voz, escritura e imagen: arte y testimonio en el infarto del alma

VOZ, ESCRITURA E IMAGEN:
ARTE Y TESTIMONIO EN
EL INFARTO DEL ALMA
por Ana Forcinito
State University of New York, Albany
LOS cruces de lo visual y lo textual, sus zonas de contacto, sus divergencias y
sus conflictos tal vez irresolubles tienen en El infarto del alma (1994) un lugar
privilegiado en cuanto a la reflexión que, desde la literatura y la fotografía,
proponen Diamela Eltit y Paz Errázuriz para repensar la representación de
sujetos marginales. El texto intercala un proyecto visual (fotografías de parejas
de asilados en una institución psiquiátrica en el pueblo chileno de Putaendo) y
un proyecto escriturario que combina, al mismo tiempo, diferentes géneros:
cartas, un diario de viaje, testimonios, ensayos y narraciones cortas. A través
de sus fotografías y su escritura, este texto híbrido propone una mirada desde
el reverso de la discursividad neoliberal de la posdictadura chilena para mostrarnos
sus represiones y exclusiones a través de un proyecto que, aunque concibe
la práctica artística como uno de sus ejes medulares, al mismo tiempo,
recupera la fuerza urgente del ejercicio del testimonio que interrumpe y cuestiona
la estética que el mismo texto plantea. Mi propuesta consiste en leer este
texto como una reelaboración del rol del arte y sus limitaciones en la posdictadura
chilena justamente a través del uso de lo testimonial y lo documental y
del consecuente énfasis no sólo en la constitución de sujetos artísticos (la
escritora, la fotógrafa) sino, especialmente, en la constitución de sus sujetos
(de la escritura y de la mirada) como testigos y testimoniantes.
El infarto del alma combina unas cuarenta fotografías (en su mayoría de
parejas de internos de un psiquiátrico) y un texto distribuido en siete partes
que se repiten y se interrumpen unas a otras pero que podemos describir de la
siguiente manera: 1) La sección “El infarto del alma”, en forma de carta, se
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refiere al abandono de una de las pacientes y al engaño de su amado; 2) “El
diario de viaje” relata la visita de Eltit al psiquiátrico y las historias que los
pacientes le cuentan; 3) “La falta” es una sección muy breve que subraya el
hambre y la indigencia y al mismo tiempo, es una sección que se repite cuatro
veces con muy pocas diferencias; 4) “El otro, mi otro” es una parte que ejercita
el ensayo, con una reflexión acerca de la subjetividad, la abyección y los
límites que impone la cultura y es un segmento, a su vez, interrumpido por
una narración que tiene como eje central la figura de una madre; 5) “El sueño
imposible” es la trascripción de un sueño de una paciente; 6) La sección “Juana
la loca” consiste en una reflexión acerca de la rebeldía de la misma paciente;
7) “El amor a la enfermedad” combina el ensayo (una historia de la institución
y una reflexión acerca de la enfermedad, el amor, la reclusión y la productividad)
con una narración en primera persona (acerca del enamoramiento de un
enfermo de tuberculosis).
Se trata entonces de un texto híbrido, que se presenta con un contrapunto
de imagen y escritura, a través de cuya interrelación nos invita no sólo a mirar
sino además a contextualizar las imágenes, a leer las reflexiones acerca de la
exclusión y el confinamiento y a conocer los fragmentos de algunas historias
y sueños. El texto propone entonces una conexión entre la mirada y la lectura
para indagar acerca de las convergencias y las divergencias entre texto e imagen.
