡Es una promesa!
Se miran largamente y siguiendo un impulso irrefrenable
se abrazan amorosamente, como si ese abrazo los uniera por
siempre. Prisciliano la besa en la frente y se separan. Ella hace
grandes esfuerzos para que las lágrimas no broten de sus ojos
musitando:
98
–Pichito, prométeme que te vas a cuidar.
Él asiente con la cabeza, la emoción no le permite hablar.
Se ahogan las palabras en su garganta. Toma su estuche y se
encamina a la salida, la voz de Clarita lo detiene:
–Prisciliano– él haciendo medio mutis– te encomendaré
a San Luis. Tenlo presente. Él, como soldado que es te protegerá
con su espada siempre.
El joven enamorado sonríe y sale. Clarita lo mira alejarse,
las lágrimas asoman a sus ojos surcando sus mejillas.
En el año de 1954, para las fiestas de San Luis yo debía
salir de moro, y mi tía Clarita me hizo notar:
–Tú Javiercito vas a ser el anturco, el capitán, que es el
que dirige a todos los moros y va al frente, por lo tanto debes
ser el más elegante. Es la tradición que los moros lleven el rostro
cubierto con pañuelos de seda y yo te voy a bordar una
mascada como no habrá otra igual.
–Gracias tía Clarita.
Efectivamente, me bordó en un lienzo de seda y en punto
de cruz una hermosa mascada con figuras de pavorreales
y mi nombre en elegantes letras de caligrafía. Una verdadera
obra de arte que después de 55 años aún conservo.
Alguna vez en la casa de la ciudad de México, comentando
con mi papá Prisciliano la hermosa experiencia que viví
cuando salí de moro, y revisando las mascadas que me regalaron,
llamó su atención la tela bordada con pavorreales y gratamente
sorprendido externo:
99
–¡Qué hermosa obra! ¿Quién la hizo?
–Mi tía Clarita, la profesora Zavala. La bordó especialmente
para mí.
Don prisciliano tomó la prenda entre sus manos como si
se tratara de un preciado tesoro, la contempló murmurando:
–¡Naturalmente! solo ella podía haber hecho esta filigrana.
–Entrecerró los ojos musitando para sí– ¡Clara!... ¡Clarita!...
Debo subrayar que don Prisciliano no volvió jamás a Nahuatzen.
Ni siquiera cuando se casó su hijo Gildardo, discretamente
encontraba pretextos, lo más que se aproximó fue
hasta Uruapan. Intrigado en alguna ocasión tratando de ser
prudente le pregunté:
–Papá, ¿no ha pensado usted en la posibilidad regresar
alguna vez a Nahuatzen?
Su rostro se transformo por la ilusión, pero con resignada
convicción contestó:
–Sí, ¿por qué no? algún día...
–¿Cuándo?
–Cuando muera.
–No diga usted eso papá.
–¿Por qué no? Somos mortales. Además lo tengo señalado
en mi testamento. Es mi deseo descansar para siempre en
Nahuatzen, y por supuesto, rendirle el tributo a mi tierra.
Y así fue, el 25 de abril de 1960 falleció, y como era su
voluntad los funerales se llevaron a cabo en nuestro querido
Nahuatzen. La profesora Clarita Zavala se presentó ataviada
de riguroso luto, viuda sin nombre y sin tacha. Para presentar
100
sus condolencias a su amiga Doloritas Jaimes, viuda verdadera
de Prisciliano Ruán Rentería, a la que entonces y siempre pudo
ver de frente. Imagino ver a Clarita Zavala en su esplendida madurez,
envuelta en su luto íntimo y eterno que afilaba su alma.
Enigmática Electra de la meseta p’urhépecha, musa intocada
de Prisciliano Ruán.
Puedo asegurar que la señorita profesora Zavala amó
la docencia, fue guía de varias generaciones y dama generosa
con mayúsculas. Indiscutiblemente posee los atributos para
ser una figura emblemática de su amado Nahuatzen.
101
...Y era de negro
como ella se vestía
“Las estrellas me apartaron un sitio, en sus orbitas mismas”
Walt Witman
Prisciliano Ruán Rentería era el nombre completo
de mi señor padre. Tendría entonces 37 años.
Fue un hombre sobresaliente, inusitadamente
atractivo y de fuerte carácter. Contrastando con
una especial sensibilidad. Abogado de profesión, y por las
tardes estudiante en el conservatorio nacional de música, el
violín fue su gran pasión. Dios le dio el talento, pero no tuvo
la oportunidad de realizarse en el ámbito profesional. Solamente
participó en conciertos organizados por la escuela de
música; se caracterizó por ser muy formal en su indumentaria,
invariablemente vestido de traje y corbata aun estando
en casa. Manejaba perfectamente el idioma castellano,
y disfrutaba jugando con el lenguaje metafórico, poseía singular
habilidad para hacer frases ingeniosas y a veces hasta
crueles. Estoy seguro que una de sus mayores frustraciones
fue que ninguno de sus hijos heredó –hasta entonces– esa
habilidad y su talento musical.
Él personalmente con enorme cariño y entusiasmo nos
impartía las clases de solfeo. Tenía un pizarrón pautado, y muy
a la mano una vara de membrillo que utilizaba como batuta, y
que cualquier cantidad de veces azotó en el trasero de alguno
de sus hijos que no prestaba atención a sus indicaciones, lo
cual le ocasionaba frustración y desencanto, de tal modo papá
Ruán se fue olvidando del pizarrón pautado, y de la posibilidad
de tener un genio musical en la familia, ya que a pesar de todo
su empeño e insistencia, ninguno de sus ocho hijos se interesó
en ese arte.
105
Una tarde que resultó fundamental en mi niñez y que
guardo en el archivo más amado de mis recuerdos, mi papá me
comentó a manera de secreto:
–Fíjate reycito que debo entrevistarme con unos compañeros
de la escuela, ¿te gustaría acompañarme?
–¡Con mucho gusto papá!
–Bien, entonces ponte muy elegante.
Era su forma coloquial de indicar que había que vestirse
para algo relevante. Lo que significaba todo un privilegio, ya
que papá Ruán era un señor con muchas actividades, y nosotros,
tantos hermanos, que teníamos que ir por orden, para alguna
vez tener la oportunidad de salir con él. De modo que me
bañé y me puse mi suéter nuevo y una corbata de moño color
paja que tomé del ropero de don Prisciliano. Por un momento
admiré mi imagen reflejada en el espejo del mueble, y sonreí
complacido, imaginando que en algo me parecía al formal de
mi señor padre.
Nos encaminamos a la calle de Penitenciaría, pues vivíamos
en la colonia Morelos, mejor conocida como la colonia de
“la bolsa”. Abordamos el tranvía que corría del castillo negro
de Lecumberri al Zócalo. Se me agolpan legendarias imágenes,
con bellísimos recuerdos que se balancean, al ritmo de aquel
tren eléctrico color amarillo, con sus bancas de madera y su
movimiento zigzagueante. Me acuerdo también que cobraban
por el pasaje 15 centavos o dos planillas por 25. Me gustaba
sentarme del lado de la ventanilla para ir viendo como las casas
106
y los postes de la luz se iban perdiendo, eso me entretenía y
echaba a andar mis ilusiones.
Nos apeamos en el Zócalo, frente al Centro Mercantil, una
tienda dentro de un palacio –hoy El Gran Hotel de la Ciudad de
México– Entonces el Zócalo era un hermoso jardín, impregnado
de verticales gladiolas de diversos colores apuntando al cielo;
llamaban poderosamente mi atención, imaginaba que eran
espadas, jamás recuerdo haber visto tantas, también había
fuentes de cantera y frondosas palmeras. Estoy refiriéndome
al año de 1948.
Nos encaminamos por la calle de cinco de mayo y pasamos
frente al cine Palacio en su marquesina se anunciaba la película
El ladrón de Bagdad. Dimos vuelta por Isabel la Católica, llamó
mi atención una iglesia imponente cubierta de cantera gris y
protegida por rejas negras, le llaman la iglesia de La Profesa
agregó mi papá. Hicimos alto en la esquina con Madero, papá
Ruán me explicó: “esta calle se llamó Plateros, muy famosa
por sus casas elegantes y sus tiendas”. Entramos al templo, su
interior me llenó de asombro, me pareció tan alta que daba la
impresión de que sus naves no terminaban nunca.
En el ángulo derecho, junto a un retablo se encuentra un
cristo crucificado muy oscuro, casi negro; con un rostro que es
un poema de bondad y dolor. Si uno se aproxima demasiado,
da la sensación de ser él quién lo mira a uno. Todo era novedoso
y asombraba a mis ojos de niño. Mi papá se percató de mi
interés y murmuró:
107
–Es el Cristo del Consuelo. Y se le atribuyen muchos milagros.
Pídele un deseo y como eres un buen niño seguramente
te lo concede.
No dejaba de mirarlo arrobado, y con la ingenuidad que
caracteriza a los niños y tratándose de un acto de fe, no lo
dudé un instante. Mirándolo directamente a los ojos, y desde
el fondo de mi corazón musité:
–Te suplico señor, la gracia de que conserves a papá
Ruán por muchos años a mi lado, ya que me hace ilusión compartir
con él mis logros profesionales, además de que tengo
con él una íntima deuda de sentimiento.
Dolorosamente mi deseo no se cumplió, pero no fue
motivo para que yo perdiera la veneración por el Cristo del
Consuelo ya que siempre que lo visito, invariablemente surge
en mi memoria el rostro amoroso y lleno de fe de mi señor
padre, por quien aprendí a reverenciarlo.
Salimos del templo y continuamos por la calle de Madero
hasta la espectacular casa de los azulejos –Sanborn’s–. Al
entrar me sorprendí gratamente al tiempo que exclamaba:
–¡Pero qué casa tan bonita! ¡Y cuánto lujo! Hasta parece
un palacio de película.
Mi papá sonreía con mis comentarios. Nos asignaron un
compartimiento muy cómodo todo forrado de cuero negro
junto a una fuente. Mi papá me preguntó afectuoso:
–¿Qué te apetece, un helado o un pastelillo?
Entusiasmado contesté:
108
–Un helado de chocolate y un un pastelillo. ¿Puedo?
Mi papá sonrió afirmativamente. Al poco rato llegaron
dos señores como de su misma edad.
–¡Buenas tardes Rentería!
Dijeron al tiempo que se estrechaban las manos, no entendí
por qué lo llamaban por su segundo apellido. Mi papá a
manera de saludo dijo:
–Es Javierito, mi hijo. Uno de los menores.
Yo, muy correcto me puse en pie inclinando la cabeza.
Mi papá agregó:
–Los señores Emilio Álvarez y Froylán Aguilar.
–¿Qué edad tienes?– preguntó Álvarez.
–Ocho, entrados a nueve.
–Eres muy alto para tu edad –opinó Aguilar.
–Todos mis muchachos son altos y delgados como mi
mamá, dijo esto con mucho orgullo.
Inesperadamente unos aplausos y murmullos nos
interrumpen. Aparece en aquel salón una dama flanqueada
por dos hombres, se me figuró altísima, iba totalmente vestida
de negro. Curiosamente recordé: “era de negro como ella se
vestía...” –como dice un tango– envuelta en un espectacular
abrigo de pieles, un elegante sombrero de ala ancha cubría
su cabeza, y las manos enfundadas en finos guantes, sin duda
una enigmática presencia; los señores se ponían de pie por
donde ella pasaba y le aplaudían. La bella se limitaba a sonreír
discretamente agradeciendo las muestras de admiración.
109
Cuando cruzó junto a nuestra mesa me quedé con la boca
abierta, ya que era la primera vez que veía a una mujer tan
hermosa y elegante. Me pareció como irreal, como sacada de
un cuento. Gratamente impactado pregunté:
–¿Quién es esa señorita?
–Dolores del Río– respondió mi papá– la estrella de cine.
Era la primera vez que escuchaba ese calificativo. Casualmente
“la estrella” se sentó muy próxima a nosotros, lo
que permitía verla perfectamente desde mi lugar. Inexplicablemente
me sentía atraído por ella y no dejaba de observarla,
aunque no podía escuchar lo que platicaba con sus acompañantes,
no perdía ninguno de sus movimientos. Se quitó
los guantes y dejó ver sus manos cuidadosamente arregladas.
En un dedo lucía una sortija con una enorme piedra blanca
que brillaba. Yo estaba tan encantado que todo me daba la
sensación de irrealidad y mentalmente repetía:
–Es una estrella de cine.
Casi podía asegurar que estaba hecha de otro material
y que no era como cualquier persona. Sentí el deseo de acercarme
más a ella, de tocarla para constatar que era real. Movía
las manos con genuina elegancia al conversar; de pronto, uno
de sus guantes resbaló hasta la alfombra y “la estrella” no se
percató. ¡Qué suerte! Era mi oportunidad para acercarme a la
subyugante mujer, y decidido me levanté de mi asiento y fui
directamente a la estrella. Recogiendo la prenda le dije:
–Señorita, se le cayó su guante.
110
Dolores me miró arqueando una ceja, que a mí se me figuró
que era el arco de una catedral, y con una encantadora
sonrisa murmuró:
–Gracias jovencito, es usted muy gentil.
Quedé asombrado contemplándola, pero siguiendo un
impulso agregué:
–¿Sabe? yo también seré actor y me encantaría trabajar
con usted.
La estrella, sin dejar de sonreír, me preguntó:
–¿De veras?
–¡De lo juro!
–¿Y cómo te llamas?
–Javier Ruán.
Reflexiva y sin dejar de arquear la ceja.
–Es un nombre con fuertes consonantes. ¡Suena bien!
Comentó complaciente, al tiempo que estrechaba mi
mano.
–Bueno futuro actor, es un compromiso no lo olvides.
Moví la cabeza afirmativamente. Ya no pude hablar, estaba
impactado, había conocido la fascinación por la belleza.
El tiempo transcurrió como se pasa la vida. Convertido ya
en actor, una noche en el teatro Lírico de la Ciudad de México,
estrenaba una obra muy importante al lado de doña Carmen
Montejo. Significaba nuevamente la oportunidad de alternar
en igualdad de condiciones con una primera actriz. El asunto:
Jasón y Medea en versión musical, ubicado en Brasil. Yo era El
Jasón en La Gota de Agua. Fue una producción muy ambiciosa
111
del Teatro de la Nación. Un trabajo arduo estoy seguro que fue
unas de mis “pruebas de fuego” dentro del teatro. Al terminar
la representación y aún en el escenario, entre comentarios y
abrazos, con periodistas y compañeros actores. Sorpresivamente
y como por arte de un hechizo, tuve la sensación de
que las candilejas se encendieron con la presencia de una gran
señora de la escena, toda una leyenda, doña Dolores del Río, la
estrella, que caminaba directamente a donde me encontraba,
a medida que se acercaba comprobé que los elegidos de la fortuna
resplandecen con luz propia. Con familiaridad me besó al
tiempo que de manera cálida comentaba:
–Espléndido trabajo Javier, ¡y nada fácil! Me encantó en
su Jasón. Logró usted momentos muy afortunados.
–¡Gracias señora!, es usted muy generosa, sus apreciaciones
son muy valiosas para mí.
–Pues es la verdad. Y el color de voz me gusta, dígame
Javier, ¿conoce la obra Espectros de Henrik Ibsen?
–Sí, señora, por supuesto.
–Qué bien, porque estoy pensando en reponerla. ¿Le
gustaría interpretar el Oswald?
–¡Ya lo creo!, me encantaría, ¡es un personaje muy hermoso!,
pero lo más importante, trabajar al lado de usted y
nada menos que como su hijo.
–¡Delo por hecho! Justamente buscaba a un actor comprometido
y ya lo tengo. Pronto lo llamarán de mi parte.
La estrella me acercó su mejilla que besé amorosamente
y se fue. La mire alejarse con la certeza de estar protegido por
112
dios. Qué importante y hermoso reencuentro, una presencia
inesperada en una noche de teatro tan fundamental en mi
carrera, quiero imaginarlo como un bello capricho del destino
y que tenía que ocurrir en un escenario. Ahora entendía lo que
significaba el reconocimiento pero, sobre todo, viniendo de
alguien que tiene la autoridad para hacerlo. Y recordé a Irma
Bautista, una novia de mi primera juventud que me aseguraba
que yo era un suertudo, y enamorada me decía.
–Dios no solamente te quiere, además te tiene abrazado.
Posteriormente fui requerido para una lectura en casa
de la estrella en Coyoacán. La señora Del Río quería escucharme
leer el personaje y satisfecha comentó:
–Estoy totalmente convencida Javier, es usted el Oswald.
Y me acompañará en mi retorno a los escenarios. Ya que lo último
fue La Dama de las Camelias.
Se planeó una súper producción con un elenco de
primeros actores. Todo iba como miel sobre hojuelas, pero
inesperadamente la estrella enfermó y el ambicioso proyecto
tuvo que aplazarse. Yo esperé con enorme impaciencia la
recuperación de la actriz, inexplicablemente todo estuvo
rodeado de discreción y misterio. Transcurrió el tiempo y no
se volvió a hablar del proyecto, meses después se dio la fatal
noticia, la señora Dolores del Río, actriz emblemática del cine
mexicano había muerto en el extranjero. Terrible noticia en
verdad, me costaba trabajo aceptarlo; tal vez porque me había
ilusionado demasiado ¡sea por dios! Con amargura aprendí que
ante lo inevitable no se puede hacer nada.
113
Siempre lamentaré no haber tenido la ocasión de confesarle
a la señora Del Río, que cuando la conocí personalmente
siendo un niño, al mirarla a los ojos sembró estrellas
en mi corazón.
...Y era de negro como ella se vestía.
114
Ruán con Dolores Del Río en el proyecto teatral “Espectros”
115
Yo sé de alguien que aprendió
a engañar a la soledad
Y decía:
“que la felicidad es como un pájaro manso
que habita en nuestro corazón”.
os recuerdos cálidos de la niñez, aquellos
L
que se quedaron encerrados en el corazón,
inevitablemente surgen de pronto. Corría el
año 1952, y por esa época yo vivía con Sergio,
el mayor de mis hermanos, quien dicho sea de paso, tuvo
en mi alma de niño una enorme influencia. Nos encontrábamos
en Ciudad Delicias, Chihuahua, ya que era comerciante y
tenía una tienda de abarrotes. Diariamente tenía yo la obligación
de levantarme a las seis de mañana para barrer y lavar
la calle donde se ubicaba el negocio. Recuerdo como un mal
sueño el invierno inclemente del norte que me entumía por
fuera y por dentro. Al arrojar el agua sobre las baldosas, se
congelaba en los espacios rotos ante mi asombro por el efecto
de la temperatura. Algo parecido ocurría con mis manos y
pies que sentía ateridos.
Entonces yo tenía 12 años y una desgastada chamarra
que me cubría poco o nada. Ineludiblemente miraba con envidia
a los niños que pasaban abrigados, le rogué a mi hermano
que me comprara un suéter, indiferente respondía:
–¿Para qué? si tienes tu chamarra. Lo que debes hacer es
barrer de prisa y parejito y te olvidas del frío.
Advertía en lo verde de sus ojos cierta avaricia con un
dejo de placer que lastimaba mi desvalida niñez. Constatando
las murmuraciones familiares de que era genuinamente tacaño,
la vida a su lado no era fácil pero tampoco tenía alternativa,
ya que mi señor padre me había enviado con él para que experimentara
otra forma de vida. Y estaba claro que las decisiones
de don Prisciliano nunca estaban a discusión.
119
De tal forma, aprendí a cargar costales de maíz y fríjol
que pesaban más que yo. Trabajaba al parejo de los demás empleados
con la diferencia de que ellos sí cobraban un sueldo
y yo no. Únicamente me daba los alimentos y unos pesos los
domingos para que fuera al cine, siempre y cuando terminara
el aseo de la tienda a su total satisfacción.
Ir al cine era algo que esperaba con mucho entusiasmo, pues
sin saberlo era una forma de evadirme de mi realidad que no
me gustaba. Acostumbraba asistir al cine Lux o al Río ya tenía
familiarizados algunos rostros de actores nacionales y extranjeros
que me agradaban, y casi podría jurar que de esa forma
se manifiesta en mí el amor por el séptimo arte. Intuía que contaba
con la sensibilidad para la interpretación, y disfrutaba refugiándome
en el encantamiento cinematográfico.
Recuerdo también que a mi hermano le agradaba escuchar
la radio por las noches, mientras empacábamos la mercancía.
Trasmitían desde la capital por la X.E.W. un programa
musical siendo el tema la canción Nocturnal.
–“A través de las palmas que duermen tranquilas...”
Esa melodía me producía una especial ensoñación, mi
imaginación volaba, e imaginaba un futuro pleno de éxito.
Así las cosas, me hice amigo de un niño de mi edad que
era vecino, se llama David Real y Vásquez. Con frecuencia acudía
a la tienda por algún mandado y platicábamos, me animaba
para que fuera a la escuela con él. Lleno de ilusión me armé de
valor y le comenté a mi hermano mi deseo de estudiar, Sergio
me miró interrogante. Frenéticamente traté de explicarle lo
120
importante que significaba para mí terminar la escuela primaria,
ya que por estar temporadas en Nahuatzen, o en el Distrito
Federal, había perdido un año escolar. Caviloso fijó su mirada
en mí sin ningún comentario, días después me notificó:
–Ya hablé con la profesora Martina Ochoa de la escuela
oficial, y como verdadera excepción te va a recibir, ya que el
curso va muy adelantado.
–¡Gracias Sergio!, no te haré quedar mal.
–De acuerdo. Pero te advierto, que tendrás que levantarte
más temprano para que cumplas con tu trabajo antes
de irte.
–¡Te lo prometo! Y te agradezco la oportunidad que me
brindas.
Al día siguiente me llevó a la escuela. Llamó mi atención
que en una mano sostenía una vara larga. Durante el camino
me hizo varias recomendaciones, advirtiéndome que la profesora
Ochoa tenía fama de ser muy exigente, de tal forma que
si yo no daba el ancho me expulsaría. Las palabras surgían de
sus labios breves y precisas llenándome de temor.
Llegamos a la escuela, se trata de un edificio viejo y
grande pintado de color amarillo; atravesamos un enorme
patio rectangular buscando el grupo de quinto año, yo sentía
una fuerte emoción. Ahora entendía a mi tía Clotilde cuando
se lamentaba:
–“Y parecía que se me iba a salir el alma por la boca.”
Cuando estuvimos frente a la profesora experimenté
cierto desencanto. Se trataba de una mujer seca y alta como
121
de 40 años o quizá menos –recordemos que cuando somos
niños los adultos nos parecen mayores– morena ella, de ojos
pequeños color marrón y escrutadores, y casi en la punta de
la nariz sostenía unos anteojos redondos metálicos; no usaba
maquillaje y vestía con notoria sencillez. Mi hermano me
presentó muy formal.
–Señorita profesora, este niño es mi hermano Javier, de
quién ya le hablé. Viene del Distrito Federal, aunque somos del
estado de Michoacán.
Ella se volvió dejando caer en mí su mirada curiosa.
–Le suplico me haga la caridad de recibirlo. Quiero que
estudie, que aprenda, para que sea mejor que yo.
Y entregándole la vara sentenció:
–Profesora usted tiene toda la autoridad, y si no obedece
“zúmbele” con esta vara de membrillo y jálele las orejas.
La mentora, sin dejar de mirarme, recibió la vara al
tiempo que murmuraba:
–Pues le voy a entregar ¡las puras orejas!
Y por primera vez en su rostro se dibujó una sonrisa. La
maestra me presentó con el grupo subrayando que yo era de
Michoacán, y que trabajaba en una tienda.
–Vamos a ayudarlo para que se ponga al corriente y sepa
que la gente de Ciudad Delicias es hospitalaria. ¡Bienvenido
michoacano!
Todos los niños aplaudieron, pero desde ese momento
ya no me pude librar del apodo del Michoacano –que además
122
me llenaba de orgullo– entre los niños se encontraba mi
amigo David, quien me invitó a compartir el pupitre y fuimos
inseparables.
Efectivamente, la señorita profesora Ochoa era cuidadosa
y exigente, pero además especialmente creativa. Siempre
estaba inventando algo y yo procuraba no perderme de
nada; sobre todo los viernes, era mi día favorito, ya que gustaba
de leernos un pequeño relato o cuento. Ella admiraba especialmente
la obra de Edmundo de Amicis, y nos deleitaba con
fragmentos de Corazón diario de un Niño. ¡Cómo olvidar Sangre
Romañola, o El Tamborcito Sardo!, pero mi favorita era De los
Apeninos a los Andes una historia que me conmovía profundamente.
Imaginaba al niño italiano atravesar los continentes en
busca de su madre enferma; en verdad, me agobiaba el calvario
que tenía que vivir Marco, el protagonista niño, y me juré
ilusionado que alguna vez conocería los Andes.
Conforme la profesora leía, su rostro se transformaba.
Ejercía sobre mí un encanto irresistible y no perdía ninguno
de sus movimientos. El tono de su voz era cálido y sus ojos
refulgían, parecía que su espíritu vagaba durante su narrativa,
lejos, muy lejos... Sus manos excesivamente delgadas llamaban
poderosamente mi atención. Jamás vi lucir en alguno de
sus dedos una sortija, solamente un viejo reloj de pulsera colgaba
de una de sus muñecas, pero a cambio había en ella harta
nobleza y bondad. Alguna vez al escucharla embelesado me
cuestioné:
123
–¿Por qué no se habrá casado la señorita Ochoa?
De tal forma mi vida transcurría paralelamente de
la escuela a la tienda. Por las noches llegaba al negocio un
hombre maduro, notoriamente afable por ser bromista, se
llamaba Úrsulo Valdés. Venía del Bajío, surtía embutidos y frutas
cristalizadas; mientras sus hombres descargaban la mercancía,
él fumaba un puro y se acodaba sobre el mostrador. Nos divertía
platicando cuentos colorados que mucho festejábamos. En
cierta ocasión que mi hermano no se encontraba me preguntó:
–¡Oye! chaval, ¿te puedo dejar encargadas dos latas?
–botes– pero que sea en un lugar seguro.
–Desde luego don, que las acomoden detrás de la cama
donde yo duermo en una de las bodegas. Don Úrsulo estuvo
de acuerdo y ordenó a sus hombres que las llevaran. Yo no le
di mayor importancia, ya que en otras ocasiones había dejado
algún encargo.
Ya estaba habituado a la escuela, en especial los viernes.
Al concluir su relato, la maestra tenía por costumbre interrogarnos
en relación al cuento que había leído. Cada uno daba su
versión al respecto, esto me interesaba muchísimo, ya que tenía
la oportunidad de abundar cuanto quería en relación con el
texto. Un día la profesora me llamó a su escritorio y afectuosa
comentó:
–Michoacano, quiero decirte que estoy verdaderamente
admirada de tu imaginación y considero que debes sacarle provecho.
