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El Mercenario

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PRÓLOGO<br />

Un hedor aceitoso y acre le agredía y el ruido era incesante. Centenares de millares de<br />

seres habían pasado por el espaciopuerto. Su olor flotaba a través del vestíbulo de<br />

embarque para mezclarse con la cháchara de las víctimas actuales, atestadas en el<br />

recinto.<br />

La sala era larga y estrecha. Unas paredes de cemento pintadas de blanco impedían el<br />

paso al brillante resplandor del sol de Florida; pero esas paredes estaban impregnadas<br />

con una película de suciedad y polvo, que no había sido limpiada por los trabajadores<br />

convictos de la Oficina de Redistribución. En el techo brillaban, con luz fuerte, paneles de<br />

luminiscencia fría.<br />

<strong>El</strong> olor, sonidos y el brillo se mezclaban con sus propios temores. Él no tenía que estar<br />

aquí, pero nadie quería escucharle. Nadie le hacía caso. Cualquier cosa que dijese se<br />

perdía en la brutalidad absoluta de las órdenes gritadas, los gruñidos de los hoscos<br />

guardas jurados en su pasillo, acotado por reja de alambre, que iba a todo lo largo del<br />

vestíbulo; los llantos de los niños y el zumbido sordo de las personas asustadas.<br />

Marchaban adelante, hacia la nave que los llevaría fuera del Sistema Solar y hacia un<br />

destino desconocido. Unos pocos colonos se ponían nerviosos y discutían. Algunos<br />

contenían su ira, hasta que ésta les pudiera ser de utilidad. La mayoría mostraban un<br />

rostro ceniciento, arrastrando los pies sin emoción visible, ya más allá del terror.<br />

Había rayas rojas pintadas en el suelo de cemento, y los colonos se mantenían<br />

cuidadosamente dentro de sus confines. Incluso los niños habían aprendido a colaborar<br />

con los guardas de la OfRed. Todos los colonos tenían algo que los igualaba: iban<br />

astrosamente vestidos, con ropas de la Seguridad Social, quizá con algún toque de<br />

detallitos desechados por los Pagadores de Impuestos, encontrado en las Tiendas de<br />

Recuperación o mendigando en alguna Misión de Distrito de la Seguridad Social.<br />

John Christian Falkenberg sabía que no tenía el aspecto del colono típico. Era un<br />

jovencito enjuto y alto, ya cercano a los quince años, de metro ochenta, y delgado como<br />

un palo porque aún no había redondeado su último estirón de crecimiento. Nadie le<br />

tomaría por un hombre hecho y derecho, por mucho que intentase parecerlo.<br />

Un mechón de cabello color arena le caía por la frente y amenazaba con quitarle la<br />

visión, y, con gesto nervioso, lo echó automáticamente a un lado. Su aspecto y<br />

compostura lo separaban de los otros, tal cual lo hacía su expresión, tan seria que casi<br />

bordeaba lo cómico. Su vestimenta tampoco era usual: era nueva, le caía bien y,<br />

evidentemente, no era recuperada. Vestía una túnica de brocado de auténtico algodón y<br />

lana, brillantes pantalones de pata de elefante, un cinturón nuevo con una bolsa de cuero<br />

trabajado en la cadera izquierda. Sus ropas habían costado más de lo que su padre podía<br />

permitirse, pero aquí le servían de bien poco. No obstante, se mantenía erguido y con la<br />

cabeza alta, con los labios fruncidos en desafío.<br />

John se adelantó, para mantener su puesto en la larga cola. Su bolsa, el típico petate<br />

de reglamento, sin etiquetas de nombre, yacía frente a él, y la empujó con el pie, para no<br />

tener que agacharse a recogerla. Le parecía que no sería digno el que se inclinase, y la<br />

dignidad era lo único que le quedaba.<br />

Delante de él había una familia de cinco personas: tres niños aulladores y sus apáticos<br />

padres... o posiblemente, pensó, no fueran sus padres: las familias de los Ciudadanos no<br />

eran muy estables. A menudo, los agentes de la Red sólo se preocupaban de cazar a los<br />

suficientes para llenar sus cuotas, y sus superiores pocas veces se preocupaban por las<br />

identidades precisas de los atrapados en la red.<br />

Las desorganizadas muchedumbres se movían, inexorablemente, hacia el extremo de<br />

la sala. Cada fila terminaba en una jaula de alambre, que contenía un escritorio de<br />

plasticero. Cada grupo familiar entraba en la jaula, se cerraban las puertas, y empezaban<br />

las entrevistas.

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