<strong>El</strong>la lo escuchó con atención y, por alguna razón, su amistoso y alegre silbido leprodujo una gran felicidad. La casa de su tío, el raso páramo y los grandes y desoladosjardines habían contribuido a que se sintiera más sola que de costumbre. Si Maryhubiera sido una niña querida por los seres que la rodeaban, probablemente las actualescircunstancias le habrían destrozado el corazón. Mas, como era una niña sin afectos,sólo la abrumaba la desolación. Por eso fue que el alegre canto del pajarito hizoaparecer una sonrisa en su agrio rostro. Se quedó escuchándolo hasta que voló ydesapareció tras la muralla. Mary se preguntó si volvería a ver a ese pajarito queparecía vivir en el jardín misterioso.Probablemente, la enorme curiosidad que sentía por ese jardín se debía a que notenía otra cosa que hacer. Una y otra vez se preguntaba cuáles habían sido las razonespara que su tío enterrara la llave. Tampoco entendía la relación que pudiera existirentre el amor tan grande por su mujer y ese odio al jardín que sintió cuando ella murió.A su vez, trataba de imaginar cuál sería su actitud cuando se encontrara por primera vezcon su tío. Sabía que ella no sería de su agrado y probablemente a ella tampoco leagradaría él. Seguramente, el día que lo conociera, se quedaría muda frente a él,aunque deseara más que nada preguntarle por qué había actuado en forma tan extraña.Repentinamente recordó al pajarito posado sobre la rama del árbol."Estoy segura de que ese árbol pertenece al jardín secreto –se dijo–. Lo rodea unamuralla y no existe puerta."Con este pensamiento volvió donde el viejo jardinero que continuaba cavando. Sedetuvo a su lado y lo observó con atención, pero él no se dio por aludido hasta que ellale habló.–He estado en los otros jardines –dijo.–Nadie se lo impide –contestó bruscamente el hombre.–También fui al huerto –dijo Mary.–Ahí no hay perro que la muerda.–No existe una puerta hacia el otro jardín, volvió a decir Mary.–¿Qué jardín? –preguntó el hombre con voz áspera, deteniendo un momento sutrabajo.–<strong>El</strong> que se encuentra al otro lado de la pared –contestó Mary–. Vi un pajarito depecho rojo que cantaba posado en la copa de un árbol.Para su sorpresa, la malhumorada fisonomía del viejo cambió de expresión. Unasonrisa, que se expandió por su cara, la hizo darse cuenta de cuánto más agradableseran las personas que sonreían. <strong>El</strong>la nunca lo había pensado.<strong>El</strong> jardinero se volvió hacia el huerto, silbando suavemente. Poco después sucedióalgo maravilloso. Mary sintió el suave aleteo del pajarito volando hacia ellos hasta quese posó sobre la tierra, muy cerca del pie del jardinero.–Aquí está –dijo el viejo riendo entre dientes; y, hablando al pájaro como si lo hicieracon un niño, le preguntó–: ¿Dónde has estado, bandido descarado? No te he visto entodo el día. ¿Es que estás cortejando, aunque todavía no ha llegado la estación?<strong>El</strong> pajarito ladeó la cabeza y le miró con ojos tan brillantes como las negras gotas derocío. La manera como lo trataba el viejo le parecía familiar y no sentía miedo.Mary se puso muy contenta al ver lo bonito y alegre que era con su cuerpo redondo,su pico delicado y sus esbeltas patitas. Casi parecía una persona.–¿Viene cada vez que lo llama? –preguntó casi en un susurro.20
–Sí, por cierto. Lo conozco desde que era un crío. Voló de su nido, del otro lado delmuro, y como era aún muy débil, por algunos días no pudo volver. Al regresar, el restode la cría había partido. Se encontró solo y volvió conmigo. Así fue como nos hicimosamigos.–¿Qué clase de pájaro es? –preguntó Mary.–Es un petirrojo –dijo el jardinero–. Son tan amistosos como los perros y es por esoque nos avenimos. Además, son muy curiosos: mire cómo picotea a nuestro alrededor. <strong>El</strong>sabe que estamos hablando de él.Era extraño ver al viejo mirar con orgullo y cariño al pequeño petirrojo.Mientras el pajarito picoteaba trabajosamente el suelo, se paraba de vez en cuandoa mirar a la niña como si la estuviera estudiando y, de este modo, pudiera conocerlamejor. Mary experimentó un sentimiento extraño.–¿A dónde voló el resto de la cría? –preguntó.–¡Quién puede saberlo! Los padres los sacan del nido y se dispersan antes de que unose dé cuenta. Por eso, él se sintió solo.Mary dio un paso hacia el petirrojo, lo miró de manera penetrante y le dijo:–Yo también estoy sola.Antes ella no se había dado cuenta de que este sentimiento de soledad la enojaba yamargaba. Ahora, al mirar a los ojos del petirrojo, lo entendió.<strong>El</strong> jardinero los observó un minuto y nuevamente se puso a cavar.–¿Cuál es su nombre? –le preguntó Mary.–Ben Weatherstaff –le contestó, y luego agregó con agria sonrisa–: Yo también mesiento solo cuando el petirrojo no está conmigo. Es el único amigo que tengo.–Yo tampoco tengo amigos –dijo Mary–. Nunca los he tenido y jamás he jugado conotros niños.Las personas de Yorkshire tienen el hábito de decir lo que piensan y el viejo Ben,oriundo de la zona, dijo sin ambages:–Usted y yo tenemos varias cosas en común. No somos agraciados, miramos conamargura y podría asegurar que ambos tenemos mal carácter.Esto sí que era hablar claramente y Mary Lennox jamás había oído que alguien ledijera tantas verdades. Nunca había pensado en cómo era ella. Solamente ahora sepreguntaba si sería tan poco atractiva como el señor Weatherstaff y si, hasta antes deconocer al petirrojo, sería tan amarga como él. ¿Realmente tenía ella mal carácter?Ante tantas dudas, se sintió incómoda. Repentinamente se volvió al escuchar un clarobatir de alas. Era el petirrojo que, posado sobre las ramas de un manzano, de nuevohabía irrumpido en una canción. Al oírlo, Ben rió a carcajadas.–¿Por qué hizo eso? –preguntó Mary.–<strong>El</strong> acaba de decidir que quiere ser su amigo –replicó el jardinero–. No hay duda quele ha tomado cariño.–¿A mí? –preguntó Mary, acercándose suavemente hacia el pajarito para verlo mejor–.¿Quieres ser mi amigo? –preguntó al petirrojo, como si hablara con una persona–.¿Quieres, por favor?Esta vez ella no hablaba con voz imperiosa; al contrario, su voz era tan suave,apremiante y persuasiva, que Ben Weatherstaff quedó sorprendido.–¡Vaya! –exclamó–. Si es tan encantadora como cualquier niña... Incluso diría quehabla igual que Dickon con sus regalones del páramo.21
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no sé si recuerda, señor, que jam