En un reciente ensayo acerca de la dimensión ética de la fotografía en relación
con el dolor ajeno en la guerra y las calamidades Susan Sontag propone
una reflexión que es relevante al acercarnos a El infarto del alma. Dice Sontag:
“The problem is not that people remember through photographs but that
they remember only the photographs” (89). Sontag se pregunta en este caso
acerca de los objetos de la memoria: las fotografías y las historias que las
acompañan. La imagen visual separada del texto “no nos dice todo lo que
necesitamos saber” (90). Esta interrelación entre lo visual y el lenguaje también
es señalada por Barthes cuando en Camera Lucida sugiere que las fotografías
van siempre acompañadas de lenguaje, de una historia o de un texto
(5). La intertextualidad, entonces, como parte inherente a la imagen visual, es
lo que la aparta, según Sontag, de la categoría de espectáculo y la que, por otra
parte, nos sugiere que además de ser una huella, la fotografía (en el caso de
Sontag que trabaja con las fotografías de atrocidades) apunta a un sufrimiento
real que, necesariamente, trae la cuestión ética a la discusión. Lo que me interesa
destacar de estas consideraciones es esta necesaria interrelación entre
imagen y palabra, entre visión y reflexión, una interrelación que queda bien
clara en este proyecto de Eltit y Errázuriz, un proyecto que no nos muestra
fotografías solamente ni nos cuenta la historia de la visita a un psiquiátrico
sino que nos propone ver y reflexionar al mismo tiempo acerca de las fotografías,
las historias que el texto nos cuenta y los fragmentos y silencios que el
texto nos presenta.

Voz, escritura e imagen: arte y testimonio en “El infarto del alma” 61
Es relevante, entonces, preguntarse cómo se narran las fotografías de los
internos del psiquiátrico que se muestran en El infarto del alma, es decir,
cómo se las contextualiza. Por una parte, las fotografías nos muestran, desde
el comienzo, a hombres y mujeres tomados de la mano, abrazados, a veces
riendo o sonriendo, a veces en movimiento y otras veces detenidos pero siempre
posando para la cámara, con la conciencia de que están siendo sometidos a
la mirada fotográfica (a excepción de las últimas tres fotografías a las que me
referiré más adelante). Por otra parte, la reflexión que nos propone el texto se
articula a través del eje de la desaparición y la reclusión: se trata de “enfermos
residuales, en su mayoría indigentes, algunos de ellos sin identificación civil,
catalogados como N.N.”. 1 Esta ilegalidad los transforma en la contracara de la
ciudadanía, al ser aquellos que quedan afuera de la lógica social y sus leyes.
Es decir, la aparición que se produce en las fotografías funciona como una
fuerza oposicional del proceso de reclusión y desaparición al cual esos seres
han sido sometidos. Al mismo tiempo, las imágenes se contextualizan a través
de otro eje: el del amor:
Ellos están viviendo una extraordinaria historia de amor encerrados
en el hospital: crónicos, indigentes, ladeados, cojos, mutilados, con
la mirada fija, caminando por las dependencias con todos sus bultos
a cuestas. Chilenos, olvidados de la mano de Dios, entregados a la
caridad rígida del Estado.
Esta representación de los pacientes como “excluidos” y “enamorados”
nos presenta un doblez (y al mismo tiempo, una tensión) que es, sin duda,
una de las cuestiones centrales de El infarto del alma porque concierne, justamente,
a la pertinencia de la representación de los sujetos marginales. Sandra
Lorenzano sugiere que, a diferencia de las fotos de desaparecidos que
muestran “que los que ahora no están, existieron”, las fotografías de El infarto
del alma muestran “a aquellos que hablan el lenguaje excluido de la locura”
(95). Esta referencia a las fotos de desaparecidos (como diferencia, como
continuidad) me parece relevante a la hora de sugerir que el texto trata acerca
de otro tipo de desaparición, cuyo mecanismo las fotografías y el texto que
las acompañan ponen en evidencia. Las fotos, por lo tanto, no tienen por
objetivo la identificación de los N.N., sino la reaparición de su corporalidad
casi anónima: tienen nombres de pila. 2 Las fotografías en El infarto del alma
enfatizan la reescritura amorosa de la subjetividad marginal del paciente del
psiquiátrico:
Pedro con Margarita, María con Ismael, Rosario con Carmen con
Fernando... Nos esperan y lo que realmente esperan es el lente de Paz
Errázuriz para que los capture en sus únicos momentos sagrados.

