11 el poemario de Atardecer 11

el poemario de
Atardecer
Manuel Federico Ponce
654
Negrura
Las hojas negras… las ramas negras… los troncos
negros… el cielo blanco.
El atardecer declina su sombra en el parque.
Y el polvo recoge los perfiles obscuros de los
árboles yertos.
Y los nidos acogen humildes los vuelos postreros de
las aves que se aquietan.
Y los caminos aguardan los enjutos rostros de sus
peregrinos.
Espectros que la calma silencia, se desaparecen.
Hojas de tarde… ramas de tarde… troncos de
tarde… ¡el cielo blanco!
(1963) - El Ejido
anochecer
mi poesía va lejana y derrama su esperanza en el
ocaso.
Espera que manos sombrajosas encierren su cáliz
entre rocas negreadas, rocas solas, dejadas a los
los montes, y recojan lágrimas rimadas.
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Cultivo tristes cálices que perduran, y engendro
poesía recogida.

Las nubes acallan, solemnizan, a mis perdidas rimas
¡Negror de montes fijos se esfuma en la noche!
¡Quietudes inmensas amenazan!
¡Voces de tiempo aquietan voces de luz!
Quisiera vocear el hombre para juntar todas las
sombras en un corazón nocturno.
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Mientras refugio en la tarde mi poesía, está cautiva
la palabra del ocaso. Solo la tarde perenne me
escucha.. Poema que se reconcilia con un escondido
anochecer. En el silencio escribo.
Camino descarriado ahora como en un desierto, sin
ruta, sin lecho, sin nido.
Y mi poesía está sola, como una ave perdida y
ciega que tiene abierta sus alas a todas las brisas.
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(28-agosto-64)
Hojas temblando en el viento mecen sus ramas
vivas. Un caballo aquietado al paso veloz de la
pradera.
El perro jadeante sobre la yerba.
Un indígena apoyado en el bastón. El fuete
adormido en la tierra.
Rumian sus bestias mansas. Látigo y dueño
Quietumbre
El trigal del indio en atardeceres de viento, se
adormece, y no se mece más. ..
Simula un mar altivo sin playas que besar.
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Una nube viajera llora en lluvia.
El sueño de la tarde se ha dormido ya en la noche.
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(28-II-68)
diario de Atardecer
El perro va tras mi paso, resignado, sin
comprender mi ansiedad de tarde, mi ansiedad de
soledad, mi ansiedad de perderme en estas sombras
con vida…
En la noche nacida, las hojas callan con su quietud,
los árboles inmensos se juntan en una sola sombra
mansa, reposada, que recoge las últimas huellas de
vida, para guardar en su seno el valle dormido.
(28-X-67)
El crepúsculo tendido a las nubes resplandece a
distancia.
Líneas de troncos se pierden en la tenue
obscuridad que ha nacido apenas por entre todas las
ramas.
Cadencias de sombras ocultan las hojas.
Blancura desnuda de monte descubren tus nubes,
lejanamente rasgadas en viajes perennes.
El sol, remontando los bosques, acaricia con sus
rayos tibios, casi idos, los totorales encorvados a las
últimas brisas.
El horizonte, hecho nido de oro inmenso, recoge
por doquier manojos de atardecer.
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Obscuridad que va enebrando de gris a la ciudad.
La fragua bronceada de occidente se enciende en
la altura: una inmensidad de fuego entreteje tras el
bosquejal.

Secos los troncos se tiñen de negror, las hojas se
agolpan de sombra, los horizontes recogidos a la
noche. Caminos aún aquejados de brisa, van
silenciando su polvo. Y el hombre, agobiado en la
faena, reposa su voz… y Atardece.
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Pace el agua en su cauce, pace la brisa en su rama,
pace el día en su sol.
Verdor de pasto nacido se tiende en el valle.
Cabecean los árboles en sí mismos.
Golondrinas de rumbo dormido aletean apenas.
Nubes cargadas de oro. Azul de cielo desnudo.
Nubes grises cobijan con manos de sombra la tarde
lejana.
Las ramas aquietadas se obscurecen hoja a hoja.
Negror de tarde caída se agolpa en los fondos.
Se respira un rumor de brisa en fuga.
Quietumbre de noche nueva se reposa, y
atardece…
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Velo corrido de novia circunda el monte.
Embriaguez de verdor renacido.
Las nubes vaciadas se entregan al horizonte
infinitamente.
Retoño de luna pobre navega en un cielo solitario,
cielo desnudo, cielo de lluvia caída.
Una limosna de niebla se desgarra en el nevado
colmado de blancura.
Pesadumbre de nieve, pesadumbre de hora
vespertina amoratan tibiamente al monte.
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Ya brillan las hojas, capullos de sombra, sobre el
oro rociado del horizonte.
Dos troncos de árbol enamorados, se aman como
humanas, desnudos, desde le fondo de la tierra, y se
abrazan cosechando altura.

