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Jamás creímos que esa misma noche<br />
lo conoceríamos, el infierno.<br />
Como sardinas enlatadas, nos embutieron<br />
en la parte posterior de dos patrullas. 25<br />
almas por vehículo; 50 cuerpos destinados<br />
a engrosar la inmensa sepultura. El país<br />
entero es un cementerio; somos muertos<br />
caminando sobre muertos. Con el cuerpo<br />
magullado por los golpes y aplastado por los<br />
cuerpos de mis compañeros, a duras penas<br />
podía mover la punta de mis dedos. Mis<br />
pulmones se esmeraban por arrancar una<br />
partícula de aire en ese ambiente enrarecido<br />
por el aliento de la muerte. Escuché gritos,<br />
gemidos desahuciados y súplicas estériles<br />
que pretendían sobreponerse a los alaridos<br />
que nos escupían los granaderos, como si<br />
fuéramos puercos rumbo al matadero. “¡Ora<br />
sí, cabrones! Muy valientes, ¿no? ¿Ya se<br />
los cargó la verga; hijos de su puta madre,<br />
revoltosos!”. Después de más de una hora de<br />
viaje y de macanazos aleatorios, nos bajaron<br />
en la inmensidad de un terreno solitario.<br />
Muchos apenas y podíamos mantenernos<br />
en pie. La mayoría no eran más que bultos<br />
esparcidos sobre el suelo. Los árboles<br />
frondosos incrementaron la penumbra y<br />
acentuaron nuestros miedos. Sólo se veía la<br />
luz de las torretas flotando sobre los rostros<br />
deformes de los que aún pertenecíamos a<br />
este mundo. Florentino Maza tenía la cara<br />
tapizada por los coágulos de sangre; lo<br />
reconocí por su mano testaruda sujetando el<br />
altavoz impertinente.<br />
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