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una auténtica necesidad para él. Me contaba lo feliz que se
sintió al jubilarse pues podía por fin dedicar todo su tiempo
a su misión. Para mí era un hombre íntegro, un santo. Enfermó,
como digo, y me propuso buscar un local cerca de La
Mina, entre barrios marginales, con el fin de llegar a más necesitados.
Allí donde la mayoría son mujeres y niños ya que
un elevado porcentaje de hombres cumplen sus condenas en
la cárcel.
Busqué el lugar adecuado. Tendríamos una recepción, un sencillo
despacho y un pequeño almacén de comida. Y mientras Josep seguía
convaleciente, lo encontré.
L´Hora de Déu había dado el visto bueno. Fueron momentos de
gran ilusión. El local estaba detrás de la iglesia de Sant Adriá del
Besós, en un callejón sin salida que nos ofrecía suficiente intimidad.
Josep fue dado de alta y se incorporó enseguida al trabajo con
el entusiasmo de siempre.
Durante unos meses continué colaborando en el local. Luego la
vida me deparó otras circunstancias. Otro camino de aprendizaje
dentro del gran Camino. Pero está claro que nunca olvidaré la lec-
Matilde Ripoll • 120 • La Hora de Dios