TABÚ 5

El homoerotismo es un camino que se anda descalzo, un camino que debe explorarse con cada uno
de nuestros sentidos y de nuestras habilidades; pero, sobre todo, con la conciencia de que antes de
ser una herramienta placenteramente lúdica, es, también, una de reconocimiento, y como tal, sus
posibilidades de representación son infinitas, ya sea en la intimidad o en el arte.
El homoerotismo, y en este caso me refiero al que nace
del ardor entre dos varones, es una puerta abierta al
deleite, al placer, a la belleza, a la contemplación y al
imaginario. Nació junto a la primera mirada, la primera
caricia, el primer beso, el primer acto de entrega
masculino, no obstante, en su nivel artístico, emerge
al ser representado en vasijas,
pinturas, retablos y
las letras.
Tanto la cultura griega como la romana,
civilizaciones que rendían culto al falo por ser un
arma viril, de fecundación, de dominio y, claro
está, de placer, han legado a la humanidad mitos,
poemas, imágenes y costumbres que inyectaron al
homoerotismo un toque de belleza y lujuria. Basta
recordar el arte grecolatino para darse cuenta de
ello, por ejemplo, en una escena del siglo V a.c.,
Conocida como Kílix Ático, se puede apreciar
a un hombre maduro frente a un efebo en un
acto que va más allá de lo amistoso. Se trata
de un tipo de relación típica en el mundo
griego, el anciano y su efebo, el activo y el
pasivo, el amante y el amado.
Dichas culturas legaron grandes obras de
arte homoerótico y sus temas, como el del
amante y el amado, han sido replicados en
la actualidad con gran destreza por autores
mexicanos. Tal es el caso de Octavio, una
novela de Jorge Arturo Ojeda publicada
en 1982, en la que un hombre mayor se
deslumbra y enamora de un jovencillo,
con el cual experimenta los placeres de
la carne y la soledad.
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