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Los de adelante corren mucho - Javier Ruán

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JAVIER RUÁN JAIMES

Enero 10 de 1940

Maestro en experimentación pedagógica

y filosofía. Egresado de la escuela

de arte teatral del I. N. B. A.

Diferentes reconocimientos como

actor teatral. Destacando “Bodas de

sangre” de gira internacional. Revelación

masculina por la obra “Moctezuma

II” festival de las máscaras en

Morelia Michoacán. 1968. Amplia

experiencia como actor radiofónico

protagónico, en la X.E.W. Debut

cinematográfico estelar en “Corona

de lágrimas” de Alejandro Galindo.

Participación en más de cuarenta

películas. Nominado para “El Ariel”

en 1971 -coactuación masculina- película

“Los marcados”. En las telenovelas

con personajes muy afortunados:”Rina”,

“Corazón salvaje”,

“Senda de gloria”, “El mundo de

fieras”, “Destilando amor” “Mujeres

asesinas” “Tiempo final III” “Mar

de amor”, etc., programas unitarios,

miniseries e históricas.

Como escritor: “Pueblo chico, infierno

grande”, galardonado con la

presea “TV novelas” 1997 por mejor

historia original. Producción Televisa


Los de adelante corren mucho...


CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

Rafael Tovar y de Teresa

Presidente

Saúl Juárez Vega

Secretario Cultural y Artístico

FRANCISCO CORNEJO RODRÍGUEZ

Secretario Ejecutivo

Ricardo Cayuela Gally

Director General de Publicaciones

GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo Figueroa

Gobernador Constitucional

Marco Antonio Aguilar Cortés

Secretario de Cultura

Juan García Tapia

Secretario Técnico

Fernando López Alanís

Director de Formación y Educación

Jaime Bravo Déctor

Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Raúl Olmos Torres

Director de Promoción y Fomento Cultural

Paula Cristina Silva Torres

Directora de Vinculación e Integración Cultural

Héctor García Moreno

Director de Patrimonio, Protección y Conservación

de Monumentos y Sitios Históricos

Miguel Salmón Del Real

Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán

María Catalina Patricia Díaz Vega

Delegada Administrativa

Héctor Borges Palacios

Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura


Javier Ruán

Los de adelante corren mucho...

Gobierno del Estado de Michoacán

Secretaría de Cultura

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes


Los de adelante corren mucho...

Primera edición, 2013

dr © Javier Ruán

dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,

C.P. 58020, Morelia, Michoacán

Tels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42

www.cultura.michoacan.gob.mx

Coordinación editorial:

Héctor Borges Palacios

Mara Rahab Bautista López

Diseño editorial y formación:

Paulina Velasco Figueroa

Diseño de colección:

© Editorial y Servicios Culturales El Dragón Rojo, S.A. de C.V.

ISBN: 978-607-8201-30-3

ISBN de la colección: 979-607-8201-34-1

El contenido, la presentación y disposición en conjunto y de

cada página de esta obra son propiedad del editor. Queda

prohibida su reproducción parcial o total por cualquier sistema

mecánico, electrónico u otro, sin autorización escrita.

Impreso y hecho en México


Para:

Virgilio Javier Narciso

Guillermo Antonio

Mis hijos. Mi lujo.



Índice

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

1- La dama que no conoció obra de varón . . . . . . . . . . . . 19

2- San Luis Rey, un santo de singular carácter . . . . . . . . . 41

3- La “calidá” de la melcocha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49

4- Las zancadillas tempraneras en la vida . . . . . . . . . . . . 61

5- El hombre que juró llorar hasta que

se le rompiera el corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

6- La profesora Clarita Zavala Ramos . . . . . . . . . . . . . . 91

7- ...Y era de negro como ella se vestía . . . . . . . . . . . . . 103

8- Yo sé de alguien que aprendió a engañar a la soledad . . . 117

9- El magisterio, hermosa experiencia . . . . . . . . . . . . . . 135

10- Nahuatzen desde las alturas . . . . . . . . . . . . . . . . . 155


11- La entrevista con Elena Garro . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

12- Legendario esplendor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169

13- Mi amigo Evaristo y su traje de etiqueta . . . . . . . . . . . 175

14- El día que un reportero gráfico mexicano

tomó la fotografía más codiciada de Marylin Monroe . . . . 185

15- En la muerte de Chela Nájera . . . . . . . . . . . . . . . . . 193

16- ¡Hey familia!... Danzón dedicado . . . . . . . . . . . . . . . 199

17- Stella Inda y el rebozo de Soledad . . . . . . . . . . . . . . 207

18- El maestro Ricardo Garibay y los marcados . . . . . . . . . 221

19- Tomás Méndez y el adiós a Don Pepe Guízar . . . . . . . . 231

20- El actor y su melancolía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245

21- Con Chabuca Granda, “del puente a la alameda” . . . . . 255

22- Meche Barba y el amor de la calle . . . . . . . . . . . . . . 265

23- Los de adelante corren mucho... . . . . . . . . . . . . . . . 275

24- Recuento a los 68 años al modo chino. . . . . . . . . . . . 305

25- Apéndice . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315


Presentación

Dentro de los libros sapienciales del Antiguo

Testamento, el de Job contiene un misterioso

drama con muy poca acción y con mucha

pasión reflejando a una humanidad (y en

esa a cada uno de nosotros) doliente, angustiada, marginada,

que se interroga por su destino. En ese sentido se trata de un

libro tan antiguo, como singularmente moderno; provocativo;

no apto para conformistas. Resulta casi tan imposible leerlo sin

sentirse interpelado, como imposible comprenderlo si no se

toma partido: vino de vértigo que nos desquicia y que, una vez

bebido, ya no nos permitirá hablar con nosotros mismos; ni con

los demás, ni hablar con Dios y de Dios como lo hacíamos antes.

Muchos, llevados por la ignorancia, sólo refieren de Job su

“santa paciencia” (olvidando cuán inconformista se mantuvo).

No sé por qué, y aunque resulte claramente improbable, pero

ahora que lo hube traducido a la lengua p’urhé, vislumbré no

pocas veces el reflejo de Javier Ruán en ese ser inquisitivo. No

sé por qué también, pero cuando terminé de leer por enésima

11


vez los textos de Los de adelante corren mucho que campean

en este libro, nunca me quedé en su ropaje festivo, porque

dicen más lo que el autor no le cuenta al lector que los cuentos

con que le mantiene entretenido. Al buscar el hilo conductor

de esos relatos, terminé por redescubrir a un p’urhépecha

singular, fraguado en la lucha, mil veces incomprendido, casi

nunca valorado en su justeza, mas de talento seguro. Amigo de

las letras, sí, pero más amigo de aquellos y aquellas a quienes

las hubo dirigido. Amigo de las letras, como he dicho, pero más

amigo que el amigo. Miren que, a la usanza p’urhépecha y así

parezca lo contrario, su vida la ha fincado en el servicio. Quizá

por eso, los relatos con los que el lector se va a topar en este

libro, si por un lado constituyen toda una invitación al cuento

corto y, hasta cierto punto, a la novela, terminan siendo ante

todo una feliz oportunidad para que descubra, en medio de

cuitas ajenas, el monólogo interior de un artista que antes que

artista es hombre y que como hombre no puede sino ser un

velado protagonista –de multímodas maneras– que nunca se

ha desprendido de los aconteceres de su matria p’urhé, como

tampoco de sus ires y venires por esa patria de todos en que

se hubo labrado su vocación artística y su prestigio. No sé si me

equivoque, pero atrás del ropaje orgiástico, del buen fraseo y

de la prístina claridad en el hipérbaton, sus relatos constituyen

algo tan novedoso, como si hubiese inventado un tercer tipo

de novela, una especie de ensayo y confesión, o de confesiones

y ensayos ajenos totalmente a ese mundillo banal en donde

12


todo tiene cabida. Porque aquí, en esta obra singular, nada que

no sea el hombre y su humanismo infinito, como humano en

grado superlativo lo fue Job; nada que no sea el hombre de su

matria, repito, logra cabida. O puedo corregir la frase: en esta

obra singular, nada que no sea la mujer y su humanismo infinito,

nada que no sea el matriarcado de su patria, logra cabida. De

ahí que en este insólito género literario que ahora nos regala

el autor de Pueblo Chico, Infierno Grande, Javier Ruán, quien

a decir del gran Carlos Monsiváis: “ama la provincia y adora

la actuación” (2010), prive un género que abarca a la vez, la

divagación, el rosario de recuerdos, la microhistoria, la épica

pura; bueno, de hecho, casi todo, hasta la literatura... con una

condición previa: que todos los Jobs de su tierra y los Jobs que

ha encontrado en su patria artística, se tiñan de humanismo...

Y del relato y la novela. Como se hallan ciertamente

teñidos: La dama que no conoció obra de varón, La cálida

de la melcocha, Stella Inda y el rebozo de Soledad, Meche

Barba, y “el amor de la calle”, etc. Quien recorra esas líneas

no se fije, por favor, tanto en el oficio (que oficio de escritor

hay mucho), fíjese en la mirada humanísima que echa el autor

a sus protagonistas; no se engolosine tampoco en el humor

desenfadado que envuelve a las mini tragedias que cuenta; no

fije su atención al envoltorio, así sea harto divertido: fíjese en el

profundo humanismo de su contenido. Es más, aguce mucho

la mirada para poder observar cuánto el autor de estas letras

repta bajo de ellas, luego de haberse atrevido a desprenderse,

13


cuando aún era un niño, de su pueblo chico, hasta salir a jugarse

vida y hacienda –seguramente en medio de mil y un prejuicios

y otras tantas privaciones– en el ambiente ominoso de la gran

capital. Y sin embargo, ninguno de sus relatos, así se trate de El

actor y su melancolía, El hombre que juró llorar hasta que se le

rompiera el corazón o En la muerte de Chela Nájera, contiene

algún resabio de amargura ni reproche alguno. Lo que sin que el

autor lo pretenda, dice mucho y bien del profundo humanismo

y de ese optimismo –que tanto necesitan nuestros tiempos–

de Javier Ruán.

Francisco Martínez / P’urhé P’ukutapu, 2012

14


Prólogo

Amenudo los artistas parecen estar dotados

de varios dones creativos. Quisieran

ser músicos y se convierten en poetas, se

inician como pintores y concluyen como

actores,debutan como cantantes y se consagran como narradores.

Amigos míos han sido poetas y actores, o pintores y músicos,

o cantantes y pintores, cantantes y escritores. Pareciera

que el arte se protege en sus intérpretes humanos con posibles

diversos caminos que ofrecen el ensayo y el error, el ensayo

y el perfeccionamiento, las tentativas de una inicial y una

final vocación. Danzantes y coreógrafos parecieran inclinarse

más por la música, pero también lo han hecho por la pintura

o la poesía; una amiga mía, bailarina y coreógrafa, se inclinó

además por la traducción de la poesía.

Javier Ruán ha incursionado en muchos campos a partir

de su condición esencial de actor de teatro, cine y televisión,

por ejemplo; igualmente en la creación de guiones para

producciones televisivas, así como en el canto. A pesar de

ser autor de telenovelas, la presente obra constituye su real

incursión en la escritura, concretamente, en el relato.

15


El libro que tiene ahora el lector en sus manos es peculiar,

tiene la forma de una colección de cuentos, pero la

esencia de una autobiografía. Sus episodios son un mosaico

autobiográfico. Son relatos marcados por la alegría y el esplendor

de México, de Michoacán, de sus raíces familiares, de

sus privaciones y goces, de su indeclinable vocación para madurar

y vivir en la actuación, en el teatro, en el cine. Cada episodio

refiere el mundo que lo deslumbró, lo atrajo, lo sedujo;

es el recuento autobiográfico con que relata el camino hacia

su realización como artista. No optó por una historia lineal

y cronológica que contuviera el calendario de su vida artística

y familiar, pública y privada; optó por crear relatos vívidos

y ágiles a través de los cuales comparte sus experiencias de

asombros y hallazgos, de temor y arrojo, del acercamiento

a personalidades que lo guiaron, lo apoyaron o lo quisieron;

de personalidades con las que aprendió a trabajar, a crear, a

agradecer el esfuerzo de compañeros, maestros y amigos.

Artistas en la religión o en la música, que lo acogieron

de joven, como lo narra en el último texto que le da título al

libro Los de adelante corren mucho; actrices como Dolores del

Río, Stella Inda o Meche Barba; escritores como Elena Garro

y Ricardo Garibay; compositores como Tomás Méndez y Chabuca

Granda; amigos entrañables como Evaristo; familiares

como su padre, su abuelo materno y sus hermanos; sus colegas

profesores en escuelas marginales, todos, constituyen

la secuencia dramática, alegre, de concordia o tragedia, con

16


que Javier Ruán ha logrado una creativa manera de escribir

su autobiografía para compartirla. Una bella forma de invitar

al escenario a sus lectores.

Carlos Montemayor

Junio, 2009.

17



La dama que no conoció

obra de varón



La señorita doña Andrea Epitacia Amezcua era

conocida cariñosamente en el pueblo de Nahuatzen

–en la meseta P´urhépecha– como

tía Andreyita. Dama soltera, invariablemente

vestida de luto; tendría entonces unos sesenta años; gordita

ella, de baja estatura, muy blanca de tez y ojos negros singularmente

pícaros. La gente, al referirse a ella, decía:

–Tía Andreyita la cotorra.

Por aquello de su soltería; pero, la señorita Amezcua con

enorme orgullo exclamaba:

–¡Yo soy pura!, ¡le pese a quién le pese! Y vivo con mi

pecho sano ¡bendito sea dios!, y no tengo “cola que me pisen”,

como a otras.

Su vida transcurría en compañía de dos sirvientas, que

eran sus hijas de crianza; Esperanza, quien tenía voz grave la

apodaban “la ronca”; Leoncia, su hermana menor; y un mozo

llamado Eulogio.

Cuando yo era niño vivía indistintamente con mis padres

que habían emigrado al Distrito Federal o con mi abuela

paterna, doña Ignacia “La Rentería”, en Nahuatzen, quien

era amiga de tía Andreyita y con frecuencia me mandaba con

algún encargo a su casa. Yo iba de buena gana, pues dicho sea

de paso, tía Andreyita, además de generosa, era encantadora

y una amena narradora; disfrutaba hablando de espíritus y

aparecidos y de los acontecimientos relevantes ocurridos en el

pueblo; a la vez que saboreábamos exquisitos dulces de leche

21


que ella personalmente preparaba; pero lo más delicioso era

la cajeta que hacía en un cazo de cobre traído exprofeso de

Santa Clara y que luego pasaba en una olla de barro verde

vidriado de Comanja la que tenía, cubierta con una servilleta

de género de cuadrillé color crudo, bordada en punto de cruz

y con hilos del ancla, rematada con fina blonda de croché. En

fin, que degustar los dulces de leche de tía Andreyita era todo

un agasajo real y espiritual.

Tía Andreyita se había improvisado como profesora

de párvulos, y se dedicaba a enseñar a leer y a escribir a los

menores en su misma casa.

¡Ah!, pero era delicada y selectiva, por lo que se reservaba

el derecho de admisión. Así las cosas, alguna vez le pregunté a

mi abuela:

–Oiga, mamá Nacha, ¿porqué tía Andreyita siempre va

vestida de negro como si estuviera de luto?

Mi abuela, con las manos entrelazadas sobre una de sus

rodillas, suspiró y comentó:

–¡Ay! ¡La pobre! Tan simpática que era pero también muy

enamorada. Y no es por mal hablar, pero sí, Andrea Epitacia

fue muy inquieta...

–No entiendo mamá Nacha.

–Quiero decir, que tenía varios pretensos.

–Entonces, ¿por qué no se casó?

Mi abuela me miró maliciosa.

–Javierito, tú eres un niño todavía para hacer esas

preguntas.

22


Quedé un momento recapacitando.

–Tiene usted razón mamá, yo todavía soy chico; pero

me gusta saber las cosas de los grandes. Y sobre todo cuando

se enamoran, y luego, ¿por qué se desenamoran?

Los ojos de mi abuela brillaron con cierta melancolía, y

suspirando musitó:

–Porque nadie puede vivir sin amor.

–Entonces, tengo razón, el amor es importante.

–¡Ya lo creo! hijo.

–Pero, usted mamá Nacha, quedó viuda muy joven,

¿cómo ha podido vivir sin amor?

Mi abuela quedó como evocando, sus ojos reflejaban un

legendario desencanto que en seguida ocultó preguntando:

–¿De dónde sacas eso criatura?, ¡yo no he vivido sola!,

siempre me acompañan los espíritus de mi gente y sus

recuerdos.

–¿Cómo está eso, usted puede hablar con los espíritus

de la gente que ya murió?

Me miró seria y agregó:

–Bueno, de alguna manera así es, y me gustaría que

entendieras lo que te voy a decir: para comprender a los vivos,

debes conversar con los muertos. Y respecto a vivir sin amor,

¡qué va!, con decirte que una misma noche me pidieron dos

veces en matrimonio.

–Entonces ¿usted tenía dos novios a la vez?

–¡Ave maría!, pues ¿cómo me juzgas? ¡No! Pero así era la

costumbre. De pronto, algún padre de familia decidía casar a

su hijo con alguna joven que le gustaba y los comprometían.

23


El arreglo se hacía entre los padres y, en ocasiones, eran

compromisos para resolver problemas económicos.

–¿Y no les importaba que los muchachos no estuvieran

enamorados?

–No solo eso, a veces, ni siquiera se conocían.

–¿No me diga que de esa manera la casaron a usted

mamá Nacha?

Se hace una pausa larga, no aceptó ni negó; pero en

sus ojos advertí un dejo de amargura que guardaba en su

corazón.

–En otra oportunidad hablaremos de eso.

Te lo prometo.

–Como usted diga mamá Nacha. Solo una pregunta,

en este caso, ¿cuál era la familia más importante? Quiero

decir, económicamente, ¿los Ruán o los Rentería?

–Eso no sabría decírtelo con certeza, pero por lo que

te voy a referir tú mismo imagínalo. Cuando yo llegué a casa

Ruán, no vayas a pensar que llegué “mano sobre mano”,

¡qué va!, además de mi dote en tierras, monedas de plata

y “alazanas”, traía puestos grandes “zarcillos” de filigrana

de oro con perlas y el cuello adornado con varias hileras de

cuentas de oro puro. Amén que dos cuadras de ganado me

seguían por la calle real.

–¡Eso debió haber significado mucho dinero mamá

Nacha!

–¡Desde luego!, criatura; además, mi padre don

Eduardo Rentería –santiguándose– ¡que de dios goce! se

vanagloriaba diciendo: –imitando la voz grave–

24


–En casa de Los Rentería el dinero ¡no se cuenta, se

mide!

–Porque él guardaba las monedas de oro en cuarterones

de madera donde se mide el trigo. Y mira, hijo, por considerar

importante que conozcas tus raíces, te ofrezco que te

contaré más adelante cómo se arregló el compromiso matrimonial

entre Epigmenio Ruán –santiguándose– y yo.

–Bien, y ahora volviendo al caso que nos ocupa, la inquieta

de Andrea Epitacia, sí te voy a contar pero “pico de

cera” –poniendo el dedo índice sobre los labios–.

–Si mamá, mire, aquí muere –pasando los dedos sobre

la boca a manera de un cierre–.

–Pues como te decía, tuvo varios novios, pero había

un tal Espiridión Peribán, grandote él, de mirar profundo color

canela, moreno, curtido, como dorado por el sol; usaba

un bigote grueso que le cubría el labio superior –exclamando–

¡estrella de la mañana! bien guapote el mentado Espiridión

Peribán, lo que sea de cada quién. Era de Arantepácua

–un pueblo cercano– pero lo más importante, tenía “el

modo” –hace con los dedos la seña del dinero– y en cierta

ocasión ella me confesó que de todos sus pretendientes solamente

se entregaría a Espiridión Peribán por el solo gusto

de hacer rabiar a varias muchachas del pueblo; total, que

se comprometió, y se anunció la boda con una gran fiesta.

Espiridión mandó traer las donas a Zamora, pues quería

que Andrea Epitacia fuera la novia más elegante de toda

la región. Ya te imaginarás la felicidad de esta muchacha

25


que no se cambiaba por nadie. Así las cosas, ya todo estaba

preparado, pero la víspera de la boda sucedió una tragedia. –

Santiguándose– “Dulces nombres de Jesús, María y José”, lo

balaceó su querida, una mujer que tenía en “la Mojonera” –un

rancho vecino– se trataba de una mujer muy bonita, güera ella,

pero que le había resultado “vana”.

–¿Eso qué quiere decir?

–Que no podía tener hijos. Y eso no se lo perdonaba

Espiridión Peribán, por eso enamoró a Andrea Epitacia, porque

él soñaba con tener por lo menos una docena, pero tenían que

ser de una muchacha ¡hermosa! –decía– para que los hijos

salieran igual.

–Bueno, mamá Nacha. ¿Y qué pasó con la güera de “la

Mojonera”?

–¡Ah! Con “la dura”. Se llamaba Jovita pero le decían

“la dura”

–¿Por qué mamá?

–Pues, no lo sé, ve tú a saber. En fin que la tal “dura”

chillaba furiosa:

–Prefiero ver muerto a mi Espiridión Peribán, que imaginarlo

en la cama con la infeliz catrina de Andrea Epitacia.

Y huyó. Nadie la volvió a ver, ni a saber de ella. ¡Anda vete!,

se hizo ojo de hormiga, y la pobre de Andrea Epitacia, lloraba

como una Magdalena sin consuelo. Y en su desesperación,

desgarró el vestido de novia, y lo masticaba, al tiempo que se

jaloneaba las trenzas vociferando:

–¡Maldita seas Jovita!, ¡Dios te castigó haciéndote mula!,

¡Infame güeréja de rancho!.

26


Y juró que jamás sería de ningún otro hombre, que permanecería

inmaculada por su amor a Espiridión Peribán; y

desde entonces le guarda luto, de tal manera que la inquieta

muchacha se quedó como dicen: “sin el cuadro y sin la estampa”.

La gente lo achacaba a que había sido un castigo de

dios, ya que le gustaba jugar con el amor de los hombres. Y

algo había de verdad, porque Andrea Epitacia era como “la

rabia” ¡ay! –santiguándose– ¡Ave María purísima! Creo que

ya me fui de la lengua, y estoy haciendo malas ausencias.

Tía Andreyita era de muy buen apetito, y sus muchachas

que tanto la querían se esmeraban en prepararle los

manjares de la cocina p’urhépecha. La golosa dama enviaba

especialmente a Eulogio, su mozo, a Zirahuén a traer pescado

blanco y charales; los quesos de Cotija le encantaban, las chirimoyas

de Tingambato, las devoraba con singular entusiasmo.

Así las cosas, se acercaban las fiestas de Nahuatzen, el

25 de agosto; la fiesta mayor de san Luis rey de Francia varias

semanas de festejo constante, la señorita Amezcua comentó

con sus muchachas:

–Tengo antojo de churipo –una especie de mole de olla–

pero que lleve mucho chambaréte, también de espinazo de

cerdo, con su morisqueta –entornando los ojos– de unas corundas

con chile verde y queso adobera, y ojalá pudieran hacerme

la caridad de unas toqueras –gorditas– de maíz prieto.

¡Ah! y como ya hay elotes tiernos también me apetecen unos

“huchepos” con jocóqui –ilusionada– además quiero unos

“torreznos” tortitas de charales y unos chiles anchos rellenos

27


de queso de cabra. Y para la cena, me encantaría algo ligero

–piensa disfrutando– ya sé; borrego tatemado –adobado– con

sus tortillas de harina infladitas, acompañado con el vino tinto

que me regaló el señor cura Arceo; y luego unas enchiladas placeras

de chile mulato, ancho y pasilla. Pa’ que amarre, y queden

picositas.

Esperanza y Leoncia se miran significativamente asintiendo.

–Y no olviden que me gusta que la pechuga y las papas

queden doraditas; y el repollo y los rabanitos muy bien lavados;

y naturalmente, con sus chiles encurtidos. ¡Ay! Muchachas, no

sé cómo decirles que ya se me despertó el apetito. Díganle

a Eulogio que ahora que va a Uruapan, pase al barrio de San

Juan Quemado con mi comadre Domitila por unos buenos

aguacates; y con las señoritas Chávez por rompope, gelatinas,

y fruta de horno con trocante; y que no olvide la cecina

seca; de paso por Paracho, que compre cemitas de trigo,

bastantes. ¡Ah! Y rosquitas de agua, que hace mucho que no

pruebo –maliciosa– y como ya saben que siempre me queda

un “huequito”, váyanme preparando mi capirotada. Pregunta

Esperanza.

–¿Acaramelada y con piñones señorita?

–¡Y muchas nueces Lancho! Ya sabes que con ese postre

¡me envenenas! –interviene Leoncia–.

–Y yo voy a hacerle su atole de puzcua que tanto le gusta

tía Andreyita.

28


Conmovida Andrea Epitácia exclama:

–¡Ay Leoncia! ¡Dios te haga una santa!

–¡Válgame señorita! –Dice Esperanza– no sé dónde

tengo la cabeza; se me olvidaba decirle que la profesora Clarita

Zavala le mandó una canasta con guayabas de Jicalán; y una

charola con molletes de huevo.

–Y ¿qué esperas Lancho?, tráimelos para ir abriendo

boca. Y con un jarro de chocolate bien batido. Pero ¡rapidito!,

que se me puede reventar la hiel.

De tal forma, en plenas lluvias, llegaron las fiestas de San

Luis. Y la señorita profesora Amézcua, encantada, devoraba

todos los manjares que con tanta devoción le preparaban

sus hijas putativas; asimismo, disfrutaba los bocaditos que se

acostumbra enviar de regalo en esos festejos. De tal manera,

que cierta mañana, llamó a las muchachas, y dirigiéndose a

Esperanza “la ronca” comentó:

–¡Ay! Lancho de mi vida, no sé cómo decirlo. Con eso que

soy tan pudorosa...

Esperanza y Leoncia la miraron interrogantes. Tía

Andreyita habló en voz baja, como si se tratara de un secreto.

Pues ustedes verán que estoy muy preocupada porque

hoy cumplo ocho días que no puedo obrar, y no sé a qué

achacarlo; me paso mucho tiempo sentada en el común y no

hago nada; por más que pujo y pujo solo me sale aire. Ya tengo

las rodillas adoloridas de tanto golpearme. Y se me entumen

las asentaderas de permanecer sentada por tanto tiempo en el

retrete; y la mera verdad, ya estoy espantada porque en estas

29


cuestiones yo siempre he sido muy exacta, ¿ustedes no saben

de algún remedio?

–Sí, tía Andreyita –dice “la ronca”– y no se preocupe

ahorita le preparo unas manzanas cocidas, pero se las tiene

que comer bien calientitas.

–¡De mil amores Lancho! –responde la golosa dama–.

–Y también dicen que es re bueno una cataplasma de

manrubio en el ombligo –opina Leoncia–.

–¡Sí!, ¡sí!, criaturas. ¡Háganlo!, manden a Eulogio a la plaza

con Toña Jurado y que le compre varios kilos de manzanas. ¡Pero

de prisa!

Y así, la glotona de la señorita Amézcua, con mucha fe,

comió más de una docena de manzanas cocidas sin ningún

efecto. La doña nomás sudaba y trasudaba quejándose.

–¡Válgame dios!, ¡qué mal me siento muchachas! Y este

cólico cagón que no me deja en paz. Hace que se me ponga la

carne de gallina y no logro regir. ¡No me hallo!, no encuentro

acomodo. Solamente quiero estar arranada.

Leoncia la menor opina:

–También he oído decir que cuando una se tapa y no

puede hacer del cuerpo debe comer muchas changungas y

tunas coloradas, y ¡santo remedio!

–Y ¿qué esperas Leoncia? ¡Corre a conseguirlas! ¡Que no

aguanto esta panza! Me siento toda aventada.

Y con enorme devoción, doña Andrea Epitacia se tragó

varias tunas y un montón de changungas, pero todo fue inútil

no hubo respuesta digestiva. En estas lamentables condicio-

30


nes transcurrieron otros días y la señorita profesora no encontraba

alivio y, como era de buen diente, tampoco dejaba de

comer. Ya tenía la panza como embarazo a punto de parir. Desesperada

daba vueltas en su troje profiriendo:

–¡Jesucristo vencedor, ampárame!, no comprendo qué

me pasa, yo nunca había sido dura de estómago.

Y un sudor frío le corría por todo el cuerpo, justamente

apareció Leoncia que pregunta:

–Dispense, tía Andreyita. “La Chaira” quiere saber si hoy

tampoco va a darles la lección a los niños.

–Pero ¡qué imprudencia!, ya les dije que mientras no

salga de este pendiente no puedo recibir a los menores.

–Está bien, señorita. Voy a dar la razón.

Sale Leoncia y aparece Esperanza que comenta:

–Estaba pensando doña, ¿qué tal si le traigo a Chona la

de Meráno?, la de la piquera; dicen que es especial pa’ arreglar

a las muchachas que salen con domingo siete.

–¡Glorifica mi alma al señor! –exclama Andrea Epitacia–

¡Cómo te atreves a compararme con esas lagartonas! Mi caso

es diferente, yo he permanecido inmaculada y con esto quiero

decir que ¡aún soy virgen! Y que me caiga un rayo en seco ahora

mismo si miento.

–¡Dios que me favorezca!, como voy a ofenderla señorita.

Yo pensé, en Chona la de Merano, porque dicen tantas cosas

de ella, que cura con la mano en la cintura; y tal vez la pueda

destapar...

31


La ventruda dama queda cavilando unos instantes y

decidida indica:

–Está bien Lancho. ¡Corre por ella! ¡Y en el nombre sea

de dios!, porque va de por medio mi reputación. No quiero ni

pensar, lo que la gente pueda murmurar si ven entrar a esa

mujer en mi casa.

Chona la de Merano era una mujer alta de estatura,

como de mediana edad, de aspecto bondadoso y no malos

bigotes –dicho literalmente– le faltaba la pierna izquierda.

Llegó arrastrando una muleta y un morral terciado lleno de

yerbas. La acompañaban Esperanza y Leoncia. Risueña dijo a

manera de saludo:

–Téngame confianza niña porque mis manos han

devuelto la honra a muchas familias.

Sumamente indignada, la señorita Amézcua, vocifera:

–¡Cuide su lengua Chona! Que está hablando con una

dama que no ha conocido obra de varón. Mi problema, en este

momento es otro.

–Sí, sí, mujercita. Ya me lo explicó “la ronca”, y no se

ofenda. A ver, dígame, ¿qué remedios ha tomado?

–Bueno, Leoncia me recomendó que comiera muchas

tunas coloradas y changungas.

–¡Jesús mil veces!, pero ¿en qué cabeza cabe Leoncia?

Eso la tapó más.

La pobre muchacha no hallaba dónde meterse de la pena.

–¡Oh! Vaya, yo lo hice de buena fe. Y como oí decir que

era un remedio pa’ soltar el cuerpo...

32


–Bueno, bueno, –interviene Chona la de Merano– ¡Rápido!,

pongan a cocer un puño de tamarindos con ciruelas pasas,

porque tía Andreyita, necesita una buena infusión; además unos

jitomates asados entre el rescoldo para ponérselos en las corvas;

también le voy a colocar unos chiqueadores de chaya con

adormidera, y saliva detrás de las orejas.

En estas condiciones transcurrieron otros tres días sin

ningún resultado positivo. La infeliz, cada vez se inflaba más, y

ya no soportaba los vestidos, por lo que permanecía cubierta

con una sábana y desparramada sobre la cama. Chona la de

Merano le practicó todos los remedios que conocía, y hasta se

le ocurrió retorcerle el pezcueso a una gallina prieta sobre su

vientre. Desconcertada por la falta de éxito comentó:

–Casi estoy por creer niña, que a usté alguien la quiere

perjudicar y le pusieron un trabajo negro.

–Pues ¡hágame la caridad de ayudarme Chona!

–¡Dios guarde la hora! –santiguándose– yo solo trabajo

lo blanco. Pero, quien sí está facultado es el señor cura Arceo.

Mándele avisar para que venga a desalojar al demonio. Usté,

por ser gente principal, no creo que se niegue.

–¡No faltaría más! yo soy la presidenta de la legión de

María, de las Agustinas Recoletas, y de las hijas del buen vivir.

Pues mándelo traer niña, porque le repito, esto es cosa

del demonio y de los negros.

La inocente señorita profesora, nomás pela los ojos

temerosa.

33


Eulogio llegó alarmado al curato. Y al enterarse el padre

Arceo del peligroso estado de la dilecta dama, me ordenó –ya

que en ocasiones yo fungía como su acolito–.

–Ándale Javierito, ayúdame con las cosas, y no olvides el

hisopo del agua bendita.

Y nos encaminamos a la casa de tía Andreyita.

–Pero ¡alma de Dios! esto le sucede a usted por ser tan

¡golosa!

–Pues sí, señor cura. ¡Qué vergüenza!, pero ¡hágame la

gracia de ayudarme! ¡Porque estoy con el Jesús en la boca!,

¡con el alma en un hilo! Bueno, ya no sé a qué santo bajar desde

que Chona la de Meráno me dijo que tengo puesto un trabajo

negro.

–¡Hija mía!, usted no debe creer en esas tonterías. Su

problema es digestivo únicamente.

–Pero señor cura; aquí hay un misterio, el cuerpo no me

responde. Ya cumplí 17 días sin evacuar.

Y no dejaba de quejarse.

–Esto es producto de la gula; uno de los siete pecados

capitales.

Y comenzó a rezarle y a llenarla de bendiciones.

–Le voy a poner del agua bendita especial, la del sábado

de Gloria.

Yo le acerqué el hisopo, sin comprender lo que estaba

ocurriendo. Y como la mujercita no dejaba de quejarse, el sacerdote

precavido, de una vez decidió ungirla con los santos

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óleos. Esperanza y Leoncia, discretas, rezaban y lloraban en

silencio llenas de temor. Muy solemne dijo el señor cura:

–La misa de hoy la ofreceré por su alivio doña Andrea

Epitacia –y salimos–.

En el patio nos encontramos con Eulogio, el mozo, yo

mañosamente me rezagué para preguntarle:

–Oye, Eulogio, po’s ¿qué le pasa a tía Andreyita?

El hombre cuidando que nadie lo escuchara, respondió

en voz baja:

–Con la novedá que la doña no puede soltar el cuerpo.

–¿Que no qué? No te entiendo Eulogio.

–Po’s que la patrona tiene muchos días que no puede cagar.

–¡Ah! ¿y eso es peligroso?

–¡Po’s luego! Hasta se puede morir.

Quedé caviloso.

–Pues, me estoy acordando Eulogio, que una puerca que

teníamos se había inflado, y por más remedios que le hicieron

no se podía curar, y ya casi para morirse la arregló una curandera

a la que apodan “la perra” muy morena ella, y para mayor

señas usa dientes de oro.

–¡Claro!, es Martina “la perra”. ¡Yo la conozco!, vamos

con la patrona pa’ que se lo cuentes.

La señorita Amézcua me escucho casi sin aliento, y muy

esperanzada preguntó:

–¿Y tú crees muchachito, que esa mujer, Martina “la

perra” me pueda curar?

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–¡Estoy seguro! Tía Andreyita. Le digo que yo vi cómo

salvó a la puerca.

–Entonces, ¡te encargo por lo que más quieras que vayas

por ella! Que te acompañe Eulogio, y que ¡Dios me ampare!

Regresamos con Martina “la perra”. Todo un personaje;

mujer de trenzas largas y voz grave; al hablar le brillaban los

dientes cubiertos de oro, carga una canasta grande llena de

tiliches y unos alambres de diferentes tamaños y grosor. Dice

con seguridad:

–¡Yo le intelijo a todo madrecita!, porque Nana Cutzi me

protege. Y si no quedo bien, ¡me escupe usté la cara!

Pidió un cazo atolero grande, que colocó sobre unas

paránguas –piedras grandes– con ayuda de Esperanza y

Leoncia, lo llenaron de agua y lo atizaron con mucha leña. La

señorita profesora nomás pelaba tamaños ojos intrigada y

nerviosa. Cuando el agua empezó a hervir, Martina “la perra”

echó dentro del mismo cualquier cantidad de yerbas al tiempo

que murmuraba:

–Cristo es mi pastor; y nada me faltará... No temeré mal

alguno, porque tú estarás conmigo.

Y se santiguaba repetidas veces. Cuando la pócima

empezó a hervir y a despedir fuertes aromas y vapores ordenó:

–Ahora sí muchachas, ¡quítenle la sábana!, la necesito

desnuda.

–¡Santa Bárbara doncella! –murmuró apenas la pudorosa

señorita– ¿Es necesario Martina?

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–¡Es urgente madrecita!, ¿qué no se da cuenta que le

puede dar peritonitis? Y además, como hay que cargarla,

necesito cuatro hombres fuertes.

–¡Dios nos favorezca!, –gritó Leoncia– no pueden ver en

cueros a la señorita unos hombres. Ella, tan delicada de sus

partes nobles.

–¡Ni modo!, esto es asunto de ¡vida o muerte! –insistió

Martina.

–Bueno, –intervino Esperanza– por lo menos vamos a

cubrirla de ahí, de donde es mujer.

–Sí, Lancho, –dijo Leoncia– tía Andreyita es muy vergonzosa.

Acuérdate cuánto sufrimos cuando le tuvimos que poner

una lavativa, aquella vez que se llenó de lombrices.

–Además –agrega Esperanza– ella es ¡virgen! y jura que

no ha conocido hombre.

–¡Ni conocerá! –gritó Martina desesperada– ¡Y no sean

tercas!, que no ven que está a punto de reventar. Si esta mujer

se muere, va a quedar en sus conciencias.

Las fieles muchachas se miraban angustiadas, tronándose

los dedos y al borde de las lágrimas. De pronto la casi agónica

señorita Amézcua, manoteando y ante lo inevitable suplica:

–¡Sea por el amor de dios! Eulogio ¡ve por unos hombres!

–Que sean tres –opinó Martina– porque tú nos puedes

servir Eulogio.

Eulogio y yo salimos corriendo. Nos encaminamos al

molino más próximo y porque ahí trabajan varios hombres que

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casualmente estaban festejando algo. Pues bebían aguardiente

muy contentos. Eulogio les explicó de lo se trataba pero nadie

quiso ir, ya que estaban disfrutando de su convivio. Eulogio

insistió, argumentando que se trataba de una obra de caridad,

pero que además tía Andreyita les daría más aguardiente y una

buena propina. De esa manera aceptaron convencidos.

Martina “la perra” ordenó a los hombres:

–¡Por ningún motivo deben abrir los ojos!, ya que si lo

hacen les saldrán perrillas; también les caerá la sal por siete

años, y sus almas se condenarán en el infierno.

Los molineros intercambiando miradas reveladoras

y juraron obedecer. Acto seguido, Martina “la perra”, muy

profesional explicó:

–La van a sujetar con mucho cuidado de los brazos y de

las piernas. Pero se apoyan con fuerza porque se les puede

caer en el agua hirviendo y le chamuscan las nalgas a la señorita

profesora.

De tal forma, el vapor empezó a penetrar por todas las

zonas aledañas, pululantes y adiposas de la venerable dama,

que casi inconsciente sudaba y trasudaba. Las abnegadas hijas

putativas no dejaban de rezar y de atizar el fuego. Inesperadamente

uno de los hombres, el más borracho, soltó a la infeliz,

quién cayó justo de nalgas dentro del cazo hirviendo y ha dado

un reparo y un grito espantoso que se escuchó en todo Nahuatzen.

