La llama de la luna escocesa - Universo Romance, el Portal

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LA LLAMADA DE LA LUNA ESCOCESA
Kendra Leigh Castle

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escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Título original: Call of the Highland Moon
Traducción: Purificación Meseguer Cutillas
© 2008 Kendra Leigh Castle. Reservados todos los derechos
© 2009 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.
© 2009 por la traducción Purificación Meseguer Cutillas. Reservados todos los derechos.
Primera edición: Octubre 2009
ISBN: 978-84-92688-69-2
Depósito Legal: M-38921-2009
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Brosmac S.L.
© Valery
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Capítulo uno
La noche le estaba llamando.
Gideon MacInnes se encontraba ante la ventana abierta,
inhalando el gélido viento de mediados de diciembre y saboreándolo
como si fuera la brisa más embriagadora del verano.
«Corre junto a mí», le susurraba.
Pero ¿sería seguro?
Cerró los ojos y echó la cabeza ligeramente hacia atrás
para olfatear el lugar en el que se encontraba. Su melena oscura
caía en una cascada desgreñada, rozando la parte superior
de sus hombros. La tierra le resultaba desconocida, aunque
no demasiado diferente de aquella que se encontraba al otro
lado del océano y a la que él llamaba hogar.
Los orificios nasales de Gideon se dilataron levemente.
Pino. Humo. La rica y terrosa fragancia de las hojas cayendo.
La tentación de un ciervo solitario en busca de comida. Y bajo
todo aquello, serpenteando a través de cada singular aroma,
podía distinguir la inconfundible promesa de la nieve. A juzgar
por la densidad del aire, lo más probable era que la mañana
amaneciera sobre un paisaje cubierto de nieve. Más de la que
quisieran los habitantes de aquel lugar, por muy acostumbrados
que estuvieran a pasar casi la mitad del año a merced del
invierno. Gideon sabía que debía irse pronto de allí, si no quería
acabar varado durante unos cuantos días más. Sobre todo
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ahora que acababa de anunciar por teléfono su decisión de
regresar finalmente a casa. Pero por otro lado, de nuevo…
Gideon abrió los ojos y, una vez más, estudió el terreno
de la pequeña y lujosa posada que había seleccionado específicamente
como lugar de aislamiento. Luego, satisfecho, concentró
la mirada, inusualmente dorada, en la oscuridad del bosque
que le rodeaba.
Estaba solo.
«Perfecto».
Gideon se deshizo de la sencilla camisa de botones que
colgaba ya abierta sobre su musculoso torso y sintió que la
piel se estremecía ante el contacto del aire libre. Ya podía
sentir que la sangre corría por sus venas con una sensación de
salvaje satisfacción que no había tenido antes, que no se había
permitido tener antes, desde el momento en el que había huido
de Escocia hacía unos dos meses como si los mismos sabuesos
del infierno estuvieran pisándole los talones.
¿Qué demonios le había pasado para pensar siquiera
que necesitaba estar en la ciudad? Gideon se preguntaba
aquello mientras deslizaba sus pantalones vaqueros favoritos,
desgastados y deteriorados, por sus músculos tensos y tendinosos
hasta dejarlos caer al suelo. Había probado suerte en todas
las ciudades, pero acababa huyendo de ellas con la misma
velocidad con la que había huido hacia ellas. Los Ángeles,
Nueva York, Las Vegas, Chicago… todas le parecieron lo
mismo. Ahora que se encontraba a kilómetros de distancia de
su padre, podía admitir que aquel hombre quizá había tenido
algo de razón al enfrentarse con su obstinado hijo cuando iban
de camino hacia la puerta de su casa.
«De acuerdo, vete, maldito obstinado, así sabrás exactamente
lo que te estás perdiendo, sabrás lo que te aguarda en
toda esa “vida” que crees se te está escurriendo de las manos.
Demasiada luz. Fragancias que harán que salgas corriendo del
cuarto de baño. Sonidos que podrían dejar sordo a un hombre
corriente. Y por mucho que te cueste aceptarlo, Gideon, tú no
eres un hombre corriente, y nunca lo serás. Lo que ellos lla-
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man «civilización» no estuvo nunca previsto para los nuestros.