Y se desgranan en su oficio de carga.
Nostalgia de infancia dejada quejumbran las
alcobas.
El atardecer herido enrojece los mantos de neblina
en pinceladas lejanas, inmensas, tiernísimas.
Una ansia de luna plateada, cerquísima, viaja
paciente hacia la noche.
Bruma de tarde que se va, recoge las últimas
voces.
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El minuto vesperal se duerme inmensamente
llovido.
Hojas aquietadas lloran apenas en la brisa. Los
pastos indios castigados de lluvia, se encorvan en sí
mismos.
Árboles que entretejen sus raíces de altura,
cargados de copos de verdor, ensombrecen por
doquier el bosque de occidente.
Como monjes pasajeros de la tarde, los árboles
tiernos emergen, cual manchas de sombra, entre el
verdor purísimo de campo.
Un cielo de nube finísima se tiñe de oro hasta
perderse.
Quejumbres granjeras de pueblo rejuntan el
caserío, los últimos pájaros rendidos, obscuros,
aletean presurosos.
Un manto celeste, virgen de sol, ha nacido en el
monte lejano.
Y la noche se recuesta castamente por entre todas
las sombras, perdiendo todas las ramas, juntando
todas las hojas, sellando todas las voces, unciendo la
inmensidad de todas las tardes.
* * * *
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en el Pichincha
Monte que semeja una novia dormida… El vuelo
recostado a la sombra.
El poniente la ha casado inmensamente

Nubes ociosas, rendidas, oprimen el rostro de
monte, y el horizonte hecho rosa, se avergúenza.
Los cabellos blancos de nieve se deshojan, y
cobijan la novia desposada.
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Tarde de nube morena; de novia, virgen ya de
tanto mundo. De poesía renacida, tibia de recuerdo;
de nevados serenos y solos, de mansedumbre de
brisas quietísimas.
Tarde de poesía vivida, rumiada en cada hoja, en
cada tronco desnudo, en cada perfil de nube en
vuelo.
Aves de vuelo nuevo cansan las mismas ramas
inquietas, besadas de sombra.
El viento cuajado de luna crecida sosiega los
campos en voces humildes, angustiadas, sembradas
al monte.
Cánticos de mística de pasto, aletargados, ansiosos
de inmensidad, de lejanía, celebran la luna nueva.
Lumbrera de caminos aclara mis letras hechadas al
polvo inquieto, de estos sitios recogidos de aldea, de
pasos hechados a andar.
La noche agoniza inmóvil a la techumbre de la
estrella tejida por entre ramajes de sauces.
Los sembrados de todos los campos del mundo se
regocijan al viento reciente que anuncia a la
tempestad.
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Troncos cobijados del véspero dibujan tristemente
sus brazos místicos en el polvo, copa deshojada y
vacía acalla el suelo manso, y esconden en silencio
su luna nueva, viajera de noches colmadas de
soledad.

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El camino me da de su pena, de su quietumbre, de
sus dulzura de polvo dejado, de su pesadumbre de
huellas calladas.
Mientras la Decadencia se pinta de iris, azul
violeta de lejanías, el camino me abraza en hojas, y
se recoge curva a curva a sosegarse de pronto en la
anchurosa paz del totoral.
Un perro remira, sobre los cortos fundos aledaños,
ansiedades de anochecer.
Bullicio de aguas eternas ondulan las sombras.
Soledades de sol dormido tenuemente empobrecen
mi senda.
Pasajeros de tarde nueva golpetearán este mismo
polvo, pena a pena.
Amantes de noche nueva colmarán sus lechos de
hierba, beso a beso.
Pájaros de plumas nuevas. aletearán en todas las
brisas, hoja a hoja.
Reminiscencias de mi niñez se esconden bajo estas
sombras mías, paso a paso..
Y el camino me da de su pena, de su dulcedumbre
niña, de sus nostalgias pequeñísimas.
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Crepúsculo que vas pastando la poesía de mi
sueño, pregón de mis voces.
Tú que vas amando de horizonte en horizonte. Tú
que vas dorando las alturas nube a nube, y repasando
los campos, camino a camino. Cobijad con tu huella
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de sombra, mi angustia de ti. Colmad siempre con
el grana de vuestra querencia, mi ronda pobre y
ansiosa de poesía.
Vestid con vuestro canto el andrajoso afán de mi
pluma.
Tarde morena de eternidad, eres tú mi poema un
cada ocaso.
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El quinde solitario larga sus piruetas de altura.
Voces de alcohol y de domingo ruedan los
maizales.
Nuevamente el alma gris del poniente se agolpa a
los chozones.
Remontando tras las corvas hondísimas de monte,
el pueblecillo, blanco de campanario, y pequeñísimo
de vida recogida, renombra en el eco lejano al gallo
madrugador que eleva, cual arco iris perdido, su
canción de campo.
Bestias de vida anchurosa y lozana, rumian al
verdor perezoso.
El sol platea su lumbre tarda en la cañada.
La sombra larga se dilata en la pendiente
por Cayambe
Celaje turbio dorado en lo profundo, como telón
corrido que esconde el escenario malva. En las
concavidades gualdas de la noche nueva, fiesta de
oro y fuego faenan los orfebres del ocaso.
Parece que la nube detiene el desborde de la hora.
Del nido del poniente nacen en vuelo bronce
oleadas de atardecer.
El día va terminando sus andamiajes de sombras
en silencio, sus fulgores sin rumbo
Manto de rosa tibio, en seda y lejanía, va
pincelando la armonía de la nube.
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El invierno parece descansar sus lágrimas frías, y
deja ver, a rasgos, densidades de azul mansísimo.
Dulcedumbres de hogar alegran el recogimiento de
la tarde, bajo los techos guardores del amor.
La novia se acongoja amantando en su pecho de
hilachas indias, una perra cría y quejosa en músicas
de ternura, surgidas del algodón pardo que guarda
dos ojos casi ciegos, ojos que inician su intenso viaje
de memoria en la vida de sus pasos.