124
Yo sonreí tímidamente.
–¿Por qué no? Es una posibilidad que no debes coartar.
Tal vez llegues a ser un escritor de novelas...
Posó una de sus manos sobre mi cabeza mesándome el
pelo al tiempo que pronosticaba:
–Nunca se sabe michoacano...
Conmovido y con auténtica veneración, murmuré:
–¡Gracias señorita profesora!, quiero decirle que usted
me ha hecho conocer la felicidad.
Me miró cavilosa a la vez que decía:
–Tal vez solo te ayudé a descubrirla, porque la felicidad
es como un pájaro manso que habita en nuestro corazón –suspirando–
aunque evidentemente hace falta la compañía de alguien
para hallarla.
Inesperadamente dos lágrimas hacían equilibrio en las
orillas de sus párpados. La miré maniatado, intuyendo que
sufría por alguna pena de amor.
Esa tarde, al regresar a la tienda Sergio, mi hermano
comentaba con los empleados una noticia publicada en el
periódico local.
–Con la novedad que don Úrsulo Valdez fue baleado
dentro de su camioneta mientras se dirigía rumbo al Bajío.
Experimenté una nueva tristeza. Era la primera vez que
moría alguien que yo conocía, y en tales circunstancias. Me costaba
trabajo entenderlo, me parecía imposible, ya que hacía
tan poco tiempo que ese hombre había estado entre nosotros
125
contando chistes. Esa noche me fui a la cama ensimismado con
la mala noticia, no podía dormir. De pronto, recordé los botes
que estaban detrás de mi cama y que curiosamente me había
encargado don Úrsulo. Apenado me levanté y con un desarmador
abrí uno comprobando que contenía dulces cristalizados,
quise probar un higo que tanto me gustan, y al buscar en el interior,
ante mi sorpresa, descubrí que solo la parte superior tenía
dulces que cubrían cualquier cantidad de monedas de oro
–después supe que eran centenarios– y fajos de dólares de alta
nominación. Totalmente desconcertado destapé el otro bote,
y pude comprobar que contenía lo mismo, monedas de oro y
fajos de dólares. No me reponía del asombro y sentí mucho
temor. ¿Quién me lo hubiera dicho? Sin saberlo había estado
durmiendo junto a una fortuna. Estaba muy confundido y no
sabía qué hacer, sin pensarlo más fui a despertar a mi hermano
y le comenté lo del hallazgo, adormilado musitó:
–Estabas soñando, ¡vete a dormir!
Pero ante mi insistencia me acompañó al lugar. Sergio se
quedó perplejo acariciando las monedas doradas, y el verde de
sus ojos brilló con mayor intensidad, pero hábilmente cambió
de actitud sentenciando:
–¡Ni una palabra de esto a nadie!, porque te puede pasar
lo mismo que a don Úrsulo. Ve tú a saber en qué líos andaría
metido y por eso lo balacearon. ¿Te das cuenta del peligro que
puedes correr?
Lleno de espanto moví la cabeza afirmativamente.
126
–¡Fíjate bien! Yo voy a devolver todo esto a su mujer y
tú pico de cera –sellando su boca con el dedo índice– no quiero
ni pensar lo que te pasaría si la policía se enterara... Y yo
como tu hermano mayor debo protegerte. Y te repito ¿qué
haríamos si la policía lo descubre? Lo más seguro es que te
acusarían de cómplice y te refundirían en la cárcel –pausa– a
menos que quieras pasar el resto de tu vida en un presidio.
–¡No, eso no! –exclamé aterrado–
Sergio me abrazó cariñoso y hablando en complicidad.
–Pues entonces niñito, ¡no se lo digas ni a tu sombra!
¡Júramelo!
–¡Lo juro por San Luis Rey de Francia! –exclamé temeroso–
–Ahora sí te lo creo, porque con el santo patrón de nuestro
pueblo no se juega. ¡Y más te vale!
Ofreciéndome su mano que yo estreché agradeciendo
enormemente su protección.
Al día siguiente, mi hermano me compró un suéter y
unos zapatos. Afectuoso me los entregó diciendo:
–Te hago este regalo, porque me encontré casualmente
con la profesora Ochoa y me comentó que vas muy aplicadito
en la escuela. De modo que estrénalos en seguida. ¡Ah! también
te comunico que mi papá llega hoy de México.
Me llenó de gusto el regalo y la noticia. Esa misma noche
mientras cenábamos, entre otras cosas, Sergio le informó a mi
papá de mis progresos en la escuela.
127
–Pero yo soy de opinión que debe terminar la primaria
en el Distrito Federal. De esa forma el certificado tendrá mayor
validez y le facilitará continuar con los estudios superiores.
Quedé perplejo, mientras papá Ruán escuchaba atento.
–De modo que vamos a aprovechar ahora que usted
regrese para que se vayan juntos.
Todo fue tan inesperado que me llenó de frustración y
tristeza. Intenté protestar.
–Pero yo me siento muy a gusto en la escuela, y además...
–Entiéndelo Javier –interrumpió Sergio– mi papá se ha
sacrificado mucho sacándonos de Nahuatzen para superarnos,
no lo desilusiones tú ahora.
Miré a papá Ruán con sentimiento de culpa. Don Prisciliano,
hombre tradicional y respetuoso intervino:
–Hijito, escucha la opinión de tu hermano mayor, que
evidentemente solo desea tu bienestar. De modo que debes
obedecer y sobre todo agradecerle las atenciones que ha
tenido contigo.
Una multitud de preguntas se ahogaron en mi garganta.
Sentía muchísimo dolor abandonar Ciudad Delicias, a mi único
amigo y compañero David, pero sobre todas las cosas ya no
volvería a ver a la profesora Martina Ochoa.
Al día siguiente, mi hermano me acompañó a la escuela
para despedirme y agradecer a la maestra todo su apoyo. De
camino nos detuvimos en el mercado Juárez, compró una
manzana roja, escogió la más grande y bella aclarando:
–Es para la señorita profesora, tú se la entregarás.
128
Me invadió una infinita pena, y no había forma de evitarlo.
Se acerca el momento del adiós; entonces conocí lo difícil
que resulta despedirse de un ser amado que ha dado tanto por
el único placer de hacerlo.
Cuando estuve frente a la maestra no sabía por dónde
empezar, sentía una opresión en la garganta. La miré dilatadamente,
como para memorizar bien su rostro pleno de nobleza,
le entregué la manzana y solamente susurré:
–¡Gracias!, ¡muchas gracias señorita profesora!
Y no pudiendo reprimir un impulso le tomé una mano y
la besé. Ella posó su mirada en la manzana y amorosa externo:
–Ruán, michoacano, le ruego a dios que jamás pierdas
este corazón de niño.
Intentó sonreír, pero sus labios, como si estuvieran congelados,
no se movieron; sus pequeños ojos se humedecieron
y una lágrima se deslizó por su mejilla. Casi podría jurar que
sentí como la misma me mojó el alma. Se hizo una pausa, un
largo silencio. Mientras tomaba de un mueble la vara de membrillo,
le dijo a mi hermano:
–Señor Ruán, le devuelvo su vara. Jamás me atrevería
a usarla contra un niño, son tan frágiles. Es mejor el amor. Mi
hermano avergonzado bajó la cabeza y salimos.
De esa forma concluía una etapa fundamental de mi
niñez. Tiempo después me enteré por los periódicos, que mi
hermano Sergio era propietario de una sofisticada tienda de
auto servicio, la primera en su género en Ciudad Delicias, lo
129
cual significaba todo un acontecimiento. Nadie se explicaba
el cambio radical de su fortuna, era un auténtico misterio,
excepto para mí naturalmente.
El tiempo, bálsamo bendito que todo lo cura, transcurrió.
Y contando afortunadamente con la bendición de dios,
viví en ascenso constante. Tomando en consideración que no
fue nada fácil, ya que obviamente tuve que poner los medios,
a veces hasta “los enteros”. Sin olvidar aquello de “los de adelante
corren mucho...”
Ya convertido en actor de cine, teatro y televisión, disfruté
del éxito, ya que los logros se sucedían uno tras otro.
Por fortuna, lo mismo me ocurría en el amor, pues en mi vida
sentimental, las situaciones de desamor han sido solo momentáneas.
Los dioses continuaban propicios, me encontraba en
América del Sur llevando a cabo una gira teatral. Iba a bordo
de un avión, viajábamos de Perú a la Argentina, alguien comentó
que sobrevolábamos justamente en los Andes, nada
menos que la espina dorsal del continente Americano. Muy
interesado me aproximé a la ventanilla, la atmósfera estaba
muy limpia y pude contemplar un espectáculo totalmente
cautivador, un mosaico maravilloso en toda la gama de azul y
plata, era verdaderamente una ensoñación que contemplaba
como hipnotizado. Me sentía profundamente conmovido y no
entendía el motivo, además claro está, de esa belleza inconmensurable.
¿Por qué me impactaba tanto ese lugar?
130
Y de golpe surge en mi evocación De los Apeninos a los
Andes, aquella tierna historia de un niño italiano, y simultáneamente
aparece también la imagen de la bien amada profesora
Martina Ochoa, que ahora ya inmortalizada navega en mi memoria.
Totalmente eufórico y obedeciendo un impulso llamé a
una sobrecargo, y le pedí una botella de champaña y dos copas.
La azafata me miró desconcertada advirtiendo que yo me
encontraba solo y murmuró.
–¿Desea dos copas señor?
–¡Así es!
Contesté sonriendo y, de esa forma, contemplando el
espectáculo infinito de los Andes –lugar que aprendí a amar a
través de un cuento– serví las copas con la champaña y brindé
por aquella bondadosa profesora, musitando:
–¡Por usted señorita profesora Ochoa! ¡Hállese donde se
halle!
Ambos días, el actual y el del recuerdo, se confunden
entre las burbujas de la champaña. Mientras bebía, intrigado
me cuestionaba:
–¿Qué fin tendría la profesora? Es posible que aún viva...
Saboreando la champaña, seguí mirando las figuras
caprichosas formadas en los Andes. De pronto, el ámbito se
impregnó de un dulce encanto con mezcla de embrujo, y se
presentó la señorita Ochoa, ataviada con elegancia, sonriendo
seductoramente. Dirigiéndose a mí, que la miraba cautivado.
–¿Te sorprende mi presencia michoacano?
131
Gratamente impactado respondí:
–No me sorprende profesora, porque la estaba
esperando.
Y poniéndome en pie besé una de sus manos y la invité a
sentar ofreciéndole la copa servida.
–Ya ve usted que no miento, su copa también la esperaba.
Con genuina coquetería tomó la copa al tiempo que
hablaba:
–Ya veo, eres un ¡gentil hombre! Brindemos por este
bello reencuentro.
Ambos bebimos, su rostro estaba radiante, como encendido,
yo no dejaba de contemplarla embelesado, al tiempo que
manifiesto:
–Profesora, hay una cosa que sí me sorprende y me hace
feliz, y es que su recuerdo haya sobrevivido al tiempo.
–Eso no debe sorprenderte michoacano, ya que existen
sentimientos eternos.
Nuestras miradas se cruzan sonriendo y pregunto
directo.
–Señorita Ochoa, además, siempre me intrigó saber ¿por
qué usted nunca se casó?
Se hizo una pausa, advertí como una llamarada en sus
ojos, que duró lo que un relámpago. Me dirigió una mirada
lánguida y contestó:
–Cada quién tiene su propio paraíso...
–No comprendo maestra.
132
–Quiero decir, que el corazón tiene razones, que la razón
no entiende.
Turbado pregunté:
–¿Y la soledad?, ¿no pesa?
–¡Naturalmente! Pero hábilmente puedes aprender a
engañarla.
–¿Eso es posible? Se dice que la soledad, sobre todo a
determinada edad agobia. ¿Cómo es que usted aprendió a
engañarla?
Me miró maliciosa y explicó con seguridad
–Con un poco de maña, por ejemplo: la engaño leyendo
historias de amor o refiriéndoles a mis alumnos pequeños relatos
amorosos. También debo confesarte michoacano, que mis
discípulos han sido un gran refugio para distraer a la soledad,
la cual, en ocasiones, resulta horriblemente inoportuna.
–Ahora entiendo, por eso nos prodigaba usted tanto
amor señorita Ochoa.
–Y además, espero que no hayas olvidado, que la felicidad
es como un pájaro manso que habita en nuestro corazón.
Y con ensoñación bebió de su copa.
–¡Es usted admirable! Siempre me fascinó la manera en
que utiliza el lenguaje metafórico.
–No tiene mayor mérito, ya que las metáforas son como
arcángeles que vagan por el viento y yo, simplemente las tomo
por las alas.
En su rostro continuaba un resplandor contagioso y
murmuró:
133
–¡Me siento inmensamente feliz! La vida me debía este
momento, ¿has oído hablar de las deudas de amor?
–Desde luego, profesora, y también sé que hay un tiempo
para pagarlas. Si no, prescriben.
Suspiró con resignación.
–Eso ya no me preocupa, el destino reservaba una hermosa
factura mi favor y la estoy cobrando –levantando su
copa– ¡brindemos michoacano querido! Las burbujas de la
champaña me hacen soñar...
–¡Salud señorita Ochoa por una interminable ensoñación!
Y bebimos cumplidamente. Resulta encantador embriagarse
con los recuerdos. Y así, en ese mareo poder creer que
existe una forma deliciosa para engañar a la soledad.
134
El Magisterio, hermosa experiencia
e encontraba en mi estudio trabajando.
M
Eran más de las diez de la noche; suena el
teléfono, y contesto.
–¿Bueno?
–¡Maestro Ruán!
–¿Quién lo busca?
–Soy Luis Pérez, el maestro de la colonia Del Sol.
–Muy sorprendido– ¿Luis Pérez Sánchez?
–Sí, tu compañero. ¿Me recuerdas?
–¡Ya lo creo! ¡Qué gusto escucharte Luis! Cuántos años
sin saber de ti. ¿A qué debo esta agradable sorpresa?
–Pues con la novedad, que la escuela de la colonia Del
Sol cumple 50 años y a las autoridades les gustaría que los
maestros fundadores estemos presentes en un homenaje. Y yo
me ofrecí localizarte, que por cierto me costó mucho trabajo.
–Te lo agradezco enormemente Luis, desde luego que
asistiré encantado. Imagínate ¡medio siglo! ¿Irá la maestra Luz
María? ¿El Checo?
–Nadie me sabe informar de ella. La última vez que la
vi, fue hace más de diez años y estaba enferma. Y al maestro
Sergio Rojas, lo perdí.
–¡Qué pena!, ojalá y los localizáramos, qué mejor ocasión
de reencontrarnos.
–No creo que sea posible, el homenaje es mañana
temprano. Sí fue una suerte que te haya encontrado, ¿recuerdas
cómo llegar?
–No. Seguramente todo habrá cambiado. Hace más de
30 años que estuve ahí.
137
–Cuarenta y dos para ser exactos. Tú dejaste la colonia
Del Sol en 1961 y estamos en el 2003.
–Reflexivo –Tienes razón Luis. ¿Cómo le hago para llegar?
–Lo veo difícil. Aquella colonia Del Sol actualmente es
una parte de Ciudad Netzahualcóyotl –pausa– ya sé, para que
no te pierdas vamos a encontrarnos en la parada del metro
Pantitlán, y yo te llevo.
–De acuerdo, a las ocho paso por ti, tenemos mucho que
platicar, mientras te mando un abrazo.
–Colgué el teléfono y quedé pensativo. Una bandada
de recuerdos me invadió, y en la pantalla panorámica de mis
añoranzas surge mi legendaria imagen de juventud. Me vi una
mañana del mes de enero del año de 1959.
–Vestido formalmente de traje y corbata –uno que había
conseguido en abonos– esperaba en la esquina de anillo de
Circunvalación y la Soledad. El camión de quinta categoría de
los llamados “Chimecos” que me llevaría a la colonia Del Sol
municipio de Chimalhuacán, donde empezaría a trabajar como
profesor rural. Dentro del modesto portafolio de estudiante,
llevaba mi nombramiento oficial expedido por la Secretaría
de Educación del Gobierno de Toluca, y mi cabeza repleta de
grandes ilusiones. Ya imaginaba ver el edificio de la escuela
primaria y a los alumnos uniformados.
–El camión destartalado y lleno de pasajeros empezó a
quedar vacío dando tremendos tumbos, ya que la improvisada
brecha estaba en pésimas condiciones.
138
Era tal el polvo que levantaba, que prácticamente no
se veía nada ni dentro ni fuera del camión. Íbamos entre una
mezcla de tierra y salitre, ya que estas colonias se asentaron
en el vaso de Texcoco. Le pregunté a una señora que estaba
próxima a mí.
–Disculpe, ¿falta mucho para la colonia Del Sol?
–Ya mero llegamos, ¿usted debe ser el nuevo maestro?
–Sí, señora, a sus órdenes.
–Me lo imaginé desde que lo miré tan catrín –afectuosa–.
–Qué bueno que ya lo mandaron, porque los chamacos
andan solos y sueltos. ¡Mire!, ya llegamos –proyectando la
voz– ¡bajan en la escuela!
–Nos apeamos frente a un jacalón de madera grande
cubierto con láminas de cartón, miré mi entorno y escasamente
había una que otra casa de adobe, postes mal hechos que
sostenían cualquier cantidad de cables y alambres que daban
la impresión de caprichosas telas de araña. Desconcertado
pregunté a la mujer que permanecía a mi lado.
–¿dónde está la escuela?
–¡Ésa es! –señalando el jacalón–
Miré perplejo el lugar, la mujer, afectuosa añadió:
–Acabe de llegar maestro, a los niños les va a dar
mucho gusto.
–Sí, señora, gracias.
Me encaminé profundamente desilusionado y temeroso.
Me recibió el maestro Luis Pérez, un joven como de mi
139
edad, informándome que la profesora Luz María –que era la
directora– había ido a Chimalhuacán, pero, que de una vez me
hiciera cargo de mi grupo. Me presentó con los menores eran
niños de 5 a 12 años, vestidos humildemente, en su mayoría
descalzos y notoriamente desnutridos. Todos de primer año.
Me quedé solo con los infantes que nomás se me quedaban
mirando, y yo a ellos. No sabía qué hacer aún bajo el efecto
de la gran desilusión, jamás imaginé tanta marginación. Me
preocupaban los niños en ese espacio sin ventilación y sórdido.
–Sin ninguna experiencia en la docencia, pero con
enorme entusiasmo, los organicé en pequeños grupos por
edades. En total sumaban 190 niños –ni para pasar lista–; me
dolía verlos sentados sobre el suelo de tierra. Con la ayuda
de los padres de familia, que llevaron huacales, tablones,
tabiques, etcétera, improvisamos bancas y mesas; logramos
cierta comodidad. El papá de las niñas Pizaña me llevó una
pequeña mesa diciéndome:
–Era la mesa de mi casa, pero, ahora será su escritorio
profesor.
Me conmovió grandemente. Ha sido de los regalos más
valiosos que he recibido en la vida, y así, pude intentar trabajar
con mis primeros alumnos. Como todavía no existían los libros
de texto gratuito, me valí del método tradicional y eficaz del
maestro Gregorio Torres Quintero, que a base de cantos y
rondas se enseñaba a leer y a escribir.
“A la víbora, víbora de la mar, de la mar,
Por aquí pueden pasar, los de adelante corren mucho,
Y los de atrás se quedarán...”
140
Haciéndoles hincapié en que los de adelante corren
mucho porque son los estudiosos, los que desean competir y
ganar, los de las grandes esperanzas; ya que los flojos serán los
perdedores y atrás se quedarán.
Y ante mi sorpresa, fui obteniendo magníficos resultados,
ya que este método producía en buen estimulo en los
educandos, pero me intrigaba que invariablemente a media
mañana algunos niños se quedaban dormidos, y suponía que
estarían enfermos. Con tristeza y preocupación comprobé que
su problema era que tenían hambre.
Una mañana, la madre de un alumno me llevó una rebanada
de sandía. Mientras los niños trabajaban discretamente
me la comí, como no tenía bote de basura momentáneamente
coloqué la cáscara a un lado de la silla; de pronto sentí que algo
se movía debajo de la mesa, era un ruidito apenas perceptible
como de roedor. Escrupulosamente miré y descubrí a una
niña de las más pequeñas, descalza, devorando la corteza de la
sandía. No quise ni moverme, no quería que la criatura se percatara
que la había visto y se mortificara; minutos después, la
menor regresaba a su lugar limpiándose la boquita, en el piso
no había quedado nada, ni rastro de la cáscara. ¡Cuánta debió
ser su necesidad de alimento ya que esa corteza es muy dura!
Han transcurrido más de 40 años y de mi corazón no he podido
borrar aquella imagen dolorosa de una criatura con hambre.
Me propuse con la autorización de la profesora Luz María,
intentar conseguir los desayunos escolares. Envié solicitudes
141
a diferentes dependencias oficiales y las respuestas fueron
negativas, argumentando que la escuela Ignacio Allende de la
colonia Del Sol dependía del Estado de México, y el gobierno
de Toluca no tenía presupuesto para dichos desayunos. En
mi desesperanza pedí una audiencia con la profesora Eva
Sámano de López Mateos –la primera dama– que atendía en
Palacio Nacional. Y ante mi sorpresa fui recibido por ella, y con
la audacia que brota de la necesidad y la inconciencia de la
juventud le rogué:
–Profesora, no le vengo a pedir para algo superfluo,
se trata de mis alumnos que tienen hambre, ¡son niños con
hambre! Y no pueden estudiar –mostrándole las fotografías–.
La señora Sámano, observó las fotos con interés y reflexiva me
preguntó:
–¿A todos estos niños los atiende usted solo?
–Sí, profesora, son 190 alumnos.
–Mis respetos profesor. Cuente usted con los desayunos.
Enseguida giraré indicaciones.
Y de esa manera llegaron los desayunos escolares a la
escuela Ignacio Allende de la colonia Del Sol.
La maestra Luz María, Luis, y yo formamos un buen
equipo, y compartimos momentos dignos de recuerdo,
por ejemplo, en la época de lluvias se inundaban las zanjas
que estaban a los lados de la brecha por donde iba el
camión, ocasionando muchos problemas. Hasta que un
día se desbarrancó el armatoste y fuimos a dar al lodazal
142
quedando como puercos atorados, ni más ni menos. Con
enorme dificultad logré salir por una ventanilla y literalmente
a jalones, ayudado por Luis, intenté sacar a Luz María, su
vestido se rompió, pero afortunadamente el brassier resistió,
pues jalándola del mismo conseguimos sacarla. Ya libres, nos
reíamos divertidos: “Sí profesora, gracias a su buen brassier,
pudimos salvarle la vida”.
Era un verdadero problema para los alumnos que
terminaban el tercer año, pues tenían que ir a otra colonia
para continuar sus estudios. Luz María pedía otro maestro, y
las autoridades contestaban que no había vacantes. Le sugerí
que yo podría llevar a un maestro de la Escuela Normal, y que
de una manera económica, pagado por los padres de familia y
el Municipio, se resolvería el problema. Estuvieron de acuerdo,
invité a un compañero, Consejo Flores quien aceptó encantado,
pero solamente estuvo una temporada; posteriormente
convencí a Sergio Rojas, el Checo, que se unió al equipo por
un buen tiempo, con quien compartí momentos de gratísima
memoria incluyendo las novias. Mi primera borrachera fue en
su compañía y no precisamente en una cantina.
En ocasiones el camión se tardaba mucho, o no pasaba
y teníamos que regresar caminando. Cuando no llovía las
polvaredas eran espantosas, ya que se mezclaban el salitre
y los moscos, oscureciéndose totalmente. Teníamos que
cubrirnos la cabeza, porque si por desgracia se nos metían
en los ojos, se producía un ardor insoportable. De modo que
143
cayendo y levantando, literalmente, íbamos por el bordo de
Xochiaca cuando a lo lejos escuchamos la voz de un hombre,
era el padre de uno de mis alumnos que tenía un puesto de
refrescos, invitándonos a que nos acercáramos.
–Pásenle profesores, tómense una cervecita en lo que
amaina esta maldita lluvia de moscos.
El Checo y yo aceptamos de buena gana, ya que íbamos
muertos de sed y de cansancio. Dentro del puesto nos sentimos
aliviados, el señor destapó las botellas disculpándose.
–Nomás que me van a perdonar que las cervecitas estén
calientes, pues hoy no pasó el del hielo.
Efectivamente las botellas estaban calientes, pero era
tanta nuestra sed que así las bebimos.
Tiempo real
Recogí al maestro Luis Pérez en la parada del metro Pantitlán.
Nuestro reencuentro resultó lleno de enorme afecto, nos abrazamos
auténticamente emocionados. Ignorando el que evidentemente
ambos hemos cambiado notoriamente subimos a
mi coche y nos dirigimos a la colonia Del Sol.
–No esperes encontrar aquella escuelita –comenta Luis–
me refiero al jacalón.
–¿No?
–¡Claro que no! Todo aquello desapareció. Nada más te
prevengo.
144
Efectivamente a medida que nos adentrábamos en lo
que ahora es Ciudad Netzhualcóyotl, mi confusión aumentaba.
Pasos a desnivel, periféricos, anuncios espectaculares, todo
resulta diferente. Después de mucho rato me dice Luis:
–Ya llegamos –señalándome un edificio– esa es ahora la
escuela Ignacio Allende.
Desconcertado miré mi entorno, no tenía nada que ver
con lo que yo recordaba; de pronto, en mi evocación me vi
aquella mañana de 1959, junto a la mujer que me decía:
–Acabe de llegar maestro, a los niños le va a dar gusto.
La voz de Luis me volvió a la realidad.
–Vamos a pasar maestro, parece que ya empezó la
ceremonia.
Nos recibieron señoritas edecanes, que nos situaron
en lugares de honor junto al presidente municipal de Cuidad
Netzahualcoyotl, Valentín González –hombre relativamente
joven a quién le ofrecí referirle anécdotas relevantes del lugar–
interesado opinó:
–Profesor, usted, por ser de los fundadores, tiene la
autoridad de un cronista.
Sonreí halagado. En ese momento la banda de guerra
entonaba El Himno Nacional. Los niños de la escolta, elegantemente
ataviados, le brindaron los honores a la bandera. Especialmente
conmovido observé la ceremonia y no pude evitar
establecer la diferencia abismal entre esta escuela, y aquella,
mi escuelita del jacalón.
145
Y en mi memoria aparece la imagen durante una ceremonia
escolar en el patio del jacalón. La maestra Luz María,
Luis y yo, damos el visto bueno a los niños de la escolta sencillamente
uniformados de blanco. Luz María advierte que falta
la niña Aidé, que es de mi grupo –comenté–:
–Debe estar terminando de arreglarse, voy por ella.