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Sin embargo, este énfasis en la narrativa amorosa no desdibuja el carácter
de testimonio “certero pero fugitivo” que tiene, afirma Barthes, la fotografía
(93), que sirve para documentar la existencia real de estos seres, de estos chilenos,
es decir, de estos ciudadanos que quedan apartados del horizonte de la
ciudadanía. A través de la escritura que acompaña las imágenes, El infarto del
alma nos señala las historias de amor de los internos como formas cotidianas
de resistencia a la marginalidad. En la sección “Diario de Viaje” Eltit se detiene
a escuchar fragmentos de estas historias de enamorados: “‘El me da el
té y el pan con mantequilla’. ‘La cuido yo’. Se alimentan. Se cuidan”. El texto
explora esos “momentos sagrados” no sólo a través de las imágenes sino a través
de una serie de interrogantes: “¿Cuál es el lenguaje de este amor?” y más
adelante, “¿qué estética amorosa los moviliza?”. El amor deviene una estética
amorosa capaz de reinscribir los fragmentos del lenguaje (“sólo poseen acaso
el extravío de una sílaba terriblemente fracturada”) y los gestos furtivos de los
internos transformados ahora en enamorados. El amor es, entonces, concebido
como una estética de transformación capaz de convertir a los enfermos en
amantes.
Al mismo tiempo, a través de la escritura que acompaña a las fotografías el
texto examina las memorias de ese espacio de reclusión. El psiquiátrico fue
originariamente una institución para enfermos de tuberculosis. La memoria
del psiquiátrico, propone el texto, está atravesada por las relaciones entre el
amor, la enfermedad y el aislamiento social. El hecho de que el psiquiátrico
fue en el pasado una institución para la reclusión de enfermos tuberculosos
sirve de punto de partida acerca de una reflexión sobre el amor romántico y,
sobre todo, de la relación entre enfermedad y amor. En “El amor a la enfermedad”
el texto se detiene a repensar la corporalidad de la narrativa amorosa a
través de esos “cuerpos asolados por la sangre, convulsionados por la tos” y su
relación con las formas de reclusión (ahora mental) que se inauguran a partir
de 1940 con la transformación del hospital en manicomio:
Con el desprendimiento del cuerpo tuberculoso del escenario social,
adviene un insaciable apego al cuerpo productivo, a los sentimientos
regulados, al complejo sedentarismo del deseo. El delirio se transforma
en síntoma maligno de improductividad.
La corporalidad es un aspecto central de esta sección. No sólo por la reflexión
que nos ofrece el texto acerca del cuerpo sino además porque esta historia
del psiquiátrico va acompañada de interrupciones (marcadas por el cambio
de tipografía) que ponen en escena las voces (ficcionales) del cuerpo tuberculoso
a través de una narrativa amorosa que está apegada a la narrativa corporal:
“Toso y te extraño”. En esta parte, también están intercaladas las únicas
fotografías que registran la desnudez del cuerpo (y además, del cuerpo femenino):
se trata de tres fotografías de la misma pareja de pacientes (cuyo retrato

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viene inmediatamente antes), donde se muestra a una mujer desvistiéndose o
desnuda. Las fotografías muestran la corporalidad que se enfatiza en la escritura
a través, justamente, de la desnudez del cuerpo, en el momento en que el
texto se traslada desde el hospital del pasado a la actual institución psiquiátrica
donde la sesión fotográfica tiene lugar. De esta forma, las imágenes marcan
el nexo entre el pasado y presente a través de lo corporal, de su desnudez
(vulnerabilidad y erotismo, al mismo tiempo) pero, sobre todo, a través de las
normas que reglamentan esa corporalidad: “El estado no se rindió ante la
seducción de estos cuerpos y les impuso toda su reglamentada naturaleza
hospitalaria”. La conexión entre estos cuerpos (el del turberculoso y el del
loco, en definitiva, el del amante y más aún, el del recluido) es, sostiene el
texto, la memoria: la de la exclusión y el confinamiento, claro está, pero, además,
la del amor romántico como una presencia fantasmal que se repite en
estos seres excluidos “como un debilitado archivo”. El infarto del alma no
celebra la narrativa amorosa (que re-escribe la identidad de los pacientes en el
pasaje de enfermo a enamorado) sino que la sitúa dentro del contexto de la
reclusión, la enfermedad y la rigidez reglamentaria, es decir, como uno de los
reversos del modelo ciudadano de las posdictaduras (caracterizado, en Eltit,
por la vigilancia y el mercado, al menos en sus obras Los vigilantes y Mano de
obra).
