24.04.2013 Views

LOS TIGRES DE MALASIA - Liberbooks

LOS TIGRES DE MALASIA - Liberbooks

LOS TIGRES DE MALASIA - Liberbooks

SHOW MORE
SHOW LESS

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

Emilio Salgari<br />

<strong>LOS</strong> <strong>TIGRES</strong> <strong>DE</strong> <strong>MALASIA</strong>


<strong>LOS</strong> <strong>TIGRES</strong> <strong>DE</strong> <strong>MALASIA</strong>


Autor: Emilio Salgari<br />

Primera publicación en papel: 1897<br />

Colección Clásicos Universales<br />

Diseño y composición: Manuel Rodríguez<br />

© de esta edición electrónica: 2013, liberbooks.com<br />

info@liberbooks.com / www.liberbooks.com


Emilio Salgari<br />

<strong>LOS</strong> <strong>TIGRES</strong><br />

<strong>DE</strong> <strong>MALASIA</strong>


Índice<br />

I. El ataque del Marianne . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9<br />

II. El peregrino de La Meca ...................... 22<br />

III. Por el río Kabataun ......................... 40<br />

IV. En mitad del fuego .......................... 57<br />

V. Las declaraciones del piloto .................... 72<br />

VI. La embestida de los elefantes .................. 84<br />

VII. En el kampong de Pangutarang ................ 97<br />

VIII. La destrucción del Marianne ................. 108<br />

IX. La prueba del fuego ......................... 118<br />

X. El ataque al kampong ........................ 134<br />

XI. El retorno de Kammamuri .................... 148<br />

XII. La bacanal de los dayacos .................... 165<br />

XIII. La retirada por en medio de los bosques ........ 182<br />

XIV. El barco americano ........................ 199<br />

XV. Fuego desde el vapor ........................ 213<br />

XVI. Declaración de guerra ...................... 227


I<br />

El ataque del Marianne<br />

-¿S<br />

eguimos adelante? ¿Sí o no? ¡Por Júpiter!<br />

¡No es posible que estemos varados en un<br />

banco como necios!<br />

—No se puede seguir adelante, señor Yáñez.<br />

—Pero ¿qué es lo que nos impide avanzar.<br />

—Aún no lo sabemos.<br />

—¡Voto a Júpiter! ¡Ese piloto está embriagado! ¡Menuda<br />

fama consiguen de esta manera los malayos! ¡Y yo que<br />

hasta esta mañana los tuve siempre por los más soberbios<br />

marinos de los dos mundos! ¡Sambigliong, ordena que se<br />

despliegue otra vela! Hay viento favorable y acaso consigamos<br />

seguir adelante.<br />

—No lograremos nada, señor Yánez, ya que la marea<br />

baja muy de prisa.<br />

—¡Que el demonio se lleve a ese necio piloto!<br />

El que así se expresaba se había vuelto en dirección a<br />

popa, con el ceño fruncido y el semblante alterado a causa<br />

del intenso enojo que le dominaba.<br />

A pesar de que era ya hombre de bastante edad, pues<br />

tenía cincuenta años, se trataba aún de un tipo atractivo,<br />

9


Emilio Salgari<br />

fuerte, con enormes bigotes grises esmeradamente cuidados<br />

y rizados, piel algo bronceada y abundante cabello<br />

que le sobresalía bajo el sombrero de paja de Manila,<br />

semejante a los mejicanos, y ornado con una cinta de azul<br />

terciopelo.<br />

Se hallaba ataviado con un elegante traje de franela<br />

blanca con botonadura de oro y tenía la cintura ceñida<br />

por una faja de terciopelo de color rojo, en la cual se distinguían<br />

un par de pistolas de largo cañón, de culatas con<br />

incrustaciones de plata y nácar. Estas armas habían sido,<br />

sin la menor duda, fabricadas en la India. Calzaba sus<br />

pies con botas de agua de amarillo cuero, algo dobladas<br />

por la puntera.<br />

—¡Piloto! —exclamó.<br />

Un malayo de piel color hollín con tonalidades verdosas<br />

y los ojos ligeramente oblicuos y amarillentos, lo que<br />

producía un extraño efecto, al escuchar la llamada dejó el<br />

timón y se dirigió hacia Yáñez, con un caminar receloso<br />

que denotaba una conciencia no muy tranquila.<br />

—Podada —arguyó el europeo con seca entonación,<br />

apoyando la mano derecha en la culata de una de sus<br />

pistolas—, ¿cómo marcha ese asunto? Creo recordar que<br />

usted aseguró que conocía todas estas regiones costeras de<br />

Borneo, y por esta causa le admití a bordo.<br />

—Pero, señor... —tartamudeó el malayo, con aspecto<br />

medroso.<br />

—¿Qué pretende usted decir? —inquirió Yáñez, que por<br />

primera vez en su vida parecía haber perdido su acostumbrada<br />

serenidad.<br />

—Antaño no estaba este banco aquí.<br />

—¡Pícaro! ¿Tal vez ha salido de las profundidades del<br />

10


11<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

mar esta mañana? ¡Es usted un majadero! Ha movido<br />

la barra con un falso golpe con el objeto de hacer que el<br />

Marianne se detuviera.<br />

—¿Con qué objeto, señor?<br />

—¿Y yo qué sé? Es posible que se hallase en convivencia<br />

con los enemigos que han hecho que los dayacos se<br />

subleven.<br />

—Yo jamás he mantenido amistad más que con mis<br />

compatriotas, señor.<br />

—¿Considera usted posible desencallar?<br />

—Sí, señor; con la marea alta.<br />

—¿Son muchos los dayacos que hay en el río?<br />

—Me imagino que no.<br />

—¿Conoce si poseen buen armamento?<br />

—Solamente les he visto unos cuantos fusiles.<br />

—¿Cuál será la razón de que se hayan rebelado? —musitó<br />

Yáñez—. Hay aquí un enigma que no soy capaz de resolver,<br />

aunque el «Tigre de Malasia» se empeñe en creer que<br />

los ingleses son los culpables de todo esto. Aguardemos a<br />

ver si tenemos tiempo de llevar a Mompracem a Tremal-<br />

Naik y a Damna, antes que los sublevados ocupen sus<br />

plantaciones y destruyan, sus factorías. Probemos a dejar<br />

este banco antes que la marea alcance su máxima altura.<br />

Dio la espalda al malayo, se dirigió hacia proa y se<br />

inclinó en la amura del castillo.<br />

La embarcación, que había encallado posiblemente<br />

como consecuencia de una mala maniobra, se trataba de<br />

un magnífico velero de dos palos, construido hacía poco,<br />

lo que se deducía por sus líneas aún limpias y en muy<br />

buen estado, y con dos grandes velas del tipo de las de los<br />

paraos malayos.


