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Emilio Salgari<br />

<strong>LOS</strong> <strong>DOS</strong> <strong>ENEMIGOS</strong>


<strong>LOS</strong> <strong>DOS</strong> <strong>ENEMIGOS</strong>


Autor: Emilio Salgari<br />

Primera publicación en papel: 1898<br />

Colección Clásicos Universales<br />

Diseño y composición: Manuel Rodríguez<br />

© de esta edición electrónica: 2013, liberbooks.com<br />

info@liberbooks.com / www.liberbooks.com


Emilio Salgari<br />

<strong>LOS</strong> <strong>DOS</strong> <strong>ENEMIGOS</strong>


Índice<br />

I. Extrañas señales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9<br />

II. El huracán ................................. 19<br />

III. La desaparición de la bailarina ................. 32<br />

IV. En la torre de Barrekporre .................... 45<br />

V. La perfidia de los estranguladores ............... 60<br />

VI. Sirdar .................................... 74<br />

VII. En la isla de Raimangal ...................... 89<br />

VIII. El templo de los estranguladores .............. 97<br />

IX. En la guarida de los thugs .................... 111<br />

X. La acometida de los piratas .................... 123<br />

XI. Un desastre ................................ 136<br />

XII. En busca de Suyodhana ...................... 149<br />

XIII. La sublevación de la India ................... 159<br />

XIV. Los traidores ............................. 180<br />

XV. En persecución de los «tigres de Mompracem» .... 196<br />

XVI. En Delhi ................................ 213<br />

XVII. La gran mortandad de Delhi ................. 224<br />

Epílogo ..................................... 236


I<br />

Extrañas señales<br />

U na vez que el señor de Lussac se hubo dormido,<br />

Yáñez, en tanto que el otro reposaba<br />

con toda placidez, abandonó con gran sigilo la tienda y<br />

se dirigió hacia la de Sandokan, en la que todavía estaba<br />

encendida la luz.<br />

El enérgico jefe de los piratas de Mompracem aún se<br />

hallaba despierto y dedicábase a fumar, en compañía de<br />

Tremal-Naik, mientras Surama, la bella bailarina, disponía<br />

unas tazas de té.<br />

El sueño no obligaba a cerrar los párpados al fiero<br />

pirata, ya que estaba habituado a las prolongadas vigilias<br />

que debía soportar durante las travesías marítimas. El<br />

bengalí, aunque ya hiciese mucho rato que la medianoche<br />

pasara, tenía, así mismo, la clara mirada del hombre que<br />

ha descansado perfectamente.<br />

—¿Ha terminado la charla con el francés? —inquirió Sandokan,<br />

dirigiéndose a Yáñez.<br />

—Ha resultado algo larga —repuso el portugués—. Sin<br />

embargo debía explicarle numerosos puntos que eran imprescindibles.<br />

9


Emilio Salgari<br />

—¿Ha aceptado?<br />

—Sí. Se unirá a nosotros.<br />

—¿Conoce quiénes somos?<br />

—He pensado que no se le debía ocultar la menor cosa.<br />

Considero, mi apreciado Sandokan, que nuestras correrías<br />

fueron muy comentadas en la India. Los piratas de<br />

Mompracem son los héroes del momento, luego de la gran<br />

