Temas Libres - Universidad Politécnica de Puerto Rico
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83<br />
Isabel comenzaba a vestirse —más bien a <strong>de</strong>snudarse; sus reducidos trajes<br />
para trabajar <strong>de</strong> noche cubrían menos que los boxers y la camisilla que vestía para<br />
dormir <strong>de</strong> día— a eso <strong>de</strong> las nueve <strong>de</strong> la noche. Ya para las once estaba en el Lucky<br />
Seven. Sacudía sus ca<strong>de</strong>ras al compás violento <strong>de</strong>l bajo, la fricción <strong>de</strong> sus muslos<br />
apretados alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong>l tubo niquelado inducía las más dulces <strong>de</strong>nteras, cuando<br />
<strong>de</strong>scendía <strong>de</strong> a poquito. Paraba los corazones <strong>de</strong> sus espectadores al hundirles los<br />
tacones en el pecho, o cada vez que arqueaba la espalda pronunciando más sus<br />
nalgas —rígidas por el sismo coxal que requiere su profesión— y comprimía los<br />
hombros para arropar entre sus cocos algún rostro perplejo. Bailaba y se vendía en<br />
los prostíbulos disfrazados con neón y tarima <strong>de</strong> Puerta <strong>de</strong> Tierra. «Hola, soy Dulce,<br />
¿me invitas un Dewar’s a las rocas?», se presentaba con su nombre <strong>de</strong> diva al<br />
candidato que viera en la barra. Le <strong>de</strong>slizaba el índice, seductor, por la patilla, lo<br />
pasaba suavemente por la curva <strong>de</strong> la oreja, luego a lo largo <strong>de</strong> la mandíbula hasta<br />
<strong>de</strong>tenérselo sobre el labio inferior: «son setenta y treinta por el cuarto». Muchas<br />
veces los clientes, como perros amaestrados, le lamían el <strong>de</strong>do antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>cirle:<br />
«vamos».<br />
Tenía veintiún años y aún lucía la figura quinceañera <strong>de</strong> cuando quedara<br />
embarazada <strong>de</strong> Isabelita, sin embargo, llevaba hendidas en su cuero las grietas <strong>de</strong><br />
madre adolescente. Eso, y el exceso <strong>de</strong> gravitación <strong>de</strong> sus pechos eran<br />
impedimentos para bailar en los glamorosos clubes <strong>de</strong> Isla Ver<strong>de</strong>. Su esbeltez,<br />
rayando en flaqueza, era por la adicción a la cocaína. Buena para el trabajo<br />
nocturno, ya que le quitaba el apetito y le espantaba el sueño. Sin embargo, sufría la<br />
paradoja <strong>de</strong> la ramera adicta al perico: dos orificios corporales eran su fortuna, a la<br />
vez que otros dos eran su ruina. En las noches que se quedaba corta para cubrir el<br />
vicio, volvía a su casa acompañada <strong>de</strong> algún malviviente que conociera en el Lucky,<br />
quien le ofrecía coca en trueque por sexo. Tenía el apartamento para ella, y podía<br />
revolcarse a sus anchas. Su madre no <strong>de</strong>spertaba ni con un pito <strong>de</strong> policía novato<br />
silbándole al oído, pues luego <strong>de</strong> consumir una botella <strong>de</strong> Palo Viejo y seis cajetillas<br />
<strong>de</strong> Salem, diariamente, quedaba tan intoxicada que parecía morir en la noche para<br />
resucitar a medio día. Y a Isabelita, por su aspecto muy perruno, la encerraba en el<br />
ropero mientras que Tormenta y sus dos crías pernoctaban en el balcón.<br />
IV<br />
Durante los cinco años <strong>de</strong> vida <strong>de</strong> Isabelita, doña Isabel andaba ajena a la<br />
realidad. Sumida en el alcohol, y cegada por la perenne niebla monoxicarbonada,<br />
apenas podía notar la evolución canina <strong>de</strong> su nieta. Isabel tampoco la atendía, se<br />
preocupaba más por mantener su onerosa adicción —que últimamente incluía<br />
III