Pero gracias a eso, se destapó de inmediato. Aunque

inevitablemente salpicó a todos. Huelga decir, que a los molineros

hasta la borrachera se les quitó. Uno chilló:

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–¡Carajo!, esta pinche vieja ya nos cagó por todos lados.

Ya que, literalmente, quedaron todos charpiados y

cubiertos de un olor espantoso; pero fue el santo remedio,

pues de esa manera, la golosa señorita encontró el alivio. Y ya

no le importaba que todos la vieran tal y como llegó al mundo.

Estaba verdaderamente feliz, aunque por tanto esfuerzo y

sufrimiento, parecía una bellota desinflada.

Tía Andreyita juró y perjuró que no volvería a comer en

exceso que tendría recato al degustar los alimentos. En una

palabra, moderarse. Pero como bien reza la Biblia: “la carne es

débil”. Y ella, ante la “dura” experiencia decidió mantener la

amistad con doña Martina “la perra”, por aquello de que algo

se volviera a ofrecer.

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San Luis Rey,

un santo de singular carácter



Yo le escuché contar a mi tía abuela

doña Hermelinda Ramos, madre de la

señorita profesora Clarita Zavala que en

Nahuatzen aproximadamente en 1927,

durante la llamada guerra cristera por orden oficial se cerró el

templo y no se permitía el culto religioso.

De tal forma que para celebrar misa, alguna boda (que fue

el caso de mis padres, a ellos los casó en privado el señor cura

Arceo en la casa de mi abuelo don Cristóbal Jaimes) bautizo

o cualquier acto creyente, lo hacían ocultos en el domicilio de

alguien del pueblo.

El sacerdote se presentaba con toda discreción vestido

de civil. Los anfitriones solícitos, improvisaban sobre un

mueble, el que cubrían con impecable mantel de lino o cuadrillé

exquisitamente bordado en punto de cruz, un altar con un

crucifijo, cirios y flores. Pero todos coincidieron en que faltaba

lo más importante, la imagen tan amada del patrono del pueblo

San Luis Rey que se encontraba en el altar mayor del templo.

Después de escuchar, y discutir diferentes opiniones, los fieles

se pusieron de acuerdo y decidieron sacar a hurtadillas del

templo a San Luis.

Bien, pero ¿cómo se haría el traslado? ya que la imagen

es de tamaño natural y resultaría difícil ocultarlo y conducirlo

hasta el lugar donde se refugiaban para llevar a cabo sus

ceremonias eclesiásticas. Entre los presentes se encontraba

don Herminio Amezcua, presidente de los hermanos de la

adoración nocturna, quien toma la palabra.

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–Yo tengo la solución. Propongo que lo acomodemos en

una carreta cubierto con paja y rastrojo, y así nadie sospechará.

–¡Dulces nombres de Jesús, María y José! ¡De ninguna

manera! Protestó Ignacia la Rentería que era la presidenta de

la legión de María.

–¡Cómo vamos a llevar a San Luis Rey en una carreta

entre el rastrojo! como si fuera cualquier labriego. ¿En qué

cabeza cabe esa humillación a nuestro patrón Herminio? ¡Hasta

un rayo en seco nos puede caer!

Se escuchan murmullos desaprobando la idea. Don

Herminio mortificado trata de justificarse.

–Es una sugerencia Ignacia, yo no quise faltarle el respeto

a San Luis. ¡P’os cómo me juzgas mujer!

–¡Ay! Herminio, a ti te creo capaz de todo. Y más si ya te

echaste tus aguardientes…

–¡No seas criminosa Ignacia! Todos saben que estoy

“jurado”. Le prometí al señor cura Arceo que no beberé hasta

que Elpidia “la rodillona” me diga que me dará unos gemelitos.

Se escuchan risas maliciosas. Interviene Alfredo Avilés

“el Caramelo”.

–Bueno, bueno. Nos estamos divagando del asunto que

nos ocupa. Se me ocurre que la solución sería vestir a San Luis

como un paisano con sombrero y su gabán y lo montamos en

un caballo; ¡claro! muy bien amarrado.

Todos se miran dubitativos. Opina la Rentería:

–Es peligroso Caramelo se puede caer… además ¿cómo

lo van a sentar?

–Fácil, yo oí decir que tiene las piernas de goznes, o sea

que se le pueden doblar…

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–¿Y qué tal si el caballo se desboca? ¿Ya pensaron en eso

Caramelo? –Temerosa–.

–¡P’os luego! ni que fuéramos tan mensos. Porque yo y

mi compadre Eusebio “el Colorado” vamos a ir junto a San Luis

también a caballo, pa’ cuidarlo.

Reacción de los presentes de aprobación. Habla Ignacia:

–Yo la mera verdad, considero que el señor cura no va a

estar de acuerdo en que disfracen de paisano a San Luis…

Miradas de todos entre sí temerosos. Interviene Eusebio

“el Colorado”

–P’os tope en eso. Y con el permiso del señor cura. Yo estoy

de acuerdo aquí, con mi compadre “el Caramelo” además

no dicen que: ¿en el amor y en los pleitos todo se vale? p’os

¡vamos! y ¡en el nombre sea de Dios!

Y de esa forma sacaron del templo de Nahuatzen al

venerado San Luis Rey.

Para no despertar sospechas ni exponerse a ser descubiertos

por las autoridades, constantemente cambiaban de

domicilio. Así las cosas, alguien les dio el pitazo que habían sido

descubiertos y los andaban siguiendo, por lo que acordaron

suspender por una temporada los actos de fe. Pasado un tiempo

considerable se volvieron a reunir en el último domicilio, y

ante el asombro de todos se percataron que la imagen de San

Luis ya no se encontraba en el sitio donde lo habían dejado.

Muy confundidos se dieron a la tarea de buscar en todos

los lugares donde se habían reunido, pero todo resultó inútil,

San Luis no apareció por ningún lado. Desconcertados se

cuestionaban sin encontrar respuesta, llegaron a suponer que

alguien, para protegerlo, lo había llevado a otro pueblo.

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Clarita Zavala, que era entonces una niña de diez años,

pero desde siempre determinante y de carácter genuino,

decidió meterse por una ventana del curato al templo, y cual

va siendo su sorpresa al descubrir a San Luis en su sitio en el

altar mayor. Sin perder tiempo, corre en busca del señor cura

don Espiridión Arceo, que se encontraba organizando a un

grupo p’urhépecha en privado. Al enterarse de la sorprendente

noticia, el sacerdote se encamina de prisa con la niña Clarita

al templo, y se introducen por la misma ventana quedando

maravillado al ver al santo patrono en su lugar. Profundamente

conmovido sube al nicho y su asombro aumenta al descubrir

las plantas de los zapatos del santo cubiertas de barro y

hierba seca. El sacerdote turbado mira a la niña Zavala que lo

contempla interrogante al tiempo que pregunta:

–Señor cura Arceo, no entiendo; ¿por qué San Luis está

en su lugar y con los zapatos llenos de barro y hierba?

El clérigo permanece unos segundos reflexivo, y

suspirando amoroso toma de una mano a la niña y se sientan

en una banca al tiempo que le dice:

–Clarita, me consta que además de ser una niña inquieta,

eres inteligente. A ver, ¿tú cómo me lo explicarías?

La menor queda unos instantes reflexiva y dice:

–Bueno, señor cura, según mi entender, a San Luis no le

gusta estar fuera de su casa y se regresó por su propio pie. El

sacerdote sonríe y abrazándola subraya:

–Clarita, eso que acabas de externar se llama acto de fe.

Y estoy de acuerdo contigo.

¿Es solamente una leyenda rural? O como lo sugiere el

señor cura Espiridión Arceo ¿un acto de fe?

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Ruán a los 33 años, con su hijo Virgilio de 6 meses de nacido

47



La “calidá” de la melcocha



omo ya lo referí, mi infancia transcurrió paralelamente

entre Nahuatzen, Michoacán, y el

C

Distrito Federal. Vivíamos en un barrio popular

de la colonia Morelos, muy cerca del castillo

negro de Lecumberri cuando funcionaba como cárcel.

Este barrio era un tanto ecléctico, entre otras cosas,

porque indistintamente aparecían vendedores ambulantes

pregonando su mercancía, dando la sensación de feria constante;

recuerdo con algarabía al hombre de las charamuscas

–dulces de leche y piloncillo en forma de trenzas–.

De pronto aparecían las coloquialmente llamadas Marías

que cambiaban tortillas duras por fruta –es muy posible que

de ahí venga el termino: “te pagan con tortillas duras”–. Invariablemente

llevaban sendas canastas muy bien surtidas, con

toda clase de fruta de la estación. Sin faltar los capulines, ciruelas

y naturalmente camotes cocidos que combinábamos con

leche y natas –a esta mezcla en Nahuatzen le decimos “manácata”–

y ¡cómo borrar de la memoria los chabacanos!, que

todos los niños reclamábamos, ya que después de degustar la

fruta y lavar perfectamente los huesos, los teñíamos de congo

amarillo o morado para jugar y echar “volados”.

Otro aspecto de la identidad del barrio era, que muy de

mañana pasaba un hombre arriando unas burras, a la vez que

profería:

–¡Ya llegó!, ¡ya está aquí, la leche de burra! La leche que

cura el empacho y la tos ferina. ¡La leche de burra! ¡Ándele

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patrona, pruébela! Pa’ que se le ponga la piel suavecita y a su

novio se le antoje besarle los cachetes.

Alguna madre salía jalonando a su menor, casi siempre

llorando. El hombre a la vista del público ordeñaba a la burra.

Llenaba su cuartillo de lámina, y ahí mismo la tomaba el cliente

para que surtiera mayor efecto. ¡Órale doña! “calientita y al píe

del animal” y santo remedio.

Había una pareja por demás pintoresca de trovadores

que llegaba a la vecindad cantando versos. Se acompañaban

de un violín y una guitarra casi siempre desafinados, ofreciendo

los mejores azucarillos –pequeños conos de azúcar con miel

de colores– predominando el tono color de rosa encendido.

Y quien compraba tenía derecho a que le cantaran un verso,

que improvisaban con ingenua habilidad. Todos los presentes,

chicos y grandes escuchábamos entusiasmados, ya que en

dichos versos se hacía la descripción del cliente, y lo ingenioso

era resaltar las cualidades o defectos de la persona aludida, lo

que generalmente resultaba divertido, por ejemplo:

¡Ay! güereja tan pecosa

te venimos a cantar

que si sigues de noviera

un buen... susto

te van a enjaretar.

Lará, lará, lará, lará, lará.

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Disfrutábamos enormemente con la ingenuidad y malicia

de los versos, y con ansiedad esperábamos nuestro turno. Todo

esto por cinco o siete centavos, ya que entonces se manejaban

monedas de dos centavos. Corría el año de 1947.

Por las tardes pasaba el merenguero. Entusiasmados

los chamacos corríamos para echar “volados”; mi hermano

Gildardo era muy hábil en ese arte –jamás descubrí si hacía

trampa– pero siempre ganaba y el pobre merenguero se iba

“despelucado” y con su tabla vacía en tanto que nosotros,

quedábamos felices con el montón de merengues que

devorábamos.

Desde que recuerdo me han gustado mucho las golosinas;

aunque me han acarreado algunos recuerdos de infausta

memoria, imposible olvidar la ocasión en que me encontraba

en la azotea haciendo mi tarea escuché el pregón de una voz

masculina:

–¡Cambio ropa usada por melcochaaa...! ¡Aquí está la

melcocha! Es de la buena, la de “calidá”.

Solamente de escuchar al pregonero, se me hacía agua

la boca –la melcocha es una mezcla de leche, canela, piloncillo

y vainillaque al cuajar se torna dura, parecida al turrón– ; la

llevaban en una caja de lámina que se colgaban al hombro

con una correa, y para despacharla la partían con un cincel.

Yo esperaba con ansiedad el momento en que el hombre

abriera la caja, ya que se desprendía un exquisito aroma

que era todo un poema. Debo aclarar que la melcocha no se

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vendía, únicamente se cambiaba por ropa usada y la gente se

apresuraba con alguna prenda para hacer el trueque.

Rápidamente bajé y me encaminé al ropero de mi

mamá, pero, para mi mala suerte, estaba cerrado con llave.

Busqué alguna ropa y encontré mi suéter, pero no me atreví

¿cómo iba a cambiar mi suéter por melcocha? Además, era

el único que tenía. ¡Imposible! En mi desesperación descubrí

que en el tendedero se encontraba ropa secándose –“ahora sí

que había ropa tendida”– mañosamente me fijé si Clementina

estaba descuidada –Clementina era mi nana y lavandera– de

prisa jalé unos calzones y salí corriendo.

Ilusionado mostré la prenda al melcochero al tiempo

que preguntaba:

–¿Me los cambia por melcocha? –el hombre los revisó

protestando– estos ya están desjaretados y muy “cansados”

traite otro género pero que valga la pena. Fíjate bien chamaco

en la “calidá” de la melcocha abriendo la caja de donde se

desprendía un riquísimo olor a canela. Saboreándome le pedí:

–Oiga, deme una probadita.

–No. Hasta que vengas con los trapos. Y apúrate porque

ya me voy.

–No tardo –y salí corriendo.

Revisé nuevamente el tendedero, estaban las camisas de mi

papá, pero ahí si no me atrevía, ¡cuidado con la ropa de mi señor

padre! De pronto descubro un rebozo de seda que aún estaba

húmedo, sin pensarlo lo jalé del tendedero y salí de prisa.

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El melcochero revisó cuidadosamente el rebozo y

comentó satisfecho:

–Ahora sí te voy a despachar bien.

Yo, juntando las manos las abrí ansioso. Me moría por

paladear el exquisito dulce. El hombre sirvió una porción y yo

reclamé:

–¡Oiga! ¡Qué poquita! ¡Deme más!

–Pero si te estoy despachando muy bien. Y es pura

“calidá”.

–¡Échele otro pedacito! ¡No sea miserable! –Insistiendo.

A regañadientes me dio un poco más. Feliz con mi golosina

me encaramé nuevamente en la azotea para disfrutarla a

solas. No me cambiaba por nadie, nomás me relamía y chupaba

los dedos; en esas estaba, cuando unos gritos me trajeron a

la realidad, era mi nana Clementina llamando a mi mamá.

–¡Doloritas!, ¡Doloritas!, ¡tú verás que alguien se acaba

de robar tu rebozo!

–¡Válgame dios!, ¿estás segura Clementina?

–¡Sí!, yo lo lavé y lo puse en el tendedero. –La nana

angustiada. –¡Es que no lo puedo creer! Yo no me he movido

de aquí. ¡Verdad de diosito!

–Cálmate mujer, y trata de recordar lo que hiciste.

Clementina queda cavilando.

–Bueno, fui a la cocina a ver como iba la comida, pero no

me tardé. ¡Te lo juro! Por la virgencita del Rayo que aquí en el

tendedero estaba el rebozo.

Y la infeliz rompió a llorar. Mi mamá sumamente indignada

murmuraba:

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–¡No es posible!, ¡no lo puedo creer! ¡Mi rebozo de seda

de Paracho! Y ahora ¿cómo se lo digo a Prisciliano? Tanto que

le gusta que me lo ponga –razonando– ¿quién podrá ser el ladrón?,

¿quién pudo haber sido? –reaccionando– ¡Claro! ¿Cómo

no lo pensé antes? Fue la malvada de Rita.

–¿La hija de don Pedro?

–¡Esa misma! Siempre que me lo veía me lo chuleaba,

pero era de puritita envidia. ¡Condenada chaparra! ¡Gorda

cicatera!

Exclamaba mi mamá manoteando para todos lados.

–Ya me la imagino luciendo mi rebozo, pero ahora mismo

voy a darle la queja a su padre.

–¡No Doloritas!, es gente muy corriente. Tú no vayas.

Y ese viejo chicharronero te puede faltar al respeto –lloraba

enfurecida Clementina– déjame ir a mí, yo le doy de guantones

y la arrastro de las greñas por todo el patio de la vecindad. Sí,

eso voy a hacer.

Y no dejaba de llorar. En eso estaban cuando aparezco yo,

todo asustado. Me daba miedo el resultado de esa confusión.

Mi mamá me vio y comentó:

–Ni te imaginas Javierito, que la mustia de Rita, la del 14,

me robó mi rebozo de seda. Tuvo el atrevimiento de llevárselo

del tendedero. Es una hipócrita y se decía mi amiga. Con razón

siempre me dio “mala espina”. ¡Válgame dios! y ahora ¿qué le

voy a decir a tu padre? Y a propósito, ¿tú dónde andabas que

no te diste cuenta?

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Con mis ocho años cumplidos y todo el sentimiento de

culpa, no sabía qué contestar. Las palabras se me hacían un

nudo en la garganta.

–Pues, yo, mamá... sabes... yo... fui...

–Sí, tú, ¿dónde fuiste?

–Fui a hacerle un mandado a mi madrina Alfonsinita.

–¿Y a dónde te mando tu madrina?

–A la botica del obrero, con don Sabino.

Mi mamá me observaba dudando y de pronto preguntó:

–¿De qué te embarraste la boca?

Sintiéndome atrapado pregunté:

–¿Cuál boca?

Intervino Clementina tocándome.

–Esta boca. ¡Alabado sea dios! ¡Pero si estás embarrado

de melcocha!

–¡Ah! ¿De modo que comiste melcocha?– comentó mi

mamá– y seré curiosa ¿quién te la dio?

–Pues mi madrina Alfonsinita. Como le fui a hacer un

mandado...

–¿Es verdad lo que estás diciendo Javier?

–Sí –conteste temeroso–.

–Vamos con Alfonsinita –tomándome por una mano–.

–Javierito –terció mi nana– no es bueno que un niño

ocasione problemas entre las personas mayores. Di la verdad,

doña Alfonsinita no te dio la melcocha.

Sentí más temor, ya que estaba a punto de ser descubierto.

No sabía a qué santo encomendarme. Mi mamá ordenó:

57


–¡Mírame a los ojos!

Fijó su mirada en los míos y adivinó mi agobio. Jamás he

olvidado la forma en que se transformaba el verde de sus ojos.

Profundamente avergonzado confesé:

–Sí, mamá, yo cambié tu rebozo por melcocha –conteniendo

el llanto– pero te juro que no lo hice por maldad; lo hice ¡porque me

gusta mucho!

–¿Por qué no me lo consultaste? El rebozo vale más ¡que

toda la caja de melcocha! Con razón llegaste “como el perro

que se tragó la manteca” y lo más grave, ¿cómo se te ocurre

meter en esto a tu madrina Alfonsina? Ella que es una señora

tan correcta y tan moral.

–¡Ay Doloritas! –interviene Clementina– y qué bueno que

no fui a maltratar a Rita, ella con su pecho sano.

–¡Cállate la boca Clementina! ¡Qué vergüenza! Y nosotras

mal hablando de la inocente. ¿Ves malvado muchacho todo lo

que pudiste haber ocasionado?

–Sí, mamá, ¡perdóname! Y si quieres voy por el cinturón

de mi papá para que me des una cueriza.

Me miró cumplidamente y murmuró conmovida:

–¿Y qué gano con pegarte? Ya no voy a recuperar mi

rebozo.

Se hizo una pausa pesada que rompió Clementina.

–¡Condenado melcochero! ¡Viejo abusivo! Mira que engañar

a mi muchachito, que ni se me aparezca por aquí porque

me va a oír la boca. Ven chiquito, vamos a la cocina. Te voy a

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preparar una toma de “agua de contra espanto con espíritus

de golondrina” no te vaya a dar “chorrillo” por la bilis.

Le rogué encarecidamente a mi mamá Doloritas que no

lo comentara con mi papá, empeñando mi palabra que cuando

fuera grande y trabajara, le compraría un rebozo más bonito

que aquel, y además sería del color de sus ojos.

Me miró de una manera sencilla y dulce musitando:

–Ya veremos.

Seguramente jamás le trató el tema a mi señor padre,

porque en cierta ocasión escuché que le decía:

–Doloritas, te voy a llevar de paseo al campo, allá por

la Magdalena. Te pones tu rebozo, el de Paracho. Me gusta la

forma en que lo luces.

–Sí, lo voy a buscar, ya que no recuerdo dónde lo guardé.

Nuestras miradas se cruzaron y advertí una sonrisa que

implicaba cierta complicidad, que me recordaba mi deuda de

sentimiento. Combinada con el sabor agridulce de la melcocha

y al legendario pregonero exclamando:

–¡Cambio ropa usada por melcochaaa...!

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Las zancadillas tempraneras

en la vida



uriosamente las imágenes y recuerdos de mi

C

niñez se han desdibujado al evocarlos, y es muy

posible que este relato no haya sucedido de tal

modo pero, así es como ahora lo recuerdo.

Aquello ocurrió una tarde de febrero del año de 1949

al salir de la escuela vespertina Ana María Berlanga. Me encaminaba

a la casa como era habitual, cuando fui interceptado

violentamente por dos hombres, agentes de la policía judicial,

que me mostraron unos papeles, asegurando que era una orden

de aprehensión, ya que estaba acusado de haberle ocasionado

quemaduras de alto grado a una niña, poniendo en

riesgo su vida.

La falsedad de semejante acusación me aturdió y me llenó

de pavor, yo era solamente un niño que recientemente había

cumplido nueve años. Verdaderamente aterrado lo negué,

a la vez que le suplicaba:

–¡Permítanme ir a buscar a mi papá! Pues se trata de una

confusión.

Los policías me miraban indiferentes. Uno me sujetó por

un brazo al tiempo que leía el papel:

–La orden dice muy claramente: el niño Javier Ruán

Jaimes. Y tú así te llamas, ¿o no?

Angustiado y al borde del llanto trataba de defenderme.

–Sí, señor, yo soy; pero ¡yo no he quemado a ninguna

niña! ¡Se lo juro! ¡Verdad de Dios!

El otro hombre intervino:

–¿También vas a negar que vives en la calle de Miguel

Domínguez 39 interior 3, aquí en la colonia Morelos?

63


–Eso sí es verdad, no lo niego; pero yo nunca he hecho

nada malo. ¡Esto es un error! Pueden preguntar en la escuela,

tengo buena conducta, y voy en tercer año.

Irónico habla el primero.

–Sí, lo de siempre, todos son inocentes, ¡cómo no!, ¡pues

ya te chingaste! porque esta noche duermes en el tribunal de

menores. ¡Y muévete!, ¡andando!

Los miré muy espantado, y en mi abatimiento y con todas

mis fuerzas, le di un certero puntapié en una pierna al tipo

que me sujetaba. Al impacto me soltó y corrí en dirección del

interior de la escuela tirando inevitablemente mis libros, mis

cuadernos y mi tintero nuevo que se estrelló contra el asfalto,

dejando una mancha azul. Los hombres desconcertados y

furiosos me siguieron, pero como era la hora de la salida los

alumnos entorpecían el paso. Yo, aterrado, casi volaba entre

los muchachos. Ya en medio del patio no sabía qué hacer. De

pronto, recordé a mi hermano Virgilio que cursaba el sexto

grado e imaginé que él evitaría la detención. De modo que

a subir escaleras, ya que los grupos superiores se encontraban

en el tercer piso. ¡Cuánta fatiga!, las escaleras parecían

interminables; y en efecto, eran bastante largas, ya que se

trataba de un edificio estilo europeo construido a principios

de 1900 por lo tanto, los techos eran demasiado altos. Estaba

muy agitado y respiraba con dificultad. Desde lo alto busqué

a los hombres, y los descubrí en el patio extraviados entre los

alumnos. Pero, justamente uno de ellos me identifica señalándome,

al tiempo que tomaba las escaleras. Corrí con más

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temor hasta que logré llegar al salón donde encontraría a mi

hermano; cuidadosamente abrí la puerta y ante mi asombro,

el lugar estaba vacío, solamente un empleado hacía la limpieza.

Angustiado le pregunté:

–¿Y los alumnos?

El hombre sin voltear a verme masculló:

–Hace rato que se fueron.

Experimenté un sudor frío en todo el cuerpo, y curiosamente

recordé cuando mi tía Eloísa exclamaba: “y las alas

se me cayeron del corazón” ocultándome y a través de las

ventanas busqué a los policías, y ya no los vi por ningún lado.

Suponiendo que había logrado despistarlos me tranquilicé

momentáneamente. Así, permanecí oculto detrás de una

puerta durante largo rato y sin saber qué hacer, pensaba en

mi papá que por ser abogado seguramente podría arreglar

toda esta confusión. Pero ¿cómo avisarle?, ¿cómo salir sin que

me vieran los agentes? También pensaba en mi mamá que se

encontraba delicada en cama, apenas hacía unos días que había

nacido mi hermano Prisciliano y no debía mortificarla.

–¿Qué hago entonces?

Comenzó a oscurecer, intranquilo supuse que ya serían

más de las siete de la noche y tendrían que cerrar la escuela, de

modo que tendría que irme. Me invadió otro extraño temor,

recordé que contaban que en esta escuela aparecían espantos

por las noches, que se presentaba una horrible mujer rapada

toda de la cabeza gritando:

–Soy la pelona y vengo del panteón... y te exijo que

me devuelvas lo que me robaste... por más que te escondas

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te voy a encontrar; ya estoy entrando en la escuela... ya voy

caminando por los pasillos... ya voy subiendo las escaleras... ya

estoy muy cerca de ti... ¡ya te agarré!

Di un brinco del susto y se me puso la piel de gallina. Ya

no sabía que me causaba mayor espanto, si los policías que

me buscaban o la tal “pelona”, y sin pensarlo más me eché a

correr con rumbo a la salida.

Ya en el zaguán de la calle observé en todas direcciones

y suspiré aliviado al comprobar que no estaban los agentes.

Decidido me encaminé a la vecindad por la calle de Lecumberri

y, justamente al cruzar la avenida Ferrocarril de cintura, viene

a mi encuentro mi hermano Virgilio, quien a manera de saludo,

me amonesta:

–Po’s ¿dónde andabas malvado flaco? ¡Ya es muy tarde!

y mi mamá está muy preocupada y me mandó a buscarte.

Al verlo sentí enorme alivio y lo abracé sollozando,

al tiempo que trataba de explicarle lo ocurrido. Era tal mi

angustia que no podía hablar, se me agolpaban las palabras en

la garganta. Él, desconcertado, intentaba tranquilizarme.

–¡Cálmate flaco!, Dime, ¿qué tienes?

Pero en ese mismo instante se detiene un coche junto

a nosotros y del interior descienden los agentes judiciales,

y sin más me sujetan por los brazos inmovilizándome y

vociferando molestos.

–¡Cabrón chamaco! Estás empeorando tu situación y

esto es muy serio.

–¡Un momento! –interviene Virgilio– Yo soy su hermano,

¿de qué lo acusan?

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–Casi de nada, que aquí tu hermanito tiene instintos

criminales. Quemó a una niña de nombre Elpidia Faustina

Muédano.

–¡Eso no es cierto! –grité desesperado– yo no conozco

a ninguna Elpidia Faustina ¡y tampoco soy un criminal!

–Pues eso está por demostrarse, porque mañoso sí que

eres, o también vas a negar que me diste una patada en la

espinilla que por poco me fracturas la pierna, y dándote a la

fuga. Eso está penado porque yo represento a la autoridad.

–Eso sí lo hice, y lo volvería a hacer porque me da mucho

coraje que me endilguen algo que es falso.

–Bueno señores, yo les pido que tengan consideración,

pues se trata de un niño. Y no es porque sea mi hermano,

pero es derecho, y si él asegura que no lo hizo, es la verdad.

–Po’s, eso ya tendrán oportunidad de demostrarlo,

por lo pronto el chamaco se va con nosotros.

–¡Esperen señores! No tan a prisa. Yo sé que, para que

ustedes puedan detener a una persona, se necesita una orden

por escrito de una autoridad oficial.

–Aquí la tienes jovencito.

El hombre le muestra unos papeles que Virgilio lee

esmeradamente y devuelve.

–Señores, está claro que se trata de una confusión, yo

les suplico que nos ayuden.

Los agentes intercambian miradas características y uno

pregunta:

–Y ¿cómo quieres que te ayudemos joven?

–-No sé... –pausa– pueden decir que no encontraron al

niño, así nos dan tiempo a que mi papá se movilice.

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El policía comenta irónico:

–¡Qué abusado! Y le sacan un amparo, ¿y a cambio de qué?

Yo miré angustiado a mi hermano, que sin mucho

pensarlo se quitó una cadena que llevaba al cuello con una

pequeña medalla, y se la ofreció asegurando:

–Es de oro; se llama La Milagrosa.

Uno de ellos la revisó, al tiempo que sarcástico informa:

–Po’s según parece, esta vez no te va hacer el milagrito.

Devolviéndosela.

–¡Es chafa! No vale nada, ni modo mi cuate no te podemos

ayudar. Y con tu permiso nos llevamos a tu carnal.

Virgilio afligido les ruega:

–¡Por favor señores, se trata de un niño! Háganlo por

caridad. Mi mamá está en cama muy delicada y esta noticia la

va a empeorar. No tengo porque mentir, acaba de dar a luz

y ha tenido muchas complicaciones, de verdad se encuentra

muy mal.

Los hombres escuchan totalmente indiferentes.

Uno ordena:

–¡Vámonos!, ya perdimos mucho tiempo.

Conduciéndome al automóvil, Virgilio se interpone

argumentando:

–Como se trata de un menor de edad, al menos permítanme

que yo vaya con él, para saber dónde va a quedar.

De mala gana uno de ellos dice entre dientes:

–Está bien, ¡vamos! –y abordamos el coche–.

Vagamente recuerdo las instalaciones de aquel tribunal

de menores –como entonces se les llamaba–. Era una casona

vieja que comunicaba a varios patios como claustros, y se

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ubicaba –no tengo la certeza– en las calles de Balderas. Lo que

sí recuerdo aún con profundo dolor, el momento en que me

separaron de mi hermano Virgilio. Me miraba dolido, lleno de

rabia e impotencia. Sus ojos eran dos fuentes verdes a punto

de derramarse.

Fui conducido a una oficina inhóspita. Me recibió un

hombre maduro de aspecto desagradable, me preguntó mis

datos y tomó mis huellas digitales; también me ordenó que

me quitara toda la ropa para revisarme, como si se tratara de

un animal que van a comprar. Dada mi corta edad y la forma

en que yo había sido educado, ese tratamiento significaba

una terrible humillación que no pude olvidar en muchos

años; pero eso no fue nada, como dirían en mi pueblo eran

“rosas de castilla” comparado con lo que me esperaba en

ese repugnante lugar. Estoy hablando del año 1949 cuando la

mayoría de edad se adquiría hasta los 21 años; por lo tanto, la

población de los internos era muy variada y peligrosa, ya que

se encontraban auténticos delincuentes. No recuerdo con

exactitud el tiempo que permanecí en esa cárcel, pero desde

el primer día, fui descubriendo aspectos horribles de la vida.

Recuerdo que me enfrenté a un muchacho alto y robusto

de ojos azules –me recordaba a algún güero de rancho

de la sierra– tendría unos 19 años y le apodaban la Gringa, de

inmediato me amenazó:

–Deberás obedecerme en todo lo que yo te ordene, ya

que soy el amo en este territorio, y ni se te ocurra comentarlo

con alguna autoridad, porque de mi cuenta corre que ¡aquí te

pudres!

Libidinoso me acarició una mejilla.

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–Pero si te portas bien, yo te protegeré de los demás...

“niño bonito”.

Me quedé aterrado, no podía entender ese mundo

sórdido que me estaba asignando el destino. Así las cosas,

entre todo lo malo tuve la suerte de hacer amistad con un

gordo muy simpático, le decían el Oaxaco y trabajaba en la

cocina, y al servir los alimentos me procuraba buenas raciones,

y él confirmó mis temores.

–La Gringa es un pervertido. Debes tener cuidado pues

quiere violarte y anda presumiendo de que no te le vas a

escapar. Como ya lo hizo con otros.

Me quedé horrorizado, puedo jurar que jamás había

experimentado tanto miedo, al grado de producirme pesadillas

y no poder dormir del temor a ser atacado en cualquier

momento.

Otro día me encontraba en el interior de la cocina con el

Oaxaco pelando papas. Cuando apareció la Gringa y se dirigió

directamente a mí, y en tono sarcástico exclamó:

–¡Pero miren quién está aquí! El niño bonito.

Yo lo miré paralizado.

–¡Pinche Oaxaco cabrón!, con que me quieres dar “matanga”.

¡No seas ojete!

El Oaxaco se atemorizó y justificándose contestó:

–¡Bájale pinche Gringa! El chavito está aprendiendo a

trabajar conmigo. En buena ley.

–¡Qué buena ley ni qué la chingada! Y te me vas largando

Oaxaco, porque este aguacate yo me lo echo en mi torta.

El Oaxaco lo mira indeciso.

70


–¡Órale! ¿Qué me ve güey?, ¡sáquese! Y me cuida la

puerta. No quiero que nadie me haga “mosca”.

El Oaxaco no se decide, pero la Gringa lo saca de un

empujón. Y lleno de lujuria me mira, percatándose del cuchillo

que yo sostengo en una mano, con el que estaba pelando las

papas. Y habla mañoso:

–Ten cuidado con ese cuchillo, te puedes cortar niñito.

Por instinto lo amenacé temblando de miedo.

–¡No me toques Gringa!, o me vas a obligar a hacer una

tarugada.

La Gringa sonrió, y con gran habilidad de un puntapié

hizo volar el cuchillo lejos de mí, al tiempo que exclamaba

furioso:

–¡Ah! De modo que este pinche niño me resultó más cabrón

que bonito. Y no quiere obedecer por las buenas, ¡pues

ahora te chingas! Y tendrás que hacerlo por las malas.

Y sin más me lanzó un fuerte bofetón que me hizo tambalear,

y un hilo de sangre escurrió por mi boca.

Sollozando le supliqué:

–¡No me hagas daño!

Me miraba sonriendo cínicamente, disfrutando de su

poder. A la vez que murmuraba:

–Que conste que tú me obligaste a que te pegara

“bonito”, yo no quería, po’s ¿cómo crees? De modo que ahora

sí vas a obedecer. ¡Quítate el pantalón!

Yo lo miraba aterrado sin obedecer.

–¡Que te encueres te digo!

Enfurecido y de un jalón me rompió la camisa y el pantalón,

y empezó a manosearme sin importarle mi llanto y mis

71


súplicas. Inesperadamente lanzó un alarido retorciéndose. Y

es que el Oaxaco le arrojó en la espalda un cazo con caldo hirviendo,

provocándole quemaduras peligrosas, obligándolo a

soltarme. Aullando como enloquecido intentó atacarlo pero

el Oaxaco lo detuvo amenazándolo con otro cazo de líquido

hirviendo.

–¡Acércate Gringa de mierda! Has de querer que ahora te

empareje el hocico.

La Gringa acobardado, retrocedió sentenciando:

–¡Te vas a morir! ¡Hijo de tu oaxaqueña madre!, ¡te vas

a morir!

–Sí, ¡como no! Cuando te alivies Gringa, nos veremos. Ya

me conociste y ahora sabes de lo que soy capaz.

Sale quejándose la Gringa. Yo, pasmado no daba crédito

a todo lo que había presenciado. El Oaxaco amistoso me ayuda

a vestir comentando:

–¡Pinche Gringa! está como loco. Es un abusivo. Y lo más

seguro es que andaba “pasado”.

–¡Gracias! Oaxaco. Eres re’ buen cuate. ¿Y no te da miedo

que la Gringa vaya a cumplir sus amenazas?

Me mira meditativo.

–Po’s la neta sí, pero ya era tiempo de que alguien le

parara “los tacos” y total, a ver de a como nos toca –sonríe–

aunque dicen que “nadie se muere en la víspera”. Además, que

con el caldo hirviendo que le sorrajé en el pulmón, va a pasar

un buen rato en la enfermería.

–Otra vez ¡gracias manito! Me espantó mucho pero

llegaste a tiempo.

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–Lo que más me gusta, es que le jodí su plan. ¡Nomás

faltaba! ¡Gringa de mierda!

Yo lo miraba con enorme admiración y agradecimiento.

Al día siguiente me llamaron a la dirección, acudí temeroso

imaginando que era algo relacionado con la tal Gringa

pero ante mi sorpresa encontré a mi papá como siempre vestido

impecable de traje y corbata. Me miraba sonriendo yo, no

sabía qué hacer, me sentía muy apenado, no me atrevía a mirarlo

de frente. El director que era un hombre mayor, intervino:

–Anda Ruán, ¿no vas a saludar a tu papá? Dale un abrazo,

viene por ti. Debes saber que como abogado tuvo que trabajar

mucho, pero al fin logró demostrar tu inocencia. Ya estás en

libertad.

Lentamente me fui aproximando a él, y a medida que

lo hacía extrañamente su figura se amplificaba como una

estatua. No me cabe la menor duda, era un señor de fascinante

presencia. Me observaba amoroso, tratando de ocultar un

brillo de lágrimas en sus ojos que desbordaban dignidad. Nos

abrazamos espléndidamente en silencio. El director que nos

miraba conmovido, agregó:

–Bueno, muchacho, ve a quitarte el uniforme. Tu papá te

trajo ropa limpia.

Totalmente feliz y tomando la ropa expresé:

–No tardo papá. Con su permiso señor director –y salí–.

Ya en la calle caminando, y sin atreverme a mirarlo directamente

murmuré:

–¡Perdóneme usted papá!, ¡perdóneme por haberlo

mortificado!

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Sentí una de sus manos en mi cabeza agitándome el

cabello como única respuesta. Y en tono afable preguntó:

–Reycito, ¿a dónde te gustaría ir a pasear?

Ilusionado pregunté:

–¿Ahora papá?

–¿Cuándo si no? Fíjate, la mañana está muy soleada.

–¿Pero usted debe ir a trabajar?

Habló en tono confidencial y jugando.

–Sabes, hoy no tengo ganas. De modo que vámonos de

“pinta” a Chapultepec.

Contagiado de la felicidad le propuse:

–Sí, ¡vamos! Y comemos tortas.

Justamente pasábamos frente a una tienda de dulces y

me preguntó:

–¿Quieres chocolates?

Moví la cabeza afirmativamente y entramos. Quedé

admirado de la gran variedad de dulces y chocolates.

–¿De cuales prefieres Javierito?

Sobre un mostrador había un enorme frasco lleno de

chocolates en forma de monedas doradas.

Señalando manifesté:

–De ésos.

Me compró un puño que fui disfrutando en su compañía.

Hoy que se ha convertido en un legendario recuerdo, todavía

saboreo aquellos exquisitos chocolates, y siento el calor de su

mano amorosa sobre mi cabeza, agitándome el cabello.

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Ruán con su hijo Guillermo Antonio, entonces alumno

de la Academia Militar

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El hombre que juró llorar hasta que

se le rompiera el corazón



Don Cristóbal Jaimes fue mi abuelo materno.

El clásico hombre michoacano de tierra caliente.

Alto y robusto, de pelo castaño rizado

y noble apariencia. Le faltaba el brazo

derecho que perdió cuando era joven trabajando en las minas

de Real del Oro. Era un personaje dicharachero y siempre

de buen humor. Amante apasionado de los juegos de azar.

Se cuenta que ganó y perdió una fortuna, entre otras cosas

un rancho que tenía en la meseta P´urhépecha. De esa forma

alardeaba:

–Los bienes son para remediar los males.

Sin duda un hombre fuera de serie. Amaba profundamente

a sus hijas María Dolores y Esperanza. Y de manera especial a

sus nietos, de quienes se sentía muy orgulloso.