Lo que sí podemos es bendecir y maldecir nuestra suerte,
pero tienes que aceptar lo que eres. Lo que hay dentro de ti no
va a dejarte otra elección».
Gideon luchó por reprimir el golpe de rabia cuando la
imagen de Duncan MacInnes invadió su mente; la imagen de
su mirada clavada en él como si no fuera otra cosa que un
niño insolente y obstinado mientras le señalaba con el dedo y
pronunciaba la última parte de su discurso.
«Muchacho, hay cosas más importantes que correrse
una maldita juerga. Habría esperado que ocurriera esto con tu
hermano, pero contigo… bueno, tómate tu tiempo, pero si te
atreves siquiera a pensar en llevarte a Gabriel contigo, serás
perseguido rápidamente por la memoria de aquel que te enseñó
a cazar. Arrastraré tu lamentable cadáver de vuelta por el pescuezo,
de eso no te quepa duda. Ahora, ven y dale un abrazo a
tu padre».
Tal y como había hecho Duncan, Gideon reflexionaba
en ese instante negando con la cabeza mientras enderezaba el
cuerpo, completamente desnudo bajo el gélido aire. La amenaza
del látigo colgaba sobre él; después, la del adusto cariño. Le
habían bastado un par de lecciones más que dolorosas en sus
años de adolescencia para comprender que Duncan significaba
ambas cosas. Su hermano, sin embargo… bueno, Gideon
no creía que Gabriel lo hubiera entendido todavía, lo que explicaba
la razón por la que seguía empeñándose en actuar tan
consistentemente como un condenado idiota. También explicaba
el hecho de que Gabriel no deseara la tutela más de lo
que Gideon la deseaba. Puede que Gideon fuera el maldito
primogénito, pero conociendo a Gabriel, bueno, Gideon estaba
seguro de que la continua irresponsabilidad de su hermano en
cada una de las facetas de la vida era un simple pedacito de
garantía que le aseguraba que la responsabilidad de custodiar
la piedra nunca recaería en él.
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También pensó, con una sonrisa en la cara, que aquello
tenía que ser mucho más divertido, y continuaría siéndolo si
las cosas avanzaban según el rumbo presente.
—Oh, bueno —suspiró Gideon ligeramente al mismo
tiempo que alzaba la mirada hacia el brillo plateado de una
luna a la que le quedaba menos de una semana para alcanzar
toda su plenitud—. Entonces, puede que me entretenga saboreando
la libertad, mientras la tenga.
Había estado cavilando desde su llegada a los Estados
Unidos, intentando decidir qué era lo mejor que podía hacer
una vez que, en lo más profundo de su corazón, supo que se
enfrentaba a una batalla que no podía vencer. En cada ciudad en
la que estuvo había anhelado los lugares salvajes, las cosas
que tanto deseó dejar atrás. Los grandes paisajes con los que
Gideon había soñado no le habían conmovido lo más mínimo.
La novedad de disponer de una multitud de mujeres entre las
que poder elegir, en lugar que entre un solo puñado, no le
atrajo como en un principio pensó, por muy numerosas y dispuestas
que estuvieran ellas. Y en realidad, pensó mientras
esbozaba una mueca de arrepentimiento, esconderse en los
parques públicos cuando su cuerpo se había visto sorprendido
por el cambio por miedo a que algún oficial bienintencionado le
disparara un tranquilizante para despertar después en un zoológico
local había sido una experiencia más que humillante.
El hecho de que al final hubiera acabado gravitando
hacia la pequeña ciudad al borde del Lago Ontario, en la zona
rural del norte de Nueva York (una ciudad que la dureza del
clima hacía hermosa pero austera a la vez), era lo más revelador
de todo. Y al final había llegado a instigar su decisión y la
llamada. Después de todo, aquel lugar era el que más le hacía
recordar a su verdadero hogar.