En el interior del salón descubro por ahí sentada a la
niña Aidé, que es como de diez años, la llamo y no responde.
Intrigado me aproximo a ella que me mira temerosa y al borde
del llanto.
–¿Qué tienes Aidé? Te estamos esperando.
Le ofrezco mi mano, la niña se abraza a sí misma y rompe
a llorar. Ya preocupado me siento junto a ella e insisto.
–Dime, ¿qué te pasa? –me mira temerosa–.
–Aidé, yo soy tu maestro y tu amigo, debes tenerme
confianza, además tus compañeros de la escolta te están
esperando. ¿Vas a decirme qué tienes?
Desviando la mirada dice avergonzada:
–Es que no puedo caminar, mi ropa interior está
manchada de sangre.
Comprendiendo lo que ocurre.
–Bueno Aidé, eso les sucede a todas las niñas, y no es
nada de lo que debas avergonzarte. En seguida viene la maestra
Luz María para que te diga lo que debes hacer y te incorpores a
la escolta.
Aquellas criaturas desafortunadamente no contaban
con la información actual, de “eso” no se hablaba por considerarse
un tabú, o una falta de respeto.
146
La ceremonia presente continúa, se habla de los
cincuenta años de la Escuela Ignacio Allende y a manera de
tributo nos brindan un aplauso a los maestros fundadores,
después se ofrece un almuerzo. Un mesero uniformado nos
invita unas bebidas comentando gentil:
–Con este calor se apetece una bebida fresca profesores.
Extrañamente al recibir el vaso apareció en mi recuerdo
aquel legendario momento paralelo, en que un compadecido
padre de familia nos ofreció al Checo y a mí unas cervezas en
su negocio.
En el interior del humilde puesto de madera, seguimos
el Checo y yo, bebiendo cerveza caliente en compañía del
hombre que se disculpa:
–Me da pena profesores que no tengo nada que
ofrecerles de comer. Por esta condenada lluvia de moscos mi
mujer se ha retrasado con la comida, pero mientras échense
otra cervecita.
El Checo y yo, nos miramos afirmativamente y muy
atarantados.
En el edificio actual de la escuela, yo me sentía fuera de
lugar. Evidentemente no era lo que yo esperaba y una molesta
frustración me invadía. Le pedí a Luis que me llevara al sitio
donde estuvo realmente nuestra escuela. Discretamente y sin
despedirnos abandonamos el lugar.
En una avenida amplia y frente a un edificio donde se
encuentran unas tiendas, Luis me indica que me detenga.
Al tiempo que comenta:
147
–Mira, maestro, aquí fue donde verdaderamente estuvo
aquella escuelita donde yo te recibí.
Auténticamente perplejo revisé mi alrededor y exclamé:
–¿Aquí estaba el jacalón?
–¡Exacto! Y aquí justamente terminaba la colonia Del Sol.
–Murmuré incrédulo– ¡quién nos lo hubiera dicho!
–pausa– Bueno, han pasado más de 40 años.
–Javier, ¿quieres bajar a caminar?
–Sí, pero antes permíteme Luis.
De la parte posterior del asiento, y de una hielera portátil
saqué una botella de champaña y dos copas. Luis comentó
sonriendo:
–¡Qué elegante! No venías preparado.
–Quería que brindáramos, me sentía en deuda contigo Luis.
–¿En deuda? No entiendo.
–Lo acabas de recordar. Tú, maestro Luis, fuiste quien
me dio la bienvenida aquella mañana de enero de 1959.
Luis sonrió aceptando. Puse en su mano la copa servida.
–De modo que, ¡salud maestro! Y gracias por tu amistad
y todo tu apoyo incondicional.
–¡Salud, maestro Javier! –bebimos con enorme placer–.
–¡Ah! Espera, falta lo más importante.
Accioné el toca compactos y escuchamos una grabación
original de 1959.
“...tú como piedra preciosa, como divina joya, valiosa de
verdad...” –Luis grita entusiasmado:–
–Gema con los Dandys, estaban de moda entonces.
148
¡Cuántos recuerdos! También cantaban “Cerca del mar” me vas
a hacer chillar.
–¡Ningún chillar. ¡Salud! –bebimos–. Ahora sí maestro
Luis, vamos a caminar por donde estaba la escuela.
–¿Con todo y copas? –Escandalizado–.
–¡Po’s luego!
–¿No se verá mal, maestro Javier?
–De ninguna manera.
Es más, vamos a llenarlas totalmente.
Frente al edificio, apoyados en mi coche y con la copa en
mano, observábamos el Lugar cabizbajos. De pronto comenta
Luis:
–Oye, maestro, ¿no será que alguno de los dos se irá a
morir pronto?
–¿Porqué piensas eso Luis?
–Porque andamos recogiendo nuestros pasos... bueno,
así dicen –solemne–.
–¡Qué cosas se te ocurren! No pienses en eso. Y ¡salud!
–bebimos–. Tengo una idea Luis, vamos a cuadrarnos aquí,
donde estuvo nuestra escuela.
–Y donde pasamos tantas privaciones –agrega Luis–.
–No todo fue triste Luis, también aprendimos a soñar.
Teníamos todo el derecho. Empezábamos a realizarnos, era el
despegue.
–¡Es verdad! Bueno, ¿qué saludo quieres, el militar o
como si estuviéramos saludando a la bandera?
–Pues, como somos mentores, el saludo a La Bandera.
149
–Espera Javier, ¿con todo y copas?
–Bueno –especulando–, yo considero que eso sí se vería
un poco mal, sobre todo, la historia nos puede juzgar. De modo
que descansemos momentáneamente las copas. A la una, a las
dos, y a las tres.
Con la mano horizontal sobre el pecho hacemos el
saludo, y sonriendo, tomamos nuevamente las copas.
–¡Salud, mi siempre recordado amigo!
Luis me mira conmovido, y se le enturbian los ojos en
lágrimas, resistiendo murmura:
–¡Salud! Mi dilecto amigo Ruán. ¡Y gracias por venir! Qué
bueno que dios nos dio licencia de volvernos a ver. ¡Salud!
Retrospectivamente me veo en compañía del buen Checo
vamos por el desaparecido borde de Xochiaca, caminamos
con enorme cansancio entre la lluvia de salitre y los moscos.
Estamos mareados por el efecto de la cerveza caliente, que fue
como una pedrada en la cabeza, además del hambre y el espantoso
calor. Parecemos fantasmas perdidos en un desierto.
Estoy muy agotado y le pregunto:
–Oye Checo, ¿estará todavía muy lejos por donde pasa el
camión?
–¡Míralo! –exclama Checo–. Allá se ve uno, allá, hasta el
final. Ya falta poco, ¡no te me frunzas maestro!
Y seguimos caminando, y como en la pantalla cinematográfica
se congela la imagen.
150
Sea esta crónica un homenaje a mis queridísimos compañeros
maestros: Luz María Hernández Medina, Luis Pérez Sánchez,
Consejo Flores Méndez y Sergio Rojas Rodríguez.
151
152
La profesora Luz María Hernández y Ruán con sus alumnos
en la escuela primaria Ignacio Allende, colonia Del Sol, 1959
153
Nahuatzen desde las alturas
Tuve la fortuna de ser invitado por el sacerdote
y geólogo don Francisco Martínez Gracián –hoy
Doctor Honoris Causa por la UIIM– a llevar a cabo
un vuelo en avioneta en plan de investigación
en la meseta p’urhépecha.
Al contemplar el esplendor de esa región michoacana,
sobrevolando en la avioneta que piloteaba el sacerdote a considerables
kilómetros de altura, experimenté una sensación
jamás imaginada. Puedo asegurar que fue algo inconmensurable,
ya que mis experiencias aéreas nacionales e internacionales
habían sido en jets que vuelan a otras velocidades y a
otras alturas.
Volar en avioneta resultó maravilloso, tenía la impresión
de casi poder tocar las cosas. Como el sacerdote y piloto iba
simultáneamente tomando fotografías, dimos varias vueltas
sobre el cráter del Paricutín. ¡Qué belleza magnífica!
El padre generosamente me iba nombrando los lugares
por donde pasábamos, y los sitios donde, después de mucho
trabajo, logró obtener el agua. Ese líquido vital.
De pronto, señalando dice con entusiasmo:
–Mira Ruán, ¡ahí está tu tierra, Nahuatzen!
Escoltado por sus cerros: el Capén, el Juanillo, el Guashán,
estrenando miradores espectaculares y, por supuesto, el Pilón.
En el centro, siempre esperándonos, el templo de San Luis Rey
con su torre de cantera que sorpresivamente brillaba como un
diamante, saludándonos.
157
Profundamente conmovido musité:
–¡Nahuatzen! Mi tierra y la de mi gente.
Con sus historias fascinantes de amor y pasión, y cualquier
cantidad de leyendas rurales, imaginé los talleres rumorosos
impregnados de canciones y corridos, donde manos de
hombres y mujeres convierten la madera en arte.
¡Qué dicha poder contemplar mi pueblo desde esta
altura! Seguramente así debe mirarlo dios. Bordado en verde y
barro. ¡Verdaderamente una joya montada en nuestro orgullo!
Agosto de 2008.
158
Documento oficial que avala al maestro Javier Ruán como
Hijo Predilecto de Nahuatzen, primera distinción que se otorga
a un nahuatzense.
159
La entrevista con Elena Garro
Después de la función en la sala Villaurrútia
de la obra Moctezuma II del maestro Sergio
Magaña, que yo protagonizaba –junio de
1963– me saluda Sergio Vejar, el joven y
talentoso director de cine, que justamente acababa de terminar
su multipremiada película Volantín. Luego de felicitarme por
mi trabajo me comenta que estaba preparando un nuevo
proyecto cinematográfico sobre un cuento de la escritora Elena
Garro. Y que al ver mi actuación de esa noche, consideraba que
yo reunía las características del protagonista de La culpa fue
de los tlaxcaltecas, preguntándome a la vez si me interesaría
participar en dicho proyecto.
–¡Encantado Checo! Hacer cine es una de mis mayores
ilusiones, dime ¿qué tengo que hacer?
–Bueno, déjame hablar con Elena. Precisamente estamos
trabajando en el guión para la película; ya que en el
cuento, el personaje solamente está sugerido. Afortunadamente
estamos en muy buen tiempo; claro que se han mencionado
nombres para el tlaxcalteca, pero aún no hemos
decidido nada. Por eso quiero que Elena te conozca.
–¡Gracias! Checo. Ojalá y la señora me apruebe. ¡Imagínate!
¡Mi Primer película! Serías mi padrino cinematográfico.
–Por mí, encantado, Ruán. Te informo por teléfono;
mientras cruza los dedos.
–Voy a tener cruzados hasta los ojos –le dije– y con gran
ilusión me santigüé.
La entrevista se dio una tarde en la casa de Elena Garro
en Virreyes. Para mí todo un acontecimiento. Sergio Vejar y yo
163
esperamos en un pequeño salón elegantemente decorado. Yo
estaba particularmente emocionado y nervioso, imaginando
que de esa entrevista dependería mi oportunidad para hacer
cine. Vejar lo advirtió y afectuoso musitó:
–Calma Ruán. Sé de antemano que le causarás buena
impresión a Elena.
Sonreí tranquilo. La señora Elena Garro hizo su aparición
elegantemente ataviada, en una especie de caftán color marfil;
era una gran presencia, mujer bella en su primera madurez. Se
aproximó a Vejar, a quien besó cariñosa al tiempo que le decía:
–¡Qué gusto verte! Mi querido Sérguey.
Vejar nos presentó.
–La señora Elena Garro, él es Javier Ruán, nuestro posible
tlaxcalteca.
Me ofreció su mano gentil, observándome y comentando
afectuosa:
–Oye Sérguey, ¿los tlaxcaltecas eran guapos?
Divertido opinó:
–Seguramente.
Los tres sonreímos y nos invitó a sentar. Ella se recostó
sobre un elegante diván. Afectuosa y directa me preguntó:
–¿De dónde es usted Javier?
–Del estado de Michoacán señora.
–¿De qué parte del estado?
–de la meseta P’urhepecha, de un pueblo que se llama
Nahuatzen.
–Nahuatzen… ¡Qué bonito nombre! ¿Qué significa?
164
–Lugar donde hiela, lugar donde hace frío; pero uno de
los encantos de Nahuatzen es que se localiza en plena sierra
bordeado de pinabetes…
–¿Qué son pinabetes?
–Pinos muy altos, parecidos a los de Navidad; y en la
temporada de invierno se cubren de aguanieve. La gente que
ha viajado asegura que parece un lugar de los pirineos.
Elena mira significativamente a Vejar.
–Te fijas Sérguey, este joven p’urhépecha además de
guapo es todo un filósofo.
–Ya me doy cuenta… –sonriendo–. Elena con verdadero
entusiasmo agrega:
–Javier, me interesa escucharlo más. Cuénteme algo, lo
que sea.
Su actitud me inspiró confianza, y lo más tranquilo que
pude le comenté:
–Disfruté muchísimo su libro señora, La semana de
colores.
–¡Gracias! ¿Y cuál de las historias le interesó más?
–Todas. Pero la que me impactó fue la que se llama ¿Qué
hora es?
Interesada sonríe con Vejar y me pregunta:
–¿Por alguna razón en especial?
–Sí, me conmovió enormemente que una hermosa mujer
envuelta en un enigma, fuera capaz de amar tanto a un hombre,
al grado de esperarlo en un hotel de lujo en París, durante
largo tiempo gastando sus ahorros, y posteriormente pagan-
165
do con sus alhajas el alquiler de la habitación pacientemente
enamorada, con la ilusión de que su amado se reuniría con ella
a determinada hora, solamente preguntando con discreción
de cuando en cuando ¿qué hora es?
Elena y Vejas se miran y éste le pregunta:
–¿Qué te parece nuestro tlaxcalteca?
–Me tiene admirada Sérguey. ¡Insisto! Además de guapo,
habla y lo hace bien.
Una empleada uniformada, llega empujando un carrito
metálico, con servicio de cafetera de plata, tazas de porcelana
y galletas –discreta se retira– la señora Garro, gentil nos invita.
–¿Tomamos café o prefieren una copa? –Vejar jugando–.
–Yo creo que a Ruán le caería bien una copa para el susto.
La dama sonríe y pregunta:
–¿Por qué se asustó Javier?
–Bueno, señora, no era precisamente susto. Estaba
nervioso por la entrevista, ya que tengo mucho interés en
participar en su proyecto.
–Pero, ¿ya no está nervioso? –sonriendo–.
–No, señora, ya no.
Elena mirando a Vejar.
–Qué bueno, porque necesito que se quite la ropa.
Notoriamente desconcertado le pregunto:
–¿Toda?
–Sí, estos hombres, los tlaxcaltecas, andaban semi desnudos.
166
–De acuerdo señora.
Procedí a desvestirme. Elena me observaba con profesionalismo,
intercambiando miradas con Vejar, a la vez que me
indicaba:
–¡Por favor! Camine hasta el ventanal –la obedecí–. Bien,
regrese. ¿Hace usted algún deporte Javier?
–Sí, señora, me estoy iniciando en el karate.
–¡Qué bien!, ¿recuerda la figura del discóbolo?
–Desde luego señora.
–Trate de imitarlo.
Lo hice frente al ventanal.
–¡Perfecto! –Festiva–. ¿Qué edad tiene?
–22 años señora.
–¡Qué joven! –Suspirante–.
–¿No le sirvo para el personaje? –Preocupado–.
–Está en la edad justa. Me refería a que su juventud es...
como le diré... alucinante.
Nos miramos holgadamente, sus ojos tenían un brillo
diferente, más hermoso. Ella rompió la pausa diciendo:
–Mi querido Sérguey, estoy totalmente de acuerdo
contigo. Este muchacho, es nuestro tlaxcalteca.
–¡Enhorabuena Ruán! –dijo Vejar–, eres un suertudo,
debutarás en el cine como protagonista en una historia de
Elena Garro. Esto es lo que se dice entrar por la puerta grande.
Auténticamente conmovido y siguiendo un impulso irrefrenable
besé a la señora Garro en una de sus mejillas diciendo:
–¡Gracias! ¡Muchas gracias señora! Por esta oportunidad.
167
No la defraudaré.
Elena, jugando y con encantadora coquetería pregunta:
Hay algo que me intriga Javier, ¿todos los p’urhépecha
son apuestos?
–Además de inteligentes y… ¡querendones! –malicioso–.
La señora Garro sonrió divertida mirando a Vejar.
Me sentí enormemente satisfecho. Consideraba un logro
auténtico el haber sido aceptado por una escritora de tanto
prestigio, me llenaba de orgullo. Esa entrevista fue una experiencia
muy valiosa en el arranque de mi carrera como actor.
Por razones financieras, la película jamás se hizo. Pero
curiosamente fui llamado por el maestro José Solé para
interpretar al príncipe Xicoténcatl –tlaxcalteca– en la obra
teatral Los Argonautas de Sergio Magaña, en el teatro Jiménez
Rueda, que me sirvió de trampolín para participar estelarmente
en la película Corona de lágrimas de Alejandro Galindo.
168
Legendario esplendor
Televisa San Ángel, día gris de octubre, del año
2000. Monotonía de la lluvia de otoño sobre
las baldosas. Me encamino al foro ocho, ya que
tengo llamado en el programa de Silvia Pinal.
Cuando veo acercarse una figura femenina, pequeñita, que
avanza con dificultad apoyándose en el brazo de un hombre
joven; trato de identificarla sin conseguirlo, es una anciana
delgada, vestida con notoria humildad y lleva en la cabeza
una boina negra de estambre que deja al descubierto ralos
mechones de cabello desteñido. Sonríe al descubrir que la
miro y advierto que no lleva dentadura.
–¿Cómo estás Javier?
Pregunta muy afectuosa, y al percatarse que no la
identifico, aclara:
–Soy Sara Guash.
Brutal confrontación. Se me hace un nudo en la garganta
en Nahuatzen dirían: “se me juntó el cielo con la tierra”, y
sin poder contenerme la abrazo y la beso amorosamente.
Preguntándome cómo era posible que de aquella deslumbrante
belleza sudamericana, que yo recordaba compartiendo en
igualdad de condiciones nada menos que con María Félix en la
película La Escondida, solamente quedaran reconocibles estas
pálidas esmeraldas que son sus ojos, ahora sin brillo, velados
por una como melancolía.
No podíamos dejar de hablar de La Escondida en la que
Sara Guash interpreta a una glamorosa mujer de mundo que
171
se convierte en pigmalión de Gabriela, joven vendedora de
pulque, que interpreta María Félix.
–Ahora vivo en la casa del actor.
Me comenta Sara con una resignada sonrisa y agrega:
–La paso muy bien con mis compañeros jubilados,
recordando casi siempre el pasado esplendor.
Pretendiendo animarla digo:
–Pero debe tener su encanto ese lugar mi querida Sara.
Podrás reflexionar...
Me interrumpe acongojada.
–¡Pero si no hago otra cosa, galán!
Dolido, la miro atentamente, sin apartar los ojos de
sus ojos; alguna vez encantadoramente seductores, ahora
pequeños y cansados. Para halagarla le comento:
–Casi te puedo asegurar que en algún momento María
Félix debió haber temido ser eclipsada por tus radiantes ojos
verdes.
Sara levemente sonríe con lejanísima coquetería y
exclama:
–¡Imagínate! Cuando hicimos la secuencia en el interior
del tren, María me dijo frente a Gavaldón que jamás había
visto unos ojos tan grandes y tan verdes como los míos. ¿Cómo
crees que me sentí al oírla decir eso?, ella que no acostumbraba
echarle piropos a nadie. Eso quiere decir que algo tenían mis
ojos, ¿verdad?
–Todavía lo tienen señora Guash. Donde hubo, hay.
172
Sara vuelve a sonreír, halagada, pero sus ojos se llenan
de una niebla húmeda. Jugando le pregunto:
–Obviamente, mi querida Sara, que tú eres más chica
que María, ¿verdad?
–¡Indudablemente! –respondió y aclaró– aún no cumplo
los 40.
Ambos sonreímos maliciosamente y nos despedimos.
Prometí visitarla en la casa del actor y volví a besarla
cálidamente. Ella me acarició el rostro diciendo:
¡Pero de veras, ve! Vas a encontrarte con compañeros muy
queridos, allá te espero.
La vi alejarse, diminuta, apoyándose en el brazo del joven
empleado de la casa del actor y me quedé un rato meditando
en la dolorosamente efímera y llena de soledad que resulta la
carrera y la vida de algunos actores.
Monotonía de la lluvia en las jardineras y andadores de
Televisa –otrora los estudios cinematográficos San Ángel Inn–
donde casualmente se filmó La Escondida en la que seguirán
brillando indefinidamente los encantadores ojos verdes de
Sara Guash.
173
Mi amigo Evaristo
y su traje de etiqueta
orría el año de 1957 cuando Evaristo y yo
C
terminamos la escuela secundaría en aquel
hermoso edificio neoclásico de la calle de
Regina, por el centro histórico.
Soñábamos con la posibilidad de poder adquirir un
traje de etiqueta para asistir al baile de graduación, debo
aclarar que en aquellas mocedades ya éramos fanáticos
del séptimo arte mexicano e internacional. De ahí nuestro
buen gusto por la ropa, la de vanguardia naturalmente.
Los adolescentes de entonces, inevitablemente estábamos
bajo la influencia de la imagen del recién desaparecido
James Dean, y obviamente que portábamos los blue jeans
acompañados de camiseta blanca y chamarra roja de nylon,
con el cuello necesariamente levantado.
Así las cosas, Evaristo con gran esfuerzo consiguió que
Roberto Villanueva –nuestro compañero sastre– le hiciera
un traje gris oxford que pagaría en abonos y como yo no
tenia crédito tuve que conformarme con el traje negro de mi
hermano Virgilio. Carecíamos de tantas cosas materiales, pero
a cambio poseíamos el embeleso y el esplendor de la primera
juventud y a dios gracias, la cabeza llena de “pájaros”.
El baile resultó inolvidable. En el legendario salón
Sullivan compartimos la mesa con el formal de Luis Cruz, Juan
Pacheco y sus hermanas Gloria y Mariana acompañadas de
sus respectivos novios de entonces, Javier y Pedro Ávalos, los
hermanos Sandoval Yoyita, Juan y Elena –digna de amorosa
177
remembranza– pues bailaba el danzón llena de legítima
sensualidad y como dice un tango “...se formaba rueda pa’
verla bailar”, sin la menor duda, estuve enamorado de ella.
También nos acompañó el buen Concho Miramontes,
que años después nos hiciéramos compadres. Javier Martínez
Rivas que ya trabajaba en Excélsior, y por lo mismo, era el
único que tenía automóvil, mismo que aprovechamos para
arribar elegantes y presuntuosos al salón de baile. Fuimos los
últimos en abandonar el lugar olvidando la frustración de no
haber podido estrenar un traje de etiqueta.
A medida que transcurría el tiempo, yo iba creciendo por
dentro y por fuera, aprendiendo y enamorándome ¡gracias a
dios! Evaristo se convirtió en un exitoso hombre de empresa
y en plena juventud disfrutó de la tranquilidad que brinda el
dinero. Y como dios no desampara a nadie, yo también tuve
suerte dentro del ámbito artístico, en la fascinante carrera de
resistencia que es la actuación y el espectáculo.
Un buen día fui requerido por Evaristo, anunciándome la
boda de su hija mayor. Con naturalidad le pregunté:
–¿Asistirás vestido de etiqueta?
–Qué curioso, fíjate que nunca he comprado un smoking.
Y tú galán, supongo que tendrás varios en tu guarda ropa.
–Así es Evaristo, es una prenda indispensable por mi
actividad y vida social.
–Lo entiendo en tu caso –dijo sonriendo– pero ¿yo para
qué lo quiero?, en mi trabajo no se dan compromisos formales
y no lo usaría nunca.
178
–Te equivocas señor Reyna. No lo usas porque no lo
tienes, y considero que ésta es la ocasión para que te hagas
de uno. Supongo que a tu hija le agradará que la entregues
vestido con toda la formalidad en la iglesia.
Me miró caviloso y murmuró:
–Tienes razón, además la vida me lo debe. ¿Recuerdas
que desde adolescentes quisimos tener uno?
–¡Cómo borrarlo de la memoria! Y lo más importante no
ha sido gratuito, nos lo hemos ganado y con auténtico derecho.
Tiempo después me comentó que en breve contraería
matrimonio otra de sus hijas.
–¡Enhorabuena!
Y dada la confianza que existía entre nosotros, le
cuestioné:
–¿Puedo saber cómo será el smoking que usarás esta vez?
Apenado se justificó.
–Sabes galán, ya fui a una de las mejores tiendas de ropa
y me probé varios y la mera verdad no me gusté.
–¿Qué debo entender con eso de “no me gusté”?
Respondió molesto:
–Te juro que me sentí ridículo vestido como capitán de
meseros.
–No es posible que hables de esa manera, después de
que hemos discutido tanto de obras de arte y literatura.
Permaneció ensimismado por un rato y agregó:
–Me expliqué mal, la verdadera razón es que descubrí
que ya se me hizo el cuello muy corto, y no me agradó cómo
me veía con esa ropa.
179
–¡Ah, que mi amigo Evaristo! Mira, por lo general la ropa
confeccionada en serie no a todos nos queda bien, pero te
sugiero que vayas con un buen sastre para que te haga uno
a tu medida. Él te podrá indicar si te favorece más un modelo
recto o uno cruzado.
Me miró indeciso y casi obligado declaró:
–Voy a seguir tu consejo.
Más adelante y con gran ilusión me compartió que
Elena, su esposa y él, cumplirían sus bodas “de plata”, y que le
agradaría estrenar un bonito traje.
–¿Cómo que un bonito traje? ¡Mínimo un frac! El
aniversario lo exige.
Quedó rumiando y externo:
–Te agradezco tu insistencia galán y me obligas a decirte
la verdad, he subido mucho de peso, y vestido como tú me
sugieres me vería mucho más gordo.
–No necesariamente, la ropa de etiqueta favorece a
cualquiera y más si es negra. ¿Por qué no lo intentas muchacho?
Notoriamente inseguro profirió:
–Lo voy a consultar con Elena.
Un año después, consternado, me informó telefónicamente
que su esposa acababa de fallecer. En seguida de ofrecerle
mis condolencias, comenté, que en estas circunstancias es
costumbre vestir con formalidad.
–Seré curioso mi buen Evaristo ¿cómo te presentarás a
los funerales de Elena? Recuerda que tú eres el viudo.
180
Respondió triste:
–De luto naturalmente.
Conociéndolo y con todas sus reservas agregué.