lección que dimos a James Broocke. En estas regiones se<br />

nos conoce más de lo que tú supones.<br />

—¿Y el teniente, pese a todo eso, aceptó?<br />

—No hemos venido para saquear la India —dijo Yáñez,<br />

mientras reía—, sino para liberarla de una horrible secta<br />

que ocasiona grandes estragos entre sus pobladores.<br />

Favorecemos en exceso a nuestra antigua enemiga Inglaterra<br />

para que sus oficiales dejen de estar interesados en<br />

la lucha. ¡Quién puede asegurar, mi estimado Sandokan,<br />

que el día menos pensado los antiguos jefes de los «tigres<br />

de Mompracem» no se convertirán en rajaes y marajaes!<br />

—Siempre antepondré mi isla y mis «tigres» —repuso<br />

Sandokan—. Tendré en toda ocasión más poderío y mayor<br />

libertad, que siendo rajá bajo la desconfiada mirada de<br />

los ingleses. Pero vamos a dejar eso y ocupémonos de los<br />

thugs. En el instante en que has penetrado estaba tratando<br />

de eso precisamente con Tremal-Naik y Surama. Luego de<br />

lo que ha ocurrido esta noche considero que ha llegado<br />

la ocasión de que dejemos tranquilos a los tigres de cuatro<br />

patas y que ataquemos inmediatamente a los de dos.<br />

Los thugs han comprendido o, como mínimo, sospechado<br />

nuestros propósitos. Nos espían. Respecto a eso no cabe<br />

la menor duda. A quienes vigilaban era a nosotros y no<br />

al teniente.<br />

10


11<br />

Los dos enemigos<br />

—Lo mismo opino yo —adujo Tremal-Naik.<br />

—¿Nos habrá traicionado alguien? —aventuró Yáñez.<br />

—¿Quien? —preguntó Sandokan.<br />

—Los thugs tienen espías en todos los lugares y la organización<br />

de esa vigilancia es sorprendente —dijo Tremal-<br />

Naik—. Tal vez hayan advertido de nuestra partida a los<br />

que se encuentran en la jungla. ¿No es cierto, Surama,<br />

que tienen espías diseminados por todos los lugares, cuya<br />

misión es cuidar de la seguridad de Suvodhana, que para<br />

ellos viene a ser una especie de deidad, algo semejante a<br />

una nueva encarnación de Kali?<br />

—Cierto, sahib —contestó la muchacha—. Tienen una policía,<br />

denominada «negra», que la componen hombres de<br />

astucia y habilidad extraordinarias.<br />

—¿Sabéis lo que debiéramos hacer? —dijo Sandokan.<br />

—Explícate —repuso Yáñez.<br />

—Marchar hacia Raimangal con gran rapidez, procurando<br />

distanciarnos todo lo que sea posible de los que nos<br />

siguen e, inmediatamente, llegar hasta el parao. Hemos<br />

de lanzarnos sobre los thugs antes que tengan tiempo de<br />

prepararse para la lucha o bien de escapar, llevándose con<br />

ellos a Damna.<br />

—¡Sí, sí! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Serían muy capaces<br />

de trasladarla a otro lugar si comprendiesen que se hallan<br />

en peligro!<br />

Entonces partiremos a las cuatro —dijo finalmente San-<br />

dokan—. Aprovechemos las tres horas que nos quedan pa-<br />

ra descansar algo.<br />

Yáñez condujo a Surama hasta la tienda que se destinó<br />

para ella y a continuación se encaminó a la suya, en cuyo<br />

interior, sumido en profundo sueño, se hallaba el oficial.