Gideon aceptó la sensación de paz que le invadía al
aceptar aquello y relajó sus músculos. Su mirada dorada se
aguzó, se convirtió extrañamente en predadora antes de que
dejara caer los párpados, antes de que las densas pestañas
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negras se encontraran y se rindieran a la bestia que asomaba a
la superficie. No es que la idea de liderar un rebaño de hombres-lobo
de la montaña le molestara en absoluto, ni siquiera
el peso de la responsabilidad de custodiar la piedra. Porque si él,
a quien habían preparado toda la vida para desempeñar esa
tarea, la rechazaba, entonces ¿en quién recaería esa responsabilidad?
Gabriel se había declarado a sí mismo inadecuado
para hacerlo, fuera o no fuera verdad, y la idea de que Malachi
se encargara de ello le helaba la sangre a cualquier persona
razonable. Gideon pensó que no, que, en realidad, su destino
no era algo tan reprobable. La única pregunta que debía hacerse
era: ¿podría aprender a vivir permanentemente con la
inquietud que le había estado corroyendo sin cesar durante
los últimos años?
Ya que aparentemente lo único que podía mitigar esa
sensación era el hecho de que cada vez había menos posibilidades
de que se hiciera realidad, Gideon supuso que tendría
que aceptarlo, hacer las paces con ello y encontrar la satisfacción
donde pudiera.
Empezaría esa noche, en aquel preciso momento.
Correr de un lado a otro siempre le había dado libertad,
y paz… como lobo que era.
Después de años de práctica, la bestia interior de Gideon
se manifestaba rápidamente cuando se deseaba. A pesar de la
multitud de divertidas ideas equivocadas que tenía el género
humano respecto a los de su especie, la verdad era que aunque
el cambio era inevitable en la luna llena, se podía cambiar de
estado por fuerza de voluntad en cualquiera de las fases lunares.
Aunque su fuerza no fuera sobrehumana en aquella temporada
del mes, Gideon era todavía, y siempre lo había sido,
un adversario formidable, por lo que no temía ser alcanzado por
los humanos. La mayoría de la manada cambiaba bastante a
menudo, aunque solo fuera por hacer una pequeña carrera o
simplemente por el puro deleite que les provocaba hacerlo. Él
no era diferente.
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Y al parecer todavía seguía sin ser diferente.
La sensación de la carne estirándose y desplazándose,
del hueso empequeñeciéndose y cambiando le proporcionaba
un placer que le quemaba por dentro. Garras, cola, pelaje y
colmillos brotaban de su cuerpo mientras caía al suelo, donde
se mezclaban el dolor y el placer del alivio. Siempre que se
abría a su verdadera naturaleza ocurría lo mismo. En cuestión
de segundos, la figura de un escocés moreno y musculoso se
había transformado en la figura de un enorme y poderoso
lobo con un pelaje del color de la media noche y unos misteriosos
ojos de color ámbar que parecían desprender un resplandor
sobrenatural. Sus músculos se agruparon. Con un único y
poderoso salto, la gigantesca bestia atravesó la ventana del
segundo piso y recorrió a toda velocidad la nieve compacta
que llevaba hacia las acogedoras sombras del bosque.
Los pensamientos de Gideon se volvieron más simples,
más directos; sus emociones se aclararon como ocurría siempre
que los sentidos de lobo se apoderaban de él. Cuando atravesaba
a saltos los árboles y sus sentidos se agudizaban, era
todo belleza y fuerza, de un modo casi aterrador. Cuando
Gideon recorría el bosque, se convertía en el bosque.
Las criaturas se apartaban de su camino y después se
quedaban inmóviles por miedo a descubrir su localización si
emitían el más leve sonido. Era una bestia antigua la que ahora
corría entre ellos, y aunque nunca se habían encontrado
con ninguno de su especie, sus antepasados sí. Debería ser
siempre un momento glorioso. Y aun así…
Había un extraño y siniestro flujo deslizándose por la
oscuridad. Algún sabor curioso y amargo que nunca había saboreado
al respirar el aire gélido y que envolvía a Gideon
mientras avanzaba hacia adelante, incitándole a seguir incluso
aunque la noche se hiciera más densa a su alrededor. La voz
de su padre le susurraba a través de la mente palabras que habían
sido pronunciadas como una cálida invitación. Ahora
que la sangre de Gideon palpitaba en sus oídos, aquellas mismas
palabras se convertían en una furtiva burla.
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O en una súplica.
