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<strong>Navidad</strong> <strong>sin</strong> <strong>prisas</strong><br />
La Gaceta de los Negocios,<br />
27 de diciembre de 2004, Opinion, p. 9<br />
Jaime Nubiola<br />
jnubiola@unav.es<br />
En estos días de <strong>Navidad</strong> he visto nevar en las montañas de Navarra. Los grandes copos de nieve caían al<br />
suelo con majestuosa lentitud y poco después se derretían con el agua del suelo. Al silencio típico de la nevada<br />
le acompañaba una clara percepción de un tiempo geológico que nada tiene que ver con las <strong>prisas</strong> y el tráfago<br />
de nuestras ciudades. La contemplación de la nevada trajo a mi memoria aquel adagio latino festina lente!,<br />
¡apresúrate despacio!, que el historiador romano Suetonio pone en boca de Augusto. Al parecer el emperador<br />
usaba estas palabras —en griego— para expresar que no había nada que conviniera menos al perfecto jefe<br />
que la precipitación y la temeridad.<br />
En la época moderna fue el famoso Aldo Manuzio (1450-1515) quien puso al pie de su sello, compuesto por un<br />
áncora y un delfín, estas dos palabras: festina lente, apresúrate despacio, para expresar quizá las virtudes<br />
requeridas en su trabajo como editor e impresor. La unión de ambas palabras resulta a primera vista paradójica,<br />
pero es muy significativa: "Date prisa despacio". Hay que hacer despacio, esto es, con toda la atención del<br />
mundo, aquellas cosas que no pueden ser repetidas, aquellas cosas que sólo pueden hacerse una vez porque<br />
han de salir a la primera.<br />
Si uno se para a pensarlo un poco advierte enseguida que son cosas del todo distintas la velocidad y la prisa.<br />
Un trasplante cardiaco debe hacerse velozmente y <strong>sin</strong> demoras, pero no puede hacerse deprisa a causa de su<br />
formidable complejidad. Una persona hábil —esto es, con unos hábitos desarrollados— puede hacer en cosa<br />
de minutos, con facilidad y rapidez pasmosas, una pieza de artesanía que a cualquier otro le llevaría horas<br />
confeccionar. No es mala la velocidad, lo malo son las <strong>prisas</strong>, las malditas <strong>prisas</strong>, que vacían de sentido al<br />
presente. La velocidad es algo exterior, mientras que las <strong>prisas</strong>, sobre todo, se llevan dentro. Se tiene prisa<br />
cuando se está pensando en lo que uno tiene que hacer después, en lugar de prestar toda la atención<br />
necesaria al presente, a la persona que uno tiene delante o a lo que uno tiene que hacer en ese preciso<br />
momento. Se vive de prisa cuando en vez de pensar en el hoy y el ahora se piensa sólo en el fin de semana o<br />
en las vacaciones. En el fondo, vivir de prisa no es vivir, <strong>sin</strong>o más bien —como ha escrito Jacques Philippe—<br />
esperar a vivir más adelante.<br />
Se dice a veces que el placer de la velocidad ha sido el único placer que han descubierto los hombres del siglo<br />
XX, pues todos los demás habían sido ya explotados abundantemente por los griegos hace ya más de dos mil<br />
años. Deslizarse por una autopista con un buen coche a 200 kilómetros por hora —o más— es, <strong>sin</strong> duda<br />
alguna, un verdadero placer, aunque sea arriesgado para el bolsillo y quizá para las personas. Por el contrario,<br />
para los sufridos pasajeros es dudoso que sea algo placentero volar a una velocidad crucero de 900 kilómetros<br />
por hora encajado en un estrecho asiento de la clase turística de un avión.<br />
Si el siglo XX se ha caracterizado como el siglo de la velocidad, podríamos empeñarnos en reivindicar para el<br />
siglo XXI —como ha hecho José Antonio Marina— los placeres de la lentitud. Quienes tenemos la fortuna de<br />
dedicarnos a escribir sabemos bien que para escribir bien, es necesario escribir despacio. De igual modo que la<br />
ternura renuncia al control del tiempo, la escritura que es expresión de la propia interioridad no puede hacerse<br />
