EL IDIOTA - Liberbooks
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<strong>EL</strong> <strong>IDIOTA</strong><br />
Fiódor Dostoyevski
<strong>EL</strong> <strong>IDIOTA</strong>
Autor: Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
Primera publicación en papel: 1868<br />
Colección Clásicos Universales<br />
Diseño y composición: Manuel Rodríguez<br />
© de esta edición electrónica: 2012, liberbooks.com<br />
info@liberbooks.com / www.liberbooks.com
FIÓDOR DOSTOYEVSKY<br />
<strong>EL</strong> <strong>IDIOTA</strong>
Contenido<br />
Primera Parte ................................ 11<br />
Segunda Parte ................................ 305<br />
tercera Parte ................................ 549<br />
cuarta Parte ................................. 777<br />
concluSión .................................. 1013
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO<br />
Eran aproximadamente las nueve de la mañana, a final<br />
de noviembre y en época de deshielo. El tren de Varsovia<br />
corría a todo vapor hacia Petersburgo. La humedad<br />
y la niebla eran tales que apenas podía verse la luz del día;<br />
a diez pasos, a un lado y otro de la vía, costaba trabajo<br />
distinguir algo a través de las ventanillas. Entre los pasajeros<br />
había algunos que regresaban del extranjero; pero<br />
los compartimientos de tercera, los más repletos, estaban<br />
ocupados por modestos trabajadores que no venían de<br />
muy lejos. Todos, naturalmente, se encontraban fatigados<br />
y transidos; sus ojos aparecían hinchados y sus rostros<br />
reflejaban la palidez de la niebla.<br />
En uno de los vagones de tercera clase dos viajeros<br />
se hallaban sentados frente a frente junto a la ventanilla<br />
desde las primeras luces del alba; se trataba de dos jóvenes<br />
vestidos sin rebuscamiento y que casi no tenían equipaje;<br />
sus rasgos eran bastante notables y sus deseos de entablar<br />
conversación era manifiesto. Si cada uno de ellos hubiera<br />
podido saber lo que su oponente ofrecía de singular,<br />
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Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
seguramente se habrían asombrado de la suerte que los<br />
había situado frente a frente en un coche de tercera clase<br />
del tren de Varsovia.<br />
Uno de ellos era de apariencia delicada, de unos veintisiete<br />
años; sus cabellos estaban rizados y casi negros;<br />
sus ojos grises y pequeños eran chispeantes. Su nariz era<br />
chata y sus mejillas abultadas; sobre sus labios delgados<br />
erraba continuamente una sonrisa impertinente, burlona y<br />
maliciosa. Pero su frente despejada y bien hecha corregía<br />
la carencia de nobleza de la parte inferior de su rostro.<br />
Lo que más sorprendía en él era la palidez mórbida de su<br />
semblante y la impresión de agotamiento que mostraba a<br />
pesar de que el hombre era de recia contextura; también<br />
se descubría algo de apasionado, tal vez doloroso, que<br />
contrastaba con la insolencia de la sonrisa y la fatuidad<br />
provocadora de su mirada.<br />
Abrigado cálidamente en una gran piel de cordero negra<br />
bien forrada, no había sentido el menor frío, mientras<br />
que su vecino había recibido sobre su espinazo tembloroso<br />
toda la helada de aquella noche de noviembre ruso, a la<br />
que no parecía estar acostumbrado.<br />
Este último iba ataviado con un tulup, 1 abrigo grueso,<br />
sin mangas, pero con un enorme capuchón; una prenda<br />
como la que suelen llevar con frecuencia los turistas que<br />
visitan Suiza o Italia del norte en invierno. Semejante abrigo,<br />
apropiado en Italia, no convenía al clima de Rusia y<br />
menos aún, para un trayecto tan largo como el que separa<br />
Eydtkuhnen 2 de San Petersburgo.<br />
1. Tulup, nombre dado a la pelliza en piel de cordero que suelen<br />
usar los campesinos rusos.<br />
2. Estación fronteriza alemana de la línea Berlín-San Petersburgo.<br />
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13<br />
El idiota<br />
El propietario de esta hopalanda también era joven, de<br />
unos veintiséis o veintisiete años. Su estatura era algo más<br />
