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Víctor Hugo - Los miserables

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La hija de aquella mujer era uno de los seres más hermosos que pueden imaginarse y

estaba vestida con gran coquetería. Dormía tranquila en los brazos de su madre. Los

brazos de las madres son hechos de ternura; los niños duermen en ellos profundamente.

En cuanto a la madre, su aspecto era pobre y triste. Llevaba la vestimenta de una obrera

que quiere volver a ser aldeana. Era joven; acaso hermosa, pero con aquella ropa no lo

parecía. Sus rubios cabellos escapaban por debajo de una fea cofia de beguina amarrada

al mentón; calzaba gruesos zapatones. Aquella mujer no se reía; sus ojos parecían secos

desde hacía mucho tiempo. Estaba pálida, se veía cansada y tosía bastante; tenía las

manos ásperas y salpicadas de manchas rojizas, el índice endurecido y agrietado por la

aguja. Era Fantina.

Diez meses habían transcurrido desde la famosa sorpresa. ¿Qué había sucedido durante

estos diez meses? Fácil es adivinarlo.

Después del abandono, la miseria. Fantina había perdido de vista a Favorita, Zefina y

Dalia; el lazo una vez cortado por el lado de los hombres, se había deshecho por el lado

de las mujeres. Abandonada por el padre de su hija, se encontró absolutamente aislada;

había descuidado su trabajo, y todas las puertas se le cerraron.

No tenía a quién recurrir. Apenas sabía leer, pero no sabía escribir; en su niñez sólo

había aprendido a firmar con su nombre. ¿A quién dirigirse? Había cometido una falta,

pero el fondo de su naturaleza era todo pudor y virtud. Comprendió que se hallaba al

borde de caer en el abatimiento y resbalar hasta el abismo. Necesitaba valor; lo tuvo, y se

irguió de nuevo. Decidió volver a M., su pueblo natal. Acaso allí la conocería alguien y le

daría trabajo. Pero debía ocultar su falta. Entonces entrevió confusamente la necesidad de

una separación más dolorosa aún que la primera. Se le rompió el corazón, pero se

resolvió. Vendió todo lo que tenía, pagó sus pequeñas deudas, y le quedaron unos

ochenta francos. A los veintidós años, y en una hermosa mañana de primavera, dejó París

llevando a su hija en brazos. Aquella mujer no tenía en el mundo más que a esa niña, y

esa niña no tenía en el mundo más que a aquella mujer.

Al pasar por delante de la taberna de Thenardier, las dos niñas que jugaban en la calle

produjeron en ella una especie de deslumbramiento, y se detuvo fascinada ante aquella

visión radiante de alegría.

Las criaturas más feroces se sienten desarmadas cuando se acaricia a sus cachorros. La

mujer levantó la cabeza al oír las palabras de Fantina y le dio las gracias, a hizo sentar a

la desconocida en el escalón de la puerta, a su lado.

-Soy la señora Thenardier -dijo-. Somos los dueños de esta hostería.

Era la señora Thenardier una mujer colorada y robusta; aún era joven, pues apenas

contaba treinta años. Si aquella mujer en vez de estar sentada hubiese estado de pie, acaso

su alta estatura y su aspecto de coloso de circo ambulante habrían asustado a cualquiera.

El destino se entromete hasta en que una persona esté parada o sentada.

La viajera refirió su historia un poco modificada. Contó que era obrera, que su marido

había muerto; que como le faltó trabajo en París, iba a buscarlo a su pueblo.

En eso la niña abrió los ojos, unos enormes ojos azules como los de su madre,

descubrió a las otras dos que jugaban y sacó la lengua en señal de admiración.

La señora Thenardier llamó a sus hijas y dijo:

-jugad las tres.

Se avinieron en seguida, y al cabo de un minuto las niñas de la Thenardier jugaban con

la recién llegada a hacer agujeros en el suelo. Las dos mujeres continuaron conversando.

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