Emilio Salgari<br />

Como mínimo desplazaría unas doscientas toneladas y<br />

llevaba tan buen armamento que podía resultar un imponente<br />

enemigo incluso frente a cualquier mediano crucero.<br />

En la toldilla se distinguían dos piezas de artillería de<br />

buen calibre, protegidas por una plataforma constituida<br />

por un par de planchas de acero de gran grosor colocadas<br />

en ángulo, y en el castillo de proa, cuatro bombardas o<br />

grandes espingardas, magníficas armas para ametrallar, si<br />

bien eran de escaso alcance.<br />

Por añadidura, su tripulación resultaba en exceso numerosa<br />

para un buque tan pequeño, ya que se componía<br />

aquélla de cuarenta dayacos y malayos, de cierta edad,<br />

aunque aún fuertes, de altivos semblantes y con no escasas<br />

cicatrices, lo que denotaba que eran hombres de mar<br />

a la vez.<br />

La nave se hallaba embarrancada en la embocadura de<br />

una amplia bahía, en la que desembocaba un río que, por<br />

su apariencia, debía de ser caudaloso.<br />

Numerosas islas, entre las cuales se encontraba una<br />

muy extensa, la protegían de los vientos procedentes del<br />

poniente. La bahía encontrábase circundada de una frondosa<br />

vegetación de vivo color verde.<br />

El Marianne había encallado en uno de los bancos que<br />

se hallaban ocultos por las aguas, que ya empezaban a<br />

distinguirse debido a la marea baja.<br />

La rueda de proa se había empotrado de una manera<br />

profunda, impidiendo, por tanto, que se pudiera la embarcación<br />

poner a flote con sólo echar el ancla hacia la parte<br />

de popa y halando la cuerda.<br />

—¡Este perro maldito! —barbotó Yáñez, luego de haber<br />

examinado atentamente el bajo—. ¡No será posible aban-<br />

12


13<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

donar el lugar antes de medianoche! ¿Qué opinas, Sambigliong?<br />

Un malayo con numerosas arrugas en el rostro y con el<br />

pelo canoso, pero que, no obstante, aparentaba ser muy<br />

robusto, se había aproximado al europeo.<br />

—Opino, señor Yáñez, que sin la pleamar resultarán<br />

vanos todos los intentos.<br />

—¿Confías en ese piloto?<br />

—No puedo contestarle de una forma positiva, capitán<br />

—repuso el malayo—, ya que jamás le he visto antes. Sin<br />

embargo...<br />

—Prosigue —instó Yáñez.<br />

—El encontrarle solo, a tanta distancia de Gaya, en el<br />

interior de una canoa que no pudiera haber aguantado<br />

una simple ola y el que inmediatamente se ofreciera a<br />

conducirnos... ¡En fin...! Me parece que todo esto no está<br />

muy claro.<br />

—¿Habremos incurrido en una imprudencia al ponerle<br />

en el timón? —se preguntó Yáñez, quien se había quedado<br />

meditabundo.<br />

Luego, moviendo la cabeza como si pretendiese arrojar<br />

fuera de sí una molesta idea, agregó:<br />

—¿Por qué motivo ese hombre, que es de vuestra raza,<br />

habrá pretendido perder el mejor y más formidable parao<br />

del «Tigre de Malasia»? ¿Acaso no hemos defendido siempre<br />

a los naturales de Borneo contra las arbitrariedades<br />

de Inglaterra? ¿No hemos vencido a James Broocke con<br />

el fin de conseguir que los dayacos fueran independientes<br />

en Sarawak?<br />

—¿Y por qué razón, señor Yáñez —adujo Sambigliong—,<br />

se han sublevado de una manera tan inopinada en contra


Emilio Salgari<br />

