Butlletí Oficial del Bisbat de Mallorca

No es una paz provisional, siempre frágil, pues depende de
combinaciones y equilibrios entre poderes aún más frágiles. Es la
paz del perdón, la que empieza en las conciencias, verdaderamente
“purificadas de las obras muertas”, abiertas a la influencia de
su Espíritu, que puede transformarlas en agentes e instrumentos,
esta vez sí, en positivo, de las maravillas de Dios.
Pero todavía hay más, hermanos queridos, porque el Señor
ha prometido mucho más: “un cielo nuevo y una tierra nueva”, un
mundo nuevo “donde no habrá llanto ni quejas ni dolor”. Ya vemos
cada día cómo, a pesar de nuestras miserias y pecados, nos va
transformando su perdón y su gracia.
Él lo ha prometido y no fallará. No fallará en hacer de la humanidad
un solo pueblo que cante sus proezas y le glorifique cómo Él
quiere ser conocido y servido: en su Hijo Jesucristo, por su Palabra
y conducido por su Espíritu. Aquí se hallarán la paz y la armonía
definitivas.
Y la humanidad será una. No en una uniformidad artificiosa
en que unos se hayan sacrificado al ídolo, diabólico y, por tanto,
inhumano del dominio de los otros. Esta unidad habría sacrificado
más que lo que habría conseguido y resultaría al fin un auténtico
exterminio de lo más precioso del ser, de los pueblos y de las culturas
humanas.
No, el Señor Jesús, verdadero Rey, asume en su reinado todas
las nobles aspiraciones de la persona humana, todas las realizaciones
auténticas de sus culturas, pueblos y sociedades. En Él hallarán
su pleno cumplimiento todas las expectativas.
Y en este mundo glorioso, la herencia que el Padre le otorga,
resplandecerá la unidad de todos los creyentes en Jesucristo, no
separados ya por las deficiencias con que la empañan nuestros pecados,
debilidades e incomprensiones ni por nuestra incapacidad
de adorar y acoger plenamente su misterio en la revelación que del
mismo ha querido hacernos en su infinita bondad.
Mientras tanto, hermanos, es mucho lo que podemos hacer,
comenzando por rezar juntos, como ahora. Conociéndonos y tratándonos,
superando prejuicios, actuando conjuntamente en la
“caridad de Jesucristo, que nos urge” hacia Él y hacia nuestros
prójimos de todas las confesiones y del mundo entero.
Pero debemos empezar por cultivar esa misma esperanza y la
fe que la sustenta. Debemos creernos verdaderamente sus promesas
y esperar en ellas, “como el niño en la falda de su madre”.
Si el mundo ve nuestra convicción inquebrantable, lo creerá.
Comenzará por convencerse de que lo nuestro no es ingenuidad.
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