Recuerdo como un especial acontecimiento cuando

llegaba a visitarnos a la capital. Infaliblemente se presentaba

cargando un enorme bulto, dentro del cual se encontraba un

borrego adobado –en Nahuatzen le llaman “tatemado”– envuelto

en ramas de nuríten –el nuríten es una hierba perfumada

que crece en la sierra– y manzanas. Al destapar aquel

manjar, todo el lugar se impregna de una exquisita fragancia.

Ha transcurrido más de medio siglo y todavía cuando percibo

el aroma a nuríten y manzanas, nuevamente aparece la infinita

presencia de mi abuelo don Cristóbal.

Él mismo nos comentaba el dolor tan grande que le causó

la muerte de su amada esposa doña Melitona Mercedes

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Maldonado, cómo la lloró sin encontrar consuelo, en su desesperación

recurrió a su entrañable amigo Margarito Montaño.

–¡Entiéndeme Margarito! Siento como si mi vida se hubiera

desgarrado sin mi Melitona Mercedes, ¡y no me hallo!,

la mera verdad ¡no me hallo! Me imagino que soy como un caballo

sin brida, de esos que andan perdidos. De modo que te

encargo que nadie me interrumpa.

–Pero, ¡estás trastornado Cristóbal! ¿Cómo que te vas a

encerrar en la troje? y nomás pa’ dejarte morir.

–No te estoy pidiendo permiso Margarito, ya lo decidí,

voy a llorar de día y de noche hasta que se me rompa el

corazón. Y te repito: la vida sin mi Melitona Mercedes no tiene

el menor interés.

Margarito lo mira impotente.

–Ta’ bien hombre, será como tú dices.

–Y abusando de tu buena amistad Margarito, necesito

que me hagas otro favor.

–Tú dirás, Cristóbal.

–Como lo más seguro es que se me truene el corazón,

quiero que me hagas la caridad de enterrarme junto a mi

Melitona Mercedes.

–Po’s si esa es tu voluntad, así lo haré Jaimes.

–¡Ah! Pero lo más importante. En el tapanco está la madera

pa’ mi caja. La vas a reconocer porque ya está preparada,

solo falta ensamblarla. No me vayas a quedar mal, porque yo

personalmente fui al cerro del Capén a escoger un encino, y

llevé la madera a Paracho pa’ que la laquearan.

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Los ojos de Margarito se humedecen.

–Sí, pues, Cristóbal, cumpliré tu encargo.

Los hombres se miran controlando su dolor y se abrazan

en silencio. Acto seguido, el agobiado viudo entra en la

troje y está a punto de cerrar la puerta cuando la voz de Margarito

lo detiene.

–¡Tente ahí Cristóbal Jaimes!

–¿Qué pues?

–Po’s que como somos cristianos, me haces el favor de

rezar el “yo pecador” no quiero que andes por ahí resollando

después de muerto.

–Sí, pues.

Solemne se santigua y cierra la puerta tras de sí. Refería

don Margarito Montaño que solamente se escuchaban los

llantos y sollozos, y de cuando en cuando unos golpes secos

contra las paredes que hacían suponer que don Cristóbal se

castigaba como si fuera un penitente. Pues lloraba sin parar

y por largo tiempo. Que él y todos en la casa estaban muy

asustados. Nomás con el alma en un hilo y tronándose los

dedos. Las mujeres de hinojos y con rosarios entre las manos

rezaban temerosas. Así pasaron dos días con sus noches.

Sorpresivamente la puerta de la troje se abrió y apareció en

el marco don Cristóbal, notoriamente fatigado y con su única

mano maltratada y manchada de sangre, limpiándose los ojos

al tiempo que decía su amigo:

–Con la novedá Montaño, que por más que lloré no se

me rompió el corazón, entonces pensé: debo aplacarme y de-

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jar de chillar, porque según mi entender, dios nuestro señor

quiere que yo siga viviendo. ¿Verdá tú?

–Sí pues, Cristóbal –sonríe– ya vimos que dios no cumple

antojos, ni endereza jorobados.

–Además, ¿yo qué puedo hacer ante lo imposible? Y mi

Melitona Mercedes que en gloria esté, po’s ya no me necesita.

Por lo tanto yo debo seguir en la vida –santiguándose– ¡y en el

nombre sea de Dios!

Y como él había leído en la Biblia “que no es bueno que

el hombre viva solo” y era muy respetuoso de la religión, sin

pensarlo más se “arrejuntó” con doña Cayetana, la de Paracho,

viuda también. Una mujer frondosa, de hermosas trenzas

largas y coqueto mirar. Envuelta siempre en un rebozo azul rayado

que tenía las puntas de seda.

Así las cosas, don Cristóbal ya más tranquilo comentaba

con su inseparable amigo:

–Ya ves Margarito, como para dios no hay imposibles.

Pues te manda el frío según las cobijas.

–Eso veo, ¡dios no desampara a nadie! Y por el momento

la madera de tu caja seguirá esperando en el tapanco.

–¿Cuál es la prisa? –bajando la voz– te confieso Margarito,

que desde que me arrejunté con Cayetana, siento como si

me hubieran “podado”, y tocante a la madera que está en el

tapanco, si tú te “pelas” primero, te la paso.

–¡Dios te socorra Cristóbal Jaimes!

Y reían divertidos entre tragos de aguardiente.

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Pero como en la vida no todo es dulzura y felicidad, a don

Cristóbal algo le preocupaba, y lo comentaba con su mujer:

–Tú verás Cayetana, que siento como que no encuentro

acomodo. Como si anduviera sobre ascuas, y no sé por qué.

–Ya lo había notado don Cristóbal. Y me tiene usted con

pendiente, pues lo miro como pollo recién comprado. No le

vaya a dar la alferecía. Lo que necesita es que le haga una limpia

con albahaca y le truene los huesos.

–¡Nada de limpias! –Reaccionando– Lo que yo necesito

es ver a mis muchachos. Hace mucho que no estoy con mis nietos.

De modo que vámonos a la capital Cayetana, pepena tus

tiliches, lo más necesario porque pelamos gallo para México.

De modo que don Cristóbal se estableció en la colonia

Morelos. Justamente en la esquina que formas las calles de

Ferrocarril de cintura y Mineros. Abrió una pequeña tienda de

abarrotes y le puso por nombre La Esperanza. Solicitó el permiso

de mi papá Prisciliano para llevarse a dos de los nietos

menores.

–Para que aprendan a trabajar y a ganarse el pan –decía.

Y así fue como mi hermano Emilio y yo fuimos a vivir

con él y su mujer doña Cayetana la de Paracho, a quién en

seguida le tomé mucho cariño, pues además de consentirnos,

diariamente nos preparaba deliciosas comidas estilo Michoacán,

entre otras cosas, tortillas calientes hechas a mano,

sin faltar un molcajete con chile pasilla. Sin duda de ahí nació

mi afición por el picante. Fueron días dignos de remembranza

que transcurrieron sin sentir.

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Entre una cosa y otra, un 12 de diciembre pasaba mucha

gente frente al negocio. Peregrinos con rumbo a la Basílica de

Guadalupe llevaban flores, cirios, veladoras, y cantaban acompañados

de bandas de música y mariachis. Una auténtica fiesta

en grande. Todos estábamos muy contentos, de pronto, entraron

en la tienda dos hombres a “medios chiles”, o sea notoriamente

borrachos, pidieron cervezas. Emilio y yo los atendimos

en el mostrador. Fueron varias las que tomaron y mi hermano

comentó:

–Hay que estar abusados porque estos tipos ya están

“pedos” y luego se ponen necios.

De tal forma llegó el momento de pagar, uno de ellos me

dio un billete de cinco pesos y al entregarle su cambio reclamó

groseramente que su billete era de diez pesos.

–¡No señor! Aquí está su billete –mostrándolo– es de

cinco pesos.

Total que se armó la discusión, intervino Emilio.

–No sea mentiroso, ni abusivo. Yo vi cuando le dio a mi

hermano el billete de cinco pesos.

El borracho ladino gritó:

–¡Ni madres! Mi billete era de diez pesos. Lo que pasa

que ustedes están en contubernio y son unos ¡pinches rateros!

Mi abuelo, que atendía a otras personas, al escuchar

esto sumamente indignado saltó del mostrador, y tomando al

hombre por las solapas con su única mano lo zarandeó con

mucha fuerza impactándolo contra una pared, a la vez que

vociferaba:

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–¡Para tu carreta cabrón! A mis muchachos, ningún hijo

de la chingada les dice rateros. Y sorpresivamente sacó de la

cintura una pistola amenazándolos:

–Y se me van largando antes de les parta toda su rechingada

madre y los deje como coladeras.

Fue tanta la sorpresa y el miedo de los sujetos que salieron

corriendo. A decir verdad, yo estaba perplejo de descubrir

la habilidad y fuerza de mi abuelo, quien nos observaba e

hizo una seña para que nos acercáramos a él. Poco apoco me

aproximé a esa figura que yo veía estatuaria. Y sin explicarme

cómo ante mis ojos se ennoblecían sus canas, lleno de energía

habló con voz firme y precisa:

–¡Marquen mis palabras criaturas! jamás permitan que

alguien los humille. ¡Sea quien sea! Hay que estar siempre

abusados por si algún vivo los quiere sorprender, ¡gánenle!

El que pega primero pega dos veces. Y ¡cuidado! a los Jaimes

nadie nos pone la pata encima. ¡Nomás faltaba!

A la vez que soltaba sonoras carcajadas.

–¡Infelices pelados! Qué susto les di, hasta la borrachera

se les quitó, y seguro que hasta se cursiaron.

Y no paraba de reír y nosotros con él. ¡Honor a mi abuelo

don Cristóbal! Por su temple y sabiduría. Debo subrayar

que su imagen fue como una protección que me acompañó

durante mi infancia.

Y de esa manera transcurrían aquellos días de mi niñez

en la Ciudad de México.

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Algo que disfrutaba enormemente era cuando salía con

doña Cayetana al mercado de Tepito, me procuraba amorosa.

–Acompáñame muchachito, tú verás que tengo ganas

de bobear y ver tiliches.

Yo iba de buena gana, pues sentía una especial atracción

por esos barrios populares. Perennemente regresábamos con

zapatos y ropa usada que adquiría doña Cayetana. Y por el

camino me compraba una rebanada grande de papaya con

chile piquín y limón. Había tomado por costumbre detenerme

en el cine Acapulco, disfrutaba mirando los carteles que

anunciaban las películas con fotos de los actores. Yo ya tenía

un rostro muy identificado, así que siempre buscaba el de Elsa

Aguirre, hermosa muchacha de labios carnosos. Y permanecía

por mucho tiempo contemplándola; de pronto, descubro una

cara nueva de mujer, de grandes ojos verdes y un mechón

blanco en el pelo que le surgía a la altura de la frente. En los

carteles anunciaban Han matado a Tongolele las fotos eran

muy sugestivas y seductoras. Me entusiasmó la posibilidad

de ver la película para conocer a Tongolele, llamé a doña

Cayetana para que viera los anuncios. La ingenua mujer como

no sabía leer, sólo se limitó a mirar las fotografías intrigada.

Para entusiasmarle le dije:

–Parece que es una película con música y canciones que

deben ser muy bonitas.

La mujer quedó contemplativa y comentó:

–Yo, solamente fui una vez al cine en Paracho, a ver

la vida de Juan Diego, y cuando se le aparecía la virgen de

Guadalupe me la pasaba llorando.

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–No, doña Cayetana, esta es diferente. Y según se ve

tiene música y bailables. Usted dígale a mi papá Cristóbal para

que nos traiga.

Quedó considerando, ya que en el pueblo no había cine,

y solo en ocasiones llegaban unos gitanos con un proyector y

se improvisaba el cine en el curato. Y por lo general se trataba

de historias de vidas de santos como la de Genoveva de Brabante

o temas bíblicos.

Durante la comida le rogamos al abuelo que nos diera

permiso de ir al cine, que iríamos a la primera función.

–¿Solos? De ninguna manera. ¡Los vayan a nalguear!

–Entonces vamos a llevarlos don Cristóbal. Los niños se

han portado bien, yo creo que es una película bonita y usté

verá que en los cartelones sale una señorita muy simpática.

Con estos argumentos no fue difícil convencerlo, y

como buen hombre provinciano se entusiasmó y externo:

–Está bien, que los muchachos se pongan su suéter, y

vamos.

Emilio, curioso me preguntó:

–¿Estás seguro que dejan entrar a los niños?

–¡Ah dio! ¿Y por qué no? Si sale la Tongolele.

–Y esa ¿quién es?

–Po’s ¿cómo qué quién?, po’s la Tongolele, y está re’

bonita.

Llenos de entusiasmo nos dirigimos al cine Acapulco

me extrañó que el empleado que recibe los boletos al vernos

preguntó:

–¿Qué, también van a entrar los chamacos?

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Mi abuelo, sin entender la pregunta contestó afirmativo:

–Son mis muchachos, no dan lata. Además yo los cuido.

–Po’s pasen.

Nos compraron palomitas de maíz y muéganos, y nos

sentaron en medio de los adultos. Debo confesar que desde

siempre al encontrarme dentro de un cine me producía una

dulce ensoñación, sobre todo en el momento en que se apagaban

las luces y se corrían los telones con sus cortinajes para

descubrir la pantalla, sentía que daba inicio un hechizo fascinante.

En esta ocasión la música tropical y la presencia de la

protagonista, una joven atractiva, de pequeña estatura parcialmente

desnuda. Se escuchan silbidos de admiración y expresiones

efusivas masculinas provenientes de la “gayola”. Yo, la

verdad estaba gratamente sorprendido y feliz, todo era novedoso,

mi primera experiencia en algo semejante. Emilio mi hermano

discretamente me daba codazos también asombrado, y

cuando la señorita Tongolele estaba en lo más sensual de su

numerito, sentí la mano de mi papá Cristóbal que me cubría los

ojos al tiempo que exclamaba:

–¡Válgame dios Cayetana! ¡Pero qué indecencia! Niños

cierren los ojos. Esto no es espectáculo para menores. Esta

mujer está casi desnuda. ¡Qué inmoralidad!

Sumamente escandalizado continuaba vociferando:

–No entiendo cómo las autoridades permiten esto.

¡Cierren los ojos!

Claro que yo, mañosamente, veía a través de los dedos

pensando: “me creen tonto” y tomándonos por las orejas,

nos saca de la sala reclamándole al empleado de la puerta:

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–¿Cómo es posible que esa mujer baile casi encuerada?

Y que las autoridades no lo prohíban.

El hombre a manera de justificación contestó:

–¿Y yo qué culpa tengo? ¿Por qué no se fijó que era una

película para adultos?

Sin escuchar, mi abuelo nos sacó del cine. Doña Cayetana

notoriamente asustada murmuraba:

–¡Dulces nombres de Jesús, María y José! ¿Qué no será

esto el anticristo? –santiguándose– yo creo que esta gente no

tiene religión. Mañana temprano voy a llevar a estas criaturas

a la iglesia de San Antonio a que les impongan manos. Para

que no vayan a tener visiones.

Mi abuelo resoplaba y se limpiaba el sudor de la frente

con su paliacate murmurando:

–¡Cállate la boca mujer! No quiero ni pensar que Prisciliano

o Doloritas se vayan a enterar, capaz de que nos pierden

el respeto. Y que esto te sirva de experiencia, para que otra

vez te informes primero de que película se trata. ¿Pero en qué

cabeza cabe? ¿Cómo se te curre traer a estos inocentes a ver

tales indecencias?

Y no dejaba de amonestarla. Emilio y yo nos mirábamos

interrogantes. Y la verdad no entendía la indignación de mi

abuelo, ya que la señorita Tongolele estaba re’ bonita, y tenía

especial gracia para bailar. Pensaba:

–Pero, ¿qué pero le ponen?

Y por largo tiempo guardé su imagen en mi mente, pues

se trataba de una hermosa muchacha que bailaba mostrando

sus encantos y la apodaban Tongolele.

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Profesora Clarita Zavala Ramos



Nació en Nahuatzen Michoacán el 8 de febrero

de 1907 y falleció en Zamora el 8 de marzo

1999. Dama de gratísima memoria. Surge

en mi reminiscencia aún joven, seguramente

tendría unos 43 años. Esto sucedía por 1950, de aspecto siempre

optimista, de genuina presencia y cálido mirar. Había algo

que la caracterizaba especialmente, acostumbraba mirar directamente

a los ojos, jamás evadía la mirada. Alguna vez la

escuché decir:

–Hay que desconfiar de la gente que al hablar no mira de

frente.

Por eso tenía el don de subyugar con su mirada color de

miel. No usaba maquillaje, simplemente un poco de polvo de

arroz en las mejillas y ligeramente coloreaba sus finos labios

con un carmín discreto. Recuerdo que alguna vez le pregunté

interesado por lo bello de su rostro:

–Tía Clarita, me intriga el bonito color de su cara y el brillo

de su piel. Usted seguramente debe tener algún secreto

para lucir tan agraciada.

Una sonrisa se dibujo en su rostro y con legítima coquetería

respondió:

–Ningún secreto jovencito, simplemente agua y jabón, y

dios pone lo demás.

Ambos sonreímos de buen grado.

Fue autodidacta. Le apasionaba la lectura, preferentemente

los místicos, como san Juan de la Cruz, santa Teresa de

Jesús, san Agustín, o sor Juana Inés de la Cruz. Alguna vez que

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llegué a visitarla se encontraba arreglando sus macetas con

hermosos malvones, entre las manos sostenía una pequeña

regadera, coloquialmente le pregunté:

–¿Qué hace tía Clarita?

De buen humor contestó parafraseando a los místicos:

–Pues aquí, tú verás, entre las “azucenas olvidada”. “De

mis soledades voy, y a mis soledades vengo...”

Yo quedaba agradablemente sorprendido de sus respuestas,

de su forma tan genuina para confrontar su realidad.

Vivía solamente con su mamá, la tía doña Hermelinda

Ramos, ya que su hermano el doctor Cruz Zavala, emigró y

se estableció en ciudad Delicias, Chihuahua, y extrañamente

ninguna vez regresó.

El mundo de la profesora Zavala lo conformaba la docencia,

ya que prácticamente estaba dedicada de tiempo completo

a la enseñanza. Tal vez era su refugio o ¿alguna forma de

evadirse de su soledad? Inevitablemente yo me cuestionaba

¿porqué una mujer con tantos atributos no se había casado? A

veces las respuestas llegan solas. En cierta ocasión, advertí que

me observaba cuidadosamente y comentó suspirando:

–¡Válgame Dios! cada día te pareces más a mi primo

“Pichito” –que así le decían en la familia a mí papá Prisciliano–.

–Sí, eso me han dicho tía, que me parezco a mi papá.

–Pero ¡si eres su vivo retrato! –abstraída– ¿Tú sabes que

fui su musa?

–¡Qué agradable noticia tía Clarita! Cuénteme ¿cómo

sucedió?

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Hizo una pausa, y sus ojos se iluminaron con un brillo

diferente.

–Bueno, además de parientes, entre nosotros se dio

una bella relación... amistad quiero decir, y curiosamente nacimos

el mismo año, es decir en 1907. –Pausa reflexiva– bien,

Pichito había tomado por costumbre pasar a saludarme por

las tardes después de su clase de música con el maestro don

Fidel Jurado, por lo tanto traía consigo su violín. Mi primo

es un magnifico conversador, me encantaba escucharlo, me

confiaba sus ilusiones; soñaba con ir a la ciudad de México

a estudiar formalmente en el conservatorio, deseaba superarse,

le apasionaba estudiar, era incansable. Yo disfrutaba

enormemente con su presencia. –Pausa– mientras hablaba

su rostro se transformaba, y con enorme emoción me tomaba

de las manos y me trasmitía su frenesí, advertía en sus ojos

una mirada ausente, sus aspiraciones lo llevaban lejos, muy

lejos... y justamente en uno de esos momentos me hizo una

sutil promesa:

–Prima, yo te voy a inmortalizar en una melodía, será un

hermoso vals que hablará de tus encantos, pero sobre todo

de lo bello de tu mirar. Se llamará simplemente Clara, así sin

diminutivos.

Lo miré arrobada, sentía cómo vibraban sus manos entre

las mías. Profundamente conmovida musité:

–¡Gracias! Pichito ¡Muchas gracias!

Él no dejaba de sujetarme las manos, y amoroso agrega:

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–Clara, no tienes nada que agradecer. Te escribiré el

vals en testimonio de amor, del gran amor que desde siempre

he sentido por ti.

Se miraron largamente, y sus rostros se fueron aproximando

estaban a punto de unir sus labios cuando ella interpuso

una de sus manos diciendo:

–¡Por Dios! Prisciliano. Estamos olvidando que eres un

hombre casado.

–Desesperado– Pero no te das cuenta de que es precisamente

él, ¡Dios! quien ha permitido que este amor surgiera

entre nosotros. ¡Acéptalo!

–Dolida– ¡De ninguna manera! El matrimonio es un sacramento

y yo soy muy respetuosa de mi religión. Acepto muy

honrada el tributo que me brindas en una obra musical por tratarse

del producto de tu creatividad en la que creo sin la menor

duda, pero nada más.

Prisciliano la contempla amoroso, y respetuoso toma

una de sus manos y la besa musitando:

–Antes de irme a México vendré para que escuches tu

vals, amadísima Clara.

La profesora lo mira alejarse sus ojos ahora son dos

fuentes de mil a punto de desbordarse.

–Conmovido– Tía Clarita, ¡Qué hermosa historia de amor!

–pausa– pero, dígame, ¿usted lo quería? ¿Estaba usted enamorada

realmente de su primo Prisciliano?

–Y ¡cómo no amarlo, era el sol de mi vida!, pero no debía

traicionar a mi amiga Doloritas, a tu madre. Aunque hubiera

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podido, ya que estuve a punto de sucumbir, pero jamás me

lo hubiera perdonado. Así, siempre podré verla a los ojos, de

frente. Como a mí me gusta mirar a la gente.

–¡Pero renunció al amor!

–Cierto, ¡al gran amor! ¡No a un amor cualquiera! Pero

también me respeté a mí misma. Es posible que algún día, nunca

se sabe, el destino te ponga ante un dilema semejante y

comprenderás que escoger significa renunciar.

Se hace una pausa larga. Era evidente el sufrimiento

que le producía el recuerdo amoroso, rompiendo la tensión

pregunto:

–Tía, ¿llegó usted a conocer su vals?

–Sí, –su rostro nuevamente se ilumina por la evocación–

Lo tengo presente como si fuera hoy, se va a convertir

en mi mejor recuerdo. Sucedió una tarde lluviosa en pleno verano,

se presentó con su inseparable violín, venía empapado

por la lluvia.

–Pichito ¡por dios! mira como vienes, te vas a resfriar.

–No tiene importancia prima, necesito que conozcas tu

vals, ya casi está terminado.

Frenético abre el estuche, saca el violín y el arco, y procede

a colocarlo bajo su barbilla hablando con notoria emoción.

–Clara querida, por favor, siéntate. Quiero que escuches

mi homenaje a tu belleza.

La profesora Zavala toma asiento en elegante poltrona.

Aguarda atenta, de pronto se escucha una dulce melodía de

corte clásico, ejecutada con singular intuición. Clarita placen-

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teramente impactada no pierde de vista a Prisciliano que se

balancea delirantemente haciendo vibrar el arco sobre el violín,

la melodía va adquiriendo mayores dimensiones, la joven

profesora notoriamente feliz no aparta los ojos del intenso

ejecutante que se encuentra ya con el cabello revuelto y la

frente constelada de gotitas de sudor. Se escucha el acorde

final. Prisciliano con el violín en la mano izquierda y el arco en

la derecha se inclina respetuoso ante la musa amada. Clarita

al borde del llanto se pone en pie aplaudiendo a la vez que

exclama:

–¡Es un vals maravilloso! ¡qué interpretación! ¡Mil y mil

gracias! Primo Pichito estoy impactada por tu talento y por haberte

inspirado esta bella melodía.

–No te debe sorprender amadísima Clara, es el producto

del amor.

Sus miradas se cruzan amorosamente, ambos tratando

de ocultar sus verdaderos sentimientos. Él guarda el violín y el

arco dentro del estuche, con su pañuelo se limpia el sudor del

rostro al tiempo que dice:

–Mañana salgo para México. Algún día te haré llegar la

partitura de tu vals con una dedicatoria íntima. ¡Es una promesa!

Se miran largamente y siguiendo un impulso irrefrenable

se abrazan amorosamente, como si ese abrazo los uniera por

siempre. Prisciliano la besa en la frente y se separan. Ella hace

grandes esfuerzos para que las lágrimas no broten de sus ojos

musitando:

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–Pichito, prométeme que te vas a cuidar.

Él asiente con la cabeza, la emoción no le permite hablar.

Se ahogan las palabras en su garganta. Toma su estuche y se

encamina a la salida, la voz de Clarita lo detiene:

–Prisciliano– él haciendo medio mutis– te encomendaré

a San Luis. Tenlo presente. Él, como soldado que es te protegerá

con su espada siempre.

El joven enamorado sonríe y sale. Clarita lo mira alejarse,

las lágrimas asoman a sus ojos surcando sus mejillas.

En el año de 1954, para las fiestas de San Luis yo debía

salir de moro, y mi tía Clarita me hizo notar:

–Tú Javiercito vas a ser el anturco, el capitán, que es el

que dirige a todos los moros y va al frente, por lo tanto debes

ser el más elegante. Es la tradición que los moros lleven el rostro

cubierto con pañuelos de seda y yo te voy a bordar una

mascada como no habrá otra igual.

–Gracias tía Clarita.

Efectivamente, me bordó en un lienzo de seda y en punto

de cruz una hermosa mascada con figuras de pavorreales

y mi nombre en elegantes letras de caligrafía. Una verdadera

obra de arte que después de 55 años aún conservo.

Alguna vez en la casa de la ciudad de México, comentando

con mi papá Prisciliano la hermosa experiencia que viví

cuando salí de moro, y revisando las mascadas que me regalaron,

llamó su atención la tela bordada con pavorreales y gratamente

sorprendido externo:

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–¡Qué hermosa obra! ¿Quién la hizo?

–Mi tía Clarita, la profesora Zavala. La bordó especialmente

para mí.

Don prisciliano tomó la prenda entre sus manos como si

se tratara de un preciado tesoro, la contempló murmurando:

–¡Naturalmente! solo ella podía haber hecho esta filigrana.

–Entrecerró los ojos musitando para sí– ¡Clara!... ¡Clarita!...

Debo subrayar que don Prisciliano no volvió jamás a Nahuatzen.

Ni siquiera cuando se casó su hijo Gildardo, discretamente

encontraba pretextos, lo más que se aproximó fue

hasta Uruapan. Intrigado en alguna ocasión tratando de ser

prudente le pregunté:

–Papá, ¿no ha pensado usted en la posibilidad regresar

alguna vez a Nahuatzen?

Su rostro se transformo por la ilusión, pero con resignada

convicción contestó:

–Sí, ¿por qué no? algún día...

–¿Cuándo?

–Cuando muera.

–No diga usted eso papá.

–¿Por qué no? Somos mortales. Además lo tengo señalado

en mi testamento. Es mi deseo descansar para siempre en

Nahuatzen, y por supuesto, rendirle el tributo a mi tierra.

Y así fue, el 25 de abril de 1960 falleció, y como era su

voluntad los funerales se llevaron a cabo en nuestro querido

Nahuatzen. La profesora Clarita Zavala se presentó ataviada

de riguroso luto, viuda sin nombre y sin tacha. Para presentar

100


sus condolencias a su amiga Doloritas Jaimes, viuda verdadera

de Prisciliano Ruán Rentería, a la que entonces y siempre pudo

ver de frente. Imagino ver a Clarita Zavala en su esplendida madurez,

envuelta en su luto íntimo y eterno que afilaba su alma.

Enigmática Electra de la meseta p’urhépecha, musa intocada

de Prisciliano Ruán.

Puedo asegurar que la señorita profesora Zavala amó

la docencia, fue guía de varias generaciones y dama generosa

con mayúsculas. Indiscutiblemente posee los atributos para

ser una figura emblemática de su amado Nahuatzen.

101



...Y era de negro

como ella se vestía

“Las estrellas me apartaron un sitio, en sus orbitas mismas”

Walt Witman



Prisciliano Ruán Rentería era el nombre completo

de mi señor padre. Tendría entonces 37 años.

Fue un hombre sobresaliente, inusitadamente

atractivo y de fuerte carácter. Contrastando con

una especial sensibilidad. Abogado de profesión, y por las

tardes estudiante en el conservatorio nacional de música, el

violín fue su gran pasión. Dios le dio el talento, pero no tuvo

la oportunidad de realizarse en el ámbito profesional. Solamente

participó en conciertos organizados por la escuela de

música; se caracterizó por ser muy formal en su indumentaria,

invariablemente vestido de traje y corbata aun estando

en casa. Manejaba perfectamente el idioma castellano,

y disfrutaba jugando con el lenguaje metafórico, poseía singular

habilidad para hacer frases ingeniosas y a veces hasta

crueles. Estoy seguro que una de sus mayores frustraciones

fue que ninguno de sus hijos heredó –hasta entonces– esa

habilidad y su talento musical.

Él personalmente con enorme cariño y entusiasmo nos

impartía las clases de solfeo. Tenía un pizarrón pautado, y muy

a la mano una vara de membrillo que utilizaba como batuta, y

que cualquier cantidad de veces azotó en el trasero de alguno

de sus hijos que no prestaba atención a sus indicaciones, lo

cual le ocasionaba frustración y desencanto, de tal modo papá

Ruán se fue olvidando del pizarrón pautado, y de la posibilidad

de tener un genio musical en la familia, ya que a pesar de todo

su empeño e insistencia, ninguno de sus ocho hijos se interesó

en ese arte.

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Una tarde que resultó fundamental en mi niñez y que

guardo en el archivo más amado de mis recuerdos, mi papá me

comentó a manera de secreto:

–Fíjate reycito que debo entrevistarme con unos compañeros

de la escuela, ¿te gustaría acompañarme?

–¡Con mucho gusto papá!

–Bien, entonces ponte muy elegante.

Era su forma coloquial de indicar que había que vestirse

para algo relevante. Lo que significaba todo un privilegio, ya

que papá Ruán era un señor con muchas actividades, y nosotros,

tantos hermanos, que teníamos que ir por orden, para alguna

vez tener la oportunidad de salir con él. De modo que me

bañé y me puse mi suéter nuevo y una corbata de moño color

paja que tomé del ropero de don Prisciliano. Por un momento

admiré mi imagen reflejada en el espejo del mueble, y sonreí

complacido, imaginando que en algo me parecía al formal de

mi señor padre.

Nos encaminamos a la calle de Penitenciaría, pues vivíamos

en la colonia Morelos, mejor conocida como la colonia de

“la bolsa”. Abordamos el tranvía que corría del castillo negro

de Lecumberri al Zócalo. Se me agolpan legendarias imágenes,

con bellísimos recuerdos que se balancean, al ritmo de aquel

tren eléctrico color amarillo, con sus bancas de madera y su

movimiento zigzagueante. Me acuerdo también que cobraban

por el pasaje 15 centavos o dos planillas por 25. Me gustaba

sentarme del lado de la ventanilla para ir viendo como las casas

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y los postes de la luz se iban perdiendo, eso me entretenía y

echaba a andar mis ilusiones.

Nos apeamos en el Zócalo, frente al Centro Mercantil, una

tienda dentro de un palacio –hoy El Gran Hotel de la Ciudad de

México– Entonces el Zócalo era un hermoso jardín, impregnado

de verticales gladiolas de diversos colores apuntando al cielo;

llamaban poderosamente mi atención, imaginaba que eran

espadas, jamás recuerdo haber visto tantas, también había

fuentes de cantera y frondosas palmeras. Estoy refiriéndome

al año de 1948.

Nos encaminamos por la calle de cinco de mayo y pasamos

frente al cine Palacio en su marquesina se anunciaba la película

El ladrón de Bagdad. Dimos vuelta por Isabel la Católica, llamó

mi atención una iglesia imponente cubierta de cantera gris y

protegida por rejas negras, le llaman la iglesia de La Profesa

agregó mi papá. Hicimos alto en la esquina con Madero, papá

Ruán me explicó: “esta calle se llamó Plateros, muy famosa

por sus casas elegantes y sus tiendas”. Entramos al templo, su

interior me llenó de asombro, me pareció tan alta que daba la

impresión de que sus naves no terminaban nunca.

En el ángulo derecho, junto a un retablo se encuentra un

cristo crucificado muy oscuro, casi negro; con un rostro que es

un poema de bondad y dolor. Si uno se aproxima demasiado,

da la sensación de ser él quién lo mira a uno. Todo era novedoso

y asombraba a mis ojos de niño. Mi papá se percató de mi

interés y murmuró:

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–Es el Cristo del Consuelo. Y se le atribuyen muchos milagros.

Pídele un deseo y como eres un buen niño seguramente

te lo concede.

No dejaba de mirarlo arrobado, y con la ingenuidad que

caracteriza a los niños y tratándose de un acto de fe, no lo

dudé un instante. Mirándolo directamente a los ojos, y desde

el fondo de mi corazón musité:

–Te suplico señor, la gracia de que conserves a papá

Ruán por muchos años a mi lado, ya que me hace ilusión compartir

con él mis logros profesionales, además de que tengo

con él una íntima deuda de sentimiento.

Dolorosamente mi deseo no se cumplió, pero no fue

motivo para que yo perdiera la veneración por el Cristo del

Consuelo ya que siempre que lo visito, invariablemente surge

en mi memoria el rostro amoroso y lleno de fe de mi señor

padre, por quien aprendí a reverenciarlo.

Salimos del templo y continuamos por la calle de Madero

hasta la espectacular casa de los azulejos –Sanborn’s–. Al

entrar me sorprendí gratamente al tiempo que exclamaba:

–¡Pero qué casa tan bonita! ¡Y cuánto lujo! Hasta parece

un palacio de película.

Mi papá sonreía con mis comentarios. Nos asignaron un

compartimiento muy cómodo todo forrado de cuero negro

junto a una fuente. Mi papá me preguntó afectuoso:

–¿Qué te apetece, un helado o un pastelillo?

Entusiasmado contesté:

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–Un helado de chocolate y un un pastelillo. ¿Puedo?

Mi papá sonrió afirmativamente. Al poco rato llegaron

dos señores como de su misma edad.

–¡Buenas tardes Rentería!

Dijeron al tiempo que se estrechaban las manos, no entendí

por qué lo llamaban por su segundo apellido. Mi papá a

manera de saludo dijo:

–Es Javierito, mi hijo. Uno de los menores.

Yo, muy correcto me puse en pie inclinando la cabeza.

Mi papá agregó:

–Los señores Emilio Álvarez y Froylán Aguilar.

–¿Qué edad tienes?– preguntó Álvarez.

–Ocho, entrados a nueve.

–Eres muy alto para tu edad –opinó Aguilar.

–Todos mis muchachos son altos y delgados como mi

mamá, dijo esto con mucho orgullo.

Inesperadamente unos aplausos y murmullos nos

interrumpen. Aparece en aquel salón una dama flanqueada

por dos hombres, se me figuró altísima, iba totalmente vestida

de negro. Curiosamente recordé: “era de negro como ella se

vestía...” –como dice un tango– envuelta en un espectacular

abrigo de pieles, un elegante sombrero de ala ancha cubría

su cabeza, y las manos enfundadas en finos guantes, sin duda

una enigmática presencia; los señores se ponían de pie por

donde ella pasaba y le aplaudían. La bella se limitaba a sonreír

discretamente agradeciendo las muestras de admiración.

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Cuando cruzó junto a nuestra mesa me quedé con la boca

abierta, ya que era la primera vez que veía a una mujer tan

hermosa y elegante. Me pareció como irreal, como sacada de

un cuento. Gratamente impactado pregunté:

–¿Quién es esa señorita?

–Dolores del Río– respondió mi papá– la estrella de cine.

Era la primera vez que escuchaba ese calificativo. Casualmente

“la estrella” se sentó muy próxima a nosotros, lo

que permitía verla perfectamente desde mi lugar. Inexplicablemente

me sentía atraído por ella y no dejaba de observarla,

aunque no podía escuchar lo que platicaba con sus acompañantes,

no perdía ninguno de sus movimientos. Se quitó

los guantes y dejó ver sus manos cuidadosamente arregladas.

En un dedo lucía una sortija con una enorme piedra blanca

que brillaba. Yo estaba tan encantado que todo me daba la

sensación de irrealidad y mentalmente repetía:

–Es una estrella de cine.

Casi podía asegurar que estaba hecha de otro material

y que no era como cualquier persona. Sentí el deseo de acercarme

más a ella, de tocarla para constatar que era real. Movía

las manos con genuina elegancia al conversar; de pronto, uno

de sus guantes resbaló hasta la alfombra y “la estrella” no se

percató. ¡Qué suerte! Era mi oportunidad para acercarme a la

subyugante mujer, y decidido me levanté de mi asiento y fui

directamente a la estrella. Recogiendo la prenda le dije:

–Señorita, se le cayó su guante.

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Dolores me miró arqueando una ceja, que a mí se me figuró

que era el arco de una catedral, y con una encantadora

sonrisa murmuró:

–Gracias jovencito, es usted muy gentil.

Quedé asombrado contemplándola, pero siguiendo un

impulso agregué:

–¿Sabe? yo también seré actor y me encantaría trabajar

con usted.

La estrella, sin dejar de sonreír, me preguntó:

–¿De veras?

–¡De lo juro!

–¿Y cómo te llamas?

–Javier Ruán.

Reflexiva y sin dejar de arquear la ceja.

–Es un nombre con fuertes consonantes. ¡Suena bien!

Comentó complaciente, al tiempo que estrechaba mi

mano.

–Bueno futuro actor, es un compromiso no lo olvides.

Moví la cabeza afirmativamente. Ya no pude hablar, estaba

impactado, había conocido la fascinación por la belleza.

El tiempo transcurrió como se pasa la vida. Convertido ya

en actor, una noche en el teatro Lírico de la Ciudad de México,

estrenaba una obra muy importante al lado de doña Carmen

Montejo. Significaba nuevamente la oportunidad de alternar

en igualdad de condiciones con una primera actriz. El asunto:

Jasón y Medea en versión musical, ubicado en Brasil. Yo era El

Jasón en La Gota de Agua. Fue una producción muy ambiciosa

111


del Teatro de la Nación. Un trabajo arduo estoy seguro que fue

unas de mis “pruebas de fuego” dentro del teatro. Al terminar

la representación y aún en el escenario, entre comentarios y

abrazos, con periodistas y compañeros actores. Sorpresivamente

y como por arte de un hechizo, tuve la sensación de

que las candilejas se encendieron con la presencia de una gran

señora de la escena, toda una leyenda, doña Dolores del Río, la

estrella, que caminaba directamente a donde me encontraba,

a medida que se acercaba comprobé que los elegidos de la fortuna

resplandecen con luz propia. Con familiaridad me besó al

tiempo que de manera cálida comentaba:

–Espléndido trabajo Javier, ¡y nada fácil! Me encantó en

su Jasón. Logró usted momentos muy afortunados.

–¡Gracias señora!, es usted muy generosa, sus apreciaciones

son muy valiosas para mí.

–Pues es la verdad. Y el color de voz me gusta, dígame

Javier, ¿conoce la obra Espectros de Henrik Ibsen?

–Sí, señora, por supuesto.

–Qué bien, porque estoy pensando en reponerla. ¿Le

gustaría interpretar el Oswald?