Tanto Mary Beth Tierney-Tello como Julio Ramos han propuesto acercarse
a este texto a partir de elementos testimoniales o de aspectos centrales a la
discusión sobre el testimonio. Tierney-Tello se refiere a un “impulso testimonial”
(81) y considera, por una parte, a las fotografías de Errázuriz como testimonio
perturbador o como un documento de amor entre desposeídos (86) y,
por otra, al texto de Eltit como testimonio (y aclara: “in that they transcribe
and re-present, however incoherently, the life experiences of marginal subjects”,
80). Julio Ramos, por su parte, propone leer a El infarto del alma
como un texto colaborativo que no sólo incluye a la escritora y la fotógrafa
sino que además, tiene en cuenta “la proliferación de voces y registros” de la
escritura (118). El texto propone no sólo una dimensión testimonial sino además,
y tal vez, fundamentalmente, una reflexión acerca del rol del testimonio
dentro de prácticas artísticas de la posdictadura. Sin embargo lo testimonial
no debe entenderse aquí como una narrativa transparente sino, por el contrario,
opaca y fragmentada. Creo muy acertada la lectura de Tierner-Tello cuando
sugiere ver a El infarto del alma como un cuestionamiento del testimonio
como transparente y auténtico y por lo tanto, como un rechazo de la representación
de los sujetos testimoniales como identidades fijas (81). Este cuestionamiento
de la transparencia y la claridad del testimonio también puede rastrearse
en El padre mío que usa las técnicas del testimonio, pero que también
narra una historia completamente fragmentada. En El padre mío (1989), Eltit
explora el “negativo – como el negativo fotográfico –, necesario para configurar
un positivo – el resto de la ciudad” (11). Se trata, en este caso, de una

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marginalidad anómala: el Padre Mío habla sin cesar, a diferencia de los vagabundos
silenciosos de una ciudad controlada por la dictadura. Para Mary
Louise Pratt este texto juega con la ironía de que “durante el régimen militar
sólo el loco de la calle puede hablar, y él sí tiene algo que decir” (21). Y a
pesar de ese “algo que decir”, su habla remite, sugiere la misma Eltit, a la
imagen de Chile, “entero y a pedazos [...]: jirones de diarios, fragmentos de
exterminio, sílabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres
de difuntos. Es una honda crisis del lenguaje, una infección en la memoria,
una desarticulación de todas las ideologías” (17).
El habla del Padre Mío no es un habla articulada sino que evidencia una
ruptura con el lenguaje y una proliferación fragmentaria de frases que recogen
una “presencia sobreviviente y parlante” (18). En el caso de El infarto del
alma también existe una fragmentación que tiene que ver, por una parte, con
el habla de los pacientes pero además, con una ruptura de la representación
(o, tal vez deberíamos decir con la “des-representación”). En ambos casos, y a
pesar de esta oscuridad representativa, se hace referencia a grabaciones y a un
habla fragmentada y entrecortada. Creo relevante pensar en esta fragmentación
no sólo como una preocupación estética de Eltit (que se puede rastrear
en sus obras) sino además como una preocupación política que ubica al testimonio
en un escenario extremo: el de hacernos confrontar nuestras propias
expectativas (la de una historia coherente que nos hable de la opresión del grupo
representado) a partir de una historia fragmentada. Sin embargo, es justamente
el habla desconectada de El infarto del alma la que pone en escena una
de las preocupaciones centrales del testimonio: la famosa pregunta de Gayatri
Spivak “¿puede hablar el subalterno?”.
