Víctor Hugo - Los miserables
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Fantina había abandonado su pueblo unos diez años antes. M. había cambiado mucho.
Mientras ella descendía lentamente de miseria en miseria, su pueblo natal había
prosperado.
Hacía unos dos años aproximadamente que se había realizado en él una de esas hazañas
industriales que son los grandes acontecimientos de los pequeños pueblos.
De tiempo inmemorial M. tenía por industria principal la imitación del azabache inglés
y de las cuentas de vidrio negras de Alemania, industria que se estancaba a causa de la
carestía de la materia prima. Pero cuando Fantina volvió se había verificado una
transformación inaudita en aquella producción de abalorios negros. A fines de 1815, un
hombre, un desconocido, se estableció en el pueblo y concibió la idea de sustituir, en su
fabricación, la goma laca por la resina.
Tan pequeño cambio fue una revolución, pues redujo prodigiosamente el precio de la
materia prima, con beneficio para la comarca, para el manufacturero y para el
consumidor.
En menos de tres años se hizo rico el autor de este procedimiento, y, lo que es más,
todo lo había enriquecido a su alrededor.
Era forastero en la comarca. Nada se sabía de su origen. Se decía que había llegado al
pueblo con muy poco dinero; algunos centenares de francos a lo más, y que entonces
tenía el lenguaje y el aspecto de un obrero.
Y fue con ese pequeño capital, puesto al servicio de una idea ingeniosa, fecundada por
el orden y la inteligencia, que hizo su fortuna y la de todo el pueblo.
A lo que parece, la tarde misma en que aquel personaje hacía oscuramente su entrada
en aquel pequeño pueblo de M., a la caída de una tarde de diciembre, con un morral a la
espalda y un palo de espino en la mano, acababa de estallar un violento incendio en la
Municipalidad. El hombre se arrojó al fuego, y salvó, con peligro de su vida, a dos niños
que después resultaron ser los del capitán de gendarmería. Esto hizo que no se pensase en
pedirle el pasaporte. Desde entonces se supo su nombre. Se llamaba Magdalena.
II
El señor Magdalena
Era un hombre de unos cincuenta años, reconcentrado, meditabundo y bueno. Esto es
todo lo que de él podía decirse.
Gracias a los rápidos progresos de aquella industria que había restaurado tan
admirablemente, M. se había convertido en un considerable centro de negocios. Los
beneficios del señor Magdalena eran tales que al segundo año pudo ya edificar una gran
fábrica, en la cual instaló dos amplios talleres, uno para los hombres y otro para las
mujeres. Allí podía presentarse todo el que tenía hambre, seguro de encontrar trabajo y
pan. Sólo se les pedía a los hombres buena voluntad, a las mujeres costumbres puras, a
todos probidad. Era en el único punto en que era intolerante.
Antes de su llegada, el pueblo entero languidecía. Ahora todo revivía en la vida sana
del trabajo. No había más cesantía ni miseria.
En medio de esta actividad, de la cual era el eje, este hombre se enriquecía, pero, cosa
extraña, parecía que no era ése su fin. Parecía que el señor Magdalena pensaba mucho en
los demás y poco en sí mismo. En 1820 se le conocía una suma de seiscientos treinta mil
francos colocada en la casa bancaria de Laffitte; pero antes de ahorrar estos seiscientos
mil francos había gastado más de un millón para la aldea y para los pobres.