Celos de caricias olvidadas inquietan la mente vieja
y mimosa del can. La tarde hace finalizar el día en
su noche.
Repasando mis poemas de antaño, inconclusos y
extraños, voy lamiendo la orilla de la vida.
Una manada ovejera repasa hondamente el
camino, mientras el silbo lejano del pastor apresura a
la hora.
Nubes cargadas de aguajes nuevos detienen su
marcha pesada, dorando apenas sus brisas al sol que
concluye.
Campanadas campesinas pastan sus voces de
oración por las almas humildes de poncho y polvo.
La tarde en lluvia, pobre de ocaso, mana su gris
final en la sombra nueva.
Arbustos deshojados van tejiendo su seda de
tiempo en la silueta de quietud.
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Y así, pobre, humilde y escondida, la tarde me ha
dejado su poema gris.
Florecitas blancas, en capullos de espuma,
emergen hondamente cosquilleando el verdor de la
vereda.
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Las últimas palabras rojizas de ocaso, revuelan sus
celajes de brisa, mientras la blancura transida de
monte repasa su corazón solitario de altura.
Al final manso de la caída del sol, una lumbre de
luna niña blanquea en el brillo de su paso,
acompañando a las campanas que balan y ahondan
el tañido blanco muy dentro, que recorre la aldea.
El puente solo, se endulza quietamente al paso de
sombra y polvo de los últimos asnos de faena.
Nuevamente, blancas muy dentro, las campanas
holgan su voz de campo en el rincón de la distancia.
El eco de la arboleda profunda repite sordamente
el ladrido inquieto de la perra lánguida, como si el

osquejal dormido renaciese ecos dejados de
ladridos viejos.
Las primeras brisas de la noche atormentan ya la
quietumbre de ocaso que apacienta el bosque
profuso.
La montaña remonta su oleaje inmenso a la curva
obscura en lontananza.
Y mi pluma nocturna se entibia apenas adormilada
en la lumbre nueva de la luna casta.
Manojos de vacío
El monte besa ya su altura blanca en el insomnio
de la hora.
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Las hojas de la arbolada brillan dorando sus almas
de quietud, y el celaje rasga su lejanía, mientras se
azula el perfil de los páramos.
El eucalipto coposo inmola la dulcedumbre de sus
ramas recogidas, al viento quieto, y la lumbre de
ocaso vestida de niebla parece fugar en la altura sus
ansiedades malvas.
Y las nubes, mendigas de su luz, doran figuras
mansas, remando sus velas de viento en el manto
azul de cielo desnudo.
Aquietadas al paso de la hora, han detenido su vuelo
sin distancia, y responden enamoradas de tarde a las
voces de lumbre soñolienta que descansa su
eternidad en el último fulgor de lontananza.
Sedas pequeñísimas de nube niña danzan
suavemente cual centinelas en coro al sol que
supervive.
Neblinas gualdas, hechas casi brisa en la seda de
su paso, rosadas y turbias se engazan por doquier.
El crepúsculo fragua su resplandor intenso que
ciega tras el bosquejal.
Lumbre perdida de invierno que has vuelto
embarazada de holocausto a pacer nuevamente las
tardes del campo solo.
Celajes consagrados a su fulgor de siempre,
penando la hora que atardece.
El monte, lánguido, pálido de rosa, va desposando

su nieve al rizo tenue y rojizo del instante.
Y semejando una tarde eterna, el destello del
horizonte se ha dormido largamente, consternado en
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la inmensidad del alma celeste.
Gorjeos de nido se aletargan en la sombra,
acompañando al piar profuso de la canción que
aflora.
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Mirlos de pico enojoso van sosegando su temblor
del día, mientras voy caminando al encuentro del
río.
Tórtolas grises van alando golpe a golpe sus
distancias.
El eucalipto encorva sus racimos de campanillas
secas, y me da de su sombra agobiada de vida.
Árbol viejo de calma, que desmaya el ramaje
coposo cual novia que ensalza su velo a la brisa.
El coloquio del poniente dulcifica ya su relumbre
en el blancor luminoso del nevado solo.
Mensajeros declinantes engarzan sus brazos de oro
en vuelos inmensos.
Azul purísimo en cielo de playas perdidas va
lamiendo tibiamente el horizonte.
Fulgor intenso de oro nuevo se recuesta en la
mirada del ocaso.
Profundidades de cielo celeste, cual heridas
abiertas al crepúsculo, se empalidecen celosas de
atardecer.
Y el manto anaranjado y soñoliento de invierno,
apresura en su palidez la penumbra de la hora.
La luna enlutada en la nube gris, va paciendo
tristemente caminos de altura, tejida su lumbre de
telaraña redonda.
Y las sombras de los árboles enajenadas de
quietud, colmadas de nidos gozosos, van
adurmiéndose hacia el sueño.
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Las nubes teñidas aún de soledades malvas,
amantan con su lejanía de sangre el fin del
crepúsculo.
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El ocaso, en pobrezas de lluvia, va por los montes
ignorando su leyenda.
Un mirlo inquieto rebusca en el árbol las pajas
hogareñas de la noche.
Y el fulgor de la tarde, un sendero apenas absorto
de pasos, despide su triste limosna de horizonte.
El suelo humedecido canta sus tambores
pequeñísimos de vida y de pantano.
Camino anchuroso de pasto recogido que recurva
su color de trigo maduro en la cuadra vecina.
Y con el perro compañero, tomados del paso,
adentramos la quinta, añorados a olor de paja
mojada.
Campanas heridas en el tañir del bronce presagian
oraciones de Domingo.
Un refugio de ocaso niño guarda como un alba de
la noche, la luna inmensa y pálida, alma nocturna,
amiga celosa del crepúsculo lejano.
En un azul suyo, emparejando al atardecer, juega
con la luz y con la sombra, robando en sus figuras de
mar las playas de la noche.
Eriales /en /de luz de luna dulcifican la penumbra.
0 0 0
Las hojas duermen en idilio de brisa, con la
pequeñez de sus nocturnas sombras a la vera del
camino.
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Un retablo de nubes solas, lastimero acompañante
de la hora vesperal, alumbra la angustia del sol ido.
¡Cabalgad con vuestras figuras remansadas en oro,
figuras extrañas que peregrinan y que el monte
diluye en querencias grises.

