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Emma y las otras señoras del narco - Hernandez, Anabel

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Cártel de Guadalajara. Ese día tenía una fiesta muy especial y

mandó preparar la mejor suite.

En la calle, los escoltas vieron llegar a dos mujeres bellísimas. Su

color de piel y cabello contrastaban armoniosamente. Una era alta,

delgada, de senos prominentes, piel blanquísima y cabello teñido de

dorado que caía sobre sus hombros y espalda; perfectamente

maquillada y ataviada sin vulgaridad, elegante. La otra era menos

alta, igual delgada, con rostro de piel trigueña y cabello castaño;

ataviada de un modo sencillo, pero con clase. Eran las actrices y

cantantes Marcela Rubiales y Zoyla Flor. La primera, hija de dos

figuras del espectáculo, Paco Malgesto y Flor Silvestre, ya tenía una

carrera consolidada, en los setenta había sido conductora de

diversos programas de concursos y revista, y se había insertado

exitosamente en el mundo de la música vernácula siguiendo los

pasos de su madre. La segunda era poseedora de una voz

prodigiosa que le había ganado el sobrenombre de “la morenita de

la voz de oro”, enfocada también en la música ranchera.

Sicarios y policías que integraban la escolta de Don Neto fueron

a recoger a las jóvenes al aeropuerto de Guadalajara para después

llevarlas al hotel donde el capo ya las esperaba. Jorge Godoy,

policía judicial de Jalisco y custodio de Fonseca, las vio entrar. “Bien

vestidas, perfumadas, elegantes, guapas, pasaron según sin voltear

a ver a nadie; nosotros tampoco de andarlas volteando a ver porque

también te daban pa’bajo”. 1 Ambas ingresaron en la habitación

señalada. Cuando se volvió a abrir la puerta, dos horas después, las

dos salieron muy contentas con la sonrisa plena y enjoyadas.

Marcela Rubiales le encantaba al capo, pero Zoyla Flor era una de

sus “consentidas”.

Como muchos otros jefes del narcotráfico, Don Neto era adicto a

las mujeres. Entre mayor número, mejor. Más si eran hermosas.

Mucho más si eran famosas. Eso alimenta su ego, los hace creer

que tienen acceso a lo inaccesible. La presencia de ellas no solo

confirma su virilidad ante sí mismos y los demás que miran y no

pueden tocar, sino que alimenta su sed de poder y su convicción de

que son invencibles, omnipotentes.

Que mujeres u hombres aplaudidos y admirados, que están en el

cine, la televisión, el teatro, los palenques, los conciertos, las

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