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EL PAJE DEL DUQUE DE SABOYA

EL CAMPAMENTO DE CARLOS V Y SUS ALREDEDORES Trasladémonos sin prólogo ni preámbulo a la época en que reinan Enrique II en Francia, María Tudor en Inglaterra, y Carlos V en España, Alemania, Flandes, Italia y las dos Indias, o lo que es igual, en la sexta parte del mundo. Empieza la escena en el día 5 de mayo de 1555, cerca de la pequeña ciudad de Hesdin-Fert, recién reedificada por Manuel Filiberto, príncipe del Piamonte, para reemplazar la de Hesdinle-Vieux, por él tomada y destruida en el año anterior; y, por lo tanto, nos hallamos en la parte de la Francia antigua, que a la sazón llamaban Artois, y en el día denominamos departamento del Paso de Calais. Decimos Francia antigua, porque el Artois estuvo unido por poco tiempo al patrimonio de nuestros reyes por Felipe Augusto, vencedor de San Juan de Acre y de Bouvines. Transmitido en 1180 a la casa de Francia y cedido en 1237 por San Luis a Roberto, su hermano menor, perdióse en manos de Mahaud, Juana I y Juana II, pasando luego al conde Luis de Mâle, cuya hija lo transmitió con los condados de Flandes y Nevers, a la casa de los duques de Borgoña. Por último, muerto Carlos el Temerario, el día en que María de Borgoña, última heredera del famosísimo nombre y de los innumerables bienes de su padre, unióse con Maximiliano, hijo del emperador Federico III, fue a unir su nombre y riquezas al dominio de la casa de Austria, los que desaparecieron en él como un río en el océano. Gran pérdida fue para Francia, pues Artois era una provincia rica y hermosa, y hacía tres años que con caprichosa fortuna Enrique II y Carlos V luchaban cuerpo a cuerpo, pie a pie y cara a cara; éste para retenerla y aquel para quitársela. Durante esta guerra encarnizada, en que el hijo hallaba al antiguo enemigo de su padre y como éste debía tener su Marignan y su Pavía, cupiéronles a entrambos días prósperos y adversos, victorias y derrotas. Francia vio que el desordenado ejército de Carlos V levantaba el sitio de Metz, y apoderóse de Mariemburgo, Bouvines y Dinan, y entretanto el imperio, por su parte, tomó por asalto a Therouanne y Hesdin, y exasperado por su derrota de Metz, redujo a cenizas la una y destruyó la otra.

EL CAMPAMENTO DE CARLOS V Y SUS ALREDEDORES
Trasladémonos sin prólogo ni preámbulo a la época en que reinan Enrique II en Francia, María Tudor en Inglaterra, y Carlos V en España, Alemania, Flandes, Italia y las dos Indias, o lo que es igual, en la sexta parte del mundo.
Empieza la escena en el día 5 de mayo de 1555, cerca de la pequeña ciudad de Hesdin-Fert, recién reedificada por Manuel Filiberto, príncipe del Piamonte, para reemplazar la de Hesdinle-Vieux, por él tomada y destruida en el año anterior; y, por lo tanto, nos hallamos en la parte de la Francia antigua, que a la sazón
llamaban Artois, y en el día denominamos departamento del Paso de Calais. Decimos Francia antigua, porque el Artois estuvo unido por poco tiempo al patrimonio de nuestros reyes por Felipe Augusto, vencedor de San Juan de Acre y de Bouvines. Transmitido en 1180 a la casa de Francia y cedido en 1237 por San Luis a Roberto, su hermano menor, perdióse en manos de Mahaud, Juana I y Juana II, pasando luego al
conde Luis de Mâle, cuya hija lo transmitió con los condados de Flandes y Nevers, a la casa de los duques de Borgoña. Por último, muerto Carlos el Temerario, el día en que María de Borgoña, última heredera del famosísimo nombre y de los innumerables bienes de su padre, unióse con Maximiliano, hijo del emperador Federico III, fue a unir su nombre y riquezas al dominio de la casa de Austria, los que desaparecieron en él como un río en el océano.
Gran pérdida fue para Francia, pues Artois era una provincia rica y hermosa, y hacía tres años que con caprichosa fortuna Enrique II y Carlos V luchaban cuerpo a cuerpo, pie a pie y cara a cara; éste para retenerla y aquel para quitársela. Durante esta guerra encarnizada, en que el hijo hallaba al antiguo enemigo de su padre y como éste debía tener su Marignan y su Pavía, cupiéronles a entrambos días prósperos y adversos, victorias y derrotas. Francia vio que el desordenado ejército de Carlos V levantaba el sitio de Metz, y apoderóse de Mariemburgo, Bouvines y Dinan, y entretanto el imperio, por su parte, tomó por asalto a Therouanne y Hesdin, y exasperado por su derrota de Metz, redujo a cenizas la una y destruyó la otra.

