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ién era señorita, pues así lo revelaban los<br />
muchos remilgos que hacía, la escandalosa<br />
crinolina en que se había metido y la formidable<br />
capa de estuco con que había cubierto<br />
su casi calavera. ¡Ya no había remedio! Acerqueme<br />
valerosamente, y con muchas cortesías<br />
supliqué a la terrible arpía que se dignara<br />
aceptar mi brazo. Hízolo así la vieja con una<br />
majestad digna de mejor causa, y nos acercamos<br />
triunfalmente a la cabecera de la mesa<br />
que, como lugar más prominente, me había<br />
sido designado.<br />
Cuando ya me sentaba oí al maestro Hilario<br />
que decía a sus vecinos:<br />
—Estos cachacos del diablo se meten<br />
siempre donde nadie los llama. Pero llegará<br />
el día en que el pueblo altivo conozca sus derechos,<br />
y entonces los ricos ladrones nos pagarán<br />
las verdes y las maduras.<br />
Iba yo a contestar al maestro Hilario que<br />
a mí me habían convidado, cuando un violento<br />
empujón dado a la puerta nos hizo sobresaltar,<br />
y todos volvimos los ojos. Inmediatamente<br />
entraron cuatro o cinco hombres,<br />
todos de bayetón y sombrero de pedrada, rostros<br />
huraños, ojos inyectados de sangre, el<br />
pelo cayendo en mechones desgreñados sobre<br />
la frente, y llevando en la mano gigantescos<br />
garrotes que jactanciosamente hacían resonar<br />
contra las puertas y muebles. El horri-<br />
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