Has vuelto ya, cargado de relumbres, Crepúsculo
de siempre, que sin saberlo, vas colmando en el
camino de la tarde mi pena de dejarte.
Y en la blancura de monte, violeta apenas, parece
que el alma vespertina ha detenido su atardecer.
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Un pájaro noctámbulo se dilata en el viento y
agobia la cúpula niña del ciprés del río.
El mirlo obscuro, morador solitario del bosquejal,
pincela en su vuelo tenue, detenida su figura negra
en el fulgor cegador del ocaso.
Sus últimas plumas se doran en la brisa de oro. Un
gemido dibuja en el eco del bosque su plumaje lacio
que anida entre las ramas musgosas.
Ya despiden las hojas en el último fulgor al sol
caído, meciendo en su brillo de temblor al ansia de
la palabra.
Caminos de seda violetan en el cielo manso el dejo
malva de su mensaje.
Y pájaros de voz de viento, conversan en su coro
lejano, sonoro, el recogimiento de la negrura y el
sueño.
Un manojo de gaza y blandura rozaba con aire y
corona la silueta quieta del monte rocoso.
Y así en el bosque va quedando una necedad de
fragua a la noche nueva.
0 0 0
Las aves anuncian ya, con sus coros de vuelo, la
llegada cautiva de nube en declinación.
El canto solo del río en su sequía.
En la concavidad ciega del puente solo el agua
relame a la sombra piedrecillas grises y gualdas.
Quejas de romances inciertos escuchan las orejas
lacias del asno paciente del camino.
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Sauces melancólicos de vida, en figuras de monje,
amortajan con su desmayo de hojas el paso cautivo
de la sombra.

El sol ha partido ya.
La blancura quieta del puente manso recoge una
paciencia de sauce calmo y vencido, unciendo al
paso viejo del agua su cuerpo de mendigo.
La voz llorosa del río, bajo el paso de la senda
obscura, repica su dejo de peregrino.
Y así, en el campanilleo de la brisa el perfil de la
nube se amortaja de lumbre.
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La tarde nos recuerda su alma de violeta, por
instantes, y se va, se va cantando al ocaso.
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Engalanado en el color de la distancia, el arco iris
pierde su palabra en la nube que espesa la altura.
Troncos insomnes que imploráis vuestras hojas a
la luna; y ella ansía renovar con su lumbre vuestras
asperezas perennes.
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Quiero verte, atardecer, otra vez entre mis brazos.
Con la pena de tu idilio dejado, me recuerda tu faz
de horizonte el sin saber de tu palabra virgen en la
declinación de la hora.
Sencillo tú
Renombras en tu violeta lejano la paz inmensa de
los montes, de los días que se despiden y eternizan
en tu instante.
Nuevamente te veo dormir aún en la blancura de
tus nubes grises, a la sombra del invierno.
Nuevamente la aldea silencia los caminos, y el
nido manso recoge los temblores del vuelo cansado.
0 0 0
Las espigas retozan su brillo de oro en la caridad
que arrima sus frutos al surco, encorvadas las mieses
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cual limosneros de manos de brisa.

Trigales maduros de páramo, con su embeleso de
tallo cabizbajo y paciguo, descansada la mirada al
paso, cargada aún en la grosura parda, bajo el pecho,
su alma de pan nuevo, su blancura mansa de fruto en
flor.
El sol, en el último beso del anochecer, relame con
su refulgente rayo tibio, inmensamente, las
ansiedades doradas de la espiga calma.
Y en la tersura de su cuerpo enfermo, el pájaro
bullicioso mece frágilmente el instante quebradizo
de su vida altiva, desnudando paciente el corazón
blanco de la espiga y la semilla
Una largueza de malva y de nube adensa su lejanía
tras los bosquejales.
La senda verdosa que encubre el agua en su eterna
siesta, adentra húmeda su color de vida rozando a su
paso la sequedad parduzca y profunda del trigal
enjuto y pensativo.
* * *
Una manada rumbosa y pobre requeja su paciencia
sobre la sombra obscura y blanca repintada en el
pelaje.
Cerco viejo que recoge majadas ociosas en su olor
de siembra.
La tarde nueva detiene su agonía en la lumbre
remota de su olvido.
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El ganzo crío aletea su nueva juventud, danzando
sus alas de esperanza en la negrura de la noche.
El crepúsculo se ha apagado, como la ola en su
orilla a la lumbre de la luna.
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Esperanzas de sol puesto, de sol vaciado en lumbre
de viento y verano, eternidades de brisa, eternidades
de ocaso, permanencias de monte, labriegan el oro y
la nube.
Siluetas de ala desplegada, de ala inmensa,
revuelan brochazos de nube, retocando el perfil de

fulgores malvas, simulando en el celaje la figura
dura de pájaros en vuelo, bandada infinita de almas
de crepúsculo.
El plumaje aquietado en sombra de niebla gris, y el
mensaje de distancia ceñida en el ala, aletargado en
la lumbre pasajera de la nube malva.
Pájaros perdidos en siluetas de vida y de instante,
bogad en vuestro pasto de luna hacia la pérdida gris
de vuestro reflejo, virgen al atardecer.
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La luna idilia cual rocío mañanero su fulgor en la
arbolada.
Estrellas de canto y de sombra inquietan su albura
en la noche.
0 0 0
Un árbol recuesta su tardanza de hojas en un
último quejido de brisa.
El fruto y el musgo cancionan al viento su
romance vivo.
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El verano ha seducido un sueño de invierno, y las
raíces, ciegas de sol, detienen en su corazón de
sombra los cascarones deshojados.
Nido pardo que anostalgia a sus pajas un verso de
vida.
Y el nido purísimo de ocaso, repasa en las nubes
viajeras, su lumbre desnuda y celeste.
Un azul purísimo de monte y de cielo navega su
rubor de albura en la lejanía del remoto amanecer.
Atardece así, vuelo a vuelo, lumbre a lumbre, pena
a pena, en la silueta descansada de horizonte y en el
bosquejal acongojado de sombra.
La nube en su figura malva, se dora y se endulza
de quietud y de paso.
Bronce, fuego, gris y luz, intimidan sus entrañas en
el crepúsculo de sueño.
Un pájaro de pluma, de pico y de distancia,
sumerge su hondura grana en el revuelo de sol
puesto.