–En homenaje a tu mujer, deberías vestirte de etiqueta.
–¡Pero cómo me juzgas! –exclamó escandalizado– no
se trata de una fiesta. Y para tu información, en Milpa Alta la
gente es muy conservadora y lo tomarían a mal.
–Discúlpame. No comparto tú opinión, además considero
que no es el momento para discutir.
Se hizo una pausa prolongada.
–Solamente te digo que una forma de demostrar el amor
y el respeto a un ser querido que ha muerto es acompañándolo
en su último adiós vestido formalmente, mínimo de traje
y corbata. Yo he tenido que vestirme de etiqueta cuando
se ha tratado de alguien relevante en mi vida y de toda mi
consideración.
Otra pausa.
–Dime Ruán, ¿tú te vestirías de etiqueta si yo me muriera?
–¡No te quepa la menor duda! Eso ni lo preguntes.
Y espero que tú hicieras lo mismo llegado el caso, pero no
debemos preocuparnos Evaristo, supongo que para eso ¡nos
falta mucho!
Evaristo tuvo muchos hijos, uno tras de otro, y de la
misma manera se fueron casando. Solamente faltaba Verónica,
la menor. Conmovido me anunció que debía entregar en
matrimonio a su última hija soltera, lamentando la ausencia de
181
Elena, su esposa. Para aligerar su estado de ánimo y jugando
con la consabida respuesta comenté:
–Don Evaristo, cuando éramos niños invariablemente
nos preguntaban: ¿qué nos gustaría ser cuando fuéramos
grandes, recuerdas cuál era tu respuesta?
Sus ojos miraban lejos, muy lejos, añorando.
–¡Claro que lo recuerdo!, desde niño quise ser un
destacado comerciante.
–Y ya ves, rebasaste tus propias expectativas. Debes
sentirte orgulloso.
Su mirada estaba llena de satisfacción al tiempo que
reconocía.
–Sí, verdad. ¿Y tú galán, qué contestabas?
Muy serio respondí:
–Me creerías si te digo que aún lo sigo pensando, déjame
llegar a grande.
Y reímos de buena gana.
–Bien, don Evaristo, se trata de la boda de tu última
hija soltera. Dime, finalmente ¿te pondrás un smoking?, ya
no tendrás otra oportunidad, a menos que decidas volver a
casarte.
Sonrió maliciosamente a la vez que exclamaba:
¡Ya ni la chingas galán! Mira, cuando fui joven no me
compré uno porque no tenía dinero, y ya después que tuve,
no me gustó como se me veían, y ahora menos que la maldita
diabetes me tiene tan flaco.
Me preocupó su comentario, y más porque la verdad era
evidente. Traté de entusiasmarlo.
182
–Piénsalo, todavía es tiempo. Te debes ese gusto y lo
mereces.
Su mirada era ya triste y resignado asintió.
Unos cuantos meses después de la boda, fui a visitarlo al
hospital de cardiología. Hugo, su hijo mayor, me esperaba para
comunicarme la fatal noticia. Verdaderamente consternado
musitó:
–¡Se fue mi papá! Se nos fue su amigo señor Ruán.
Golpe duro y certero en lo más profundo del corazón.
Después de llorar por dentro y por fuera, decidí despedirlo
con dignidad, y así, con enorme dolor, me vestí de etiqueta en
tributo a mi amigo.
Me encaminé a Milpa Alta. Y como se lo había ofrecido
alguna vez, me presenté llevando un atadito de rajas de
canela y unas ramitas de menta fresca. Para colocarlas entre
sus manos. Como lo indica Nikos Kazantzakis en su “Carta al
Greco” y que tantas veces comentamos. Le pedí a una de sus
hijas me permitiera cumplir con la voluntad de su señor padre.
Verlo sin vida dentro del ataúd me impactó terriblemente,
pero fue mayor la tristeza al constatar que no lo hubieran
vestido formalmente. Desconcertado pregunté la razón por la
cual no estaba vestido de etiqueta, turbada respondió su hija:
–Mi papá nunca tuvo un smoking.
Miré escrupulosamente el rostro sin vida de mi amigo, y
al depositar entre sus manos la canela y la menta, murmuré:
–Jamás lo entenderé Evaristo. Dios nuestro señor no te
dio licencia de adquirir un traje de gala.
183
De pronto, mis recuerdos se balancearon como en un
sueño, y surgió la imagen jovial de Evaristo especificando:
–¿Para qué lo quiero? ¡No lo usaría nunca!
Yo refunfuñé:
–Éste era el momento Evaristo. La ropa formal se hizo
para estas ocasiones. ¡Sea por dios!, perdiste la última oportunidad
para vestirte de etiqueta.
184
El día que un reportero gráfico mexicano
tomó la fotografía más codiciada
de Marilyn Monroe
Era el año de 1962, yo trabajaba como profesor de
primaria en una escuela que se encontraba atrás
de la antigua cárcel de mujeres en San Sebastián
Tomatlán. Serían como las siete de la mañana,
iba abordo de un camión de tercera clase que reventaba de
pasajeros, de pronto, escuché en el radio del camión que la
estrella de cine Marilyn Monroe, que se hallaba en México,
ofrecería una rueda de prensa en el lobby del Hotel Hilton a
las trece horas. Entusiasmado pensé: es mi oportunidad de
ver a la güera personalmente –aunque sea por un agujerito–
con eso me conformo, ya que la admiraba enormemente.
Bueno, ¿y quién no? El problema sería ¿cómo escaparme de la
escuela?, pues mis clases terminaban justamente a la una, y la
distancia entre mi trabajo y el Hotel Hilton que se encontraba
en la avenida de los Insurgentes y el paseo de la Reforma era
enorme. Si tenía suerte y no había mucho tráfico quizá llegaría
en una hora –quedé meditando–. ¿Y si no me presentaba a la
escuela...? No, ¡imposible!, estábamos en periodo de exámenes
y ese día era precisamente el último. Me encontraba en un
dilema y no sabía qué decidir, ya que verdaderamente me hacía
una enorme ilusión la posibilidad de constatar personalmente
la belleza de la flamante mujer, además, quién me aseguraba
que esa ocasión se presentara nuevamente. Y de esa manera
absorto llegué a mi trabajo.
Transcurrió parte de la mañana, trabajé con mis alumnos
agilizando los exámenes con el propósito de escaparme.
187
Discretamente lo comenté con Carmen, una joven profesora
con la que llevaba una relación sentimental y que fungía como
subdirectora. Opinó preocupada:
–Yo considero que no debes ausentarte maestro,
casualmente me enteré que hoy tenemos visita del inspector
de la zona escolar.
La miré con enorme frustración y exclamé furioso:
–¡Pues me vale! Total, ya apliqué mis exámenes, que era
lo más importante.
Amorosa agregó:
–Yo que tú lo pensaba mejor, recuerda que el inspector
Cuaxospa es muy especial y te vaya a reportar.
–¿Qué tendrá de especial ese tal Cuaxospa? Lo que pasa
es que es un mamón, y total, que haga lo que se le dé la gana.
Y si quiere, también que me levante acta de abandono de
empleo, pero este que está aquí, se va a ver a la Monroe.
Carmen me miró intrigada y preguntó:
–¿Tanto te importa ver a esa artista, que expones tu
trabajo?
–Directo– Sí, más de lo que te puedas imaginar.
–Pero seguramente se necesitará una invitación, no te
van a dejar entrar así nomás.
–Yo sabré “colarme” no te preocupes.
Carmen sonrió resignadamente, y en complicidad
agregó:
–Está bien, muchacho consentido ¡vete! Algo se me
ocurrirá para justificar tu ausencia, pero estás como loco.
188
–No mi querida Carmen –besándola– lo que sucede
es que cada quien tenemos nuestras pequeñas o grandes
ilusiones reconfortantes.
–¿Me puedo considerar entre tus ilusiones reconfortantes?
–Ya casi –besándola– pero sigue haciendo méritos.
El ingreso al Hotel Hilton era imposible, había cualquier
cantidad de curiosos obstruyendo la entrada. La rueda de
prensa estaba en pleno apogeo, y un dispositivo de seguridad
hacía muy difícil que alguien ajeno se “colara”, recordemos que
la entrada de ese hotel tenía enormes ventanales con jardineras
en diferentes niveles. Entre codazos y empujones me fui
aproximando, se me complicaba porque llevaba mi portafolio
que me estorbaba, pero finalmente logré encaramarme en
una jardinera, desde donde podía ver perfectamente a la diosa
Monroe. Quedé boquiabierto, no daba crédito. La güera era
más hermosa y encantadora que a través de las pantallas.
Iba enfundada en un vestido de una sola pieza color
durazno, de un material como jersey de seda que se le untaba
al cuerpo dibujándolo en su totalidad. Además, era un secreto
a voces, ya que ella al hacer un comercial de un perfume
francés, aseguraba que jamás usaba ropa íntima “solamente
dos gotas de Chanel”. Con tal antecedente, los reporteros
gráficos que ahí se encontraban, se tiraron literalmente al piso
para recrearse ampliamente a través del lente de sus cámaras,
y alguno que fue favorecido por los dioses, cazó el instante
189
preciso en que la estrella cruzó las piernas, al momento de
cerrar el obturador de su cámara, capturó para siempre la
fotografía más codiciada del coleccionista más exigente de
la señorita Marilyn Monroe. De entre los fans que estábamos
afuera, a alguien se lo ocurrió empezar a gritar pidiendo la
presencia de La Rubia de Oro y todos le hicimos coro. Fue tal
el alboroto que momentos después apareció por una terraza
próxima donde yo me había encaramado. Recibida por cálida
ovación y aplausos, la reina sonreía y enviaba besos con ambas
manos; yo, sin pensarlo y exponiéndome a caer de la jardinera,
me acerque lo más que pude a ella gritándole fascinado:
–¡I love you Marilyn!
La güera entornando los ojos y con su singular sensualidad
y coquetería respondió:
–Me too.
Fue tal la emoción que estuve a punto de resbalar,
soltando inevitablemente mi portafolio que obviamente perdí
en aquel tumulto. Pero nada me importaba después de la
dicha de contemplar tan de cerca a la heroína de Niágara, de
Los caballeros las prefieren rubias, de El príncipe y la corista y
tantas películas más. Cuando me descolgaba de la jardinera, un
hombre exclamó:
–¡Oye cuate!, ¡qué suerte tienes! Después de lo que te
dijo Marilyn ¡ya te puedes morir!
Contesté enormemente halagado:
–Pues sí, ¿verdad? Bueno, es que hoy sí me persigné.
190
En la muerte de Chela Nájera
hela Nájera ya no interpretará más Préndeme
C
fuego si quieres que te olvide. El pasado 9 de julio
la visité en el hospital de la Marina, ese mismo
día me enteré que, cuando le dijeron que yo iría
a verla, en su habitual coquetería, pidió a su enfermera y a su
asistente que la arreglarán para recibirme. Al verme, sonrió y
tomando mi mano se aferró a ella; para no tocar la cánula del
oxígeno que tenía en la nariz, la besé en la frente.
Me conmovió profundamente su aspecto, ya no había
el glamour característico en ella. Su rostro, muy pálido, estaba
ligeramente polveado; también extrañé el rojo de sus labios.
Conmovido, acaricié tiernamente la mano que me sujetaba
y le comenté que siempre me había gustado lo fino y delicado
de estas. Ella sonrió débilmente y entornó los ojos con
un dejo de vanidad. Yo disimulé lo mejor que pude mi dolor y,
como lo hice muchas veces, le canté:
–¿...es que quieren volver tus amores de ayer a inquietarme?...
En su rostro se dibujó una suave sonrisa cómplice y su
mano oprimió delicadamente la mía, me invadió una gran
emoción y en mi recuerdo apareció fugazmente la inolvidable
imagen de aquella hermosa y sonriente mujer que tan
singularmente cantaba:
–...pégame tres balazos en la frente, haz con mi corazón
lo que tú quieras y después por amor, declárate inocente...
Deseaba animarla, pero no sabía cómo. Busqué desesperadamente
palabras que, de pronto, perdieron su significa-
195
do. Le dije, por, fin, que todos la queríamos y que estábamos
rogando a dios por su pronta recuperación, asegurándole que,
en breve, volveríamos a reunirnos para hablar de la vida y sus
encantos. Nuevamente entornó los ojos y sonrió con agradecimiento,
pero no me creyó, no pronunció una palabra, pero no
fue necesario, la expresión de su rostro fue elocuente. Recordé
que ella acostumbraba decirme:
–Mi bello y querido Ruán: ya estoy cansada, ya no
tengo el embeleso de antes, ya no soy aquella mozuela que tú
conociste, la guapeza la dejé por la vida.
Recordé cuánto nos divertíamos parafraseando letras
de canciones y le dije:
–Haz a un lado tu orgullo y tus encantos, yo te voy a
querer de todos modos.
Chela afirmó con la cabeza sin dejar de mirarme. Sentí
que teníamos aún mucho que decirnos, pero ella, cuidando
las formas, fue hasta el final una señora y no abrió la boca.
Consideré que debía dejarla descansar, y amorosamente besé
la mano que no había dejado de sujetarme, prometiéndole que
volvería más tarde.
Cerró los ojos momentáneamente y cuando los volvió a
abrir, advertí en su rostro un enorme cansancio y una profunda
tristeza. ¿Era el adiós? ¿Supo en ese momento que no nos volveríamos
a ver más? Probablemente sí. Siguiendo un impulso
irreprimible la santigüé. Interiormente la encomendé a la virgen
del Carmen. Me miró interrogante, le sonreí animándola.
Nos miramos largamente, sin pausa y sin tiempo.
196
–Luego regreso, no nos despedimos ¿eh?
Me encaminé a la puerta. Sentí su mirada, pero no me
volví para que no me viera con los ojos llenos de lágrimas, me
alejé despacio sintiendo un gran peso en el corazón.
Hubiera querido regresar, abrazarla y decirle:
–...si vas atrás del mar, atrás del mar yo voy contigo, si
vas al cielo azul, al cielo azul ahí te sigo...
De pronto me sentí reconfortado porque volví a ver su
rostro radiante y lleno de vida, cantando:
–...haz con mi corazón lo que tú quieras y después por
amor, declárate inocente...
Días después, me llegó la dolorosa noticia. Me encontraba
en Guanajuato; fue como una pedrada en el corazón. Voy a
lamentar siempre no haber estado en México para acompañar
a mi queridísima Chela en su última presentación, la más difícil
y solemne. Me hubiera gustado cantarle:
–Y hasta cuando en la tierra otra tierra te tape. Ahí
estarán mis besos ligados siempre a ti...
¡Adiós, señora Chela Nájera, dama de la escena, entrañable
e inolvidable amiga, hasta siempre, desde lo alto de mi luto!
Esta crónica se publicó en la sección cultural “El Búho” bajo la
dirección del señor René Avilés Fabíla, del periódico Excélsior el
domingo 2 de agosto de 1998.
197
198
Ruán y Chela Nájera durante la grabación de
“La vida prestada de la rosa”, 1964
¡Hey familia!
Danzón dedicado...
Nos encontrábamos en la época decembrina
en plenas posadas, por las noches cantaba
en la famosa pulquería alternando con Mariana
de la Cruz, exitosa cantante folclórica.
Al conversar con ella, accidentalmente me entero que estaba
casada con el dueño del California Dancyng Club, lugar que
yo frecuentaba siendo un adolescente, justamente en temporadas
de posadas, y me hacía una verdadera ilusión volver
a ese salón de baile después de tanto tiempo. Se lo comento
a Mariana, quien gentilmente responde:
–¿Y qué esperamos? Serás nuestro invitado de honor la
noche que gustes –recordando–. ¡Oye! casualmente mañana
habrá una posada especial para un grupo de extranjeros. Qué
mejor ocasión.
–Por mí encantado, pero recuerda que tenemos que
estar aquí antes de las once.
–No hay problema. Nos da perfectamente tiempo para
llegar a la hora de nuestra presentación.
–¡Gracias Mariana!, acepto con muchísimo gusto.
–Voy a dar indicaciones para que pases con tu coche al
estacionamiento privado.
–Ahí estaré ¡gracias!
¡Qué agradable reencuentro! Estar nuevamente en ese
lugar de tanta tradición y totalmente remozado. Ahora es un
enorme salón con varias pistas, adornado con cualquier cantidad
de piñatas multicolores en forma de estrellas; no podría
201
asegurar cuánta gente había, pero sin duda eran miles de
parejas, todos disfrutando de una auténtica noche de posadas
mexicanas. Mariana y Guillermo su marido, me recibieron
afectuosos y desde un lugar privado y equipado ultra mod, me
mostraron todo el salón y sus instalaciones. Mientras escuchábamos
la música cadenciosa de un danzón, pregunté intrigado,
pero casi con la certeza de identificar de quién se trataba.
–Disculpen, ¿qué orquesta está tocando?
–Quién más puede ser –respondió Guillermo– ¡Acerina!
–¡Por supuesto! Casi lo pude apostar, no podía ser otro.
Me encantaría saludarlo, ¿creen que sea posible?
–Ahora mismo te lo presentamos –dijo Mariana– además
tienes que saludar al público. Ya anunciamos que estaría esta
noche con nosotros un galán de las telenovelas, y con toda
intención no dimos tu nombre para hacerla de emoción.
Sonreí divertido, y en la siguiente pausa musical me
presentaron con el público. Tuve mucho éxito, pues justo en
esos días trasmitían por televisión una serie que hice con Olga
Breeskin, Al final del Arco Iris en seguida nos aproximamos a
la orquesta, se encontraba al frente un hombre de aspecto
afro antillano, de edad madura, muy fácil de identificar. Al ser
presentado me saludó con amplia sonrisa; yo, gratamente
impactado, le estreché la mano al tiempo que le expresaba mi
regocijo.
–¡Maestro Acerina! El embajador del auténtico danzón, es
un verdadero honor conocerlo personalmente. Desde siempre
lo admiro muchísimo, ya que mi papá tenía todos sus discos, y
202
escuchándolos aprendí a bailar ese cadencioso ritmo que es el
danzón.
Él comentó halagado:
–Me agrada saberlo. Y a propósito galán, ¿cuál es el
danzón que más le gusta?
Sin pensarlo respondí.
–Juárez en su creación ¡naturalmente!
Y sin decir más, tomó el micrófono y con una entonación
por demás genuina exclamó:
–¡Hey familia...! danzón dedicado al galán de las telenovelas
Javier Ruán y amigos que lo acompañan...
Se escuchan los acordes de ese danzón inconfundible
lleno de cadencia y sensualidad, que ejecuta la orquesta del
maestro Acerina bajo su dirección, y que miles de parejas siguen.
Profundamente complacido contemplo mi entorno, saboreando
el resultado de mi esfuerzo, considerándolo como
un premio ansiosamente esperado. Absorto trataba de establecer
las distancias legendarias, y envuelto en la maravillosa
magia que produce el recuerdo, me veía en ese mismo lugar,
con mis compañeros de la secundaria, escuchando coincidentemente
el mismo danzón, y naturalmente con la misma orquesta,
conducida por el gran Acerina.
Observo a una muchacha rubia, esencialmente bonita.
Ella se percata y me sonríe con placentera coquetería; su rostro
me recuerda a una joven bien amada. Me lleno de confusión,
quiero evitarla, sin embargo forzosamente siento una enorme
atracción por ella, pero no me decido a invitarla a bailar, solo la
203
miro embelezado. No pudiendo resistir el deseo me encamino
hacía ella pero, justo en el momento de ofrecerle mi mano una
voz femenina a mis espaldas me devuelve a la realidad.
–¿Puedo bailar con el galán de las novelas de México?
Me quedo atónito, ya que se trata de la misma joven, podría
jurar que era el mismo rostro, y rubia también, pero vestida
de diferente manera y con acento extranjero. Desconcertado
pero feliz, contesto al tiempo que la tomo por el talle:
–¡Encantado!
Bailamos al ritmo del danzón. Se dejaba conducir
con familiar actitud, tenía la sensación de haber bailado
anteriormente con ella. La contemplaba directamente a los
ojos extasiado, pero lleno de enigmas. Con fascinante sonrisa
me preguntó directa:
–¿Ya nos conocíamos?
–Temeroso– Creo que sí...
–¿De dónde?
–En este mismo lugar, hace... –calculando– hace más o
menos 25 años.
–Eso es imposible –sonriendo– yo entonces no había
nacido.
Con mayor desconcierto la observé y era verdad, escasamente
tendría 19 años. Entonces, ¿quién era esa misteriosa
joven? Ansioso le pregunté:
–¿Puedo saber tu nombre?
–María Guadalupe Romo.
La miré sin aliento.
–¡No es verdad! ¡Estás mintiendo!
204
–No tengo por qué mentir. Soy de Los Romo del barrio
de La Candelaria, en Bogotá Colombia, y vengo con el grupo de
suramericanos.
Del asombro pasé a la risa sin poder remediarlo.
–¿Qué te pasa muchacho, por qué tanta risa? –Desconcertada–.
–Nada, que de pronto me sentí padre de una joven
como tú –irónico–.
–¿La quisiste mucho?
–¿A quién?
–A esa chica, a María Guadalupe Romo.
–¡Muchísimo! Imagínate, fue mi primer amor –dolido–.
–Pausa– ella falleció hace algún tiempo, por eso cuando te vi
me impresioné tanto –sin dejar de mirarla– No sé qué pensar.
El parecido es sorprendente. Como dos gotas de agua.
–Sincera– Lo siento. Se dice que somos juguetes del
destino... –pausa– Y si tanto me parezco a ella, piensa que no
ha pasado el tiempo y bailemos.
Amorosa apoyó su mejilla sobre la mía y continuamos
bailando.
¿Una revancha o una esplendidez del destino? Decidí no
cuestionarme más, y seguir dentro de esa enigmática magia,
y de esa forma continuamos bailando al embrujo del danzón
Juárez, que tan generosamente me había dedicado el fabuloso
Acerina en el California Dancing Club de la Ciudad de México.
205
Stella Inda y el rebozo de Soledad
“Si no podemos soñar, ¿para qué vivimos?”
Stella Inda.
Sábado, 21 de octubre de 1995.
C
asualmente
me entero que Stella Inda se encuentra
enferma. Preocupado llamo por teléfono a su casa, su
hermana Milagros, sollozando me confirma la noticia.
Domingo, 22 de octubre.
Me presento en el domicilio de mi querida paisana, con un
ramo de gardenias que sabía que le agradaban. Hacía un par de
años que no la veía, la confrontación fue impactante. Aquella
belleza p’urhépecha se había desvanecido. ¿En dónde se perdió
aquel tan singular encanto de entornar sus almendrados ojos?
La realidad era cruel y dolorosa –pensé– la estrella se apaga.
Ya no me saludó de beso en la boca como acostumbrábamos
hacerlo, solo me miró cumplidamente. Le acerqué a su rostro
las gardenias, y sonrió apenas al identificar el aroma, tratando
de ocultar mi desconsuelo, le comenté:
–Son de Pátzcuaro, de nuestra tierra.
Débilmente musitó:
–¡Gracias!
209
Viernes, 27 de octubre.
La señora Inda ingresa nuevamente al hospital. Duerme, se
advierte que respira con dificultad. Una serie de sofisticados
aparatos la rodean, con un pañuelo le enjugo el sudor de la
frente. Imaginando que pueda escucharme le ruego:
–Stella, ¡tienes que recuperarte!, ¡las cámaras te esperan!,
Quiero decirte que mi novela Pueblo chico, infierno grande
ya está en plena preparación, y te escribimos un personaje especial
que será de gran lucimiento.
Inesperadamente entreabre los ojos, y en su rostro se
dibuja una sonrisa con dejo de ilusión.
Lunes, 30 de octubre.
Entusiasmado comento lo ocurrido con el doctor Felipe Cruz y
le pido su opinión. El destacado cirujano me explica:
–Teniendo en consideración que se trata de una señora con una
sensibilidad tan individual y dedicada al arte de interpretar, la
posibilidad de volver a encontrarse en los escenarios o frente
a las cámaras significa un enorme estímulo y su razón de vivir.
Por lo tanto, no deje de visitarla. Considero que su presencia
le hace bien. Yo a mi vez estaré al pendiente de su evolución.
–¡Gracias doctor! Sería maravilloso que se diera un
milagro, y Stella pudiera participar en mi novela.
210
–Debemos tener fe don Javier, el ser humano es
impredecible.
–Y los actores mucho más doctor, ¡mucho más!
Jueves, 2 de noviembre.
La actriz en terapia intensiva. Debo ponerme una bata y cubre
boca para poder entrar a verla. Doloroso enfrentamiento y
total impotencia ante la realidad que supera la fantasía. Su vida
se extingue.
Sábado, 4 de noviembre.
El reporte del médico: “muy delicada” no me atreví a entrar,
no tuve el valor, me agobiaba su agonía.
Lunes, 6 de noviembre.
Stella se debate entre la vida y la muerte. Ante lo inminente y
aprovechando un momento de aparente calma, le comunico a
Milagros, su hermana, el deseo de la estrella de que, una vez
muerta, deberá ser amortajada con el Rebozo de Soledad, el
que ella usó en su legendaria película. La mujer me mira angustiada
y rompe en llanto.
211
Viernes, 10 de noviembre.
Inesperadamente la señora Inda se recupera, y es trasladada
a otro piso. Agradablemente sorprendido la observo dándole
gracias a dios, ya que reposa en la cama con mejor semblante.
De pronto una duda me asalta, ¿será realmente una mejoría?...
con íntimo temor recuerdo aquello del canto del cisne.
Sábado, 11 de noviembre.
La maestra de la escena tiene momentos de lucidez. Con
entusiasmo le comento:
–La protagonista de la actual novela en la que estoy
trabajando se llama Stella y Soledad la antagónica. Se trata
de un juego caprichoso con tus nombres, obviamente en
homenaje a ti Stella.
Y como en otro tiempo abrió grandemente los ojos y
lentamente los entornó con genuina picardía.
Lunes, 13 de noviembre.
Es sorprendente su mejoría emerge como el ave fénix. Hoy
conversamos largamente, y digo conversamos, porque tengo
la certeza de que me escucha leyendo mis labios, ya que
reacciona con la mirada que es su lenguaje actual. Intento
animarla recordándole que:
212
–Aún tienes mucho por hacer en los escenarios Stella.
Me observa interrogante y con desconfianza, apenas
audible musita:
–¡Mentiroso!
Profundamente conmovido le tomo una mano asegurando:
–¡Es verdad Soledad! Y tú lo sabes. Para una auténtica
actriz como tú, siempre habrá un personaje por interpretar. No
existe la menor duda.
Y en su rostro se dibuja una sonrisa de aceptación.
Miércoles, 29 de noviembre.