Al acercarse a este texto, Nelly Richard hace hincapié en los aspectos
visuales (el recurso de la pose pero además el diseño gráfico del texto) y en la
estética de los textos de Eltit que hacen “proliferar artificios literarios (poses y
máscaras) que teatralizan el significante y desnaturalizan el sentido utilitario
del mensaje denotativo” (Residuos y metáforas 258). Su propuesta consiste en
leer este texto como poética menor, en la línea de Deleuze y Guattari. 3 El
deseo como marca estética, dice Richard, “se opone al flujo desvalorizante del
mercado, que pretende despojar a formas y producciones de toda responsabilidad
sobre sí mismas, de toda autonomía de conciencia y deseo” (264). Para
Richard, son justamente los artificios los que diferencian a este texto de lo testimonial
puesto que las formas de intervención en la marginalidad son concebidas
a través de “la afirmación de la gratuidad del deseo de querer realizar un
gesto estético que mezcle rigor conceptual y brillo expresivo para disparar
emociones porque sí: por amor al arte” (264). Para Richard las fotografías son
un desvío de lo testimonial y el acto mismo de posar para estas fotografías
puede entenderse como “una tregua pacientemente habilitada por la cámara en
medio de la loca agitación que sacude las fibras del convulso arrancado de los
fármacos” (254). El rol que cumplen la fotógrafa y la escritora concierne, en

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este caso, a un proceso de transformación a través del cual se suplen “los efectos
del desprecio real que padecen esos cuerpos ya sin autodominio de la
expresión” (Richard 252). Eltit también enfatiza este rol transformador de la sesión
fotográfica en El infarto del alma:
Paz Errázuriz convierte su ojo en un don para los asilados. Les regala
en su mirada fotográfica, la certeza de sus imágenes. Cuando captura
sus poses, les confirma la relevancia de sus figuras, cuando les sonríe,
reconoce en ellos lo divinizado de sus conductas corporales.
Cuando se inclina buscando el ángulo, les dedica todo su profesionalismo.
Las fotografías elaboran un proyecto identitario a partir de la reescritura de
la marginalidad. Sin embargo, esta reescritura, esta transformación (a partir
del componente estético) tiene lugar a través de una doble escritura. En primer
lugar, debemos destacar el doblez que produce el proyecto visual y el escriturario.
En segundo lugar, Eltit y Errázuriz nos presentan una superposición de
experiencias marginales: por una parte, la experiencia del encierro, de la indigencia,
de la reclusión y por otra, la experiencia de la redefinición de una (casi
no) subjetividad abyecta que se rearticula en el pasaje de “loca/o” a “enamorada/o”.
En este espacio de aislamiento y de reclusión el amor constituye el lazo
que les devuelve su mascarada desobediente, o al menos su negación al sometimiento.
Me interesa, sin embargo, reiterar que la narrativa amorosa de los
internos (tanto la de la pose fotográfica como la del texto) está interrumpida
por dobleces que presentan el reverso de esta mascarada con la cual el texto
propone superponer la marginalidad. En cuanto a las fotografías, son las tres
últimas imágenes las que no nos muestran parejas de pacientes enamorados,
sino espacios vacíos (las fotografías del pasillo y del pasillo y la escalera), o
espacios oscuros con una sombra lejana que camina sola en uno de los pasillos
y un cuerpo recostado (¿tirado?) en el piso en el otro. Las imágenes finales
vuelven a hablar del abandono, de la soledad, es decir, no nos muestran la pose
del enamorado sino que más bien, parecen postularse como imágenes que testimonian
la reclusión y el encierro.
En cuanto a los textos, si bien reflexionan sobre el amor, y lo constituyen
como un arma de reescritura de la subjetividad (la dependencia, la negación de
su existencia social), al mismo tiempo, elaboran la otra cara, la de la traición,
la del abandono amoroso, la de la abyección y la sujeción, que pueden verse
en las secciones “El infarto del alma” y “El otro, mi otro”. Esta última parte,
especialmente, examina la narrativa amorosa a partir del riesgo que impone la
fragilidad de la propia subjetividad que se pone en juego a través del deseo de
disolución en el otro. Eltit, en esta parte, puede ser leída a través de Julia Kristeva
cuando propone que el nacimiento de la subjetividad está relacionada con
la abyección del cuerpo materno. En El infarto del alma la desmemoria, la

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ruptura y la “separación del otro cuerpo que es su primigenio” son los límites,
de la formación del sujeto. La narración que va interrumpiendo esta reflexión
de tipo ensayístico y que, como mencioné, recuerda las nociones de cuerpo
materno y de abyección que Kristeva desarrolla en Tales of Love y Powers of
Horror, conciernen justamente a la maternidad, al cuerpo maternal y al cuerpo
que habita el cuerpo de la madre y al mismo tiempo, apuntan a la separación y
al dolor (las “embatidas de su vientre” y el comprender que “ha prestado su
cuerpo a otro cuerpo” en el texto de Eltit y Errázuriz). Se trata, en este caso,
de la dimensión de lo corporal como lo que interrumpe el nivel simbólico. El
cuerpo maternal, como en Kristeva, es la amenaza principal de la subjetividad
(sujeta a la cultura patriarcal). Es ese cuerpo desestructurante al que los
pacientes vuelven en su rechazo a la cultura y sus guardianes, es decir, con el
rechazo de la “economía de lo racional, cuyo empeño mayor es dilucidar los
límites y especialmente los límites de la propiedad”.