Emilio Salgari<br />

—¡Bien duerme el señor De Lussac! —exclamó, soltando<br />

una carcajada—. ¡La juventud exige sus derechos!<br />

Se tumbó encima de la misma manta, cerrando al instante<br />

los ojos.<br />

El cornac tocaba el cuerno, incitándolos a despertar.<br />

Los elefantes ya se hallaban preparados y los seis malayos<br />

estaban alrededor del merghee.<br />

—Pronto nos ponemos en marcha —comentó el señor<br />

De Lussac, dirigiéndose a Yáñez, que penetraba en aquel<br />

momento con un par de tazas de té—. ¿Han encontrado<br />

ustedes las pisadas de algún tigre?<br />

—No. Pero vamos en busca de otros a una distancia<br />

algo mayor, en los Sunderbunds, y que no van a ofrecer<br />

menos peligros.<br />

—¿Los thugs?<br />

—Beba, señor De Lussac, y subamos al comareah. Puesto<br />

que en el houdah iremos juntos, allí nos será posible<br />

seguir conversando. Debemos informarle a usted sobre<br />

más detalles respecto a nuestros proyectos.<br />

Un cuarto de hora más tarde ambos paquidermos<br />

abandonaban el lugar que les sirvió de campamento e iniciaban<br />

la marcha hacia el sur. Los conductores habían<br />

recibido el encargo de hacerles ir con la máxima rapidez<br />

posible, con el objeto de intentar distanciarse de los thugs.<br />

A pesar de que los hindúes son famosos como andadores<br />

—ya que suelen ser delgados y ágiles—, no era factible<br />

que pudiesen competir con la marcha de los elefantes ni<br />

con resistencia. Sandokan y sus camaradas, no obstante,<br />

se hallaban en un error al suponer que podrían dejar<br />

rezagados a semejantes bribones, que posiblemente iban<br />

siguiéndolos desde que abandonaron Khari.<br />

12


13<br />

Los dos enemigos<br />

Efectivamente: no llevaban recorrido los elefantes un<br />

kilómetro cuando, de entre las altas cañas, que se hallaban<br />

por doquier en aquellos terrenos pantanosos, se percibió<br />

el agudo son que ocasionan esas grandes trompas de cobre<br />

que los indios denominan ramsingas.<br />

Tremal-Naik sintió un escalofrío y su color bronceado<br />

adquirió un tinte grisáceo.<br />

—¡El maldecido instrumento de los thugs! —barbotó—.<br />

¡Los espías están avisando sobre nuestro avance!<br />

—¿A quién? —inquirió Sandokan con un acento de absoluta<br />

tranquilidad.<br />

—A otros espías que deben encontrarse diseminados por<br />

la jungla. ¿No oyes?<br />

A enorme distancia, en dirección sur, se pudo escuchar<br />

otra nota, que los cazadores percibieron de una forma tan<br />

tenue como si se tratase de una trompeta de niños.<br />

—Los pícaros están comunicándose por medio de las<br />

trompas —comentó Yáñez, frunciendo el ceño—. Anunciarán<br />

nuestra presencia por todos los lugares hasta que alcancemos<br />

los Sunderbunds. La situación es apurada. ¿Qué<br />

opina usted sobre esto, señor De Lussac?<br />

Afirmo que esos malditos sectarios tienen la misma astucia<br />

que las serpientes —respondió el teniente— y también<br />

que nosotros debemos hacer los mismo que ellos.<br />

—¿De qué forma? —inquirió Sandokan.<br />

—Haciéndolos equivocarse respecto a nuestra verdadera<br />

dirección.<br />

—¿Cómo?<br />

—De momento, cambiando de camino, para luego<br />

reanudar la marcha esta noche.<br />

—¿Podrán aguantar los elefantes?