«Eso es, eres un buen chico, Gideon. Vuelve pronto a
casa, pues.
Vuelve pronto a casa…
Sí, vuelve pronto a casa».
Las palabras establecían un ritmo en su mente a medida
que corría, a medida que recorría a grandes zancadas la maleza
con el sonido de las ramas secas y el aterciopelado aplastamiento
de la nieve bajo sus patas como la única música en la
apagada tranquilidad de la noche de invierno.
Una imagen se esbozó en su mente: la brillante esfera
de la luna llena reflejada sobre las suaves olas del Lochaline, el
refugio de la oscuridad de las montañas que se levantaban tras
él, el Sound of Mull ante él con sus islas meciendo a los ancianos
y sus secretos. Ambas partes de él, la humana y la loba, se
acercaban a casa en aquel momento. En su mente, se imaginaba
la copa de un pino que se levantaba sobre él y que se abría
para revelar millones de estrellas en el cielo, mientras él continuaba
caminando al borde de un agua lejana.
Era una imagen que siempre le hacía sentir bien. Pero
aquella noche, la idea de regresar a casa hacía que se le encogiera
el pecho con una sensación de desesperada aflicción. No
tenía sentido. No había perdido nada. Pero el dolor se intensificó
hasta que Gideon buscó finalmente el único alivio que
conocía. Al alcanzar un pequeño claro en los árboles, se detuvo,
retiró hacia atrás su majestuosa cabeza y aulló. Por primera
vez en la vida, su canción estuvo cargada de la más pura de las
desolaciones. El más puro de los dolores.
Era lo que necesitaba. Por fin podía sentir algo de alivio
ante esa inexplicable desesperación, ante la sensación asfixiante
de la oscuridad del bosque. Hasta que el sonido que
él no hubiera imaginado nunca encontrar allí, en aquellos
bosques, alcanzó sus oídos.
Cuando los aullidos de tres voces más le respondieron
con otra canción de lobo, las orejas de Gideon se levantaron y
se le erizó el pelaje del lomo. Por lo general, hubiera acogido
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la compañía de una manada de lobos nativa, bestias que siempre
muestran su amable lealtad y respeto y que a veces disfrutan
al encontrarse con uno de los suyos para retozar o cazar. Pero
los que cantaban a Gideon no eran lobos de bosque.
Pese a que no hubiera ninguno de los de su especie vagando
por aquella parte del mundo, Gideon reconoció la llamada
de su gente. Y la intención se expresaba en aquel aullido, y
por muy difícil de creer que le pareciera estaba tan claro como
el cielo de la noche que se alzaba sobre él.
«Ataque».
Gideon se agazapó en el suelo con las patas extendidas
y un gruñido de advertencia en la garganta. Se maldijo por
haberse permitido esa distracción unos momentos antes.
«Me han seguido. Pero ¿por qué?».
Dejando a un lado las diferencias, los de su manada
eran su familia. Y aun así, él estaba en una posición envidiable,
sobre todo para aquellos que pensaban que él estaba ligeramente
fuera de su alcance. La imagen de un rostro familiar
pero no bienvenido acudió rápidamente a su mente mientras
Gideon intentaba buscar algún tipo de explicación.
«Celos, sí. Hambre, seguro. Pero ¿una emboscada?
¿Para asesinarme?».
No lo hubiera creído hasta aquel momento.
Y solo se le ocurría una explicación posible.
«Malachi».
La idea era asombrosa, y no solo porque la justicia de la
manada se lanzaría contra su primo de una manera rápida y
brutal una vez que aquello saliera a la luz. Si las intenciones
de Malachi eran realmente aquellas, estaría rompiendo uno de
los dictados sagrados, las reglas cardinales que llevaban rigiendo
a la manada desde San Columba. Eran cosas antiguas
que pasaban de generación en generación a través de la tradición,
pero el paso del tiempo no había hecho que fueran
menos veneradas, ni que la gente las respetara menos. En la
comunidad de los lobos, la lealtad, la confianza y la solidaridad
eran lo único que mantenía a salvo a la piedra. Sin todas
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aquellas cosas no eran otra cosa que un puñado de rarezas
naturales pero despiadadas, peligrosas e impredecibles…
incluso para sí mismos. Por lo tanto, el primer dictado y el más
sagrado de todos era: primero, no dañaré a mi hermano lobo.