La corporalidad se hace presente también a través de las repetidas referencias,
a lo largo del texto, en la sección “La falta”, a la calidad de indigentes de
esos cuerpos estetizados a través de la cita fotográfica y transformados en corporalidad
a través de un acercamiento más bien teórico: “Ah, ya van tres días,
100 noches en la más angustiosa de las privaciones. Tantos días, respectivas
noches con hambre”. De esta forma, vuelve a reescribir el contexto en el cual
las fotografías y las poses de los enamorados deben ser leídas. El hambre se
acrecienta con el correr de las páginas, las historias y las fotografías. Empieza
con un hambre de tres días, le sigue de cien, cuatrocientos días, mil días. Es,
entonces, el carácter de indigentes el que emerge como característico de estos
cuerpos abandonados y recluidos.
El cuerpo se concibe como el espacio primario a partir del cual se representa
a los pacientes. Se trata de cuerpos abandonados, indigentes, desnudos,
heridos, cicatrizados que han sido sometidos a la reclusión y a la pérdida de
la ciudadanía: “Y porque ellos no son, es que afrontan la pena de la reclusión
que rodea sus cuerpos. Por esa falta de ser, la ausencia de sus nombres como
responsabilidad civil”. El cuerpo, entonces, concierne a la dimensión testimonial
del texto. Se trata de historias, lenguajes entrecortados, reflexiones y
fotografías que dan cuenta de la existencia real de los pacientes del psiquiátrico.
No quiero decir que representen completamente esa experiencia real
sino que apuntan y señalan hacia un afuera del texto, hacia los sujetos reales
y su reclusión.
El texto enfatiza, también, la dimensión estética como un aspecto central
de la reescritura del cuerpo recluso en cuerpo desobediente: la estética que les
permite “una ascensión lírica”. Tierner-Tello sugiere pensar en el riesgo de
fetichización estética de los sujetos marginales representados (92). Creo adecuado
destacar, sin embargo, que el texto plantea e interrumpe al mismo tiempo
esta estetización propuesta a través justamente del efecto de lo testimonial:
la permanente referencia a los seres reales que viven en el psiquiátrico de

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Putaendo y que se transforman, junto con Eltit y Errázuriz, en los testimoniantes
de este proyecto.
Nuevamente creo importante la referencia a las últimas fotografías, que, en
lugar de la pose (de los enamorados) nos muestran un lugar de abandono y
soledad. Estas fotografías nos interpelan a través de otra mirada testimonial y
la denuncia que esta mirada implica. Aunque el amor se resignifique como
seña de rebeldía frente a las formas de ciudadanía del neoliberalismo posdictatorial
(señas que, como sugiere Richard, tienen que ver con la improductividad)
y, aunque el psiquiátrico contenga entre sus paredes una memoria histórica
de la exclusión (de la tuberculosis a la locura), hay imágenes y textos que
interrumpen esta estética propuesta: las fotografías del final nos presentan al
psiquiátrico del pueblo de Putaendo desde el reverso de las fotografías que
representan a los pacientes como amantes. Del mismo modo, la irrupción de
lo documental surge en el sueño de Juana, tomado de una grabación de Paz
Errázuriz, o incluso “Juana la loca” o los fragmentos testimoniales que dan
cuenta, por una parte, de las voces de los internos y por otra, de Eltit o Errázuriz
como testigos de la reclusión en el hospital. Estas voces e imágenes nos
recuerdan que, además, hay lagunas que el texto deja abiertas y que apuntan
claramente a la dificultad de la representación de la marginalidad.
