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que lo hiciste».
—Porque una vez, hace ya mucho tiempo, él no estaba loco. Era
joven. Era grande… grande ante los ojos de Dios y de los hombres.
Fue Dios mismo quien lo hizo rey. Dios, no los hombres.
Joab volvió a enfurecerse.
—¡Pero ahora sí está loco! Y ya Dios no está con él. Y es más,
David, ¡él todavía te matará!
Esta vez fue la respuesta de David la que ardió con pasión.
—Es mejor que me mate y no que yo aprenda sus métodos. Es
mejor que me mate y no que yo llegue a ser como él. No practicaré
los métodos que causan la locura de los reyes. No arrojaré lanzas, ni
permitiré que medre el odio en mi corazón. No me vengaré. ¡Ni
ahora ni nunca!
Joab se enojó ante semejante respuesta sin sentido, y se
encolerizó en la oscuridad de la caverna.
Aquella noche los hombres se acostaron sobre las piedras
húmedas y frías, murmurando acerca de las opiniones masoquistas y
pervertidas de su líder en cuanto a las relaciones con los monarcas,
y sobre todo con los reyes insensatos.
Aquella noche también se acostaron los ángeles, y soñaron —en
el resplandor crepuscular de aquel día extraordinario— que Dios
aún podía dar su autoridad a un vaso digno de confianza.
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