–¡Ya lo creo!, me encantaría, ¡es un personaje muy hermoso!,

pero lo más importante, trabajar al lado de usted y

nada menos que como su hijo.

–¡Delo por hecho! Justamente buscaba a un actor comprometido

y ya lo tengo. Pronto lo llamarán de mi parte.

La estrella me acercó su mejilla que besé amorosamente

y se fue. La mire alejarse con la certeza de estar protegido por

112


dios. Qué importante y hermoso reencuentro, una presencia

inesperada en una noche de teatro tan fundamental en mi

carrera, quiero imaginarlo como un bello capricho del destino

y que tenía que ocurrir en un escenario. Ahora entendía lo que

significaba el reconocimiento pero, sobre todo, viniendo de

alguien que tiene la autoridad para hacerlo. Y recordé a Irma

Bautista, una novia de mi primera juventud que me aseguraba

que yo era un suertudo, y enamorada me decía.

–Dios no solamente te quiere, además te tiene abrazado.

Posteriormente fui requerido para una lectura en casa

de la estrella en Coyoacán. La señora Del Río quería escucharme

leer el personaje y satisfecha comentó:

–Estoy totalmente convencida Javier, es usted el Oswald.

Y me acompañará en mi retorno a los escenarios. Ya que lo último

fue La Dama de las Camelias.

Se planeó una súper producción con un elenco de

primeros actores. Todo iba como miel sobre hojuelas, pero

inesperadamente la estrella enfermó y el ambicioso proyecto

tuvo que aplazarse. Yo esperé con enorme impaciencia la

recuperación de la actriz, inexplicablemente todo estuvo

rodeado de discreción y misterio. Transcurrió el tiempo y no

se volvió a hablar del proyecto, meses después se dio la fatal

noticia, la señora Dolores del Río, actriz emblemática del cine

mexicano había muerto en el extranjero. Terrible noticia en

verdad, me costaba trabajo aceptarlo; tal vez porque me había

ilusionado demasiado ¡sea por dios! Con amargura aprendí que

ante lo inevitable no se puede hacer nada.

113


Siempre lamentaré no haber tenido la ocasión de confesarle

a la señora Del Río, que cuando la conocí personalmente

siendo un niño, al mirarla a los ojos sembró estrellas

en mi corazón.

...Y era de negro como ella se vestía.

114


Ruán con Dolores Del Río en el proyecto teatral “Espectros”

115



Yo sé de alguien que aprendió

a engañar a la soledad

Y decía:

“que la felicidad es como un pájaro manso

que habita en nuestro corazón”.



os recuerdos cálidos de la niñez, aquellos

L

que se quedaron encerrados en el corazón,

inevitablemente surgen de pronto. Corría el

año 1952, y por esa época yo vivía con Sergio,

el mayor de mis hermanos, quien dicho sea de paso, tuvo

en mi alma de niño una enorme influencia. Nos encontrábamos

en Ciudad Delicias, Chihuahua, ya que era comerciante y

tenía una tienda de abarrotes. Diariamente tenía yo la obligación

de levantarme a las seis de mañana para barrer y lavar

la calle donde se ubicaba el negocio. Recuerdo como un mal

sueño el invierno inclemente del norte que me entumía por

fuera y por dentro. Al arrojar el agua sobre las baldosas, se

congelaba en los espacios rotos ante mi asombro por el efecto

de la temperatura. Algo parecido ocurría con mis manos y

pies que sentía ateridos.

Entonces yo tenía 12 años y una desgastada chamarra

que me cubría poco o nada. Ineludiblemente miraba con envidia

a los niños que pasaban abrigados, le rogué a mi hermano

que me comprara un suéter, indiferente respondía:

–¿Para qué? si tienes tu chamarra. Lo que debes hacer es

barrer de prisa y parejito y te olvidas del frío.

Advertía en lo verde de sus ojos cierta avaricia con un

dejo de placer que lastimaba mi desvalida niñez. Constatando

las murmuraciones familiares de que era genuinamente tacaño,

la vida a su lado no era fácil pero tampoco tenía alternativa,

ya que mi señor padre me había enviado con él para que experimentara

otra forma de vida. Y estaba claro que las decisiones

de don Prisciliano nunca estaban a discusión.

119


De tal forma, aprendí a cargar costales de maíz y fríjol

que pesaban más que yo. Trabajaba al parejo de los demás empleados

con la diferencia de que ellos sí cobraban un sueldo

y yo no. Únicamente me daba los alimentos y unos pesos los

domingos para que fuera al cine, siempre y cuando terminara

el aseo de la tienda a su total satisfacción.

Ir al cine era algo que esperaba con mucho entusiasmo, pues

sin saberlo era una forma de evadirme de mi realidad que no

me gustaba. Acostumbraba asistir al cine Lux o al Río ya tenía

familiarizados algunos rostros de actores nacionales y extranjeros

que me agradaban, y casi podría jurar que de esa forma

se manifiesta en mí el amor por el séptimo arte. Intuía que contaba

con la sensibilidad para la interpretación, y disfrutaba refugiándome

en el encantamiento cinematográfico.

Recuerdo también que a mi hermano le agradaba escuchar

la radio por las noches, mientras empacábamos la mercancía.

Trasmitían desde la capital por la X.E.W. un programa

musical siendo el tema la canción Nocturnal.

–“A través de las palmas que duermen tranquilas...”

Esa melodía me producía una especial ensoñación, mi

imaginación volaba, e imaginaba un futuro pleno de éxito.

Así las cosas, me hice amigo de un niño de mi edad que

era vecino, se llama David Real y Vásquez. Con frecuencia acudía

a la tienda por algún mandado y platicábamos, me animaba

para que fuera a la escuela con él. Lleno de ilusión me armé de

valor y le comenté a mi hermano mi deseo de estudiar, Sergio

me miró interrogante. Frenéticamente traté de explicarle lo

120


importante que significaba para mí terminar la escuela primaria,

ya que por estar temporadas en Nahuatzen, o en el Distrito

Federal, había perdido un año escolar. Caviloso fijó su mirada

en mí sin ningún comentario, días después me notificó:

–Ya hablé con la profesora Martina Ochoa de la escuela

oficial, y como verdadera excepción te va a recibir, ya que el

curso va muy adelantado.

–¡Gracias Sergio!, no te haré quedar mal.

–De acuerdo. Pero te advierto, que tendrás que levantarte

más temprano para que cumplas con tu trabajo antes

de irte.

–¡Te lo prometo! Y te agradezco la oportunidad que me

brindas.

Al día siguiente me llevó a la escuela. Llamó mi atención

que en una mano sostenía una vara larga. Durante el camino

me hizo varias recomendaciones, advirtiéndome que la profesora

Ochoa tenía fama de ser muy exigente, de tal forma que

si yo no daba el ancho me expulsaría. Las palabras surgían de

sus labios breves y precisas llenándome de temor.

Llegamos a la escuela, se trata de un edificio viejo y

grande pintado de color amarillo; atravesamos un enorme

patio rectangular buscando el grupo de quinto año, yo sentía

una fuerte emoción. Ahora entendía a mi tía Clotilde cuando

se lamentaba:

–“Y parecía que se me iba a salir el alma por la boca.”

Cuando estuvimos frente a la profesora experimenté

cierto desencanto. Se trataba de una mujer seca y alta como

121


de 40 años o quizá menos –recordemos que cuando somos

niños los adultos nos parecen mayores– morena ella, de ojos

pequeños color marrón y escrutadores, y casi en la punta de

la nariz sostenía unos anteojos redondos metálicos; no usaba

maquillaje y vestía con notoria sencillez. Mi hermano me

presentó muy formal.

–Señorita profesora, este niño es mi hermano Javier, de

quién ya le hablé. Viene del Distrito Federal, aunque somos del

estado de Michoacán.

Ella se volvió dejando caer en mí su mirada curiosa.

–Le suplico me haga la caridad de recibirlo. Quiero que

estudie, que aprenda, para que sea mejor que yo.

Y entregándole la vara sentenció:

–Profesora usted tiene toda la autoridad, y si no obedece

“zúmbele” con esta vara de membrillo y jálele las orejas.

La mentora, sin dejar de mirarme, recibió la vara al

tiempo que murmuraba:

–Pues le voy a entregar ¡las puras orejas!

Y por primera vez en su rostro se dibujó una sonrisa. La

maestra me presentó con el grupo subrayando que yo era de

Michoacán, y que trabajaba en una tienda.

–Vamos a ayudarlo para que se ponga al corriente y sepa

que la gente de Ciudad Delicias es hospitalaria. ¡Bienvenido

michoacano!

Todos los niños aplaudieron, pero desde ese momento

ya no me pude librar del apodo del Michoacano –que además

122


me llenaba de orgullo– entre los niños se encontraba mi

amigo David, quien me invitó a compartir el pupitre y fuimos

inseparables.

Efectivamente, la señorita profesora Ochoa era cuidadosa

y exigente, pero además especialmente creativa. Siempre

estaba inventando algo y yo procuraba no perderme de

nada; sobre todo los viernes, era mi día favorito, ya que gustaba

de leernos un pequeño relato o cuento. Ella admiraba especialmente

la obra de Edmundo de Amicis, y nos deleitaba con

fragmentos de Corazón diario de un Niño. ¡Cómo olvidar Sangre

Romañola, o El Tamborcito Sardo!, pero mi favorita era De los

Apeninos a los Andes una historia que me conmovía profundamente.

Imaginaba al niño italiano atravesar los continentes en

busca de su madre enferma; en verdad, me agobiaba el calvario

que tenía que vivir Marco, el protagonista niño, y me juré

ilusionado que alguna vez conocería los Andes.

Conforme la profesora leía, su rostro se transformaba.

Ejercía sobre mí un encanto irresistible y no perdía ninguno

de sus movimientos. El tono de su voz era cálido y sus ojos

refulgían, parecía que su espíritu vagaba durante su narrativa,

lejos, muy lejos... Sus manos excesivamente delgadas llamaban

poderosamente mi atención. Jamás vi lucir en alguno de

sus dedos una sortija, solamente un viejo reloj de pulsera colgaba

de una de sus muñecas, pero a cambio había en ella harta

nobleza y bondad. Alguna vez al escucharla embelesado me

cuestioné:

123


–¿Por qué no se habrá casado la señorita Ochoa?

De tal forma mi vida transcurría paralelamente de

la escuela a la tienda. Por las noches llegaba al negocio un

hombre maduro, notoriamente afable por ser bromista, se

llamaba Úrsulo Valdés. Venía del Bajío, surtía embutidos y frutas

cristalizadas; mientras sus hombres descargaban la mercancía,

él fumaba un puro y se acodaba sobre el mostrador. Nos divertía

platicando cuentos colorados que mucho festejábamos. En

cierta ocasión que mi hermano no se encontraba me preguntó:

–¡Oye! chaval, ¿te puedo dejar encargadas dos latas?

–botes– pero que sea en un lugar seguro.

–Desde luego don, que las acomoden detrás de la cama

donde yo duermo en una de las bodegas. Don Úrsulo estuvo

de acuerdo y ordenó a sus hombres que las llevaran. Yo no le

di mayor importancia, ya que en otras ocasiones había dejado

algún encargo.

Ya estaba habituado a la escuela, en especial los viernes.

Al concluir su relato, la maestra tenía por costumbre interrogarnos

en relación al cuento que había leído. Cada uno daba su

versión al respecto, esto me interesaba muchísimo, ya que tenía

la oportunidad de abundar cuanto quería en relación con el

texto. Un día la profesora me llamó a su escritorio y afectuosa

comentó:

–Michoacano, quiero decirte que estoy verdaderamente

admirada de tu imaginación y considero que debes sacarle provecho.

124


Yo sonreí tímidamente.

–¿Por qué no? Es una posibilidad que no debes coartar.

Tal vez llegues a ser un escritor de novelas...

Posó una de sus manos sobre mi cabeza mesándome el

pelo al tiempo que pronosticaba:

–Nunca se sabe michoacano...

Conmovido y con auténtica veneración, murmuré:

–¡Gracias señorita profesora!, quiero decirle que usted

me ha hecho conocer la felicidad.

Me miró cavilosa a la vez que decía:

–Tal vez solo te ayudé a descubrirla, porque la felicidad

es como un pájaro manso que habita en nuestro corazón –suspirando–

aunque evidentemente hace falta la compañía de alguien

para hallarla.

Inesperadamente dos lágrimas hacían equilibrio en las

orillas de sus párpados. La miré maniatado, intuyendo que

sufría por alguna pena de amor.

Esa tarde, al regresar a la tienda Sergio, mi hermano

comentaba con los empleados una noticia publicada en el

periódico local.

–Con la novedad que don Úrsulo Valdez fue baleado

dentro de su camioneta mientras se dirigía rumbo al Bajío.

Experimenté una nueva tristeza. Era la primera vez que

moría alguien que yo conocía, y en tales circunstancias. Me costaba

trabajo entenderlo, me parecía imposible, ya que hacía

tan poco tiempo que ese hombre había estado entre nosotros

125


contando chistes. Esa noche me fui a la cama ensimismado con

la mala noticia, no podía dormir. De pronto, recordé los botes

que estaban detrás de mi cama y que curiosamente me había

encargado don Úrsulo. Apenado me levanté y con un desarmador

abrí uno comprobando que contenía dulces cristalizados,

quise probar un higo que tanto me gustan, y al buscar en el interior,

ante mi sorpresa, descubrí que solo la parte superior tenía

dulces que cubrían cualquier cantidad de monedas de oro

–después supe que eran centenarios– y fajos de dólares de alta

nominación. Totalmente desconcertado destapé el otro bote,

y pude comprobar que contenía lo mismo, monedas de oro y

fajos de dólares. No me reponía del asombro y sentí mucho

temor. ¿Quién me lo hubiera dicho? Sin saberlo había estado

durmiendo junto a una fortuna. Estaba muy confundido y no

sabía qué hacer, sin pensarlo más fui a despertar a mi hermano

y le comenté lo del hallazgo, adormilado musitó:

–Estabas soñando, ¡vete a dormir!

Pero ante mi insistencia me acompañó al lugar. Sergio se

quedó perplejo acariciando las monedas doradas, y el verde de

sus ojos brilló con mayor intensidad, pero hábilmente cambió

de actitud sentenciando:

–¡Ni una palabra de esto a nadie!, porque te puede pasar

lo mismo que a don Úrsulo. Ve tú a saber en qué líos andaría

metido y por eso lo balacearon. ¿Te das cuenta del peligro que

puedes correr?

Lleno de espanto moví la cabeza afirmativamente.

126


–¡Fíjate bien! Yo voy a devolver todo esto a su mujer y

tú pico de cera –sellando su boca con el dedo índice– no quiero

ni pensar lo que te pasaría si la policía se enterara... Y yo

como tu hermano mayor debo protegerte. Y te repito ¿qué

haríamos si la policía lo descubre? Lo más seguro es que te

acusarían de cómplice y te refundirían en la cárcel –pausa– a

menos que quieras pasar el resto de tu vida en un presidio.

–¡No, eso no! –exclamé aterrado–

Sergio me abrazó cariñoso y hablando en complicidad.

–Pues entonces niñito, ¡no se lo digas ni a tu sombra!

¡Júramelo!

–¡Lo juro por San Luis Rey de Francia! –exclamé temeroso–

–Ahora sí te lo creo, porque con el santo patrón de nuestro

pueblo no se juega. ¡Y más te vale!

Ofreciéndome su mano que yo estreché agradeciendo

enormemente su protección.

Al día siguiente, mi hermano me compró un suéter y

unos zapatos. Afectuoso me los entregó diciendo:

–Te hago este regalo, porque me encontré casualmente

con la profesora Ochoa y me comentó que vas muy aplicadito

en la escuela. De modo que estrénalos en seguida. ¡Ah! también

te comunico que mi papá llega hoy de México.

Me llenó de gusto el regalo y la noticia. Esa misma noche

mientras cenábamos, entre otras cosas, Sergio le informó a mi

papá de mis progresos en la escuela.

127


–Pero yo soy de opinión que debe terminar la primaria

en el Distrito Federal. De esa forma el certificado tendrá mayor

validez y le facilitará continuar con los estudios superiores.

Quedé perplejo, mientras papá Ruán escuchaba atento.

–De modo que vamos a aprovechar ahora que usted

regrese para que se vayan juntos.

Todo fue tan inesperado que me llenó de frustración y

tristeza. Intenté protestar.

–Pero yo me siento muy a gusto en la escuela, y además...

–Entiéndelo Javier –interrumpió Sergio– mi papá se ha

sacrificado mucho sacándonos de Nahuatzen para superarnos,

no lo desilusiones tú ahora.

Miré a papá Ruán con sentimiento de culpa. Don Prisciliano,

hombre tradicional y respetuoso intervino:

–Hijito, escucha la opinión de tu hermano mayor, que

evidentemente solo desea tu bienestar. De modo que debes

obedecer y sobre todo agradecerle las atenciones que ha

tenido contigo.

Una multitud de preguntas se ahogaron en mi garganta.

Sentía muchísimo dolor abandonar Ciudad Delicias, a mi único

amigo y compañero David, pero sobre todas las cosas ya no

volvería a ver a la profesora Martina Ochoa.

Al día siguiente, mi hermano me acompañó a la escuela

para despedirme y agradecer a la maestra todo su apoyo. De

camino nos detuvimos en el mercado Juárez, compró una

manzana roja, escogió la más grande y bella aclarando:

–Es para la señorita profesora, tú se la entregarás.

128


Me invadió una infinita pena, y no había forma de evitarlo.

Se acerca el momento del adiós; entonces conocí lo difícil

que resulta despedirse de un ser amado que ha dado tanto por

el único placer de hacerlo.

Cuando estuve frente a la maestra no sabía por dónde

empezar, sentía una opresión en la garganta. La miré dilatadamente,

como para memorizar bien su rostro pleno de nobleza,

le entregué la manzana y solamente susurré:

–¡Gracias!, ¡muchas gracias señorita profesora!

Y no pudiendo reprimir un impulso le tomé una mano y

la besé. Ella posó su mirada en la manzana y amorosa externo:

–Ruán, michoacano, le ruego a dios que jamás pierdas

este corazón de niño.

Intentó sonreír, pero sus labios, como si estuvieran congelados,

no se movieron; sus pequeños ojos se humedecieron

y una lágrima se deslizó por su mejilla. Casi podría jurar que

sentí como la misma me mojó el alma. Se hizo una pausa, un

largo silencio. Mientras tomaba de un mueble la vara de membrillo,

le dijo a mi hermano:

–Señor Ruán, le devuelvo su vara. Jamás me atrevería

a usarla contra un niño, son tan frágiles. Es mejor el amor. Mi

hermano avergonzado bajó la cabeza y salimos.

De esa forma concluía una etapa fundamental de mi

niñez. Tiempo después me enteré por los periódicos, que mi

hermano Sergio era propietario de una sofisticada tienda de

auto servicio, la primera en su género en Ciudad Delicias, lo

129


cual significaba todo un acontecimiento. Nadie se explicaba

el cambio radical de su fortuna, era un auténtico misterio,

excepto para mí naturalmente.

El tiempo, bálsamo bendito que todo lo cura, transcurrió.

Y contando afortunadamente con la bendición de dios,

viví en ascenso constante. Tomando en consideración que no

fue nada fácil, ya que obviamente tuve que poner los medios,

a veces hasta “los enteros”. Sin olvidar aquello de “los de adelante

corren mucho...”

Ya convertido en actor de cine, teatro y televisión, disfruté

del éxito, ya que los logros se sucedían uno tras otro.

Por fortuna, lo mismo me ocurría en el amor, pues en mi vida

sentimental, las situaciones de desamor han sido solo momentáneas.

Los dioses continuaban propicios, me encontraba en

América del Sur llevando a cabo una gira teatral. Iba a bordo

de un avión, viajábamos de Perú a la Argentina, alguien comentó

que sobrevolábamos justamente en los Andes, nada

menos que la espina dorsal del continente Americano. Muy

interesado me aproximé a la ventanilla, la atmósfera estaba

muy limpia y pude contemplar un espectáculo totalmente

cautivador, un mosaico maravilloso en toda la gama de azul y

plata, era verdaderamente una ensoñación que contemplaba

como hipnotizado. Me sentía profundamente conmovido y no

entendía el motivo, además claro está, de esa belleza inconmensurable.

¿Por qué me impactaba tanto ese lugar?

130


Y de golpe surge en mi evocación De los Apeninos a los

Andes, aquella tierna historia de un niño italiano, y simultáneamente

aparece también la imagen de la bien amada profesora

Martina Ochoa, que ahora ya inmortalizada navega en mi memoria.

Totalmente eufórico y obedeciendo un impulso llamé a

una sobrecargo, y le pedí una botella de champaña y dos copas.

La azafata me miró desconcertada advirtiendo que yo me

encontraba solo y murmuró.

–¿Desea dos copas señor?

–¡Así es!

Contesté sonriendo y, de esa forma, contemplando el

espectáculo infinito de los Andes –lugar que aprendí a amar a

través de un cuento– serví las copas con la champaña y brindé

por aquella bondadosa profesora, musitando:

–¡Por usted señorita profesora Ochoa! ¡Hállese donde se

halle!

Ambos días, el actual y el del recuerdo, se confunden

entre las burbujas de la champaña. Mientras bebía, intrigado

me cuestionaba:

–¿Qué fin tendría la profesora? Es posible que aún viva...

Saboreando la champaña, seguí mirando las figuras

caprichosas formadas en los Andes. De pronto, el ámbito se

impregnó de un dulce encanto con mezcla de embrujo, y se

presentó la señorita Ochoa, ataviada con elegancia, sonriendo

seductoramente. Dirigiéndose a mí, que la miraba cautivado.

–¿Te sorprende mi presencia michoacano?

131


Gratamente impactado respondí:

–No me sorprende profesora, porque la estaba

esperando.

Y poniéndome en pie besé una de sus manos y la invité a

sentar ofreciéndole la copa servida.

–Ya ve usted que no miento, su copa también la esperaba.

Con genuina coquetería tomó la copa al tiempo que

hablaba:

–Ya veo, eres un ¡gentil hombre! Brindemos por este

bello reencuentro.

Ambos bebimos, su rostro estaba radiante, como encendido,

yo no dejaba de contemplarla embelesado, al tiempo que

manifiesto:

–Profesora, hay una cosa que sí me sorprende y me hace

feliz, y es que su recuerdo haya sobrevivido al tiempo.

–Eso no debe sorprenderte michoacano, ya que existen

sentimientos eternos.

Nuestras miradas se cruzan sonriendo y pregunto

directo.

–Señorita Ochoa, además, siempre me intrigó saber ¿por

qué usted nunca se casó?

Se hizo una pausa, advertí como una llamarada en sus

ojos, que duró lo que un relámpago. Me dirigió una mirada

lánguida y contestó:

–Cada quién tiene su propio paraíso...

–No comprendo maestra.

132


–Quiero decir, que el corazón tiene razones, que la razón

no entiende.

Turbado pregunté:

–¿Y la soledad?, ¿no pesa?

–¡Naturalmente! Pero hábilmente puedes aprender a

engañarla.

–¿Eso es posible? Se dice que la soledad, sobre todo a

determinada edad agobia. ¿Cómo es que usted aprendió a

engañarla?

Me miró maliciosa y explicó con seguridad

–Con un poco de maña, por ejemplo: la engaño leyendo

historias de amor o refiriéndoles a mis alumnos pequeños relatos

amorosos. También debo confesarte michoacano, que mis

discípulos han sido un gran refugio para distraer a la soledad,

la cual, en ocasiones, resulta horriblemente inoportuna.

–Ahora entiendo, por eso nos prodigaba usted tanto

amor señorita Ochoa.

–Y además, espero que no hayas olvidado, que la felicidad

es como un pájaro manso que habita en nuestro corazón.

Y con ensoñación bebió de su copa.

–¡Es usted admirable! Siempre me fascinó la manera en

que utiliza el lenguaje metafórico.

–No tiene mayor mérito, ya que las metáforas son como

arcángeles que vagan por el viento y yo, simplemente las tomo

por las alas.

En su rostro continuaba un resplandor contagioso y

murmuró:

133


–¡Me siento inmensamente feliz! La vida me debía este

momento, ¿has oído hablar de las deudas de amor?

–Desde luego, profesora, y también sé que hay un tiempo

para pagarlas. Si no, prescriben.

Suspiró con resignación.

–Eso ya no me preocupa, el destino reservaba una hermosa

factura mi favor y la estoy cobrando –levantando su

copa– ¡brindemos michoacano querido! Las burbujas de la

champaña me hacen soñar...

–¡Salud señorita Ochoa por una interminable ensoñación!

Y bebimos cumplidamente. Resulta encantador embriagarse

con los recuerdos. Y así, en ese mareo poder creer que

existe una forma deliciosa para engañar a la soledad.

134


El Magisterio, hermosa experiencia



e encontraba en mi estudio trabajando.

M

Eran más de las diez de la noche; suena el

teléfono, y contesto.

–¿Bueno?

–¡Maestro Ruán!

–¿Quién lo busca?

–Soy Luis Pérez, el maestro de la colonia Del Sol.

–Muy sorprendido– ¿Luis Pérez Sánchez?

–Sí, tu compañero. ¿Me recuerdas?

–¡Ya lo creo! ¡Qué gusto escucharte Luis! Cuántos años

sin saber de ti. ¿A qué debo esta agradable sorpresa?

–Pues con la novedad, que la escuela de la colonia Del

Sol cumple 50 años y a las autoridades les gustaría que los

maestros fundadores estemos presentes en un homenaje. Y yo

me ofrecí localizarte, que por cierto me costó mucho trabajo.

–Te lo agradezco enormemente Luis, desde luego que

asistiré encantado. Imagínate ¡medio siglo! ¿Irá la maestra Luz

María? ¿El Checo?

–Nadie me sabe informar de ella. La última vez que la

vi, fue hace más de diez años y estaba enferma. Y al maestro

Sergio Rojas, lo perdí.

–¡Qué pena!, ojalá y los localizáramos, qué mejor ocasión

de reencontrarnos.

–No creo que sea posible, el homenaje es mañana

temprano. Sí fue una suerte que te haya encontrado, ¿recuerdas

cómo llegar?

–No. Seguramente todo habrá cambiado. Hace más de

30 años que estuve ahí.

137


–Cuarenta y dos para ser exactos. Tú dejaste la colonia

Del Sol en 1961 y estamos en el 2003.

–Reflexivo –Tienes razón Luis. ¿Cómo le hago para llegar?

–Lo veo difícil. Aquella colonia Del Sol actualmente es

una parte de Ciudad Netzahualcóyotl –pausa– ya sé, para que

no te pierdas vamos a encontrarnos en la parada del metro

Pantitlán, y yo te llevo.

–De acuerdo, a las ocho paso por ti, tenemos mucho que

platicar, mientras te mando un abrazo.

–Colgué el teléfono y quedé pensativo. Una bandada

de recuerdos me invadió, y en la pantalla panorámica de mis

añoranzas surge mi legendaria imagen de juventud. Me vi una

mañana del mes de enero del año de 1959.

–Vestido formalmente de traje y corbata –uno que había

conseguido en abonos– esperaba en la esquina de anillo de

Circunvalación y la Soledad. El camión de quinta categoría de

los llamados “Chimecos” que me llevaría a la colonia Del Sol

municipio de Chimalhuacán, donde empezaría a trabajar como

profesor rural. Dentro del modesto portafolio de estudiante,

llevaba mi nombramiento oficial expedido por la Secretaría

de Educación del Gobierno de Toluca, y mi cabeza repleta de

grandes ilusiones. Ya imaginaba ver el edificio de la escuela

primaria y a los alumnos uniformados.

–El camión destartalado y lleno de pasajeros empezó a

quedar vacío dando tremendos tumbos, ya que la improvisada

brecha estaba en pésimas condiciones.

138


Era tal el polvo que levantaba, que prácticamente no

se veía nada ni dentro ni fuera del camión. Íbamos entre una

mezcla de tierra y salitre, ya que estas colonias se asentaron

en el vaso de Texcoco. Le pregunté a una señora que estaba

próxima a mí.

–Disculpe, ¿falta mucho para la colonia Del Sol?

–Ya mero llegamos, ¿usted debe ser el nuevo maestro?

–Sí, señora, a sus órdenes.

–Me lo imaginé desde que lo miré tan catrín –afectuosa–.

–Qué bueno que ya lo mandaron, porque los chamacos

andan solos y sueltos. ¡Mire!, ya llegamos –proyectando la

voz– ¡bajan en la escuela!

–Nos apeamos frente a un jacalón de madera grande

cubierto con láminas de cartón, miré mi entorno y escasamente

había una que otra casa de adobe, postes mal hechos que

sostenían cualquier cantidad de cables y alambres que daban

la impresión de caprichosas telas de araña. Desconcertado

pregunté a la mujer que permanecía a mi lado.

–¿dónde está la escuela?

–¡Ésa es! –señalando el jacalón–

Miré perplejo el lugar, la mujer, afectuosa añadió:

–Acabe de llegar maestro, a los niños les va a dar

mucho gusto.

–Sí, señora, gracias.

Me encaminé profundamente desilusionado y temeroso.

Me recibió el maestro Luis Pérez, un joven como de mi

139


edad, informándome que la profesora Luz María –que era la

directora– había ido a Chimalhuacán, pero, que de una vez me

hiciera cargo de mi grupo. Me presentó con los menores eran

niños de 5 a 12 años, vestidos humildemente, en su mayoría

descalzos y notoriamente desnutridos. Todos de primer año.

Me quedé solo con los infantes que nomás se me quedaban

mirando, y yo a ellos. No sabía qué hacer aún bajo el efecto

de la gran desilusión, jamás imaginé tanta marginación. Me

preocupaban los niños en ese espacio sin ventilación y sórdido.

–Sin ninguna experiencia en la docencia, pero con

enorme entusiasmo, los organicé en pequeños grupos por

edades. En total sumaban 190 niños –ni para pasar lista–; me

dolía verlos sentados sobre el suelo de tierra. Con la ayuda

de los padres de familia, que llevaron huacales, tablones,

tabiques, etcétera, improvisamos bancas y mesas; logramos

cierta comodidad. El papá de las niñas Pizaña me llevó una

pequeña mesa diciéndome:

–Era la mesa de mi casa, pero, ahora será su escritorio

profesor.

Me conmovió grandemente. Ha sido de los regalos más

valiosos que he recibido en la vida, y así, pude intentar trabajar

con mis primeros alumnos. Como todavía no existían los libros

de texto gratuito, me valí del método tradicional y eficaz del

maestro Gregorio Torres Quintero, que a base de cantos y

rondas se enseñaba a leer y a escribir.

“A la víbora, víbora de la mar, de la mar,

Por aquí pueden pasar, los de adelante corren mucho,

Y los de atrás se quedarán...”

140


Haciéndoles hincapié en que los de adelante corren

mucho porque son los estudiosos, los que desean competir y

ganar, los de las grandes esperanzas; ya que los flojos serán los

perdedores y atrás se quedarán.

Y ante mi sorpresa, fui obteniendo magníficos resultados,

ya que este método producía en buen estimulo en los

educandos, pero me intrigaba que invariablemente a media

mañana algunos niños se quedaban dormidos, y suponía que

estarían enfermos. Con tristeza y preocupación comprobé que

su problema era que tenían hambre.

Una mañana, la madre de un alumno me llevó una rebanada

de sandía. Mientras los niños trabajaban discretamente

me la comí, como no tenía bote de basura momentáneamente

coloqué la cáscara a un lado de la silla; de pronto sentí que algo

se movía debajo de la mesa, era un ruidito apenas perceptible

como de roedor. Escrupulosamente miré y descubrí a una

niña de las más pequeñas, descalza, devorando la corteza de la

sandía. No quise ni moverme, no quería que la criatura se percatara

que la había visto y se mortificara; minutos después, la

menor regresaba a su lugar limpiándose la boquita, en el piso

no había quedado nada, ni rastro de la cáscara. ¡Cuánta debió

ser su necesidad de alimento ya que esa corteza es muy dura!

Han transcurrido más de 40 años y de mi corazón no he podido

borrar aquella imagen dolorosa de una criatura con hambre.

Me propuse con la autorización de la profesora Luz María,

intentar conseguir los desayunos escolares. Envié solicitudes

141


a diferentes dependencias oficiales y las respuestas fueron

negativas, argumentando que la escuela Ignacio Allende de la

colonia Del Sol dependía del Estado de México, y el gobierno

de Toluca no tenía presupuesto para dichos desayunos. En

mi desesperanza pedí una audiencia con la profesora Eva

Sámano de López Mateos –la primera dama– que atendía en

Palacio Nacional. Y ante mi sorpresa fui recibido por ella, y con

la audacia que brota de la necesidad y la inconciencia de la

juventud le rogué:

–Profesora, no le vengo a pedir para algo superfluo,

se trata de mis alumnos que tienen hambre, ¡son niños con

hambre! Y no pueden estudiar –mostrándole las fotografías–.

La señora Sámano, observó las fotos con interés y reflexiva me

preguntó:

–¿A todos estos niños los atiende usted solo?

–Sí, profesora, son 190 alumnos.

–Mis respetos profesor. Cuente usted con los desayunos.

Enseguida giraré indicaciones.

Y de esa manera llegaron los desayunos escolares a la

escuela Ignacio Allende de la colonia Del Sol.

La maestra Luz María, Luis, y yo formamos un buen

equipo, y compartimos momentos dignos de recuerdo,

por ejemplo, en la época de lluvias se inundaban las zanjas

que estaban a los lados de la brecha por donde iba el

camión, ocasionando muchos problemas. Hasta que un

día se desbarrancó el armatoste y fuimos a dar al lodazal

142


quedando como puercos atorados, ni más ni menos. Con

enorme dificultad logré salir por una ventanilla y literalmente

a jalones, ayudado por Luis, intenté sacar a Luz María, su

vestido se rompió, pero afortunadamente el brassier resistió,

pues jalándola del mismo conseguimos sacarla. Ya libres, nos

reíamos divertidos: “Sí profesora, gracias a su buen brassier,

pudimos salvarle la vida”.

Era un verdadero problema para los alumnos que

terminaban el tercer año, pues tenían que ir a otra colonia

para continuar sus estudios. Luz María pedía otro maestro, y

las autoridades contestaban que no había vacantes. Le sugerí

que yo podría llevar a un maestro de la Escuela Normal, y que

de una manera económica, pagado por los padres de familia y

el Municipio, se resolvería el problema. Estuvieron de acuerdo,

invité a un compañero, Consejo Flores quien aceptó encantado,

pero solamente estuvo una temporada; posteriormente

convencí a Sergio Rojas, el Checo, que se unió al equipo por

un buen tiempo, con quien compartí momentos de gratísima

memoria incluyendo las novias. Mi primera borrachera fue en

su compañía y no precisamente en una cantina.

En ocasiones el camión se tardaba mucho, o no pasaba

y teníamos que regresar caminando. Cuando no llovía las

polvaredas eran espantosas, ya que se mezclaban el salitre

y los moscos, oscureciéndose totalmente. Teníamos que

cubrirnos la cabeza, porque si por desgracia se nos metían

en los ojos, se producía un ardor insoportable. De modo que

143


cayendo y levantando, literalmente, íbamos por el bordo de

Xochiaca cuando a lo lejos escuchamos la voz de un hombre,

era el padre de uno de mis alumnos que tenía un puesto de

refrescos, invitándonos a que nos acercáramos.

–Pásenle profesores, tómense una cervecita en lo que

amaina esta maldita lluvia de moscos.

El Checo y yo aceptamos de buena gana, ya que íbamos

muertos de sed y de cansancio. Dentro del puesto nos sentimos

aliviados, el señor destapó las botellas disculpándose.

–Nomás que me van a perdonar que las cervecitas estén

calientes, pues hoy no pasó el del hielo.

Efectivamente las botellas estaban calientes, pero era

tanta nuestra sed que así las bebimos.

Tiempo real

Recogí al maestro Luis Pérez en la parada del metro Pantitlán.

Nuestro reencuentro resultó lleno de enorme afecto, nos abrazamos

auténticamente emocionados. Ignorando el que evidentemente

ambos hemos cambiado notoriamente subimos a

mi coche y nos dirigimos a la colonia Del Sol.

–No esperes encontrar aquella escuelita –comenta Luis–

me refiero al jacalón.

–¿No?

–¡Claro que no! Todo aquello desapareció. Nada más te

prevengo.

144


Efectivamente a medida que nos adentrábamos en lo

que ahora es Ciudad Netzhualcóyotl, mi confusión aumentaba.

Pasos a desnivel, periféricos, anuncios espectaculares, todo

resulta diferente. Después de mucho rato me dice Luis:

–Ya llegamos –señalándome un edificio– esa es ahora la

escuela Ignacio Allende.

Desconcertado miré mi entorno, no tenía nada que ver

con lo que yo recordaba; de pronto, en mi evocación me vi

aquella mañana de 1959, junto a la mujer que me decía:

–Acabe de llegar maestro, a los niños le va a dar gusto.

La voz de Luis me volvió a la realidad.

–Vamos a pasar maestro, parece que ya empezó la

ceremonia.

Nos recibieron señoritas edecanes, que nos situaron

en lugares de honor junto al presidente municipal de Cuidad

Netzahualcoyotl, Valentín González –hombre relativamente

joven a quién le ofrecí referirle anécdotas relevantes del lugar–

interesado opinó:

–Profesor, usted, por ser de los fundadores, tiene la

autoridad de un cronista.

Sonreí halagado. En ese momento la banda de guerra

entonaba El Himno Nacional. Los niños de la escolta, elegantemente

ataviados, le brindaron los honores a la bandera. Especialmente

conmovido observé la ceremonia y no pude evitar

establecer la diferencia abismal entre esta escuela, y aquella,

mi escuelita del jacalón.

145


Y en mi memoria aparece la imagen durante una ceremonia

escolar en el patio del jacalón. La maestra Luz María,

Luis y yo, damos el visto bueno a los niños de la escolta sencillamente

uniformados de blanco. Luz María advierte que falta

la niña Aidé, que es de mi grupo –comenté–:

–Debe estar terminando de arreglarse, voy por ella.

En el interior del salón descubro por ahí sentada a la

niña Aidé, que es como de diez años, la llamo y no responde.

Intrigado me aproximo a ella que me mira temerosa y al borde

del llanto.

–¿Qué tienes Aidé? Te estamos esperando.

Le ofrezco mi mano, la niña se abraza a sí misma y rompe

a llorar. Ya preocupado me siento junto a ella e insisto.

–Dime, ¿qué te pasa? –me mira temerosa–.

–Aidé, yo soy tu maestro y tu amigo, debes tenerme

confianza, además tus compañeros de la escolta te están

esperando. ¿Vas a decirme qué tienes?

Desviando la mirada dice avergonzada:

–Es que no puedo caminar, mi ropa interior está

manchada de sangre.

Comprendiendo lo que ocurre.

–Bueno Aidé, eso les sucede a todas las niñas, y no es

nada de lo que debas avergonzarte. En seguida viene la maestra

Luz María para que te diga lo que debes hacer y te incorpores a

la escolta.

Aquellas criaturas desafortunadamente no contaban

con la información actual, de “eso” no se hablaba por considerarse

un tabú, o una falta de respeto.

146


La ceremonia presente continúa, se habla de los

cincuenta años de la Escuela Ignacio Allende y a manera de

tributo nos brindan un aplauso a los maestros fundadores,

después se ofrece un almuerzo. Un mesero uniformado nos

invita unas bebidas comentando gentil:

–Con este calor se apetece una bebida fresca profesores.