«Traidor», pensó Gideon mientras apretaba con fuerza
los dientes y retrocedía silenciosamente hacia los árboles, sin
dejar de mirar ni un momento hacia la dirección de la que procedían
los sonidos. El hecho de que su primo fuera tan audaz
como para tramar aquella especie de hazaña decía mucho de su
suprema confianza y de su posibilidad de salir triunfante.
Exceso de confianza. Era el mayor defecto de Malachi,
e iba a resultar fatal. Gideon viviría para ver pagar a su primo.
Gideon se desvió al llegar al borde del claro y corrió a
toda velocidad hacia el acogedor bosque, mezclándose con las
sombras y los árboles, sin hacer el menor ruido. Estaba a
kilómetros de distancia de la posada. No estaba en su naturaleza
huir de un enfrentamiento, pero el instinto le advirtió a
Gideon de su vulnerabilidad en aquella situación. Estaba solo
en un territorio que no conocía, y se enfrentaba al menos a
dos adversarios que le acechaban con la intención de asesinarle.
Era mejor arrastrarlos hasta el espacio abierto, tomar ventaja.
No derramaría la sangre de otro lobo si tenía elección. Así lo
habían educado, así lo habían adiestrado. No, lo más importante
ahora era avisar a la manada, hacerles saber el rumbo
que habían tomado las cosas. Puede que Gideon fuera el mayor
de los obstáculos para que hubiera un cambio en el poder,
pero no era el único.
«Velocidad, sigilo antes que fuerza.
Mantén a salvo la piedra.
Protege a la manada».
Se deslizó en silencio por la nieve, sintiendo más que
oyendo que estaba siendo perseguido. Su olfato le decía que no
estaba muy lejos de la civilización, tan solo a un kilómetro o
dos. Avanzó hacia adelante con más rapidez, aunque ya estaba
corriendo a una velocidad que tan solo podía ser descrita como
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sobrenatural. La fragancia de los humanos se hizo más densa
y las tenues luces empezaron a parpadear entre los árboles, en
la distancia. Iba a conseguirlo.
«Vuelve pronto a casa…
Sí, vuelve pronto a casa».
El primer golpe le dejó sin respiración, bloqueando sus
patas desde abajo con una fuerza inesperada. Gideon patinó
unos pocos metros hacia un lado, después se levantó rápidamente.
Con el pelaje erizado, se dio vuelta para enfrentarse a
su adversario. Un despiadado gruñido salía desgarrándole la
garganta. Un lobo gris más pequeño y corpulento le encaraba.
Sus ojos amarillos parecían burlarse de él al mismo tiempo
que emitía un leve gruñido. Gideon entrecerró los ojos, extendió
las garras y las clavó en la nieve. Nunca había visto un
lobo como aquel, pero seguía siendo un lobo, al fin y al cabo.
«No, no es lo mismo», pensó Gideon, erizado. Había
algo extraño en aquella criatura, algo que no lograba comprender.
Era más pequeño, pero de alguna manera irradiaba
el tipo de poder que solo podía verse en los linajes más puros,
una fuerza sobrenatural que amenazaba con violencia en el
más mínimo atisbo de movimiento. Gideon podía sentirlo, y
esa rareza le había obligado a concentrarse en él. Sin embargo,
lo que era peor, lo que le corroía por dentro y le gritaba
que echara a correr, que huyera, era la fragancia que distinguía.
Emanaba del lobo gris, ensuciando el aire del bosque,
quemando los orificios nasales de Gideon. Parecía irradiar de
su interior, del extraño collar que brillaba en el cuello de la
bestia, apestando a una demencia desconocida y aterradora.
Era una embestida a sus sentidos como ninguna otra cosa a la
que se hubiese enfrentado antes.
De repente, se sintió decidido a erradicarlo desde la fuente.
Los músculos de Gideon se tensaron, preparados para
brotar, rasgar y desgarrar. Entonces, repentinamente, otro
aullido se hizo más y más intenso. Otros dos lobos asomaron
amenazantes desde la oscuridad. Gideon se detuvo, inmóvil,
observando con atención a sus futuros atacantes. Aquellos
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también eran lobos desconocidos y, como el anterior, no pertenecían
a la manada. Eran más débiles. Aunque su fragancia
los señalaba como no completamente extraños.