Desconcertante la forma en que la estrella de La Noche de los
Mayas se aferra a la vida. Se encuentra sentada en un sillón,
pero continúa conectada a través de cánulas con diferentes
aparatos. No habla, pero el lenguaje de sus ojos es fascinante.
La contemplo queriendo adivinar lo que piensa y le digo:
–Recuerda Stella que tú perteneces a los elegidos.
Reacciona, y de pronto de la miel de sus ojos surge una
nueva luz.
–Sí, Stella, y los elegidos embellecen con la pátina de la
madurez.
Intentó sonreír, pero en sus ojos una película de agua se
lo impidió.
–Te lo ruego Stella, no llores. Y menos por la noche...
213
Me miró cuestionándome.
–Porque si lo haces, no podrás ver a tus compañeras, las
estrellas.
Sonrió con asombro.
Martes, 5 de diciembre.
La enfermera me da una noticia desalentadora.
–Doña Stella ha recaído.
Me aproximo a su cama y amorosamente la beso.
Descubro en su mirada un reproche sutil que me traspasa el
alma. Evadiéndola le comento:
–Soledad, te soñé anoche. Paseábamos por la sierra
p´urhépecha, y te veía caminar feliz entre los mirasoles de
nuestra tierra. En cuanto te recuperes iremos ¡te lo prometo!
Su mirada era ya presagiosa, buscaba la verdad. Sus
ojos se humedecieron y de uno de ellos se desprendió una
lágrima que corrió por su mejilla. Me dolió enormemente. Sobreponiéndome,
murmuré:
–Iremos, ¡te lo juro!
Movió la cabeza negativamente.
–Stella, yo sé que Dios castiga a los que no cumplen sus
juramentos. ¡Nosotros iremos!
Y nos vimos borrosos a través de la bruma de las lágrimas.
214
Jueves, 7 de diciembre, Pachuca, Hidalgo.
Me encuentro en plena locación y montado a caballo,
estamos a punto de grabar una escena muy complicada de
la serie El vuelo del Águila, me comenta el director Gonzalo
Martínez:
–Nos acabamos de enterar que murió Stella Inda. En
estos momentos la están velando.
¡Sea por dios! Una noticia presentida, pero no por eso
menos dolorosa. Fatalmente de lado a lado me dolió el alma. Me
persigné, comprobando una vez más lo caprichoso del destino
que se encarga de meternos la zancadilla en el momento que
más nos duele. Resulta complicado ir a la ciudad de México
a despedir a mi amadísima Stella. Y lo que más lamento, es
no poder cumplir con la promesa que le hiciera ante la Virgen
de la Salud. Quedé ensimismado, y como en un flash back
cinematográfico me vi con Stella Inda. Caminábamos por las
calles de Pátzcuaro, Michoacán.
CORTE A:
Calles céntricas en Pátzcuaro.
Era el año de 1968 justamente durante las olimpiadas de México.
Nos encontrábamos de gira teatral con la obra Moctezuma II
del dramaturgo michoacano Sergio Magaña, que encabezaba
215
Ignacio López Tarso. Debo subrayar que la señora Stella Inda,
entonces se encontraba en el esplendor de su madurez.
Iba tomada de mi brazo y yo la presumía orgulloso.
Lucía un elegante vestido blanco, acompañado con un rebozo
de seda color bugambilia que le caía por los hombros, y su
abundante cabellera negra adornada por gardenias; calzaba
sencillas sandalias, se deslizaba sobre ellas impregnada de
sensualidad. Y en honor a la verdad, era de bonito andar. Nos
detuvimos frente a la basílica y sugirió:
–Vamos a visitar a la Virgen de le Salud.
Se cubrió la cabeza con el rebozo y entramos.
CORTE A:
Interior basílica de la Virgen de la Salud en Pátzcuaro.
Muy respetuosa y de hinojos se santigüó frente a la madonna,
una imagen de gran belleza totalmente española. Imitándola
me hinqué junto a Stella, que rezaba en murmullo después de
unos segundos dice en voz baja:
–Mi amado Javier, quiero pedirte un favor.
La miré intrigado.
–Es posible que yo me vaya antes que tú... De la vida
quiero decir, ¿me entiendes?
Desconcertado, murmuro:
–Naturalmente, pero ¿por qué hablar de eso ahora?
216
Sonrió enigmática.
–Porque nunca se sabe... y deseo hacerte un encargo.
–De acuerdo, tú dirás.
Stella, manteniendo sus ojos fijos en los míos habla
solemne:
–Es mi deseo que al morir me cubran con el rebozo de
Soledad, el que usé en la película. Quiero que sea mi mortaja.
Lo tengo guardado en una cajita de madera de esas laqueadas,
de las que hacen aquí en Pátzcuaro. Está dentro del ropero en
mi recámara.
–Bien Stella, lo haré sí esa es tú voluntad. Pero ¿cómo
sabré que es justamente el que usaste en la película? Creo que
tienes varios.
–Se trata de un rebozo de hilo corriente, y será fácil que
lo identifiques porque está rasgado de una de sus puntas.
Sucedió que durante una de las escenas en la película, en
un momento de violencia mi rebozo se enreda en una de las
espuelas de Pedro Armendáriz y fue inevitable que se rasgara,
y ya comprenderás que para mí adquirió mayor valor la prenda.
–¡Ya lo creo!, además ese incidente quedó plasmado en
la película para siempre –abrazándola– ¡gracias! Stella! Me ha
conmovido tu confianza, pero sobre todo tú delicado encargo.
Nos miramos prolongadamente.
–¿Cuento con tu promesa Javier?
–Dios permita que no llegue ese momento, pero cuenta
con ella, Stella.
Amorosa me besó sobre los labios.
217
Jueves, 7 de diciembre.
Todavía aturdido por la noticia y el recuerdo hablé con Gonzalo
Martínez, le expliqué mi urgencia por ir al Distrito Federal.
–¡Imposible Ruán! Estás en todo el plan de trabajo. Lo
siento de veras.
Ante lo inevitable traté de serenarme. Telefónicamente
hablé con uno de mis hijos, le pedí a Guillermo Antonio que
fuera en mi representación a la funeraria, que consiguiera
gardenias frescas, y las colocara sobre el ataúd de la señora
Inda, y también que hablara con su hermana Milagros, y le
recordara que debía cumplir con la voluntad de Stella, en
relación al rebozo de Soledad que yo le había comentado en
días pasados.
Necesariamente resignado ante tal impotencia murmuré:
–¡Cuánta amargura ocasiona la separación de los seres
de quienes hemos ganado su amor! Stella Inda, la actriz
michoacana ya descansa en paz. Le deseo felices sueños a
la joven promesa de La Mancha de Sangre, a la malinche del
Capitán de Castilla, a la heroína de la Noche de los Mayas, a
la mujer sensual, que mostró parcialmente sus encantos en
Los Olvidados, y ahora ante su personaje final Soledad el que
le asignó el destino. Ya que, como un presagio al bautizarla
en Pátzcuaro, la marcaron Soledad, la de Los Olvidados de
Buñuel.
218
Ruán y Stella Inda en la obra teatral Moctezuma II, 1968
219
Aclaración al calce:
El cuerpo de Stella Inda no fue cubierto con el rebozo de Soledad,
simplemente porque los eternos celos enfermizos de Milagros,
su hermana, no lo permitieron. Pretextó que la prenda se había
extraviado, y no hubo forma de encontrarlo. Eso dijo.
–¡Te lo juro! Amada Stella, eso ya estuvo fuera de mi
control. ¡Dios nos libre de las promesas olvidadas y de los
juramentos incumplidos!
220
El Maestro Ricardo Garibay
y Los Marcados
oy tres de mayo, día de la Santa Cruz,
H
aniversario luctuoso del hidalguense
don Ricardo Garibay. Releo su obra
Mazamitla y, como la primera vez hace
muchos años, me sorprende y me conmueve enormemente su
estilo de contar una historia y de manejar el lenguaje. Quedo
ensimismado, poco a poco van apareciendo imágenes que se
balancean en mi memoria.
Una noche del mes de marzo de 1970 de relevante
recuerdo, me encontraba en un cuarto del motel Del Bosque
en Zacatecas. Estaba dormido y la habitación en penumbras.
Me despertó una voz masculina.
–¿Ruán, estás dormido?
Entreabrí los ojos somnoliento, tratando de identificar al
de la voz.
–Soy Ricardo Garibay, disculpa, ya te desperté. Estaba la
puerta entornada y como necesito hablar contigo...
Me incorporo y enciendo la lámpara que se encuentra
sobre la mesa de noche.
–Por favor, maestro, siéntate –señalándole un sillón–
me quedé dormido y ni siquiera tuve tiempo de quitarme la
ropa.
Ricardo me observa detenidamente, ya que mi aspecto
depresivo es evidente, además tengo los ojos irritados. Discreto
mira el lugar, toma un abrigo que está sobre la cama y comenta
amistoso tratando de animarme:
–¡Qué elegante abrigo! Parece como los que usa
Orson Welles.
223
Me limito a mirarlo, ya que su presencia me intriga.
Descubre que ahí mismo está un libro, lo toma y lee el título:
–La carta al greco ¿sabes que solamente la gente culta
lee a Nikos Kasantzakis?
Sin poder ocultar mi estado de frustración pregunto
irónico:
–Y según esto, ¿yo debo considerarme culto?
¡Indiscutiblemente! Además de buen actor.
Profundamente dolido exclamo:
–¡Ah! Por eso me sacaron de la película –luchando porque
no aparezcan unas lágrimas en mis ojos–.
–¡Un momento! Nadie te sacó de la película. Eso que
quede muy claro. Se trata de un “miscast” al ver los “rushes”
descubrimos que eres demasiado joven para el personaje del
coronel Guajardo, eso es todo.
Totalmente furioso levanto la voz.
–¡Pues son chingaderas! Y perdóname maestro, pero
¡esto no se le hace a un actor responsable! Ya que tanto
el director como el productor me vieron a cara lavada y
estuvieron de acuerdo en que yo era el actor que necesitaban.
Y me pidieron que me dejara crecer el bigote, y también, que
fuera a que me tomaran las medidas para que me hicieran los
uniformes que debía usar en la película.
–Todo eso lo sé muchacho, y desde luego que tú no
tienes la culpa, el error fue de los cretinos que no te hicieron
pruebas ya caracterizado. Y para tu tranquilidad te digo, que
vas a cobrar el contrato como si hubieras hecho la película.
224
–¡Nomás faltaba!, de eso se encarga el delegado de la
ANDA. Pero a mí lo que me importa es ¡participar en la película!
–Entiendo tu malestar, pero ya no es posible; te repito,
tienes la desventaja que fotografías más joven de lo que eres.
–¿Y eso es un defecto?
–En este caso sí, porque el personaje debe ser un hombre
recio y con aspecto de villano, y tú muchacho, salta a la vista
que eres todo lo opuesto.
Desesperadamente agobiado comento:
–Tenía tantas esperanzas en este personaje, no tienes
idea con cuánto cariño lo preparé. Tomé clases de equitación
y por dejarme crecer el bigote perdí una telenovela. De
tiempo completo me dediqué a estudiar, y a memorizar los
parlamentos...
Me invade la emoción y estoy al filo del llanto. Garibay se
percata y afectuoso dice:
–Eso habla de tu profesionalismo y mira, precisamente
estoy aquí por sugerencia del productor. Para compensarte
de esta pérdida, te ofrece en su próxima película un personaje
relevante.
Desconfiado y muy molesto exclamo:
–¡Huyyy! ¡La eterna promesa! Gracias Ricardo por lo que
nunca veré.
Advertí en los ojos del maestro un enorme reproche.
–Debes aprender a creer en la gente; ¡claro! No en
cualquier ¡bellaco!. Y yo no tengo por qué prometer lo que no
voy a cumplir.
225
–Te pido que me disculpes maestro. Estoy atravesando
por un momento difícil y muy desgastante, que hasta me hace
dudar de mi calidad como actor. Y no sé si pueda seguir...
–¡Basta!, ¡eso es indiscutible! Eres como un sol que
apenas empieza a elevarse, y recuerda, Kasantzakis te exige
llegar hasta donde no puedas.
Se hizo una pausa, las palabras de Ricardo me sacudieron
y sentí en el peso de su mirada una gran verdad, tímidamente
le pregunté:
–¿Tú crees en la suerte?
–Bueno, ¡la suerte es un oficio cualquiera! Y ¿qué más?
–Quiero decir, ¿si debe uno confiarse a su suerte?
–En lo que te voy a decir encontrarás la respuesta. Te
escribiré un personaje tan hermoso que te hará trascender en
el cine mexicano. Se llamará El Niño en la película Los Marcados.
De modo que mira al destino de frente y sonríe.
Lo escucho extraordinariamente conmovido, inevitablemente
unas lágrimas bordean en mis ojos y ya no me importa.
–¿Lo que acabas de decir es verdad Ricardo?
Descubrí en los ojos del maestro harta inteligencia y una
especial tolerancia.
–¡Perdóname!, estoy muy desconfiado. Pero no quiero
perder la fe, ¡te lo juro!, ¡no quiero perder la fe!
–¡Basta!, resulta altamente reprochable que un muchacho
como tú, que está leyendo a Kasantzakis se exprese de tal
modo. Lleva a la práctica lo que él dice: “el valor del hombre
reside precisamente en el hecho de buscar, y de ser consciente
226
de lo imposible” y, ¡no seas cretino!, bueno, esto último lo digo
yo. ¡Y no digo más!
–¡Gracias maestro!, quiero que sepas que cuando leí
Beber un Cáliz acababa de perder a mi señor padre. Tenía
20 años y me encontraba devastado; a través de tu obra
comprendí aspectos fundamentales de la relación padre e
hijo que me aclararon muchas cosas, pero sobre todo me
reconfortaron. Y ahora, excepcionalmente lo haces de nuevo
en mi vida profesional. Te aseguro Ricardo, que por el solo
privilegio de hablar personalmente contigo y el ofrecimiento
de tu generoso apoyo, ya no me importa haber perdido la
película Zapata.
–¡Ya!, ahora solo piensa, que participarás estelarmente
en una super producción muy ambiciosa, que hará La Columbia
con Antonio Aguilar. De modo que prepárate porque tendrás
que echar toda la carne al asador.
Atónito miraba a Garibay, no daba crédito a tanta
felicidad.
¡Muchas gracias Ricardo!, ¿me permites que te abrace?
–¡Te lo exijo!
Nos abrazamos fraternalmente. Y en ese abrazo recibí
su amistad cordial que duró por siempre.
–Y a todo esto, obviamente que tú eres capricornio ¿no
es así?
–Sorprendido– Sí maestro, del diez de enero.
–¡No podía ser de otra forma! ¡Jamás me falla mi
intuición!, los capricornio somos ferozmente cabrones, además
de inteligentes, ¡coño!
227
Y antes de tres meses estábamos filmando en los
estudios Churubusco Los Marcados bajo la dirección de Alberto
Mariscal. El libreto fue excelente, escrito y dialogado por
Ricardo Garibay y el maestro Mario Hernández.
Pasado el tiempo, y durante un vuelo en avión a un
festival de cine de los que organizaba Procinemex, coincidí
de compañero de asiento con la destacada periodista Estela
Matute, quien formaba parte de la Academia Mexicana de
Ciencias y Artes Cinematográficas. Me felicitó y notificó que yo
estaba en las ternas para la mejor coactuación por mi trabajo en
la película Los Marcados. La noticia me llenó de enorme alegría,
por el reconocimiento que ello implica, desafortunadamente
ese año se suspendió la premiación, y la posibilidad de obtener
la codiciada estatuilla se esfumó.
Recientemente vi una copia de Los Marcados a la distancia
de treinta y tantos años... considero que la historia es vigente
y estrujante. Inevitablemente me conmovió verme en aquella
juventud, junto a aquellos rostros, algunos tan amados. Y me
dije: “fue la época del esplendor en la hierba y la gloría de las
flores”, no tiene sentido afligirnos. Esas imágenes sobrevivirán
en las filmotecas. Y como reza en el poema. “hallaremos
fuerza para seguir aunque nada pueda devolvernos la gloría
de la juventud”. Y parafraseando al maestro Ricardo Garibay,
¡no digo más!
228
Ricardo Garibay, Chabuca Granda, Ruán, Mario Hernández.
Proyecto de canciones de Chabuca, para espectáculo musical
con Ruán, 1972
229
Tomás Méndez
y el adiós a don Pepe Guízar
que por las noches nomás se le
iba en puro tomar...” y su metáfora
era auténtica. Pues don Tomás disfrutaba
intensamente con el efecto de las “Dicen
burbujas de una bebida.
Lo digo con certeza, ya que tuve el privilegio de compartir
con él un mismo camerino en las Glorías de Baco –la Pulquería–
durante varias temporadas en la década de los 80.
Todas de gratísima memoria. Debo aclarar, que el maestro
Méndez era “duro de pelar”, y con esto quiero decir que se
trataba de un hombre exigente y totalmente perfeccionista.
Y no era para menos, su talento y creatividad no tenían parangón.
Compartir un camerino de trabajo equivale a dividir
la privacía y el espacio con alguien que quizá te molesta, o
ni siquiera existe la menor afinidad, pero con don Tomás,
al mismo tiempo de agradable, resultó de una experiencia
fundamental, ya que era un magnífico conversador y eso
aligeraba la espera entre cada actuación. Y yo que siempre he
sido un admirador de los “grandes” aprovechaba para conocer
entre otras cosas el origen de alguna de sus canciones, sobre
todo las internacionales que han grabado los famosos, y así
me refirió cuando estuvo con Harry Belafonte en el Carnegie
Hall y le cantó y grabó su Curru cucu Paloma.
–Imagínate galán, lo orgulloso que me sentí, jamás
hubiera imaginado que alguien iba a superar la creación de
Lola Beltrán.
233
–¡Un momento! Y discúlpame maestro, no seas malinchista,
pero difícilmente creo que Belafonte –a quién admiro
mucho– haya superado la creación de Lola Beltrán. Pues tu Curru
cucu Paloma es como su bandera con la que se presenta en
México y en el extranjero.
–Tienes razón galán, nomás te estaba calando –sonríe–.
Evidentemente que don Tomás era todo un personaje, y
tenía una innegable habilidad para poner apodos, por ejemplo
al refiriéndose a un compañero cantante comentaba:
–Mira qué tipo tan cachetón y tan mal hecho. Al cantar
parece “angelito trompetero” y así quiere triunfar ¡el pobre!,
y ya viste a la nueva compañerita, tiene las piernas de catre, y
como no se sabe maquillar, queda como burra calera.
Nos divertíamos mucho, y disfrutaba festejándole sus
ocurrencias. No se le escapaba nadie, ni yo naturalmente. A
través del espejo del camerino me observaba mientras me
vestía para salir a actuar, y murmuraba sonriendo:
–Tú equivocaste la carrera galán, debiste haber sido torero.
–¿Por qué? Maestro.
–¿Cómo por qué?, haces todo un ritual para ponerte el
traje de charro, y sales muy arregladito y relamido. Todo muy
derechito como si te hubieras tragado un tenedor.
Desconcentrado pregunté:
–¿Y eso quiere decir que no debo preocuparme por mi
aspecto?
–Cómo te diré... mira muchacho, tú ya eres galán de por
sí, quiero decir que naciste “figura”, y que no necesitas arre-
234
glarte tanto; de todas maneras te vas a ver bien, lo único que
tienes que hacer es sentir las canciones. Cantar con esto –ponía
una mano a la altura del corazón– para que el respetable
¡grite!
Se escuchan toquidos en la puerta y una voz masculina
que prorrumpe:
–¡Javier Ruán! Preparado, ¡tú sigues!
–¡Órale figura, a triunfar! ¡Y quiero escuchar que griten,
todo es cosa de feeling, de “jícamo”! Fíjate, por ejemplo:
Cantando a capela, y a media voz.
–“Dejen que el llanto me bañe el alma, quiero llorar
traigo sentimiento...”
Y un repentino golpe de agua le inunda los ojos. Me
conmueve hondamente. Lo miro beber un trago largo de un
vaso que sostiene entre las manos. Se escucha nuevamente la
voz masculina.
–¿Qué pasa Ruán? ¡Ya te están anunciando!
–¡Ya voy! ¡Carajo!
–¡Córrele figura, que te espera el toro!
Y levantando el sombrero de charro, exclamo sonriendo:
–¡Va por ti, maestro Méndez!
–¡Vale!
Y salgo cantando:
–¡Toro!, ¡toro asesino!, ojalá y te lleve el diablo...
Así las cosas, otra noche, en el mismo escenario de la
Pulquería y durante mi segunda presentación, Tomás Méndez
que se encuentra entre el público, me hace señas que no
235
entiendo. Se aproxima un mesero y me entrega una servilleta
de papel con algo escrito, al terminar la canción leo la nota y
quedo consternado. Busco con la mirada al maestro Méndez,
que con notoria tristeza asiente. Tratando de reponerme me
dirijo al público.
–¡Amigos, ruego su atención por favor! Me acaban de
informar de una triste noticia, el pintor musical de México, don
Pepe Guízar, ha muerto
Murmullos en todo el salón.
–Y en estos momentos lo están velando en Gayosso.
Continúan los murmullos.
–¡En paz descanse el maestro Guízar! Y como el espectáculo
debe seguir, que mejor homenaje a don Pepe, que cantarle
su himno.
Me acerco a Josafat Puentes, el director del mariachi y le
pido el tema. Se pone de acuerdo con sus músicos y se escucha
la festiva melodía y canto:
–Al mariachi de mi tierra, de mi tierra tapatía...
Inesperadamente, la gente se va poniendo de pie al
tiempo que canta:
–Voy a darle mi canción... arrullado con sus sones, se
meció la cuna mía, y se hizo mi alma musical...
Es verdaderamente conmovedor cómo toda la gente
se ha puesto de pie, y cantan con auténtico respeto. Paralelamente,
de mi evocación emerge la imagen del maestro Pepe
Guízar, cuando coincidimos trabajando en Plaza Santa Cecilia,
un par de años atrás. Yo tenía en mi repertorio romántico una
236
de sus canciones Sin ti, que disfrutaba interpretándola. Una
noche después de escucharme me comentó.
–Javier, mi canción Sin ti, la han grabado casi todos los
cantantes, pero me faltaba escucharla en la voz de un actor.
Y le digo satisfecho, esto es lo que yo llamo interpretar, ¡lo
felicito!
–¡Gracias maestro! es usted especialmente magnánimo.
–Y a propósito, yo lo conocía a usted como actor en la
televisión, no sabía que también cantaba.
–Yo tampoco señor.
Y reímos de buena gana.
Los aplausos de la gente de pie me volvieron a la realidad,
se aproximó Tomás Méndez y me abrazó al tiempo que decía:
–Muy bien figura, me gustó tu actitud.
–¿Cómo ves maestro, vamos a la funeraria?
–Por supuesto, pero antes nos echamos unos tragos.
La noticia de Pepe me noqueó –pausa y reflexivo– no te creas
figura, de repente se sienten pasos en la azotea...
–Tú estás entero don Tomás, no te preocupes. ¡Todavía
tienes mucha cuerda!
–¡No, si yo no me quiero morir lagarto! Pero acuérdate:
La Cruz no pesa, lo que cala son los filos...
Siguiendo su metáfora.
–Cariño santo, cariño santo... Bueno maestro, acompáñame
a cambiar al camerino y te invito de una botella de coñac
que me regalaron.
–¡Ya te estabas tardando figura!
237
Ya en el interior del camerino, mientras me cambiaba de
ropa, disfrutábamos de un excelente X.O., el maestro Méndez
comentaba:
–No cabe duda que un buen trago aliviana las penas. Y se
puede saber ¿quién te regaló esta exquisitez?
–¡Ah! Fue un regalo muy íntimo, y muy personal.
–Sí, seguramente alguna “virgencita” muy agradecida,
de las que pululan por aquí.
–¡A huevo! don Tomás, porque con puritito amor no
hierve el jarro. Y además te recuerdo que: ¡mujer que no tiene
dinero, trae mala suerte!
–No tienes límites figura, y no sabes cuánto me divierte
escuchar todas las tarugadas que les dices, y lo más increíble,
que todo te lo festejan.
–¡Más me vale, maestro!
–Pero sobre todo, me divierte cuando les dices: “estando
los centros parejos, aunque las orillas cuelguen”. ¡Que bárbaro!
¿De dónde te pepenaste esa frase?
–De la vida don Tomás, de la vidita. Son dichos que
andan solos y sueltos. Y p’os yo mañosamente los aprovecho.
Pero mira quién habla; tú sí que haces lo que quieres con el
lenguaje metafórico de lujo, y como muestra, me fascina tu
canción donde dices: “el faro de mi amor, sigue buscándote en
las noches, y mis ojos en el día...”
–Bueno, es que mi Golondrina Presumida es uno de mis
grandes amores.
–¿Más que Paloma Negra?
238
Sonríe reflexivo, y pregunta:
–¿Cuántos hijos tienes Ruán?
–Dos.
–¿Y a cuál quieres más?
–¡A los dos!
–Qué curioso, lo mismo me pasa a mí –levantando su
copa– ¡salud figura!
–¡Salud, maestro!
Y bebimos próvidamente.
–Estoy pensando... que a Pepe Guízar, le hubiera encantado
degustar de este coñac...
–Seguramente don Tomás. Pero como él ya no puede
beber, ¿qué te parece si nosotros le hacemos los honores en
su nombre?
–¡De acuerdo!, y luego ya entonaditos vamos al velorio.
–¿No consideras que sea una irreverencia?
–¡Para nada!, ¡Uy, tú no conociste a Pepe, era de carrera
larga –levantando su copa– ¡por el gran Pepe Guízar! ¡Salud!
–¡Salud!
Entre brindis y metáforas se terminó el contenido de la
botella.
–No es por nada maestro, pero “ya la luz del día nos dio”.
–Sí, es verdad –sonríe malicioso– “lo siento por la luna
que me esperó angustiada..., con eso que llevo tres días que
miro el amanecer...”
–Y las malas lenguas dicen: “que ya agarraste por tu
cuenta las parrandas...”
239
Soltó una carcajada exclamando:
–¡Cabrón galán!, ¡no paras! Hasta pareces cilindro. Y la
mera verdad, que la pasó muy bien en tu compañía. ¿Sabes
que hasta te voy a escribir una canción?
Extraordinariamente halagado pregunté:
–¿Estás hablando en serio Tomás?
–Sí, pues.
–No juegues, que me puede dar un mal de corazón.
–¡Va en serio!, y de una vez te digo que será un huapango
y se llamará Figura.
Alegremente impactado murmuro:
–No sé si lo merezco... si tengo los meritos...
–¡Eres figura!, venga un abrazo.