de nuestros amigos los dayacos de la costa? Es indudable<br />

que Tremal-Naik, al fundar factorías en estas costas, que<br />

en otra época estaban desiertas, les ha facilitado el medio<br />

de ganarse la vida de una forma cómoda sin que se hallen<br />

en peligro de ser víctimas de los piratas que antes los diezmaban<br />

continuamente.<br />

—Esto es un enigma, mi apreciado Sambigliong, que<br />

ni Sandokan ni yo hemos conseguido resolver hasta el<br />

presente. Este inopinado encolerizamiento contra Tremal-<br />

Naik ha de basarse en algún hecho que desconocemos.<br />

Lo más probable es que alguien haya procurado atizar el<br />

incendio para que éste aumente.<br />

—¿Se hallarán realmente en peligro Tremal-Naik y su<br />

hija Damna?<br />

—El mensajero que ha hecho ir a Mompracem ha notificado<br />

que se han levantado en armas todos los dayacos y<br />

que están, además, dominados por una especie de locura,<br />

ya que han saqueado y prendido fuego a tres factorías,<br />

mientras hablaban sobre si matar a Tremal-Naik.<br />

—Y no obstante, no se puede encontrar en la isla entera<br />

un hombre mejor que él —comentó Sambigliong—. No<br />

entiendo por qué esos pícaros arrasan y saquean sus propiedades.<br />

—Alguna cosa conoceremos al llegar al kampong 1 de<br />

Pangutarang. Cuando aparezca el Marianne, los dayacos<br />

se tranquilizarán algo, y si no abandonan las armas, los<br />

ametrallaremos tal como tienen merecido.<br />

1. Establecimiento comercial fortificado con empalizadas que solían<br />

construir los europeos que comerciaban con los autóctonos. Venía<br />

a ser como el conocido fuerte norteamericano. (N. del T.)<br />

14


15<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

—Y sabremos la causa de la sublevación.<br />

—¡Oh! —exclamó Yáñez, que en aquel momento había<br />

vuelto la cabeza en dirección al río—. Hay alguien allí que,<br />

según parece, pretende acercarse.<br />

Una canoa de pequeño tamaño y con una vela solamente<br />

acababa de aparecer por detrás de las islas que<br />

obstruían la desembocadura del río y avanzaba hacia la<br />

proa del Marianne.<br />

Iba tripulada por un solo hombre, pero se encontraba<br />

todavía tan distante que resultaba casi imposible ver si se<br />

trataba de un malayo a un dayaco.<br />

—¿Quién será? —díjose a sí mismo Yáñez, que continuaba<br />

contemplando la embarcación—. Fíjate, Sambigliong:<br />

¿no crees que no se halla decidido sobre la forma en que<br />

debe maniobrar? En este momento avanza en dirección a<br />

los islotes; ahora se aleja, marchando hacia las escolleras<br />

de coral.<br />

—Cualquiera supondría que pretende engañar a alguien<br />

en lo que se refiere a su derrotero, ¿no es así, señor Yáñez?<br />

—contestó Sambigliong—. ¿Estarán vigilándole tal vez<br />

y pretenderá, efectivamente, engañar a alguien?<br />

—Opino lo mismo —repuso el europeo—. Tráeme mi catalejo<br />

y ordena que carguen un proyectil en una bombarda.<br />

Procuraremos auxiliar en la maniobra a ese hombre,<br />

que indudablemente intenta reunirse con nosotros.<br />

Un instante más tarde enfocaba el catalejo en dirección<br />

a la canoa, que todavía se hallaba a unas dos millas y que<br />

acabó abandonando la zona de las pequeñas islas, avanzando<br />

decididamente hacia el Marianne.<br />

De súbito Yáñez lanzó una exclamación:<br />

—¡Tangusa!