que mediana, su cabellera espesa y de un rubio soso; tenía<br />
las mejillas descarnadas y una barbita en punta tan clara<br />
que casi parecía blanca. Sus ojos eran grandes y azules; la<br />
fijeza de su expresión poseía algo suave, pero inquietante,<br />
y su extraño reflejo hubiese revelado a un epiléptico a ciertos<br />
observadores. Por lo demás, el rostro era agradable y<br />
los rasgos no carecían de cierta delicadeza, aunque la tez<br />
parecía descolorida e incluso, en aquel momento, amoratada<br />
por el frío. Poseía un pequeño paquete, envuelto en<br />
un paño de color desvaído, que constituía, al parecer, todo<br />
su equipaje. Calzaba zapatos de gruesa suela y llevaba<br />
polainas, lo que no estaba de moda en Rusia.<br />
Su vecino, el hombre del abrigo de piel, había descubierto<br />
todos estos detalles porque no hallaba mejor distracción.<br />
Acabó por interrogarle mientras su sonrisa expresaba<br />
la satisfacción indiscreta y mal contenida que el<br />
hombre experimenta a la vista de las miserias del prójimo.<br />
—¿Hace frío, eh?<br />
Y su encogimiento de hombros esbozó un estremecimiento.<br />
—¡Oh, sí! —respondió el interpelado con extremada<br />
complacencia—. Y eso que deshiela. ¡Qué sería si helase a<br />
rabiar! No me imaginaba que hiciese tanto frío en nuestro<br />
país. Ya he perdido la costumbre a este clima.<br />
—Sin duda viene usted del extranjero, ¿no?<br />
—Sí. Vengo de Suiza.<br />
—¡Diablos, sí que viene de lejos!<br />
El hombre de los cabellos negros silbó y se puso a reír.<br />
La conversación estaba entablada. El joven rubio con
Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
el abrigo suizo respondía con asombrada condescendencia<br />
a todas las preguntas de su vecino, al parecer sin darse<br />
cuenta del carácter impertinente y ocioso de algunas de<br />
ellas, ni del tono despreocupado con que eran formuladas.<br />
Explicó claramente que había pasado más de cuatro años<br />
fuera de Rusia y que le habían enviado al extranjero para<br />
cuidar una afección nerviosa bastante extraña, del género<br />
de epilepsia o baile de San Vito, que se manifestaba por<br />
temblores y convulsiones. Estas explicaciones hicieron<br />
sonreír a su compañero en diversos momentos y sobre<br />
todo cuando le respondió a la pregunta.<br />
—¿Está usted curado?<br />
—¡Oh, no! No me he curado.<br />
—Entonces ha gastado su dinero inútilmente —y el joven<br />
moreno añadió con amargura—: Así es como nos dejamos<br />
explotar por los extranjeros.<br />
—¡Eso es cierto! —exclamó un personaje mal vestido, de<br />
unos cuarenta años, que estaba sentado junto a ellos y tenía<br />
aspecto de chupatintas; era grueso y exhibía una nariz<br />
roja en medio de una cara llena de granos—. Eso es perfectamente<br />
cierto, señores —añadió—. Así es como los extranjeros<br />
arruinan a los rusos y se quedan nuestro dinero.<br />
—¡Oh! Usted se equivoca completamente en lo que a mí<br />
concierne —replicó el joven en un tono suave y conciliador—.<br />
Evidentemente no estoy en condiciones de discutirle<br />
porque no conozco todo lo que se podría decir sobre la<br />
cuestión. Pero después de haberme mantenido a sus costas<br />
durante dos años, mi médico se desvivió por procurarme<br />
el dinero necesario para mi regreso.<br />
—¿Entonces, no tenía a nadie que pudiese pagárselo?<br />
—preguntó el joven moreno.<br />
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El idiota<br />
—¡Oh, no! El señor Pavlichtchev, que pagaba mis gastos,<br />
murió hace dos años. Entonces me dirigí a la generala<br />
Epantchin, que es parienta lejana, pero no he recibido<br />
ninguna respuesta. Así que regresé a mi tierra.<br />
—¿Y adónde piensa ir?<br />
—¿Se refiere usted adónde pienso quedarme? A fe mía<br />
que aún no lo sé.<br />
—No lo ha decidido.<br />
Y los dos oyentes volvieron a prorrumpir en una carcajada.<br />
—¿Acaso ese paquetito contiene todo su caudal? —preguntó<br />
el joven moreno.<br />
—Yo lo aseguraría —añadió el funcionario de la nariz<br />
rubicunda con aire satisfecho—. Y presumo que no tiene<br />
