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Víctor Hugo - Los miserables

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-Pero, ¿quitaréis el pie? ¡Vamos, levantad ese pie!

-¡Ah! ¡Conque estás aquí todavía! -dijo Jean Valjean; y poniéndose repentinamente de

pie, sin descubrir por esto la moneda, añadió-: ¿Quieres irte de una vez?

El niño lo miró atemorizado; tembló de pies a cabeza, y después de algunos momentos

de estupor, echó a correr con todas sus fuerzas sin volver la cabeza, ni dar un grito.

Sin embargo a alguna distancia, la fatiga lo obligó a detenerse y Jean Valjean, en medio

de su meditación, lo oyó sollozar.

Algunos instantes después, el niño había desaparecido.

El sol se había puesto. La sombra crecía alrededor de Jean Valjean. En todo el día no

había tomado alimento; es probable que tuviera fiebre.

Se había quedado de pie, y no había cambiado de postura desde que huyó el niño. La

respiración levantaba su pecho a intervalos largos y desiguales. Su mirada, clavada diez o

doce pasos delante de él, parecía examinar con profunda atención un pedazo de loza azul

que había entre la hierba. De pronto, se estremeció: sentía ya el frío de la noche.

Se encasquetó bien la gorra; se cruzó y abotonó maquinalmente la chaqueta, dio un

paso, y se inclinó para coger del suelo el palo. Al hacer este movimiento vio la moneda

de cuarenta sueldos que su pie había medio sepultado en la tierra, y que brillaba entre

algunas piedras. "¿Qué es esto?", dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos, y se detuvo sin

poder separar su vista de aquel punto que había pisoteado hacía un momento, como si

aquello que brillaba en la oscuridad hubiese tenido un ojo abierto y fijo en él.

Después de algunos minutos se lanzó convulsivamente hacia la moneda de plata de dos

francos, la cogió, y enderezándose miró a lo lejos por la llanura, dirigiendo sus ojos a

todo el horizonte, anhelante, como una fiera asustada que busca un asilo.

Nada vio. La noche caía, la llanura estaba fría, e iba formándose una bruma violada en

la claridad del crepúsculo.

Dio un suspiro y marchó rápidamente hacia el sitio por donde el niño había

desaparecido. Después de haber andado unos treinta pasos se detuvo y miró. Pero

tampoco vio nada.

Entonces gritó con todas sus fuerzas:

-¡Gervasillo! ¡Gervasillo!

Calló y esperó. Nadie respondió. El campo estaba desierto y triste.

El hombre volvió a andar, a correr; de tanto en tanto se detenía y gritaba en aquella

soledad con la voz más formidable y más desolada que pueda imaginarse:

-¡Gervasillo! ¡Gervasillo!

Si el muchacho hubiera oído estas voces, de seguro habría tenido miedo, y se hubiera

guardado muy bien de acudir. Pero debía de estar ya muy lejos.

Jean Valjean encontró a un cura que iba a caballo. Se dirigió a él y le dijo:

-Señor cura: ¿habéis visto pasar a un muchacho?

-No -dijo el cura.

-¡Uno que se llama Gervasillo!

-No he visto a nadie.

Entonces Jean Valjean sacó dos monedas de cinco francos de su morral, y se las dio al

cura.

-Señor cura, tomad para los pobres. Señor cura, es un muchacho de unos diez años con

una bolsa y una gaita. Iba caminando. Es uno de esos saboyanos, ya sabéis...

-No lo he visto.

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