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Víctor Hugo - Los miserables

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Los Thenardier, mal pagados, le escribían a cada instante cartas cuyo contenido la

afligía y cuyo exigencia la arruinaba. Un día le escribieron que su pequeña Cosette estaba

enteramente desnuda con el frío que hacía, que tenía necesidad de ropa de lana, y que era

preciso que su madre enviase diez francos para ella. Recibió la carta y la estrujó entre sus

manos todo el día. Por la noche entró en la casa de un peluquero que habitaba en la calle,

y se quitó el peine. Sus admirables cabellos rubios le cayeron hasta las caderas.

-¡Hermoso pelo! -exclamó el peluquero.

-¿Cuánto me daréis por él? -dijo ella.

-Diez francos.

-Cortadlo.

Compró un vestido de lana y lo envió a los Thenardier, los cuales se pusieron furiosos.

Dinero era lo que ellos querían. Dieron el vestido a Eponina; y la pobre Alondra continuó

tiritando.

Fantina pensó: "Mi niña no tiene frío. La he vestido con mis cabellos".

Cuando vio que no se podía peinar, tomó odio a todo, comenzando por el señor

Magdalena, a quien culpaba de todos sus males.

Tuvo un amante, a quien no amaba, de pura rabia. Era una especie de músico mendigo

que la abandonó muy pronto. Mientras más descendía, más se oscurecía todo a su

alrededor y más brillaba su hijita, su pequeño ángel, en su corazón.

-Cuando sea rica, tendré a mi Cosette a mi lado -decía y se reía.

Cierto día recibió una nueva carta de los Thenardier: "Cosette está muy enferma. Tiene

fiebre miliar. Necesita medicamentos caros, lo cual nos arruina, y ya no podemos pagar

más. Si no nos enviáis cuarenta francos antes de ocho días, la niña habrá muerto".

-¡Cuarenta francos!, es decir, ¡dos napoleones de oro! ¿De dónde quieren que yo los

saque? ¡Qué tontos son esos aldeanos!

Y se echó a reír, histérica. Más tarde bajó y salió corriendo y siempre riendo.

-¡Cuarenta francos! -exclamaba y reía.

Al pasar por la plaza vio mucha gente que rodeaba un extraño coche sobre el cual

peroraba un hombre vestido de rojo. Era un charlatán, dentista de oficio, que ofrecía al

público dentaduras completas, polvos y elixires. Vio a aquella hermosa joven y le dijo:

-¡Hermosos dientes tenéis, joven risueña! Si queréis venderme los incisivos, os daré por

cada uno un napoleón de oro.

-¿Y cuáles son los incisivos? -preguntó Fantina.

-Incisivos -repuso el profesor dentista- son los dientes de delante, los dos de arriba.

-¡Qué horror! -exclamó Fantina.

-¡Dos napoleones de oro! -masculló una vieja desdentada que estaba allí-. ¡Vaya una

mujer feliz!

Fantina echó a correr, y volvió a su pieza. Releyó la carta de los Thenardier.

A la mañana siguiente, cuando Margarita entró en el cuarto de Fantina antes de

amanecer, porque trabajaban siempre juntas y de este modo no encendían más que una

luz para las dos, la encontró pálida, helada.

-¿Jesús! ¿Qué tenéis, Fantina?

-Nada -respondió Fantina-. Al contrario. Mi niña no morirá de esa espantosa

enfermedad por falta de medicinas. Estoy contenta. Tengo los dos napoleones.

Al mismo tiempo se sonrió. La vela alumbró su rostro. En la boca tenía un agujero negro.

Los dos dientes habían sido arrancados. Envió, pues, los cuarenta francos a Montfermeil.

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