Nos abrazamos con entusiasmo, al tiempo que aclaraba:
–Y no quedará en promesa, ¡es un compromiso! y
papelitos hablan.
Tomando una servilleta de papel dice mientras escribe:
–Vale para Javier Ruán, por su canción huapango Figura.
Y firma Tomás Méndez Sosa.
Me entrega el papel que yo recibo extraordinariamente
conmovido.
–Y ahora sí mi galán, vamos a despedirnos del amigo y
compañero Pepe Guízar.
En el cementerio de Dolores, sección de los compositores,
Tomás Méndez y yo seguimos a un grupo reducido de personas
representantes de compositores y de la Asociación Nacional
de Actores. Escoltábamos el ataúd de don Pepe Guízar.
240
Había gente del pueblo, pero no como era de esperarse. Tomás
busca con la mirada alrededor, y preocupado me comenta:
–¿Qué pasará con el mariachi?, ¿a qué hora llegará?
Notoriamente nervioso se aproxima a un representante
de los compositores y veo que discuten. Regresa furioso mascullando:
–¡Son chingaderas!, ¿cómo es posible que a nadie se
le ocurrió citar a un mariachi? De haber sabido, yo lo hubiera
traído. ¡Qué poca madre de estos! –consulta su reloj– y ya
no hay tiempo de nada. Y para colmo, fíjate, las estrellas de
la canción mexicana brillan por su ausencia. ¿Dónde está Lola
Beltrán, La Tariacuri, Lucha Villa, no veo a Miguel Aceves Mejía,
a mi paisano Antonio Aguilar, ni a Vicente Fernández. ¡Esto es
vergonzoso! Y más tratándose de un compositor que le cantó
a todo México, nada menos que el autor Del Mariachi que no se
le despida con su música ¡es imperdonable!
En ese momento, un representante de la ANDA. Toma
la palabra para despedir al maestro Guízar, acto seguido se
guarda un minuto de silencio, y se procede a bajar el féretro.
Tomás y yo nos miramos interrogantes y tristes; yo, siguiendo
un impulso empiezo a cantar a capela:
–Sin ti, no podré vivir jamás, ni pensar que nunca más
estarás junto a mí...
Tomás Méndez se une y poco a poco se van sumando
voces, hasta escuchar a coro a todos los presentes.
–Sin ti, que me puede ya importar, si lo que me hace
llorar, está lejos de aquí...
241
Atento Recado:
Para el Maestro Don Tomás Méndez.
Maestro Méndez de todos mis respetos. Tengo muchísima
vergüenza contigo, jamás me perdonaré el no haber estado
cerca de ti, en tu final. Por motivos laborales me encontraba
en La Habana, Cuba, filmando La vida de Beny Moré pero desde
allá te pensé y me dolió tu inevitable partida. Pero el recordar
tantos momentos compartidos, tus inteligentes y cálidas
conversaciones logré tranquilizarme, ya que fueron altamente
vigorizantes. Te imagino como eras, exigente, perfeccionista,
y enormemente afectuoso. Y ahora ya, en compañía de tú
Golondrina Presumida, la que vino de allá del mar, escuchando
el curru cucu de tus palomas, el canto de tu Gorrioncillo pecho
amarillo, y comprobando que las rejas no matan. Imaginando
también, muchos pañuelos blancos, que caen como blanca
escarcha, sobre el Maestro Méndez, que se ha dormido.
“¡Silencio!, ¡Silencio!, Los caporales, están llorando...”.
242
Tomás Méndez y Ruán. Largas temporadas interpretando canciones
en Las Gloria de Baco, Distrito Federal, década de los 8O.
243
244
Tomás Méndez y Javier Ruán
El actor y su melancolía
El poeta Virgilio, durante su travesía por el infierno
con Dante, aclara: que los melancólicos sufren porque
son seres descontentadizos.
Víctor Hugo, en cambio, asegura que la melancolía es la
felicidad de estar triste.
Stefan Zweig coincide con éste, pues dice que: en ocasiones
la melancolía se torna en una gran pasión, produciendo
una tristeza especialmente dulce.
Robert Burton, durante su anatomía de la melancolía,
habla del origen de este mal, que puede ser de orden sobrenatural
o natural: “lo sobrenatural emana de dios y sus ángeles
o del diablo con el consentimiento de dios”, y la natural
que es ilimitada y en ocasiones hipocondriaca.
Paracelso cree que la causa principal y primaria de la
melancolía procede del cielo; añade que muchas veces las
constelaciones estelares causan por sí solas la melancolía, cita
el ejemplo de personas lunáticas que pierden la conciencia de
sus actos “debido a los movimientos de la luna”, y en otro
lugar afirma que la verdadera causa del mal “emana de las
estrellas”. Esta opinión también la comparten científicos y
médicos de la escuela de Galeno.
Ricardo Garibay en sus dibujos con modelo de melancolía,
nos comenta: “y uno es escribir melancólicamente, y otro ir
escribiendo y que de las páginas ya se levante la melancolía”.
247
Un poeta chino del siglo XI decía: “no podrás impedir
que la melancolía sobrevuele sobre tu cabeza, pero sí trata de
lograr que no haga su nido en ella”.
En el arranque de mi carrera teatral, que coincidió con
los años verdes de mi juventud, el maestro Virgilio Mariel me
asignaba interpretar a los príncipes en los cuentos. Y como
siempre se ha dicho que el príncipe enamorado en tales cuentos
es azul, por lo tanto se trata de un príncipe melancólico,
si aceptamos que la melancolía es de color azul. Y a demás,
tomando en consideración que los príncipes, por ser nobles,
necesariamente deben ser de sangre azul.
Estoy por creer que Benito, integrante de la pandilla de
don Gato, pertenece a la nobleza, ya que es de color azul como
los bolígrafos y las plumas fuentes.
En un legendario recuerdo impregnado de melancolía,
aparece mi hermana Priscila cantando una ronda infantil:
“tengo una muñeca vestida de azul...”
Durante la adolescencia, era requerido para ser chambelán
de las quinceañeras –casi siempre vestidas de color azul–.
Invariablemente bailábamos el vals Danubio azul, años después
viajando por Budapest tuve la oportunidad de constatar que el
Danubio no era precisamente azul.
248
El músico poeta Agustín Lara tenía en la radio de la X.E.W.
su “hora azul”, y las metáforas lo confirman: “mi paisaje triste
se vistió de azul”, “en el jardín azul de tu extravío”, “azul como
una ojera de mujer”, “era un listón de azul, azul de amanecer”,
y “que asesinen tus ojos sensuales como dos puñales mi melancolía”.
Otros compositores también cantan: “mi vida tiene una
esperanza azul”, “y como la luna cuando se retrata en un lago
azul”, “azul pintado de azul”, “el sombrero lleva plumas de
color azul pastel”, “el sueño azul”, “el mar y el cielo se ven
igual de azules”, y para colmo, “tengo un pájaro azul que canta
y que solloza”.
El cantautor Joaquín Sabina dice: “vivo en el número
siete de la calle melancolía, he querido mudarme hace años al
barrio de la alegría, pero siempre que lo intento ha salido ya
el tranvía”.
El maestro Pablo Neruda al describir una flor lo hace
con especial melancolía. “es una flor azul de largo, orgulloso,
lustroso y resistente tallo. En su extremo se balancean las
múltiples florecillas infra-azules, ultra-azules”.
El ritmo del blues encierra una carga fuerte de melancolía,
se atribuye su origen a los esclavos negros en el Mississippi,
donde surge este género musical y se interpreta como la
melodía triste y azul.
249
¡Y cómo no recordar a Marlene Dietrich de mirada melancólica
en su “ángel azul”!, y aquella película donde Elizabeth
Taylor se enamoraba al ritmo de una Rapsodia en azul, y
desde luego, el Tango azul de grata remembranza.
Se dice también que los genios llegan a su mayor esplendor
cuando son favorecidos por la melancolía, y para muestra
la época azul de Picasso.
Los actores de teatro, radio, cine o televisión, por la diversidad
de personajes que interpretamos, inevitablemente
estamos expuestos a quedar atrapados en la personalidad de
alguno de ellos, y en ocasiones por la identificación que se
establece. Sin olvidar que el actor se caracteriza por ser especialmente
sensible y susceptible, casi siempre melancólico,
y si además coincide que el personaje que se está interpretando
también lo es, seguramente quedará inmerso en una
danza de melancolía. Sin la menor duda, el resultado de su
trabajo será genial.
En conclusión, considero que los actores a veces nos
tornamos azules y no precisamente por el color de la sangre.
Sino que de alguna forma disfrutamos cuando la melancolía
es encantadora, sería injusto negar que en ocasiones posee su
hechizo y de pronto nos descubrimos refugiados en un rincón
abrazados a ella, y hasta quisiéramos poner un letrero en nuestra
puerta que diga: “cerrado por melancolía”, pero ¡cuidado!,
250
no debe atraparnos, no es saludable, lo ideal sería poder abrazarla
cuando nos apetezca y despedirnos de la misma forma,
aclarándole que para que esa relación tenga éxito, no debe ser
de tiempo completo. ¡No, señora!, nada de confiancitas. ¡Todo
a sus horas! mi amadísima melancolía.
251
252
Ruán y la melancolía, 1969
Ruán y la melancolía, 1969
253
Con Chabuca Granda,
“del puente a la alameda”
uando me encontraba en la buena racha como
C
galán en las telenovelas, conocí a Paco de la
Barrera, director musical de la prestigiada
firma disquera Orfeón, y me animó para que
incursionara como cantante de música romántica. Pensando
en el género que debía elegir me presentó con la destacada
compositora peruana Chabuca Granda, que se encontraba en
México dando recitales. Fue todo un acierto, ya que desde
nuestra primera entrevista se dio un bonito entendimiento y
nos hicimos amigos.
Nos reuníamos en su departamento de las calles de
Puebla para seleccionar, dentro de su producción musical, lo
que consideráramos me fuera mejor. Ella tenía entonces, una
serie de canciones inéditas que llamaba “juglarías”, eran un
homenaje a un joven guerrillero peruano Javier Erod, recién
desaparecido. Y pensó que yo debía grabarlas, eran verdaderos
poemas muy hermosos, se le ocurrió incluso, que podíamos
hacer una serie de recitales juntos con dichas canciones. El
proyecto me ilusionó muchísimo y lo comentamos con Paco
de la Barrera, quien lo aprobó, e invitó a Bebu Silveti, talentoso
arreglista musical, que entusiasmado se integró con nosotros
y comenzó a trabajar de inmediato.
Con este flamante equipo yo me sentía muy afortunado
y también con una enorme responsabilidad, así que me dedique
a estudiar cuidadosamente cada tema, asesorado por mi
director, el maestro Paco de la Barrera, quien ya pensando en
257
mi lanzamiento como cantante mandó que me hicieran toda
una serie fotográfica para seleccionar el material de la portada
del disco y póster publicitario.
Cada encuentro con Chabuca resultaba muy valioso
y de gran experiencia, ya que se trataba de una artista en el
más amplio sentido de la expresión, inteligente y sumamente
sensible. Empleaba un lenguaje metafórico sorprendente y su
creatividad era constante; sus explicaciones iban acompañadas
con graciosos movimientos de las manos y de notable energía
dando la impresión de que jamás se cansaba. Fueron días llenos
de encanto y magia; posteriormente lo comentamos, fue como
tomar un curso intensivo de música y composición. Amén
del aprendizaje, disfrutábamos de un exquisito vino blanco
que ella acostumbraba degustar, yo aprovechaba cualquier
oportunidad para hablar de sus canciones consagradas.
Así me refirió que el Caballero de fina Estampa se lo inspiró
su señor padre. Por lo tanto, era un tributo a él. Igualmente
hablamos de la joven y hermosa criolla a la cual le surgían “jazmines
en el pelo y rosas en la cara”.
–¡Esa metáfora es grandiosa Chabuca!, pinta a la joven
en toda su belleza.
–¡Naturalmente! Y esa fue mi intención, ya que sus mejillas
eran encendidas como rosas, ¡una musa con mayúsculas,
de una belleza inconmensurable!
–Y abundando en tu Flor de la canela, otra metáfora
deliciosa es: “recogía la risa, de la brisa del río, y al viento la
258
lanzaba del puente a la alameda”. ¿Sabes Chabuca? Imagino
escuchar esa risa del río, se trata del Rimác si no me equivoco.
–Así es galán. El Rimác que atraviesa Lima. Ya tendrás la
oportunidad de escucharla cuando estemos en Perú. La miré
ilusionado.
–¿Será?
–Más pronto de lo que te imaginas –sonríe enigmática–
hay planes, ¿qué Paco de la Barrera no te ha comentado?
Los dioses fueron propicios, pero el destino adverso.
Raúl Vieyra, el destacado periodista de Excélsior, –y mi queridísimo
compadre– me dio telefónicamente la terrible noticia. A
consecuencia de un infarto masivo muere Paco de la Barrera, y
con él nuestro ambicioso proyecto, pues la compañía disquera
giró nuevas disposiciones.
Consternados Chabuca, Bebu Silveti y yo, lamentamos la
irreparable pérdida de nuestro entrañable maestro Paco de la
Barrera. La incansable Chabuca nos ofreció que se entrevistaría
con Rogerio Azcárraga, gerente de la compañía. Todo indicó
que no tuvo éxito y el proyecto se estancó.
Indudablemente que el destino nos compensa con
sorpresas gratas. Y como bien predijo Chabuca, en corto
tiempo me encontraba trabajando en el teatro municipal
de Lima con la obra Bodas de sangre. Casualmente la señora
Granda conducía un programa de televisión y fuimos invitados
los actores para promocionar el espectáculo, lo que me dio la
oportunidad de un reencuentro con la querida compositora.
259
Estuvimos varios días en Lima con auténtico éxito teatral.
Y en la primera oportunidad que tuve y aprovechando
que nos encontrábamos hospedados en un céntrico hotel, fui
a caminar por los lugares que menciona Chabuca en La flor
de la canela. Resultó una aventura reconstituyente identificar
las diferentes inmediaciones, como efectivamente, un puente
añoso de fierro, por donde atraviesa parte del Rimác, y jugando
con el concepto metafórico de la canción, por más cuidado
que puse jamás logré escuchar “la risa del río”. ¡Ah! Eso sí,
caminé varias veces del puente a la alameda.
Fuimos invitados a almorzar, la compañía teatral, por la
señora Chabuca Granda a casa de su hermana, en el suburbio
de Miraflores, se sirvió una exquisita comida criolla. Una verdadera
fiesta limeña. En un momento conversando con Chabuca,
le comenté mi aventura en “del puente a la alameda”.
¡Y nada! Que sufrí una enorme frustración por no haber
podido escuchar “la risa del río”.
Divertidamente interesada me preguntó:
–¿Cómo a que hora fuiste Javier?
–Debió haber sido poco después de medio día.
–Con razón –dijo muy seria– a esa hora hay mucha ruido
por los coches. Pero esta noche quedé de llevar a unos amigos
a ver Bodas de sangre ¿qué te parece si después nos vamos
a cenar? Y posteriormente cuando sea más tarde y ya esté
tranquilo vamos al puente para que escuches “la risa del río”.
–¡Me encanta la idea!
260
–No puedo permitir que te vayas de Lima con esa frustración.
Sonriendo la besé al tiempo que le decía:
–No tienes parangón Chabuca.
Esa noche en mi camerino del teatro municipal, después
de la función, se presentó la señora Granda acompañada de
una pareja de jóvenes compositores que me presenta, Lucho y
María. Él, gentil dice:
–Mucho gusto, y ¡felicidades! Impactante personaje “el
Leonardo”.
–¡Gracias! Lucho.
–Hubiera jurado que eras un auténtico gitano. ¡Buen
trabajo! –dice María–
–¡Gracias!, ese es mi propósito.
Chabuca entregándome una botella, a la vez que
comenta.
–Es pisco, la bebida peruana por excelencia. Para el
mexicano Javier Ruán, que sabe interpretar a García Lorca.
–¿Gracias? –besándola–.
–Pruébalo, ¡te va a encantar!, puedes tomarlo a “pico”
de botella, como si fuera tequila.
–Bueno, con su permiso ¡salud! –bebo–.
Chabuca intercambia miradas maliciosas con Lucho y
María, yo comento:
–Tienes razón, ¡es exquisito! Me recuerda el sabor del
aguardiente de caña de Michoacán, en México.
261
Me llevaron a una peña a escuchar música peruana, y
continuamos bebiendo pisco que produce un efecto sabroso y
estimulante; después de un buen rato, le pregunto a Chabuca:
–¿No será ya hora de que vayamos al río? Me hace mucha
ilusión.
Contesta con cierta picardía:
–Lo tengo presente –terció Lucho:
–Yo, como limeño, te recomiendo, que para que escuches
perfectamente la risa del Rimác debes tomar un poco
más de pisco.
–¿De veras?
–Mira muchacho –dice María– el Rimác es algo celoso
con los extranjeros, pero si percibe tu aliento a pisco te toma
confianza, de modo que ¡salud!
Es casi de madrugada, Lucho estaciona el coche muy
cerca del puente de fierro y descendemos. Yo llevo en la mano
la botella de pisco que prácticamente se encuentra vacía.
Experimento un mareo y una euforia agradable por el efecto
del pisco, Chabuca me toma por un brazo y todos caminamos
cantando: “del puente a la alameda menudo pié la lleva por la
vereda que se estremece al ritmo de sus caderas...”
Nos detenemos en el centro del puente y apoyándonos
en el barandal Chabuca comenta:
–¡Cuánta quietud! Javier observa al Rimác, ¡es fascinante!
En una de sus muchas vueltas por la ciudad. Yo estaba embelezado
mirando como corría el agua, y agrega Chabuca:
262
–Ahora sí, concéntrate para que escuches “la risa del río”.
Totalmente eufórico murmuro:
–Pero antes, otro trago de pisco.
Bebo, y me concentro observando el agua correr. Y de
una forma totalmente sorprendente empiezo a escuchar una
música muy suave, como un murmullo, una especie de risa que
proviene del agua y me invade todo, y se mezcla con la voz de
Chabuca cantando:
–Recogía la risa, de la brisa del río, y al viento la lanzaba,
del puente a la alameda...
Moraleja:
Cuando vayas a Lima, Perú, y quieras escuchar la risa del río Rimác,
antes debes tomar pisco preferentemente de manera generosa.
263
Chabuca Granda, Ruán y Bebu Silveti. Este último encargado de los
arreglos musicales de Chabuca para Ruán, 1972
264
Meche Barba y el amor
de la calle
En la pantalla del cine Odeón de Uruapan, Michoacán,
conocí a una joven peculiarmente atractiva,
de ojos reidores y poseedora de los muslos
más hermosos del cine mexicano, se llamaba Meche
Barba. Era siempre la heroína del arrabal, la muchacha que
para alimentar a sus hermanos menores y a su madre abandonada
y paralítica, se veía obligada a trabajar en un cabaret de
mala muerte, bailando rumba –seguramente nació con ese
don, porque nunca la vimos estudiar– lo que hacía con enorme
éxito, ya que poseía una fuerte sensualidad que encantaba
a los hombres y la convertían en objeto de culto. Debo
aclarar que nuestra heroína, a pesar de exponerse a todos los
peligros y sortear cualquier cantidad de riesgos, siempre permanecía
inmaculada “como las aves que cruzan el pantano y
no se manchan”, ni más ni menos.
Su pareja casi siempre era Fernando Fernández, el
llamado “Crooner de México” que la protegía de los malvados,
la amaba incondicionalmente y le componía apasionadas
canciones de desamor que le cantaba entre lágrimas.
–Amor de la calle, que buscando vas cariño, con tu
carita pintada, con tu carita pintada y tu corazón herido...
Siendo yo un chamaco de 11 años, disfrutaba muchísimo
de ese género del cine mexicano. Me gustaba involucrarme
con los protagonistas, y como programaban tres películas por
función, prácticamente las ví todas y repetidas veces.
267
Ya profesionalmente tuve el privilegio de alternar como
cantante en plaza Santa Cecilia con Fernando Fernández. Un
magnífico compañero y un gran intérprete del bolero, una figura
emblemática en su género, era todo un agasajo escucharlo.
El público lo quería y respetaba grandemente; entre tragos
de whisky conversábamos haciendo gratas remembranzas
de aquellas películas entonces ya lejanas, y naturalmente
hablábamos de Meche Barba, su gran amor dentro y fuera de
las pantallas, hábilmente propiciaba para que cantara:
–“Sí eres la callejera que me importa, sí eres una cualquiera
yo bien lo sé...”
En la telenovela Rosalinda, me encontré frente a las
cámaras con Meche Barba y nada menos que como mi pareja
y en el arrabal. Me llenó de muchísimo orgullo por el recuerdo
de mi niñez. Interpretábamos a unos malvados pordioseros
que secuestraban a la protagonista –Thalía– junto con “El flaco
Guzmán”, también de gratísima memoria.
El rostro de Meche Barba había sufrido transformaciones
inevitables por el tiempo, lo mismo que su cuerpo; al mirarla me
cuestionaba con tristeza y me negaba a aceptar la realidad. Durante
el tiempo que duró la grabación de la novela entablamos
una cálida amistad; gustaba tomar como aperitivo en las comidas
tequila del reposado que yo le llevaba gustoso, hablábamos
de sus películas analizando algunas escenas y le hice saber el
amor que me inspiró a través de las pantallas cinematográficas,
y cuánto disfrutaba al verla bailar rumba; también le confesé
268
que de todos sus atractivos, lo que más me fascinaba eran sus
muslos, al grado de tener sueños recurrentes donde se los acariciaba
y mordía como si fueran malvaviscos. Meche reía muy
divertida exclamando:
–¡Ay viejo, estás re’ loco!
Pero yo advertía que en el fondo le halagaban mis
comentarios.
En diversas ocasiones, después de la grabación, la
acompañaba a su casa. Me invitaba tequila y orgullosa me
mostraba unas cartas de amor que le había enviado en un
tiempo lejano Fernando Fernández, su pareja en las películas
y en la vida real. Se amaban apasionadamente, lo pude constatar
por el contenido de las mismas, que dicho sea de paso,
se trata de una comunicación epistolar de una gran belleza.
Impregnadas de desacuerdos y reconciliaciones amorosas,
adornadas con fotos de ellos recortadas de los periódicos y
revistas de la época. Auténtico documento epistolar amoroso,
digno de un amplio análisis.
La señora Barba estaba consciente del ocaso de su carrera
artística. Por lo que comentaba con inevitable añoranza: “El
éxito y los triunfos pertenecen al pasado, mi realidad es otra”.
Conservaba algunas preseas cinematográficas, en la pequeña
sala de su departamento que estaba precedida por un retrato
que le hiciera José G. Cruz, en testimonio de admiración. Me
obsequió un libro que editó Fernando Muñoz Castillo, que se
llama Las reinas del trópico y precisamente la portada es valiosa
269
porque está adornada con un fragmento de su cuerpo. Donde
luce sus espectaculares muslos la heroína de Humo en los ojos.
Durante una locación de Rosalinda, en la puerta de una
iglesia que se encuentra por perisur, vestidos de andrajos y caracterizados
Meche, “El flaco Guzmán” y yo, pedíamos limosna.
Había sido un día de mucho trabajo y nos encontrábamos
agotados, y sentados como estábamos en las gradas de la
puerta me quedé dormido, de pronto me despertó una mujer
que dejaba unas monedas en mi mano imaginando que yo era
un pordiosero de verdad. Meche y “El flaco” se reían divertidos
de ver mi reacción, pues yo me sentí muy ofendido.
–No te molestes –dijo Meche– por el contrario, siéntete
orgulloso viejo.
Furioso vociferé:
–¿Orgulloso de que me hayan confundido con un limosnero?
–¡Naturalmente!, eres un limosnero estrella, ya que sin
pedir, te dan dinero.
–Pues, sí, ¿verdad? –reflexivo– soy un limosnero estrella.
Y reímos de buen humor.
En alguna ocasión le pregunté:
–¿Conservas alguno de tus trajes de rumbera, aquellos
llenos de holanes y moños?
–Creo que sí... –pensativa– debo tener alguno, ¿por qué
viejo?
–Me encantaría volver a verte vestida de rumbera.
¿Serías capaz de darme ese gusto Meche?
270
Hizo una pausa recapacitando.
–Mira viejo:
“Viejo” me decía en la novela, y así me siguió diciendo.
–La mera verdad te he tomado mucho cariño, pero yo
ya no estoy para eso. En el libro que te regalé estoy vestida de
rumbera, escoge la foto que más te guste y te la dedico con
muchísimo gusto.
Adoptando una actitud seria le reprocho:
–Nunca imaginé que fueras de mal corazón, sabía que
eras “Ambiciosa”, una “Callejera”, “Una mujer con pasado”,
“Una Cortesana”, que te dicen “La Venus de fuego” Y que desde
luego eres “Una callejera, que vendes tus besos a cambio
de amor...”
Divertida comienza a cantar:
–“Amor de la calle, que buscando vas cariño...”
Me uno cantando con Meche.
–“Con tu carita pintada, con tu carita pintada, y tu
corazón herido...”
Me enteré por los medios que había fallecido Fernando
Fernández. Le llamé para ofrecerle mis condolencias; la escuché
devastada, entre sollozos me comentó:
–Me siento muy mal viejo, ¡como si me hubieran
mutilado! No imaginé que me fuera a afectar tanto la muerte
de Fernando. Cierto que no vivíamos juntos, pero fueron más
de 47 años de relación.
–Procura tranquilizarte Meche, me preocupas. Refúgiate
en tu hijo Fernando, en tus nietos, que me consta cuánto te
quieren.
271
–Claro que me quedan ellos, ¡pero se fue el amor de mi
vida!
Rompió en sollozos. Pero afortunadamente en la pantalla
cinematográfica de mi reminiscencia, la que era en blanco
y negro, aparece el rostro jovial de Fernando Fernández
cantándole:
–“...cuando ya has sufrido mucho, vas llorando por las
calles, si el mundo te comprendiera pero no saben tu pena...”
CORTE A:
Una mañana del 14 de enero del año 2000, muere Meche
Barba. Le sobrevivió escasamente 45 días a Fernando.
Me presenté a la funeraria. De pie junto a su ataúd, una
multitud de imágenes se agolparon en mi memoria. El cine
Odeón de Uruapan, Meche Barba y Fernando Fernández, en
el esplendor de su juventud. Actores que me hicieron soñar
y que conocí a través de la pantalla grande, y que después
profesionalmente me distinguieron con su amistad.
De pronto sentí una mano en mi hombro, era mi amigo el
actor Aarón Hernán, entonces secretario general de la ANDA.
Consternado me comenta en voz baja:
–¡Qué pena! Se fue la querida compañera Meche Barba.
–Sí, es una gran pérdida para el cine mexicano.