Como sugiere John Beverley en su nueva introducción a La voz del otro:
No es que el subalterno “no puede hablar”, como sugiere la famosa
frase de Gayatri Spivak; habla mucho (la oralidad es a menudo una
de sus características). Lo que ocurre, sin embargo, es que lo que tiene
que decir no posee autoridad cultural o epistemológica, en parte
precisamente porque está circunscrito a la oralidad. No cuenta para
nosotros, es decir para la cultura letrada. (10)
Esta pregunta por la autoridad cultural o epistemológica a la que se refiere
Beverley vuelve a ubicar al testimonio como una práctica de desalojo del privilegio
artístico. En el caso del texto de Eltit y Errázuriz es justamente la tensión
entre lo literario y lo documental lo que erosiona la propuesta artística a
partir justamente de la presencia de estos ciudadanos chilenos representados
en las fotografías y de sus voces. En cuanto a lo fotográfico, es relevante
recordar que la misma pose, que en Barthes es un aspecto crucial de la fotografía,
se relaciona con el testimonio de que ese objeto ha sido real y de que,
efectivamente, “alguien ha sido el referente en persona” (79). Este testimonio
de la existencia funciona, al mismo tiempo, como testimonio de desaparición.
En este punto, vale la pena recordar que otros proyectos de Paz Errázuriz
también tuvieron que ver con la marginalidad: asilos de ancianos, prostíbulos,
circos (Hopenhayn 1, Mena 1). Más recientemente, su proyecto Nómadas del
Mar (1996) consiste en fotografías y serigrafías de los que se supone son los
últimos sobrevivientes de los alacalufes, una de las tres etnias del extremo sur

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de Chile (Donoso 1-2). Es decir que el trabajo visual de Errázuriz reflexiona
acerca de las conexiones entre fotografía y marginalidad y más aún, entre
fotografía y desaparición y, sobre todo, reivindica la fotografía como una práctica
de reaparición y reconocimiento de subjetividades excluidas, marginalizadas
y sobrevivientes, es decir, como una práctica testimonial. La identidad
juega un lugar central en la práctica artística como un espacio en el cual la
estética cede lugar al testimonio: no solamente el testimonio de la existencia
sino, además, la transformación del artista en testigo de esa existencia y de
la situación de urgencia de la misma.
Cuando Alberto Moreiras sostiene que el testimonio pone en suspenso lo
literario al mismo tiempo que constituye un acto literario (“it suspends the
literary at the very same time that it constitutes itself as a literary act”) piensa,
sobre todo, en el testimonio no a partir de su dimensión literaria (aunque afirma
que la tiene) sino a partir del abandono de lo literario que la lectura del testimonio
implica (195). Estas consideraciones me interesan porque apuntan
justamente a la interrupción de la literatura que implica el acto de testimoniar.
Eltit, como testigo, narra su viaje al psiquiátrico y, por lo tanto, testimonia lo
que vio y lo que escuchó (“Soy la testigo de una sesión fotográfica conmovedora”).
Más allá de la preocupación estética del texto su dimensión testimonial
logra poner en suspenso ese mismo proyecto, con una clara referencia a un
afuera de la estética que puede, tal vez, sospecharse en las últimas fotografías
que, en definitiva, ponen en escena el abandono de la estética amorosa. Ramos
se refiere más bien a una “colaboración entre imagen documental y la estética”
(118). Creo pertinente añadir que esa colaboración implica justamente una
serie de cortes y rupturas dentro de la estética (literaria o fotográfica). El infarto
del alma trabaja alrededor de las interrupciones y las suspensiones (de
textos, de estéticas, de secciones, de irrupciones dentro de la misma sección),
donde se propone la dificultad misma de la representación: cada forma representativa
está siempre interrumpida.
Es posible pensar en este texto de Eltit y Errázuriz como una respuesta
oposicional a la represión de la conflictividad social de la posdictadura, represión
que viene de la mano, según Richard (2000), del “modelo consensual del
régimen de la transición” (228). La misma Eltit (2000) se refiere al diseño de
nuevas formas de vigilancia que sirven para suprimir los conflictos y la discusión
crítica (160). Las nuevas modalidades de participación en la era neoliberal
(los ciudadanos-centinelas que se representan en Los vigilantes) nos
hablan, por ejemplo, del control ejercido sobre la práctica de la ciudadanía
posdictatorial y pueden ser leídas como otra cara de lo consensual, entendido
como una obligatoriedad que es, ahora, democrática (160).