Emilio Salgari<br />

—¿El que Tremal-Naik llevó con él a Mompracem y a<br />

quien hizo factor?<br />

—¡Eso es, Sambigliong!<br />

—En tal caso ahora nos enteraremos de la sublevación,<br />

si en efecto se trata de él —dijo el dayaco.<br />

—¡Oh, sí es él! ¡No estoy equivocado: le distingo perfectamente!<br />

¡Oh!<br />

—¿Qué ocurre, señor?<br />

—Veo una chalupa tripulada por unos doce dayacos y<br />

creo que intentan alcanzar a Tangusa. ¡Fíjate en el último<br />

islote! ¿Ves?<br />

Sambigliong miró detenidamente y comprobó que,<br />

en efecto, una embarcación de estrechas y largas líneas<br />

abandonaba la desembocadura del río y se dirigía a toda<br />

velocidad en dirección al mar impulsada por ocho remos<br />

manejados con sumo vigor.<br />

—Sí, señor Yáñez; van a dar alcance al factor de Tremal-Naik.<br />

—¿Has ordenado que carguen una bombarda?<br />

—Las cuatro.<br />

—¡Magnífico! Aguardemos un instante.<br />

La canoa, a la cual le venía el viento de popa, navegaba<br />

en derechura hacia el Marianne a buena velocidad. No<br />

obstante no podía avanzar tan de prisa como la chalupa.<br />

El hombre que iba embarcado en la canoa se dio cuenta<br />

inmediatamente de que era perseguido y, abandonando el<br />

timón, aferró con todas sus fuerzas los remos para acelerar<br />

la marcha.<br />

De improviso una nube de humo se levantó en el costado<br />

de proa de la chalupa e inmediatamente se oyó en el<br />

Marianne el retumbar de un disparo.<br />

16


17<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

—¡Disparan sobre Tangusa, señor Yáñez! —indicó Sambigliong.<br />

—¡Bien, compañero; yo demostraré a esos pícaros cómo<br />

disparan los portugueses! —replicó el europeo, en su tono<br />

sereno de costumbre.<br />

Arrojó el cigarrillo que estaba fumando, se abrió paso<br />

entre la marinería, que se había aglomerado en el castillo<br />

de proa al oír el estampido del disparo y se aproximó a la<br />

primera bombarda de babor, apuntándola en dirección a<br />

la chalupa.<br />

La persecución proseguía con saña y la canoa, a pesar<br />

de los extraordinarios esfuerzos que hacía Tangusa, se hallaba<br />

cada vez a menos distancia de la otra embarcación.<br />

Un nuevo disparo de fusil surgió de la chalupa, pero no<br />

dio en el blanco, ya que es bien conocido que los dayacos<br />

utilizan mejor las cerbatanas que las armas de fuego.<br />

Yáñez continuaba mirando impertérrito.<br />

—Se encuentra en la línea de fuego —musitó cuando hubieron<br />

transcurrido un par de minutos.<br />

Abrió fuego. Encendióse el largo cañón, ocasionando<br />

un estampido que retumbó incluso bajo los árboles que<br />

llenaban la distante costa de la bahía.<br />

En la parte de estribor de la chalupa vio elevarse un<br />

chorro de agua; al instante se escucharon a lo lejos exclamaciones<br />

furiosas.<br />

—¡Alcanzada, señor Yáñez! —exclamó también Sambigliong.<br />

—Y naufragará en seguida —contestó el portugués.<br />

Los dayacos detuvieron su avance y viraron al momento<br />

con la celeridad del rayo, confiando en poder alcanzar<br />

uno de los islotes antes que la chalupa se fuera a pique.