Extrañamente al recibir el vaso apareció en mi recuerdo

aquel legendario momento paralelo, en que un compadecido

padre de familia nos ofreció al Checo y a mí unas cervezas en

su negocio.

En el interior del humilde puesto de madera, seguimos

el Checo y yo, bebiendo cerveza caliente en compañía del

hombre que se disculpa:

–Me da pena profesores que no tengo nada que

ofrecerles de comer. Por esta condenada lluvia de moscos mi

mujer se ha retrasado con la comida, pero mientras échense

otra cervecita.

El Checo y yo, nos miramos afirmativamente y muy

atarantados.

En el edificio actual de la escuela, yo me sentía fuera de

lugar. Evidentemente no era lo que yo esperaba y una molesta

frustración me invadía. Le pedí a Luis que me llevara al sitio

donde estuvo realmente nuestra escuela. Discretamente y sin

despedirnos abandonamos el lugar.

En una avenida amplia y frente a un edificio donde se

encuentran unas tiendas, Luis me indica que me detenga.

Al tiempo que comenta:

147


–Mira, maestro, aquí fue donde verdaderamente estuvo

aquella escuelita donde yo te recibí.

Auténticamente perplejo revisé mi alrededor y exclamé:

–¿Aquí estaba el jacalón?

–¡Exacto! Y aquí justamente terminaba la colonia Del Sol.

–Murmuré incrédulo– ¡quién nos lo hubiera dicho!

–pausa– Bueno, han pasado más de 40 años.

–Javier, ¿quieres bajar a caminar?

–Sí, pero antes permíteme Luis.

De la parte posterior del asiento, y de una hielera portátil

saqué una botella de champaña y dos copas. Luis comentó

sonriendo:

–¡Qué elegante! No venías preparado.

–Quería que brindáramos, me sentía en deuda contigo Luis.

–¿En deuda? No entiendo.

–Lo acabas de recordar. Tú, maestro Luis, fuiste quien

me dio la bienvenida aquella mañana de enero de 1959.

Luis sonrió aceptando. Puse en su mano la copa servida.

–De modo que, ¡salud maestro! Y gracias por tu amistad

y todo tu apoyo incondicional.

–¡Salud, maestro Javier! –bebimos con enorme placer–.

–¡Ah! Espera, falta lo más importante.

Accioné el toca compactos y escuchamos una grabación

original de 1959.

“...tú como piedra preciosa, como divina joya, valiosa de

verdad...” –Luis grita entusiasmado:–

–Gema con los Dandys, estaban de moda entonces.

148


¡Cuántos recuerdos! También cantaban “Cerca del mar” me vas

a hacer chillar.

–¡Ningún chillar. ¡Salud! –bebimos–. Ahora sí maestro

Luis, vamos a caminar por donde estaba la escuela.

–¿Con todo y copas? –Escandalizado–.

–¡Po’s luego!

–¿No se verá mal, maestro Javier?

–De ninguna manera.

Es más, vamos a llenarlas totalmente.

Frente al edificio, apoyados en mi coche y con la copa en

mano, observábamos el Lugar cabizbajos. De pronto comenta

Luis:

–Oye, maestro, ¿no será que alguno de los dos se irá a

morir pronto?

–¿Porqué piensas eso Luis?

–Porque andamos recogiendo nuestros pasos... bueno,

así dicen –solemne–.

–¡Qué cosas se te ocurren! No pienses en eso. Y ¡salud!

–bebimos–. Tengo una idea Luis, vamos a cuadrarnos aquí,

donde estuvo nuestra escuela.

–Y donde pasamos tantas privaciones –agrega Luis–.

–No todo fue triste Luis, también aprendimos a soñar.

Teníamos todo el derecho. Empezábamos a realizarnos, era el

despegue.

–¡Es verdad! Bueno, ¿qué saludo quieres, el militar o

como si estuviéramos saludando a la bandera?

–Pues, como somos mentores, el saludo a La Bandera.

149


–Espera Javier, ¿con todo y copas?

–Bueno –especulando–, yo considero que eso sí se vería

un poco mal, sobre todo, la historia nos puede juzgar. De modo

que descansemos momentáneamente las copas. A la una, a las

dos, y a las tres.

Con la mano horizontal sobre el pecho hacemos el

saludo, y sonriendo, tomamos nuevamente las copas.

–¡Salud, mi siempre recordado amigo!

Luis me mira conmovido, y se le enturbian los ojos en

lágrimas, resistiendo murmura:

–¡Salud! Mi dilecto amigo Ruán. ¡Y gracias por venir! Qué

bueno que dios nos dio licencia de volvernos a ver. ¡Salud!

Retrospectivamente me veo en compañía del buen Checo

vamos por el desaparecido borde de Xochiaca, caminamos

con enorme cansancio entre la lluvia de salitre y los moscos.

Estamos mareados por el efecto de la cerveza caliente, que fue

como una pedrada en la cabeza, además del hambre y el espantoso

calor. Parecemos fantasmas perdidos en un desierto.

Estoy muy agotado y le pregunto:

–Oye Checo, ¿estará todavía muy lejos por donde pasa el

camión?

–¡Míralo! –exclama Checo–. Allá se ve uno, allá, hasta el

final. Ya falta poco, ¡no te me frunzas maestro!

Y seguimos caminando, y como en la pantalla cinematográfica

se congela la imagen.

150


Sea esta crónica un homenaje a mis queridísimos compañeros

maestros: Luz María Hernández Medina, Luis Pérez Sánchez,

Consejo Flores Méndez y Sergio Rojas Rodríguez.

151


152


La profesora Luz María Hernández y Ruán con sus alumnos

en la escuela primaria Ignacio Allende, colonia Del Sol, 1959

153



Nahuatzen desde las alturas



Tuve la fortuna de ser invitado por el sacerdote

y geólogo don Francisco Martínez Gracián –hoy

Doctor Honoris Causa por la UIIM– a llevar a cabo

un vuelo en avioneta en plan de investigación

en la meseta p’urhépecha.

Al contemplar el esplendor de esa región michoacana,

sobrevolando en la avioneta que piloteaba el sacerdote a considerables

kilómetros de altura, experimenté una sensación

jamás imaginada. Puedo asegurar que fue algo inconmensurable,

ya que mis experiencias aéreas nacionales e internacionales

habían sido en jets que vuelan a otras velocidades y a

otras alturas.

Volar en avioneta resultó maravilloso, tenía la impresión

de casi poder tocar las cosas. Como el sacerdote y piloto iba

simultáneamente tomando fotografías, dimos varias vueltas

sobre el cráter del Paricutín. ¡Qué belleza magnífica!

El padre generosamente me iba nombrando los lugares

por donde pasábamos, y los sitios donde, después de mucho

trabajo, logró obtener el agua. Ese líquido vital.

De pronto, señalando dice con entusiasmo:

–Mira Ruán, ¡ahí está tu tierra, Nahuatzen!

Escoltado por sus cerros: el Capén, el Juanillo, el Guashán,

estrenando miradores espectaculares y, por supuesto, el Pilón.

En el centro, siempre esperándonos, el templo de San Luis Rey

con su torre de cantera que sorpresivamente brillaba como un

diamante, saludándonos.

157


Profundamente conmovido musité:

–¡Nahuatzen! Mi tierra y la de mi gente.

Con sus historias fascinantes de amor y pasión, y cualquier

cantidad de leyendas rurales, imaginé los talleres rumorosos

impregnados de canciones y corridos, donde manos de

hombres y mujeres convierten la madera en arte.

¡Qué dicha poder contemplar mi pueblo desde esta

altura! Seguramente así debe mirarlo dios. Bordado en verde y

barro. ¡Verdaderamente una joya montada en nuestro orgullo!

Agosto de 2008.

158


Documento oficial que avala al maestro Javier Ruán como

Hijo Predilecto de Nahuatzen, primera distinción que se otorga

a un nahuatzense.

159



La entrevista con Elena Garro



Después de la función en la sala Villaurrútia

de la obra Moctezuma II del maestro Sergio

Magaña, que yo protagonizaba –junio de

1963– me saluda Sergio Vejar, el joven y

talentoso director de cine, que justamente acababa de terminar

su multipremiada película Volantín. Luego de felicitarme por

mi trabajo me comenta que estaba preparando un nuevo

proyecto cinematográfico sobre un cuento de la escritora Elena

Garro. Y que al ver mi actuación de esa noche, consideraba que

yo reunía las características del protagonista de La culpa fue

de los tlaxcaltecas, preguntándome a la vez si me interesaría

participar en dicho proyecto.

–¡Encantado Checo! Hacer cine es una de mis mayores

ilusiones, dime ¿qué tengo que hacer?

–Bueno, déjame hablar con Elena. Precisamente estamos

trabajando en el guión para la película; ya que en el

cuento, el personaje solamente está sugerido. Afortunadamente

estamos en muy buen tiempo; claro que se han mencionado

nombres para el tlaxcalteca, pero aún no hemos

decidido nada. Por eso quiero que Elena te conozca.

–¡Gracias! Checo. Ojalá y la señora me apruebe. ¡Imagínate!

¡Mi Primer película! Serías mi padrino cinematográfico.

–Por mí, encantado, Ruán. Te informo por teléfono;

mientras cruza los dedos.

–Voy a tener cruzados hasta los ojos –le dije– y con gran

ilusión me santigüé.

La entrevista se dio una tarde en la casa de Elena Garro

en Virreyes. Para mí todo un acontecimiento. Sergio Vejar y yo

163


esperamos en un pequeño salón elegantemente decorado. Yo

estaba particularmente emocionado y nervioso, imaginando

que de esa entrevista dependería mi oportunidad para hacer

cine. Vejar lo advirtió y afectuoso musitó:

–Calma Ruán. Sé de antemano que le causarás buena

impresión a Elena.

Sonreí tranquilo. La señora Elena Garro hizo su aparición

elegantemente ataviada, en una especie de caftán color marfil;

era una gran presencia, mujer bella en su primera madurez. Se

aproximó a Vejar, a quien besó cariñosa al tiempo que le decía:

–¡Qué gusto verte! Mi querido Sérguey.

Vejar nos presentó.

–La señora Elena Garro, él es Javier Ruán, nuestro posible

tlaxcalteca.

Me ofreció su mano gentil, observándome y comentando

afectuosa:

–Oye Sérguey, ¿los tlaxcaltecas eran guapos?

Divertido opinó:

–Seguramente.

Los tres sonreímos y nos invitó a sentar. Ella se recostó

sobre un elegante diván. Afectuosa y directa me preguntó:

–¿De dónde es usted Javier?

–Del estado de Michoacán señora.

–¿De qué parte del estado?

–de la meseta P’urhepecha, de un pueblo que se llama

Nahuatzen.

–Nahuatzen… ¡Qué bonito nombre! ¿Qué significa?

164


–Lugar donde hiela, lugar donde hace frío; pero uno de

los encantos de Nahuatzen es que se localiza en plena sierra

bordeado de pinabetes…

–¿Qué son pinabetes?

–Pinos muy altos, parecidos a los de Navidad; y en la

temporada de invierno se cubren de aguanieve. La gente que

ha viajado asegura que parece un lugar de los pirineos.

Elena mira significativamente a Vejar.

–Te fijas Sérguey, este joven p’urhépecha además de

guapo es todo un filósofo.

–Ya me doy cuenta… –sonriendo–. Elena con verdadero

entusiasmo agrega:

–Javier, me interesa escucharlo más. Cuénteme algo, lo

que sea.

Su actitud me inspiró confianza, y lo más tranquilo que

pude le comenté:

–Disfruté muchísimo su libro señora, La semana de

colores.

–¡Gracias! ¿Y cuál de las historias le interesó más?

–Todas. Pero la que me impactó fue la que se llama ¿Qué

hora es?

Interesada sonríe con Vejar y me pregunta:

–¿Por alguna razón en especial?

–Sí, me conmovió enormemente que una hermosa mujer

envuelta en un enigma, fuera capaz de amar tanto a un hombre,

al grado de esperarlo en un hotel de lujo en París, durante

largo tiempo gastando sus ahorros, y posteriormente pagan-

165


do con sus alhajas el alquiler de la habitación pacientemente

enamorada, con la ilusión de que su amado se reuniría con ella

a determinada hora, solamente preguntando con discreción

de cuando en cuando ¿qué hora es?

Elena y Vejas se miran y éste le pregunta:

–¿Qué te parece nuestro tlaxcalteca?

–Me tiene admirada Sérguey. ¡Insisto! Además de guapo,

habla y lo hace bien.

Una empleada uniformada, llega empujando un carrito

metálico, con servicio de cafetera de plata, tazas de porcelana

y galletas –discreta se retira– la señora Garro, gentil nos invita.

–¿Tomamos café o prefieren una copa? –Vejar jugando–.

–Yo creo que a Ruán le caería bien una copa para el susto.

La dama sonríe y pregunta:

–¿Por qué se asustó Javier?

–Bueno, señora, no era precisamente susto. Estaba

nervioso por la entrevista, ya que tengo mucho interés en

participar en su proyecto.

–Pero, ¿ya no está nervioso? –sonriendo–.

–No, señora, ya no.

Elena mirando a Vejar.

–Qué bueno, porque necesito que se quite la ropa.

Notoriamente desconcertado le pregunto:

–¿Toda?

–Sí, estos hombres, los tlaxcaltecas, andaban semi desnudos.

166


–De acuerdo señora.

Procedí a desvestirme. Elena me observaba con profesionalismo,

intercambiando miradas con Vejar, a la vez que me

indicaba:

–¡Por favor! Camine hasta el ventanal –la obedecí–. Bien,

regrese. ¿Hace usted algún deporte Javier?

–Sí, señora, me estoy iniciando en el karate.

–¡Qué bien!, ¿recuerda la figura del discóbolo?

–Desde luego señora.

–Trate de imitarlo.

Lo hice frente al ventanal.

–¡Perfecto! –Festiva–. ¿Qué edad tiene?

–22 años señora.

–¡Qué joven! –Suspirante–.

–¿No le sirvo para el personaje? –Preocupado–.

–Está en la edad justa. Me refería a que su juventud es...

como le diré... alucinante.

Nos miramos holgadamente, sus ojos tenían un brillo

diferente, más hermoso. Ella rompió la pausa diciendo:

–Mi querido Sérguey, estoy totalmente de acuerdo

contigo. Este muchacho, es nuestro tlaxcalteca.

–¡Enhorabuena Ruán! –dijo Vejar–, eres un suertudo,

debutarás en el cine como protagonista en una historia de

Elena Garro. Esto es lo que se dice entrar por la puerta grande.

Auténticamente conmovido y siguiendo un impulso irrefrenable

besé a la señora Garro en una de sus mejillas diciendo:

–¡Gracias! ¡Muchas gracias señora! Por esta oportunidad.

167


No la defraudaré.

Elena, jugando y con encantadora coquetería pregunta:

Hay algo que me intriga Javier, ¿todos los p’urhépecha

son apuestos?

–Además de inteligentes y… ¡querendones! –malicioso–.

La señora Garro sonrió divertida mirando a Vejar.

Me sentí enormemente satisfecho. Consideraba un logro

auténtico el haber sido aceptado por una escritora de tanto

prestigio, me llenaba de orgullo. Esa entrevista fue una experiencia

muy valiosa en el arranque de mi carrera como actor.

Por razones financieras, la película jamás se hizo. Pero

curiosamente fui llamado por el maestro José Solé para

interpretar al príncipe Xicoténcatl –tlaxcalteca– en la obra

teatral Los Argonautas de Sergio Magaña, en el teatro Jiménez

Rueda, que me sirvió de trampolín para participar estelarmente

en la película Corona de lágrimas de Alejandro Galindo.

168


Legendario esplendor



Televisa San Ángel, día gris de octubre, del año

2000. Monotonía de la lluvia de otoño sobre

las baldosas. Me encamino al foro ocho, ya que

tengo llamado en el programa de Silvia Pinal.

Cuando veo acercarse una figura femenina, pequeñita, que

avanza con dificultad apoyándose en el brazo de un hombre

joven; trato de identificarla sin conseguirlo, es una anciana

delgada, vestida con notoria humildad y lleva en la cabeza

una boina negra de estambre que deja al descubierto ralos

mechones de cabello desteñido. Sonríe al descubrir que la

miro y advierto que no lleva dentadura.

–¿Cómo estás Javier?

Pregunta muy afectuosa, y al percatarse que no la

identifico, aclara:

–Soy Sara Guash.

Brutal confrontación. Se me hace un nudo en la garganta

en Nahuatzen dirían: “se me juntó el cielo con la tierra”, y

sin poder contenerme la abrazo y la beso amorosamente.

Preguntándome cómo era posible que de aquella deslumbrante

belleza sudamericana, que yo recordaba compartiendo en

igualdad de condiciones nada menos que con María Félix en la

película La Escondida, solamente quedaran reconocibles estas

pálidas esmeraldas que son sus ojos, ahora sin brillo, velados

por una como melancolía.

No podíamos dejar de hablar de La Escondida en la que

Sara Guash interpreta a una glamorosa mujer de mundo que

171


se convierte en pigmalión de Gabriela, joven vendedora de

pulque, que interpreta María Félix.

–Ahora vivo en la casa del actor.

Me comenta Sara con una resignada sonrisa y agrega:

–La paso muy bien con mis compañeros jubilados,

recordando casi siempre el pasado esplendor.

Pretendiendo animarla digo:

–Pero debe tener su encanto ese lugar mi querida Sara.

Podrás reflexionar...

Me interrumpe acongojada.

–¡Pero si no hago otra cosa, galán!

Dolido, la miro atentamente, sin apartar los ojos de

sus ojos; alguna vez encantadoramente seductores, ahora

pequeños y cansados. Para halagarla le comento:

–Casi te puedo asegurar que en algún momento María

Félix debió haber temido ser eclipsada por tus radiantes ojos

verdes.

Sara levemente sonríe con lejanísima coquetería y

exclama:

–¡Imagínate! Cuando hicimos la secuencia en el interior

del tren, María me dijo frente a Gavaldón que jamás había

visto unos ojos tan grandes y tan verdes como los míos. ¿Cómo

crees que me sentí al oírla decir eso?, ella que no acostumbraba

echarle piropos a nadie. Eso quiere decir que algo tenían mis

ojos, ¿verdad?

–Todavía lo tienen señora Guash. Donde hubo, hay.

172


Sara vuelve a sonreír, halagada, pero sus ojos se llenan

de una niebla húmeda. Jugando le pregunto:

–Obviamente, mi querida Sara, que tú eres más chica

que María, ¿verdad?

–¡Indudablemente! –respondió y aclaró– aún no cumplo

los 40.

Ambos sonreímos maliciosamente y nos despedimos.

Prometí visitarla en la casa del actor y volví a besarla

cálidamente. Ella me acarició el rostro diciendo:

¡Pero de veras, ve! Vas a encontrarte con compañeros muy

queridos, allá te espero.

La vi alejarse, diminuta, apoyándose en el brazo del joven

empleado de la casa del actor y me quedé un rato meditando

en la dolorosamente efímera y llena de soledad que resulta la

carrera y la vida de algunos actores.

Monotonía de la lluvia en las jardineras y andadores de

Televisa –otrora los estudios cinematográficos San Ángel Inn–

donde casualmente se filmó La Escondida en la que seguirán

brillando indefinidamente los encantadores ojos verdes de

Sara Guash.

173



Mi amigo Evaristo

y su traje de etiqueta



orría el año de 1957 cuando Evaristo y yo

C

terminamos la escuela secundaría en aquel

hermoso edificio neoclásico de la calle de

Regina, por el centro histórico.

Soñábamos con la posibilidad de poder adquirir un

traje de etiqueta para asistir al baile de graduación, debo

aclarar que en aquellas mocedades ya éramos fanáticos

del séptimo arte mexicano e internacional. De ahí nuestro

buen gusto por la ropa, la de vanguardia naturalmente.

Los adolescentes de entonces, inevitablemente estábamos

bajo la influencia de la imagen del recién desaparecido

James Dean, y obviamente que portábamos los blue jeans

acompañados de camiseta blanca y chamarra roja de nylon,

con el cuello necesariamente levantado.

Así las cosas, Evaristo con gran esfuerzo consiguió que

Roberto Villanueva –nuestro compañero sastre– le hiciera

un traje gris oxford que pagaría en abonos y como yo no

tenia crédito tuve que conformarme con el traje negro de mi

hermano Virgilio. Carecíamos de tantas cosas materiales, pero

a cambio poseíamos el embeleso y el esplendor de la primera

juventud y a dios gracias, la cabeza llena de “pájaros”.

El baile resultó inolvidable. En el legendario salón

Sullivan compartimos la mesa con el formal de Luis Cruz, Juan

Pacheco y sus hermanas Gloria y Mariana acompañadas de

sus respectivos novios de entonces, Javier y Pedro Ávalos, los

hermanos Sandoval Yoyita, Juan y Elena –digna de amorosa

177


remembranza– pues bailaba el danzón llena de legítima

sensualidad y como dice un tango “...se formaba rueda pa’

verla bailar”, sin la menor duda, estuve enamorado de ella.

También nos acompañó el buen Concho Miramontes,

que años después nos hiciéramos compadres. Javier Martínez

Rivas que ya trabajaba en Excélsior, y por lo mismo, era el

único que tenía automóvil, mismo que aprovechamos para

arribar elegantes y presuntuosos al salón de baile. Fuimos los

últimos en abandonar el lugar olvidando la frustración de no

haber podido estrenar un traje de etiqueta.

A medida que transcurría el tiempo, yo iba creciendo por

dentro y por fuera, aprendiendo y enamorándome ¡gracias a

dios! Evaristo se convirtió en un exitoso hombre de empresa

y en plena juventud disfrutó de la tranquilidad que brinda el

dinero. Y como dios no desampara a nadie, yo también tuve

suerte dentro del ámbito artístico, en la fascinante carrera de

resistencia que es la actuación y el espectáculo.

Un buen día fui requerido por Evaristo, anunciándome la

boda de su hija mayor. Con naturalidad le pregunté:

–¿Asistirás vestido de etiqueta?

–Qué curioso, fíjate que nunca he comprado un smoking.

Y tú galán, supongo que tendrás varios en tu guarda ropa.

–Así es Evaristo, es una prenda indispensable por mi

actividad y vida social.

–Lo entiendo en tu caso –dijo sonriendo– pero ¿yo para

qué lo quiero?, en mi trabajo no se dan compromisos formales

y no lo usaría nunca.

178


–Te equivocas señor Reyna. No lo usas porque no lo

tienes, y considero que ésta es la ocasión para que te hagas

de uno. Supongo que a tu hija le agradará que la entregues

vestido con toda la formalidad en la iglesia.

Me miró caviloso y murmuró:

–Tienes razón, además la vida me lo debe. ¿Recuerdas

que desde adolescentes quisimos tener uno?

–¡Cómo borrarlo de la memoria! Y lo más importante no

ha sido gratuito, nos lo hemos ganado y con auténtico derecho.

Tiempo después me comentó que en breve contraería

matrimonio otra de sus hijas.

–¡Enhorabuena!

Y dada la confianza que existía entre nosotros, le

cuestioné:

–¿Puedo saber cómo será el smoking que usarás esta vez?

Apenado se justificó.

–Sabes galán, ya fui a una de las mejores tiendas de ropa

y me probé varios y la mera verdad no me gusté.

–¿Qué debo entender con eso de “no me gusté”?

Respondió molesto:

–Te juro que me sentí ridículo vestido como capitán de

meseros.

–No es posible que hables de esa manera, después de

que hemos discutido tanto de obras de arte y literatura.

Permaneció ensimismado por un rato y agregó:

–Me expliqué mal, la verdadera razón es que descubrí

que ya se me hizo el cuello muy corto, y no me agradó cómo

me veía con esa ropa.

179


–¡Ah, que mi amigo Evaristo! Mira, por lo general la ropa

confeccionada en serie no a todos nos queda bien, pero te

sugiero que vayas con un buen sastre para que te haga uno

a tu medida. Él te podrá indicar si te favorece más un modelo

recto o uno cruzado.

Me miró indeciso y casi obligado declaró:

–Voy a seguir tu consejo.

Más adelante y con gran ilusión me compartió que

Elena, su esposa y él, cumplirían sus bodas “de plata”, y que le

agradaría estrenar un bonito traje.

–¿Cómo que un bonito traje? ¡Mínimo un frac! El

aniversario lo exige.

Quedó rumiando y externo:

–Te agradezco tu insistencia galán y me obligas a decirte

la verdad, he subido mucho de peso, y vestido como tú me

sugieres me vería mucho más gordo.

–No necesariamente, la ropa de etiqueta favorece a

cualquiera y más si es negra. ¿Por qué no lo intentas muchacho?

Notoriamente inseguro profirió:

–Lo voy a consultar con Elena.

Un año después, consternado, me informó telefónicamente

que su esposa acababa de fallecer. En seguida de ofrecerle

mis condolencias, comenté, que en estas circunstancias es

costumbre vestir con formalidad.

–Seré curioso mi buen Evaristo ¿cómo te presentarás a

los funerales de Elena? Recuerda que tú eres el viudo.

180


Respondió triste:

–De luto naturalmente.

Conociéndolo y con todas sus reservas agregué.

–En homenaje a tu mujer, deberías vestirte de etiqueta.

–¡Pero cómo me juzgas! –exclamó escandalizado– no

se trata de una fiesta. Y para tu información, en Milpa Alta la

gente es muy conservadora y lo tomarían a mal.

–Discúlpame. No comparto tú opinión, además considero

que no es el momento para discutir.

Se hizo una pausa prolongada.

–Solamente te digo que una forma de demostrar el amor

y el respeto a un ser querido que ha muerto es acompañándolo

en su último adiós vestido formalmente, mínimo de traje

y corbata. Yo he tenido que vestirme de etiqueta cuando

se ha tratado de alguien relevante en mi vida y de toda mi

consideración.

Otra pausa.

–Dime Ruán, ¿tú te vestirías de etiqueta si yo me muriera?

–¡No te quepa la menor duda! Eso ni lo preguntes.

Y espero que tú hicieras lo mismo llegado el caso, pero no

debemos preocuparnos Evaristo, supongo que para eso ¡nos

falta mucho!

Evaristo tuvo muchos hijos, uno tras de otro, y de la

misma manera se fueron casando. Solamente faltaba Verónica,

la menor. Conmovido me anunció que debía entregar en

matrimonio a su última hija soltera, lamentando la ausencia de

181


Elena, su esposa. Para aligerar su estado de ánimo y jugando

con la consabida respuesta comenté:

–Don Evaristo, cuando éramos niños invariablemente

nos preguntaban: ¿qué nos gustaría ser cuando fuéramos

grandes, recuerdas cuál era tu respuesta?

Sus ojos miraban lejos, muy lejos, añorando.

–¡Claro que lo recuerdo!, desde niño quise ser un

destacado comerciante.

–Y ya ves, rebasaste tus propias expectativas. Debes

sentirte orgulloso.

Su mirada estaba llena de satisfacción al tiempo que

reconocía.

–Sí, verdad. ¿Y tú galán, qué contestabas?

Muy serio respondí:

–Me creerías si te digo que aún lo sigo pensando, déjame

llegar a grande.

Y reímos de buena gana.

–Bien, don Evaristo, se trata de la boda de tu última

hija soltera. Dime, finalmente ¿te pondrás un smoking?, ya

no tendrás otra oportunidad, a menos que decidas volver a

casarte.

Sonrió maliciosamente a la vez que exclamaba:

¡Ya ni la chingas galán! Mira, cuando fui joven no me

compré uno porque no tenía dinero, y ya después que tuve,

no me gustó como se me veían, y ahora menos que la maldita

diabetes me tiene tan flaco.

Me preocupó su comentario, y más porque la verdad era

evidente. Traté de entusiasmarlo.

182


–Piénsalo, todavía es tiempo. Te debes ese gusto y lo

mereces.

Su mirada era ya triste y resignado asintió.

Unos cuantos meses después de la boda, fui a visitarlo al

hospital de cardiología. Hugo, su hijo mayor, me esperaba para

comunicarme la fatal noticia. Verdaderamente consternado

musitó:

–¡Se fue mi papá! Se nos fue su amigo señor Ruán.

Golpe duro y certero en lo más profundo del corazón.

Después de llorar por dentro y por fuera, decidí despedirlo

con dignidad, y así, con enorme dolor, me vestí de etiqueta en

tributo a mi amigo.

Me encaminé a Milpa Alta. Y como se lo había ofrecido

alguna vez, me presenté llevando un atadito de rajas de

canela y unas ramitas de menta fresca. Para colocarlas entre

sus manos. Como lo indica Nikos Kazantzakis en su “Carta al

Greco” y que tantas veces comentamos. Le pedí a una de sus

hijas me permitiera cumplir con la voluntad de su señor padre.

Verlo sin vida dentro del ataúd me impactó terriblemente,

pero fue mayor la tristeza al constatar que no lo hubieran

vestido formalmente. Desconcertado pregunté la razón por la

cual no estaba vestido de etiqueta, turbada respondió su hija:

–Mi papá nunca tuvo un smoking.

Miré escrupulosamente el rostro sin vida de mi amigo, y

al depositar entre sus manos la canela y la menta, murmuré:

–Jamás lo entenderé Evaristo. Dios nuestro señor no te

dio licencia de adquirir un traje de gala.

183


De pronto, mis recuerdos se balancearon como en un

sueño, y surgió la imagen jovial de Evaristo especificando:

–¿Para qué lo quiero? ¡No lo usaría nunca!

Yo refunfuñé:

–Éste era el momento Evaristo. La ropa formal se hizo

para estas ocasiones. ¡Sea por dios!, perdiste la última oportunidad

para vestirte de etiqueta.

184


El día que un reportero gráfico mexicano

tomó la fotografía más codiciada

de Marilyn Monroe



Era el año de 1962, yo trabajaba como profesor de

primaria en una escuela que se encontraba atrás

de la antigua cárcel de mujeres en San Sebastián

Tomatlán. Serían como las siete de la mañana,

iba abordo de un camión de tercera clase que reventaba de

pasajeros, de pronto, escuché en el radio del camión que la

estrella de cine Marilyn Monroe, que se hallaba en México,

ofrecería una rueda de prensa en el lobby del Hotel Hilton a

las trece horas. Entusiasmado pensé: es mi oportunidad de

ver a la güera personalmente –aunque sea por un agujerito–

con eso me conformo, ya que la admiraba enormemente.

Bueno, ¿y quién no? El problema sería ¿cómo escaparme de la

escuela?, pues mis clases terminaban justamente a la una, y la

distancia entre mi trabajo y el Hotel Hilton que se encontraba

en la avenida de los Insurgentes y el paseo de la Reforma era

enorme. Si tenía suerte y no había mucho tráfico quizá llegaría

en una hora –quedé meditando–. ¿Y si no me presentaba a la

escuela...? No, ¡imposible!, estábamos en periodo de exámenes

y ese día era precisamente el último. Me encontraba en un

dilema y no sabía qué decidir, ya que verdaderamente me hacía

una enorme ilusión la posibilidad de constatar personalmente

la belleza de la flamante mujer, además, quién me aseguraba

que esa ocasión se presentara nuevamente. Y de esa manera

absorto llegué a mi trabajo.

Transcurrió parte de la mañana, trabajé con mis alumnos

agilizando los exámenes con el propósito de escaparme.

187


Discretamente lo comenté con Carmen, una joven profesora

con la que llevaba una relación sentimental y que fungía como

subdirectora. Opinó preocupada:

–Yo considero que no debes ausentarte maestro,

casualmente me enteré que hoy tenemos visita del inspector

de la zona escolar.

La miré con enorme frustración y exclamé furioso:

–¡Pues me vale! Total, ya apliqué mis exámenes, que era

lo más importante.

Amorosa agregó:

–Yo que tú lo pensaba mejor, recuerda que el inspector

Cuaxospa es muy especial y te vaya a reportar.

–¿Qué tendrá de especial ese tal Cuaxospa? Lo que pasa

es que es un mamón, y total, que haga lo que se le dé la gana.

Y si quiere, también que me levante acta de abandono de

empleo, pero este que está aquí, se va a ver a la Monroe.

Carmen me miró intrigada y preguntó:

–¿Tanto te importa ver a esa artista, que expones tu

trabajo?

–Directo– Sí, más de lo que te puedas imaginar.

–Pero seguramente se necesitará una invitación, no te

van a dejar entrar así nomás.

–Yo sabré “colarme” no te preocupes.

Carmen sonrió resignadamente, y en complicidad

agregó:

–Está bien, muchacho consentido ¡vete! Algo se me

ocurrirá para justificar tu ausencia, pero estás como loco.

188


–No mi querida Carmen –besándola– lo que sucede

es que cada quien tenemos nuestras pequeñas o grandes

ilusiones reconfortantes.

–¿Me puedo considerar entre tus ilusiones reconfortantes?

–Ya casi –besándola– pero sigue haciendo méritos.

El ingreso al Hotel Hilton era imposible, había cualquier

cantidad de curiosos obstruyendo la entrada. La rueda de

prensa estaba en pleno apogeo, y un dispositivo de seguridad

hacía muy difícil que alguien ajeno se “colara”, recordemos que

la entrada de ese hotel tenía enormes ventanales con jardineras

en diferentes niveles. Entre codazos y empujones me fui

aproximando, se me complicaba porque llevaba mi portafolio

que me estorbaba, pero finalmente logré encaramarme en

una jardinera, desde donde podía ver perfectamente a la diosa

Monroe. Quedé boquiabierto, no daba crédito. La güera era

más hermosa y encantadora que a través de las pantallas.

Iba enfundada en un vestido de una sola pieza color

durazno, de un material como jersey de seda que se le untaba

al cuerpo dibujándolo en su totalidad. Además, era un secreto

a voces, ya que ella al hacer un comercial de un perfume

francés, aseguraba que jamás usaba ropa íntima “solamente

dos gotas de Chanel”. Con tal antecedente, los reporteros

gráficos que ahí se encontraban, se tiraron literalmente al piso

para recrearse ampliamente a través del lente de sus cámaras,

y alguno que fue favorecido por los dioses, cazó el instante

189


preciso en que la estrella cruzó las piernas, al momento de

cerrar el obturador de su cámara, capturó para siempre la

fotografía más codiciada del coleccionista más exigente de

la señorita Marilyn Monroe. De entre los fans que estábamos

afuera, a alguien se lo ocurrió empezar a gritar pidiendo la

presencia de La Rubia de Oro y todos le hicimos coro. Fue tal

el alboroto que momentos después apareció por una terraza

próxima donde yo me había encaramado. Recibida por cálida

ovación y aplausos, la reina sonreía y enviaba besos con ambas

manos; yo, sin pensarlo y exponiéndome a caer de la jardinera,

me acerque lo más que pude a ella gritándole fascinado:

–¡I love you Marilyn!

La güera entornando los ojos y con su singular sensualidad

y coquetería respondió:

–Me too.

Fue tal la emoción que estuve a punto de resbalar,

soltando inevitablemente mi portafolio que obviamente perdí

en aquel tumulto. Pero nada me importaba después de la

dicha de contemplar tan de cerca a la heroína de Niágara, de

Los caballeros las prefieren rubias, de El príncipe y la corista y

tantas películas más. Cuando me descolgaba de la jardinera, un

hombre exclamó:

–¡Oye cuate!, ¡qué suerte tienes! Después de lo que te

dijo Marilyn ¡ya te puedes morir!

Contesté enormemente halagado:

–Pues sí, ¿verdad? Bueno, es que hoy sí me persigné.

190




En la muerte de Chela Nájera



hela Nájera ya no interpretará más Préndeme

C

fuego si quieres que te olvide. El pasado 9 de julio

la visité en el hospital de la Marina, ese mismo

día me enteré que, cuando le dijeron que yo iría

a verla, en su habitual coquetería, pidió a su enfermera y a su

asistente que la arreglarán para recibirme. Al verme, sonrió y

tomando mi mano se aferró a ella; para no tocar la cánula del

oxígeno que tenía en la nariz, la besé en la frente.

Me conmovió profundamente su aspecto, ya no había

el glamour característico en ella. Su rostro, muy pálido, estaba

ligeramente polveado; también extrañé el rojo de sus labios.

Conmovido, acaricié tiernamente la mano que me sujetaba

y le comenté que siempre me había gustado lo fino y delicado

de estas. Ella sonrió débilmente y entornó los ojos con

un dejo de vanidad. Yo disimulé lo mejor que pude mi dolor y,

como lo hice muchas veces, le canté:

–¿...es que quieren volver tus amores de ayer a inquietarme?...

En su rostro se dibujó una suave sonrisa cómplice y su

mano oprimió delicadamente la mía, me invadió una gran

emoción y en mi recuerdo apareció fugazmente la inolvidable

imagen de aquella hermosa y sonriente mujer que tan

singularmente cantaba:

–...pégame tres balazos en la frente, haz con mi corazón

lo que tú quieras y después por amor, declárate inocente...

Deseaba animarla, pero no sabía cómo. Busqué desesperadamente

palabras que, de pronto, perdieron su significa-

195


do. Le dije, por, fin, que todos la queríamos y que estábamos

rogando a dios por su pronta recuperación, asegurándole que,

en breve, volveríamos a reunirnos para hablar de la vida y sus

encantos. Nuevamente entornó los ojos y sonrió con agradecimiento,

pero no me creyó, no pronunció una palabra, pero no

fue necesario, la expresión de su rostro fue elocuente. Recordé

que ella acostumbraba decirme:

–Mi bello y querido Ruán: ya estoy cansada, ya no

tengo el embeleso de antes, ya no soy aquella mozuela que tú

conociste, la guapeza la dejé por la vida.

Recordé cuánto nos divertíamos parafraseando letras

de canciones y le dije:

–Haz a un lado tu orgullo y tus encantos, yo te voy a

querer de todos modos.

Chela afirmó con la cabeza sin dejar de mirarme. Sentí

que teníamos aún mucho que decirnos, pero ella, cuidando

las formas, fue hasta el final una señora y no abrió la boca.

Consideré que debía dejarla descansar, y amorosamente besé

la mano que no había dejado de sujetarme, prometiéndole que

volvería más tarde.

Cerró los ojos momentáneamente y cuando los volvió a

abrir, advertí en su rostro un enorme cansancio y una profunda

tristeza. ¿Era el adiós? ¿Supo en ese momento que no nos volveríamos

a ver más? Probablemente sí. Siguiendo un impulso

irreprimible la santigüé. Interiormente la encomendé a la virgen

del Carmen. Me miró interrogante, le sonreí animándola.

Nos miramos largamente, sin pausa y sin tiempo.

196


–Luego regreso, no nos despedimos ¿eh?

Me encaminé a la puerta. Sentí su mirada, pero no me

volví para que no me viera con los ojos llenos de lágrimas, me

alejé despacio sintiendo un gran peso en el corazón.

Hubiera querido regresar, abrazarla y decirle:

–...si vas atrás del mar, atrás del mar yo voy contigo, si

vas al cielo azul, al cielo azul ahí te sigo...

De pronto me sentí reconfortado porque volví a ver su

rostro radiante y lleno de vida, cantando:

–...haz con mi corazón lo que tú quieras y después por

amor, declárate inocente...

Días después, me llegó la dolorosa noticia. Me encontraba

en Guanajuato; fue como una pedrada en el corazón. Voy a

lamentar siempre no haber estado en México para acompañar

a mi queridísima Chela en su última presentación, la más difícil

y solemne. Me hubiera gustado cantarle:

–Y hasta cuando en la tierra otra tierra te tape. Ahí

estarán mis besos ligados siempre a ti...

¡Adiós, señora Chela Nájera, dama de la escena, entrañable

e inolvidable amiga, hasta siempre, desde lo alto de mi luto!