Arco iris de instante, adormid vuestro colorido de
atardecer al pedido de la anoche, que encapuchada
de sombra, pregona su voz de obscuridad y brisa en
los espacios sordamente solitarios. Pregonad
vosotros vuestra plenitud de fuego al coro inmenso
de la tarde.
Hojas heridas de viento tocan a vencido en el
arroyo que relame peregrino al árbol que yace
doliente.
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Albura de tarde caída platea en lontananza su dolor
de luna.
Aún viajan a lo lejos reflejos del sol necio de
lumbre. Aún entorna la nube su dejo de bronce. Aún
inmola la sombra fulgores de tardanza, pacen en el
viento inquietudes de luz, y yace en la distancia un
temblor de luz igual que el alba.
Y la tarde se eterniza en una estrella.
Recogida está la noche de eucalipto y sombra.
Y allá, el crepúsculo ignora su relumbre quieta.
Una danza de ramaje y viento enfiesta al horizonte
el bosquejal absorto de fulgor.
Y el beso de la noche y el día se eterniza en el
lamento de la brisa.
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La armonía de oro, bosque y cierzo, ya refulge
monte a monte en un lenguaje amoratado de extraña
placidez
Caída solar que estampa su mano de iris en la nube
y el bosquejal.
¡Instante de malvas que vas dejando grises de pena
y de viento!
Un eco violeta apenas me responde repitiendo en
el vuelo garza del firmamento su distancia de albas.
Azul de lejanía que desnuda su celeste profundo en
la transparencia del árbol quieto.
Nuevamente, necio de grana, el véspero sonroja su
despedida de fuego.
Y otra vez, sin saber tu nostalgia de instantes,
debilitas claro a claro tu perfil de lumbre.

Y otra vez, tu sin saber de malvas va penando,
calma a calma, el gris que llega en la sombra nueva.
Y así despides, en el cobrizo eco, tu naufragio de
luz, de vida, de eternidad, y de estrella.
0 0 0
El árbol deleita en su idilio de musgo una soledad
de ramas deshojadas, la pena sin lágrima de sus
troncos mustios en el nido de lluvia.
El celaje turbio y gris de aguaje y de niebla, recoge
al instante gualdo en el árbol, un llamado de calma y
querencias de infancia.
¡Así paces tus últimos días de sombra, mano a
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mano llorando tus ramajes de ruego, y purga, quietos
de viento, de pájaro, y de fronda.!
El bosquejal mira, hoja a hoja, la fiesta de fuego
que el arco iris repite en su alma de lluvia, en el
sendero sedoso que camina al rumbo de la nube.
Los pájaros trinan, rayo a rayo, al crepúsculo
naranja.
Un escenario de canto, y lumbre esperada, navega
en la tarde a la orilla del llanto, en la hora del sol.
Hay nidos que recuestan su paja y su calma, y hay
nidos que van solos con su herida y su mancha.
El aguacero, que ha detenido su gemir de charco,
atisbando al ocaso, volverá, golpe a golpe, a recorrer
los caminos y los pajonales.
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Un mirlo soñador retoca el pozo seco con su
mirada violeta injerta en el vuelo cargado.
* * *
Casta de nieve; el atardecer enfiesta sus nuevas
horas.
El monte, de páramo y llanura, aflora sus trigales
de viento en la ancianidad de sus sendas.
Nuevamente recojo el coro perpetuo, que se
extiende en la lejanía del ciénego, epitafio de lluvia,

quebradas sus cuerdas recónditas, diminutas, al
manto del totoral.
El puente solitario blanquea su descanso al amparo
ciego del sauce viejo, que desconoce, en la corva de
sus hojas, su preludio de sombra.
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Un dejo de malva ha quedado ceñido a la nube,
consternado de occidentes.
Un dejo que vela al crepúsculo ennegrecido.
La luna acompaña en su mortaja de plata, la
vocación de la tarde, azul, violeta, gris, y sombra,
que mendiga en su inmensidad de colorido
eternidades de luz.
Mi ciencia de verso recibe de rodillas vuestros
mensajes de viento, sabios de poesía.
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Mi vida, sin saberlo, ha desposado esta hora con
vosotros.
0 0 0
Yerbazal y pena, hermanan en el tronco su trajín
de verdor.
El tronco que un día desmayó sus latidos de brisa,
y el yerbazal que le cubrió de inviernos.
El paso revive en senda dejada, y lejana, con el
polvo hollado de vida
Aguajes recogidos de horizonte se agolpan,
deteniendo el viaje de distancia.
Cobre de inmensidades, gris de niebla y tristeza,
abrazan el poniente.
Mate y gris de holocaustos perdidos.
Densidades de páramo dormidas
Camino que nos conversa en su hermandad de
chilca, en su delirio de eucaliptos mansos, en sus
decires de tórtola quejosa. Y va lamiendo su canción
de polvo.
Paradoja de cobres, el sol ha dejado su sabor de
ausencia a la sombra y al monte, y plata de luna
llena se desnuda en la nube.