Pausa. También en voz baja le pregunto:
272
–¿Recuerdas Aarón, qué muslos tan hermosos tenía la
compañera?
Serio y un tanto escandalizado, señalando con la mirada
el féretro musita:
–¡No seas irreverente, pinche Ruán!
–¡No soy irreverente! –santiguándome– ¡Ave María!
¿Po’s cómo me juzgas? Y que mis palabras no la ofendan,
pero la mera verdad Aarón, y con todo respeto, ¿a poco no te
gustaban sus muslos?
Suspirando y entornando los ojos contesta:
–¡Me encantaban! ¿Y a quién no? Con todo respeto.
Y con añoranza murmuré:
–“...Humo en los ojos, cuando te fuiste, cuando dijiste
llena de angustia ya volveré...”
273
Los de adelante corren mucho...
En la juventud, los favoritos de la fortuna
poseen rasgos que así los identifican.
Ycómo no recordar mi primer año en la
Escuela Normal para Maestros. Viví una
época por demás difícil, de privaciones
y toda clase de carencias. Fue entonces
cuando experimenté en carne propia lo que significa estar en
“las hambres”. Recuerdo con infinito amor a Yoyita Sandoval,
mi amiga de la adolescencia, que a manera de consuelo me
decía:
–No te agobies, ¡ten fe! Dios aprieta, pero no ahoga.
Y yo, desesperado agregaba:
–Sí, ¡pero qué apretones da!
Yo quería ser abogado como mi señor padre, pero dadas
las circunstancias resultaba una carrera muy larga y costosa.
No tenía los medios, ni quién me ayudara; por lo tanto, debía
elegir una profesión que no resultara gravosa y que además
fuera corta. Después de escuchar diferentes opiniones me
decidí por el magisterio.
Me informaron que ya cursando el segundo grado
podría ejercer la profesión. De momento solo debía pensar
en emplearme para poder costear mis estudios y los sagrados
alimentos. Resultó muy difícil encontrar un trabajo que me
permitiera estudiar, ya que todos eran de tiempo completo y
no llegaba con puntualidad a las clases. Durante varios días y
semanas, busqué por todas partes sin ningún éxito. Recuerdo
la angustia que me producía esta búsqueda; consultaba los
periódicos, caminaba todo el día y no encontraba algo que se
277
adaptara a mis necesidades, lo cual resultaba muy desgastante,
ya que hubo días que la pasé sin tomar alimento. Desesperado
entraba en las tiendas de abarrotes con el coloquial pretexto
de hablar por teléfono, y cuidando que nadie me viera me
robaba alguna fruta o chocolates. También me ingeniaba para
tomar de los canastos algunos huevos que perforaba con
mi bolígrafo y discretamente los devoraba, exponiéndome,
naturalmente, a ser descubierto.
Con verdadera tristeza y frustración, recuerdo un día que
leí un anuncio en el periódico, en el cual solicitaban “muchachos
bien presentados” para office boy en una negociación del Paseo
de la Reforma. Con esmero limpié y planché mi traje. Lleno de
ilusión me dirigí al lugar; después de muchos trámites y de casi
aceptarme, me pidieron cartas de recomendación que yo no
llevaba y que eran indispensables. El empleado que me atendía
me sugirió que fuera a conseguirlas y que regresara.
No sabía a quién acudir, de pronto, recordé a don Isidro
Orozco y a Rosita Velasco, comerciantes establecidos y generosos
que me conocían y podían abonar mi conducta. Como
no disponía de dinero para el camión, de prisa me dirigí caminando
a las calles de Corregidora y Correo Mayor, tuve suerte
de encontrarlos. Con afecto me dieron las cartas deseándome
éxito, con lo cual aumentaron mis esperanzas; regresé corriendo,
haciendo planes de cómo distribuir mejor el sueldo que
cobraría. Sentía que volaba a través de toda avenida Juárez y
Paseo de la Reforma. Tenía la certeza que me darían el empleo,
278
confiado entregué las cartas, el encargado me las devuelve informándome
que ya no había vacantes, pues me había demorado
en conseguirlas. Atónito reflexioné: “¿demorado?, jamás
había hecho algo más rápido. Casi me ahogo de tanto correr, y
estaba empapado de sudor”.
¡No era justo! Fue una dolorosa decepción y me negaba
a aceptarlo. ¿Por qué el empleado me hizo consentir en que
me darían el trabajo si ya no había lugar? –caviloso– o fui yo
quién tuvo la culpa por haber amplificado mis esperanzas. ¡No
importa! era mi derecho legítimo. ¡Y Dios lo sabe! Solamente
pedía un trabajo que me proporcionara lo necesario para
seguir adelante con mis planes de estudiante.
Salí devastado experimentando el sabor amargo de
la frustración. Caminé por Reforma, no sabía qué hacer, ni a
dónde dirigirme. Empezó a llover, era una lluvia pertinaz y no
me importaba; seguí caminando, no la sentía, dejó de llover
y no lo advertí, suponía que continuaba lloviendo, no era así,
descubrí simplemente que yo iba llorando.
Me detuve frente a Sanborn’s, tenía mucha hambre y no
tenía dinero; con plena conciencia de ello, entré al restaurante
y me senté a la barra. Pedí una leche malteada de fresa, pan danés
a la plancha y enchiladas suizas, comí con toda calma hasta
que quedé totalmente satisfecho, pedí la cuenta, la mesera
solícita me dio la nota deseándome buenas tardes. Un sudor
horrible me invadía todo el cuerpo, y sentía que me temblaban
las piernas, discretamente miré a través de un espejo mural,
279
tenía la sensación de que todo mundo me veía, caminé con naturalidad
como dirigiéndome a la caja pero, cuidadosamente
me encaminé a la salida.
Una vez que estuve fuera, corrí sin parar hasta que
supuse que estaba libre de peligro, me senté en una banca de
cantera de la elegante avenida y sentí harta vergüenza, pero
sobre todo, un espantoso miedo de que me hubieran detenido,
con todas sus consecuencias.
No habiendo otra alternativa y desesperado decidí improvisarme
como vendedor de diferentes productos de casa
en casa. Entusiasmé a Evaristo Reyna, mi amigo inseparable
desde la infancia, juntos emprendimos la aventura de vendedores
y en honor a la verdad fracasamos. Aún recuerdo, recorríamos
la colonia de los doctores ofreciendo baterías de
aluminio para la cocina, debíamos hacer la demostración de
que las ollas eran resistentes –lo cual tenía un truco– reuní a
varias amas de casa en el patio de la vecindad con el objeto de
convencerlas de la buena calidad y resistencia de dicho producto,
haciendo alarde además de que soportaban el peso de
una persona. Era la oportunidad que yo esperaba para realizar
una magnífica venta, todos me rodearon con curiosidad
para presenciar la demostración. Con mucho entusiasmo me
encaramé en una, y la tal olla, a la vista del público se hizo
como acordeón. Obvio, no supe hacer el truco, y entre una rechifla
salimos de la vecindad, frustrado y maldiciendo mi mala
suerte, ya que era mi única esperanza de obtener dinero.
280
La situación era cada vez más difícil. Las ventas, sobra
decir, no era buenas, escasamente ganábamos para mal comer.
Total que nos encontrábamos en la vil “chilla”.
Con ironía aparece en mi memoria otra tarde, en que
tampoco logramos vender nada, y por supuesto tampoco
habíamos comido. Únicamente teníamos para pagar el pasaje
del camión. Por la calle un hombre vendía raspados, sediento
le pregunté:
–¿Cuánto cuestan?
–Veinte centavos.
Justo lo que teníamos para el camión. Evaristo inseguro
me propuso:
–¿Qué te parece si echamos un “volado”?, ¿nos comemos
un raspado o nos vamos en camión?
–Ya vas Evaristo, ¡échalo!
Y nos comimos el raspado, yo lo pedí de tamarindo.
No recuerdo jamás haber saboreado otro tan exquisito. Con
el tiempo constate que son de las pequeñas cosas que hacen
grande la vida.
Y viene a mi memoria también, que caminábamos mucho.
A ratos en silencio a ratos comentando, imaginando nuestro
futuro, soñando. Evaristo quería ser un hombre de empresa,
triunfar en los negocios; yo ya me imaginaba estar sobre los
escenarios o frente a las cámaras, quería ser actor, estrella de
cine, tenía como modelo al malogrado James Dean; de pronto
algo me traía la realidad, debía detenerme para sacudir uno
281
de mis zapatos, pues tenían un hoyo en la suela y se metía la
tierra. Evaristo se reía y comentaba con ironía:
–¡Sí, cómo no!, una estrella de cine con hoyos en los
zapatos.
Con enorme seguridad yo, exclamaba:
–¡Búrlate cabrón!, pero también marca mis palabras;
porque tú vas a tener que pagar por ver mis películas.
Mi amigo me miró fijamente como mirando al destino, y
sonriendo comentó en tono de augurio:
–¿Y por qué no? Total, ¿qué se necesita? Tú eres “carita”
lo que sea de cada quien, chance y hasta tienes talento; y no te
vayas a volar, pero, le das un aire a Tyrone Power.
–¡Un momento!, dirás que ese cuate se parece a mí.
Y reímos a rabiar.
Llegué a casa rendido y muerto de hambre. En la cocina
mis cuñadas preparaban la comida. Vi un platón con chiles
rellenos que me encantan; me acerqué y solícitamente tomé
uno y me lo fui a comer al patio. ¡Estaba delicioso! Relleno
de queso de Cotija. Era un auténtico manjar. Hábilmente me
limpié la boca para no delatarme.
Al poco rato, escuché la voz de mi cuñada Magaña
llamándome al comedor, ya estaban en la mesa dos de mis
hermanos con sus mujeres. Empezamos a comer y al momento
de servir los chiles rellenos, mi cuñada Chonín se percató que
faltaba uno.
–¡Qué extraño!, yo preparé siete chiles, falta uno –sin
dejar de mirar el platón– ¡no está! Se hizo ojo de hormiga.
282
–Seguramente te confundiste –intervino Sergio–.
–No. Eran siete, ¡lo juro!
Afirmaba la española. Yo estaba aterrado, quería que
me tragara la tierra, ni levanté la cara del plato pretextando
que comía. Sentí la mirada de mí cuñada Magaña, quien sin
duda adivinó mi temor –entre ella y yo, desde siempre existió
un fraternal cariño– con toda discreción y sin darle ninguna
importancia en tono de juego dijo:
–¡Ay Chonín!, yo creo que ya estás “peda”.
Sumamente indignada protestó la otra:
–¡No seas criminosa Magaña!, cierto que me gusta el
aperitivo, pero da la casualidad de que hoy aún no he bebido.
–¡Ya comadres!– terció Gildardo– no discutan por eso,
no vale la pena.
–Lo aseguro– afirma Magaña– porque yo compré los
chiles en el mercado y solamente pedí media docena.
–Pues yo creo que es alguien que me quiere perjudicar
–gritaba la Chonín– porque al irlos rellenando los conté y eran
siete. ¡Lo juro por la virgen del Pilar!
–Pues aunque lo jures por “la gloria de cotón” solo
compré seis –finalizó Magaña–. Desconcertada vociferó la
española:
–Pues entonces ¡que me emplumen!
Y todos reímos divertidos. Magaña y yo nos miramos en
complicidad. Íntimamente agradecía su actitud.
De tal forma, Evaristo harto de batallar, encontró acomodo
en un taller mecánico, y como mis expectativas eran
283
otras seguí buscando. De modo que ahora andaba solo y suelto;
me sentía como caballo sin brida, como diría mi abuelo don
Cristóbal.
Accidentalmente conocí a don Antonio Zúñiga, afinador
de pianos. El hombre ofreció enseñarme el oficio que era bueno,
y a la vez ganaría algún dinero. De esta manera no interrumpiría
mis estudios, que eran mi prioridad. Lo acompañaba a los más
diversos lugares a componer pianos. Lo mismo escuelas, que
iglesias, radiodifusoras o teatros; también casas particulares,
hasta prostíbulos. Me sobraba energía y deseos de aprender,
de modo que pronto me familiaricé con el oficio que requiere
de muy buen oído. Un día el maestro Zúñiga me dijo:
–Muchacho, ya veo que le inteliges a esto; por lo tanto,
te voy a dar la oportunidad de que realices un trabajo solo, de
modo que, ¡échate ese trompo a la uña!
Su confianza me hizo sentir importante y feliz, era mi
primer responsabilidad en ese oficio que, sin imaginarlo, me
conduciría a una experiencia sentimental inolvidable. Aún me
cuestiono ¿hasta dónde puede ser impredecible el azar?
Llegamos a la casa de la profesora de canto Alicia López
Negrete, allá por Tacuba. Hermosa y genuina mujer como de 32
años, notoriamente alta de estatura, con grandes y soñadores
ojos verdes esmeralda, bella en verdad. Tenía un encanto
y una cortesía poco comunes, amén de una voz de soprano
privilegiada. Jamás he vuelto a escuchar la canción Tengo
nostalgia de ti, como ella la interpretaba. Vivía solamente con
284
su señora madre, doña Julita López Negrete, dama aristócrata
de mirada azul siempre brillante. Estoy cierto que en sus
mocedades debió ser más hermosa que la hija.
Tenían dos pianos que había que afinar y arreglar los
teclados. Trabajo por demás laborioso que me tomaría varias
semanas, me habitué a esa casa y a su gente. Era un trabajo
agradable que hacía con formidable placer.
Mi juventud empezaba a elevarse, presentía que mi vida
sería de éxito; además, alguien se encargó de asegurarme
que yo era un ser favorecido. Dada mi corta edad y la falta
de información no lo supe asimilar, y sin darme cuenta me
llené vanidad y soberbia, pero curiosamente esto mismo, me
proporcionaba seguridad y una fuerza enorme. Secretamente
consideraba poder vencer todos los obstáculos, haciendo
alarde de que nada se me dificultaba, de tal forma quedé
atrapado en una audacia insolente, por demás peligrosa en la
juventud.
Diariamente, al regresar la profesora de sus actividades,
se aproximaba a donde yo estaba trabajando, y apoyándose
en el piano con especial sentido del humor decía:
–Javier, ¿qué le parece si hablamos del futuro? Dígame,
¿qué ha pensado hacer los próximos 20 años? Enigmático
sonreía, escucharla y contemplar su luminosa mirada verde me
producía un delicioso hechizo. Era excesivamente nerviosa, al
conversar se desplazaba de un lado a otro evadiendo nuestras
miradas. No fue difícil descubrir que yo le gustaba, y también
285
sentí como día con día se iba enamorando de mí. Lo disfrutaba
interiormente, me gustaba sentirme amado, gozaba consciente
de la seducción que yo ejercía sobre ella. El haber despertado
su amor halagaba mi vanidad, sobre todo tratándose de una
bella mujer. Obviamente que además de admirarla, me gustaba
y la deseaba, pero no quería involucrarme sentimentalmente.
En mi mente solo existía una idea muy firme, prepararme por
dentro y por fuera para ser actor, creía que para el amor siempre
habría tiempo. Románticamente pensaba que la juventud sería
eterna. Invariablemente tenía prisa, ¡mucha prisa por llegar!
Deseaba saborear las mieles del éxito, y con frecuencia me
repetía:
–¡Cuidado galán!, ¡no te distraigas!, ¡no te detengas!,
¡hay que rebasar!, ¡sea quien sea! Recuerda siempre: “los de
adelante corren mucho...” y los de atrás ¡se chingarán!
En casa de la señora López Negrete era atendido como
un auténtico “pashá”. En ausencia de Alicia, doña Julita
me consentía doblemente, gustaba también de conversar
conmigo, además de ser una dama encantadora poseía una
placentera sabiduría, y hábilmente conducía la conversación
para decirme:
–Usted, maestro, debe tener mucho cuidado con las
mujeres. Está mal que yo lo diga, pero hay unas lagartonas
y mañosas que se las ingenian para comprometer a los
muchachos.
Yo, divertido comentaba:
286
–Me cuesta trabajo creerlo doña Julita.
–¡Por supuesto! Ya que usted maestro, es un joven muy
correcto y eso se advierte en seguida, pero sin experiencia; por
eso necesita fijarse bien en las mujeres que trate. Si usted me
pidiera mi opinión, yo le sugeriría una muchacha inteligente,
de buena familia. ¡Ah! Eso sí, educada y fina. ¿Cómo le diré?
Como mi hija, ni más ni menos y debo aclararle que yo no soy
partidaria de los noviazgos largos.
Cautelosamente desviaba la plática y le hablaba de
lo hermoso que era el azul de sus ojos, y la elegante señora
orgullosamente afirmaba:
–Y tenga la seguridad de que mis nietos los tendrán
iguales.
Le seguía el juego y pretextaba seguir trabajando.
Afectuosa doña Julita agregaba:
–Me gusta que sea responsable con su trabajo maestro,
pero no se afane tanto, no urge. Los pianos pueden esperar,
voy a ordenar que le preparen unos bocadillos. Es usted muy
joven y debe nutriese Javier. ¡Jesús mil veces! Discúlpeme
maestro, ya le dije a usted Javier.
–¡No faltaba más señora!, usted puede llamarme como
guste.
–¡Qué pena!, no sé que me pasa, es que usted me inspira
tanta confianza, que ya lo siento como si fuera mi hijo.
–¡Gracias señora!, me honra usted con tal distinción.
–Bien, entonces no más formalidades Javier –sonriendo–
si lo desea puede llamarme mamá Julita.
287
Y la distinguida dama se retiró encantada.
Con Alicia todo era dulzura y felicidad; me invitaba al
teatro, al cine o cenábamos fuera de casa. En cierta ocasión me
comentó que no sabía bailar, con gusto me ofrecí a enseñarla,
ya que era mi debilidad. Todo esto nos fue acercando más, y lo
digo en sentido literal, no fue difícil que se percatara que yo era
un estudiante sin recursos económicos, y discreta pagaba las
cuentas, suplicándome que no me ofendiera argumentando:
–El dinero, entre otras cosas, proporciona comodidad
y tranquilidad. Por lo tanto, debe compartirse con la persona
amada. Mi mamá afirma, y creo que tiene razón, que si el oro
no nos ofrece la felicidad carece de valor.
Yo la escuchaba placenteramente. Ella, jugando amorosa,
agregaba:
–De modo que permítame invitarle una rebanada del
manjar de mi vida.
Ante tales argumentos y tanta belleza, siempre cedía.
También recuerdo que era la época de lluvias y varias
veces llegué totalmente empapado. Una tarde me recibió con
un regalo, era una elegante gabardina ¡cómo no recordarlo!,
mi primera gabardina para cubrirme de las lluvias ella me la
regaló. Sumamente conmovido y obedeciendo un impulso
irrefrenable la besé en los labios al tiempo que musitaba:
–Eres muy espléndida Alicia, ¡gracias!
Ella, sin ocultar su felicidad, me abrazó murmurando:
–Todos los días te voy a hacer regalos, para que todos
los días me beses.
288
Y nuestros labios se unieron prolongadamente.
Otra noche, mientras cenábamos, me confesó su amor y
su deseo de casarse conmigo.
–Sé, y estoy consciente que casi te doblo la edad, y también
que tú no me quieres, pero yo sabré ganarme tu amor. ¡Te
prometo que sabré esperar!
Hablaba atropelladamente, se le amontonaban las ideas.
–Estoy dispuesta a ayudarte, supongo tus problemas
económicos. ¡Te ruego que me aceptes!, ¡nos casaremos cuanto
antes! Viviremos de momento en esta casa. Indiscutiblemente
continuarás estudiando, ¡quiero demostrarte que tú eres lo
que más amo en la vida!
Con urgencia amorosa me tomó de las manos sin dejar
de hablar.
–Javier, te aseguro que desde que apareciste en mi vida,
descubrí que mi corazón perdió la tranquilidad.
Sus finas manos de pianista apretaban con fuerza las
mías. Por primera vez experimenté un auténtico respeto ante
esa mujer enamorada confesándome su amor, y ofreciéndome
todo cuanto poseía, incluyendo las esmeraldas de sus ojos.
Me encontraba ante un dilema y no sabía que responder. Estaba
extremadamente conmovido, sentía el peso de su mirada
aguardando una respuesta; avergonzado desvié mis ojos, sentía
la obligación de ser honesto, y ante el desconocimiento total
de una situación semejante lamentaba declinar su amorosa
propuesta, y solo deseaba herirla lo menos posible.
289
–Alicia, eres una mujer encantadora, posees todo lo que
el hombre más exigente pueda desear, representas el regalo
más codiciado; pero te ruego que me comprendas. De momento
en mis planes no tengo contemplado el matrimonio.
Me miró interrogante.
–Te suplico me entiendas, todavía no estoy preparado
para eso. Apenas tengo 18 años. Dime, ¿qué haría yo en este
momento casado y con hijos?, supongo que eso implica una
responsabilidad la que yo no puedo asumir ahora, además, hay
algo que me importa por sobre todas las cosas; ¡quiero ser actor
de teatro, estrella de cine! Siento y creo que es mi auténtica
vocación. El magisterio, que yo respeto mucho, es una profesión
que me dará cultura y conocimientos facilitándome el ingreso
a la escuela de Bellas Artes para estudiar formalmente la
carrera. Ahí están mis verdaderos sueños, mis ilusiones. ¡Esa es
mi verdad!
Sus ojos inmensos centellearon y tomándome la cara
entre sus manos exclamó:
–¡Verdad!, ¿cuál verdad? ¡La vida de los actores es solo
ficción, oropel, es color merengue! Nunca viven en la realidad.
Yo, sí te estoy ofreciendo una seguridad, algo auténtico.
Con pasión afirmé:
–¡Siento y sé que es mi vocación!, ¡estoy seguro que nací
para ser actor!
–Sin duda, ¡pero estás renunciando al amor!, al amor
auténtico que yo te ofrezco, a vivir tranquilo, a tener una familia.
¿Y todo para qué?, ¡para ver tu nombre en una marquesina!,
290
y por ¿cuánto tiempo?, ¿cuánto te va a durar?, ¡piénsalo!,
la juventud es efímera, muy breve y se termina pronto. En
cuanto al talento, que sin la menor duda tienes, no siempre es
suficiente.
Sus palabras hicieron un efecto terrible en mí, ya que me
aturdieron y me llenaron de confusión. La miré desconcertado.
La bella mujer temblaba y habló en tono de sentencia.
–Te vas a arrepentir. ¡Te aseguro que te vas a arrepentir!
Sobreponiéndome la confronté.
–Es posible que tengas razón Alicia, pero también se trata
de mi convicción, y por lo menos me quedará la satisfacción de
sufrir por algo que yo elegí.
En su rostro se amplificó la congoja a la vez que dolida
murmuraba:
–Quiero suponer que la juventud te da este derecho. No
lo deseo, pero seguramente el destino te hará llegar una factura
con alto costo. Ojalá y los intereses no sean muy dolorosos por
haberte burlado de mi corazón.
La escuchaba temeroso, deseando interiormente que
estuviera equivocada. Presagiosa agregó:
–¡Eres un inconsciente!, y no quiero que olvides lo que
voy a decirte: “Jamás, óyelo bien, jamás te quejes de que
nunca hubo quién te amara, pero además, por el solo placer
de amarte. Fue tan fácil para ti, ya que con tu sonrisa abriste mi
corazón y te quedaste en él”.
Su rostro estaba frente al mío, podía sentir cómo vibraba
todo su cuerpo. Arrebatadamente y con urgencia, nuestros
291
labios se unieron en un beso largo y ardiente, que aún conservo,
pero que entonces significaba el adiós.
Alicia misma me presentó con unas religiosas que atendían
un orfanato para niñas indigentes en Popotla. Las monjas
impartían a las menores clases de primaria, pero sin ninguna
preparación pedagógica, y necesitaban que algún profesor las
orientara. Alicia, en su afán de ayudarme, pensó que yo era el
indicado, sobre todo que obtendría un estipendio, de modo
que me improvisé como pedagogo durante algún tiempo, lo
cual resultó muy novedoso.
No llegaban a diez las religiosas que serían mis alumnas.
Por aquel entonces contaba con escasos conocimientos sobre
técnica de la enseñanza o ciencia de la educación, ya que solamente
cursaba el primer año en la Escuela Normal, pero a
cambio tenía mucho entusiasmo, procuraba auxiliarlas en todo
cuanto podía.
Frecuentar esa casa tenía un especial encanto, con sus
patios y tejados cubiertos de palomas, disfrutaba observando
cómo iban y venían silenciosas las religiosas. Invariablemente
después de cada clase me invitaban a pasar al refectorio a tomar
chocolate y panecillos de frutas que ellas mismas preparaban,
los que devoraba y agradecía con toda el alma.
Entre las hermanas había una que llamó poderosamente
mi atención, tendría como 25 años, de tez blanca, ojos color
miel y de dulce mirar; la llamaban Sor Ángeles, hablaba poco,
pero me observaba con insistencia. Cuando yo hacía alguna
pregunta relacionada con el tema que estábamos tratando,
292
notoriamente se encontraba distraída mirándome, y sus mejillas
se sonrojaban de la mortificación. Su actitud me intrigaba,
aunque yo trataba de no evidenciarme. Una tarde, por alguna
razón nos quedamos solos. Positivamente temerosa se dirigió
a mí.
–Discúlpeme profesor, no sé si me esté permitido, pero
necesito confesarle que desde hace algunos días, es decir,
desde que usted inició el curso, mi alma está llena de una
terrible angustia.
Daba la impresión de estar al filo del llanto.
–¡Calma hermana!, ¡por favor!, no se agobie y dígame lo
que le ocurre.
La santa mujercita, roja de confusión y con la mirada
clavada en el suelo habló:
–Tengo que decirle algo que me tortura, pero no me
atrevo profesor.
–Se lo ruego hermana, téngame confianza y cuente con
mi discreción.
–¡Gracias profesor!, es posible que sea una irreverencia
–santiguándose– ¡Dios me proteja! –observándome ya directamente–
pero es que, usted es ¡exacto!, es tan joven, el color de
su piel, su cabello ensortijado y sobre todo la misma estructura
de cuerpo. No, no existe la menor duda. Usted es como él.
Me miraba con los ojos iluminados, se encontraba
totalmente extasiada y exclamó delirante:
–Cuando usted apareció llenando el marco de la puerta
me dije: ¡San Sebastián ha entrado en esta casa!
293
Y salió de prisa. Me quedé boquiabierto, y desde luego
enormemente halagado por semejante comparación, aunque
poco sabía del joven soldado mártir. Pero, sí sé que fue entonces
cuando empecé a tomar conciencia plena de la encantadora
trampa que es la juventud.
En la siguiente clase me intrigó que Sor Ángeles no estuviera
presente. No externé ningún comentario, pero cuando
me retiraba, al pasar por la capilla, nos encontramos.