Emilio Salgari<br />

El destrozo que le había causado el proyectil del cañón<br />

(una bala de libra y media compuesta mitad de plomo y<br />

mitad de cobre) era excesivo para que pudiera seguir navegando<br />

durante mucho rato.<br />

Efectivamente: los dayacos se hallaban a más de trescientos<br />

pasos de distancia de la isleta más próxima, cuando<br />

la embarcación, que hacía agua por todas partes con<br />

suma velocidad, empezó a hundirse, acabando por irse al<br />

fondo.<br />

Como los dayacos de aquellas costas son expertos nadadores,<br />

ya que pasan gran parte de su vida en el agua,<br />

al igual que los malayos y polinesios, no corrían el riesgo<br />

de ahogarse.<br />

—¡Poneos a salvo! —exclamó Yáñez—. ¡Pero si reanudáis<br />

el ataque, os abrasaremos las costillas con una buena metralla<br />

de clavos!<br />

La pequeña canoa, al verse libre de la persecución por<br />

tan acertado disparo, había reanudado su avance en dirección<br />

al Marianne, impulsada por el suave viento, que<br />

al ponerse el sol acrecía su fuerza. En consecuencia, no<br />

tardó en hallarse cerca del velero.<br />

El hombre que la conducía era un joven de unos treinta<br />

años, de piel amarilla, rasgos casi europeos, como si fuese<br />

hijo del cruce de las razas caucásica y malaya. Era más<br />

bien de pequeña estatura, pero parecía muy robusto; tenía<br />

el cuerpo envuelto en fajas de blanca tela, que le oprimían<br />

firmemente los brazos y las piernas, y en las ligaduras se<br />

distinguían sangrientas manchas.<br />

—¿Habrá sido herido? —se preguntó Yáñez—. Ese mestizo<br />

creo que está padeciendo mucho. ¡Venga! ¡Lanzad una<br />

escala y preparad algún estimulante!<br />

18


19<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

En tanto que los marineros cumplían aquellas órdenes,<br />

la pequeña embarcación realizó la última bordada, arrimándose<br />

al costado de estribor de la nave.<br />

—¡Sube de prisa! —exclamó Yáñez.<br />

El factor de Tremal-Naik amarró la canoa a una cuerda<br />

que le habían echado, amainó la vela, trepó con cierta<br />

dificultad por la escala y se presentó en la toldilla.<br />

Una exclamación de estupor y espanto se le escapó al<br />

portugués. El cuerpo de aquel desgraciado se encontraba<br />

acribillado como por efecto de una descarga de infinidad<br />

de perdigones y de algunas de sus heridas todavía goteaba<br />

la sangre.<br />

—¡Voto a Júpiter! —barbotó Yáñez, con un estremecimiento—.<br />

¿Quién te ha dejado de esta manera, mi pobre<br />

Tangusa?<br />

—Han sido las hormigas blancas, señor Yáñez —repuso<br />

el malayo, con débil voz, mientras hacía una terrible<br />

mueca de dolor.<br />

—¡Las hormigas blancas! —exclamó el portugués—.<br />

¿Quién te ha puesto sobre el cuerpo semejantes insectos,<br />

que siempre están ansiosos por comer?<br />

—Han sido los dayacos, señor Yáñez.<br />

—¡Ah, canallas! Marcha a la enfermería y que te curen<br />

las heridas; luego hablaremos. Ahora explícame únicamente<br />

si Tremal-Naik y su hija Damna se encuentran en<br />

peligro.<br />

—El patrón ha reunido un reducido cuerpo de malayos<br />

y pretende oponerse a los dayacos.<br />

—De acuerdo; ve con Kibatang, que sabe curar heridas,<br />

y después envíame aviso, pobre Tangusa. Ahora he de<br />

hacer otra cosa.