otros efectos en el departamento de equipajes. Además, la<br />
pobreza no es ningún vicio, ya se sabe.<br />
Aquello también era cierto: el joven rubio lo admitió<br />
con infinito buen humor.<br />
Sus dos vecinos dieron rienda suelta a sus deseos de<br />
reír. El propietario del paquetito también se echó a reír<br />
mientras los miraba, lo que acrecentó su hilaridad. El burócrata<br />
añadió:<br />
—Su paquetito, sin embargo, tiene cierta importancia.<br />
Desde luego, puede afirmarse que no contiene cilindros<br />
con piezas de oro, tales como napoleones, federicos o ducados<br />
holandeses. Es fácil la conjetura con sólo ver las<br />
polainas que recubren sus zapatos de hechura extranjera.<br />
Sin embargo, si además de ese paquetito usted posee una<br />
parienta de la categoría de la generala Epantchin, entonces<br />
el mismo paquetito adquiere un valor relativo. Esto, claro<br />
está, en el caso de que la generala sea efectivamente su
Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
parienta y no se trate de un error imputable a la distracción,<br />
defecto muy corriente, sobre todo entre las personas<br />
imaginativas.<br />
—Vuelve a estar usted en lo cierto —exclamó el joven<br />
rubio—. En efecto, casi estoy en un error. Figúrese que<br />
la generala apenas es parienta mía; tanto es así que no<br />
me asombró nada que no haya respondido a mi carta de<br />
Suiza. Me lo esperaba.<br />
—Ha malgastado su dinero en sellos de correos.<br />
Al menos puede decirse que tiene usted candor y sinceridad,<br />
lo cual es un elogio... En cuanto al general Epantchin,<br />
le conocemos, en el sentido de que es un hombre<br />
conocido de todo el mundo. También conocemos al difunto<br />
señor Pavlichtchev, que le ha sostenido en Suiza, si<br />
es que se trata de Nikolai Andreievitch Pavlichtchev, porque<br />
existen dos primos del mismo nombre. Uno de ellos<br />
siempre vive en Crimea; respecto a Nikolai Andreievitch<br />
Pavlichtchev, el difunto, era hombre respetable que contaba<br />
con muy buenas relaciones y cuya fortuna se estimaba<br />
en cuatro mil almas. 3<br />
—Era ese mismo: se llamaba Nikolai Andreievitch Pavlichtchev.<br />
Al responder así el joven lanzó una mirada escrutadora<br />
sobre aquel señor que parecía saberlo todo.<br />
Las gentes dispuestas a informar sobre toda clase de<br />
cosas se encuentran con bastante frecuencia en cierta clase<br />
de sociedad. Lo saben todo porque concentran en una sola<br />
dirección todas las facultades inquisitoriales de su espíritu.<br />
3. La fortuna territorial se contaba en Rusia por el número de siervos<br />
que estaban obligados a prestar servicio a un señor. Esta situación<br />
fue abolida por Alejandro II, en decreto de 19 de febrero de 1861.<br />
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El idiota<br />
Por lo demás, al calificarlos de omniscientes, se sobreentiende<br />
que el dominio de su ciencia es bastante limitado.<br />
Por ejemplo, le dirán que Fulano está en tal lugar, que tiene<br />
tales y cuales amigos; que su fortuna es de tanto. Le indicarán<br />
la provincia en que ese personaje fue gobernador, la<br />
mujer con la cual casó, el total de la dote que ella aportó,<br />
sus lazos de familiaridad y toda clase de informaciones del<br />
mismo estilo. La mayoría de las veces estos «sabelotodo»<br />
van con los codos rotos y ganan sueldos de diecisiete rublos<br />
al mes. Aquellos que son tan bien conocidos, están muy<br />
lejos de sospechar que son objeto de semejante curiosidad.<br />
Y sin embargo, las personas de esta especie encuentran un<br />
verdadero gozo en aprender una sabiduría que equivale a<br />
una verdadera ciencia que ellos elevan, apasionadamente,<br />
al rango de satisfacción estética. He conocido a sabios, escritores,<br />
poetas y hombres políticos que han encontrado en<br />
ella la virtud del apaciguamiento, convirtiéndola en el fin<br />
de su fin, y a ella le deben los únicos éxitos de su carrera.<br />
En el transcurso del coloquio, el joven moreno bostezaba,<br />
echaba miradas distraídas a través de las ventanillas<br />
y parecía impaciente por llegar. Su extremada distracción<br />