Esta crónica se publicó en la sección cultural “El Búho” bajo la

dirección del señor René Avilés Fabíla, del periódico Excélsior el

domingo 2 de agosto de 1998.

197


198

Ruán y Chela Nájera durante la grabación de

“La vida prestada de la rosa”, 1964


¡Hey familia!

Danzón dedicado...



Nos encontrábamos en la época decembrina

en plenas posadas, por las noches cantaba

en la famosa pulquería alternando con Mariana

de la Cruz, exitosa cantante folclórica.

Al conversar con ella, accidentalmente me entero que estaba

casada con el dueño del California Dancyng Club, lugar que

yo frecuentaba siendo un adolescente, justamente en temporadas

de posadas, y me hacía una verdadera ilusión volver

a ese salón de baile después de tanto tiempo. Se lo comento

a Mariana, quien gentilmente responde:

–¿Y qué esperamos? Serás nuestro invitado de honor la

noche que gustes –recordando–. ¡Oye! casualmente mañana

habrá una posada especial para un grupo de extranjeros. Qué

mejor ocasión.

–Por mí encantado, pero recuerda que tenemos que

estar aquí antes de las once.

–No hay problema. Nos da perfectamente tiempo para

llegar a la hora de nuestra presentación.

–¡Gracias Mariana!, acepto con muchísimo gusto.

–Voy a dar indicaciones para que pases con tu coche al

estacionamiento privado.

–Ahí estaré ¡gracias!

¡Qué agradable reencuentro! Estar nuevamente en ese

lugar de tanta tradición y totalmente remozado. Ahora es un

enorme salón con varias pistas, adornado con cualquier cantidad

de piñatas multicolores en forma de estrellas; no podría

201


asegurar cuánta gente había, pero sin duda eran miles de

parejas, todos disfrutando de una auténtica noche de posadas

mexicanas. Mariana y Guillermo su marido, me recibieron

afectuosos y desde un lugar privado y equipado ultra mod, me

mostraron todo el salón y sus instalaciones. Mientras escuchábamos

la música cadenciosa de un danzón, pregunté intrigado,

pero casi con la certeza de identificar de quién se trataba.

–Disculpen, ¿qué orquesta está tocando?

–Quién más puede ser –respondió Guillermo– ¡Acerina!

–¡Por supuesto! Casi lo pude apostar, no podía ser otro.

Me encantaría saludarlo, ¿creen que sea posible?

–Ahora mismo te lo presentamos –dijo Mariana– además

tienes que saludar al público. Ya anunciamos que estaría esta

noche con nosotros un galán de las telenovelas, y con toda

intención no dimos tu nombre para hacerla de emoción.

Sonreí divertido, y en la siguiente pausa musical me

presentaron con el público. Tuve mucho éxito, pues justo en

esos días trasmitían por televisión una serie que hice con Olga

Breeskin, Al final del Arco Iris en seguida nos aproximamos a

la orquesta, se encontraba al frente un hombre de aspecto

afro antillano, de edad madura, muy fácil de identificar. Al ser

presentado me saludó con amplia sonrisa; yo, gratamente

impactado, le estreché la mano al tiempo que le expresaba mi

regocijo.

–¡Maestro Acerina! El embajador del auténtico danzón, es

un verdadero honor conocerlo personalmente. Desde siempre

lo admiro muchísimo, ya que mi papá tenía todos sus discos, y

202


escuchándolos aprendí a bailar ese cadencioso ritmo que es el

danzón.

Él comentó halagado:

–Me agrada saberlo. Y a propósito galán, ¿cuál es el

danzón que más le gusta?

Sin pensarlo respondí.

–Juárez en su creación ¡naturalmente!

Y sin decir más, tomó el micrófono y con una entonación

por demás genuina exclamó:

–¡Hey familia...! danzón dedicado al galán de las telenovelas

Javier Ruán y amigos que lo acompañan...

Se escuchan los acordes de ese danzón inconfundible

lleno de cadencia y sensualidad, que ejecuta la orquesta del

maestro Acerina bajo su dirección, y que miles de parejas siguen.

Profundamente complacido contemplo mi entorno, saboreando

el resultado de mi esfuerzo, considerándolo como

un premio ansiosamente esperado. Absorto trataba de establecer

las distancias legendarias, y envuelto en la maravillosa

magia que produce el recuerdo, me veía en ese mismo lugar,

con mis compañeros de la secundaria, escuchando coincidentemente

el mismo danzón, y naturalmente con la misma orquesta,

conducida por el gran Acerina.

Observo a una muchacha rubia, esencialmente bonita.

Ella se percata y me sonríe con placentera coquetería; su rostro

me recuerda a una joven bien amada. Me lleno de confusión,

quiero evitarla, sin embargo forzosamente siento una enorme

atracción por ella, pero no me decido a invitarla a bailar, solo la

203


miro embelezado. No pudiendo resistir el deseo me encamino

hacía ella pero, justo en el momento de ofrecerle mi mano una

voz femenina a mis espaldas me devuelve a la realidad.

–¿Puedo bailar con el galán de las novelas de México?

Me quedo atónito, ya que se trata de la misma joven, podría

jurar que era el mismo rostro, y rubia también, pero vestida

de diferente manera y con acento extranjero. Desconcertado

pero feliz, contesto al tiempo que la tomo por el talle:

–¡Encantado!

Bailamos al ritmo del danzón. Se dejaba conducir

con familiar actitud, tenía la sensación de haber bailado

anteriormente con ella. La contemplaba directamente a los

ojos extasiado, pero lleno de enigmas. Con fascinante sonrisa

me preguntó directa:

–¿Ya nos conocíamos?

–Temeroso– Creo que sí...

–¿De dónde?

–En este mismo lugar, hace... –calculando– hace más o

menos 25 años.

–Eso es imposible –sonriendo– yo entonces no había

nacido.

Con mayor desconcierto la observé y era verdad, escasamente

tendría 19 años. Entonces, ¿quién era esa misteriosa

joven? Ansioso le pregunté:

–¿Puedo saber tu nombre?

–María Guadalupe Romo.

La miré sin aliento.

–¡No es verdad! ¡Estás mintiendo!

204


–No tengo por qué mentir. Soy de Los Romo del barrio

de La Candelaria, en Bogotá Colombia, y vengo con el grupo de

suramericanos.

Del asombro pasé a la risa sin poder remediarlo.

–¿Qué te pasa muchacho, por qué tanta risa? –Desconcertada–.

–Nada, que de pronto me sentí padre de una joven

como tú –irónico–.

–¿La quisiste mucho?

–¿A quién?

–A esa chica, a María Guadalupe Romo.

–¡Muchísimo! Imagínate, fue mi primer amor –dolido–.

–Pausa– ella falleció hace algún tiempo, por eso cuando te vi

me impresioné tanto –sin dejar de mirarla– No sé qué pensar.

El parecido es sorprendente. Como dos gotas de agua.

–Sincera– Lo siento. Se dice que somos juguetes del

destino... –pausa– Y si tanto me parezco a ella, piensa que no

ha pasado el tiempo y bailemos.

Amorosa apoyó su mejilla sobre la mía y continuamos

bailando.

¿Una revancha o una esplendidez del destino? Decidí no

cuestionarme más, y seguir dentro de esa enigmática magia,

y de esa forma continuamos bailando al embrujo del danzón

Juárez, que tan generosamente me había dedicado el fabuloso

Acerina en el California Dancing Club de la Ciudad de México.

205



Stella Inda y el rebozo de Soledad

“Si no podemos soñar, ¿para qué vivimos?”

Stella Inda.



Sábado, 21 de octubre de 1995.

C

asualmente

me entero que Stella Inda se encuentra

enferma. Preocupado llamo por teléfono a su casa, su

hermana Milagros, sollozando me confirma la noticia.

Domingo, 22 de octubre.

Me presento en el domicilio de mi querida paisana, con un

ramo de gardenias que sabía que le agradaban. Hacía un par de

años que no la veía, la confrontación fue impactante. Aquella

belleza p’urhépecha se había desvanecido. ¿En dónde se perdió

aquel tan singular encanto de entornar sus almendrados ojos?

La realidad era cruel y dolorosa –pensé– la estrella se apaga.

Ya no me saludó de beso en la boca como acostumbrábamos

hacerlo, solo me miró cumplidamente. Le acerqué a su rostro

las gardenias, y sonrió apenas al identificar el aroma, tratando

de ocultar mi desconsuelo, le comenté:

–Son de Pátzcuaro, de nuestra tierra.

Débilmente musitó:

–¡Gracias!

209


Viernes, 27 de octubre.

La señora Inda ingresa nuevamente al hospital. Duerme, se

advierte que respira con dificultad. Una serie de sofisticados

aparatos la rodean, con un pañuelo le enjugo el sudor de la

frente. Imaginando que pueda escucharme le ruego:

–Stella, ¡tienes que recuperarte!, ¡las cámaras te esperan!,

Quiero decirte que mi novela Pueblo chico, infierno grande

ya está en plena preparación, y te escribimos un personaje especial

que será de gran lucimiento.

Inesperadamente entreabre los ojos, y en su rostro se

dibuja una sonrisa con dejo de ilusión.

Lunes, 30 de octubre.

Entusiasmado comento lo ocurrido con el doctor Felipe Cruz y

le pido su opinión. El destacado cirujano me explica:

–Teniendo en consideración que se trata de una señora con una

sensibilidad tan individual y dedicada al arte de interpretar, la

posibilidad de volver a encontrarse en los escenarios o frente

a las cámaras significa un enorme estímulo y su razón de vivir.

Por lo tanto, no deje de visitarla. Considero que su presencia

le hace bien. Yo a mi vez estaré al pendiente de su evolución.

–¡Gracias doctor! Sería maravilloso que se diera un

milagro, y Stella pudiera participar en mi novela.

210


–Debemos tener fe don Javier, el ser humano es

impredecible.

–Y los actores mucho más doctor, ¡mucho más!

Jueves, 2 de noviembre.

La actriz en terapia intensiva. Debo ponerme una bata y cubre

boca para poder entrar a verla. Doloroso enfrentamiento y

total impotencia ante la realidad que supera la fantasía. Su vida

se extingue.

Sábado, 4 de noviembre.

El reporte del médico: “muy delicada” no me atreví a entrar,

no tuve el valor, me agobiaba su agonía.

Lunes, 6 de noviembre.

Stella se debate entre la vida y la muerte. Ante lo inminente y

aprovechando un momento de aparente calma, le comunico a

Milagros, su hermana, el deseo de la estrella de que, una vez

muerta, deberá ser amortajada con el Rebozo de Soledad, el

que ella usó en su legendaria película. La mujer me mira angustiada

y rompe en llanto.

211


Viernes, 10 de noviembre.

Inesperadamente la señora Inda se recupera, y es trasladada

a otro piso. Agradablemente sorprendido la observo dándole

gracias a dios, ya que reposa en la cama con mejor semblante.

De pronto una duda me asalta, ¿será realmente una mejoría?...

con íntimo temor recuerdo aquello del canto del cisne.

Sábado, 11 de noviembre.

La maestra de la escena tiene momentos de lucidez. Con

entusiasmo le comento:

–La protagonista de la actual novela en la que estoy

trabajando se llama Stella y Soledad la antagónica. Se trata

de un juego caprichoso con tus nombres, obviamente en

homenaje a ti Stella.

Y como en otro tiempo abrió grandemente los ojos y

lentamente los entornó con genuina picardía.

Lunes, 13 de noviembre.

Es sorprendente su mejoría emerge como el ave fénix. Hoy

conversamos largamente, y digo conversamos, porque tengo

la certeza de que me escucha leyendo mis labios, ya que

reacciona con la mirada que es su lenguaje actual. Intento

animarla recordándole que:

212


–Aún tienes mucho por hacer en los escenarios Stella.

Me observa interrogante y con desconfianza, apenas

audible musita:

–¡Mentiroso!

Profundamente conmovido le tomo una mano asegurando:

–¡Es verdad Soledad! Y tú lo sabes. Para una auténtica

actriz como tú, siempre habrá un personaje por interpretar. No

existe la menor duda.

Y en su rostro se dibuja una sonrisa de aceptación.

Miércoles, 29 de noviembre.

Desconcertante la forma en que la estrella de La Noche de los

Mayas se aferra a la vida. Se encuentra sentada en un sillón,

pero continúa conectada a través de cánulas con diferentes

aparatos. No habla, pero el lenguaje de sus ojos es fascinante.

La contemplo queriendo adivinar lo que piensa y le digo:

–Recuerda Stella que tú perteneces a los elegidos.

Reacciona, y de pronto de la miel de sus ojos surge una

nueva luz.

–Sí, Stella, y los elegidos embellecen con la pátina de la

madurez.

Intentó sonreír, pero en sus ojos una película de agua se

lo impidió.

–Te lo ruego Stella, no llores. Y menos por la noche...

213


Me miró cuestionándome.

–Porque si lo haces, no podrás ver a tus compañeras, las

estrellas.

Sonrió con asombro.

Martes, 5 de diciembre.

La enfermera me da una noticia desalentadora.

–Doña Stella ha recaído.

Me aproximo a su cama y amorosamente la beso.

Descubro en su mirada un reproche sutil que me traspasa el

alma. Evadiéndola le comento:

–Soledad, te soñé anoche. Paseábamos por la sierra

p´urhépecha, y te veía caminar feliz entre los mirasoles de

nuestra tierra. En cuanto te recuperes iremos ¡te lo prometo!

Su mirada era ya presagiosa, buscaba la verdad. Sus

ojos se humedecieron y de uno de ellos se desprendió una

lágrima que corrió por su mejilla. Me dolió enormemente. Sobreponiéndome,

murmuré:

–Iremos, ¡te lo juro!

Movió la cabeza negativamente.

–Stella, yo sé que Dios castiga a los que no cumplen sus

juramentos. ¡Nosotros iremos!

Y nos vimos borrosos a través de la bruma de las lágrimas.

214


Jueves, 7 de diciembre, Pachuca, Hidalgo.

Me encuentro en plena locación y montado a caballo,

estamos a punto de grabar una escena muy complicada de

la serie El vuelo del Águila, me comenta el director Gonzalo

Martínez:

–Nos acabamos de enterar que murió Stella Inda. En

estos momentos la están velando.

¡Sea por dios! Una noticia presentida, pero no por eso

menos dolorosa. Fatalmente de lado a lado me dolió el alma. Me

persigné, comprobando una vez más lo caprichoso del destino

que se encarga de meternos la zancadilla en el momento que

más nos duele. Resulta complicado ir a la ciudad de México

a despedir a mi amadísima Stella. Y lo que más lamento, es

no poder cumplir con la promesa que le hiciera ante la Virgen

de la Salud. Quedé ensimismado, y como en un flash back

cinematográfico me vi con Stella Inda. Caminábamos por las

calles de Pátzcuaro, Michoacán.

CORTE A:

Calles céntricas en Pátzcuaro.

Era el año de 1968 justamente durante las olimpiadas de México.

Nos encontrábamos de gira teatral con la obra Moctezuma II

del dramaturgo michoacano Sergio Magaña, que encabezaba

215


Ignacio López Tarso. Debo subrayar que la señora Stella Inda,

entonces se encontraba en el esplendor de su madurez.

Iba tomada de mi brazo y yo la presumía orgulloso.

Lucía un elegante vestido blanco, acompañado con un rebozo

de seda color bugambilia que le caía por los hombros, y su

abundante cabellera negra adornada por gardenias; calzaba

sencillas sandalias, se deslizaba sobre ellas impregnada de

sensualidad. Y en honor a la verdad, era de bonito andar. Nos

detuvimos frente a la basílica y sugirió:

–Vamos a visitar a la Virgen de le Salud.

Se cubrió la cabeza con el rebozo y entramos.

CORTE A:

Interior basílica de la Virgen de la Salud en Pátzcuaro.

Muy respetuosa y de hinojos se santigüó frente a la madonna,

una imagen de gran belleza totalmente española. Imitándola

me hinqué junto a Stella, que rezaba en murmullo después de

unos segundos dice en voz baja:

–Mi amado Javier, quiero pedirte un favor.

La miré intrigado.

–Es posible que yo me vaya antes que tú... De la vida

quiero decir, ¿me entiendes?

Desconcertado, murmuro:

–Naturalmente, pero ¿por qué hablar de eso ahora?

216


Sonrió enigmática.

–Porque nunca se sabe... y deseo hacerte un encargo.

–De acuerdo, tú dirás.

Stella, manteniendo sus ojos fijos en los míos habla

solemne:

–Es mi deseo que al morir me cubran con el rebozo de

Soledad, el que usé en la película. Quiero que sea mi mortaja.

Lo tengo guardado en una cajita de madera de esas laqueadas,

de las que hacen aquí en Pátzcuaro. Está dentro del ropero en

mi recámara.

–Bien Stella, lo haré sí esa es tú voluntad. Pero ¿cómo

sabré que es justamente el que usaste en la película? Creo que

tienes varios.

–Se trata de un rebozo de hilo corriente, y será fácil que

lo identifiques porque está rasgado de una de sus puntas.

Sucedió que durante una de las escenas en la película, en

un momento de violencia mi rebozo se enreda en una de las

espuelas de Pedro Armendáriz y fue inevitable que se rasgara,

y ya comprenderás que para mí adquirió mayor valor la prenda.

–¡Ya lo creo!, además ese incidente quedó plasmado en

la película para siempre –abrazándola– ¡gracias! Stella! Me ha

conmovido tu confianza, pero sobre todo tú delicado encargo.

Nos miramos prolongadamente.

–¿Cuento con tu promesa Javier?

–Dios permita que no llegue ese momento, pero cuenta

con ella, Stella.

Amorosa me besó sobre los labios.

217


Jueves, 7 de diciembre.

Todavía aturdido por la noticia y el recuerdo hablé con Gonzalo

Martínez, le expliqué mi urgencia por ir al Distrito Federal.

–¡Imposible Ruán! Estás en todo el plan de trabajo. Lo

siento de veras.

Ante lo inevitable traté de serenarme. Telefónicamente

hablé con uno de mis hijos, le pedí a Guillermo Antonio que

fuera en mi representación a la funeraria, que consiguiera

gardenias frescas, y las colocara sobre el ataúd de la señora

Inda, y también que hablara con su hermana Milagros, y le

recordara que debía cumplir con la voluntad de Stella, en

relación al rebozo de Soledad que yo le había comentado en

días pasados.

Necesariamente resignado ante tal impotencia murmuré:

–¡Cuánta amargura ocasiona la separación de los seres

de quienes hemos ganado su amor! Stella Inda, la actriz

michoacana ya descansa en paz. Le deseo felices sueños a

la joven promesa de La Mancha de Sangre, a la malinche del

Capitán de Castilla, a la heroína de la Noche de los Mayas, a

la mujer sensual, que mostró parcialmente sus encantos en

Los Olvidados, y ahora ante su personaje final Soledad el que

le asignó el destino. Ya que, como un presagio al bautizarla

en Pátzcuaro, la marcaron Soledad, la de Los Olvidados de

Buñuel.

218


Ruán y Stella Inda en la obra teatral Moctezuma II, 1968

219


Aclaración al calce:

El cuerpo de Stella Inda no fue cubierto con el rebozo de Soledad,

simplemente porque los eternos celos enfermizos de Milagros,

su hermana, no lo permitieron. Pretextó que la prenda se había

extraviado, y no hubo forma de encontrarlo. Eso dijo.

–¡Te lo juro! Amada Stella, eso ya estuvo fuera de mi

control. ¡Dios nos libre de las promesas olvidadas y de los

juramentos incumplidos!

220


El Maestro Ricardo Garibay

y Los Marcados



oy tres de mayo, día de la Santa Cruz,

H

aniversario luctuoso del hidalguense

don Ricardo Garibay. Releo su obra

Mazamitla y, como la primera vez hace

muchos años, me sorprende y me conmueve enormemente su

estilo de contar una historia y de manejar el lenguaje. Quedo

ensimismado, poco a poco van apareciendo imágenes que se

balancean en mi memoria.

Una noche del mes de marzo de 1970 de relevante

recuerdo, me encontraba en un cuarto del motel Del Bosque

en Zacatecas. Estaba dormido y la habitación en penumbras.

Me despertó una voz masculina.

–¿Ruán, estás dormido?

Entreabrí los ojos somnoliento, tratando de identificar al

de la voz.

–Soy Ricardo Garibay, disculpa, ya te desperté. Estaba la

puerta entornada y como necesito hablar contigo...

Me incorporo y enciendo la lámpara que se encuentra

sobre la mesa de noche.

–Por favor, maestro, siéntate –señalándole un sillón–

me quedé dormido y ni siquiera tuve tiempo de quitarme la

ropa.

Ricardo me observa detenidamente, ya que mi aspecto

depresivo es evidente, además tengo los ojos irritados. Discreto

mira el lugar, toma un abrigo que está sobre la cama y comenta

amistoso tratando de animarme:

–¡Qué elegante abrigo! Parece como los que usa

Orson Welles.

223


Me limito a mirarlo, ya que su presencia me intriga.

Descubre que ahí mismo está un libro, lo toma y lee el título:

–La carta al greco ¿sabes que solamente la gente culta

lee a Nikos Kasantzakis?

Sin poder ocultar mi estado de frustración pregunto

irónico:

–Y según esto, ¿yo debo considerarme culto?

¡Indiscutiblemente! Además de buen actor.

Profundamente dolido exclamo:

–¡Ah! Por eso me sacaron de la película –luchando porque

no aparezcan unas lágrimas en mis ojos–.

–¡Un momento! Nadie te sacó de la película. Eso que

quede muy claro. Se trata de un “miscast” al ver los “rushes”

descubrimos que eres demasiado joven para el personaje del

coronel Guajardo, eso es todo.

Totalmente furioso levanto la voz.

–¡Pues son chingaderas! Y perdóname maestro, pero

¡esto no se le hace a un actor responsable! Ya que tanto

el director como el productor me vieron a cara lavada y

estuvieron de acuerdo en que yo era el actor que necesitaban.

Y me pidieron que me dejara crecer el bigote, y también, que

fuera a que me tomaran las medidas para que me hicieran los

uniformes que debía usar en la película.

–Todo eso lo sé muchacho, y desde luego que tú no

tienes la culpa, el error fue de los cretinos que no te hicieron

pruebas ya caracterizado. Y para tu tranquilidad te digo, que

vas a cobrar el contrato como si hubieras hecho la película.

224


–¡Nomás faltaba!, de eso se encarga el delegado de la

ANDA. Pero a mí lo que me importa es ¡participar en la película!

–Entiendo tu malestar, pero ya no es posible; te repito,

tienes la desventaja que fotografías más joven de lo que eres.

–¿Y eso es un defecto?

–En este caso sí, porque el personaje debe ser un hombre

recio y con aspecto de villano, y tú muchacho, salta a la vista

que eres todo lo opuesto.

Desesperadamente agobiado comento:

–Tenía tantas esperanzas en este personaje, no tienes

idea con cuánto cariño lo preparé. Tomé clases de equitación

y por dejarme crecer el bigote perdí una telenovela. De

tiempo completo me dediqué a estudiar, y a memorizar los

parlamentos...

Me invade la emoción y estoy al filo del llanto. Garibay se

percata y afectuoso dice:

–Eso habla de tu profesionalismo y mira, precisamente

estoy aquí por sugerencia del productor. Para compensarte

de esta pérdida, te ofrece en su próxima película un personaje

relevante.

Desconfiado y muy molesto exclamo:

–¡Huyyy! ¡La eterna promesa! Gracias Ricardo por lo que

nunca veré.

Advertí en los ojos del maestro un enorme reproche.

–Debes aprender a creer en la gente; ¡claro! No en

cualquier ¡bellaco!. Y yo no tengo por qué prometer lo que no

voy a cumplir.

225


–Te pido que me disculpes maestro. Estoy atravesando

por un momento difícil y muy desgastante, que hasta me hace

dudar de mi calidad como actor. Y no sé si pueda seguir...

–¡Basta!, ¡eso es indiscutible! Eres como un sol que

apenas empieza a elevarse, y recuerda, Kasantzakis te exige

llegar hasta donde no puedas.

Se hizo una pausa, las palabras de Ricardo me sacudieron

y sentí en el peso de su mirada una gran verdad, tímidamente

le pregunté:

–¿Tú crees en la suerte?

–Bueno, ¡la suerte es un oficio cualquiera! Y ¿qué más?

–Quiero decir, ¿si debe uno confiarse a su suerte?

–En lo que te voy a decir encontrarás la respuesta. Te

escribiré un personaje tan hermoso que te hará trascender en

el cine mexicano. Se llamará El Niño en la película Los Marcados.

De modo que mira al destino de frente y sonríe.

Lo escucho extraordinariamente conmovido, inevitablemente

unas lágrimas bordean en mis ojos y ya no me importa.

–¿Lo que acabas de decir es verdad Ricardo?

Descubrí en los ojos del maestro harta inteligencia y una

especial tolerancia.

–¡Perdóname!, estoy muy desconfiado. Pero no quiero

perder la fe, ¡te lo juro!, ¡no quiero perder la fe!

–¡Basta!, resulta altamente reprochable que un muchacho

como tú, que está leyendo a Kasantzakis se exprese de tal

modo. Lleva a la práctica lo que él dice: “el valor del hombre

reside precisamente en el hecho de buscar, y de ser consciente

226


de lo imposible” y, ¡no seas cretino!, bueno, esto último lo digo

yo. ¡Y no digo más!

–¡Gracias maestro!, quiero que sepas que cuando leí

Beber un Cáliz acababa de perder a mi señor padre. Tenía

20 años y me encontraba devastado; a través de tu obra

comprendí aspectos fundamentales de la relación padre e

hijo que me aclararon muchas cosas, pero sobre todo me

reconfortaron. Y ahora, excepcionalmente lo haces de nuevo

en mi vida profesional. Te aseguro Ricardo, que por el solo

privilegio de hablar personalmente contigo y el ofrecimiento

de tu generoso apoyo, ya no me importa haber perdido la

película Zapata.

–¡Ya!, ahora solo piensa, que participarás estelarmente

en una super producción muy ambiciosa, que hará La Columbia

con Antonio Aguilar. De modo que prepárate porque tendrás

que echar toda la carne al asador.

Atónito miraba a Garibay, no daba crédito a tanta

felicidad.

¡Muchas gracias Ricardo!, ¿me permites que te abrace?

–¡Te lo exijo!

Nos abrazamos fraternalmente. Y en ese abrazo recibí

su amistad cordial que duró por siempre.

–Y a todo esto, obviamente que tú eres capricornio ¿no

es así?

–Sorprendido– Sí maestro, del diez de enero.

–¡No podía ser de otra forma! ¡Jamás me falla mi

intuición!, los capricornio somos ferozmente cabrones, además

de inteligentes, ¡coño!

227


Y antes de tres meses estábamos filmando en los

estudios Churubusco Los Marcados bajo la dirección de Alberto

Mariscal. El libreto fue excelente, escrito y dialogado por

Ricardo Garibay y el maestro Mario Hernández.

Pasado el tiempo, y durante un vuelo en avión a un

festival de cine de los que organizaba Procinemex, coincidí

de compañero de asiento con la destacada periodista Estela

Matute, quien formaba parte de la Academia Mexicana de

Ciencias y Artes Cinematográficas. Me felicitó y notificó que yo

estaba en las ternas para la mejor coactuación por mi trabajo en

la película Los Marcados. La noticia me llenó de enorme alegría,

por el reconocimiento que ello implica, desafortunadamente

ese año se suspendió la premiación, y la posibilidad de obtener

la codiciada estatuilla se esfumó.

Recientemente vi una copia de Los Marcados a la distancia

de treinta y tantos años... considero que la historia es vigente

y estrujante. Inevitablemente me conmovió verme en aquella

juventud, junto a aquellos rostros, algunos tan amados. Y me

dije: “fue la época del esplendor en la hierba y la gloría de las

flores”, no tiene sentido afligirnos. Esas imágenes sobrevivirán

en las filmotecas. Y como reza en el poema. “hallaremos

fuerza para seguir aunque nada pueda devolvernos la gloría

de la juventud”. Y parafraseando al maestro Ricardo Garibay,

¡no digo más!

228


Ricardo Garibay, Chabuca Granda, Ruán, Mario Hernández.

Proyecto de canciones de Chabuca, para espectáculo musical

con Ruán, 1972

229



Tomás Méndez

y el adiós a don Pepe Guízar



que por las noches nomás se le

iba en puro tomar...” y su metáfora

era auténtica. Pues don Tomás disfrutaba

intensamente con el efecto de las “Dicen

burbujas de una bebida.

Lo digo con certeza, ya que tuve el privilegio de compartir

con él un mismo camerino en las Glorías de Baco –la Pulquería–

durante varias temporadas en la década de los 80.

Todas de gratísima memoria. Debo aclarar, que el maestro

Méndez era “duro de pelar”, y con esto quiero decir que se

trataba de un hombre exigente y totalmente perfeccionista.

Y no era para menos, su talento y creatividad no tenían parangón.

Compartir un camerino de trabajo equivale a dividir

la privacía y el espacio con alguien que quizá te molesta, o

ni siquiera existe la menor afinidad, pero con don Tomás,

al mismo tiempo de agradable, resultó de una experiencia

fundamental, ya que era un magnífico conversador y eso

aligeraba la espera entre cada actuación. Y yo que siempre he

sido un admirador de los “grandes” aprovechaba para conocer

entre otras cosas el origen de alguna de sus canciones, sobre

todo las internacionales que han grabado los famosos, y así

me refirió cuando estuvo con Harry Belafonte en el Carnegie

Hall y le cantó y grabó su Curru cucu Paloma.

–Imagínate galán, lo orgulloso que me sentí, jamás

hubiera imaginado que alguien iba a superar la creación de

Lola Beltrán.

233


–¡Un momento! Y discúlpame maestro, no seas malinchista,

pero difícilmente creo que Belafonte –a quién admiro

mucho– haya superado la creación de Lola Beltrán. Pues tu Curru

cucu Paloma es como su bandera con la que se presenta en

México y en el extranjero.

–Tienes razón galán, nomás te estaba calando –sonríe–.

Evidentemente que don Tomás era todo un personaje, y

tenía una innegable habilidad para poner apodos, por ejemplo

al refiriéndose a un compañero cantante comentaba:

–Mira qué tipo tan cachetón y tan mal hecho. Al cantar

parece “angelito trompetero” y así quiere triunfar ¡el pobre!,

y ya viste a la nueva compañerita, tiene las piernas de catre, y

como no se sabe maquillar, queda como burra calera.

Nos divertíamos mucho, y disfrutaba festejándole sus

ocurrencias. No se le escapaba nadie, ni yo naturalmente. A

través del espejo del camerino me observaba mientras me

vestía para salir a actuar, y murmuraba sonriendo:

–Tú equivocaste la carrera galán, debiste haber sido torero.

–¿Por qué? Maestro.

–¿Cómo por qué?, haces todo un ritual para ponerte el

traje de charro, y sales muy arregladito y relamido. Todo muy

derechito como si te hubieras tragado un tenedor.

Desconcentrado pregunté:

–¿Y eso quiere decir que no debo preocuparme por mi

aspecto?

–Cómo te diré... mira muchacho, tú ya eres galán de por

sí, quiero decir que naciste “figura”, y que no necesitas arre-

234


glarte tanto; de todas maneras te vas a ver bien, lo único que

tienes que hacer es sentir las canciones. Cantar con esto –ponía

una mano a la altura del corazón– para que el respetable

¡grite!

Se escuchan toquidos en la puerta y una voz masculina

que prorrumpe:

–¡Javier Ruán! Preparado, ¡tú sigues!

–¡Órale figura, a triunfar! ¡Y quiero escuchar que griten,

todo es cosa de feeling, de “jícamo”! Fíjate, por ejemplo:

Cantando a capela, y a media voz.

–“Dejen que el llanto me bañe el alma, quiero llorar

traigo sentimiento...”

Y un repentino golpe de agua le inunda los ojos. Me

conmueve hondamente. Lo miro beber un trago largo de un

vaso que sostiene entre las manos. Se escucha nuevamente la

voz masculina.

–¿Qué pasa Ruán? ¡Ya te están anunciando!

–¡Ya voy! ¡Carajo!

–¡Córrele figura, que te espera el toro!

Y levantando el sombrero de charro, exclamo sonriendo:

–¡Va por ti, maestro Méndez!

–¡Vale!

Y salgo cantando:

–¡Toro!, ¡toro asesino!, ojalá y te lleve el diablo...

Así las cosas, otra noche, en el mismo escenario de la

Pulquería y durante mi segunda presentación, Tomás Méndez

que se encuentra entre el público, me hace señas que no

235


entiendo. Se aproxima un mesero y me entrega una servilleta

de papel con algo escrito, al terminar la canción leo la nota y

quedo consternado. Busco con la mirada al maestro Méndez,

que con notoria tristeza asiente. Tratando de reponerme me

dirijo al público.

–¡Amigos, ruego su atención por favor! Me acaban de

informar de una triste noticia, el pintor musical de México, don

Pepe Guízar, ha muerto

Murmullos en todo el salón.

–Y en estos momentos lo están velando en Gayosso.

Continúan los murmullos.

–¡En paz descanse el maestro Guízar! Y como el espectáculo

debe seguir, que mejor homenaje a don Pepe, que cantarle

su himno.

Me acerco a Josafat Puentes, el director del mariachi y le

pido el tema. Se pone de acuerdo con sus músicos y se escucha

la festiva melodía y canto:

–Al mariachi de mi tierra, de mi tierra tapatía...

Inesperadamente, la gente se va poniendo de pie al

tiempo que canta:

–Voy a darle mi canción... arrullado con sus sones, se

meció la cuna mía, y se hizo mi alma musical...

Es verdaderamente conmovedor cómo toda la gente

se ha puesto de pie, y cantan con auténtico respeto. Paralelamente,

de mi evocación emerge la imagen del maestro Pepe

Guízar, cuando coincidimos trabajando en Plaza Santa Cecilia,

un par de años atrás. Yo tenía en mi repertorio romántico una

236


de sus canciones Sin ti, que disfrutaba interpretándola. Una

noche después de escucharme me comentó.

–Javier, mi canción Sin ti, la han grabado casi todos los

cantantes, pero me faltaba escucharla en la voz de un actor.

Y le digo satisfecho, esto es lo que yo llamo interpretar, ¡lo

felicito!

–¡Gracias maestro! es usted especialmente magnánimo.

–Y a propósito, yo lo conocía a usted como actor en la

televisión, no sabía que también cantaba.

–Yo tampoco señor.

Y reímos de buena gana.

Los aplausos de la gente de pie me volvieron a la realidad,

se aproximó Tomás Méndez y me abrazó al tiempo que decía:

–Muy bien figura, me gustó tu actitud.

–¿Cómo ves maestro, vamos a la funeraria?

–Por supuesto, pero antes nos echamos unos tragos.

La noticia de Pepe me noqueó –pausa y reflexivo– no te creas

figura, de repente se sienten pasos en la azotea...

–Tú estás entero don Tomás, no te preocupes. ¡Todavía

tienes mucha cuerda!

–¡No, si yo no me quiero morir lagarto! Pero acuérdate:

La Cruz no pesa, lo que cala son los filos...

Siguiendo su metáfora.

–Cariño santo, cariño santo... Bueno maestro, acompáñame

a cambiar al camerino y te invito de una botella de coñac

que me regalaron.

–¡Ya te estabas tardando figura!

237


Ya en el interior del camerino, mientras me cambiaba de

ropa, disfrutábamos de un excelente X.O., el maestro Méndez

comentaba:

–No cabe duda que un buen trago aliviana las penas. Y se

puede saber ¿quién te regaló esta exquisitez?

–¡Ah! Fue un regalo muy íntimo, y muy personal.

–Sí, seguramente alguna “virgencita” muy agradecida,

de las que pululan por aquí.

–¡A huevo! don Tomás, porque con puritito amor no

hierve el jarro. Y además te recuerdo que: ¡mujer que no tiene

dinero, trae mala suerte!

–No tienes límites figura, y no sabes cuánto me divierte

escuchar todas las tarugadas que les dices, y lo más increíble,

que todo te lo festejan.

–¡Más me vale, maestro!

–Pero sobre todo, me divierte cuando les dices: “estando

los centros parejos, aunque las orillas cuelguen”. ¡Que bárbaro!

¿De dónde te pepenaste esa frase?

–De la vida don Tomás, de la vidita. Son dichos que

andan solos y sueltos. Y p’os yo mañosamente los aprovecho.

Pero mira quién habla; tú sí que haces lo que quieres con el

lenguaje metafórico de lujo, y como muestra, me fascina tu

canción donde dices: “el faro de mi amor, sigue buscándote en

las noches, y mis ojos en el día...”

–Bueno, es que mi Golondrina Presumida es uno de mis

grandes amores.

–¿Más que Paloma Negra?

238


Sonríe reflexivo, y pregunta:

–¿Cuántos hijos tienes Ruán?

–Dos.

–¿Y a cuál quieres más?

–¡A los dos!

–Qué curioso, lo mismo me pasa a mí –levantando su

copa– ¡salud figura!

–¡Salud, maestro!

Y bebimos próvidamente.

–Estoy pensando... que a Pepe Guízar, le hubiera encantado

degustar de este coñac...

–Seguramente don Tomás. Pero como él ya no puede

beber, ¿qué te parece si nosotros le hacemos los honores en

su nombre?

–¡De acuerdo!, y luego ya entonaditos vamos al velorio.

–¿No consideras que sea una irreverencia?

–¡Para nada!, ¡Uy, tú no conociste a Pepe, era de carrera

larga –levantando su copa– ¡por el gran Pepe Guízar! ¡Salud!

–¡Salud!

Entre brindis y metáforas se terminó el contenido de la

botella.

–No es por nada maestro, pero “ya la luz del día nos dio”.

–Sí, es verdad –sonríe malicioso– “lo siento por la luna

que me esperó angustiada..., con eso que llevo tres días que

miro el amanecer...”

–Y las malas lenguas dicen: “que ya agarraste por tu

cuenta las parrandas...”

239


Soltó una carcajada exclamando:

–¡Cabrón galán!, ¡no paras! Hasta pareces cilindro. Y la

mera verdad, que la pasó muy bien en tu compañía. ¿Sabes

que hasta te voy a escribir una canción?

Extraordinariamente halagado pregunté:

–¿Estás hablando en serio Tomás?

–Sí, pues.

–No juegues, que me puede dar un mal de corazón.

–¡Va en serio!, y de una vez te digo que será un huapango

y se llamará Figura.

Alegremente impactado murmuro:

–No sé si lo merezco... si tengo los meritos...

–¡Eres figura!, venga un abrazo.

Nos abrazamos con entusiasmo, al tiempo que aclaraba:

–Y no quedará en promesa, ¡es un compromiso! y

papelitos hablan.

Tomando una servilleta de papel dice mientras escribe:

–Vale para Javier Ruán, por su canción huapango Figura.

Y firma Tomás Méndez Sosa.

Me entrega el papel que yo recibo extraordinariamente

conmovido.

–Y ahora sí mi galán, vamos a despedirnos del amigo y

compañero Pepe Guízar.

En el cementerio de Dolores, sección de los compositores,

Tomás Méndez y yo seguimos a un grupo reducido de personas

representantes de compositores y de la Asociación Nacional

de Actores. Escoltábamos el ataúd de don Pepe Guízar.

240


Había gente del pueblo, pero no como era de esperarse. Tomás

busca con la mirada alrededor, y preocupado me comenta:

–¿Qué pasará con el mariachi?, ¿a qué hora llegará?