Emilio Salgari<br />

—Les podemos dar un buen descanso al mediodía.<br />

—Considero buena la idea de usted —convino Sandokan—.<br />

A la noche no nos verán sino los animales de<br />

cuatro patas, y los thugs me imagino que no serán tigres.<br />

¿Qué opinas, Tremal-Naik?<br />

—Estoy totalmente de acuerdo con el consejo del señor<br />

De Lussac —repuso el bengalí—. Es necesario que lleguemos<br />

a los Sunderbunds sin que los thugs se enteren.<br />

—Conforme —dijo Sandokan—. Continuaremos la marcha<br />

hasta el mediodía y luego acamparemos para reanudar<br />

el avance a primera hora de esta noche. Como no hay<br />

luna, nadie nos podrá ver.<br />

Ordenó al cornac que variara de dirección, desviándose<br />

hacia oriente. Prendió fuego a un cigarrillo que Yáñez le<br />

alargaba y se puso a fumar con su habitual tranquilidad,<br />

sin que el más ligero vestigio de inquietud se observara en<br />

su semblante. Ambos paquidermos continuaban su endemoniada<br />

carrera, haciendo que los houdahs recibieran<br />

sacudidas un tanto bruscas.<br />

Ningún obstáculo interrumpía su avance. Quebraban,<br />

como si se tratasen de endebles briznas, los bambúes de<br />

grosor máximo y pateaban la vegetación y las agrupaciones<br />

de cálamus sin pararse ni un instante.<br />

La jungla no cambiaba de aspecto. Cañas e ininterrumpidamente<br />

cañas, unidas unas a otras por plantas parasitarias;<br />

siempre pantanos y más pantanos, llenos de hojas<br />

de loto, sobre las que descansaban tranquilamente, sin<br />

atemorizarse por la presencia de los paquidermos, cigüeñas,<br />

airones y también ibis negros.<br />

La veloz marcha de los elefantes prosiguió hasta las<br />

once. Cuando alcanzaron un claro del bosque en el que<br />

14


15<br />

Los dos enemigos<br />

había algunos restos de cabañas, Sandokan ordenó que<br />

se detuviesen.<br />

—En este lugar no nos cogerá desprevenido nadie. Si<br />

alguien se aproxima, en el acto le descubriremos. Por otra<br />

parte, a nuestro lado tenemos a Punthy y a Darma.<br />

—Que tardarán en alcanzarnos unas cuantas horas —<br />

adujo Tremal-Naik—. Deben de haberse rezagado. Pero<br />

el perro no abandonará al tigre y lo conducirá hasta este<br />

lugar.<br />

—Me tenían algo preocupado al no verlos —dijo Yáñez.<br />

—No te inquietes por ellos. Vendrán.<br />

Nada más quitarles los houdahs, los proboscidios se<br />

tendieron en tierra. Los desgraciados animales respiraban<br />

jadeantemente, sudaban de una manera extraordinaria y<br />

se hallaban agotadísimos.<br />

Los conductores de ambos elefantes se dedicaron a<br />

cuidarlos en seguida, haciéndoles colocarse bajo la sombra<br />

de un bar, cuya corteza les agrada en gran manera, y<br />

empezaron a frotar la cabeza, las orejas y las patas de los<br />

animales para que no se les hiciesen ampollas.<br />

Los malayos montaron las tiendas con gran rapidez,<br />

ya que el calor era tan grande, que no había forma de<br />

aguantarlo al aire libre. El ambiente se tornaba más asfixiante<br />

cada instante que pasaba. Sobre la jungla caía una<br />

auténtica lluvia de fuego.<br />

—¡Cualquiera supondría que se va a desencadenar una<br />

tormenta o un huracán! —comentó Yáñez, que se había<br />

introducido inmediatamente bajo una de las tiendas—. Estando<br />

en el exterior, hay el peligro de coger una insolación.<br />

Tú, Tremal-Naik, que te has desarrollado entre esas<br />

cañas, nos puedes informar sobre esto.