El pájaro negro, encalmado al ramaje ya sin hojas,
remira, sabiamente, esta hermandad de distancias.
Azulado virgen, un pardo humilde de trigo y
pajonal del campesino, el blancor de rodillas del
nevaje niño, y el trajinar refilado de la niebla garza,
690
cancionan al celaje en turbios y lumbres.
El trinar de pájaro y de nido nos dice que la tarde
ha declinado.
Chozal bañado en luna blanca. Extraña guarida
para el descanso del coche viejo: Birloche atado al
caballo del antisiglo, como expuesto en moderno
local de antigüedad.
La estrella y la nube juegan su romance de viento.
Plata, gris, mate y sombra.
691
El árbol enajena su figura deshojada hacia el reflejo
de insomnio, al toque de la campana dormida.
Reflejos que detienen en su instante atardeceres de
pena.
La nube blanquea en el azul lejano, con su manta y
su albura.
0 0 0
Cierzo que nos trae en su son de lejanías, la voz
dormida de las campanas viejas, campanas de ojiva
y de viento, desde la refulgencia de este ocaso
inquieto.
La paz que la brisa repite en el bosque, silencio de
vientos, invoca a la tarde, dorada en sus mieses, su
cosecha de sombra, de sombra y silencio.
Caminos hechos de fulguración y distancia,
caminos de instante, relumbre de inciensos. El tul de
la nube, vestida de cobre y fuego, amanta los
lugares, con su paso de alma, de alma y de lluvia.
Cerrad vuestro recóndito corazón de oro, y tejed en
vuestro holocausto, holocausto mansísimo que
atersura el campo de malvas, vuestro embarque sin
rumbo en la orilla de la noche.

Refulges tus colores de senda y de rosa, en la voz
cautiva del espacio que se ensombra.
El viento nos besa en su guirnalda de agua.
0 0 0
692
Pasajeros de atardecer, angustiad en vuestro
recibimiento de sombra el techo que os cubre de
pena y de instante.
El legado de tu labranza, día a día, tarde a tarde, va
tiñendo el corazón de bosque con la hora del sol.
Adiós, descansa ya, en tu olvido, anochecer de
bruma.
Te cantaré, sedaje de pluma., también hoy, que
agitas apenas vuestra última hoja, hostigada de brisa;
ésta entristece en su inquietud la humilde tierra que
osa recibirte.
En su albura de bronce, parece que el astro
declinante repintase en su eternidad un color de alba.
La hoja en la brisa levanta su vuelo hacia el
corazón de crepúsculo.
693
El monte repinta sus lágrimas níveas en el silencio
del ocaso desnudo y fulgente.
Su pena celeste recibe la ofrenda de la hora, y
derrocha, en su inmensidad que negrea, la silueta
solitaria de su historia blanca.
La luna encamina ya su mensaje de noche clara,
quieta en el misterio de su lumbre cana.
Peregrinos de la oscuridad van buscando sus
sombras con el paso de gigantes en la nube larga.
0 0 0
El monte niebla su pena. Cubierto el rostro de
vergüenza blanca, repasa en su desnudez los vientos
de verano.
0 0 0

Para cantarte, polvo nuestro, mi humildad de
poesía.
0 0 0
Olor intenso de anochecer fluye en el paso
profundo de la avenida.
Velan el malva y el gris su dolor de nube, monte y
viento.
Los árboles se duelen del vendaval, y las ramas
amantan su nido.
694
Es así como la hora se duerme, con un Adiós en el
eco, y una ansiedad de sombra en el camino.
El viento retoca en el bosque un rumor de aura y
hoja
Os dejo en vuestra soledad de pájaro, y en vuestro
romance de distancias.
El pajonal se ha encorvado, mas el alma del perro
va paciendo el recuerdo que dejó sembrado en el
arroyo viejo.
Cosechando irás, poeta, tus mieses del olvido.
695
Tardes de invierno, que me dais de vuestra pena
absorta, de vuestra pena sin palabra y sin color, de
vuestra pena de hojas blancas, en la penumbra de la
nube gris. Vuestro horizonte de sombra se acongoja
de gris en la distancia de la gasa larga.
Recoged vuestros andrajos de ocaso y adormid en
el monte con la niebla y la lluvia.
0 0 0
El rosa turbio de la nube se recuesta en
abultamiento de hojas que el eucalipto mece
soñando a la brisa.
Mirlo de pena nocturna que va ensalzando con su
voz de nido los sauces añosos.

La tarde herida de mensaje en la angustia de su
infancia nueva, recoge en su alma de seda el blancor
profundo del nevado viejo, y un azul inmenso de
celaje en el sentir a la Declinación que enajena una
distancia sola..
Nevado que encumbra su pudor de espuma en el
altar de roca cuando su voz de viento entorna en la
desnudez del cielo claro.
Negror de bosquejal pincelan estas ramas al
pasar en sus coros de copa, capullo y hoja, retozando
por doquier en perfil de brisa sus albores, entre
negruras mansas, recién nacidas.
Así, esta hora límpida, encorazonada de eternidad,
engalanada de retiro en el silencio de su palabra
azul, nos convida, queda y pura, al romance de la
estrella sola.
696
La hoja desnuda su transparencia de brisa, en el
árbol empobrecido y quieto, que no alcanzó a
amantar en el oro concluso del reflejo, su ancianidad
de rama; su corazón de musgo.
La nube gualda despliega su vuelo en el rasgo de
vida que desciende al ocaso.
697
Nuevamente, y sin saberlo, el poniente recuerda en
el gemir macilento de su rostro tenue, el sufrir
refulgente de su consternación, recogida en ánfora
cerrada, cual claustro de novia que corriese en el
semblante su pañuelo de seda.
El horizonte te ha ceñido con el secreto de las
tardes, misteriosa mujer afligida de invierno.
Llora en el mate de la nube tu miseria de aguaje.
Disfraza tu sueño de algún pesar de nube que
dejaste de amar, en el viaje del cansado día.
Tu premura ha dejado un gris inmenso, sin alma y
sin crepúsculo.