Emilio Salgari<br />

En tanto que el malayo, auxiliado por dos marineros,<br />

bajaba al pequeño camarote, Yáñez examinaba de nuevo<br />

con atención la desembocadura del río, donde habían surgido<br />

tres chalupas de gran tamaño tripuladas por muchos<br />

hombres. En una de ellas, que poseía puente doble, se distinguía<br />

uno de esos pequeños cañones de bronce denominados<br />

lilas por los malayos, fundido en parte con plomo.<br />

—¡Demonio! —musitó el portugués—. ¿Pensarán esos<br />

dayacos enfrentarse a los «tigres de Mompracem»? ¡No<br />

será ciertamente con esas fuerzas con las que vais a poder<br />

oponeros a nosotros! ¡Poseemos magníficas armas y os<br />

haremos brincar igual que a cabras salvajes!<br />

—Tendrán apostadas otras chalupas tras de los islotes,<br />

señor Yáñez —adujo Sambigliong—. Somos poderosos en<br />

exceso para que vayan a producirnos espanto, a pesar de<br />

que sepamos cuál es el arrojo de esos hijos de piratas y<br />

degolladores.<br />

—¿Contamos todavía con dos cajas de esas...?<br />

—¿Las balas de acero con punta? Sí, capitán.<br />

—Ordena que las pongan encima de cubierta y manda<br />

a todos nuestros hombres que se pongan botas de mar, si<br />

no desean lastimarse los pies. ¿Han sido ya embarcados<br />

los haces de espinos?<br />

—Igualmente, señor Yáñez.<br />

—Ordena ponerlos en torno a la borda. Si desean lanzarse<br />

al abordaje, vamos a verlos gritar como fieras. ¡Piloto!<br />

—¿Conoces si esos dayacos disponen de muchas embarcaciones?<br />

—No he visto casi ninguna en el río —repuso el malayo.<br />

—¿Supones que pretenderán lanzarse al abordaje sobre<br />

nosotros, aprovechando que estamos inmovilizados?<br />

20


21<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

—Pienso que no, patrón.<br />

—¿Estás hablando con sinceridad? ¡Cuidado, pues empiezo<br />

a recelar de ti, ya que el que hayamos embarrancado<br />

no lo considero una cosa fortuita!<br />

El malayo hizo una mueca con el fin de ocultar la desagradable<br />

sonrisa que le florecía en los labios y al instante<br />

repuso, con acento resentido:<br />

—No he dado ningún motivo para que se ponga en<br />

duda mi lealtad, patrón.<br />

—¡No tardaremos en comprobarlo! —dijo Yáñez—. Ahora<br />

vamos en busca de ese infortunado Tangusa, en tanto<br />

que Sambigliong organiza la defensa.