con <strong>prisas</strong>, no puede hacerse de forma apresurada. Una de las claves decisivas de la creatividad personal se<br />
encuentra precisamente en no tener prisa, en saber esperar. Como escribió Simone Weil, “hay una manera de<br />
esperar, cuando se escribe, a que la palabra justa venga por sí misma a colocarse bajo la pluma, simplemente<br />
rechazando las palabras inadecuadas”.<br />
De la misma manera que no se puede escribir deprisa, no se puede amar con <strong>prisas</strong> o rápidamente. Esta es la<br />
principal lección que nos enseña la <strong>Navidad</strong> desde el portal de Belén hasta la espera ilusionada de los regalos<br />
de Reyes. Parafraseando a Sartre debemos recordar que la ternura es lenta, la prisa violenta. La prisa se<br />
opone a la ternura; no hay ternura apresurada, no hay amor con <strong>prisas</strong>. Quien ama no tiene prisa, pues —<br />
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haciendo casi un trabalenguas— de nada se priva quien por amor se priva de todo lo que no es su amor. Como<br />
cantaban Víctor Manuel y Ana Belén "para la ternura siempre hay tiempo". El amor requiere atención, vive en<br />
buena medida de la mutua atención, por eso las <strong>prisas</strong> agostan el amor.<br />
"Tengo la impresión —decía la madre Teresa de Calcuta— de que andamos tan acelerados que ni siquiera<br />
tenemos tiempo de mirarnos unos a otros y sonreírnos". Me parece que uno de los índices de la calidad efectiva<br />
de nuestra vida podría encontrarse en el número de veces al día en que nos sonreímos unos a otros. El conejo<br />
apresurado de Alicia en el País de las Maravillas no sonríe a nadie porque tiene prisa, y quizá se cree así una<br />
persona ocupada e importante. En nuestras ciudades aceleradas y ruidosas una manera bien sencilla de<br />
comenzar a ir más despacio consiste en empeñarnos cada uno por sonreír a las personas que tratamos. En<br />
<strong>Navidad</strong> en particular parece esto más fácil. Desde el vecino con el que nos encontramos en el ascensor hasta<br />
el conductor que tenemos a nuestro lado en el atasco, pasando, por supuesto, por los compañeros de trabajo,<br />
los superiores y los subordinados, los clientes y quienes tengamos en cada momento a nuestro lado. No<br />
sonreímos a la fotocopiadora o a la máquina lavaplatos. Sonreír a quien está a nuestro lado es reconocerlo<br />
como persona con la que estamos unidos por un lazo afectivo; lo reconocemos como otro yo, como miembro de<br />
nuestra comunidad efectiva.<br />
Además de sonreír, para tener paz por dentro con una agenda repleta de cosas, es preciso planificarse un poco<br />
el tiempo y decirse uno a sí mismo con convicción "hoy no tengo prisa", o quizá mejor, como decía aquel lord<br />
inglés a su criado mientras le ayudaba a vestirse, "despacio que tengo prisa". Como hemos de hacer muchas<br />
cosas y han de salir razonablemente bien y a la primera, sólo haciéndolas despacio, esto es, poniendo en ellas<br />
toda nuestra capacidad de atención, podemos sacarlas adelante en el limitado tiempo disponible. Se trata<br />
básicamente de hacer una cosa detrás de otra y no multitud de tareas diversas a la vez. Las <strong>prisas</strong> son muchas<br />
veces el peaje de las distracciones, de no prestar a la tarea que tenemos entre manos toda la atención que<br />
requiere.<br />
Estas líneas navideñas son una invitación a prestar más atención al momento y a la tarea presente y, por<br />
supuesto, a las personas. Quizá para este nuevo año el mejor propósito sea el regalarse tiempo para hablar<br />
despacio y <strong>sin</strong> <strong>prisas</strong> con los amigos y quizá preverlo así en nuestra apretada agenda. Si no podemos vivir<br />
despacio el resto del año, en todo caso hemos de empeñarnos en lograrlo en esta <strong>Navidad</strong>. Que al menos el<br />
día de <strong>Navidad</strong> podamos decir: "¡Hoy no tenemos prisa!".<br />
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