0 0 0
Tu tañir, campana solitaria, tu son recóndito, ha
escondido su ánima de bronce en el bosquejal.
La nube aborregada, pasta su cobre de premura y
soledad, mientras el sauce reclina sus hojas al
verdor, al caminante, y al paso, negro el corazón
onduloso, mate la copa de hojas viejas.
Te buscaré, momento de reposo, trino y dejadez.
Mensaje sin ti, que me das, tarde de grises,
698
mientras el eco de tu Decadencia, repìnta apenas un
horizonte de mar diminuto allá, a la siniestra del
monte.
El pájaro busca en su infancia parda y en el trinar al
cielo, nidos olvidados en el viento. Y su silueta
intenta eternizarse sobre el techo
699
alma de garza
El pájaro, desde la creta del tejado mira la hora
pacer. Gesta que enrosa en el horizonte
levísimas sendas de agua.
Garúa en el patial, mientras el oro refulgente del
día puesto es una aurora de instantes..
Arco de piedra blanca que recibe en su paso una
alegoría de sol vestido en el ropaje de oro.
El atardecer se rosa aún por su vocación de lumbre,
mientras el árbol ha secado sus nidos vacíos.
Lumbre de invierno que envuelves de tul
anaranjado todos los caminos.
Te has quedado, extasiado en ti mismo, en un
naciente grana que viertes en todos los horizontes.
Me siento impotente de cantarte ante la necedad de
luz que fluye de tus querencias.
Parece que tu ocaso ha resquebrajado su
impaciencia y en una alegría de colores turbios, se
envuelve en una lágrima de fuego.

Los pájaros han dejado de trinar, y han sumergido su
gris de paz en los rincones de su vida calma.
Mientras, el astro sigue bajando, dejándose caer en
su inmensidad de lumbre
0 0 0
He ido en tu busca, tarde, tantas veces, que el
corazón se me ha encogido de no verte hoy pacer.
700
Hoy, que el azul y la nube han dispuesto la hora,
me dice la vida que tu pena se ha sellado, en un
fulgor de amarillos intensos que no tienen alma.
Hay un color sin formas en las nubes obscuras,
mientras tu semblante se aqueja de violetas que han
partido.
Hay un dolor de sombra en el crepúsculo tuyo; no
ensalzan los montes su holocausto de bruma.
En el remanso de nieblas opuestas, el oro repite su
hazaña brillosa, simulando en la altura despojos de
neblina viajera, que recogen temblando este
horizonte sin tarde.
En el naciente, gris azul y malva eternizan el
paisaje.
Brisa sin gemido en este silencio azul que los
pájaros miran con su trinar inquieto.
Angustias del sin saber del viento en que nacieron.
Los ojillos casi cerrados en la rama brisada, la pluma
desnudando su tibieza de sí misma, el trinar volátil,
al viento que va y viene en la ráfaga.
El pájaro seguirá mirando desde su nido este refulgir
extraño, que parece remontarse en otras cimas.
Te buscaré, tarde violada, así sea en el recuerdo del
verso que vas llevando.
Una luna pura, perfil de plata ligera se esconde en
la nube durmiente. Marfil de esperanza.
Me despido de ti, con el rayo nocturno aún en la
mirada.
701

El viento jadea sobre las hojas secas, que caen, en
nostalgia blanca.
Sigue plateando, nuevo anochecer, el gris cauto de
este invierno solitario que acongoja en mi vida un
sin saber del mundo.
Pájaro último del atardecer, llévame contigo a pacer
tu nido de nostalgia blanca.
Enséñame tu secreto de viento, y tu oración de
pluma, mientras remiro tu ingravidez.
0 0 0
Te haces malva, apenas, horizonte turbio, perdida tu
luz en la sombra del invierno gris; como el rebuzno
del asno a la distancia, que desde algún rincón
inmenso se alarga y se desangra, dejando en cada
eco algo de su voz y de sí mismo.
Este alarido de nostalgia que entrega al vallecito
en calma, todo su corazón de querencia y soledad.
0 0 0
A do paces ya, tarde del célico mensaje, que no
encuentro tu voz de horizonte en la profundidad de
la vida.
Tu recuerdo lunado de tardanzas de ayer, en tu
peregrinación de lejanías, me ha dejado el sin saber
de un alma que se fue, envuelta en holocausto de
reflejos hasta el último instante de oro de su agonía
recóndita. Pura tú, hasta tu último latido.
702
Enséñame a recoger de tu nido inmenso, la verdad
infinita que te colma y te viste de poema.
Engendras tú, una a una, la canción diaria que
impartes con tus brazos abiertos a todos los mundos.
Y el monte, eco a eco, se requeja en el pajonal
maduro, cargando en el viento de su lomo curvo, en
todas las espigas, tu palabra de luz.
Y así, en la lontananza viajera de crepúsculo, el
monte en sombras se amanta de lumbres.
Estrella que vas dejando sendas blancas a tu paso
por la noche.
Oros en la penumbra, pena en la vida, ciencia en la
calma.