II<br />

El peregrino de La Meca<br />

A unque el velero por fuera era un hermoso barco<br />

que nada tenía que envidiar a los mejores<br />

yates de su tiempo, por dentro, sobre todo en el camarote<br />

de popa, resultaba realmente lujoso.<br />

Especialmente el salón central, que se utilizaba como<br />

comedor y sala, estaba amueblado con estanterías para<br />

libros, mesa y sillas talladas con incrustaciones de nácar<br />

y oro, alfombras persas en el suelo, tapices hindúes en los<br />

tabiques y cortinas rosas de seda con listas de plata, que<br />

servían para tapar la luz de las ventanillas.<br />

Suspendida del techo había una lámpara de gran tamaño<br />

que semejaba de Venecia, y entre tapices y más tapices<br />

se distinguían magníficas colecciones de armas.<br />

Tumbado en un diván de negro terciopelo, envuelto<br />

en vendas por todo el cuerpo y tapado con una manta de<br />

lana, se encontraba el factor de Tremal-Naik, al cual le<br />

habían sido curadas las heridas y se encontraba ya bastante<br />

recuperado gracias al estimulante que bebió.<br />

—¿Ya no tienes dolores, mi bravo Tangusa? —inquirió<br />

Yáñez.<br />

22


23<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

—Kibatang tiene pomadas milagrosas —repuso el herido—.<br />

Me ha untado todo el cuerpo y estoy mucho mejor.<br />

—Entonces explícame qué es lo que ha pasado. En primer<br />

lugar: ¿continúa el amigo Tremal-Naik en el kampong<br />

de Pangutarang?<br />

—Sí, señor Yáñez. Cuando le abandoné estaba parapetándose<br />

para oponerse a los dayacos hasta la llegada de<br />

usted. ¿Cuánto hace que llegó a Mompracem el mensajero<br />

que le mandamos?<br />

—Hoy se cumplen tres días y, como puedes comprobar,<br />

no hemos desperdiciado el tiempo para acudir en auxilio<br />

de nuestros amigos con el mejor navío.<br />

—¿Qué idea tiene el «Tigre de Malasia» sobre tan súbita<br />

sublevación, cuando todavía no hace tres semanas<br />

que consideraban los dayacos a mi señor como su genio<br />

protector?<br />

—Pese a todas las suposiciones que hemos aventurado,<br />

no podemos presumir la razón de los dayacos hayan<br />

empuñado las armas y arrasado las factorías que tantos<br />

sudores le costaron a Tremal-Naik. ¡Siete años de trabajo<br />

y más de cien mil rupias acaso gastadas en vano! ¿Sospechas<br />

algo?<br />

Voy a explicarle lo que hemos podido averiguar. Hará<br />

un mes, o tal vez más tiempo, desembarcó en estas cosas<br />

alguien que no es seguramente malayo ni natural de Borneo,<br />

alegando que era un ferviente mahometano. Tenía el<br />

turbante de color verde igual que los que han efectuado la<br />

peregrinación a La Meca. No ignora usted, señor, que los<br />

dayacos de esta zona de la isla no veneran a los espíritus<br />

de los bosques, ya sean buenos o malos, como sus hermanos<br />

del sur, puesto que son musulmanes, a su manera,


Emilio Salgari<br />

como es lógico, aunque no menos fanáticos que los del<br />

centro de la India. ¿Qué diría ese hombre a los salvajes?<br />

Esto ni mi señor ni yo hemos podido averiguarlo. Lo cierto<br />

es que consiguió fanatizarlos, incitándolos a arrasar<br />