Emilio Salgari<br />

—Opino que va a soplar el «viento cálido», y haremos<br />

perfectamente en tomar nuestras medidas. Se corre el riesgo<br />

de morir asfixiados.<br />

—¿El «viento cálido»? ¿Qué clase de viento es?<br />

—Se trata del simún de la India.<br />

—¡Es decir: un viento abrasador!<br />

—En ocasiones más terrorífico que el del Sahara —anunció<br />

el señor De Lussac, que penetraba en la tienda en aquel<br />

momento—. He tenido ocasión de probarlo un par de veces<br />

cuando estaba de guarnición en Lucknow, y conozco<br />

algo respecto a la violencia de semejantes vientos. En esas<br />

regiones son mucho más imponentes y abrasadores, ya<br />

que proceden de poniente, pasando antes por los terrenos<br />

arenosos y enormemente calurosos de Marusthan, de<br />

Persia y de Beluchistán. Cierta vez murieron diez cipayos<br />

que estaban a mis órdenes, al ser sorprendidos por esta<br />

clase de simún en pleno campo, sin lugar alguno donde<br />

poder guarecerse.<br />

—Mi opinión es que más bien va a tratarse de un huracán<br />

que el «viento cálido» —observó Yáñez, indicando<br />

las nubes que provenían del noroeste y que avanzaban en<br />

dirección a la jungla con vertiginosa rapidez.<br />

—Siempre ocurre de este modo —repuso el teniente—. En<br />

primer término el huracán, luego viene el viento cálido.<br />

—Afirmemos las tiendas —recomendó Tremal-Naik— y<br />

coloquémoslas tras de los elefantes, que con sus voluminosos<br />

cuerpos pueden servirnos de defensa.<br />

A las órdenes de los cornacs y de Tremal-Naik los malayos<br />

se pusieron a la tarea, clavando en torno a las tiendas<br />

numerosas estacas y pasando sobre las lonas de las<br />

tiendas diversas cuerdas.<br />

16


17<br />

Los dos enemigos<br />

Las situaron entre un antiguo muro, que era restos del<br />

poblado, y los proboscidios, a quienes hicieron acostar<br />

uno bien próximo al otro.<br />

Mientras tanto, ayudada por Yáñez, Surama se dedicaba<br />

a preparar la comida.<br />

Las nubes ya se extendían por todo el cielo, abarcando<br />

el junglar en dirección al golfo de Bengala.<br />

Un viento abrasador empezaba a notarse de vez en<br />

cuando, haciendo evaporarse con rapidez las fangosas<br />

aguas y secando la vegetación. Las nubes iban acumulándose<br />

en mayor medida a cada momento que pasaba,<br />

tornándose amenazadoras en gran manera.<br />

Los paquidermos daban indicios de enorme inquietud.<br />

Lanzaban barritos a menudo, en tanto que movían las<br />

orejas y respiraban de una forma dificultosa, como si no<br />

tuviesen bastante aire para llenar sus amplios pulmones.<br />

—Comamos de prisa —indicó el oficial, que estaba contemplando<br />

el firmamento a la entrada de la tienda junto<br />

a Sandokan—. El huracán avanza con pasmosa velocidad.<br />

—¿Podrán aguantar las tiendas? —inquirió el «Tigre de<br />

Malasia».<br />

—Si los elefantes permanecen quietos en este lugar, es<br />

posible.<br />

—¿Permanecerán tranquilos?<br />

—Eso es lo que no podemos saber. En ocasiones he visto<br />

cómo de algunos elefantes se apodera un miedo indescriptible<br />

y cómo huyen enloquecidos, sin atender a las voces<br />

de sus vigilantes. Verás qué destrozos ocasiona el viento<br />

entre esos bambúes.<br />

En aquel instante, a lo lejos, pudo escucharse un ladrido.