Al parecer, su primo había decidido violar más de una
regla sagrada.
Y, como era de esperar, había mandado a otros para
que hicieran el trabajo sucio por él.
Gideon sintió una punzada en la cicatriz dentada que le
cruzaba el ojo derecho al acordarse de la última hazaña de
Malachi: una herida infligida por un macho de la manada a
quien habían envenenado con cuentos acerca de que Gideon
cortejaba a su compañera. Había sido una lección dolorosa,
pero Gideon intentó sentirse agradecido por haber salvado el
ojo al aprenderla.
«Primero: no harás daño a tu hermano lobo».
Siempre había pensado que Malachi solo había pretendido
lisiarle, un acto criminal lo suficientemente grave. Ahora,
rodeado por aquel círculo de lobos y con la malicia colgando
pesada en el aire, ya no estaba tan seguro de las intenciones de
su primo. Por la mirada hambrienta en los ojos de aquellos
nuevos hombres-lobo, el concepto lisiar quedaba claramente
alejado de su verdadera intención.
«Traidores».
Los lobos empezaron a dar vueltas a su alrededor,
enseñando los dientes y con los ojos fijos en Gideon. Por su
parte, él permanecía inmóvil, con la cabeza alta, dejando claro
su desprecio hacia aquellas criaturas. En aquella postura se
mostraba grandioso, y era obvio que provenía del linaje Alfa
por su pecho amplio y poderoso, por sus extremidades largas
y musculosas, más aún, por el hecho de levantarse a más de
una cabeza sobre los otros. Estaba tranquilo, concentrado.
Había sido adiestrado para luchar. Lo llevaba en la sangre. Si
no tenía otra elección más que utilizar aquella habilidad contra
los de su propia especie, así lo haría. Aquellos no pertenecían
a su manada, y no eran sus hermanos-lobo.
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Pero nunca hubiera imaginado que tendría que defender
a su manada, y a la piedra, estando tan lejos de ambos.
Todo fue muy rápido. El gris, que parecía ser el líder,
soltó un ladrido afilado y corto y los tres se abalanzaron sobre
Gideon a la vez. Todos los años de combate con Duncan y sus
dos lugartenientes, Ian y Malcolm, acudieron súbitamente a
su mente mientras luchaba por quitárselos de encima. Girando
sobre sí, mordiendo la carne vulnerable, hundiendo los colmillos
en el pelo y atravesando la piel. Durante un momento,
fue como si en el mundo de Gideon solo hubiese gruñidos y
una masa de garras y dientes entremezclados con brillantes
destellos de dolor y breves momentos de triunfo cuando causaba
más de lo que había recibido. Las sensaciones parpadeaban,
se desvanecían, atravesaban velozmente la conciencia de
Gideon mientras luchaba por salvar la vida.
Garras traseras aferradas a un suave bajo vientre. Un
grito de dolor ante sus dentelladas. Una sensación de dolor
furiosa y desgarradora atravesándole el hombro. Y siempre,
entre la neblina de la sangre y el dolor, el burlón resplandor
de unos ojos amarillos, tan semejantes a los suyos, pero tan
diferentes a la vez.
Al final, Gideon se las arregló para quitarse de encima
auno de ellos el tiempo suficiente como para clavar los colmillos
en el pelaje marrón que cubría la garganta. Sin arrepentimientos,
saboreó la sangre cuando encontró la yugular. El
lobo acabó por quedarse inmóvil y engarrotarse mientras
Gideon le daba una última sacudida al cadáver y lo arrojaba
desde sus mandíbulas hasta las patas del gris, cuyos laterales
ensangrentados y golpeados le pesaban tanto como a Gideon
los suyos.
Gideon resopló, creando una cálida niebla en el aire gélido.