las factorías y a sublevarse contra el señor Tremal-Naik.<br />

—Pero ¿qué es lo que me acabas de explicar? —dijo Yáñez,<br />

extraordinariamente sorprendido.<br />

—Una historia tan verídica, señor Yáñez, que mi patrón<br />

se encuentra en peligro de morir quemado en su kampong<br />

en unión de su hija, la señorita Damna, si usted no<br />

corre en su auxilio. El hombre del turbante verde no sólo<br />

ha insurreccionado a los salvajes contra la factoría, sino<br />

también contra mi patrón, ya que quieren a todo trance<br />

acabar con su vida.<br />

El portugués había palidecido.<br />

—¿Quién será ese peregrino? ¿Qué ocultas razones le<br />

impelen en contra de Tremal-Naik? ¿Tú has podido verle?<br />

—Sí; al huir del poder de los dayacos.<br />

—¿Es joven o de edad?<br />

—Es hombre de edad, señor; alto de estatura y muy delgado.<br />

Un auténtico peregrino que aparenta tener hambre y<br />

sed. Todavía existe otra cosa que hace el asunto más misterioso<br />

—agregó el mestizo—. Me han notificado que hace<br />

un par de semanas llegó un vapor con bandera inglesa y<br />

que el peregrino estuvo hablando durante mucho tiempo<br />

con el capitán del barco.<br />

—¿Se fue pronto ese buque?<br />

—A la siguiente mañana. Sospecho que por la noche<br />

estuvo desembarcando armas, ya que actualmente numerosos<br />

dayacos poseen fusiles y pistolas, cuando lo cierto<br />

es que antes no tenían otra cosa que cerbatanas y puñales.<br />

24


25<br />

Los «tigres» de Malasia<br />

—¿De manera que los ingleses se meten en esta cuestión?<br />

—inquirió Yáñez, que parecía realmente inquieto.<br />

—Acaso, señor. ¿Sabe lo que se insinúa por Labuán?<br />

Que los gobernantes ingleses tienen decidido invadir nuestra<br />

isla de Mompracem, con la disculpa de que representamos<br />

un continuo peligro para sus dominios y que nos<br />

mandarán a otra región más distante. ¡Los ingleses, que<br />

debieran estarnos agradecidos por haberles librado de los<br />

tigres que infestaban la India!<br />

—Compañero, ¿imaginas acaso que el leopardo pueda<br />

estar reconocido al mono por haberle quitado los insectos<br />

que le fastidiaban?<br />

—No, señor, puesto que esos feroces carnívoros no poseen<br />

tal sentimiento.<br />

—Tampoco lo tiene el gobierno de Inglaterra, denominado<br />

el leopardo de Europa.<br />

—¿Y permitiría usted que conquisten Mompracem?<br />

Una sonrisa se dibujó en los labios de Yáñez. Encendió<br />

un cigarrillo, aspiró dos o tres bocanadas de humo y<br />

repuso en tono tranquilo:<br />

—No iba a ser ésta la primera ocasión en que los «tigres<br />

de Mompracem» se enfrentaran al leopardo inglés. Un<br />

día le hicimos temblar en Labuán y estuvo en peligro de<br />

ver a sus colonos aniquilados por nosotros y arrojados<br />

al agua 2 . ¡No nos dejaremos coger desprevenidos ni ven-<br />

cer!<br />

—¿Qué hay de Sandokan? ¿Ha mandado a Tija sus<br />

paraos para alistar hombres?<br />

2. Para mejor comprensión de estos pasajes, puede leerse, de esta misma<br />

colección, Sandokan. (N. del E.)

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!