Emilio Salgari<br />

—Es Punthy, que regresa —anunció Tremal-Naik, saliendo<br />

fuera de la tienda con gran celeridad—. El perro llega a<br />

tiempo al refugio.<br />

—¿Le acompañará Darma? —inquirió Sandokan.<br />

—Fíjese usted: allí llega dando grandes saltos —dijo el<br />

señor De Lussac—. ¡Qué inteligente es ese animal!<br />

—Ya tenemos el huracán encima de nosotros —dijo uno<br />

de los conductores de los elefantes.<br />

Un cegador relámpago acababa de rasgar la masa de<br />

espesos vapores, mientras que una gran ráfaga de viento,<br />

de una enorme violencia, barría la jungla, haciendo que<br />

los bambúes, de colosales proporciones, se doblaran hasta<br />

el mismo suelo, y obligando a retorcerse a las ramas de los<br />

taras y también de los nipales.<br />

18


II<br />

El huracán<br />

L os huracanes que se desencadenan en la inmensa<br />

península del Indostán duran muy poco, por lo<br />

común; sin embargo su ímpetu es de tal índole que los<br />

europeos no somos capaces de hacernos sobre ello ni una<br />

ligera idea.<br />

Muy escasos minutos son suficientes para que semejantes<br />

ciclones asolen regiones enteras, destruyendo hasta<br />

ciudades. La violencia del viento es increíble y únicamente<br />

las construcciones muy resistentes y los árboles de mayor<br />

corpulencia, tales como los nipales e higueras de las pagodas,<br />

son capaces de aguantarlo.<br />

Para tener una idea aproximada de lo que estos huracanes<br />

representan, es suficiente recordar que el que asoló<br />

Bengala en 1866 hizo perecer a veinte mil habitantes en<br />

Calcuta y a cien mil en las llanuras de ambos lados del<br />

Hugly.<br />

A los que cogió desprevenidos en las calles de la capital<br />

los levantaba como si de plumas se tratasen, lanzándolos<br />

contra los muros de los edificios. Los palanquines marcha-<br />

19


Emilio Salgari<br />

ban por los aires con las personas que iban en su interior y<br />

las chozas de la ciudad negra, arrancadas de cuajo, corrían<br />

por la campiña.<br />

Lo más desastroso fue cuando el huracán, variando su<br />

dirección, asoló los barrios humildes de la ciudad, arrastrando<br />

las ruinas de éstos a gran distancia, derrumbando<br />

pórticos, palacios, columnas y puentes, de manera que<br />

la ciudad, rica en sí, quedó, así mismo, convertida en un<br />

montón de escombros.<br />

No es esto todo. En la mayor parte de los casos a continuación<br />

del huracán sobrevienen vientos muy calurosos,<br />

que los hindúes denominan hot-winds, es decir, «vientos<br />

cálidos», y que no resultan menos terribles.<br />

Son tan calientes que los europeos no habituados a<br />

ellos no pueden abandonar sus moradas, pues corren el<br />

riesgo de perecer asfixiados de improviso.<br />

A las primeras ráfagas del simún, los indígenas mismos<br />

se ven forzados a tomar enormes precauciones, con objeto<br />

de que sus edificios no se transformen en auténticos<br />

hornos.<br />

Obturan todas las rendijas y tapan las ventanas y puertas<br />

con grandes capas de paja, que denominan tatti, y<br />

las mojan continuamente para que el viento, al atravesar<br />

aquellos húmedos obstáculos, pierda su calor en gran medida<br />

y no vuelva la atmósfera sofocante.<br />

Por otra parte, hacen funcionar los punkas, que son<br />

unas ruedas grandes semejantes a ventiladores, que, así<br />

mismo, tienen el nombre de thermantidoli, con el fin de<br />

conservar cierta frescura en las estancias.<br />

No obstante, pese a todas estas precauciones, numerosas<br />

personas mueren por asfixia, especialmente en las<br />

20


21<br />

Los dos enemigos<br />

regiones de la India occidental, ya que en esa zona son<br />

aún más abrasadores tales vientos, puesto que proceden<br />

de los desiertos.<br />

El huracán que se cernía en aquel momento sobre la<br />

jungla no tenía apariencia de ser menos tremendo e inquietaba<br />

mucho a Tremal-Naik y a los guías, que sabían<br />

bien la clase de violencia que llegaban a alcanzar aquellos<br />

ciclones. Por el contrario, Sandokan y Yáñez no daban indicios<br />

de hallarse preocupados lo más mínimo. Aunque no<br />

conocían los huracanes de la India, habían experimentado<br />

los no menos intensos que se desencadenan en los mares<br />

malayos y que ellos afrontaran en infinidad de ocasiones.<br />