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Estremecióse Manuel Filiberto: a veces se olvidaba de que oía a un hijo que le refería los postreros instantes

de su padre, pareciéndole sencillamente que leía algunas páginas de una leyenda espantosa; luego de

improviso una palabra le recordaba la realidad, haciéndole ver que la narración no brota de la pluma de un

frío historiador, sino de los labios de un hijo, crónica viva de la agonía de su padre.

––¡Ay! sí, frustrada quedó la última esperanza de mi triste madre prosiguió Odoardo, que había interrumpido

su relato al notar el movimiento de Manuel; –– pues más allá de la puerta, a la luz de las antorchas

y humosas lámparas del corredor, distinguíase el fúnebre espectáculo, horrendo como una visión, mo r-

tal como la realidad. Arrodillóse el conde ante el sacerdote y empezó la confesión, confesión extraña en la

cual el que iba a morir parecía que no pensaba sino en los demás, cuyas palabras, al parecer dichas al sacerdote,

iban realmente dirigidas a la mujer y a la niña y subían a Dios después de pasar por el corazón de

una madre y su hija. Sólo mi hermana, si aún existe, pudiera explicar las lágrimas con que fue recibida

aquella confesión; porque yo no estaba allí, pues ignorando lo que ocurría a trescientas leguas de mí, jugaba,

reía y cantaba tal vez mientras mi padre a las puertas de la muerte hablaba de su hijo ausente a mi madre

y mi hermana deshechas en lágrimas.

Oprimido por ese recuerdo, interrumpióse Odoardo por un momento, y luego prosiguió ahogando un

suspiro:

––El enmascarado espiaba, con un reloj en la mano, el curso de la confesión en los semblantes del sacerdote

y del penitente, y transcurridos los quince minutos, dijo:

––Conde, ha concluido el tiempo que te concedí para estar con los vivos; cumplido el deber del sacerdote,

al verdugo le corresponde desempeñar el suyo.

El sacerdote absolvió a mi padre, y presentándole el crucifijo dirigióse hacia la puerta en tanto que adelantaba

el verdugo. El conde proseguía arrodillado.

––¿Tienes que hacer alguna recomendación suprema al duque Sforza o al emperador Carlos V? ––

interrogó el enmascarado.

––Ninguna, sino a Dios ––respondió el preso.

––¿Estás pronto?

––Ya ves que estoy de rodillas.

Con el rostro vuelto a los barrotes de la obscura puerta por entre los cuales le veían su esposa y su hija,

enviábales el conde cariñosas palabras por vía de última oración.

––Si no queréis que os manche mi mano, conde ––dijo una voz detrás del paciente––, doblaos el cuello

de la camisa. Sois caballero y únicamente tengo derecho a tocaros con el corte de la espada.

Hizo mi padre lo que le prevenían, y el verdugo repuso: ––Encomendaos a Dios.

––Señor bueno y misericordioso ––dijo el conde––, Señor Todopoderoso, en tus manos encomiendo mi

espíritu.

No bien pronunció la última frase, cuando relumbró silbando en las tinieblas la espada del ejecutor simulando

un relámpago, y la cabeza del conde como llevada de un amoroso arranque fue a dar rodando contra

la mohosa puerta. Oyóse un sordo lamento y la caída de un cuerpo; los asistentes creyeron que eran el último

estertor del paciente y la caída de su cadáver.

––Perdonad, monseñor ––dijo Odoardo suspendiendo en ese punto su relato. Si queréis saber lo demás,

tomaos la molestia de ordenar que me den un vaso de agua, pues desfallezco.

Y en efecto, advirtiendo el duque que el narrador de tan tétrica historia, demudábase y bamboleaba, acudió

a sostenerle, hizole sentar en unos cojines y presentóle el vaso de agua que pedía. La frente del príncipe

estaba sudorosa, y aunque acostumbrado a los campos de batalla, parecía tan cercano a desmayarse como el

infeliz a quien asistía. A los cinco minutos recobró Odoardo el sentido.

––¿Queréis saber más, monseñor? ––interrogó.

––Quiero saberlo todo, caballero ––respondió Manuel––; tales relatos son grandes enseñanzas para los

príncipes que un día deben reinar.

––Está bien ––dijo el joven––; así como así, he contado lo más terrible. Enjugóse con la mano el sudor de

la frente y quizá también los ojos llenos de lágrimas, y continuó de esta manera:

“Al volver mi madre en su acuerdo, todo había desaparecido como una visión, y a no hallarse en la cama

del carcelero pudiera figurarse que había sufrido una cruel pesadilla. Temerosa de que se percibieran los

sollozos de mi hermana, habíala encargado que no llorase si no quería perecer a manos de aquel hombre, y

aunque la pobre niña creyese haber perdido padre y madre, miraba a la condesa con ojos despavoridos y

arrasados de lágrimas, derramándolas tan silenciosamente por ella como por él. El carcelero ya no estaba

allí, y compadecida su mujer de mi madre, entrególe un traje suyo, puso a mi hermana uno de los de su

hijo, y habiéndolas acompañado al amanecer hasta el camino de Novara, dio dos ducados a la condesa en-

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