alcanzaba la ansiedad y la extravagancia: por momentos,<br />
miraba sin ver, escuchaba sin atender y si le tocaba reír,<br />
ni se acordaba del motivo de su alegría.<br />
—Pero, permítame, ¿con quién tengo el honor...? —preguntó<br />
de pronto el hombre de rostro lleno de granos girándose<br />
hacia el propietario del paquetito.<br />
—Soy el príncipe Lev Nikolaievitch Mychkin —respondió<br />
el joven con toda rapidez.<br />
—¿El príncipe Mychkin? ¿Lev Nikolaievitch? No le conozco,<br />
ni he oído hablar de él —replicó el funcionario con
Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
aire pensativo—. No es el apellido lo que me asombra, pues<br />
es histórico: se encuentra o debe encontrarse en la Historia,<br />
de Karamzin. 4 Hablo de su persona y creo que hace<br />
tiempo que no se encuentra por ninguna parte un príncipe<br />
de ese nombre; ni siquiera se oye hablar de él.<br />
—Lo creo —replicó inmediatamente el príncipe—. Como<br />
que no existe ningún príncipe Mychkin aparte de mí; debo<br />
ser el último de la dinastía. Mis antepasados eran hidalgos<br />
rurales. 5 Mi padre sirvió en el Ejército con el grado de<br />
teniente después de ser junker. 6 A decir verdad, no sabría<br />
explicarle cómo la generala Epantchin resulta ser una<br />
princesa Mychkin; también ella es la última de su clase.<br />
—¡Je, je! ¡La última de su clase! ¡Qué expresión más<br />
cómica! —dijo el funcionario riéndose.<br />
El joven moreno también esbozó una sonrisa. El príncipe<br />
se quedó un poco asombrado por haber hecho un juego<br />
de palabras, por lo demás, bastante malo.<br />
—Crea que mi intención no era ésa —explicó al fin.<br />
—Ya se comprende; se ve en seguida —admitió el funcionario<br />
jovialmente.<br />
—Y bien, príncipe, sin duda ha estudiado las ciencias<br />
durante su estancia con ese profesor, ¿no? —preguntó de<br />
repente el joven moreno.<br />
—Sí... estudié.<br />
4. Nikolai Mikhailovitch Karamzin (1766-1826), historiador ruso,<br />
autor de una célebre Historia del Estado ruso, en doce volúmenes.<br />
5. Caballeros rurales. Categoría de campesinos que nunca habían<br />
sido siervos, pero que se encontraban unidos con la masa rural desde<br />
siglos atrás y eran de auténtico origen noble.<br />
6. Abanderado, alumno de una escuela militar. Hasta finales del<br />
reinado de Alejandro II, definía a un militar de origen noble.<br />
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El idiota<br />
—No es como yo, que jamás aprendí nada.<br />
—Pues yo, no he recibido más que unas briznas de instrucción<br />
—dijo el príncipe a título de excusa—. En razón a<br />
mi estado de salud no consideraban apropiado hacerme<br />
estudiar sistemáticamente.<br />
—¿Conoce usted a los Rogojin? —preguntó súbitamente<br />
el joven moreno.<br />
—No, no los conozco en absoluto. Debo decirle que<br />
conozco a muy pocas personas en Rusia. ¿Acaso usted<br />
lleva ese nombre?<br />
—Sí, me llamo Rogojin, Parfion.<br />
—¿Parfion? No será usted miembro de esa familia de<br />
Rogojin que... —pronunció el funcionario afectando importancia.<br />
—Sí, sí, esa misma —respondió el joven moreno en un<br />
tono brusco de impaciencia para interrumpir al empleado,<br />
a quien no había dirigido una palabra hasta entonces y<br />
sólo se encaraba con el príncipe.<br />
—Pero..., ¿cómo puede ser eso? —replicó el funcionario<br />
desorbitando los ojos con estupor mientras su fisonomía<br />
se revestía con una expresión de obsequiosidad y casi de<br />
miedo—. Entonces, usted será pariente del mismo Semion<br />
Parfionovitch Rogojin, burgués honorario hereditario, 7<br />
que murió hace cosa de un mes dejando una fortuna de<br />
dos millones y medio a sus herederos.<br />
7. La gran mayoría de los comerciantes, hacia la mitad del siglo<br />
xix, eran campesinos enriquecidos por los negocios. Cuando dejaban<br />
de tributar, volvían a su rango de campesinos. El legislador, con sentido<br />
de clase, estableció categorías estables en el comercio, independientes<br />
de la tributación: eran la de «burgués en vida» y la de «burgués<br />
honorario hereditario».
Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
—¿De dónde sacas tú que ha dejado dos millones de<br />
capital neto? —replicó el joven moreno cortándole la palabra,<br />
pero sin dignarse de antemano volver su mirada<br />
hacia él. Y agregó dirigiéndose al príncipe con un guiño<br />
de ojo—: Yo le pregunto, ¿qué interés pueden tener estas<br />
gentes para adularle a uno con semejante prontitud? Es<br />
exactamente cierto que mi padre acaba de morir; lo cual<br />
no impide que regrese a mi casa, un mes más tarde, desde<br />
Pskov, en tal estado que apenas si tengo un par de botas<br />
que ponerme. El sinvergüenza de mi hermano y mi madre<br />
no me han enviado ni dinero ni esquela. Nada: me han<br />
tratado como a un perro. Y he permanecido durante un<br />
largo mes en Pskov acostado con fiebre.<br />
—Lo que no impide que venga usted a coger de golpe un<br />
buen milloncito, y puede que esa cifra esté muy por debajo<br />
de la que realmente le espera. ¡Ah, Señor! —exclamó el<br />
funcionario levantando los brazos al cielo.<br />
—No, pero, ¿qué podrá importarle todo eso, se lo pregunto?<br />
—repitió Rogojin designando a su interlocutor con<br />
un gesto enervante y de aversión—. Entérate de que no te<br />
daré ni un solo copek, aun cuando caminases sobre las<br />
manos delante de mí.<br />
—Pues bien, caminaré aunque sea sobre las manos.<br />
—¡Ve usted esto! Métete en la cabeza que no te daré<br />
nada, aun cuando danzases toda una semana.<br />
—¡Eres libre! No me darás nada y yo bailaré. Abandonaré<br />
a mi mujer y mis hijos para bailar delante de ti,<br />
repitiéndome a todas horas: adula, adula.<br />
—¡Qué bajeza! —exclamó el joven moreno escupiendo<br />
con disgusto; luego se volvió hacia el príncipe—. Hace<br />
cinco semanas que me fugué de la casa de mis padres<br />
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21<br />
El idiota<br />
llevándome, como usted, un paquetito de trapos. Me fui<br />
a Pskov, a casa de una tía, y allí cogí una fiebre. Durante<br />
este tiempo ocurrió la muerte de mi padre de modo repentino.<br />
Paz a sus restos, pero a poco me mata. Usted me<br />
creerá si quiere, príncipe: Dios es testigo de que me habría<br />
matado si no hubiese huido.<br />
—Probablemente usted lo habría irritado —insinuó el<br />
príncipe que examinaba al millonario del abrigo de piel<br />
con una curiosidad especial.<br />
Pero, aunque pudiera tener interés en escuchar la historia<br />
de aquella herencia de un millón, la atención del<br />
príncipe se centraba en otra cosa.<br />
De la misma manera, si Rogojin experimentaba un singular<br />
placer en conversar con el príncipe, este placer se<br />
debía a un impulso más que a una necesidad de expansionismo;<br />
parecía producirse más por diversión que por simpatía,<br />
su estado de inquietud y nerviosidad le empujaban a<br />
mirar cualquier cosa y hablar a cualquiera. Se podía creer<br />
que aún estaba preso de delirio, o al menos con fiebre. En<br />
cuanto al funcionario, éste ya no tenía ojos más que para<br />
Rogojin; apenas se atrevía a respirar y recogía cada una<br />
de sus palabras como si fuesen diamantes.<br />
—Es cierto que estaba enojado conmigo, y hasta puede<br />
que con razón —respondió Rogojin—. Pero más que nada<br />
fue mi hermano quien lo encendió contra mí. No digo<br />
nada de mi madre: es una vieja que siempre está hundida<br />
en la lectura del menologio y rodeada de gentes de su<br />
edad, aunque al único que se hace caso en nuestra casa<br />
es a mi hermano Senka. 8 Y si él no me ha prevenido con<br />
8. Senka, diminutivo familiar de Semion: Simón.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