A pesar de que las primeras ráfagas de viento empezaban<br />

a sacudir con enorme fuerza las tiendas, el portugués,<br />

que hacía de cocinero, preparaba la comida, ayudado por<br />

Surama.<br />

—¡Venga! —exclamó—. ¡Comamos algo para que tengamos<br />

mayor peso y el viento no pueda arrastrarnos con<br />

tanta facilidad! Tendremos alguna música con obligado<br />

acompañamiento de truenos. Pero ¡es lo mismo! Ya tenemos<br />

habituados los oídos y...<br />

Un imponente estruendo, semejante al estallido de un<br />

polvorín, retumbó en la jungla, acompañado de atronadores<br />

ruidos que retumbaban en la atmósfera con increíble<br />

violencia.<br />

—¡Vaya orquesta! —exclamó el señor De Lussac, acomodándose<br />

junto la tapiz, encima del cual humeaban, en<br />

platos de plata, los alimentos—. ¡Tengo mis dudas respecto<br />

a que Júpiter y Eolo nos permitan concluir la comida!<br />

—¡Cualquiera podría suponer que el cielo va a derrumbarse<br />

sobre nuestras cabezas, con todos los mundos co-


Emilio Salgari<br />

nocidos y desconocidos que alberga! —comentó Yáñez—.<br />

¡Qué golpes tan enormes de bombo! ¡Poco a poco, señores<br />

músicos, o en caso contrario nos dejaréis completamente<br />

sordos! ¡Qué poca consideración tenéis!<br />

El estruendo proseguía creciendo. Semejaba que millares<br />

y millares de vagones, abarrotados de planchas metálicas,<br />

corriesen con vertiginosa rapidez sobre puentes de<br />

hierro.<br />

Unas grandes gotas de agua caían con lúgubre rumor<br />

encima de las plantas que cubrían la amplia llanura, en<br />

tanto que rayos deslumbradores rasgaban las nubes plomizas.<br />

De súbito se percibieron a lo lejos agudos silbidos, que<br />

a cada instante se tornaban más fuertes y que no tardaron<br />

en convertirse en auténticos rugidos.<br />

Tremal-Naik se incorporó.<br />

—¡Ya están llegando las ráfagas! —anunció—. ¡Apoyémonos<br />

contra las lonas, va que, en caso contrario, la tienda<br />

volará!<br />

Por encima de la jungla sopló una imponente ráfaga<br />

de viento que arrancó de raíz los bambúes y todo cuanto<br />

halló en su camino.<br />

Atravesó el campamento haciendo volar por los aires<br />

grandes ramas, cañas y vegetales, derrumbando, de paso,<br />

las paredes de barro del antiguo poblado que aún estaban<br />

en pie. Sin embargo, la tienda, protegida por los corpulentos<br />

proboscidios, aguantó de verdadero milagro.<br />

—¿Volverá otra vez? —inquirió Yáñez.<br />

—Detrás acuden las compañeras —repuso Tremal-Naik—.<br />

No confíes en que esto se acabe tan rápidamente. Casi no<br />

ha empezado.<br />

22


23<br />

Los dos enemigos<br />

A pesar de que la lluvia caía torrencialmente, Sandokan<br />

y el francés salieron para comprobar si la tienda de los<br />

malayos también había logrado resistir.<br />

Mas no había ocurrido así, ya que los hombres corran<br />

enloquecidos por entre los destrozados bambúes caídos<br />

tras de la lona, que el viento arrastraba por la jungla como<br />

un fantástico pájaro de enormes proporciones.<br />

En torno al campamento todo se hallaba destrozado<br />

y en tierra. Solamente un enorme nipal de grueso tronco<br />

había aguantado el ímpetu del huracán, si bien perdiendo<br />

buena cantidad de ramas.<br />

En sentidos diversos volaban pedazos de arbolitos<br />

y grandes hojas desgajadas de las espinosas palmeras y<br />

huían en confusión y empujados por el viento arghilaks,<br />

ocas, cigüeñas y folagos.<br />

Los cuadrúpedos corrían enloquecidos por el llano. Se<br />

podía ver cruzar, en desenfrenada carrera, a los bisontes,<br />

axis, ciervos y gamos.<br />

Cuatro o cinco nilgos, que al parecer sentíanse más<br />

seguros con la proximidad de los hombres, se habían agazapado<br />

tras del muro que se levantaba en las cercanías del<br />

campamento, y allí se encontraban amontonados unos<br />

sobre los otros, con la cabeza oculta entre las patas.<br />

—¡Allí permanecerán hasta que termine el huracán, con<br />

el fin de proporcionarnos las chuletas de mañana! —adujo<br />

Sandokan, mostrándoselos al militar francés.<br />

—En cuanto cese el viento, se lanzarán a correr vertiginosamente<br />

—repuso el teniente—. Dejemos que se marchen.<br />

Ya hallaremos otros. Se cierne una nueva tromba, que,<br />

por la apariencia, creo que va a ser más impetuosa que la<br />

primera. ¡Señor Sandokan, penetremos en la tienda!


