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Para ti, Gabo.<br />
Cuando tuvo la hoja de inscripción delante, no dudó. Lo más claro que tenía en aquel<br />
instante era que el bolígrafo que apretaba entre sus manos, trazaría de manera instintiva<br />
una cruz al lado de literatura universal. Nunca imaginó que en el último trimestre de aquel<br />
curso, lloraría por haber acabado un libro y que correría a la biblioteca para renovar la ficha<br />
de préstamo. Cuando la bibliotecaria, una mujer pequeña, con gafas grandes y toda la pinta<br />
del mundo de ser una caricatura de su profesión, le dijo que no podía renovar el préstamo<br />
dos veces seguidas, a Remedios, que había llorado por primera vez al leer fin, no le quedó<br />
más opción que robar de aquella pequeña biblioteca escolar "Cien años de soledad".<br />
Remedios, que nunca fue tan bella como él la imaginó, era una chica reservada, que no<br />
acudía a las reuniones clandestinas de sus compañeras en los lavabos. Le encantaba<br />
escribir cartas, en pasado, en presente o en futuro. Y como el libro preferido de Remedios<br />
hasta ese momento tenía nombre de tango, no esperaba a un príncipe azul, sino que se<br />
entretenía con la idea de un amante lascivo y tenaz. Cabe añadir, que por aquel entonces su<br />
palabra preferida era cóncavo y se pasaba horas atribuyendo ese adjetivo a todo lo que su<br />
imaginación abarcaba. Casi 20 años después imagina esa tarde calurosa y brillante. Una<br />
tarde simple, donde el recreo en un patio cerrado ya hacia de esa hora y media un espacio<br />
de tedio. Ahora está casi segura de que esa abulia le aflojó los huesos y que por eso retrasó<br />
su entrada a clase, cuando todos sus compañeros ya habían elegido al azar el titulo de un<br />
libro para hacer el trabajo final. El último título que danzaba en la pizarra con el polvo de tiza,<br />
llevaba la palabra soledad y sólo por eso hecho a Remedios no le importó su retraso en el<br />
aula. Fue una semana en la cual se empapó de sus 546 páginas. Una semana en la que<br />
manoseó el libro de tanto mirar el árbol genealógico de los Buendía. Se perdió en esa sana<br />
que incluía a un gitano sabio, a una niña con un talego lleno de huesos humanos y hasta<br />
bebés con cola de cerdo.<br />
8<br />
Sucumbió a Macondo y lo buscó en los mapas. Estaba casi segura de que ninguna<br />
imaginación podía llegar a construir semejante mundo. Se equivocó. Copió el genograma<br />
infinito en una hoja y lo llevó pegado en la carpeta de los apuntes durante años. No supo<br />
que se podía ver espectros hasta años después, cuando le explicaron que en el realismo<br />
mágico todo era posible. Ante ella se abría una puerta, el limbo entre la fantasía y la<br />
realidad, donde los locos aún no son de atar. Se quedó tan fascinada que dejó de lado a los<br />
poetas existencialistas y sonreía pensando que era cierto que alguien podía morir de amor<br />
ante la belleza de una mujer. Y así se forjó la personalidad de Remedios. Una alma , que<br />
para su incomprensión, se alimentó de imágenes oníricas que se confunden en la<br />
duermevela, del apacible estado entre la vigilia y el sueño. Mientras un retrato fotocopiado<br />
del autor haciendo una peineta adornaba su habitación, Remedios pensaba en hacer el<br />
amor en una hamaca bajo el peso de la humedad asfixiante. Cuando supo que el autor<br />
poseía un apodo cariñoso, ya era tarde, era de manera contundente el Maestro. Remedios<br />
creció. Sus caderas maduraron y llegó el día en que pudo comprarse ella misma los libros.<br />
Estaba casi segura de que a su barrio nunca llegaría un bullicioso grupo de gitanos con<br />
imanes, alfombras voladoras o hielo ardiente. No buscaba frenética en las tiendas de<br />
abalorios pescaderos, como burda imitación del estandarte del coronel y ya entendía que por<br />
mucho que inspeccionara mapas no hallaría un pueblo llamado Macondo. Remedios, que<br />
nunca mató con su inocente belleza, no vio a un recién nacido con cola de cerdo y tampoco<br />
conoció a nadie con una mano vendada en un paño negro. Una mañana se despertó y tan<br />
perezosa estaba, que antes de llegar a la ventana, se le enredó el gato entre los pies. Tenía<br />
la boca seca y el corazón le palpitaba demasiado para tantas horas de reposo. Apartó poco<br />
a poco la cortina y chasqueó la lengua al ver que llovía. Al abrir la ventana para respirar el<br />
matinal aire, se dio cuenta de que la torrencial lluvia estaba compuesta por minúsculas<br />
florecillas amarillas, que hacían de la acera el mayor manto del mundo. Remedios supo<br />
entonces que el cielo se había unido al funeral del Maestro, pero aun así sonrió.<br />
Dunya.<br />
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