tiempo, ya supongo el motivo. Además, en esos momentos<br />
yo me encontraba sin conocimiento. Al parecer se me<br />
dirigió un telegrama, pero este telegrama se lo llevaron a<br />
mi tía, que está viuda desde hace más de treinta años y se<br />
pasa todos los días, de la mañana a la noche, con iluminados.<br />
9 Sin ser realmente una monja, es peor que una monja.<br />
Se espantó ante la presencia del telegrama y, sin atreverse<br />
a abrirlo, lo llevó a la comisaría y allí continúa. Gracias<br />
a Koniov, a Vassili Vassilytch, me he puesto al corriente<br />
de lo sucedido. Al parecer, mi hermano cortó durante la<br />
noche las borlas de oro del paño en brocado que recubría<br />
el ataúd de mi padre. Ha creído justificar su villana acción<br />
declarando que esos galones valían un dineral. No haría<br />
falta más para enviarlo a Siberia si yo juzgase el hecho,<br />
porque eso es un robo sacrílego. ¿Eh, qué dices tú, espantapájaros?<br />
—añadió volviéndose al funcionario—. ¿Qué dice<br />
la ley a ese respecto? ¿Es un robo sacrílego?<br />
—Cierto, sí. Es un robo sacrílego —se apresuró a admitir<br />
el interpelado.<br />
—¿Y eso conduce a un hombre a Siberia?<br />
—¡A Siberia, a Siberia! Y sin rechistar.<br />
—Y allá todos piensan que yo aún continúo enfermo<br />
—prosiguió Rogojin dirigiéndose al príncipe—. Pero, yo, sin<br />
tambor ni trompeta, enfermo como estaba, cogí el tren y<br />
me puse en camino. ¡Ah, mi querido hermano Semion Semionytch,<br />
será preciso que me abras la puerta! Sé cuánto<br />
me ha difamado ante mi difunto padre. Y en verdad, debo<br />
confesar que irrité a mi padre con la historia de Nastassia<br />
9. Especie de imbéciles que pasaban por tener atributos de santidad<br />
e incluso el don de la profecía.<br />
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23<br />
El idiota<br />
Filippovna. Ahí estuve, ciertamente, equivocado. Sucumbí<br />
al pecado.<br />
—¿La historia de Nastassia Filippovna? —insinuó el burócrata<br />
en tono servil y tratando de reagrupar sus recuerdos.<br />
—¡Qué te importa, si no la conoces! —le gritó Rogojin<br />
perdiendo la paciencia.<br />
—Sí que la conozco —respondió el otro con aire triunfal.<br />
—¡Vamos ya! No faltan personas con el mismo nombre.<br />
Y además, tengo que decírtelo, eres un descarado. Ya me<br />
parecía a mí —añadió dirigiéndose al príncipe— que iba a<br />
ser— víctima de inoportunos de este calibre.<br />
—Eso no impide que la conozca —insistió el funcionario—.<br />
Lebedev sabe lo que sabe. Su Alteza se digna maltratarme,<br />
pero ¿qué diría si le probase que conozco a Nastassia<br />
Filippovna? Fíjese, esa mujer por la cual su padre<br />
le ha dado unos bastonazos, se llama Barachkova. Puede<br />
decirse que es una dama de categoría y que ella, también<br />
en su clase, es una princesa. Está en relaciones con un tal<br />
Totski, Afanassi 10 Ivanovitch; este señor, que es su único<br />
amigo, es un gran propietario y está a la cabeza de capitales<br />
considerables. Es administrador de diversas sociedades<br />
y, por esta razón, tiene relaciones de negocios y de amistad<br />
con el general Epantchin...<br />
—¡La peste te lleve! —exclamó Rogojin sorprendido—.<br />
¡Es cierto que está bien informado!<br />
—Cuando le decía que Lebedev lo sabe todo, absolutamente<br />
todo... Aún le informaré a Su Alteza que he rodado<br />
por todas partes durante dos meses con el pequeño<br />
10. Afanassi: Atanasio.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky<br />
Alexandre Likhatchov, que también acababa de perder a<br />
