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ya no hubiera quien los encontrara; ni una colmena entera de historiadores. <strong>La</strong> historia<br />
escrita, con su impertinente costumbre de defenderlo todo, hace que la situación de por<br />
sí desesperada de la Humanidad desespere todavía más de todas las falaces tradiciones.<br />
Todo el mundo encuentra sus armas en este arsenal; está abierto y es inagotable. Con<br />
cachivaches viejos y oxidados que se encontraban en él en pacífica convivencia, fuera,<br />
arremeten unos contra otros. Luego, los partidos, una vez han muerto, se dan la mano en<br />
señal de reconciliación y entran en la historia. Estas herramientas oxidadas las recogen<br />
luego <strong>del</strong> campo esta especie de samaritanos que son los historiadores; después las<br />
devuelven a la armería. Tienen buen cuidado de no quitar ni una sola mancha de sangre.<br />
Desde que murieron los hombres en cuyas venas circuló esta sangre, cada gota seca es<br />
sagrada.<br />
Todo historiador tiene un arma antigua por la que siente un especial apego y a la que<br />
convierte en centro de su historia. Y he aquí que esta arma se levanta allí orgullosa<br />
como si fuera un símbolo de fecundidad cuando en realidad es un asesino frío y<br />
petrificado.<br />
Desde hace tiempo, no mucho, los historiadores tienen puestas sus miras sobre todo en<br />
el papel. De abejas que eran se han convertido en termitas y sólo digieren celulosa.<br />
Prescinden de todos los colores de su época de abejas; ciegos, en ocultos canales, pues<br />
odian la luz, la emprenden con su viejo papel. No leen, se lo comen, y lo que luego<br />
sacan se lo comen otras termitas. En su ceguera los historiadores se han convertido,<br />
naturalmente, en videntes. No hay pasado, por repulsivo y odioso que haya sido, que no<br />
tenga algún historiador que imagine algún futuro que venga después de este pasado. Sus<br />
sermones, creen ellos, están hechos de viejas realidades; sus profecías, mucho antes de<br />
que se cumplan, están ya probadas. Además <strong>del</strong> papel les gustan también las piedras,<br />
pero éstas no las comen ni las digieren. Se limitan a ordenarlas en ruinas siempre<br />
nuevas y completan lo que falta con palabras de madera.<br />
Juzgar a los hombres según acepten la historia o se avergüencen de ella.<br />
Ya no se encontrarán más objetos desconocidos. Habrá que hacerlos, ¡qué pena!<br />
Estar tan solo que uno ya no deje de ver a nadie, a nadie, a nada.<br />
El estudio <strong>del</strong> poder, si se toma en serio, comporta los mayores riesgos. Uno acepta<br />
metas equivocadas porque, entretanto, hace tiempo que han sido alcanzadas y<br />
superadas. <strong>La</strong> generosidad y la nobleza le mueven a uno a perdonar allí donde menos<br />
debería hacerlo. Los Poderosos y los que aspiran a serlo, con todos sus disfraces, se<br />
sirven <strong>del</strong> mundo, y el mundo para ellos es lo que han encontrado. No les queda tiempo<br />
para poner nada seriamente en cuestión. Lo que un día produjo masas tiene que<br />
proporcionarles sus propias masas. De ahí que oteen la historia en busca de pastos y que<br />
se apresuren a instalarse en aquellos sitios en los que pueden hartarse. Tanto los viejos<br />
imperios como Dios, la guerra como la paz, todo se ofrece a ellos, y ellos escogen<br />
aquello que van a poder manejar mejor. En realidad no hay ninguna diferencia entre los<br />
Poderosos; cuando las guerras han durado mucho tiempo y los adversarios, por amor a<br />
su victoria, se han tenido que equiparar el uno al otro, de repente esto se ve claro. Todo<br />
es éxito y en todas partes el éxito es lo mismo. Cambiar sólo ha cambiado una cosa: el<br />
número creciente de hombres ha llevado a masas cada vez mayores. Lo que se descarga<br />
en algún sitio de la Tierra se descarga en todas partes; a ninguna aniquilación se le<br />
pueden poner fronteras ya. Sin embargo, los poderosos, con sus viejas metas, siguen<br />
viviendo en su viejo y limitado mundo. Son los auténticos provincianos y aldeanos de