Luego se encorvó para atacar, preparado para acabar con
aquello. Después de todo, parecía que aquel lobo no era más
invencible que cualquier otro. Intercambiaron miradas durante
unos momentos que parecieron durar toda una eternidad, con
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el único sonido del suave gemido del viento que alcanzaba
velocidad mientras los primeros copos de nieve empezaban a
caer desde la insondable oscuridad del cielo, en un lento movimiento,
a través de las copas de los árboles.
La quietud fue finalmente despedazada cuando el gris
le enseñó los dientes; después, se retiró lentamente hacia los
ensombrecidos árboles. En cuestión de segundos, primero él y
después el tormentoso brillo violeta de la piedra que colgaba de
su collar desaparecieron de su vista. El lobo que quedaba estaba
definitivamente en peor situación. Con su pelo de color
bermejo enmarañado con la sangre, siguió a su compañero
tan rápido como pudo, arrastrando una pierna trasera rota
hasta desaparecer. Gideon se quedó inmóvil mientras observaba
su retirada y sintió su mensaje tan claro como si hubiera
sido pronunciado en voz alta.
«Esto no ha acabado».
Pensó que estaba de acuerdo y esbozó una mueca de
desprecio. Estaba completamente seguro de que no había terminado.
Y que le mataran si iba a permitir que se fuesen sin
terminar lo que habían empezado. Pero no fue hasta dar un
paso hacia adelante y ver que los árboles que había frente a él
parecían nublarse y dar vueltas cuando se dio cuenta de la
gravedad de sus propias heridas. Quizá hubiera dado más de
lo que había recibido, pero seguían siendo tres pares de colmillos
y garras contra uno, y pese a sus esfuerzos, consiguieron herirle.
Así que Gideon se quedó allí, tambaleándose ligeramente, lamiendo
las babas que caían de su hocico y saboreando la sangre.
Cuando el terror le hizo un nudo en el estómago, bajó la mirada
y se encontró con más sangre goteando de su pecho, sus
piernas y su bajo vientre, haciendo que la nieve que había
debajo de él se volviera de un tono escarlata.
«Maldita sea».
Dio otro indeciso paso hacia adelante y la visión se le
nubló. «Después de todo, ha habido empate», pensó con tristeza.
Había perdido demasiada sangre. Si aquellas criaturas
hubieran sido cualquier cosa diferente a hombres-lobo, podría
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haberse quedado allí para asegurarse de que cicatrizaba lo suficientemente
rápido como para contener la sangre vital que
manaba lentamente de sus heridas. Pero no ocurría de aquel
modo con los de su especie. Esa era la razón por la que estaba
prohibido dañar a un hermano, y la razón por la que todavía
llevaba la cicatriz de aquel ataque sorpresa acontecido hacía
tantos años cuando el resto de su cuerpo estaba limpio de señales.
Sus poderes de cicatrización operaban más lentamente
cuando las heridas eran infligidas por uno de su misma especie,
ya veces, como en el caso de la cicatriz de Gideon, no acababan
nunca de cicatrizar.
O por lo menos, no del todo.
Gideon sabía que si no quería morir allí, en la nieve,
tenía que encontrar ayuda, y rápido.
«Mantén a salvo a la piedra.
Protege a la manada».
Le supuso un esfuerzo hercúleo avanzar hacia adelante,
hacia las luces que parpadeaban en la distancia. Mientras
medio caminaba, medio se arrastraba hacia aquella dirección,
se volvía cada vez más difícil mantener a raya a la oscuridad
que quería consumirle.
«Vuelve pronto a casa», susurraba la voz en su mente,
burlándose de sus esfuerzos.
Más tarde, Gideon pensó que debía de haber perdido la
conciencia, pero que de alguna manera seguía moviéndose.
Parecía como si un momento estuviera todavía bajo los pinos
y el siguiente avanzase dando bandazos por los ordenados jardines
de una pequeña ciudad, intentando desesperadamente
permanecer alejado del brillante resplandor de las ventanas,
de los ladridos de los perros que olfateaban un animal herido
y su sangre. Levantó la cabeza tanto como pudo y olió el aire
por lo que parecía por centésima vez, confundido en su debilitado
estado. No estaba seguro de si debía intentar el cambio,
dudaba incluso de si tendría la fuerza suficiente como para soportarlo,
no sabía con certeza hacia dónde debía dirigirse para
pedir ayuda en aquel lugar desconocido. Lloriqueó suavemente,
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LA LLAMADA DE LA LUNA ESCOCESA
estaba cansado después de haber llegado tan lejos, el pelaje de su
lomo una vez brillante estaba ahora enmarañado. A pesar de sus
esfuerzos iba a tener que acabar tumbándose allí, y Gideon estaba
completamente seguro de que una vez que la tormenta que se
acercaba llegara, no lograría volver a ponerse de pie.