Notoriamente nervioso se aproxima a un representante

de los compositores y veo que discuten. Regresa furioso mascullando:

–¡Son chingaderas!, ¿cómo es posible que a nadie se

le ocurrió citar a un mariachi? De haber sabido, yo lo hubiera

traído. ¡Qué poca madre de estos! –consulta su reloj– y ya

no hay tiempo de nada. Y para colmo, fíjate, las estrellas de

la canción mexicana brillan por su ausencia. ¿Dónde está Lola

Beltrán, La Tariacuri, Lucha Villa, no veo a Miguel Aceves Mejía,

a mi paisano Antonio Aguilar, ni a Vicente Fernández. ¡Esto es

vergonzoso! Y más tratándose de un compositor que le cantó

a todo México, nada menos que el autor Del Mariachi que no se

le despida con su música ¡es imperdonable!

En ese momento, un representante de la ANDA. Toma

la palabra para despedir al maestro Guízar, acto seguido se

guarda un minuto de silencio, y se procede a bajar el féretro.

Tomás y yo nos miramos interrogantes y tristes; yo, siguiendo

un impulso empiezo a cantar a capela:

–Sin ti, no podré vivir jamás, ni pensar que nunca más

estarás junto a mí...

Tomás Méndez se une y poco a poco se van sumando

voces, hasta escuchar a coro a todos los presentes.

–Sin ti, que me puede ya importar, si lo que me hace

llorar, está lejos de aquí...

241


Atento Recado:

Para el Maestro Don Tomás Méndez.

Maestro Méndez de todos mis respetos. Tengo muchísima

vergüenza contigo, jamás me perdonaré el no haber estado

cerca de ti, en tu final. Por motivos laborales me encontraba

en La Habana, Cuba, filmando La vida de Beny Moré pero desde

allá te pensé y me dolió tu inevitable partida. Pero el recordar

tantos momentos compartidos, tus inteligentes y cálidas

conversaciones logré tranquilizarme, ya que fueron altamente

vigorizantes. Te imagino como eras, exigente, perfeccionista,

y enormemente afectuoso. Y ahora ya, en compañía de tú

Golondrina Presumida, la que vino de allá del mar, escuchando

el curru cucu de tus palomas, el canto de tu Gorrioncillo pecho

amarillo, y comprobando que las rejas no matan. Imaginando

también, muchos pañuelos blancos, que caen como blanca

escarcha, sobre el Maestro Méndez, que se ha dormido.

“¡Silencio!, ¡Silencio!, Los caporales, están llorando...”.

242


Tomás Méndez y Ruán. Largas temporadas interpretando canciones

en Las Gloria de Baco, Distrito Federal, década de los 8O.

243


244

Tomás Méndez y Javier Ruán


El actor y su melancolía



El poeta Virgilio, durante su travesía por el infierno

con Dante, aclara: que los melancólicos sufren porque

son seres descontentadizos.

Víctor Hugo, en cambio, asegura que la melancolía es la

felicidad de estar triste.

Stefan Zweig coincide con éste, pues dice que: en ocasiones

la melancolía se torna en una gran pasión, produciendo

una tristeza especialmente dulce.

Robert Burton, durante su anatomía de la melancolía,

habla del origen de este mal, que puede ser de orden sobrenatural

o natural: “lo sobrenatural emana de dios y sus ángeles

o del diablo con el consentimiento de dios”, y la natural

que es ilimitada y en ocasiones hipocondriaca.

Paracelso cree que la causa principal y primaria de la

melancolía procede del cielo; añade que muchas veces las

constelaciones estelares causan por sí solas la melancolía, cita

el ejemplo de personas lunáticas que pierden la conciencia de

sus actos “debido a los movimientos de la luna”, y en otro

lugar afirma que la verdadera causa del mal “emana de las

estrellas”. Esta opinión también la comparten científicos y

médicos de la escuela de Galeno.

Ricardo Garibay en sus dibujos con modelo de melancolía,

nos comenta: “y uno es escribir melancólicamente, y otro ir

escribiendo y que de las páginas ya se levante la melancolía”.

247


Un poeta chino del siglo XI decía: “no podrás impedir

que la melancolía sobrevuele sobre tu cabeza, pero sí trata de

lograr que no haga su nido en ella”.

En el arranque de mi carrera teatral, que coincidió con

los años verdes de mi juventud, el maestro Virgilio Mariel me

asignaba interpretar a los príncipes en los cuentos. Y como

siempre se ha dicho que el príncipe enamorado en tales cuentos

es azul, por lo tanto se trata de un príncipe melancólico,

si aceptamos que la melancolía es de color azul. Y a demás,

tomando en consideración que los príncipes, por ser nobles,

necesariamente deben ser de sangre azul.

Estoy por creer que Benito, integrante de la pandilla de

don Gato, pertenece a la nobleza, ya que es de color azul como

los bolígrafos y las plumas fuentes.

En un legendario recuerdo impregnado de melancolía,

aparece mi hermana Priscila cantando una ronda infantil:

“tengo una muñeca vestida de azul...”

Durante la adolescencia, era requerido para ser chambelán

de las quinceañeras –casi siempre vestidas de color azul–.

Invariablemente bailábamos el vals Danubio azul, años después

viajando por Budapest tuve la oportunidad de constatar que el

Danubio no era precisamente azul.

248


El músico poeta Agustín Lara tenía en la radio de la X.E.W.

su “hora azul”, y las metáforas lo confirman: “mi paisaje triste

se vistió de azul”, “en el jardín azul de tu extravío”, “azul como

una ojera de mujer”, “era un listón de azul, azul de amanecer”,

y “que asesinen tus ojos sensuales como dos puñales mi melancolía”.

Otros compositores también cantan: “mi vida tiene una

esperanza azul”, “y como la luna cuando se retrata en un lago

azul”, “azul pintado de azul”, “el sombrero lleva plumas de

color azul pastel”, “el sueño azul”, “el mar y el cielo se ven

igual de azules”, y para colmo, “tengo un pájaro azul que canta

y que solloza”.

El cantautor Joaquín Sabina dice: “vivo en el número

siete de la calle melancolía, he querido mudarme hace años al

barrio de la alegría, pero siempre que lo intento ha salido ya

el tranvía”.

El maestro Pablo Neruda al describir una flor lo hace

con especial melancolía. “es una flor azul de largo, orgulloso,

lustroso y resistente tallo. En su extremo se balancean las

múltiples florecillas infra-azules, ultra-azules”.

El ritmo del blues encierra una carga fuerte de melancolía,

se atribuye su origen a los esclavos negros en el Mississippi,

donde surge este género musical y se interpreta como la

melodía triste y azul.

249


¡Y cómo no recordar a Marlene Dietrich de mirada melancólica

en su “ángel azul”!, y aquella película donde Elizabeth

Taylor se enamoraba al ritmo de una Rapsodia en azul, y

desde luego, el Tango azul de grata remembranza.

Se dice también que los genios llegan a su mayor esplendor

cuando son favorecidos por la melancolía, y para muestra

la época azul de Picasso.

Los actores de teatro, radio, cine o televisión, por la diversidad

de personajes que interpretamos, inevitablemente

estamos expuestos a quedar atrapados en la personalidad de

alguno de ellos, y en ocasiones por la identificación que se

establece. Sin olvidar que el actor se caracteriza por ser especialmente

sensible y susceptible, casi siempre melancólico,

y si además coincide que el personaje que se está interpretando

también lo es, seguramente quedará inmerso en una

danza de melancolía. Sin la menor duda, el resultado de su

trabajo será genial.

En conclusión, considero que los actores a veces nos

tornamos azules y no precisamente por el color de la sangre.

Sino que de alguna forma disfrutamos cuando la melancolía

es encantadora, sería injusto negar que en ocasiones posee su

hechizo y de pronto nos descubrimos refugiados en un rincón

abrazados a ella, y hasta quisiéramos poner un letrero en nuestra

puerta que diga: “cerrado por melancolía”, pero ¡cuidado!,

250


no debe atraparnos, no es saludable, lo ideal sería poder abrazarla

cuando nos apetezca y despedirnos de la misma forma,

aclarándole que para que esa relación tenga éxito, no debe ser

de tiempo completo. ¡No, señora!, nada de confiancitas. ¡Todo

a sus horas! mi amadísima melancolía.

251


252

Ruán y la melancolía, 1969


Ruán y la melancolía, 1969

253



Con Chabuca Granda,

“del puente a la alameda”



uando me encontraba en la buena racha como

C

galán en las telenovelas, conocí a Paco de la

Barrera, director musical de la prestigiada

firma disquera Orfeón, y me animó para que

incursionara como cantante de música romántica. Pensando

en el género que debía elegir me presentó con la destacada

compositora peruana Chabuca Granda, que se encontraba en

México dando recitales. Fue todo un acierto, ya que desde

nuestra primera entrevista se dio un bonito entendimiento y

nos hicimos amigos.

Nos reuníamos en su departamento de las calles de

Puebla para seleccionar, dentro de su producción musical, lo

que consideráramos me fuera mejor. Ella tenía entonces, una

serie de canciones inéditas que llamaba “juglarías”, eran un

homenaje a un joven guerrillero peruano Javier Erod, recién

desaparecido. Y pensó que yo debía grabarlas, eran verdaderos

poemas muy hermosos, se le ocurrió incluso, que podíamos

hacer una serie de recitales juntos con dichas canciones. El

proyecto me ilusionó muchísimo y lo comentamos con Paco

de la Barrera, quien lo aprobó, e invitó a Bebu Silveti, talentoso

arreglista musical, que entusiasmado se integró con nosotros

y comenzó a trabajar de inmediato.

Con este flamante equipo yo me sentía muy afortunado

y también con una enorme responsabilidad, así que me dedique

a estudiar cuidadosamente cada tema, asesorado por mi

director, el maestro Paco de la Barrera, quien ya pensando en

257


mi lanzamiento como cantante mandó que me hicieran toda

una serie fotográfica para seleccionar el material de la portada

del disco y póster publicitario.

Cada encuentro con Chabuca resultaba muy valioso

y de gran experiencia, ya que se trataba de una artista en el

más amplio sentido de la expresión, inteligente y sumamente

sensible. Empleaba un lenguaje metafórico sorprendente y su

creatividad era constante; sus explicaciones iban acompañadas

con graciosos movimientos de las manos y de notable energía

dando la impresión de que jamás se cansaba. Fueron días llenos

de encanto y magia; posteriormente lo comentamos, fue como

tomar un curso intensivo de música y composición. Amén

del aprendizaje, disfrutábamos de un exquisito vino blanco

que ella acostumbraba degustar, yo aprovechaba cualquier

oportunidad para hablar de sus canciones consagradas.

Así me refirió que el Caballero de fina Estampa se lo inspiró

su señor padre. Por lo tanto, era un tributo a él. Igualmente

hablamos de la joven y hermosa criolla a la cual le surgían “jazmines

en el pelo y rosas en la cara”.

–¡Esa metáfora es grandiosa Chabuca!, pinta a la joven

en toda su belleza.

–¡Naturalmente! Y esa fue mi intención, ya que sus mejillas

eran encendidas como rosas, ¡una musa con mayúsculas,

de una belleza inconmensurable!

–Y abundando en tu Flor de la canela, otra metáfora

deliciosa es: “recogía la risa, de la brisa del río, y al viento la

258


lanzaba del puente a la alameda”. ¿Sabes Chabuca? Imagino

escuchar esa risa del río, se trata del Rimác si no me equivoco.

–Así es galán. El Rimác que atraviesa Lima. Ya tendrás la

oportunidad de escucharla cuando estemos en Perú. La miré

ilusionado.

–¿Será?

–Más pronto de lo que te imaginas –sonríe enigmática–

hay planes, ¿qué Paco de la Barrera no te ha comentado?

Los dioses fueron propicios, pero el destino adverso.

Raúl Vieyra, el destacado periodista de Excélsior, –y mi queridísimo

compadre– me dio telefónicamente la terrible noticia. A

consecuencia de un infarto masivo muere Paco de la Barrera, y

con él nuestro ambicioso proyecto, pues la compañía disquera

giró nuevas disposiciones.

Consternados Chabuca, Bebu Silveti y yo, lamentamos la

irreparable pérdida de nuestro entrañable maestro Paco de la

Barrera. La incansable Chabuca nos ofreció que se entrevistaría

con Rogerio Azcárraga, gerente de la compañía. Todo indicó

que no tuvo éxito y el proyecto se estancó.

Indudablemente que el destino nos compensa con

sorpresas gratas. Y como bien predijo Chabuca, en corto

tiempo me encontraba trabajando en el teatro municipal

de Lima con la obra Bodas de sangre. Casualmente la señora

Granda conducía un programa de televisión y fuimos invitados

los actores para promocionar el espectáculo, lo que me dio la

oportunidad de un reencuentro con la querida compositora.

259


Estuvimos varios días en Lima con auténtico éxito teatral.

Y en la primera oportunidad que tuve y aprovechando

que nos encontrábamos hospedados en un céntrico hotel, fui

a caminar por los lugares que menciona Chabuca en La flor

de la canela. Resultó una aventura reconstituyente identificar

las diferentes inmediaciones, como efectivamente, un puente

añoso de fierro, por donde atraviesa parte del Rimác, y jugando

con el concepto metafórico de la canción, por más cuidado

que puse jamás logré escuchar “la risa del río”. ¡Ah! Eso sí,

caminé varias veces del puente a la alameda.

Fuimos invitados a almorzar, la compañía teatral, por la

señora Chabuca Granda a casa de su hermana, en el suburbio

de Miraflores, se sirvió una exquisita comida criolla. Una verdadera

fiesta limeña. En un momento conversando con Chabuca,

le comenté mi aventura en “del puente a la alameda”.

¡Y nada! Que sufrí una enorme frustración por no haber

podido escuchar “la risa del río”.

Divertidamente interesada me preguntó:

–¿Cómo a que hora fuiste Javier?

–Debió haber sido poco después de medio día.

–Con razón –dijo muy seria– a esa hora hay mucha ruido

por los coches. Pero esta noche quedé de llevar a unos amigos

a ver Bodas de sangre ¿qué te parece si después nos vamos

a cenar? Y posteriormente cuando sea más tarde y ya esté

tranquilo vamos al puente para que escuches “la risa del río”.

–¡Me encanta la idea!

260


–No puedo permitir que te vayas de Lima con esa frustración.

Sonriendo la besé al tiempo que le decía:

–No tienes parangón Chabuca.

Esa noche en mi camerino del teatro municipal, después

de la función, se presentó la señora Granda acompañada de

una pareja de jóvenes compositores que me presenta, Lucho y

María. Él, gentil dice:

–Mucho gusto, y ¡felicidades! Impactante personaje “el

Leonardo”.

–¡Gracias! Lucho.

–Hubiera jurado que eras un auténtico gitano. ¡Buen

trabajo! –dice María–

–¡Gracias!, ese es mi propósito.

Chabuca entregándome una botella, a la vez que

comenta.

–Es pisco, la bebida peruana por excelencia. Para el

mexicano Javier Ruán, que sabe interpretar a García Lorca.

–¿Gracias? –besándola–.

–Pruébalo, ¡te va a encantar!, puedes tomarlo a “pico”

de botella, como si fuera tequila.

–Bueno, con su permiso ¡salud! –bebo–.

Chabuca intercambia miradas maliciosas con Lucho y

María, yo comento:

–Tienes razón, ¡es exquisito! Me recuerda el sabor del

aguardiente de caña de Michoacán, en México.

261


Me llevaron a una peña a escuchar música peruana, y

continuamos bebiendo pisco que produce un efecto sabroso y

estimulante; después de un buen rato, le pregunto a Chabuca:

–¿No será ya hora de que vayamos al río? Me hace mucha

ilusión.

Contesta con cierta picardía:

–Lo tengo presente –terció Lucho:

–Yo, como limeño, te recomiendo, que para que escuches

perfectamente la risa del Rimác debes tomar un poco

más de pisco.

–¿De veras?

–Mira muchacho –dice María– el Rimác es algo celoso

con los extranjeros, pero si percibe tu aliento a pisco te toma

confianza, de modo que ¡salud!

Es casi de madrugada, Lucho estaciona el coche muy

cerca del puente de fierro y descendemos. Yo llevo en la mano

la botella de pisco que prácticamente se encuentra vacía.

Experimento un mareo y una euforia agradable por el efecto

del pisco, Chabuca me toma por un brazo y todos caminamos

cantando: “del puente a la alameda menudo pié la lleva por la

vereda que se estremece al ritmo de sus caderas...”

Nos detenemos en el centro del puente y apoyándonos

en el barandal Chabuca comenta:

–¡Cuánta quietud! Javier observa al Rimác, ¡es fascinante!

En una de sus muchas vueltas por la ciudad. Yo estaba embelezado

mirando como corría el agua, y agrega Chabuca:

262


–Ahora sí, concéntrate para que escuches “la risa del río”.

Totalmente eufórico murmuro:

–Pero antes, otro trago de pisco.

Bebo, y me concentro observando el agua correr. Y de

una forma totalmente sorprendente empiezo a escuchar una

música muy suave, como un murmullo, una especie de risa que

proviene del agua y me invade todo, y se mezcla con la voz de

Chabuca cantando:

–Recogía la risa, de la brisa del río, y al viento la lanzaba,

del puente a la alameda...

Moraleja:

Cuando vayas a Lima, Perú, y quieras escuchar la risa del río Rimác,

antes debes tomar pisco preferentemente de manera generosa.

263


Chabuca Granda, Ruán y Bebu Silveti. Este último encargado de los

arreglos musicales de Chabuca para Ruán, 1972

264


Meche Barba y el amor

de la calle



En la pantalla del cine Odeón de Uruapan, Michoacán,

conocí a una joven peculiarmente atractiva,

de ojos reidores y poseedora de los muslos

más hermosos del cine mexicano, se llamaba Meche

Barba. Era siempre la heroína del arrabal, la muchacha que

para alimentar a sus hermanos menores y a su madre abandonada

y paralítica, se veía obligada a trabajar en un cabaret de

mala muerte, bailando rumba –seguramente nació con ese

don, porque nunca la vimos estudiar– lo que hacía con enorme

éxito, ya que poseía una fuerte sensualidad que encantaba

a los hombres y la convertían en objeto de culto. Debo

aclarar que nuestra heroína, a pesar de exponerse a todos los

peligros y sortear cualquier cantidad de riesgos, siempre permanecía

inmaculada “como las aves que cruzan el pantano y

no se manchan”, ni más ni menos.

Su pareja casi siempre era Fernando Fernández, el

llamado “Crooner de México” que la protegía de los malvados,

la amaba incondicionalmente y le componía apasionadas

canciones de desamor que le cantaba entre lágrimas.

–Amor de la calle, que buscando vas cariño, con tu

carita pintada, con tu carita pintada y tu corazón herido...

Siendo yo un chamaco de 11 años, disfrutaba muchísimo

de ese género del cine mexicano. Me gustaba involucrarme

con los protagonistas, y como programaban tres películas por

función, prácticamente las ví todas y repetidas veces.

267


Ya profesionalmente tuve el privilegio de alternar como

cantante en plaza Santa Cecilia con Fernando Fernández. Un

magnífico compañero y un gran intérprete del bolero, una figura

emblemática en su género, era todo un agasajo escucharlo.

El público lo quería y respetaba grandemente; entre tragos

de whisky conversábamos haciendo gratas remembranzas

de aquellas películas entonces ya lejanas, y naturalmente

hablábamos de Meche Barba, su gran amor dentro y fuera de

las pantallas, hábilmente propiciaba para que cantara:

–“Sí eres la callejera que me importa, sí eres una cualquiera

yo bien lo sé...”

En la telenovela Rosalinda, me encontré frente a las

cámaras con Meche Barba y nada menos que como mi pareja

y en el arrabal. Me llenó de muchísimo orgullo por el recuerdo

de mi niñez. Interpretábamos a unos malvados pordioseros

que secuestraban a la protagonista –Thalía– junto con “El flaco

Guzmán”, también de gratísima memoria.

El rostro de Meche Barba había sufrido transformaciones

inevitables por el tiempo, lo mismo que su cuerpo; al mirarla me

cuestionaba con tristeza y me negaba a aceptar la realidad. Durante

el tiempo que duró la grabación de la novela entablamos

una cálida amistad; gustaba tomar como aperitivo en las comidas

tequila del reposado que yo le llevaba gustoso, hablábamos

de sus películas analizando algunas escenas y le hice saber el

amor que me inspiró a través de las pantallas cinematográficas,

y cuánto disfrutaba al verla bailar rumba; también le confesé

268


que de todos sus atractivos, lo que más me fascinaba eran sus

muslos, al grado de tener sueños recurrentes donde se los acariciaba

y mordía como si fueran malvaviscos. Meche reía muy

divertida exclamando:

–¡Ay viejo, estás re’ loco!

Pero yo advertía que en el fondo le halagaban mis

comentarios.

En diversas ocasiones, después de la grabación, la

acompañaba a su casa. Me invitaba tequila y orgullosa me

mostraba unas cartas de amor que le había enviado en un

tiempo lejano Fernando Fernández, su pareja en las películas

y en la vida real. Se amaban apasionadamente, lo pude constatar

por el contenido de las mismas, que dicho sea de paso,

se trata de una comunicación epistolar de una gran belleza.

Impregnadas de desacuerdos y reconciliaciones amorosas,

adornadas con fotos de ellos recortadas de los periódicos y

revistas de la época. Auténtico documento epistolar amoroso,

digno de un amplio análisis.

La señora Barba estaba consciente del ocaso de su carrera

artística. Por lo que comentaba con inevitable añoranza: “El

éxito y los triunfos pertenecen al pasado, mi realidad es otra”.

Conservaba algunas preseas cinematográficas, en la pequeña

sala de su departamento que estaba precedida por un retrato

que le hiciera José G. Cruz, en testimonio de admiración. Me

obsequió un libro que editó Fernando Muñoz Castillo, que se

llama Las reinas del trópico y precisamente la portada es valiosa

269


porque está adornada con un fragmento de su cuerpo. Donde

luce sus espectaculares muslos la heroína de Humo en los ojos.

Durante una locación de Rosalinda, en la puerta de una

iglesia que se encuentra por perisur, vestidos de andrajos y caracterizados

Meche, “El flaco Guzmán” y yo, pedíamos limosna.

Había sido un día de mucho trabajo y nos encontrábamos

agotados, y sentados como estábamos en las gradas de la

puerta me quedé dormido, de pronto me despertó una mujer

que dejaba unas monedas en mi mano imaginando que yo era

un pordiosero de verdad. Meche y “El flaco” se reían divertidos

de ver mi reacción, pues yo me sentí muy ofendido.

–No te molestes –dijo Meche– por el contrario, siéntete

orgulloso viejo.

Furioso vociferé:

–¿Orgulloso de que me hayan confundido con un limosnero?

–¡Naturalmente!, eres un limosnero estrella, ya que sin

pedir, te dan dinero.

–Pues, sí, ¿verdad? –reflexivo– soy un limosnero estrella.

Y reímos de buen humor.

En alguna ocasión le pregunté:

–¿Conservas alguno de tus trajes de rumbera, aquellos

llenos de holanes y moños?

–Creo que sí... –pensativa– debo tener alguno, ¿por qué

viejo?

–Me encantaría volver a verte vestida de rumbera.

¿Serías capaz de darme ese gusto Meche?

270


Hizo una pausa recapacitando.

–Mira viejo:

“Viejo” me decía en la novela, y así me siguió diciendo.

–La mera verdad te he tomado mucho cariño, pero yo

ya no estoy para eso. En el libro que te regalé estoy vestida de

rumbera, escoge la foto que más te guste y te la dedico con

muchísimo gusto.

Adoptando una actitud seria le reprocho:

–Nunca imaginé que fueras de mal corazón, sabía que

eras “Ambiciosa”, una “Callejera”, “Una mujer con pasado”,

“Una Cortesana”, que te dicen “La Venus de fuego” Y que desde

luego eres “Una callejera, que vendes tus besos a cambio

de amor...”

Divertida comienza a cantar:

–“Amor de la calle, que buscando vas cariño...”

Me uno cantando con Meche.

–“Con tu carita pintada, con tu carita pintada, y tu

corazón herido...”

Me enteré por los medios que había fallecido Fernando

Fernández. Le llamé para ofrecerle mis condolencias; la escuché

devastada, entre sollozos me comentó:

–Me siento muy mal viejo, ¡como si me hubieran

mutilado! No imaginé que me fuera a afectar tanto la muerte

de Fernando. Cierto que no vivíamos juntos, pero fueron más

de 47 años de relación.

–Procura tranquilizarte Meche, me preocupas. Refúgiate

en tu hijo Fernando, en tus nietos, que me consta cuánto te

quieren.

271


–Claro que me quedan ellos, ¡pero se fue el amor de mi

vida!

Rompió en sollozos. Pero afortunadamente en la pantalla

cinematográfica de mi reminiscencia, la que era en blanco

y negro, aparece el rostro jovial de Fernando Fernández

cantándole:

–“...cuando ya has sufrido mucho, vas llorando por las

calles, si el mundo te comprendiera pero no saben tu pena...”

CORTE A:

Una mañana del 14 de enero del año 2000, muere Meche

Barba. Le sobrevivió escasamente 45 días a Fernando.

Me presenté a la funeraria. De pie junto a su ataúd, una

multitud de imágenes se agolparon en mi memoria. El cine

Odeón de Uruapan, Meche Barba y Fernando Fernández, en

el esplendor de su juventud. Actores que me hicieron soñar

y que conocí a través de la pantalla grande, y que después

profesionalmente me distinguieron con su amistad.

De pronto sentí una mano en mi hombro, era mi amigo el

actor Aarón Hernán, entonces secretario general de la ANDA.

Consternado me comenta en voz baja:

–¡Qué pena! Se fue la querida compañera Meche Barba.

–Sí, es una gran pérdida para el cine mexicano.

Pausa. También en voz baja le pregunto:

272


–¿Recuerdas Aarón, qué muslos tan hermosos tenía la

compañera?

Serio y un tanto escandalizado, señalando con la mirada

el féretro musita:

–¡No seas irreverente, pinche Ruán!

–¡No soy irreverente! –santiguándome– ¡Ave María!

¿Po’s cómo me juzgas? Y que mis palabras no la ofendan,

pero la mera verdad Aarón, y con todo respeto, ¿a poco no te

gustaban sus muslos?

Suspirando y entornando los ojos contesta:

–¡Me encantaban! ¿Y a quién no? Con todo respeto.

Y con añoranza murmuré:

–“...Humo en los ojos, cuando te fuiste, cuando dijiste

llena de angustia ya volveré...”

273



Los de adelante corren mucho...

En la juventud, los favoritos de la fortuna

poseen rasgos que así los identifican.



Ycómo no recordar mi primer año en la

Escuela Normal para Maestros. Viví una

época por demás difícil, de privaciones

y toda clase de carencias. Fue entonces

cuando experimenté en carne propia lo que significa estar en

“las hambres”. Recuerdo con infinito amor a Yoyita Sandoval,

mi amiga de la adolescencia, que a manera de consuelo me

decía:

–No te agobies, ¡ten fe! Dios aprieta, pero no ahoga.

Y yo, desesperado agregaba:

–Sí, ¡pero qué apretones da!

Yo quería ser abogado como mi señor padre, pero dadas

las circunstancias resultaba una carrera muy larga y costosa.

No tenía los medios, ni quién me ayudara; por lo tanto, debía

elegir una profesión que no resultara gravosa y que además

fuera corta. Después de escuchar diferentes opiniones me

decidí por el magisterio.

Me informaron que ya cursando el segundo grado

podría ejercer la profesión. De momento solo debía pensar

en emplearme para poder costear mis estudios y los sagrados

alimentos. Resultó muy difícil encontrar un trabajo que me

permitiera estudiar, ya que todos eran de tiempo completo y

no llegaba con puntualidad a las clases. Durante varios días y

semanas, busqué por todas partes sin ningún éxito. Recuerdo

la angustia que me producía esta búsqueda; consultaba los

periódicos, caminaba todo el día y no encontraba algo que se

277


adaptara a mis necesidades, lo cual resultaba muy desgastante,

ya que hubo días que la pasé sin tomar alimento. Desesperado

entraba en las tiendas de abarrotes con el coloquial pretexto

de hablar por teléfono, y cuidando que nadie me viera me

robaba alguna fruta o chocolates. También me ingeniaba para

tomar de los canastos algunos huevos que perforaba con

mi bolígrafo y discretamente los devoraba, exponiéndome,

naturalmente, a ser descubierto.

Con verdadera tristeza y frustración, recuerdo un día que

leí un anuncio en el periódico, en el cual solicitaban “muchachos

bien presentados” para office boy en una negociación del Paseo

de la Reforma. Con esmero limpié y planché mi traje. Lleno de

ilusión me dirigí al lugar; después de muchos trámites y de casi

aceptarme, me pidieron cartas de recomendación que yo no

llevaba y que eran indispensables. El empleado que me atendía

me sugirió que fuera a conseguirlas y que regresara.

No sabía a quién acudir, de pronto, recordé a don Isidro

Orozco y a Rosita Velasco, comerciantes establecidos y generosos

que me conocían y podían abonar mi conducta. Como

no disponía de dinero para el camión, de prisa me dirigí caminando

a las calles de Corregidora y Correo Mayor, tuve suerte

de encontrarlos. Con afecto me dieron las cartas deseándome

éxito, con lo cual aumentaron mis esperanzas; regresé corriendo,

haciendo planes de cómo distribuir mejor el sueldo que

cobraría. Sentía que volaba a través de toda avenida Juárez y

Paseo de la Reforma. Tenía la certeza que me darían el empleo,

278


confiado entregué las cartas, el encargado me las devuelve informándome

que ya no había vacantes, pues me había demorado

en conseguirlas. Atónito reflexioné: “¿demorado?, jamás

había hecho algo más rápido. Casi me ahogo de tanto correr, y

estaba empapado de sudor”.

¡No era justo! Fue una dolorosa decepción y me negaba

a aceptarlo. ¿Por qué el empleado me hizo consentir en que

me darían el trabajo si ya no había lugar? –caviloso– o fui yo

quién tuvo la culpa por haber amplificado mis esperanzas. ¡No

importa! era mi derecho legítimo. ¡Y Dios lo sabe! Solamente

pedía un trabajo que me proporcionara lo necesario para

seguir adelante con mis planes de estudiante.

Salí devastado experimentando el sabor amargo de

la frustración. Caminé por Reforma, no sabía qué hacer, ni a

dónde dirigirme. Empezó a llover, era una lluvia pertinaz y no

me importaba; seguí caminando, no la sentía, dejó de llover

y no lo advertí, suponía que continuaba lloviendo, no era así,

descubrí simplemente que yo iba llorando.

Me detuve frente a Sanborn’s, tenía mucha hambre y no

tenía dinero; con plena conciencia de ello, entré al restaurante

y me senté a la barra. Pedí una leche malteada de fresa, pan danés

a la plancha y enchiladas suizas, comí con toda calma hasta

que quedé totalmente satisfecho, pedí la cuenta, la mesera

solícita me dio la nota deseándome buenas tardes. Un sudor

horrible me invadía todo el cuerpo, y sentía que me temblaban

las piernas, discretamente miré a través de un espejo mural,

279


tenía la sensación de que todo mundo me veía, caminé con naturalidad

como dirigiéndome a la caja pero, cuidadosamente

me encaminé a la salida.

Una vez que estuve fuera, corrí sin parar hasta que

supuse que estaba libre de peligro, me senté en una banca de

cantera de la elegante avenida y sentí harta vergüenza, pero

sobre todo, un espantoso miedo de que me hubieran detenido,

con todas sus consecuencias.

No habiendo otra alternativa y desesperado decidí improvisarme

como vendedor de diferentes productos de casa

en casa. Entusiasmé a Evaristo Reyna, mi amigo inseparable

desde la infancia, juntos emprendimos la aventura de vendedores

y en honor a la verdad fracasamos. Aún recuerdo, recorríamos

la colonia de los doctores ofreciendo baterías de

aluminio para la cocina, debíamos hacer la demostración de

que las ollas eran resistentes –lo cual tenía un truco– reuní a

varias amas de casa en el patio de la vecindad con el objeto de

convencerlas de la buena calidad y resistencia de dicho producto,

haciendo alarde además de que soportaban el peso de

una persona. Era la oportunidad que yo esperaba para realizar

una magnífica venta, todos me rodearon con curiosidad

para presenciar la demostración. Con mucho entusiasmo me

encaramé en una, y la tal olla, a la vista del público se hizo

como acordeón. Obvio, no supe hacer el truco, y entre una rechifla

salimos de la vecindad, frustrado y maldiciendo mi mala

suerte, ya que era mi única esperanza de obtener dinero.

280


La situación era cada vez más difícil. Las ventas, sobra

decir, no era buenas, escasamente ganábamos para mal comer.

Total que nos encontrábamos en la vil “chilla”.

Con ironía aparece en mi memoria otra tarde, en que

tampoco logramos vender nada, y por supuesto tampoco

habíamos comido. Únicamente teníamos para pagar el pasaje

del camión. Por la calle un hombre vendía raspados, sediento

le pregunté:

–¿Cuánto cuestan?

–Veinte centavos.

Justo lo que teníamos para el camión. Evaristo inseguro

me propuso:

–¿Qué te parece si echamos un “volado”?, ¿nos comemos

un raspado o nos vamos en camión?

–Ya vas Evaristo, ¡échalo!

Y nos comimos el raspado, yo lo pedí de tamarindo.

No recuerdo jamás haber saboreado otro tan exquisito. Con

el tiempo constate que son de las pequeñas cosas que hacen

grande la vida.

Y viene a mi memoria también, que caminábamos mucho.

A ratos en silencio a ratos comentando, imaginando nuestro

futuro, soñando. Evaristo quería ser un hombre de empresa,

triunfar en los negocios; yo ya me imaginaba estar sobre los

escenarios o frente a las cámaras, quería ser actor, estrella de

cine, tenía como modelo al malogrado James Dean; de pronto

algo me traía la realidad, debía detenerme para sacudir uno

281


de mis zapatos, pues tenían un hoyo en la suela y se metía la

tierra. Evaristo se reía y comentaba con ironía:

–¡Sí, cómo no!, una estrella de cine con hoyos en los

zapatos.

Con enorme seguridad yo, exclamaba:

–¡Búrlate cabrón!, pero también marca mis palabras;

porque tú vas a tener que pagar por ver mis películas.

Mi amigo me miró fijamente como mirando al destino, y

sonriendo comentó en tono de augurio:

–¿Y por qué no? Total, ¿qué se necesita? Tú eres “carita”

lo que sea de cada quien, chance y hasta tienes talento; y no te

vayas a volar, pero, le das un aire a Tyrone Power.

–¡Un momento!, dirás que ese cuate se parece a mí.

Y reímos a rabiar.

Llegué a casa rendido y muerto de hambre. En la cocina

mis cuñadas preparaban la comida. Vi un platón con chiles

rellenos que me encantan; me acerqué y solícitamente tomé

uno y me lo fui a comer al patio. ¡Estaba delicioso! Relleno

de queso de Cotija. Era un auténtico manjar. Hábilmente me

limpié la boca para no delatarme.

Al poco rato, escuché la voz de mi cuñada Magaña

llamándome al comedor, ya estaban en la mesa dos de mis

hermanos con sus mujeres. Empezamos a comer y al momento

de servir los chiles rellenos, mi cuñada Chonín se percató que

faltaba uno.

–¡Qué extraño!, yo preparé siete chiles, falta uno –sin

dejar de mirar el platón– ¡no está! Se hizo ojo de hormiga.

282


–Seguramente te confundiste –intervino Sergio–.

–No. Eran siete, ¡lo juro!

Afirmaba la española. Yo estaba aterrado, quería que

me tragara la tierra, ni levanté la cara del plato pretextando

que comía. Sentí la mirada de mí cuñada Magaña, quien sin

duda adivinó mi temor –entre ella y yo, desde siempre existió

un fraternal cariño– con toda discreción y sin darle ninguna

importancia en tono de juego dijo:

–¡Ay Chonín!, yo creo que ya estás “peda”.

Sumamente indignada protestó la otra:

–¡No seas criminosa Magaña!, cierto que me gusta el

aperitivo, pero da la casualidad de que hoy aún no he bebido.

–¡Ya comadres!– terció Gildardo– no discutan por eso,

no vale la pena.

–Lo aseguro– afirma Magaña– porque yo compré los

chiles en el mercado y solamente pedí media docena.

–Pues yo creo que es alguien que me quiere perjudicar

–gritaba la Chonín– porque al irlos rellenando los conté y eran

siete. ¡Lo juro por la virgen del Pilar!

–Pues aunque lo jures por “la gloria de cotón” solo

compré seis –finalizó Magaña–. Desconcertada vociferó la

española:

–Pues entonces ¡que me emplumen!

Y todos reímos divertidos. Magaña y yo nos miramos en

complicidad. Íntimamente agradecía su actitud.

De tal forma, Evaristo harto de batallar, encontró acomodo

en un taller mecánico, y como mis expectativas eran

283


otras seguí buscando. De modo que ahora andaba solo y suelto;

me sentía como caballo sin brida, como diría mi abuelo don

Cristóbal.

Accidentalmente conocí a don Antonio Zúñiga, afinador

de pianos. El hombre ofreció enseñarme el oficio que era bueno,

y a la vez ganaría algún dinero. De esta manera no interrumpiría

mis estudios, que eran mi prioridad. Lo acompañaba a los más

diversos lugares a componer pianos. Lo mismo escuelas, que

iglesias, radiodifusoras o teatros; también casas particulares,

hasta prostíbulos. Me sobraba energía y deseos de aprender,

de modo que pronto me familiaricé con el oficio que requiere

de muy buen oído. Un día el maestro Zúñiga me dijo:

–Muchacho, ya veo que le inteliges a esto; por lo tanto,

te voy a dar la oportunidad de que realices un trabajo solo, de

modo que, ¡échate ese trompo a la uña!

Su confianza me hizo sentir importante y feliz, era mi

primer responsabilidad en ese oficio que, sin imaginarlo, me

conduciría a una experiencia sentimental inolvidable. Aún me

cuestiono ¿hasta dónde puede ser impredecible el azar?

Llegamos a la casa de la profesora de canto Alicia López

Negrete, allá por Tacuba. Hermosa y genuina mujer como de 32

años, notoriamente alta de estatura, con grandes y soñadores

ojos verdes esmeralda, bella en verdad. Tenía un encanto

y una cortesía poco comunes, amén de una voz de soprano

privilegiada. Jamás he vuelto a escuchar la canción Tengo

nostalgia de ti, como ella la interpretaba. Vivía solamente con

284


su señora madre, doña Julita López Negrete, dama aristócrata

de mirada azul siempre brillante. Estoy cierto que en sus

mocedades debió ser más hermosa que la hija.

Tenían dos pianos que había que afinar y arreglar los

teclados. Trabajo por demás laborioso que me tomaría varias

semanas, me habitué a esa casa y a su gente. Era un trabajo

agradable que hacía con formidable placer.

Mi juventud empezaba a elevarse, presentía que mi vida

sería de éxito; además, alguien se encargó de asegurarme

que yo era un ser favorecido. Dada mi corta edad y la falta

de información no lo supe asimilar, y sin darme cuenta me

llené vanidad y soberbia, pero curiosamente esto mismo, me

proporcionaba seguridad y una fuerza enorme. Secretamente

consideraba poder vencer todos los obstáculos, haciendo

alarde de que nada se me dificultaba, de tal forma quedé

atrapado en una audacia insolente, por demás peligrosa en la

juventud.