Emilio Salgari<br />

Se escuchaban tremendos silbidos y se observaba cómo<br />

las palmeras y los taras, que la anterior tromba no destrozó,<br />

caían desplomados, igual que si resultasen segados por<br />

una hacha de un simple golpe.<br />

A la vez, como si Júpiter tuviese envidia del poder de<br />

Eolo, se intensificaron los relámpagos y los truenos.<br />

El estruendo era tan enorme, que no podían entenderse<br />

los amigos cobijados debajo de la tienda.<br />

Los paquidermos, aterrorizados por aquel fragor y por<br />

los rugidos del viento, empezaron a mostrarse inquietos.<br />

No atendían a las voces que les daban sus cornacs, que<br />

se habían tumbado en el exterior de la tienda para apaciguarlos.<br />

La gran ráfaga de viento, que avanzaba con<br />

sorprendente rapidez, estaba a punto de abatirse sobre el<br />

campamento.<br />

El comareah se levantó, emitiendo un imponente barrito.<br />

Permaneció erguido por un momento, con la probóscide<br />

en posición horizontal, aspirando el aire y, a continuación,<br />

dominado por un indescriptible terror se precipitó<br />

por entre la jungla, sin atender a las voces de su cornac.<br />

Sandokan y sus camaradas habían salido al exterior<br />

con el objeto de ayudar a los dos conductores, mas la<br />

tromba de viento los cogió de lleno y con toda su intensidad.<br />

Primero fueron levantados por el aire y luego resultaron<br />

arrastrados en medio de una nube de vegetación<br />

que corría en todas direcciones.<br />

La tienda, arrancada de cuajo, era también arrastrada<br />

detrás de ellos.<br />

Por espacio de cinco minutos, Sandokan, Yáñez, Tremal-Naik<br />

y el francés fueron rodando por entre los destro-<br />

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25<br />

Los dos enemigos<br />

zados bambúes, hasta quedar detenidos contra un tronco<br />

de nipal que, por suerte para ellos, había aguantado el<br />

enorme ímpetu del huracán.<br />

Una vez que la tromba hubo pasado, sucediendo a ella<br />

una momentánea calma, se incorporaron con los cuerpos<br />

contusionados y las ropas destrozadas, aunque sin lesiones<br />

de importancia.<br />

El comareah había desaparecido en unión de su cornac,<br />

que se precipitó en busca del animal. El otro, el merghee,<br />

se encontraba aún en mitad del campamento con la cabeza<br />

metida entre las patas, mas en una posición que no<br />

parecía natural.<br />

—¿Y Surama? —exclamó de improviso Yáñez en el momento<br />

en que se preparaba a regresar al campamento,<br />

donde confiaban hallar todavía cierta protección.<br />

—¡Huyamos, señores! —aconsejó el teniente—. ¡No nos<br />

vayan a pillar las ráfagas en este lugar! ¡Protegidos tras de<br />

los elefantes estaremos más resguardados!<br />

—¿Y el otro?<br />

—No te inquietes, Yáñez —adujo Tremal-Naik—; una vez<br />

que haya pasado el ciclón volverá con su conductor.<br />

—Y confío, así mismo, en que nuestros hombres regresen<br />

—agregó Sandokan—. ¿En qué sitio se habrán cobijado,<br />

que no se ve a ninguno de ellos?<br />

—Démonos prisa, señores —apremió el oficial.<br />

Ya iban a echar a correr, cuando, entre el ulular del<br />

viento, escucharon una voz que gritaba:<br />

—¡Auxilio, sahib!<br />

Yáñez dio un respingo.<br />

—¡Surama!<br />

—¿Quién la amenaza? —barbotó Tremal-Naik.

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