Entonces, justo en el momento en que sus piernas empezaban
a doblarse por última vez, Gideon pudo distinguir la
más leve de las fragancias de… algo. Apenas estaba allí, llevada
por el soplo del viento gélido, pero era lo suficientemente
absorbente como para hacer que levantara la cabeza de nuevo,
mientras su olfato buscaba con avidez en el aire otro rastro de
ella. ¿Qué sería? Le resultaba tan familiar… como las moras
y la nata, con un toque de vainilla… y quizá alguna especia,
algo casi exótico.
El dolor de Gideon se desvaneció mientras se concentraba
en aquella fragancia maravillosa y deliciosa, un olor que
a la vez le parecía familiar y desconocido, aunque llevaba la
misteriosa promesa de hacerle llegar a casa. El instinto se apoderó
de él, impulsándole, guiándole. Puso una pata delante de
la otra, luego lo hizo una vez más y después lentamente, deliberadamente,
empezó a avanzar de nuevo, abrumado por una
intensa necesidad de descubrir la fuente de aquel embriagador
aroma que desautorizaba la orden de su cerebro por detenerse.
A la izquierda, a través de un oscuro cementerio.
« ¡Ahí, un atisbo de canela!».
Ahora a la derecha, bajando una ancha callejuela.
« ¡Mucho más fuerte, imposible e irresistiblemente
dulce!».
Al final, todas las reservas de su resistencia se agotaron
cuando Gideon logró acercarse todo lo posible a la fuente:
una pequeña puerta de color rojo en la que colgaba el simple
acebo de una corona de moras y que llevaba, a través de la callejuela,
hasta una vieja construcción de ladrillo. La puerta
cubría su visión. Su alegre color era una almenara que por un
momento parecía diseñada con el único propósito de conducirle
hasta allí y alejarle del frío. En su delirio, Gideon perdió
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el sentido del tiempo y el espacio y se aferró a la promesa que
llevaba el soplo de la brisa gélida.
«¿Mi hogar?».
Se detuvo allí, sobre la suave alfombra de goma, y reunió
las pocas fuerzas que le quedaban para levantar una de sus
patas desgarradas y arañar débilmente la puerta. Una vez.
Escuchó una voz en el interior, pero parecía distante. Dos veces,
y después una más, gimoteando lastimosamente mientras se
hundía en el suelo, derrotado.
«Custodia… Protege… Casa… ».
La mente de Gideon luchaba por mantenerse despierta,
pero sintió que le golpeaba la inconsciencia como un tren de
mercancías. En aquellos segundos antes de que la oscuridad se
apoderara de él, Gideon alzó la mirada hacia el cielo y rezó
una oración en silencio por un perro sarnoso e infestado de
pulgas como lo era él pidiendo que le llevaran a casa.
Dios, sin embargo, parecía tener sus propios planes. En
aquel momento se abrió la puerta roja y el cuerpo roto de
Gideon se bañó en una luz cálida y suave al mismo tiempo
que un grito de conmoción femenino alcanzaba sus oídos. La
esperanza despertó brevemente a Gideon antes de dejarse llevar
al fin por un mar oscuro y distante. Su sensación última y
consciente fue la de sentirse arropado, de la cabeza hasta los
dedos de los pies, en aquella fragancia, llena de caramelo, cacao
y muchas otras cosas que a él le encantaban, que ya no les
eludía. Gimió de nuevo, débilmente, pero esta vez de placer.
Una mano pequeña y graciosa le acarició suavemente a
un lado de la cara, una caricia ligera como el roce de las alas
de una mariposa.
—Oh, pobrecito —suspiró una voz como la música.
Gideon llevó su hocico hacia la mano, buscando el consuelo,
y después no supo nada más.