Diariamente, al regresar la profesora de sus actividades,

se aproximaba a donde yo estaba trabajando, y apoyándose

en el piano con especial sentido del humor decía:

–Javier, ¿qué le parece si hablamos del futuro? Dígame,

¿qué ha pensado hacer los próximos 20 años? Enigmático

sonreía, escucharla y contemplar su luminosa mirada verde me

producía un delicioso hechizo. Era excesivamente nerviosa, al

conversar se desplazaba de un lado a otro evadiendo nuestras

miradas. No fue difícil descubrir que yo le gustaba, y también

285


sentí como día con día se iba enamorando de mí. Lo disfrutaba

interiormente, me gustaba sentirme amado, gozaba consciente

de la seducción que yo ejercía sobre ella. El haber despertado

su amor halagaba mi vanidad, sobre todo tratándose de una

bella mujer. Obviamente que además de admirarla, me gustaba

y la deseaba, pero no quería involucrarme sentimentalmente.

En mi mente solo existía una idea muy firme, prepararme por

dentro y por fuera para ser actor, creía que para el amor siempre

habría tiempo. Románticamente pensaba que la juventud sería

eterna. Invariablemente tenía prisa, ¡mucha prisa por llegar!

Deseaba saborear las mieles del éxito, y con frecuencia me

repetía:

–¡Cuidado galán!, ¡no te distraigas!, ¡no te detengas!,

¡hay que rebasar!, ¡sea quien sea! Recuerda siempre: “los de

adelante corren mucho...” y los de atrás ¡se chingarán!

En casa de la señora López Negrete era atendido como

un auténtico “pashá”. En ausencia de Alicia, doña Julita

me consentía doblemente, gustaba también de conversar

conmigo, además de ser una dama encantadora poseía una

placentera sabiduría, y hábilmente conducía la conversación

para decirme:

–Usted, maestro, debe tener mucho cuidado con las

mujeres. Está mal que yo lo diga, pero hay unas lagartonas

y mañosas que se las ingenian para comprometer a los

muchachos.

Yo, divertido comentaba:

286


–Me cuesta trabajo creerlo doña Julita.

–¡Por supuesto! Ya que usted maestro, es un joven muy

correcto y eso se advierte en seguida, pero sin experiencia; por

eso necesita fijarse bien en las mujeres que trate. Si usted me

pidiera mi opinión, yo le sugeriría una muchacha inteligente,

de buena familia. ¡Ah! Eso sí, educada y fina. ¿Cómo le diré?

Como mi hija, ni más ni menos y debo aclararle que yo no soy

partidaria de los noviazgos largos.

Cautelosamente desviaba la plática y le hablaba de

lo hermoso que era el azul de sus ojos, y la elegante señora

orgullosamente afirmaba:

–Y tenga la seguridad de que mis nietos los tendrán

iguales.

Le seguía el juego y pretextaba seguir trabajando.

Afectuosa doña Julita agregaba:

–Me gusta que sea responsable con su trabajo maestro,

pero no se afane tanto, no urge. Los pianos pueden esperar,

voy a ordenar que le preparen unos bocadillos. Es usted muy

joven y debe nutriese Javier. ¡Jesús mil veces! Discúlpeme

maestro, ya le dije a usted Javier.

–¡No faltaba más señora!, usted puede llamarme como

guste.

–¡Qué pena!, no sé que me pasa, es que usted me inspira

tanta confianza, que ya lo siento como si fuera mi hijo.

–¡Gracias señora!, me honra usted con tal distinción.

–Bien, entonces no más formalidades Javier –sonriendo–

si lo desea puede llamarme mamá Julita.

287


Y la distinguida dama se retiró encantada.

Con Alicia todo era dulzura y felicidad; me invitaba al

teatro, al cine o cenábamos fuera de casa. En cierta ocasión me

comentó que no sabía bailar, con gusto me ofrecí a enseñarla,

ya que era mi debilidad. Todo esto nos fue acercando más, y lo

digo en sentido literal, no fue difícil que se percatara que yo era

un estudiante sin recursos económicos, y discreta pagaba las

cuentas, suplicándome que no me ofendiera argumentando:

–El dinero, entre otras cosas, proporciona comodidad

y tranquilidad. Por lo tanto, debe compartirse con la persona

amada. Mi mamá afirma, y creo que tiene razón, que si el oro

no nos ofrece la felicidad carece de valor.

Yo la escuchaba placenteramente. Ella, jugando amorosa,

agregaba:

–De modo que permítame invitarle una rebanada del

manjar de mi vida.

Ante tales argumentos y tanta belleza, siempre cedía.

También recuerdo que era la época de lluvias y varias

veces llegué totalmente empapado. Una tarde me recibió con

un regalo, era una elegante gabardina ¡cómo no recordarlo!,

mi primera gabardina para cubrirme de las lluvias ella me la

regaló. Sumamente conmovido y obedeciendo un impulso

irrefrenable la besé en los labios al tiempo que musitaba:

–Eres muy espléndida Alicia, ¡gracias!

Ella, sin ocultar su felicidad, me abrazó murmurando:

–Todos los días te voy a hacer regalos, para que todos

los días me beses.

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Y nuestros labios se unieron prolongadamente.

Otra noche, mientras cenábamos, me confesó su amor y

su deseo de casarse conmigo.

–Sé, y estoy consciente que casi te doblo la edad, y también

que tú no me quieres, pero yo sabré ganarme tu amor. ¡Te

prometo que sabré esperar!

Hablaba atropelladamente, se le amontonaban las ideas.

–Estoy dispuesta a ayudarte, supongo tus problemas

económicos. ¡Te ruego que me aceptes!, ¡nos casaremos cuanto

antes! Viviremos de momento en esta casa. Indiscutiblemente

continuarás estudiando, ¡quiero demostrarte que tú eres lo

que más amo en la vida!

Con urgencia amorosa me tomó de las manos sin dejar

de hablar.

–Javier, te aseguro que desde que apareciste en mi vida,

descubrí que mi corazón perdió la tranquilidad.

Sus finas manos de pianista apretaban con fuerza las

mías. Por primera vez experimenté un auténtico respeto ante

esa mujer enamorada confesándome su amor, y ofreciéndome

todo cuanto poseía, incluyendo las esmeraldas de sus ojos.

Me encontraba ante un dilema y no sabía que responder. Estaba

extremadamente conmovido, sentía el peso de su mirada

aguardando una respuesta; avergonzado desvié mis ojos, sentía

la obligación de ser honesto, y ante el desconocimiento total

de una situación semejante lamentaba declinar su amorosa

propuesta, y solo deseaba herirla lo menos posible.

289


–Alicia, eres una mujer encantadora, posees todo lo que

el hombre más exigente pueda desear, representas el regalo

más codiciado; pero te ruego que me comprendas. De momento

en mis planes no tengo contemplado el matrimonio.

Me miró interrogante.

–Te suplico me entiendas, todavía no estoy preparado

para eso. Apenas tengo 18 años. Dime, ¿qué haría yo en este

momento casado y con hijos?, supongo que eso implica una

responsabilidad la que yo no puedo asumir ahora, además, hay

algo que me importa por sobre todas las cosas; ¡quiero ser actor

de teatro, estrella de cine! Siento y creo que es mi auténtica

vocación. El magisterio, que yo respeto mucho, es una profesión

que me dará cultura y conocimientos facilitándome el ingreso

a la escuela de Bellas Artes para estudiar formalmente la

carrera. Ahí están mis verdaderos sueños, mis ilusiones. ¡Esa es

mi verdad!

Sus ojos inmensos centellearon y tomándome la cara

entre sus manos exclamó:

–¡Verdad!, ¿cuál verdad? ¡La vida de los actores es solo

ficción, oropel, es color merengue! Nunca viven en la realidad.

Yo, sí te estoy ofreciendo una seguridad, algo auténtico.

Con pasión afirmé:

–¡Siento y sé que es mi vocación!, ¡estoy seguro que nací

para ser actor!

–Sin duda, ¡pero estás renunciando al amor!, al amor

auténtico que yo te ofrezco, a vivir tranquilo, a tener una familia.

¿Y todo para qué?, ¡para ver tu nombre en una marquesina!,

290


y por ¿cuánto tiempo?, ¿cuánto te va a durar?, ¡piénsalo!,

la juventud es efímera, muy breve y se termina pronto. En

cuanto al talento, que sin la menor duda tienes, no siempre es

suficiente.

Sus palabras hicieron un efecto terrible en mí, ya que me

aturdieron y me llenaron de confusión. La miré desconcertado.

La bella mujer temblaba y habló en tono de sentencia.

–Te vas a arrepentir. ¡Te aseguro que te vas a arrepentir!

Sobreponiéndome la confronté.

–Es posible que tengas razón Alicia, pero también se trata

de mi convicción, y por lo menos me quedará la satisfacción de

sufrir por algo que yo elegí.

En su rostro se amplificó la congoja a la vez que dolida

murmuraba:

–Quiero suponer que la juventud te da este derecho. No

lo deseo, pero seguramente el destino te hará llegar una factura

con alto costo. Ojalá y los intereses no sean muy dolorosos por

haberte burlado de mi corazón.

La escuchaba temeroso, deseando interiormente que

estuviera equivocada. Presagiosa agregó:

–¡Eres un inconsciente!, y no quiero que olvides lo que

voy a decirte: “Jamás, óyelo bien, jamás te quejes de que

nunca hubo quién te amara, pero además, por el solo placer

de amarte. Fue tan fácil para ti, ya que con tu sonrisa abriste mi

corazón y te quedaste en él”.

Su rostro estaba frente al mío, podía sentir cómo vibraba

todo su cuerpo. Arrebatadamente y con urgencia, nuestros

291


labios se unieron en un beso largo y ardiente, que aún conservo,

pero que entonces significaba el adiós.

Alicia misma me presentó con unas religiosas que atendían

un orfanato para niñas indigentes en Popotla. Las monjas

impartían a las menores clases de primaria, pero sin ninguna

preparación pedagógica, y necesitaban que algún profesor las

orientara. Alicia, en su afán de ayudarme, pensó que yo era el

indicado, sobre todo que obtendría un estipendio, de modo

que me improvisé como pedagogo durante algún tiempo, lo

cual resultó muy novedoso.

No llegaban a diez las religiosas que serían mis alumnas.

Por aquel entonces contaba con escasos conocimientos sobre

técnica de la enseñanza o ciencia de la educación, ya que solamente

cursaba el primer año en la Escuela Normal, pero a

cambio tenía mucho entusiasmo, procuraba auxiliarlas en todo

cuanto podía.

Frecuentar esa casa tenía un especial encanto, con sus

patios y tejados cubiertos de palomas, disfrutaba observando

cómo iban y venían silenciosas las religiosas. Invariablemente

después de cada clase me invitaban a pasar al refectorio a tomar

chocolate y panecillos de frutas que ellas mismas preparaban,

los que devoraba y agradecía con toda el alma.

Entre las hermanas había una que llamó poderosamente

mi atención, tendría como 25 años, de tez blanca, ojos color

miel y de dulce mirar; la llamaban Sor Ángeles, hablaba poco,

pero me observaba con insistencia. Cuando yo hacía alguna

pregunta relacionada con el tema que estábamos tratando,

292


notoriamente se encontraba distraída mirándome, y sus mejillas

se sonrojaban de la mortificación. Su actitud me intrigaba,

aunque yo trataba de no evidenciarme. Una tarde, por alguna

razón nos quedamos solos. Positivamente temerosa se dirigió

a mí.

–Discúlpeme profesor, no sé si me esté permitido, pero

necesito confesarle que desde hace algunos días, es decir,

desde que usted inició el curso, mi alma está llena de una

terrible angustia.

Daba la impresión de estar al filo del llanto.

–¡Calma hermana!, ¡por favor!, no se agobie y dígame lo

que le ocurre.

La santa mujercita, roja de confusión y con la mirada

clavada en el suelo habló:

–Tengo que decirle algo que me tortura, pero no me

atrevo profesor.

–Se lo ruego hermana, téngame confianza y cuente con

mi discreción.

–¡Gracias profesor!, es posible que sea una irreverencia

–santiguándose– ¡Dios me proteja! –observándome ya directamente–

pero es que, usted es ¡exacto!, es tan joven, el color de

su piel, su cabello ensortijado y sobre todo la misma estructura

de cuerpo. No, no existe la menor duda. Usted es como él.

Me miraba con los ojos iluminados, se encontraba

totalmente extasiada y exclamó delirante:

–Cuando usted apareció llenando el marco de la puerta

me dije: ¡San Sebastián ha entrado en esta casa!

293


Y salió de prisa. Me quedé boquiabierto, y desde luego

enormemente halagado por semejante comparación, aunque

poco sabía del joven soldado mártir. Pero, sí sé que fue entonces

cuando empecé a tomar conciencia plena de la encantadora

trampa que es la juventud.

En la siguiente clase me intrigó que Sor Ángeles no estuviera

presente. No externé ningún comentario, pero cuando

me retiraba, al pasar por la capilla, nos encontramos.

–Buenas tardes Sor Ángeles, lamenté su ausencia en

la clase.

Me miró con ojos turbados y mucha timidez al tiempo

que intentaba justificarse.

–Siento mucha vergüenza con usted profesor, ya que mi

padre espiritual me amonestó y con toda razón. Señalándome

que mi comportamiento era altamente reprochable. Por lo que

ameritaba una severa penitencia.

–Con todo respeto hermana, no estoy de acuerdo con

su confesor. Ya que con lo que usted me comentó no ofende a

nadie. Y respecto a mí, me halaga enormemente el parangón.

No le dé mayor importancia, pero sobre todo asista al curso,

pues su presencia es más agradable que su ausencia.

La bella religiosa me miró turbada.

Transcurrieron algunos días y Sor Ángeles se tornaba

más distraída y nerviosa. En cierto momento, entre las tareas

que debía revisar deslizó una nota rogándome que la esperara

en la capilla. Así lo hice, se presentó la religiosa y ante mi

asombro y sin el menor preámbulo, me pidió que le mostrara

294


los pies. Era tan extraña su petición que no lo pensé, procedí

a descalzarme, quitarme los calcetines y mostrarle los pies

desnudos. Sus lánguidos ojos se posaron en ellos, y sin apartar

la mirada me preguntó:

–¿Me permite tocarlos?

Sin salir de mi asombro respondí afirmativamente. Se

postró de hinojos, tomó mis pies y delicadamente los observó

como si se tratara de algo muy preciado. En su rostro había un

extraño resplandor y habló casi en murmullo:

–¡Alabado sea dios!, sí, no existe la menor duda. Son los

pies de San Sebastián.

Y la santa mujer vibraba de pies a cabeza. Me conmovían

sus ojos mansos y contemplativos.

–Le suplico que se tranquilice Sor Ángeles, y me hable

sin temor de su objetivo.

Con mucho entusiasmo me explicó que ella pintaba, y

que hacía algún tiempo tenía en mente la idea de plasmar en

un óleo a San Sebastián, ya que era un santo que ella admiraba

y veneraba enormemente. Encontrar al modelo se había convertido

en una auténtica obsesión. Era su sueño dorado y la razón

más importante de su existir, afirmaba que al conocerme

era como si el cielo se le hubiera abierto. Confiaba contar con

mi colaboración para iniciar un auténtico recorrido espiritual.

Yo la escuchaba desconcertado y pregunté:

–Sor Ángeles, ¿está usted convencida de que soy yo la

persona que usted necesita?

295


–¡Ya lo creo profesor! Usted reúne los atributos de mi

amado santo. ¡Se lo ruego!, en nombre de ese mártir, ¡ayúdeme!,

pose usted para mí, cristalice conmigo ese sueño.

Sin salir de mi asombro la miraba indeciso. Sumamente

mortificada y nerviosa aclaró:

–Deberá usted posar desnudo, ya que de esa manera

fue torturado el joven soldado. Ya tengo todo listo para iniciar

la obra, en el momento en que usted me haga la caridad de

aceptar.

Hablaba con tanto entusiasmo de su proyecto que

resultaba inevitable no contagiarse, dijo también que las

flechas sería lo último que pintaría, pues deseaba que fuera una

auténtica alegoría. Era fascinante escucharla, pues al hablar sus

ojos trasmitían la bondad de su alma. Y ya convencido, quise

involucrarme; además yo había leído en algún lugar, que ser

pintado por alguien significaba pasar a la inmortalidad. De tal

forma consideré relevante trascender plasmado en un lienzo,

y nada menos que como San Sebastián.

Acepté encantado. El primer día que posé estuvo lleno

de sensaciones nuevas y experiencias sorpresivas. Comprobé

que Sor Ángeles era impredecible, por ejemplo, no permitió

que yo me desnudara. ¡De ninguna manera!, ella hizo todo un

ritual para despojarme de la ropa. Al tiempo que murmuraba

fragmentos de El cantar de los cantares.

–He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce...

Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma...

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Y verdaderamente me daba un tratamiento como si

yo fuera San Sebastián. Repentinamente sus blancas mejillas

enrojecían, y un extraño resplandor la envolvía toda.

Una vez que me desnudó totalmente, me ungió con un

bálsamo con aroma de nardos. Y continuó musitando:

–Nardo y azafrán, caña aromática y canela... Venga mi

amado a su huerto...

La cintura me la cubrió con un breve género blanco. En

el piso colocó un hermoso tapete bordado por ella misma para

que yo pisara descalzo. Y desde luego me sujetó a un tronco

de árbol preparado ex profeso. La atmósfera se tornó un tanto

irreal, encantadoramente onírica.

–Le ruego que no se mueva profesor. Ya que voy a

comenzar a trazar.

Se conducía con auténtico profesionalismo y a ratos me

daba la impresión que levitaba; de tiempo en tiempo me dirigía

miradas furtivas o entornaba los ojos. Cuando imaginaba que

me había cansado por la posición, me ofrecía en una copa de

plata tipo cáliz, vino rojo exquisito. Yo suponía, como el que

usan los sacerdotes durante la liturgia de la misa.

En otros momentos me aproximaba a la boca –recordemos

que yo estaba atado– gajos de toronja, uvas moscatel, o

dátiles de la India, también nueces y dulces finos. Y como si

hablara con San Sebastián usaba un tono místico:

–He comido mi panal y mi miel... Mi vino y mi leche he

bebido...

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En afortunada ocasión, me ofreció higos –¡cómo olvidarlos!–

cuidadosamente los depositaba en mi boca, y murmuraba

amorosa:

–Sepa usted profesor que los higos son para morderse,

pero antes, debe cerciorarse que ya estén maduros; entonces

se desnudan y, a medida que los desnudamos, los mordemos

para que nuestra boca se impregne de su delicioso néctar.

Yo, embelesado, mordía con singular fruición aquellos

apetitosos y dulces higos, imaginando que se trataba de carnosos

pezones. Y casi podía sentir que me encontraba rodeado

de ángeles, arcángeles y serafines. Así, inmerso en esa atmósfera

celestial, tenía la sensación de hallarme ya casi en olor a

santidad.

Al finalizar cada sesión nuevamente me ungía todo el

cuerpo con bálsamo de flores musitando:

–A más del olor de tus suaves ungüentos... Tu nombre es

como ungüento derramado...

Amorosamente acariciaba las supuestas heridas y se

abrazaba a mí, dejando escuchar su respiración entrecortada,

y voluptuosamente le palpitaba la nariz cerrando los ojos.

Algunas veces noté cómo se estremecía y se tornaba pálida;

de pronto, se desvanecía lentamente hasta llegar a mis pies.

De esa forma permanecía como una flor desmayada y aferrada

a ellos, besándolos con veneración. Cuando reaccionaba me

desataba y pedía me vistiera.

Transcurrieron días de huella indeleble por el encanto

de sus situaciones, era como vivir dentro de un mundo de

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sueño, pues esta bendita mujer era tan enigmática como

impredecible. Y yo, por supuesto me encontraba fascinado,

les había tomado mucho cariño a esos rituales, a los manjares,

a los vinos delicados, que eran auténtico polen y a los dulces

finos, pero sobre todas las cosas, me había aficionado a morder

los higos desnudos.

Debo aclarar que mientras Sor Ángeles trabajaba jamás

hablaba, permanecía en silencio como en estado de gracia;

solamente se desplazaba para preguntarme.

–Hombre de Dios, ¿tiene usted sed?

Eso le preocupaba enormemente. Imaginaba que el

joven soldado debió sufrir muchísimo por la tortura y la sed;

de modo que en su honor, me ofrecía abundante vino rojo al

tiempo que musitaba con ensoñación:

–Oh, si tú fueras como un hermano mío... Porque mejores

son tus amores que el vino...

Y supongo que de ahí surgió mi afición a la uva –a la

buena uva– dicho sea de paso, celosamente cuidaba que no

me aproximara al óleo, nunca lo permitió.

–Hasta que esté terminado –decía–.

Y justamente una tarde lluviosa al tiempo que suspiraba

murmuró:

–Ahora sí San Sebastián, puede ver su retrato.

Me desamarró y tomándome por una mano me condujo

frente a él. Quedé gratamente impactado, era un magnifico

trabajo. El cuadro casi de tamaño natural, y el parecido conmigo

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era exacto, sobre todo los ojos. Además, la sangre que brotaba

de las flechas se antojaba real. La religiosa que contemplaba

satisfecha su obra exclamó:

–¡San Sebastián resplandece!, ¡Como un sol naciente!,

primero fue un hermoso sueño. Ahora, ya es una hermosa

realidad.

Repentinamente experimenté una sensación extraña

que me invadió totalmente. Quedé mudo literalmente, no

sabía qué decir, la obra estaba terminada y debía despedirme.

Sentía como si me estrujaran la garganta, cualquier cantidad

de palabras se me amontonaban. Sor Ángeles que miraba

alternativamente a su obra y a mí, habló amorosa.

–Profesor, tenga cuidado. Me preocupa su juventud,

su corazón no tiene experiencia y puede desbordarse con un

amor que le cause dolor.

–¿Y cómo saberlo?

Nos miramos cumplidamente, ambos pretendíamos

ocultar nuestro verdadero sentimiento, pero un llanto congelado

espejaba en sus ojos. Me dolía su dolor, no quería mostrar

debilidad pero fue inútil, ya que las lágrimas como la risa se

contagian. Tomé sus manos y murmuré.

–Permítame besar las manos de una artista.

Deposité un beso en cada una cuestionándome, ya que

mi intención no fue jamás despertar un amor profano. Con

repentina pasión besé nuevamente sus manos, la religiosa las

apartó con firmeza al tiempo que manifestaba:

300


–¡Adiós, profesor!, y que nuestro señor lo llene siempre

de bendiciones por haber colaborado en la realización de mi

más caro sueño.

Notoriamente avergonzado murmuré:

–¡Perdón Sor Ángeles!, debí suponer que en su corazón

no hay lugar para el pecado.

Nos miramos en silencio unos instantes, ella desvió los

ojos evitándome. Y en contra de mi voluntad salí.

Caminaba por la calle absorto y desconcertado. ¿Cómo

era posible tanto amor y sensibilidad en una joven religiosa

como Sor Ángeles?

Y tampoco entendía, cómo en tan corto tiempo, había

experimentado el amor de dos mujeres por demás genuinas.

Pensé en voz alta:

–¿Qué sucede?... Tal parece que la vida fuera una trampa

constante...

Llegaron en un eco las palabras de Alicia.

–Jamás, óyelo bien, jamás te quejes de que no hubo

quién te amara.

Me detuve a mirar el cielo, ya aparecían las primeras

estrellas, al contemplarlas recapacité:

–¿Estaré realmente cambiando el amor por el sueño

de llegar a estrella de cine?, –ensimismado– ahora no puedo

saberlo. Pero, según veo en el cielo da la impresión de que las

estrellas anduvieran a la deriva, es decir, solas. ¿Ese será el costo?

–muy serio– no lo creo. Sería injusto. Bueno, no entiendo por

301


qué estoy pensando en eso ahora. ¡Soy muy joven! Y me estoy

preparando. Quiero decir, poniendo los medios, y cuando sea

necesario pondré también “los enteros”.

Seguí caminando durante un rato, desenredando mis

ilusiones. Las calles estaban escuetas. Mi cuidad –pensé– esta

maravillosa Ciudad de México, donde todos los día se dan milagros,

donde diariamente llegamos conquistadores en potencia

a soñar, que es fundamental.

Aguardaba el camión que me conduciría a la casa, allá

por Héroes de Churubusco. La noche había enfriado, yo iba

enfundado en la elegante gabardina que me regalara con

tanto amor Alicia López Negrete, la bella mujer que tenía por

ojos dos esmeraldas.

Menuda lluvia de agosto empezó a caer sobre el asfalto;

caminaba de prisa, tenía enormes deseos de hacer cosas, y

en mi mente permanecía una idea firme, obsesiva, debía apresurarme,

rebasar, sin importarme de quién se tratara. Porque

“los de adelante corren mucho y los de atrás se chingarán”.

Me repetía ahora ya sin la menor duda, y aceptando además

que la juventud es una deliciosa trampa, impregnada de arrogancia

y crueldad pero, encantadoramente seductora.

En circunstancias íntimas me he preguntado: ¿qué

fin tendría Sor Ángeles y su magnífico óleo?, ¿a donde iría

a parar? Es posible que se encuentre en el altar de alguna

iglesia rodeado de veladoras, ¿por dónde estaré? Nada me

haría más feliz que volver a verlo, por ser tan representativo

302


de mi primera juventud, y por haber despertado ese amor

deliciosamente irreverente. Sin duda, ya me habrán colgado

algunos “milagritos”.

303


304

Ruán terminaba de filmar “Los Marcados”, 1970


Recuento al modo chino

Tomando en consideración,

que cada quién habla según le fue en la feria.



1– Parafraseando a Walt Witman, me he cantado y celebrado a

mí mismo cualquier cantidad de veces.

2– Del altar de la madonna del Rocío en Jerez de la Frontera

hurté hermosas clavelinas frescas, pero a cambio puse en las

manos de unos niños gitanos que me pillaron unas pesetas.

3– La caprichosa vida me brindó la oportunidad en la primavera

de 1962 de decirle a Marilyn Monroe en el hotel Hilton de la

ciudad de México y frente a una multitud: ¡I love you Marilyn!

Y, ante mi asombro, la diosa me contestó: “Me too”.

4– Fui apadrinado estelarmente en el cine mexicano por don

Alejandro Galindo en su película Corona de lágrimas.

5– La noche de la inauguración de los juegos olímpicos de

México 1968, la actriz Chela Nájera (champaña en mano en

Paseo de la Reforma) me regaló (simbólicamente) la glorieta

de Cristóbal Colón. El mismo que tiene la mano extendida para

constatar si llueve, o indicando que va a dar vuelta a la derecha.

6– La primera función de Bodas de Sangre en el teatro Enrique

Santos Discépolo, en Buenos Aires Argentina, se la brindé a

Carlos Gardel.

7– Mi hermana Priscila, en el año 1949, me llevó de la mano

y ataviado como un serafín, a la ceremonia de la primera

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comunión en el templo Del Carmen. Barrio de Tepito de la

ciudad de México.

8– La compositora cubana Myrta Silva, sentada al piano del

casino en el verano de 1976, me obsequió el hotel San Juan, en

San Juan de Puerto Rico. Subrayando con acordes musicales

de su canción “Tú no sabes nada de la vida.”

9– La Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas

en el año de 1971 me nominó para el Ariel coactuación masculina

por la película de Alberto Mariscal Los Marcados.

10– Cristalicé un suceso familiar prohibido, contar la historia

de Cuando Leonarda se puso en amores en mi novela Pueblo

chico, Infierno grande en el año de 1996. Me acompañó

en esta fascinante aventura el maestro Mario Hernández,

insuperable dialoguista, amén de multipremiado realizador

cinematográfico.

11– Durante el año de 1986 filmaba en La Habana Cuba La vida

de Beny Moré y unos compañeros escritores cubanos, me

obsequiaron nada menos que El Castillo del Morro en testimonio

de amistad. Conservo documento que así lo avala.

12– En compañía de la gran Chabuca Granda, gloria nacional del

Perú y disfrutando del efecto del pisco, escuchamos la risa del

río Rimac y caminamos del puente a la alameda.

308


13– Entre mis pecados de juventud (década de los 60) destaca

uno que aún me aculpa. Haber hecho el amor en el interior del

templo de Chimalistac. Escuchando a lo lejos la música de los

Creedence. ¡Cuánta irreverencia! Seguramente seré juzgado

por la historia.

14– Podría asegurar que vi a través de los ojos de Dios, al

sobrevolar la meseta P’urhépecha piloteando la avioneta el

sacerdote y poeta, Dr. Francisco Martínez Gracián. Fue una

experiencia de una belleza ¡inconmensurable!

15– Hablando de auténticas experiencias; cuando contemplaba

a mis hijos recién nacidos, el primogénito Virgilio, después

Guillermo Antonio. Gustaba experimentar colocando uno

de mis dedos entre una de sus pequeñas manos, y quedaba

felizmente impactado al sentir cómo se aferraban a este.

Desde ese instante constaté que Dios me había otorgado el

premio mayor y además, que estaríamos unidos por siempre.

16– El Magisterio, grandioso aprendizaje, base fundamental de

mi formación profesional. Una década solamente, 1959 - 1969,

era el despegue de mi juventud. Lo cambié por el séptimo arte.

Aprendí entonces que escoger significaba renunciar.

17– Un 14 de febrero, día consagrado al amor, en La Habana Cuba,

Rosita Fornés “La vedete de América” y orgullo de los cubanos,

al tiempo que bailábamos siguiendo el ritmo de “cómo fue, no

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sé decirte cómo fue…” me entregó sutilmente enamorada el

cabaret Tropicana lugar donde nos encontrábamos.

18– He tenido la fortuna de interpretar personajes como:

Moctezuma II, Pigmalión. Chichicof, Romeo, Don Juan Tenorio,

Jasón, Hamblet, Leonardo, El Príncipe de Gales, y uno que otro

play boy (entiéndase padrotes) por mencionar algunos. Cada

uno aportó algo en mi vida y de cierta manera la modificó, al

grado de casi afirmar que por identificación quedé atrapado en

la identidad de alguno. ¿Será…?

19– Después de disfrutar de la grandiosidad del Cantar de

los Cantares me cuestioné: ¿Y ahora qué voy a leer…? El

grandilocuente Ricardo Garibay me diría: Refúgiate en Homero,

en Dante ¡y no digo más!

20– El 10 de septiembre del año 2005 las autoridades del H.

Ayuntamiento de mi pueblo Nahuatzen, Michoacán, me distinguieron

con un homenaje al mérito artístico. Legalizando dicho

acontecimiento con un documento escrito en p’urhépecha y

una presea espectacular de 78 centímetros de diámetro diseñada

por el clérigo, geólogo y periodista, Dr. Francisco Martínez

Gracián, elaborado en cobre repujado, por orfebres de

Santa Clara, con letras en alto relieve y el escudo oficial de Nahuatzen.

Aclarando que era la primera distinción que se hacía

a un nahuatzense.

310


21– Abrazar a una serpiente enorme durante una ceremonia

de “macumba” en Río de Janeiro, ha sido la experiencia

más aterradora, al mismo tiempo que subyugante. El animal

se deslizaba por mi cuerpo desnudo trasmitiéndome su

temperatura helada, sobra decir que hasta las patillas se me

erizaron, pero qué bueno que ya salí de ese pendiente.

22– Durante el verano de 1984 en Pátzcuaro, Michoacán, la

entonces magistrada penal Elia Maldonado, botella en mano

de fino cogñac, me adjudicó la fuente de cantera donde se

encuentra Tata Vasco, al tiempo que escuchábamos a Rocío

Jurado (en una grabación) cantar: “...y aún tu boca me sabe a

limón…”

23– En Toledo, España, en el barrio judío visité la casa que habitó

por más de 40 años El Greco. Intensamente conmovido

admiré su obra, perpetuando paralelamente a Nikos Kazantzaki

al recordar: “el valor del hombre reside precisamente en

el hecho de buscar y de ser consciente del imposible”, y obviamente

me cuadré y le dirigí unas palabras al maestro.

24– En la obra teatral El ancla, 1977 la maestra Nancy Cárdenas,

por requerimiento del personaje me pidió que me desnudara

totalmente. Con ese noble pretexto dejé de usar tarzaneras,

ya que es impredecible la forma en que un actor está expuesto

a la creatividad de un autor o director de escena. Y yo, que me

precio de ser profesional, inevitablemente sucumbiré.

311


25– En la exitosa temporada de Hola Charly 1979 en el teatro

de los Insurgentes, una noche Mauricio Garcés irrumpe en mi

camerino desesperado pidiéndome le prestara unos calcetines

blancos que había olvidado. Él debía usar mocasines con

calcetines blancos. Le expliqué que solo tenía los que llevaba

puestos. Me obligó a quitármelos, así de mis pies pasaron a los

de él calientitos. Al día siguiente encontré en mi camerino una

caja enorme repleta de calcetines blancos, con una tarjeta que

decía: Ruán descuidado. Para que nunca te falten. Mauricio.

26– En el salón Benito Juárez de la casa presidencial de los

pinos, en 1976, el presidente Luis Echeverría al entregarme

mi pasaporte oficial (diplomático, que aún conservo) ya que

yo era el galán primer actor de la compañía teatral Teatro

de las Américas al tiempo de estrecharme la mano me dijo:

felicidades Javier, por ser un magnífico actor, además de

capricornio. Sorprendido le pregunté: ¿cómo lo sabe usted

señor presidente? Malicioso contestó: los triunfadores somos

capricornio ¿o no?

27– En el cine, en el teatro y en la televisión he tenido la oportunidad

de interpretar a diferentes sacerdotes resultando siempre

un placentero trabajo. Pero no cabe duda que la realidad

siempre superará a la fantasía. Durante la cuaresma del año

2007 en el templo de San Luis Rey de Nahuatzen, el reverendo

Dr. don Francisco Martínez Gracián me confió la responsabilidad

de participar con él en un ritual tan significativo como lo

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es el del miércoles de ceniza. Ataviado con la indumentaria y

ornamento religioso, un auténtico privilegio al impartir la ceniza

en la frente al tiempo que pronunciaba la metáfora: “polvo

eres y en polvo te convertirás” y ver frente a mis ojos los ojos

de niños, hombres y mujeres, algunos rostros de ancianos curtidos

por los años y el trabajo bajo el sol en el campo, pero

impregnados de harta dignidad y respeto ante ese acto de

fe tan señalado por la iglesia. Constatarlo me conmovió en lo

más profundo del corazón, después de esta excelsa práctica,

se afirmó mi convicción religiosa.

28– En mi familia la cita de despedida ha sido en domingo,

como si fuera una consigna. La inicia el domingo 24 de abril

de 1960 papá Ruán, don Prisciliano entró en estado de coma.

El domingo 13 de agosto de 1967 (en plena canícula) mamá

Doloritas Jaimes nos deja. El domingo 24 de junio (día de San

Juan) de 1979 Sergio Ruán pasa a retirarse. El domingo 16 de

junio (día del padre) de 1989 en Buenos Aires Argentina, marcha

Virgilio Ruán Jaimes. Con cierta inquietud me cuestiono: ¿si yo

seguiré la extraña consigna…? Solo deseo que no ocurra un

domingo siete, para que no vayan a mal hablar de mí.

29– Actualmente en el año 2008 a los 68 años, vivo realizado

y tranquilo en la fascinante aventura de la vida. Acompañado

de cerca y de lejos por Virgilio y Guillermo, mis hijos y mi presunción.

Dios ha sido exorbitantemente generoso conmigo. Ya

no me falta ningún personaje por interpretar, he decidido ser

313


selectivo respecto al trabajo actoral que me ofrecen, gracias a

la protección económica de Televisa que me permite vivir correctamente.

Juego a escribir lo que me gusta por el solo placer

de hacerlo. En este horario de mi vida ya no me da miedo

la muerte, tal vez porque he muerto tantas veces frente a las

cámaras o en los escenarios, que ya es una situación que tengo

muy ensayada. Paseo por los espacios tranquilo, entreteniendo

las horas de mi año sextuagésimo octavo buscando a lo que

me resta de vida algún significado, y confiando siempre en que

México es una ciudad maravillosa, inmersa en una especie de

hechizo, donde todos los días se dan milagros.

Empecé y termino parafraseándo a Walt Witman “pues aquí y

ahora, firmo por el alma y el cuerpo, y pongo ante ustedes mi

nombre”.

Javier Ruán

(Aún en plenas facultades mentales…creo…)

314


Apéndice



Ruán como Guadalupe Cajiga en Corazón Salvaje

(versión de 1995)

317


318

Ruán con Elsa Aguirre cantando en un palenque

en Minatitlán Veracruz, 1976


Olga Breeskin y Ruán en la obra teatral Cueros y Pieles, 1982

319


320

Ruán y Ana Martin en Faltas a la moral


Angélica María y Ruán en

La muchacha italiana que vino a casarse, 1971

321


322

Ismael Rodríguez entrega a Ruán la presea Estrella de Plata

por la película Faltas a la Moral, 1969


323


324

Antonio Aguilar y Ruán en Los Marcados, 1970


Ruán como Daniel en la novela Rina

325


326

Ruán en poster publicitaio, 1976


Silvia Pinal, Mauricio Garcés, Amparo Arozamena y Ruán en la obra

teatral Hola Charly teatro de los Insurgentes, años 1978-79

327


328

Ruán con su heroína Leonarda, Verónica Castro

en su novela Pueblo chico, Infierno grande, 1996


Ruán en la novela Amor de Nadie grabada en España y París, 1990

329


Los de adelante corren mucho...

de Javier Ruán

se terminó de imprimir en abril de 2013

en Gráficos Moreno

ubicado en Vicente Santa María #749

colonia Ventura Puente, C. P. 58020

Morelia, Michoacán.

La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado

del autor y del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura.


LOS DE ADELANTE

CORREN MUCHO...

Obra autobiográfica en diferentes

etapas. Veinticuatro para ser exactos.

Intervienen el cuento corto, la

crónica, el humor negro, y, en momentos,

el tono fársico, hasta llegar

al realismo mágico.

Desde siempre, en mi afán de interpretar,

de querer ser un actor comprometido,

he vivido paralelamente

la vida de otros. De los personajes

que me han asignado. Por lo tanto,

inevitablemente me atrapé en la personalidad

de alguno, que indirectamente

modificó la mía.

Como mi niñez transcurrió simultáneamente

entre mi pueblo natal de

Nahuatzen Michoacán, y la ciudad

de México, Con la intención de conservar

mi identidad nahuatzense, he

querido rescatar algo del lenguaje

costumbrista de la meseta P´urhépecha

incorporándolo en mis cuentos

citadinos.

Deliberadamente la cronología en

mi obra es caprichosa.


En esta obra singular, nada que no sea el hombre y su humanismo infinito, como

humano en grado superlativo lo fue Job, nada que no sea el hombre de su materia,

repito, logra cabida. O puedo corregir la frase: en esta obra singular, nada que

no sea la mujer y su humanismo infinito, nada que no sea el matriarcado de su patria,

logra cabida. De ahí que en este insólito género literario del autor de Pueblo

Chico, Infierno Grande, Javier Ruán, quien a decir del gran Carlos Monsiváis:

“ama la provincia y adora la actuación” (2010), prive un género que abarca a la

vez, la divagación, el rosario de recuerdos, la microhistoria, la épica pura; bueno,

de hecho, casi todo, hasta la literatura... con una condición previa: que todos los

Jobs de su materia y todos los Jobs que ha encontrado en su patria artística, se

tiñan de novela...

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