A partir de los dobleces propuestos por el texto (escritora/testimoniante,
fotografía/documento, literatura/testimonio), el proyecto de Eltit y Errázuriz
nos propone una nueva reflexión acerca del rol del arte y sus indagaciones, y
sus límites a través de la reescritura (y su cuestionamiento) de los sujetos que

Voz, escritura e imagen: arte y testimonio en “El infarto del alma” 69
las ocupan: ya sea a través de las ficciones identitarias que el texto propone en
su pasaje de paciente a amante como en las rupturas que sugiere en el doblez
artista/testigo. Y sobre todo, de un intento de trabajar en una zona de rupturas
y suspensiones para generar (a través del proyecto solidario que caracteriza al
testimonio) el ingreso de voces subalternas a la cultura letrada y para redefinir
las pertinencias del arte y sus limitaciones.
Aunque, por una parte, el texto nos propone una estética de la marginalidad
y un desmontaje de la representación, y nos presenta fotografías que reescriben
la identidad de los pacientes (identidad no menos ficticia, en el sentido de que
es una identidad construida socialmente) en el pasaje de enfermo a amante, y
aunque, por otra parte, los textos acompañan esa transformación pero, al mismo
tiempo la subvierten, al presentarnos otra cara del relato amoroso (la del
dolor, la del abandono, la del pasado, la de las diferentes formas de reclusión),
las irrupciones que se producen en ese proyecto estético (y que, claro está, no
están completamente fuera de él) sirven para cuestionarlo, a través de voces
múltiples que nos recuerdan que El infarto del alma, como nos dice el “Diario
de viaje”, no concierne sólo a una marginalidad abstracta sino a seres reales
que viven en el psiquiátrico del pueblo de Putaendo y que han desaparecido del
horizonte ciudadano. Así, la voz de Juana en “El sueño imposible” habla de su
deseo de maternidad y, al mismo tiempo, de la historia de su abandono. Pero su
voz ahora, es pública, es decir, que, además de la reescritura identitaria que
produce la estética amorosa, se produce en el texto otra reescritura: la de la
transformación del enfermo en testimoniante y, por ende, en ciudadano. Tanto
la narración de Juana, grabada por Paz Errázuriz, como las voces que circulan,
sin identificarse a veces, en el resto del texto, producen una ruptura con otras
secciones narrativas o ensayísticas y abren un interrogante acerca de los límites
de este proyecto estético, las zonas que no puede abarcar, los silencios que quedan
planteados y sobre todo, de las voces que no se pueden recuperar. Se trata,
entonces, de una propuesta híbrida de arte y testimonio donde, a pesar de enfatizarse
la relevancia de los sujetos marginales y el rol del arte respecto de su
representación, también se reflexiona acerca del rol del artista como testigo y
de las irrupciones que las imágenes y voces testimoniales producen en la problemática
representación de la marginalidad.
NOTAS
1 El infarto del alma no tiene numeración de páginas.
2 El uso del nombre de pila, en lugar del apellido o el nombre completo
puede pensarse, como señala John Beverley, como un modo de nombrar al subalterno
(“The Real Thing” 267). La subalternidad de los internos tiene que ver justamente con

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su existencia al margen de la identidad legal, en un espacio abyecto que forma parte de
la vida cotidiana pero que queda invisibilizado en las narrativas dominantes del Chile
neoliberal.
3 Richard retoma a Lértora y su propuesta de leer los textos de Eltit como
literatura menor y cita a Deleuze y Guattari para explicar qué entiende por poética
menor: “Una literatura menor no es la de una lengua menor, sino más bien la que una
minoría genera en una lengua mayor. Pero su primer carácter es, de cualquier manera,
que la lengua esté afectada por un fuerte coeficiente de desterritorialización. El segundo
carácter de las literaturas menores, es que todo en ellas es político. El tercer carácter,
es que todo alcanza un valor colectivo… Es la literatura la que produce una solidaridad
activa, pese al escepticismo; y si el escritor está en los márgenes de su comunidad
frágil, esta situación lo pone aún más en condición de expresar una otra comunidad
potencial, de forjar los medios de una otra conciencia y de una otra sensibilidad.”
(Deleuze y Guattari, Kafka, por una literatura menor, citado en Richard, Residuos
y metáforas 263).
OBRAS CITADAS
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