–Buenas tardes Sor Ángeles, lamenté su ausencia en
la clase.
Me miró con ojos turbados y mucha timidez al tiempo
que intentaba justificarse.
–Siento mucha vergüenza con usted profesor, ya que mi
padre espiritual me amonestó y con toda razón. Señalándome
que mi comportamiento era altamente reprochable. Por lo que
ameritaba una severa penitencia.
–Con todo respeto hermana, no estoy de acuerdo con
su confesor. Ya que con lo que usted me comentó no ofende a
nadie. Y respecto a mí, me halaga enormemente el parangón.
No le dé mayor importancia, pero sobre todo asista al curso,
pues su presencia es más agradable que su ausencia.
La bella religiosa me miró turbada.
Transcurrieron algunos días y Sor Ángeles se tornaba
más distraída y nerviosa. En cierto momento, entre las tareas
que debía revisar deslizó una nota rogándome que la esperara
en la capilla. Así lo hice, se presentó la religiosa y ante mi
asombro y sin el menor preámbulo, me pidió que le mostrara
294
los pies. Era tan extraña su petición que no lo pensé, procedí
a descalzarme, quitarme los calcetines y mostrarle los pies
desnudos. Sus lánguidos ojos se posaron en ellos, y sin apartar
la mirada me preguntó:
–¿Me permite tocarlos?
Sin salir de mi asombro respondí afirmativamente. Se
postró de hinojos, tomó mis pies y delicadamente los observó
como si se tratara de algo muy preciado. En su rostro había un
extraño resplandor y habló casi en murmullo:
–¡Alabado sea dios!, sí, no existe la menor duda. Son los
pies de San Sebastián.
Y la santa mujer vibraba de pies a cabeza. Me conmovían
sus ojos mansos y contemplativos.
–Le suplico que se tranquilice Sor Ángeles, y me hable
sin temor de su objetivo.
Con mucho entusiasmo me explicó que ella pintaba, y
que hacía algún tiempo tenía en mente la idea de plasmar en
un óleo a San Sebastián, ya que era un santo que ella admiraba
y veneraba enormemente. Encontrar al modelo se había convertido
en una auténtica obsesión. Era su sueño dorado y la razón
más importante de su existir, afirmaba que al conocerme
era como si el cielo se le hubiera abierto. Confiaba contar con
mi colaboración para iniciar un auténtico recorrido espiritual.
Yo la escuchaba desconcertado y pregunté:
–Sor Ángeles, ¿está usted convencida de que soy yo la
persona que usted necesita?
295
–¡Ya lo creo profesor! Usted reúne los atributos de mi
amado santo. ¡Se lo ruego!, en nombre de ese mártir, ¡ayúdeme!,
pose usted para mí, cristalice conmigo ese sueño.
Sin salir de mi asombro la miraba indeciso. Sumamente
mortificada y nerviosa aclaró:
–Deberá usted posar desnudo, ya que de esa manera
fue torturado el joven soldado. Ya tengo todo listo para iniciar
la obra, en el momento en que usted me haga la caridad de
aceptar.
Hablaba con tanto entusiasmo de su proyecto que
resultaba inevitable no contagiarse, dijo también que las
flechas sería lo último que pintaría, pues deseaba que fuera una
auténtica alegoría. Era fascinante escucharla, pues al hablar sus
ojos trasmitían la bondad de su alma. Y ya convencido, quise
involucrarme; además yo había leído en algún lugar, que ser
pintado por alguien significaba pasar a la inmortalidad. De tal
forma consideré relevante trascender plasmado en un lienzo,
y nada menos que como San Sebastián.
Acepté encantado. El primer día que posé estuvo lleno
de sensaciones nuevas y experiencias sorpresivas. Comprobé
que Sor Ángeles era impredecible, por ejemplo, no permitió
que yo me desnudara. ¡De ninguna manera!, ella hizo todo un
ritual para despojarme de la ropa. Al tiempo que murmuraba
fragmentos de El cantar de los cantares.
–He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce...
Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma...
296
Y verdaderamente me daba un tratamiento como si
yo fuera San Sebastián. Repentinamente sus blancas mejillas
enrojecían, y un extraño resplandor la envolvía toda.
Una vez que me desnudó totalmente, me ungió con un
bálsamo con aroma de nardos. Y continuó musitando:
–Nardo y azafrán, caña aromática y canela... Venga mi
amado a su huerto...
La cintura me la cubrió con un breve género blanco. En
el piso colocó un hermoso tapete bordado por ella misma para
que yo pisara descalzo. Y desde luego me sujetó a un tronco
de árbol preparado ex profeso. La atmósfera se tornó un tanto
irreal, encantadoramente onírica.
–Le ruego que no se mueva profesor. Ya que voy a
comenzar a trazar.
Se conducía con auténtico profesionalismo y a ratos me
daba la impresión que levitaba; de tiempo en tiempo me dirigía
miradas furtivas o entornaba los ojos. Cuando imaginaba que
me había cansado por la posición, me ofrecía en una copa de
plata tipo cáliz, vino rojo exquisito. Yo suponía, como el que
usan los sacerdotes durante la liturgia de la misa.
En otros momentos me aproximaba a la boca –recordemos
que yo estaba atado– gajos de toronja, uvas moscatel, o
dátiles de la India, también nueces y dulces finos. Y como si
hablara con San Sebastián usaba un tono místico:
–He comido mi panal y mi miel... Mi vino y mi leche he
bebido...
297
En afortunada ocasión, me ofreció higos –¡cómo olvidarlos!–
cuidadosamente los depositaba en mi boca, y murmuraba
amorosa:
–Sepa usted profesor que los higos son para morderse,
pero antes, debe cerciorarse que ya estén maduros; entonces
se desnudan y, a medida que los desnudamos, los mordemos
para que nuestra boca se impregne de su delicioso néctar.
Yo, embelesado, mordía con singular fruición aquellos
apetitosos y dulces higos, imaginando que se trataba de carnosos
pezones. Y casi podía sentir que me encontraba rodeado
de ángeles, arcángeles y serafines. Así, inmerso en esa atmósfera
celestial, tenía la sensación de hallarme ya casi en olor a
santidad.
Al finalizar cada sesión nuevamente me ungía todo el
cuerpo con bálsamo de flores musitando:
–A más del olor de tus suaves ungüentos... Tu nombre es
como ungüento derramado...
Amorosamente acariciaba las supuestas heridas y se
abrazaba a mí, dejando escuchar su respiración entrecortada,
y voluptuosamente le palpitaba la nariz cerrando los ojos.
Algunas veces noté cómo se estremecía y se tornaba pálida;
de pronto, se desvanecía lentamente hasta llegar a mis pies.
De esa forma permanecía como una flor desmayada y aferrada
a ellos, besándolos con veneración. Cuando reaccionaba me
desataba y pedía me vistiera.
Transcurrieron días de huella indeleble por el encanto
de sus situaciones, era como vivir dentro de un mundo de
298
sueño, pues esta bendita mujer era tan enigmática como
impredecible. Y yo, por supuesto me encontraba fascinado,
les había tomado mucho cariño a esos rituales, a los manjares,
a los vinos delicados, que eran auténtico polen y a los dulces
finos, pero sobre todas las cosas, me había aficionado a morder
los higos desnudos.
Debo aclarar que mientras Sor Ángeles trabajaba jamás
hablaba, permanecía en silencio como en estado de gracia;
solamente se desplazaba para preguntarme.
–Hombre de Dios, ¿tiene usted sed?
Eso le preocupaba enormemente. Imaginaba que el
joven soldado debió sufrir muchísimo por la tortura y la sed;
de modo que en su honor, me ofrecía abundante vino rojo al
tiempo que musitaba con ensoñación:
–Oh, si tú fueras como un hermano mío... Porque mejores
son tus amores que el vino...
Y supongo que de ahí surgió mi afición a la uva –a la
buena uva– dicho sea de paso, celosamente cuidaba que no
me aproximara al óleo, nunca lo permitió.
–Hasta que esté terminado –decía–.
Y justamente una tarde lluviosa al tiempo que suspiraba
murmuró:
–Ahora sí San Sebastián, puede ver su retrato.
Me desamarró y tomándome por una mano me condujo
frente a él. Quedé gratamente impactado, era un magnifico
trabajo. El cuadro casi de tamaño natural, y el parecido conmigo
299
era exacto, sobre todo los ojos. Además, la sangre que brotaba
de las flechas se antojaba real. La religiosa que contemplaba
satisfecha su obra exclamó:
–¡San Sebastián resplandece!, ¡Como un sol naciente!,
primero fue un hermoso sueño. Ahora, ya es una hermosa
realidad.
Repentinamente experimenté una sensación extraña
que me invadió totalmente. Quedé mudo literalmente, no
sabía qué decir, la obra estaba terminada y debía despedirme.
Sentía como si me estrujaran la garganta, cualquier cantidad
de palabras se me amontonaban. Sor Ángeles que miraba
alternativamente a su obra y a mí, habló amorosa.
–Profesor, tenga cuidado. Me preocupa su juventud,
su corazón no tiene experiencia y puede desbordarse con un
amor que le cause dolor.
–¿Y cómo saberlo?
Nos miramos cumplidamente, ambos pretendíamos
ocultar nuestro verdadero sentimiento, pero un llanto congelado
espejaba en sus ojos. Me dolía su dolor, no quería mostrar
debilidad pero fue inútil, ya que las lágrimas como la risa se
contagian. Tomé sus manos y murmuré.
–Permítame besar las manos de una artista.
Deposité un beso en cada una cuestionándome, ya que
mi intención no fue jamás despertar un amor profano. Con
repentina pasión besé nuevamente sus manos, la religiosa las
apartó con firmeza al tiempo que manifestaba:
300
–¡Adiós, profesor!, y que nuestro señor lo llene siempre
de bendiciones por haber colaborado en la realización de mi
más caro sueño.
Notoriamente avergonzado murmuré:
–¡Perdón Sor Ángeles!, debí suponer que en su corazón
no hay lugar para el pecado.
Nos miramos en silencio unos instantes, ella desvió los
ojos evitándome. Y en contra de mi voluntad salí.
Caminaba por la calle absorto y desconcertado. ¿Cómo
era posible tanto amor y sensibilidad en una joven religiosa
como Sor Ángeles?
Y tampoco entendía, cómo en tan corto tiempo, había
experimentado el amor de dos mujeres por demás genuinas.
Pensé en voz alta:
–¿Qué sucede?... Tal parece que la vida fuera una trampa
constante...
Llegaron en un eco las palabras de Alicia.
–Jamás, óyelo bien, jamás te quejes de que no hubo
quién te amara.
Me detuve a mirar el cielo, ya aparecían las primeras
estrellas, al contemplarlas recapacité:
–¿Estaré realmente cambiando el amor por el sueño
de llegar a estrella de cine?, –ensimismado– ahora no puedo
saberlo. Pero, según veo en el cielo da la impresión de que las
estrellas anduvieran a la deriva, es decir, solas. ¿Ese será el costo?
–muy serio– no lo creo. Sería injusto. Bueno, no entiendo por
301
qué estoy pensando en eso ahora. ¡Soy muy joven! Y me estoy
preparando. Quiero decir, poniendo los medios, y cuando sea
necesario pondré también “los enteros”.
Seguí caminando durante un rato, desenredando mis
ilusiones. Las calles estaban escuetas. Mi cuidad –pensé– esta
maravillosa Ciudad de México, donde todos los día se dan milagros,
donde diariamente llegamos conquistadores en potencia
a soñar, que es fundamental.
Aguardaba el camión que me conduciría a la casa, allá
por Héroes de Churubusco. La noche había enfriado, yo iba
enfundado en la elegante gabardina que me regalara con
tanto amor Alicia López Negrete, la bella mujer que tenía por
ojos dos esmeraldas.
Menuda lluvia de agosto empezó a caer sobre el asfalto;
caminaba de prisa, tenía enormes deseos de hacer cosas, y
en mi mente permanecía una idea firme, obsesiva, debía apresurarme,
rebasar, sin importarme de quién se tratara. Porque
“los de adelante corren mucho y los de atrás se chingarán”.
Me repetía ahora ya sin la menor duda, y aceptando además
que la juventud es una deliciosa trampa, impregnada de arrogancia
y crueldad pero, encantadoramente seductora.
En circunstancias íntimas me he preguntado: ¿qué
fin tendría Sor Ángeles y su magnífico óleo?, ¿a donde iría
a parar? Es posible que se encuentre en el altar de alguna
iglesia rodeado de veladoras, ¿por dónde estaré? Nada me
haría más feliz que volver a verlo, por ser tan representativo
302
de mi primera juventud, y por haber despertado ese amor
deliciosamente irreverente. Sin duda, ya me habrán colgado
algunos “milagritos”.
303
304
Ruán terminaba de filmar “Los Marcados”, 1970
Recuento al modo chino
Tomando en consideración,
que cada quién habla según le fue en la feria.
1– Parafraseando a Walt Witman, me he cantado y celebrado a
mí mismo cualquier cantidad de veces.
2– Del altar de la madonna del Rocío en Jerez de la Frontera
hurté hermosas clavelinas frescas, pero a cambio puse en las
manos de unos niños gitanos que me pillaron unas pesetas.
3– La caprichosa vida me brindó la oportunidad en la primavera
de 1962 de decirle a Marilyn Monroe en el hotel Hilton de la
ciudad de México y frente a una multitud: ¡I love you Marilyn!
Y, ante mi asombro, la diosa me contestó: “Me too”.
4– Fui apadrinado estelarmente en el cine mexicano por don
Alejandro Galindo en su película Corona de lágrimas.
5– La noche de la inauguración de los juegos olímpicos de
México 1968, la actriz Chela Nájera (champaña en mano en
Paseo de la Reforma) me regaló (simbólicamente) la glorieta
de Cristóbal Colón. El mismo que tiene la mano extendida para
constatar si llueve, o indicando que va a dar vuelta a la derecha.
6– La primera función de Bodas de Sangre en el teatro Enrique
Santos Discépolo, en Buenos Aires Argentina, se la brindé a
Carlos Gardel.
7– Mi hermana Priscila, en el año 1949, me llevó de la mano
y ataviado como un serafín, a la ceremonia de la primera
307
comunión en el templo Del Carmen. Barrio de Tepito de la
ciudad de México.
8– La compositora cubana Myrta Silva, sentada al piano del
casino en el verano de 1976, me obsequió el hotel San Juan, en
San Juan de Puerto Rico. Subrayando con acordes musicales
de su canción “Tú no sabes nada de la vida.”
9– La Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas
en el año de 1971 me nominó para el Ariel coactuación masculina
por la película de Alberto Mariscal Los Marcados.
10– Cristalicé un suceso familiar prohibido, contar la historia
de Cuando Leonarda se puso en amores en mi novela Pueblo
chico, Infierno grande en el año de 1996. Me acompañó
en esta fascinante aventura el maestro Mario Hernández,
insuperable dialoguista, amén de multipremiado realizador
cinematográfico.
11– Durante el año de 1986 filmaba en La Habana Cuba La vida
de Beny Moré y unos compañeros escritores cubanos, me
obsequiaron nada menos que El Castillo del Morro en testimonio
de amistad. Conservo documento que así lo avala.
12– En compañía de la gran Chabuca Granda, gloria nacional del
Perú y disfrutando del efecto del pisco, escuchamos la risa del
río Rimac y caminamos del puente a la alameda.
308
13– Entre mis pecados de juventud (década de los 60) destaca
uno que aún me aculpa. Haber hecho el amor en el interior del
templo de Chimalistac. Escuchando a lo lejos la música de los
Creedence. ¡Cuánta irreverencia! Seguramente seré juzgado
por la historia.
14– Podría asegurar que vi a través de los ojos de Dios, al
sobrevolar la meseta P’urhépecha piloteando la avioneta el
sacerdote y poeta, Dr. Francisco Martínez Gracián. Fue una
experiencia de una belleza ¡inconmensurable!
15– Hablando de auténticas experiencias; cuando contemplaba
a mis hijos recién nacidos, el primogénito Virgilio, después
Guillermo Antonio. Gustaba experimentar colocando uno
de mis dedos entre una de sus pequeñas manos, y quedaba
felizmente impactado al sentir cómo se aferraban a este.
Desde ese instante constaté que Dios me había otorgado el
premio mayor y además, que estaríamos unidos por siempre.
16– El Magisterio, grandioso aprendizaje, base fundamental de
mi formación profesional. Una década solamente, 1959 - 1969,
era el despegue de mi juventud. Lo cambié por el séptimo arte.
Aprendí entonces que escoger significaba renunciar.
17– Un 14 de febrero, día consagrado al amor, en La Habana Cuba,
Rosita Fornés “La vedete de América” y orgullo de los cubanos,
al tiempo que bailábamos siguiendo el ritmo de “cómo fue, no
309
sé decirte cómo fue…” me entregó sutilmente enamorada el
cabaret Tropicana lugar donde nos encontrábamos.
18– He tenido la fortuna de interpretar personajes como:
Moctezuma II, Pigmalión. Chichicof, Romeo, Don Juan Tenorio,
Jasón, Hamblet, Leonardo, El Príncipe de Gales, y uno que otro
play boy (entiéndase padrotes) por mencionar algunos. Cada
uno aportó algo en mi vida y de cierta manera la modificó, al
grado de casi afirmar que por identificación quedé atrapado en
la identidad de alguno. ¿Será…?
19– Después de disfrutar de la grandiosidad del Cantar de
los Cantares me cuestioné: ¿Y ahora qué voy a leer…? El
grandilocuente Ricardo Garibay me diría: Refúgiate en Homero,
en Dante ¡y no digo más!
20– El 10 de septiembre del año 2005 las autoridades del H.
Ayuntamiento de mi pueblo Nahuatzen, Michoacán, me distinguieron
con un homenaje al mérito artístico. Legalizando dicho
acontecimiento con un documento escrito en p’urhépecha y
una presea espectacular de 78 centímetros de diámetro diseñada
por el clérigo, geólogo y periodista, Dr. Francisco Martínez
Gracián, elaborado en cobre repujado, por orfebres de
Santa Clara, con letras en alto relieve y el escudo oficial de Nahuatzen.
Aclarando que era la primera distinción que se hacía
a un nahuatzense.
310
21– Abrazar a una serpiente enorme durante una ceremonia
de “macumba” en Río de Janeiro, ha sido la experiencia
más aterradora, al mismo tiempo que subyugante. El animal
se deslizaba por mi cuerpo desnudo trasmitiéndome su
temperatura helada, sobra decir que hasta las patillas se me
erizaron, pero qué bueno que ya salí de ese pendiente.
22– Durante el verano de 1984 en Pátzcuaro, Michoacán, la
entonces magistrada penal Elia Maldonado, botella en mano
de fino cogñac, me adjudicó la fuente de cantera donde se
encuentra Tata Vasco, al tiempo que escuchábamos a Rocío
Jurado (en una grabación) cantar: “...y aún tu boca me sabe a
limón…”
23– En Toledo, España, en el barrio judío visité la casa que habitó
por más de 40 años El Greco. Intensamente conmovido
admiré su obra, perpetuando paralelamente a Nikos Kazantzaki
al recordar: “el valor del hombre reside precisamente en
el hecho de buscar y de ser consciente del imposible”, y obviamente
me cuadré y le dirigí unas palabras al maestro.
24– En la obra teatral El ancla, 1977 la maestra Nancy Cárdenas,
por requerimiento del personaje me pidió que me desnudara
totalmente. Con ese noble pretexto dejé de usar tarzaneras,
ya que es impredecible la forma en que un actor está expuesto
a la creatividad de un autor o director de escena. Y yo, que me
precio de ser profesional, inevitablemente sucumbiré.
311
25– En la exitosa temporada de Hola Charly 1979 en el teatro
de los Insurgentes, una noche Mauricio Garcés irrumpe en mi
camerino desesperado pidiéndome le prestara unos calcetines
blancos que había olvidado. Él debía usar mocasines con
calcetines blancos. Le expliqué que solo tenía los que llevaba
puestos. Me obligó a quitármelos, así de mis pies pasaron a los
de él calientitos. Al día siguiente encontré en mi camerino una
caja enorme repleta de calcetines blancos, con una tarjeta que
decía: Ruán descuidado. Para que nunca te falten. Mauricio.
26– En el salón Benito Juárez de la casa presidencial de los
pinos, en 1976, el presidente Luis Echeverría al entregarme
mi pasaporte oficial (diplomático, que aún conservo) ya que
yo era el galán primer actor de la compañía teatral Teatro
de las Américas al tiempo de estrecharme la mano me dijo:
felicidades Javier, por ser un magnífico actor, además de
capricornio. Sorprendido le pregunté: ¿cómo lo sabe usted
señor presidente? Malicioso contestó: los triunfadores somos
capricornio ¿o no?
27– En el cine, en el teatro y en la televisión he tenido la oportunidad
de interpretar a diferentes sacerdotes resultando siempre
un placentero trabajo. Pero no cabe duda que la realidad
siempre superará a la fantasía. Durante la cuaresma del año
2007 en el templo de San Luis Rey de Nahuatzen, el reverendo
Dr. don Francisco Martínez Gracián me confió la responsabilidad
de participar con él en un ritual tan significativo como lo
312
es el del miércoles de ceniza. Ataviado con la indumentaria y
ornamento religioso, un auténtico privilegio al impartir la ceniza
en la frente al tiempo que pronunciaba la metáfora: “polvo
eres y en polvo te convertirás” y ver frente a mis ojos los ojos
de niños, hombres y mujeres, algunos rostros de ancianos curtidos
por los años y el trabajo bajo el sol en el campo, pero
impregnados de harta dignidad y respeto ante ese acto de
fe tan señalado por la iglesia. Constatarlo me conmovió en lo
más profundo del corazón, después de esta excelsa práctica,
se afirmó mi convicción religiosa.
28– En mi familia la cita de despedida ha sido en domingo,
como si fuera una consigna. La inicia el domingo 24 de abril
de 1960 papá Ruán, don Prisciliano entró en estado de coma.
El domingo 13 de agosto de 1967 (en plena canícula) mamá
Doloritas Jaimes nos deja. El domingo 24 de junio (día de San
Juan) de 1979 Sergio Ruán pasa a retirarse. El domingo 16 de
junio (día del padre) de 1989 en Buenos Aires Argentina, marcha
Virgilio Ruán Jaimes. Con cierta inquietud me cuestiono: ¿si yo
seguiré la extraña consigna…? Solo deseo que no ocurra un
domingo siete, para que no vayan a mal hablar de mí.
29– Actualmente en el año 2008 a los 68 años, vivo realizado
y tranquilo en la fascinante aventura de la vida. Acompañado
de cerca y de lejos por Virgilio y Guillermo, mis hijos y mi presunción.
Dios ha sido exorbitantemente generoso conmigo. Ya
no me falta ningún personaje por interpretar, he decidido ser
313
selectivo respecto al trabajo actoral que me ofrecen, gracias a
la protección económica de Televisa que me permite vivir correctamente.
Juego a escribir lo que me gusta por el solo placer
de hacerlo. En este horario de mi vida ya no me da miedo
la muerte, tal vez porque he muerto tantas veces frente a las
cámaras o en los escenarios, que ya es una situación que tengo
muy ensayada. Paseo por los espacios tranquilo, entreteniendo
las horas de mi año sextuagésimo octavo buscando a lo que
me resta de vida algún significado, y confiando siempre en que
México es una ciudad maravillosa, inmersa en una especie de
hechizo, donde todos los días se dan milagros.
Empecé y termino parafraseándo a Walt Witman “pues aquí y
ahora, firmo por el alma y el cuerpo, y pongo ante ustedes mi
nombre”.
Javier Ruán
(Aún en plenas facultades mentales…creo…)
314
Apéndice
Ruán como Guadalupe Cajiga en Corazón Salvaje
(versión de 1995)
317
318
Ruán con Elsa Aguirre cantando en un palenque
en Minatitlán Veracruz, 1976
Olga Breeskin y Ruán en la obra teatral Cueros y Pieles, 1982
319
320
Ruán y Ana Martin en Faltas a la moral
Angélica María y Ruán en
La muchacha italiana que vino a casarse, 1971
321
322
Ismael Rodríguez entrega a Ruán la presea Estrella de Plata
por la película Faltas a la Moral, 1969
323
324
Antonio Aguilar y Ruán en Los Marcados, 1970
Ruán como Daniel en la novela Rina
325
326
Ruán en poster publicitaio, 1976
Silvia Pinal, Mauricio Garcés, Amparo Arozamena y Ruán en la obra
teatral Hola Charly teatro de los Insurgentes, años 1978-79
327
328
Ruán con su heroína Leonarda, Verónica Castro
en su novela Pueblo chico, Infierno grande, 1996
Ruán en la novela Amor de Nadie grabada en España y París, 1990
329
Los de adelante corren mucho...
de Javier Ruán
se terminó de imprimir en abril de 2013
en Gráficos Moreno
ubicado en Vicente Santa María #749
colonia Ventura Puente, C. P. 58020
Morelia, Michoacán.
La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado
del autor y del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura.
LOS DE ADELANTE
CORREN MUCHO...
Obra autobiográfica en diferentes
etapas. Veinticuatro para ser exactos.
Intervienen el cuento corto, la
crónica, el humor negro, y, en momentos,
el tono fársico, hasta llegar
al realismo mágico.
Desde siempre, en mi afán de interpretar,
de querer ser un actor comprometido,
he vivido paralelamente
la vida de otros. De los personajes
que me han asignado. Por lo tanto,
inevitablemente me atrapé en la personalidad
de alguno, que indirectamente
modificó la mía.
Como mi niñez transcurrió simultáneamente
entre mi pueblo natal de
Nahuatzen Michoacán, y la ciudad
de México, Con la intención de conservar
mi identidad nahuatzense, he
querido rescatar algo del lenguaje
costumbrista de la meseta P´urhépecha
incorporándolo en mis cuentos
citadinos.
Deliberadamente la cronología en
mi obra es caprichosa.
En esta obra singular, nada que no sea el hombre y su humanismo infinito, como
humano en grado superlativo lo fue Job, nada que no sea el hombre de su materia,
repito, logra cabida. O puedo corregir la frase: en esta obra singular, nada que
no sea la mujer y su humanismo infinito, nada que no sea el matriarcado de su patria,
logra cabida. De ahí que en este insólito género literario del autor de Pueblo
Chico, Infierno Grande, Javier Ruán, quien a decir del gran Carlos Monsiváis:
“ama la provincia y adora la actuación” (2010), prive un género que abarca a la
vez, la divagación, el rosario de recuerdos, la microhistoria, la épica pura; bueno,
de hecho, casi todo, hasta la literatura... con una condición previa: que todos los
Jobs de su materia y todos los Jobs que ha encontrado en su patria artística, se
tiñan de novela...