su padre: así, pues, le conocía de tal modo que no podía<br />
dar un solo paso sin mí. Actualmente se encuentra en la<br />
cárcel por deudas. Pero tuvo, en su tiempo, ocasión para<br />
conocer a Armance, Coralia, la princesa Patski, Nastassia<br />
Filippovna y saber muchas cosas.<br />
—¿Nastassia Filippovna? ¿Acaso ella estaba con Likhatchov?<br />
—preguntó Rogojin cuyos labios palidecieron y empezaron<br />
a temblar mientras su mirada de odio se posaba<br />
en el funcionario.<br />
—¡No había nada entre ellos, absolutamente nada! —se<br />
apresuró a rectificar éste—. Quiero decir que Likhatchov<br />
no pudo obtener nada a pesar de todo su dinero. Ella no<br />
es como Armance. Sólo tiene a Totski. Cada tarde puede<br />
vérsela en su palco, bien en el Gran Teatro o bien en el<br />
Teatro Francés. 11 Los oficiales tienen mucho que comentar<br />
entre sí respecto a ella, pero son incapaces de probar nada:<br />
«¡Mira! —dicen—. Ahí está esa famosa Nastassia Filippovna».<br />
Eso es todo. No dicen más, porque no hay más que<br />
decir.<br />
—Eso está bien —confirmó Rogojin con aspecto sombrío<br />
y ceñudo—. Es exactamente lo mismo que me dijo<br />
entonces Zaliojev. Yo, príncipe, un día que atravesaba la<br />
Nevski, abrigado con la hopalanda paternal que llevaba<br />
desde hacía tres años, la vi salir de un establecimiento<br />
para subir a su coche. Me sentí ante aquella visión como<br />
traspasado por un rayo. Después encontré a Zaliojev; era<br />
un hombre muy distinto a mí: vestía como un mancebo<br />
11. Nombre que se daba al teatro Michael, de San Petersburgo,<br />
porque casi siempre actuaban allí los grandes artistas franceses.<br />
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25<br />
El idiota<br />
de peluquero y enarbolaba unos anteojos, mientras que<br />
en mi casa llevábamos botas de campesino y comíamos<br />
sopa de coles. Zaliojev me dijo: «Esa mujer no es de tu<br />
mundo; es una princesa; se llama Nastassia Filippovna<br />
Barachkova y vive con Totski. Pero Totski no sabe cómo<br />
deshacerse de ella, porque ya tiene cincuenta y cinco añas<br />
y está en la edad de colocarse. Quiere casarse con la primera<br />
belleza de Petersburgo». Además de esto, agregó que<br />
yo podía ver a Nastassia Filippovna en su palco de platea<br />
acudiendo aquella misma tarde al Gran Teatro, durante la<br />
representación de ballet. Pero el carácter de mi padre era<br />
tan sombrío que hubiese bastado con manifestar delante<br />
suyo la intención de ir al ballet para ser arrojado a puntapiés.<br />
Sin embargo, fui a pasar un momento a escondidas<br />
y volví a ver a Nastassia Filippovna. Ya no pude pegar un<br />
ojo en toda la noche. Al día siguiente por la mañana, mi<br />
difunto padre me dio los títulos al 5% de cinco mil rublos<br />
cada uno mientras me decía: «Vete a venderlos y pasa en<br />
seguida por casa de los Andreiev en donde pagarás una<br />
cuenta de mil quinientos rublos; me devolverás el resto sin<br />
callejear por ningún sitio». Vendí los títulos, me embolsé<br />
el dinero, pero en lugar de ir a casa de los Andreiev, me fui<br />
derecho al Almacén Inglés donde escogí unos pendientes<br />
con dos brillantes, cada uno casi del grueso de una avellana.<br />
Me faltaban cuatrocientos rublos, pero dije quién era<br />
y me dieron crédito. Con aquella alhaja en el bolsillo me<br />
dirigía a casa de Zaliojev: «Vamos, amigo —le dije—, acompáñame<br />
a casa de Nastassia Filippovna». Fuimos, pero de<br />
lo que tuve entonces bajo mis pies, delante de mí o a mi<br />
lado, perdí todo recuerdo. Penetramos en un gran salón<br />
y ella apareció delante de nosotros. Yo no me anuncié en