El sauce que acongojaría con su queja de hojas un
delirio de infancia, ha desplomado en el eco y en la
sombra de sus ramas que fugaron, la querencia negra
y mustia de su tronco tendido.
El tiempo ha quedado hecho recuerdo apenas,
como este árbol solitario alberga en su pena un
recogimiento de sí mismo tan lúgubre como su
quietud.
703
La luna vaga por las nubes que el día dejó
titilando aún el colorido tenue de sus entrañas de
viento, cuando mendigan aún perfiles de luz,
amantando sobre el monte negro que calla su corva
de mundo dormido, y acaricia en su ceguera nieblas
de lumbre de estrella.
Allá, en el valle que dejé tranquilo, los ganzos
persiguen en su senda quieta, al deslizarse, sus
figuras de onda, entornadas, pluma a pluma.
El árbol, rendido al rayo del véspero, parece
desplomar su sombra gris, al paso soñoliento de la
nube blanca.
Un nido irisado la va guiando en su instante
viajero por el azul obscuro cuando blanquea
intensamente la neblina garza.
0 0 0
Estáte con tu alma tarde mía.
Y estése la noche con la calma suya
que yo reposaré mi cabeza adolorida de vidas
nuevas, en tu seno virgen de pena, de melancolía y
destino, mientras deshojas en la nube toda tu
querencia de malvas, una a una, en un sinfin de
color e inmensidad.
0 0 0
La refulgencia se viste de tul, y el monte blanquea
704
su castidad de nieve, mientras el fuego del ocaso le
amanta de mensaje, con la palma torva de su mano

incauta, que violetea desde su entraña.
Y un celaje tenue y sin mancha se sonrosa en un
epitafio de figuras de bronce sumergidas en el
instante de cristal y transparencia.
Y así, el aguaje de un verano tardío ha fugado del
viento y deja marcado en el semblante del poniente
sus ansiedades malvas.
Navega aún la figura de bronce en una lejanía de
seda que se engarza y se lastima en la sombra,
enferma de atardeceres perdidos.
El monte siluetea sus corvas de horizonte y va
regando en la altura limosnas blancas de nieve
desperdigada a la soledad de su retiro en calma.
Rostro de monte que aún se cubre en la nube con
un fondo de velos igual que la novia a la brisa de la
vida.
Y la tarde sigue aún eterna en su idilio, nostálgica
en su rebaño de inmensidades solas con el cobrizo
navegar sin rumbo.
705
Esta noche violeta, herida de nieve en el viaje de la
nube lenta, me ha dejado una ansiedad sin frutos,
triste en la faena del poema.
El cielo se adistancia vestido de obscuro, en una
largueza amoratada de crepúsculo profundo.
Voces plañideras de la vida que se va, sin dejarme,
en su eco de infancia, una esperanza.
La poesía es como el amor, viene con el lazarillo de
la vida.
Y el cielo, con un alma hecha poema, se desnuda
en la limpieza de la distancia pura, que se refleja en
un horizonte de lumbre tenue e infinita.
0 0 0
Sigue, poesía mía, en busca de la palabra cierta…
te veré, en el tiempo, y mientras, viajaremos por las
tardes tomados de la mano, con el ánimo en la pena
aún, sin decirnos nada, callados, en espera del día

nuevo que nos libere de la calle bulliciosa y nos dé
del camino en calma y del silencio
Hacia las humildes tierras de viento y de verso.
0 0 0
706
Nuevamente, parque de todas y todos, la hora me
ha llevado hacia ti.
Nuevamente un nocturno como de aurora nos
habla sin irse, en toda su lejanía, trepando en el
monte con su rayo nublo. Mientras las aves repasan
sus últimos senderos, agobiados sus ojos de luz, y su
alado trino ansioso de nido, hacia el sueño en la
bruma, mientras va el ocaso boyero de su lumbre en
una intensidad intocada de holocaustos de oro, que
adensan la nube vagarosa cual piélago en oleaje.
Espejo muy en el alma, del reflejo virgen que se
irisa, cual si despojase su cosecha de sol que bebió
del día, haz en duermevela acongojado de malvas,
ebrio de fuego te consumes en grana y cobre.
Y la ceniza gris en la niebla mustia, mágicamente
nos aquieta el ánima, cuando el alfarero ignoto y
fulgente duerme ya transido de faena en el cobrizo
verso.
Un azul violado en huellas de crepúsculo, que la
estrella pena, serpea en la arboleda. La brisa
compañera de la luna desnuda el cielo que la noche
no puede colmar de negrura, dejando así, albas
nacidas de un día que no fue, horizontes celestes de
un poniente sin vida, que partió. Estrella que se
deshoja en el ramaje, como un pájaro de luz que no
emplumó.
Ejido
707
Un sol profundo de invierno se infiltra bajo el
manto en nube que se arremolina de remanso. Iris
mensaje viene en la gaza del firmamento, heraldo de
la tarde que se va… Como si el viento nos dijera su
secreto, las hojas mecen su verdor. Y una nube
perdida del rebaño forma su moldura ceñida a la luz.

El horizonte detiene su albura y resplandece
fijamente.
Los árboles quisieran dejar de obscurecer, para
recorrer en silencio el tul anaranjado tuyo que el
minuto colma.
0 0 0
El cielo, calmoso en la esperanza, se azula al
romance de la luna, cascabel de sombras que en tu
viaje puro te dejó.
Saliste a desmayar en la intimidad del árbol tu
pregón cristalino, y él, respondió con la quietud de
sus manos abiertas, una vocación de bruma al
refugio incauto de la noche que se vence.
Así, este momento de verano acuoso, me ha dejado
un desvarío de crepúsculo y una quimera de azul y
transparencia.
Anidad árboles inmensos en la oscuridad que nos
exhorta de silencio.
Y así, los pájaros sin vuelo, miran desde su senda
de hojas el atardecer lejano, que nos dice en su
querencia una plenitud de malvas que no fueron, y
708
un recogimiento de sombra por partir.
709
Referencia del libro
Negrura ………………………………………. 655
anochecer ……………………………………. 655
Quietumbre …………………………………... 657
diario de atardecer …….…………………….. 659
Manojos de vacío …………………………….. 672
alma de garza ………………………………… 700
710